XI. Un fiscal y otras cosas del diablo

Volnay subió al coche detrás de Sartine. En el interior encontró a un tercer pasajero.

—Os presento al fiscal Siltieri —dijo simplemente el lugarteniente general de policía—. Es él quien instruye el caso con… hummm… con toda la discreción requerida.

El fiscal era un hombre alto y enjuto, de mejillas hundidas, barbilla prominente y mirada ardiente. Al comisario de las muertes extrañas le desagradó nada más verlo a causa de sus maneras secas y altivas.

—Ya iba siendo hora de que nos viésemos —le dijo a Volnay en un tono acerbo—. El señor de Sartine me ha contado que dejasteis escapar a la prostituta que participó en esa misa negra.

—Primero tuve que encontrarla —contestó con frialdad el comisario de las muertes extrañas—. El único indicio que tenía era un cadáver en un cementerio. Esa mujer se desnucó después al caer por una escalera, pero no por ello perdí el hilo de la investigación, puesto que buscaba al cura danzarín.

—Desgraciadamente, no os ha esperado para colgarse —dijo con sarcasmo Siltieri—. ¡Ha llegado el momento de que intervenga!

—¡Sin duda sabéis hacer las cosas mejor que yo!

Siltieri le dirigió una mirada malévola.

—Pues sí, tengo cierta experiencia en la materia. Instruyo expedientes de brujería desde hace diez años. Me las he visto con esos maestros de la perversidad, padres de la mentira y servidores del demonio que rezan al diablo en vez de a Dios. Esos machos cabríos fornicadores remedan la eucaristía y rinden un culto febril a Satanás. Recitan el introito al revés para negar la virginidad e incitar al desenfreno. Todo en ellos es grotesco. Sus flatulencias reemplazan el incienso. Cantan Gloria in profundis Satani en lugar de Gloria in excelsis Deo. El Ite missa est es sustituido por un laus Satani. —Se santiguó febrilmente—. ¡Dios es testigo de que en otros tiempos la represión habría sido más severa, con los tribunales de la Inquisición!

Sartine se rebulló, incómodo.

—Corresponde a la justicia del rey administrarla, no a los tribunales de la Iglesia.

—¡Sí, pero hubo un tiempo en que colaboraban! Recordemos que nuestro buen rey el difunto Luis XIV conminó a brujos y brujas a abandonar su reino sin dilación y ordenó castigar ejemplarmente a los que practicaban la magia.

—Mi policía pone en ello todo su empeño —replicó Sartine en un tono agrio.

—¡No el suficiente! ¡No el suficiente! ¡Siguen ahí, intentando que tomemos una brizna de paja por una viga!

Volnay se estremeció interiormente. ¡Siltieri, encargado por la justicia de instruir el caso, era un nostálgico de los tribunales de la santísima Inquisición! Eso lo situaba sin lugar a dudas en el bando del partido devoto y en contra del de la marquesa de Pompadour, bandos que libraban una lucha feroz entre los bastidores del poder. Los dos policías guardaron silencio durante el resto del trayecto, dejando que el fiscal continuara un monólogo febril sobre la necesidad de purificar la herejía mediante el fuego.

El coche siguió una red de callejas tenebrosas del arrabal Saint-Marcel antes de detenerse ante un inmueble desvencijado de la calle del Puits-de-l’Ermite. Unos arqueros de la patrulla que los esperaban los condujeron a un piso de techos altos donde hacía un frío glacial.

El cura danzarín había sido un barbián desgarbado, alto y flaco, más seco que un palo. Vestido con un chaleco negro de sarga de mala calidad y un calzón de piel remendado, ahora se balanceaba en el extremo de una cuerda, con la lengua fuera. El comisario de las muertes extrañas lo contempló un instante en silencio antes de ponerse a recorrer la habitación, tomando nota mental de cada objeto o mueble que había en ella: un tapiz deteriorado, un baúl para los efectos personales, una mesa y cuatro sillas…

El espectáculo que se ofrecía a sus ojos en lo que parecía ser la cocina resultaba bastante edificante.

—¿Qué pensáis de todo esto? —le preguntó Sartine.

Volnay no tuvo tiempo de contestar, pues el fiscal se plantó en medio de la habitación y tomó la palabra con voz potente.

—Mi opinión está formada. ¡He visto en el pasado tantos indicios de este tipo! Vedlo vos mismo: hostias negras, el cadáver de un gato negro, cirios negros. En cuanto a la presencia de ese crucifijo, no temáis, probablemente sería pisoteado en el transcurso de una sesión. Es imposible que no lo hayan oído salmodiar sus conjuros. Debe de haber cómplices en este inmueble. ¡Que los arqueros de la patrulla lo registren todo!

Sartine dirigió una rápida mirada a Volnay y le hizo una seña al oficial de la patrulla. Unos hombres salieron precipitadamente de la vivienda.

