XX. En la cabeza de un perro y otras cosas del diablo
Un blanco lechoso flotaba en las calles. Como de costumbre, al amanecer los empleados de los servicios de limpieza recogían inmundicias y cadáveres de la ciudad. Los panaderos de Gonesse invadían las calles con sus panecillos. Cientos de porteadores de agua recorrían los inmuebles para vender agua del Sena desinfectada con vinagre blanco. En el alba glacial, los dos investigadores regresaron andando deprisa al domicilio del monje. Este rumiaba todo el caso mentalmente antes de regurgitarlo en frases entrecortadas.
—Sophia oía nuestras palabras en su semisueño o su semimuerte y luego se despertó. Por suerte para ella, la había tapado con una gruesa manta. ¡Eso impidió que muriera definitivamente de frío en mi sótano!
—Habría podido morir de frío en el cementerio.
—Llegamos con gran rapidez y nos la trajimos. Además, la sustancia había ralentizado su metabolismo para hacerla entrar en una especie de hibernación, como si fuera un oso.
—Pero ¿cuándo se despertó?
—¡Creyó estar muerta! ¡Es una pobre niña de doce años a la que le han hablado del infierno, el paraíso y el purgatorio! Vino a visitarme a mi habitación porque hay un acceso directo desde allí hasta el segundo sótano. Se vistió con ropa de tu pobre madre que encontró en un baúl y me habló. En mi estado febril, creí que se trataba de un espectro y no la saqué de su error. Después pasó el tiempo entre el sótano y mi dormitorio, haciendo incursiones a la cocina para alimentarse.
—Y probablemente haciendo eso fue como se dio cuenta de que no estaba muerta…
—Es verosímil. También fue a su casa acompañada del perro, pero se limitó a sentarse delante de la puerta. Algo le impidió entrar.
—¿Fue ella la que prendió fuego a la casa de su padre?
El monje frunció el entrecejo.
—¡Me preguntas demasiado!
Una vez que hubieron llegado a la casa del monje, la registraron minuciosamente y descubrieron que Sophia había dormido en la pequeña bodega, donde encontraron el bote de mermelada vacío.
—¿Dónde se habrá metido? —se lamentó el monje.
—Entra y sale a su antojo —señaló Volnay—. Sin embargo, esta noche no ha vuelto, porque me has dicho que, después de la desaparición del perro, pusiste una campanilla en tu puerta, por dentro, para que te avisara si volvía.
—Con este frío, quizá esta vez sí que haya muerto.
—A no ser que…
—¿Qué estás pensando?
—El perro la acompaña. Si ella no sabe adónde ir, puede seguir a ese inteligente animal.
El comisario de las muertes extrañas cruzó los brazos, apoyó la barbilla en una mano y entornó los ojos, en la actitud que adoptaba a veces para pensar mejor.
—No sé meterme en la cabeza de Sophia —confesó al cabo de un momento—, así que voy a intentar penetrar en la de su perro.
—Tienes toda la razón, hijo mío. Platón señala que el perro sabe distinguir a un enemigo de un amigo, siendo el enemigo aquel al que no conoce, lo cual supone, si no cierta sabiduría, cierta memoria. En cuanto a Aristóteles, en De anima atribuye algunas cualidades intelectuales a las especies animales, sobre todo a las que no se limitan a procrear, sino que alimentan a sus crías e incluso llegan a desarrollar una forma de colaboración social. Dice, además, que en la especie humana algunos no van tan lejos y, tras haber procreado, abandonan a su mujer y su progenitura.
Los paréntesis del monje podían ser interminables, por lo que Volnay lo cortó afablemente:
—El perro no la llevará, pues, a casa de su antiguo amo, donde solo recibía golpes.
—Aunque la fidelidad de estos animales a veces es conmovedora. Son como esos niños a los que sus padres pegan, pero que intentan desesperadamente manifestarles su amor.
—Sí, bien. El perro conoce su barrio. Quizá haya sitios donde encuentra más fácilmente comida; en los patios de las fondas, por ejemplo… También siguió a Sophia hasta el cementerio al que la llevaron para la misa negra; pero ¿por qué iba a volver allí? Por último, te siguió hasta tu casa, pero también me siguió a mí hasta la mía, y luego a los dos hasta el callejón de l’Or… ¡Sí! ¡Entró con nosotros en casa de la Dama del Agua y allí encontró un buen fuego! ¡Y ella hasta le dio de comer!
—¿Acaso crees que el estómago gobierna a Guau-guau? —replicó su padre, ofendido.
—¡Deja de llamarlo así y ponle un nombre como Dios manda!
El monje frunció el entrecejo.
—¡Buena idea! ¡Lo llamaré Aristóteles!