—¡Ah! —dijo Siltieri, precipitándose hacia una esquina de la habitación—. ¡Un bastón de brujo! «¡Bastón blanco, bastón negro, llévame a donde debes, por el diablo!».

El comisario de las muertes extrañas se acercó despacio.

—Es un bastón de marcha. Mirad, está ferrado en la punta.

—¿Ignoráis entonces que estos malditos brujos mandan poner a su bastón un herraje con la hoja de acero para degollar a su víctima, a fin de incrementar su poder?

Volnay prefirió no responder.

—¡Que alguien descuelgue a ese hombre! —ordenó el lugarteniente general de policía para intentar ser útil.

—¡Un momento! —intervino el comisario de las muertes extrañas—. El escenario del crimen ya ha sido suficientemente alterado. La patrulla ha pisado todas las huellas. ¡Debo hacerme una idea de los asesinos!

Cogió una silla y se subió a ella para examinar el cuello de la víctima. Abajo, Siltieri se encogió de hombros.

—No hacen falta ni huellas de pasos ni indicios. Todas las pruebas están aquí, delante de vuestros ojos. ¡Hasta hostias negras y triangulares! ¡Las hostias de tres puntas, como esos herejes las llaman! ¡Esos son los primeros ingredientes para hacer una parodia de misa donde todo está invertido y pervertido!

—Eso no me dice quién ha matado a este hombre —señaló tranquilamente Volnay tirando del gancho.

—Se ha colgado él solo, movido por el arrepentimiento, o bien, probablemente, sus acólitos han considerado que necesitaban otro sacrificio…

—Yo creo que sus cómplices o los promotores se han asustado —se aventuró a decir el comisario de las muertes extrañas—. Han debido de enterarse de que encontramos a la prostituta que asistió a la ceremonia y de que andábamos tras el rastro del cura danzarín. Dado que el señor de Sartine, aquí presente, puso a todos sus agentes a trabajar para localizarlo, estoy seguro de que la búsqueda no ha pasado inadvertida.

Al lugarteniente general de policía se le oscureció el semblante. El comisario examinó la viga de la que colgaba el cura danzarín.

—El gancho está aquí desde hace mucho —constató este último—. No ha sido puesto para la ocasión.

Se inclinó y cogió las manos del hombre.

—No hay marcas de cuerdas. No han sido atadas y luego desatadas.

—Eso confirma la hipótesis de que se ha matado él —intervino Sartine—. Si sabía que lo buscaban…

Volnay negó con la cabeza.

—No forzosamente. Podía estar ya muerto por estrangulación antes del ahorcamiento o simplemente sin sentido. El monje nos lo dirá. —Examinó a continuación las uñas del muerto—. Hummm…, hay piel debajo de algunas uñas. Ha debido de arañar a sus agresores. Veamos la longitud de sus zapatos. —Sacó del bolsillo un cordel con varios nudos—. Esta corresponde a una huella tomada en el lugar del crimen, al igual que la de la Voraz. ¡Ya van dos! Todavía me quedan tres por encontrar…

Después de bajar de la silla, echó un vistazo a los zapatos del cura danzarín, que colgaban en el vacío.

—¡Vaya, era cojo! —señaló maquinalmente.

—¿Qué decís? —preguntó Siltieri.

—Mirad los tacones de sus zapatos: uno está completamente deformado en el lado derecho, señal de que se apoyaba en él más que en el otro.

—¡Una prueba más! —exclamó el fiscal.

—¿Perdón?

Siltieri soltó un resoplido despreciativo.

—¿Ignoráis también que los individuos de cierto tipo están más predispuestos que los demás a convertirse en agentes del diablo? ¡Cojos, tuertos, tartamudos, jorobados, comilones y bebedores!

—Y babosos —completó Volnay muy serio—. Voy a hacer un boceto del escenario —dijo, retrocediendo.

Sacó de un bolsillo papel y carboncillo y se puso a dibujar la habitación. Sartine, a su pesar, se acercó para admirar la seguridad y el acierto de la mano del comisario. Mientras tanto, un arquero de la patrulla trajo del dormitorio del cura danzarín un libro del que Siltieri se apoderó con un rugido triunfal.

—¡Estamos en el antro del demonio! ¡Mirad esto!

Sartine se acercó y le echó una prudente ojeada al libro antes de retroceder raudamente.

—La lista de los principales demonios fue establecida hace mil doscientos años por la Iglesia en el canon siete del concilio de Braga —explicó Siltieri con fervor—. Todos estos nombres abyectos me son, desgraciadamente, familiares: ¡Adramelec, gran canciller de los Infiernos además de dios del crimen! Aquí está representado en su forma de pavo real. Astarot, demonio y tesorero de los Infiernos, que cabalga a lomos de un dragón y lleva en la mano una víbora, pues le gusta transformarse en serpiente. Ayperos, que está al mando de treinta y seis legiones y conoce el pasado y el futuro. Astarté, con cabeza de becerra, demonio hembra del desenfreno. Behemoth, demonio cuya fuerza reside en los riñones. Belial, el crimen y el vicio reunidos…

Sartine y los arqueros se santiguaron estremeciéndose mientras Siltieri pronunciaba con frenesí su extraña letanía. Sin prestarle atención, el comisario de las muertes extrañas terminó el dibujo y pidió que llevaran el cuerpo del cura danzarín a casa del monje. El cadáver acababa de ser bajado y cargado en un coche cuando los arqueros de la patrulla volvieron de registrar el inmueble. Empujaban sin miramientos, delante de ellos, a una pareja aterrorizada. Capas de grasa superpuesta parecían hacer las veces de cuello y barbilla en el hombre, chaparro y mal proporcionado. Imposible imaginar dos personas que casaran menos, pues la mujer era más delgada que una ramita.

—Hemos encontrado cirios negros en su casa —dijo el oficial de la patrulla enarbolando triunfalmente la prueba.

—¡Sacrilegio! ¡Herejía! —exclamó el fiscal—. ¡Que los lleven al Châtelet!

La mujer se arrojó a sus pies.

—¡Piedad, monseñor! ¡No hemos hecho nada malo! Somos honrados proveedores de velas para un comerciante del Marais.

—¡¿Y lo proveéis también de cirios negros?!

—No, eso son encargos de nuestro vecino. Hay que vivir…

Confessionem esse veram, non factam vi tormentorum! —exclamó Siltieri—. Las confesiones han sido espontáneas y no obtenidas bajo el efecto de la tortura.

La mujer se agarró con desesperación a las piernas del fiscal.

—¡Piedad! ¡Nosotros solo fabricamos cirios y velas!

En el rostro de Siltieri apareció una sonrisa malévola.

—¡Cantaréis otra canción cuando os pongan los borceguíes! Mientras tanto, mañana visitaremos esa tienda a la que surtís. ¡Tengo curiosidad por saber qué vamos a encontrar ahí! ¡Vamos, al Châtelet! ¡Al Châtelet!

El fiscal se volvió hacia el comisario de las muertes extrañas sin hacer caso de los gritos de terror proferidos por la pareja a la que se llevaban a la fuerza.

—Ya veis lo sencillas que son las cosas —añadió—. ¡La gente de mala ralea se junta! ¡Estos blasfemos y agentes sacrílegos del mal entregarán a sus cómplices en cuanto se los someta a la cuestión de tormento!

—A través de las misas negras no solo se expresa el gusto perverso por el sacrilegio, sino toda la crueldad y la inhumanidad de un mundo para el que la vida del otro no es nada. Estas personas no han llegado a eso.

El fiscal se encogió de hombros.

—Las cosas son menos complejas de lo que vos suponéis: se trata de herejía.

Dicho esto, le volvió la espalda, saludó a Sartine y salió echándose un extremo de la capa por encima del hombro con un gesto seco. El comisario de las muertes extrañas dijo que quería subir a casa de los sospechosos arrestados. Estos debían de dormir dentro de un gran armario sin puertas, sobre un jergón extendido sobre la tabla. El piso era oscuro y olía a cerrado. Lo iluminaba un tragaluz, tapado con una tabla corredera. En las cenizas del fuego se enfriaban unas cebollas y unos rábanos. Volnay recorrió la miserable vivienda sin encontrar más que lo necesario para hacer cirios negros. Poco convencido de que se tratara de un caso de brujería, volvió donde estaba Sartine. En ese momento, uno de los arqueros de la patrulla soltó una exclamación de sorpresa.

—¡¿Qué hacen todos esos aquí?!

El comisario de las muertes extrañas se reunió con él en la ventana y echó un vistazo a la calle, donde la población se congregaba, roja de cólera y profiriendo invectivas.

—En un barrio, las noticias vuelan —murmuró—. Tienen aspecto hostil. Claro que la policía está arrestando sin contemplaciones a personas que son sus vecinos o sus amigos…

Sartine se unió a él y lanzó una mirada fugaz antes de enjugarse la frente, nervioso, con su pañuelo de encaje.

—Mirad a esa chusma, Volnay. Si no nos acompañaran veinte arqueros de la patrulla, nos haría picadillo. En nuestros días, ya no podemos hacer una ejecución pública sin que se insulte al verdugo, ¡y nuestros hombres no consiguen ni poner a un miserable en la picota sin que les tiren piedras!

El comisario de las muertes extrañas permaneció callado. Había percibido el miedo de Sartine. No era falta de valor, pues el hombre poseía un gran temple, sino temor de lo que representaba la muchedumbre, las grandes masas incontrolables. Sartine sabía muy bien que la ley del número pertenecía al pueblo. Este lo ignoraba, pero un día contaría y se daría cuenta de que era así. Sartine odiaba a la muchedumbre porque lo tenía bajo control, excepto a ella.