Volnay alzó los ojos al cielo e inmediatamente tomó una decisión.
—Abrígate, vamos a ir a mi casa y, si allí no encontramos nada, iremos al callejón de l’Or.
—Bien, voy a dejarle una nota a Helena para que nos espere aquí. No sé adónde habrá ido después de…, de esta noche.
Su hijo le lanzó una mirada fugaz, pero se calló. Fuera, un cielo vitrificado los acogió. Fueron a casa de Volnay y luego tomaron la calle Saint-Jacques. De pronto, el comisario de las muertes extrañas se detuvo. Frente a ellos, una silueta oscura se recortaba en la blancura inmaculada. Los ojos del policía se achicaron.
—Espérame —le dijo al monje.
Cruzó rápidamente la calle y se acercó a la figura encapuchada. Las cabezas de los dos hombres se inclinaron una hacia otra. El monje observó atentamente. El desconocido parecía murmurar al oído de su hijo. Este lo interrumpió varias veces para interrogarlo. Tras la última respuesta, el comisario de las muertes extrañas levantó la cabeza hacia arriba y su mirada pareció perderse en los torbellinos rizados del humo de las chimeneas. Después sacó unas monedas de la bolsa y se las puso en la mano al otro antes de regresar con el monje.
—Es uno de los agentes apostados en el barrio donde desapareció el hombre de la espada cruzada que vi en el cementerio durante el entierro de Sophia —explicó Volnay—. La búsqueda no ha dado ningún resultado, pero le he pedido que persevere.
—¿En serio? —dijo el monje con desconfianza—. Sartine nos ha quitado el caso y, por lo tanto, todo poder sobre los agentes.
Se detuvo delante de una anciana que, por dos sueldos, vendía café con leche en un vaso. Con el rostro enrojecido, los ojos sanguinolentos y la respiración entrecortada, llevaba al hombro un enorme recipiente de hojalata que debía de ser muy pesado.
—Las órdenes del lugarteniente general de policía tardarán un poco en llegar hasta los agentes —dijo Volnay mientras su padre se bebía el café—. Son simples peones, sombras en la calle…
Su padre asintió. Se tomó otra taza de café, tanto para aliviar un poco a la mujer de su fardo como para duplicar el óbolo. Hecho esto, reanudaron su camino.
—En la Metafísica —continuó alegremente el monje—, Aristóteles escribe que los perros tienen sensaciones, las cuales generan la memoria. La memoria permite aprender y, por lo tanto, desarrollar una forma de inteligencia. Es más fácil desarrollarla, además, cuando se está dotado de oído, cosa que no se da en todos los animales. ¡Las abejas, por ejemplo, son sordas como tapias!
El comisario de las muertes extrañas siguió andando sin contestar, totalmente concentrado en las palabras del agente, que todavía resonaban en sus oídos abriendo un abismo bajo sus pies. Sin percatarse de esta falta de atención, su padre hablaba y hablaba moviendo los brazos.
—Un filósofo estoico, Sexto Empírico, demuestra que un perro que persigue a una presa que puede haber tomado tres caminos diferentes, si olfatea y no huele nada en los dos primeros, no olfateará el tercero porque deduce que ha tomado ese. —El monje agitó triunfalmente un dedo—. ¡Manifiesta, pues, capacidad de reflexión!
El monje podía ser inagotable. Volnay soportó durante el camino, sin rechistar, el estudio del filósofo Heráclito de Éfeso, que su padre concluyó con su cita preferida: «Gimo por la inestabilidad de las cosas; todo flota en ellas como en una mixtura, amalgama de placer y de pena, de ciencia y de ignorancia, de grandeza y de pequeñez: lo alto y lo bajo se confunden y alternan en el juego del siglo».
Los dos hombres se adentraron por fin en el callejón de l’Or. La singularidad del lugar, que, sin embargo, conocían bien, les hizo adoptar espontáneamente la actitud furtiva y sigilosa de la gente que lo frecuentaba. El monje se bajó la capucha sobre los ojos y el comisario de las muertes extrañas se tapó la barbilla con la capa. Juntos llamaron a la puerta de la Dama del Agua.
Les abrieron enseguida y entraron agradecidos en la casa, donde vieron a la vez al perro y un buen fuego ardiendo en la chimenea. El animal se levantó gañendo y se abalanzó sobre el monje con las patas delanteras levantadas, tratando de lamerle la cara con su lengua rasposa.
—¡Ah, estás aquí, Guau-guau… digo… Aristóteles! —exclamó el monje alborotándole el pelo de la cabeza—. ¡Fíjate cómo tiene sentido de lo justo, puesto que mueve la cola de contento al vernos! ¡Lo que se quería demostrar!
La Dama del Agua lo miró estupefacta. Volnay se encogió de hombros.