La muchedumbre, pensaba Volnay, es como el agua. Nada la detenía cuando cedía el dique. ¿Y qué era, al final, el dique? ¿Unos miles de hombres uniformados, ellos mismos hijos del pueblo? La muchedumbre no era consciente de su fuerza, ni tenía dirección.

«Un día, yo o algún otro la prenderemos como una antorcha y la lanzaremos contra la monarquía».

—¡No nos quedemos aquí!

La voz seca y cortante de Sartine devolvió a Volnay a la realidad. Una piedra acababa de romper ya un cristal y rodaba por la habitación. El pueblo había distinguido la peluca y el rostro empolvado y maquillado del lugarteniente general de policía.

Bajaron precipitadamente la escalera y se metieron en el coche bajo una lluvia de piedras. Los arqueros de la patrulla, desbordados, retrocedían desordenadamente.

—¡Mantened las posiciones! —gritó el oficial—. ¡Mantened las posiciones!

Una piedra lanzada certeramente le hizo callar. Aquello dio pie a la desbandada. Varios arqueros dispararon.

Volnay maldijo.

—¡Vamos! ¡Vamos! —le ordenó Sartine al cochero.

Este hizo restallar el látigo y vociferó de forma brutal detrás de los caballos. Gritos de miedo y rabia se elevaron entre la multitud. El coche dio un bote antes de ser zarandeado. Volnay comprendió que acababan de pasar por encima de un cuerpo humano. Unas manos aparecieron en la portezuela del carruaje y luego una cara. Sartine golpeó en la frente al hombre, que se soltó. En su lado, Volnay vio a un asaltante meter el busto en el coche. Tenía un cuchillo en la mano. El comisario de las muertes extrañas sacó la pistola.

—¡Disparad! —gritó Sartine.

El dedo de Volnay se agarrotó en el gatillo.

—¡Disparad!

El hombre lo contemplaba como alelado, apuntando con el cuchillo en su dirección. En ese momento, el coche cogió velocidad y giró bruscamente, haciendo que el hombre perdiera el equilibrio y cayera.

—¿De qué os sirve llevar un arma si no la utilizáis? —le echó en cara Sartine, disgustado.

Volnay guardó tranquilamente la pistola.

—No había necesidad de hacerlo.

El lugarteniente general de policía, tras mascullar algo, se encerró en un mutismo hosco del que no salió hasta que se hubieron alejado del barrio.

—Nuestros hombres van a regresar al Châtelet, esperemos que la muchedumbre no los acompañe.

Volnay esbozó una sonrisa sombría.

«Un día, el pueblo no se conformará con perseguirlos hasta su cuartel, sino que entrará en Versalles».

—¿Os divierte esto, Volnay? —gruñó Sartine—. ¡Esperáis ver un día nuestros cuerpos patalear en un poste! ¿De verdad creéis que no sé cuáles son vuestras convicciones?

El comisario de las muertes extrañas no respondió. Sartine sabía demasiadas cosas sobre su pasado para darle gato por liebre. Eso, además, le daba poder sobre él. Esa circunstancia y su eficiencia en las investigaciones explicaban que un servidor del Estado tan celoso como Sartine mantuviera en sus ocupaciones a un opositor secreto del régimen monárquico.

—Yo no deseo la muerte de nadie —dijo en voz baja Volnay—. Y quisiera resolver este caso. La prostituta, el sacerdote renegado… Nos faltan todavía tres participantes, ¡y a esos me gustaría cogerlos vivos!

—El fiscal Siltieri no tardará en identificarlos entre todos los descreídos que ha mandado detener.

Volnay negó con la cabeza.

—No lo creo. Las tres personas que asistieron a la misa negra debían de ser las que la encargaron. Son gente de un nivel y una condición diferentes de los desdichados que van a sufrir tortura. Yo hablé con la Voraz y puedo aseguraros que no tenía ni la imaginación ni la inteligencia necesarias para tal cosa. Pero el fiscal Siltieri es un fanático de mente estrecha. ¡Ha pillado a unos pobres bribones que estaban donde no debían en el peor momento posible y cree que le ha tocado el haba del roscón! Va a someterlos a la cuestión de tormento y a hacerles confesar todos los crímenes que quiera. Postquam depositus fuit de tormento. ¡Confesiones hechas a fuerza de tortura, como diría el monje!

Sartine sacó el rapé, pero el traqueteo del coche sobre los adoquines le impidió introducir el tabaco en las fosas nasales sin hacer un estropicio. Con un gesto irritado, se sacudió la ropa sembrada de polvo.

—Si fuerais más rápido, no tendríamos a Siltieri encima —masculló el lugarteniente general de policía—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Y si pasáramos por casa del monje? —propuso Volnay.

Para su sorpresa, Sartine aceptó.