—Una demostración de la inteligencia animal —explicó brevemente—. ¿Sophia está aquí?
—Sí. Anoche oí que rascaban la puerta. Era el perro y lo reconocí enseguida. Lo acompañaba esa jovencita. Parecía agotada y muerta de frío. La hice entrar y le di de comer. Dio a mis preguntas respuestas sin pies ni cabeza y se durmió sentada a la mesa. Tuve que despertarla para llevarla a mi dormitorio. ¡Lleva doce horas durmiendo! Pensaba acompañarla a vuestra casa cuando se levantara.
Los condujo a su habitación, donde Sophia dormía. Cuando entraron, el perro dio una vuelta alrededor de la cama moviendo alegremente la cola, olfateó las sábanas y se tumbó soltando un profundo suspiro.
Los dos hombres contemplaron a Sophia en silencio, maravillados. Aunque estaba pálida, su rostro ya no tenía la lividez de la primera noche, en el cementerio. Una aureola de cabellos de oro hilado lo rodeaba sobre la almohada. Admiraron la finura de sus facciones, el gesto encantador de sus labios abandonados al sueño y sus pequeñas manos apretando la sábana.
El monje pareció prendarse de ella en ese mismo instante. Su hijo, pues, consideró más prudente hacerlo entrar en razón sin demora.
—No podemos llevárnosla a casa —dijo—. Sartine nos ha quitado el caso y sería inmediatamente informado por sus agentes de la llegada de Sophia. —Se interrumpió y frunció el entrecejo con aire tenso—. Además, creo que Sartine nos oculta muchas cosas de este asunto.
Tumbado al pie de la cama, el perro irguió la cabeza antes de volver a apoyarla sobre las dos patas delanteras, como desilusionado. En ese momento, Sophia abrió los ojos y los miró. Sus ojos parecían el espejo de su alma. El monje la contempló, extasiado.
—¡Sophia!
Un largo estremecimiento recorrió a la niña.
—¿Estoy muerta? —preguntó angustiada.
—¡No, mi joven amiga, no podéis estar más viva!
—Entonces —dijo, dirigiéndole una dulce mirada de reproche—, ¿por qué no me sacasteis de mi error cuando hablamos?
El monje suspiró.
—Tenía mucha fiebre y creía estar soñando… —Agachó la cabeza y murmuró—: ¿Dónde es posible encontrar seres como vos, sino en los sueños?
Ella pareció no entender. El comisario de las muertes extrañas intervino entonces con poco tacto:
—¿Quién intentó mataros?
—No sé…, no recuerdo… —contestó Sophia, confusa—, mucha gente…
El policía se inclinó hacia ella.
—¿Os habéis encontrado con personas horribles o desconocidas que no deberían haberse interesado por vos?
Ella cerró los ojos como para pensar mejor y de pronto los abrió con expresión asustada.
—El año pasado, creo, un día que estaba jugando a las tabas en la puerta de mi casa, un carruaje se detuvo bruscamente delante de mí. Un hombre asomó la cabeza por la portezuela. Iba muy bien vestido y llevaba una peluca muy bonita. Me preguntó si me llamaba Sophia. Cuando le respondí que sí, me sonrió y me dio una moneda de oro para que fuera a comprarme una bonita muñeca.
—¿Dijo ese hombre cómo se llamaba? —le preguntó Volnay.
—No, pero cuando le ordenó al cochero que continuara, este le preguntó: «¿Adónde deseáis ir, señor lugarteniente general de policía?».
El monje dejó escapar una terrible blasfemia.
—¡Por los cuernos de Belcebú! ¡Ese hijo de perra de Sartine!
La Dama del Agua y la niña lo miraron espantadas. Sophia parecía a punto de llorar.
—¿Dónde está mi padre? —preguntó con un hilo de voz.
El monje le cogió la mano y le comunicó con tacto que su padre había muerto. Aquello no pareció entristecer en exceso a Sophia, pero el monje sabía que los niños no asocian la muerte con el miedo como los adultos. Para ellos, morir es simplemente irse. En ocasiones incluso, después de haberse enterado de la muerte de un allegado o un pariente, preguntan cuándo va a volver.
Con mucha delicadeza, el monje no la sacó de su error.
El comisario de las muertes extrañas escuchaba, incómodo, a su padre sin decir nada y sin apartar los ojos de la punta de sus botas. Levantó la cabeza, no obstante, cuando el monje le preguntó a Sophia si recordaba quién la había raptado.
Los recuerdos de la niña eran muy confusos, sus impresiones se superponían. Había escapado a la vigilancia de la sirvienta para salir a la calle en busca del perro. Un coche negro como un carruaje fúnebre se había detenido a su lado. Una mano enguantada que sostenía un frasco asomó por la portezuela.