El monje los contempló con mirada satisfecha. Dada su faceta de comediante, no le desagradaba tener como público a una autoridad tan alta como el lugarteniente general de policía. Puesto que Helena se hallaba ausente, la presencia inesperada de Sartine lo llenaba de contento.

—He procedido a desvestir el cuerpo —comenzó en un tono docto— y he observado la presencia de importantes equimosis. El hombre se ha defendido, y ha sido algo reciente, pues el color de las equimosis es rojo vivo el primer día. —Frunció delicadamente el entrecejo antes de proseguir—: El ahorcamiento produce una presión que provoca una compresión del cuello, lo que impide a los vasos llevar la sangre al cerebro y a la tráquea. Por último, los músculos del cuello se ven afectados por la caída, pero la altura de esta ha sido escasa, por lo que me han dicho los agentes de la patrulla. He observado que hay marcas de estrangulamiento, pero están situadas mucho más abajo de lo que lo estarían en caso de ahorcamiento. Además, las marcas no son las que deja una cuerda, son más anchas, probablemente de una media o algo de ese tipo… En cualquier caso, un material más flexible que la cuerda…

—¿No ha podido ser estrangulado con las manos? —preguntó Sartine.

El monje se volvió hacia él con los ojos brillantes.

—¡Interesante pregunta, señor lugarteniente general de policía! Pero la respuesta es negativa, pues el estrangulamiento por vía manual exige más presión y, en consecuencia, las marcas serían mucho más claras y los daños musculares más importantes. Eso por no hablar del estado de la garganta…

—No es necesario —se apresuró a decir Sartine—. ¿Afirmáis, entonces, que el cura danzarín fue estrangulado con una media y después colgado de un gancho para hacer pensar en un suicidio?

—Yo no afirmo, ¡demuestro! Ah, ¿qué es esto?

El monje abrió con precaución la bolsita que el cura danzarín llevaba alrededor del cuello.

—Sal… Se lleva alrededor del cuello como prevención contra el maligno. El cura danzarín debía de temer que el diablo se lo llevara consigo después de invocarlo…

El lugarteniente general de policía se volvió hacia Volnay.

—¿Habrán matado los participantes a sus cómplices porque sabían que los habíamos localizado?

El comisario de las muertes extrañas se encogió ligeramente de hombros.

—Quizá lo habrían hecho de todas formas. Estoy convencido de que la prostituta y el cura no eran más que peones en su juego, simples instrumentos para respetar un ritual. Una vez ejecutado este, ya no los necesitaban para nada.

—¿Pensáis que quienes encargaron esa misa son de más noble condición?

Volnay descifró la pregunta muda de Sartine: ¿podría estar implicada la corte? Si tal era el caso, el partido devoto se frotaría las manos, pues eso le permitiría asestar un golpe a todos los que no compartían sus opiniones.

—No me imagino a la corte de Versalles involucrada en este crimen —dijo el comisario de las muertes extrañas.

—Haces mal —intervino el monje, para desesperación de su hijo—. Los grandes de este mundo acuden a las adivinadoras y los echadores de cartas. Compran pociones mágicas y runas. Y es de dominio público que la condesa de Polignac recurría a buscadores de tesoros. En cuanto al duque de…

—Hablamos de un crimen —lo cortó sin miramientos Volnay—. Y existen suficientes capillas privadas en los castillos y las mansiones particulares para evitar que los grandes de este mundo se ensucien las botas por la noche en cementerios helados. —Dejó escapar una sonrisa sarcástica—. A menos que nuestro amigo Siltieri descubra que el vendedor de velas surtía de cirios negros a algún señor…

Sartine exhaló un suspiro irritado, pero su atención fue atraída por el monje.

—Veamos qué llevas en los bolsillos —decía este último dirigiéndose al cadáver. El monje enumeró uno a uno los objetos encontrados en el cuerpo—: Un pañuelo, una llave, una tabaquera de madera…, oh…

Tenía entre los dedos un anillo con un ojo engastado.

—Qué horror… —dijo Sartine, frunciendo la nariz con asco.

—No temáis —lo tranquilizó el monje—, debe de ser un ojo de comadreja. Es un amuleto que actúa como protección si os hacen un maleficio para anudaros la agujeta. ¡Es algo siempre molesto para los hombres! —Rio antes de reanudar la enumeración—: Un almanaque, un par de dados, un cuchillo, un billete de lotería y una inscripción en latín en un…

—¡Dejadme ver! —dijo Sartine, que alargó la cara al leer—: Contra me ad incarte cla, a filii a Eniol, Lieber, Braya, Braguesca… ¿Qué es esto?

—Una fórmula mágica para ganar a los dados —explicó el monje—. Ya se vendían cuando yo tenía veinte años y os confirmo que no funcionan en absoluto.

Una tos que pareció desgarrarle el pecho lo interrumpió.

—Perdonadme —le dijo al lugarteniente general de policía—, ¿tendréis la amabilidad de pasarme el vaso de agua que está detrás de vos?

Mientras el otro se volvía, el monje escondió rápidamente bajo el hábito una hoja de papel doblada. Volnay lo miró fijamente, pero no dijo nada.

—No hay ningún vaso detrás de mí —dijo secamente Sartine, y lo miró de nuevo a la cara con aire enojado.

—Ah, perdón —dijo el monje—, es esta maldita fiebre. La botella está a tu lado, hijo. Si tienes la amabilidad…

Volnay le sirvió un vaso que su padre bebió con avidez.

—Decíamos, pues —continuó después de haberse secado los labios con la manga—, un cuchillo, un recibo de alquiler y dinero. —Contó minuciosamente—. Tres libras y doce sueldos, para ser exactos.

Sartine cruzó los brazos y los contempló con cara de pocos amigos.

—Todo esto no nos lleva a ninguna parte. Siltieri va a hacer que sometan a la cuestión de tormento a esa pareja y conseguirá que den nombres…

—Estoy más que seguro de que, bajo tortura, hablarán —dijo Volnay con calma—, pero no creo que sepan gran cosa. Fabricaban cirios negros para el cura danzarín, pero solo él sabía dónde entregarlos…

Se interrumpió. Por encima de su cabeza se oía un aullido que helaba la sangre. Sartine se estremeció.

—¿Quién grita con esa desesperación?

—No es nada —se apresuró a responder el monje—. He recogido a un perro, pero a veces parece como si se volviera loco…

—¡Eso es de vivir bajo el mismo techo que vos! —replicó Sartine.

El monje torció el gesto, pero, con mucha sensatez, prefirió no contestar.

—Lo cierto es que estamos todos muy nerviosos —concluyó Volnay, conciliador.

Sartine miró con perplejidad al comisario de las muertes extrañas, cuya impasibilidad y calma eran legendarias.

—No nos habíamos enfrentado a un caso tan difícil desde hace mucho —añadió el monje—. Y esta víctima era una niña deliciosa, y tristísima…

—¿Cómo sabéis eso? —preguntó el lugarteniente general de policía.

—¡Porque me lo ha dicho ella!

Sartine lo miró como si se hubiera vuelto loco.

—¡Esta Sophia os ha hecho perder el juicio!

El monje le dirigió una mirada cómplice.

—Esa chiquilla se nos aparece a todos. ¡No descansará hasta que encontremos a su asesino!

—Así que vuestro hijo os ha contado nuestra conversación privada —constató Sartine, lanzando una mirada de enojo a Volnay.

—Oh, no hay nada de malo en ello —dijo el monje—. Como tampoco lo hay en soñar. Desde la Antigüedad, los hombres intentan encontrar una explicación a sus sueños. Artemidoro de Éfeso contaba ya montones de cosas interesantísimas al respecto. Al parecer, en Babilonia los sacerdotes soñaban con el Sol, señor de la visión, e iban al templo de los sueños para descifrarlos.

—Todo eso no lo convierte en una ciencia —señaló el lugarteniente general de policía en un tono acerbo.

—Os equivocáis, la oniromancia es la ciencia de la adivinación a través de los sueños. Nos corresponde a cada uno descifrar la revelación ambigua de estos y convertirnos en intérpretes de nuestros sueños.

Sartine lo contempló con un aire sarcástico.

—No me digáis que un espíritu tan racional como el vuestro se ocupa de esas pamplinas.

—¡Mi espíritu racional, como vos decís, se interesa por todo cuanto está inexplicado!

Una vez cerrada la puerta de la casa tras el lugarteniente general de policía, Volnay le preguntó con impaciencia a su padre:

—Bueno, ¿qué has escondido para que no lo viera Sartine?

El monje sonrió astutamente.

—¿Te has fijado en mi presencia de ánimo? El vaso de agua, Sartine vuelve la cabeza y… ¡hop!

Parecía un niño presumiendo de haber gastado una broma con éxito. Volnay meneó la cabeza, aterrado por las gracias de su padre.

—Ha sido una imprudencia. Si Sartine se hubiera dado cuenta, no quiero ni imaginar las consecuencias… Sabes que no nos tiene mucho aprecio y que con él estamos siempre en el filo de la navaja…

—Es posible, pero prefiero que esta investigación avance sin interferencias exteriores. Ah, sí, queda asado de cerdo, si quieres un poco. Helena y yo no te hemos esperado para hacerle los honores…

—No tengo hambre.

—Como quieras.

El monje desdobló cuidadosamente la hoja y la acercó al fuego.

—Mi vista ya no es lo que era, hijo mío. ¿Puedes darme esa lupa que está encima del escritorio?

Volnay obedeció.

—¡Ah! —dijo el monje con tono triunfal—. Una lista de entregas de los cirios con los nombres de las calles y las fechas. ¡Me encanta la gente ordenada!

Su hijo se acercó y leyó por encima de su hombro.