—Hija mía —dijo una voz masculina bien timbrada—, bebe esta poción y escaparás por fin de este mundo que te tiene prisionera.
Sophia se había quedado inmóvil, fascinada y aterrorizada a la vez. De pronto, un poderoso brazo la había agarrado al tiempo que un pañuelo húmedo le tapaba la nariz. Todos sus músculos se habían aflojado, mientras las piernas le fallaban y se le nublaba la vista.
El comisario de las muertes extrañas asintió con la cabeza. Estaba claro lo que había sucedido: mientras un hombre atraía la atención de la niña, otro se acercaba por detrás para dormirla y meterla en el coche.
Sophia lloraba al revivir sus miedos.
—¿Qué quería de mí ese hombre que me llamaba «hija mía»? —preguntó, sollozando.
La Dama del Agua lanzó una mirada inquieta al monje, pero este no tenía ninguna intención de hablar de la misa negra en el cementerio.
—Sophia, te encontramos inconsciente y como muerta. Por esa razón te llevamos a mi sótano. Después te despertaste y empezaste a andar por la casa. Todo eso es pasado. Ahora estás segura. Sin embargo… —Hizo una pausa y lanzó una rápida mirada a su hijo—. Sin embargo, nos parece más prudente que te quedes aquí hasta que detengamos a los dos hombres que te raptaron.
—¿Van a volver?
—No, porque no saben dónde estás.
Sophia los miró con sus grandes ojos llenos de inocencia.
—¿Por qué los adultos hacen daño a los niños?
El monje meneó sombríamente la cabeza.
—Es una pregunta que siempre me he hecho y sigo haciéndome…
En la mañana lechosa, los dos hombres caminaban entre la muchedumbre que formaban mozos de cuerda, vendedores ambulantes y criados. Un ejército de jóvenes se dedicaba a desembarrar bajos y zapatos. En una esquina, pese a tener los dedos entumecidos por el frío, un prestidigitador divertía al público con sus juegos de manos. El monje y su hijo lo miraron.
—¡Ahí tienes a Sartine! —dijo Volnay—. ¡Mueve una mano vacía delante de nosotros mientras esconde la otra llena tras la espalda! Nos ha embaucado desde el principio. ¡Ese hombre es de una doblez increíble!
Recobró la calma al conseguir ordenar algunos pensamientos coherentes en su cabeza. Sartine lo había intrigado al quedarse el dibujo que él había hecho de Sophia. Incluso se había interesado con cierta emoción por sus condiciones de vida antes de que encontrara la muerte. Después había soñado con ella…
—Eso explica el interés que ha manifestado por la pequeña desde el momento que vio el dibujo —dijo.
—Pero ¿por qué no nos dijo nada al encargarnos la investigación? —objetó el monje.
—¿A quién podía encargársela, sino a nosotros? —replicó Volnay—. A todo el mundo le habría extrañado que el comisario de las muertes extrañas no investigara el crimen más misterioso de París desde…
—Desde el de la mujer sin rostro —completó el monje.
El comisario no contestó. Hablar de ese caso le traía a la memoria a Chiara.
—Padre —dijo de repente—, prométeme que no le dirás a nadie dónde está Sophia.
—Por supuesto.
—Ni a Helena… ¡Menos aún a Helena!
Helena, pensativa junto al fuego, los esperaba en casa del monje. Levantó la cabeza con una interrogación muda en el semblante cuando entraron.
—Hemos encontrado a Sophia —le dijo el monje en un tono jovial.
—¿Sí? ¿Cómo?
—¡Gracias a Aristóteles!
—Sería un poco largo de explicar —intervino el comisario de las muertes extrañas—, y es una información que debemos mantener en secreto. ¿No tenéis vos nada que contarnos?
—No. ¿Dónde está Sophia?
—Eso no os incumbe —dijo fríamente el policía—. Repito la pregunta: ¿no tenéis nada que contarnos?
Helena permaneció impasible. Sus bonitos ojos verdes salpicados de estrellas se mostraban tan poco expresivos como una piedra preciosa.
—Nada —respondió.
Volnay se volvió teatralmente hacia el monje.
—Padre, aquí tenéis la prueba de que no podemos confiar en Helena, puesto que nos oculta información de la mayor importancia.
La joven no se inmutó.
—¿Qué queréis decir?
Volnay, irradiando una satisfacción perversa, se plantó delante de ella.
—¿No vais a contarnos vuestras visitas a un antiguo inspector de policía de París y a una partera? ¿Ni la de Sartine después a vuestro domicilio?
Helena lo contempló atónita. La sorpresa parecía haberla paralizado.