—Tres direcciones nada más en las últimas semanas —observó—. ¡El comercio no es tan lucrativo como antes!

—¡Y la primera calle que aparece es Canettes, donde reside nuestro astrólogo! ¡Dios mío, el cura danzarín surtía de cirios negros al padre de la víctima!

—La coincidencia es inquietante, pero no saquemos conclusiones apresuradas —dijo Volnay—. En esa calle viven cientos de personas.

—La segunda dirección corresponde a un barrio de Versalles. ¡A Sartine no le gustaría esto! Como no especifica el sitio, ¡es como buscar una aguja en un pajar! Pero, bueno, ¡es Versalles! —Acercó más los ojos a la lupa—. La tercera dirección es el Palacio Real, sin otra indicación. Debe de ser un lugar de cita…

El comisario de las muertes extrañas examinó el papel y se lo devolvió a su padre. Cruzó a continuación los brazos sobre el pecho y dejó vagar su pensamiento lejos de allí. Cuando habló, su tono era firme y decidido.

—Mañana por la mañana iremos a interrogar sin contemplaciones al astrólogo. Llevaremos a unos arqueros de la patrulla para que registren la casa. ¡En este asunto tengo desde el principio la desagradable sensación de pasar al lado de algo evidente!

—Eso ocurre con frecuencia —explicó su padre—. Una parte de tu mente ha descubierto algo de la solución, pero tu mente consciente no quiere oír hablar de ello por razones diversas y variadas. Así luchan en nosotros el que cree saber y el que sabe.

La expresión del comisario de las muertes extrañas era indescifrable, pero un ligero movimiento de hombros indicaba su incredulidad ante las osadas tesis de su padre. Por un instante reinó el silencio, hasta que un leño, al consumirse, se desmoronó en el hogar y los sobresaltó a ambos. El monje se agachó para atizar el fuego y añadir leña. Al levantarse, asió de la muñeca a su hijo y bajó la voz.

—No le he dicho nada a nuestro superior, pero ha surgido otro misterio. —Se humedeció nerviosamente los labios antes de continuar—. Mientras bajaban al primer sótano el cadáver del cura danzarín, me dirigí al segundo a buscar mi instrumental. Ahí había trasladado el cuerpo del guarda del cementerio para salarlo a fin de que no oliera. Mi enfermedad me impidió realizar esa tarea. Resumiendo, bajé al segundo sótano y…, oh sorpresa…, ya no había cadáver.

Volnay dio un respingo.

—¿Lo sabe Helena?

—Sí. La he enviado a ver al comisario de barrio para que denuncie… el robo. Un cadáver no es algo que pase inadvertido.

Con las manos tras la espalda, el comisario de las muertes extrañas se puso a andar de un lado a otro como para dar amplitud a sus pensamientos.

—¿Para qué se roba un cadáver? —preguntó, y se dispuso a responder él mismo a su pregunta—. Se roba para que no se reconozca la identidad de la víctima o para ocultar la causa de la muerte. Ahora bien, cualquier persona sensata debería pensar que a ese cadáver que está en el sótano del ayudante del comisario de las muertes extrañas se le ha practicado la autopsia y ha sido identificado.

El monje asintió.

—Por supuesto, también se roban cadáveres para alimentar a los médicos que quieren progresar en materia de anatomía. Estos están dispuestos a pagar buenas sumas por ellos. ¡Pero para eso hay cementerios! Los desenterradores de cadáveres no se atreverían a entrar en mi sótano. Y además, ¿cómo podrían saber que ese cadáver se encontraba ahí?

—Están los hombres que vinieron a buscar el cadáver de Sophia —señaló Volnay—. Quizá vieron el otro cuerpo, pero no habrían podido llevárselo delante de ti.

El monje bajó la cabeza.

—¿No los acompañaste? —preguntó, atónito, su hijo.

—No tenía valor para ver el cuerpo de esa pequeña, y además, sabes perfectamente que estaba enfermo y en cama. Ellos se ocuparon de todo: lavarla, vestirla y meterla en el ataúd.

—¿Y los dejaste solos en tu laboratorio? ¡Tú!

Su padre se encogió de hombros.

—Trabajan para mí desde hace dos años. Conocen mi laboratorio y se guardarían mucho de tocar nada porque me conocen y me temen.

—Qué raro —dijo el policía frunciendo los ojos—. Tiene que haber una explicación lógica. ¡Algo que no se nos ocurre!

—A lo mejor no han robado nada —murmuró, pensativo, el monje—. Esto podría ser cosa del diablo, pero Sophia tenía un corazón puro. Es posible, después de todo, que se haya convertido en un ángel y que su cuerpo haya desaparecido.

Volnay lo miró preocupado, pero se calló. Llevado por la costumbre, inspeccionó el lugar, como si se tratara del escenario de un crimen, antes de menear la cabeza.