—¿Cómo lo sabéis? —murmuró, antes de que un destello de cólera atravesara bruscamente su mirada—. ¡Me habéis hecho seguir! —exclamó horrorizada—. ¡Habéis mandado a vuestros agentes que me vigilen!
El comisario de las muertes extrañas se encogió imperceptiblemente de hombros.
—No exactamente. Es Sartine quien hace que os sigan sus agentes. Yo me he limitado a comprar a uno de ellos. —Se volvió hacia su padre y dijo de buen humor—: ¡Como ves, no eres el único que utiliza el dinero de Sartine con fines que él no sospecha!
Una rara sonrisa iluminó su rostro y sus ojos chispearon de alegría. De pronto, Helena tuvo la impresión de ver en él a su padre, el monje, tal como debía de haber sido de joven.
—¡En este caso —prosiguió Volnay—, compro a un agente de Sartine con dinero de Sartine!
Esta vez rio como entusiasmado. El monje y Helena lo contemplaron sin salir de su asombro.
—Olvidaba deciros —precisó, recobrando la seriedad— que el agente en cuestión le tiró de la lengua a la partera. Le metió miedo y consiguió que le dijera lo que os había contado. Para el agente, aquello no significaba gran cosa; esa gente se limita a espiar, hacer hablar e informar sin comprender.
Helena trató en vano de sondear la mirada de Volnay para averiguar si mentía. Pero ¿quién podía alardear de leer en ese pozo sin fondo? Tomó rápidamente una decisión y dijo, dirigiéndose al monje:
—Sartine ha hecho que sus agentes me sigan. Se ha enterado de mis descubrimientos y me ha prohibido que hable de ellos con nadie.
Aguijoneado por la serpiente de la duda, el monje miró a Helena con ojos centelleantes.
—Comprendo. Sin embargo —dijo en un tono en que se traslucía cierto disgusto—, tenéis que elegir un bando, el nuestro o el de Sartine.
Impresionado por la firmeza de su tono, Volnay le lanzó a su padre una mirada de aprobación.
—Esa partera —prosiguió Helena sin alterarse— trajo al mundo hace doce años a la hija de una bailarina de la Ópera. La madre no quería a la criatura y la dejó en manos de su dama de compañía de la época, la señora Marly. Esta dejó su empleo, seguramente a cambio de una renta. Su marido era entonces joyero. A su muerte, dos años más tarde, el hombre vendió el negocio para consagrarse a su pasión: la astrología.
El monje, impávido, asintió sin decir nada.
—¿Y cómo se llamaba esa joven bailarina de la Ópera? —preguntó su hijo.
Eso significaba reconocer que lo ignoraba. Helena tuvo la sensación de haber sido engañada. El agente de Volnay no había interrogado a la partera. Dicho esto, nada impedía al temible comisario de las muertes extrañas hacerlo más adelante. Así pues, la joven respondió sin resistirse, buscando la mirada del monje para observar su reacción.
—Ángel Bello.
Un escalofrío pareció sacudir de arriba abajo al monje. Volnay se mostró sorprendido.
—Es el frío, no consigo entrar en calor —explicó su padre. Su expresión era indescifrable, pero sus sentimientos emergían a flor de piel—. Interesante —dijo, levantándose—. Te dejo reflexionar sobre el asunto, hijo mío. Yo voy a visitar a mis pobres, eso me despejará la mente.
—¿Me dejas para ir a hacer obras de caridad, cuando acabamos de descubrir que Sophia no ha muerto y tenemos un nuevo indicio? —replicó, estupefacto, el comisario de las muertes extrañas.
—No te dejo solo —contestó su padre en un tono sarcástico—. Helena está aquí. ¡Confío plenamente en su sagacidad y en tu mente lógica!
Al dejar la calle de l’Arbalète, tomó la calle Postes y luego la de Sainte-Geneviève. Allí, entró en el establecimiento de una ropavejera que, al reconocerlo, lo condujo sin decir nada a la trastienda. Le llevó unas vestiduras dignas de un gentilhombre y lo ayudó a ponerse una camisa de seda y un chaleco bordado y a anudarse la chorrera. Unos pantalones de un azul deslumbrante subrayaron su delgada cintura, y una chaqueta de terciopelo de seda, su prestancia. Ataviado así, y tras haberse admirado complacientemente en un espejo, el monje le puso unas monedas en la mano y ella le abrió una puerta que daba a un patio. Él se inclinó para besarle con galantería la mano y la llamó «princesa de las telas», lo que la hizo ruborizarse de placer.
—Cuidado —le advirtió la mujer—, el suelo está muy resbaladizo hasta llegar al inmueble de enfrente.
El monje, pues, salió con cautela murmurando:
—¡Le deseo lo mejor al agente que me espera delante de esta ropavejería!
Un coche destartalado apareció. Él se apartó prudentemente para evitar ser arrollado o que su elegante indumentaria acabara salpicada.
Una vez solos, Volnay y Helena se miraron con hostilidad.
—¡Sois tal para cual, vos y Sartine! —refunfuñó finalmente el policía—. ¡Nos mete en una investigación sin decirnos lo que sabe, nos asigna a una mujer para que nos ayude y le prohíbe que nos revele lo que averigua!
La joven sostuvo su mirada con una expresión de audacia en el semblante.
—Tenéis razón en un punto: Sartine no quiere que eso se sepa. Estaba muy enfadado por mi descubrimiento.
Pensó rápidamente y concluyó que no le correspondía a ella revelarle a Volnay que su padre podía ser también el de Sophia.
—Vuestro padre no parecía interesado en conocer el nombre del progenitor de Sophia, pero quizá vos…
—Iba a haceros la pregunta —la cortó Volnay.
—La partera no sabía el nombre del padre —se apresuró a contestar ella—, pero el día de su nacimiento vio salir al señor de Sartine.
El comisario de las muertes extrañas se quedó de piedra.
—Sartine otra vez… —murmuró.
Por eso la carroza del lugarteniente general de policía se había detenido delante de Sophia y este le había preguntado su nombre, sonreído y dado una moneda. ¡Sophia era su hija! Volnay exhaló profundamente, como para expulsar un exceso de cólera.
—¡Ese maldito bribón sabía todo esto desde el principio y no ha dicho nada! —Todo el rencor que sentía por su superior encontraba un motivo para expresarse—. ¡Voy a ir a verlo!
Helena lo asió de un brazo, con el miedo pintado en el semblante.
—¡No! ¡Sabrá que he hablado y su venganza será terrible! ¡A menos que le digáis que utilizáis a uno de sus propios agentes para espiarlo y entonces su venganza caerá sobre vos!
Volnay la miró, atónito.
—¿Tenéis miedo de él?
—¡Un miedo atroz! —Su tez era de una palidez diáfana—. ¿Vos no? —preguntó con un hilo de voz.
—Pues… no… —Volnay se quedó pensando—. Aunque a veces sí, por mi padre…
—Y a la inversa supongo que también —señaló Helena.
El comisario de las muertes extrañas la contempló, pensativo, y fue a coger su capa.
—Tranquilizaos, voy a verlo simplemente para convencerlo de que nos asigne de nuevo el caso. Le diré que estoy tras el rastro de Sophia y que me comprometo a encontrarla en el plazo de dos días.
—¿Vais a entregarle a esa niña?
—¿Entregársela? —Se había plantado delante de ella y la miraba a la cara—. ¿Entregársela? —repitió ofendido—. Olvidáis que ese hombre, por despiadado que parezca, piensa que es su padre. Y de todas formas, no podríamos ocultar mucho tiempo a Sophia. ¿Qué queréis que hagamos con ella? ¿Esconderla y criarla en la clandestinidad?
Se dirigió hacia la puerta y, cuando la abrió, se volvió antes de salir.
—No le temo, pero en estos años he aprendido una cosa, y es que no se puede tener en la tierra peor enemigo que Sartine.
En invierno, grandes estufas de carbón ardían en los patios de las mansiones de la calle Saint-Honoré, un delicado detalle con los invitados cuando bajaban de sus carrozas. Mientras tanto, en las calles la gente se moría de frío.
El monje se dirigió sin titubear hacia la entrada y se hizo anunciar por su nombre. Sabía que Ángel Bello se había convertido en la señora de Morange. Su marido era rico, pero también famoso por ser muy tonto. Para burlarse de él, unos amigos de la nueva señora de Morange le prestaron un libro, cosa totalmente novedosa para él, y al poco otro del mismo autor que en realidad era el mismo. «Todo esto es muy interesante —había dicho el marido—, pero el autor se repite un poco…».
En la antecámara, un lacayo somnoliento se levantó sobresaltado. Llevaba una librea roja guarnecida con galones tejidos con los colores y blasones de su señora.
La señora de Morange estaba todavía ocupada con el aseo de la mañana, el aseo ligero, y, como todas las damas de la buena sociedad, recibía mientras tanto. El más profundo, por la noche, incluía un baño de modestia. Se trataba de un baño espumoso que preservaba la intimidad de la anfitriona a sus visitantes.
La señora de la casa se encontraba entre las manos de su peluquero. A su alrededor, en un alegre desorden, había cajas de polvos y de lunares, tarros de pomada y frascos de perfume. Bonitos bronces y exquisitas porcelanas decoraban consolas y mesas de mármol. Dos jóvenes marqueses ocupaban sendas butacas de nogal esculpido y tapicería de seda bordada en petit point. El monje disimuló su contrariedad y calibró con la mirada a los inoportunos. Jóvenes pretenciosos con la lengua muy suelta, que lo sabían todo sin haber hecho jamás nada, pues se habían asignado como única tarea la de nacer.