—Una misa negra en un cementerio ya es de por sí algo desacostumbrado. Una niña desnuda que aparece muerta sobre una lápida y que atormenta los espíritus de los vivos, el guarda del cementerio al que asesinan y cuyo cuerpo desaparece… Decididamente, todo esto se sale de lo normal. —El comisario de las muertes extrañas reflexionó antes de continuar—: El guarda del cementerio no fue estrangulado realmente…

—Sí —contestó raudamente el monje—. Como dije, lo privaron de aire mediante compresiones sucesivas para no dejar marcas…

El joven frunció el entrecejo.

—A Sophia no la mataron así. Las marcas en su cuello eran poco pronunciadas. Por lo demás, con tus reparos a practicarle la autopsia, no realizaste las averiguaciones necesarias. No sabemos si murió de frío o por estrangulamiento.

—Es verdad —dijo el monje, atribulado—. Es verdad…

—¿Y si el asesino no fuera el mismo? —preguntó Volnay.

Su padre entrecerró los ojos, tratando de adivinar los pensamientos de su hijo.

—¿Insinúas que dos hechos diferentes se produjeron aquella noche en aquel lugar?

—Tal vez. No olvides que la misa negra probablemente fue interrumpida. Pero ¿quién lo hizo? ¿A quién se le ocurre pasear solo de noche por un cementerio?

—Pues al guarda —dijo el monje.

Volnay se impacientó.

—Si a ese guarda no lo mataron los celebrantes de la misa negra, ¿quién, aparte de toda esa gente, puede merodear por un cementerio durante las horas de oscuridad?

El monje se dio una palmada en la frente.

—¿Cómo puedo haberme obcecado tanto, con lo inteligente que soy? ¡Pues claro! ¡Los desenterradores de cadáveres! Pero, por lo que nos dijeron, ¡ellos no han matado a nadie!

—Eso es lo que les contaron a los esbirros del anatomista, a no ser que estos se inventaran esa historia para que los dejara irse.

—¿Quieres volver de noche al cementerio donde encontramos a Sophia? —preguntó su padre.

—Sin duda Sartine ha apostado allí a hombres suyos, y después de lo que ha pasado, creo que el lugar será evitado durante unos cuantos años. —Tras un momento de vacilación, añadió—: Supongo que Helena va a pasar aquí la noche.

—Dios mío, si quiere…

—¿Es que no tiene casa? —dijo, irritado, Volnay.

El monje abrió los brazos en un gesto de desesperación cómico.

—No somos íntimos…

—¡Pero a este paso no tardaréis mucho en serlo! Buenas noches, padre.

Volnay salió. Nevaba en medio de un silencio mágico. De pronto vio a Helena avanzar hacia él por el callejón. El viento parecía luchar con los pliegues de su largo vestido, produciendo crujidos de seda. Daba la impresión de que había cierta languidez en sus gestos. Al verlo, sonrió.

—Helena…

La joven, temblando, se detuvo frente a él.

—¿No os quedáis?

—No. Mi padre os contará los últimos acontecimientos del día. Debo irme a casa para reflexionar en paz. ¡Tengo la sensación de no ver lo evidente!

Ella lo miró con curiosidad.

—¡No es propio de vos!

Unos copos de nieve se adherían a sus magníficos cabellos. Con un gesto delicado, Volnay los cogió como si fuesen flores.

—Sois muy atento —señaló ella.

—Y vos muy guapa.

La cogió por la cintura y la atrajo hacia sí. Recibió en la cara el aliento de Helena, que despertó en él recuerdos olvidados. Su boca encontró la de ella. La joven se dejó hacer, pero no le devolvió el beso.

—Perdonad —susurró—, pero prefiero a vuestro padre.

El policía dio un respingo y retrocedió, como si acabaran de abofetearlo.

Cuando Helena entró, encontró al monje con la frente apoyada en la ventana que daba al callejón.

—¿Qué hacéis delante de la ventana?

—Observo a las almas solitarias…

Volnay, abrumado, regresó a su casa a paso lento. Reavivó el fuego y sacó al pájaro de la jaula.

—Pues sí, cotorra, aunque no te lo creas, ¡he intentado besar a Helena!

El pájaro levantó la cabeza.

—Y no ha sido porque me atraiga —continuó el policía—. Desconfío de esa espía cuya presencia Sartine me ha impuesto. Simplemente he pensado que, si estaba entre mis brazos, dejaría de tomarse tantas confianzas con mi padre. —Se puso a alisar cuidadosamente el plumaje de la cotorra—. Pues bien, mis temores eran fundados, ¡anda detrás de mi padre! ¡Y tiene el descaro de decírmelo!

El resplandor de las llamas se reflejaba en el canto dorado de los libros. Lo contempló un instante y volvió a centrar su atención en el pájaro.

—Sin embargo, si, como sospecho, esa mujer es una aventurera, ¿por qué me ha hecho esa confesión? No lo entiendo.

—No lo entiendo —repitió la cotorra.