El monje fue recibido en aquel lugar exquisito por la anfitriona con una sorpresa entusiasta. Al menos eso es lo que dejó traslucir. La señora de Morange clavaba en el mundo unos ojos de muñeca de porcelana. Su rostro era fino, su boca roja trazaba un arco gracioso, y tenía un cuello blanquísimo. Poseía las mil y una maneras de gustar de las mujeres educadas para eso o que lo han comprendido todo de la vanidad de los hombres.
A su pesar, el monje sintió un estremecimiento de nostalgia. Recordaba la época en que los besos brotaban de sus labios. Observó sus pliegues rojos mientras ella hablaba con una voz fresca y dulce. Su mirada se deslizó a continuación por su cuerpo, admirando el vestido de hilo de seda azul con bordados de cadeneta y botones forrados de tafetán dorado. En el nacimiento de los senos, su pecho parecía rebosar por el escote. Plácidamente apoyadas en las rodillas, sus manos le parecieron también las más bellas del mundo, blancas y delicadas, perdidas en un mar de encaje, y se lo dijo. Eso hizo reír a los pequeños cortesanos.
—El señor es de una galantería de otra época —señaló uno de ellos.
La sonrisa del monje se apagó.
—No sé qué tenéis en la cabeza —contestó—. ¡No os comprendo!
El peluquero rizó los cabellos de la señora de Morange con papel y tenacillas calientes. Mientras tanto, la conversación iba a buen ritmo. Rivalizaban en ingenio burlándose de los ausentes. El monje interpretaba su papel con una indiferencia estudiada, adoptando un aire vagamente aburrido por la conversación de los dos marquesitos. La agudeza de su mirada desmentía, sin embargo, esa falsa indolencia. No le pasaba por alto ninguno de sus errores, y los corregía o se burlaba de ellos sin hacerlo evidente. Como sus vestiduras estaban sobrecargadas de dorado, les dijo humildemente:
—¡Desmerezco en comparación con vosotros, que sois dorados como cálices!
Ellos fruncieron el entrecejo y decidieron aliarse contra él, aludiendo a su avanzada edad y llamándolo «abuelo de los sabios».
—¡Decididamente —masculló el monje—, esto es el pan nuestro de cada día!
—Señora —dijo de pronto el más joven de los marquesitos a la anfitriona—, ya no vemos en vuestras cenas a ese señor que se sentaba siempre en un extremo de la mesa, no hablaba nunca y parecía un poco tonto…
—Era mi marido —contestó ella amablemente—, y murió el año pasado.
Esta vez, el monje explotó y les dijo a los jóvenes marqueses:
—¡Tenéis la boca demasiado cerca de las orejas! ¡Os escucháis hablar como los jóvenes necios que sois! ¡Marchaos antes de que os ensarte con mi espada!
Ellos salieron atropelladamente como gacelas, y se oyó claramente a uno de ellos decirle al otro en un tono ofendido:
—¡Este hombre es un grosero y un patán!
El monje se volvió hacia la anfitriona desplegando una sonrisa.
—Vuestros marquesitos tienen cerebro de colibrí.
—No me los estropeéis, ¡son de buena familia!
—Oh, no os preocupéis —la tranquilizó el monje—, ahora solo saco la espada para los asuntos serios. Siento mucho —añadió tras un momento de reflexión— enterarme de la muerte de vuestro esposo…
La señora de Morange se encogió de hombros con indiferencia.
—No lo sintáis. Es verdad que era tonto y su único mérito fue convertirme en una viuda muy decorosa.
—¡Yo calificaría con términos muy distintos a una viuda de treinta y dos años, si no me equivoco, tan lozana y guapa como vos!
Ella, halagada, meneó modestamente la cabeza.
—¡Qué labia tenéis!
—¡Ay, la lengua es una de las pocas cosas que no se oxida con la edad!
Ella sonrió.
—Pero ¿qué me hace merecedora del placer de veros después de tantos años? ¿Cómo es que habéis encontrado de pronto el camino de mi morada?
Unas profundas arrugas surcaron la frente del monje.
—Un desagradable asunto, señora, muy desagradable.
—Dios mío, me asustáis…
Él la miró con tristeza.
—Señora, perdonadme que reavive quizá malos recuerdos, pero hace doce años vos disteis a luz una niña a la que abandonasteis al día siguiente.
La señora de Morange se tambaleó, llevándose una mano al corazón.
—Dios mío, ¿por qué me habláis de eso? ¿Por qué removéis el pasado? ¿Qué os pasa?
—Esa jovencita se encuentra hoy involucrada en una investigación policial. Vos quizá no lo sepáis, pero ayudo al comisario de las muertes extrañas de París.
La señora de Morange movió frenéticamente el abanico.
—¿Le ha sucedido algo?
El monje la contempló un instante sin decir nada y luego negó despacio con la cabeza.
—No, señora, no temáis.
—Entonces, no comprendo…
—No hay nada que comprender —dijo él—. Hay abierta una investigación policial sobre sus padres adoptivos y necesito información sobre Sophia.
—La verdad es que, por desgracia, no tengo ninguna información para daros —lamentó ella.
—La verdad es que no queréis tener nada que ver con esa niña —la corrigió el monje.
—¿Qué queréis que haga, querido? —replicó ella indolentemente—. No tengo instinto maternal. ¡Otras lo tienen por mí!
El monje la miró con gravedad.
—Podéis no responderme, por supuesto. Estáis en vuestro derecho, como lo estoy yo de ir a hacerle la pregunta a mi superior, el señor de Sartine.
—¿Qué pinta en esto el señor de Sartine? —preguntó la señora de Morange, un tanto alterada.
—Es un hombre al que aprecio mucho —dijo muy serio el monje—. Y sin duda el personaje mejor informado de todo el reino.
Su anfitriona adoptó un tono zalamero:
—Molestar al lugarteniente general de policía por eso, cuando yo podría revelároslo todo…
—¿Me diréis finalmente quién es el padre de esa niña?
El monje empezaba a perder la paciencia, pero no levantó el tono y acompañó la pregunta con una graciosa reverencia, como para disculparse por insistir. La señora de Morange pestañeó nerviosamente.
—Está bien, os lo diré, pero esta noche, después de la cena que voy a ofrecer, y con la condición de que la animéis lo suficiente con vuestro brillante ingenio.
Ante este capricho de mujer de mundo, el monje conservó la sangre fría. La señora de Morange era encantadora, pero su cerebro no pesaba más que el de un gorrión. Se inclinó ante ella.
—Se hará según vuestros deseos…
En su despacho del Châtelet, Sartine se volvió vivamente y se apresuró a colocarse bien la peluca. Un lacayo estaba empolvándola con una mezcla de harina y raíces trituradas que aplicaba con ayuda de una gran borla. Para protegerse del polvo que volaba, el lugarteniente general de policía llevaba un cono sobre la cara que le daba el aspecto de una gran ave zancuda. Se lo quitó bruscamente y tosió. Volnay reprimió una sonrisa. ¡Cuando Sartine se empolvaba, acababa todo más blanco que el pan!
—¿Por quién os tomáis para forzar así mi puerta? —gruñó.
—Estoy a punto de encontrar a Sophia.
Volnay vio con satisfacción que Sartine perdía el aplomo. Con un gesto seco, despidió al lacayo.
—¿Sophia? Entonces, ¿está viva?
—Sí.
Sartine cerró los ojos un breve instante.
—Traédmela y muchas cosas os serán perdonadas —dijo muy deprisa.
—No creía tener demasiadas cosas que hacerme perdonar —señaló fríamente el comisario de las muertes extrañas—. Pero ¿no deseáis que os traiga también al criminal que está detrás de todo esto?
La mirada del lugarteniente general de policía se volvió calculadora.
—¿Su padre, el astrólogo? ¡Quizá os habría ido mejor, de habérmelo traído con una bala entre los ojos! Eso evitaría muchas explicaciones…
—¡Evidentemente!
—¡Oh, no adoptéis vuestros aires de superioridad, Volnay! Me esfuerzo en mantener el orden real y este se encuentra amenazado. La misa negra, la muerte del cura danzarín y los arrestos de Siltieri no han pasado inadvertidos, y esa era sin duda la intención de este último. ¡La imaginación hace el resto! Tengo aquí un informe según el cual, en una taberna donde la gente se emborrachaba, una mujer de mala vida que había bebido de más convocó al diablo. Inmediatamente, a decir de los testigos, este apareció y la hizo elevarse por los aires antes de estamparla contra una pared, como si fuera una brizna de paja, con tal fuerza que le rompió la crisma.
—Debieron de ser los otros clientes los que la mataron.
—Sin duda, pero tengo tres informes más de la policía en los que se dice que la patrulla tuvo que entrar en varias casas porque un espíritu maligno golpeaba las paredes o lo destrozaba todo a su paso. ¡Un hombre incluso mató a su yerno al tomarlo por Satán en persona cuando, en medio de la oscuridad, se dirigía a la cocina a comer algo!
—¡Alguien alimenta esos rumores y divulga habladurías!
—¿Y quién creéis que es, sino el partido devoto? —gritó Sartine—. Los conocéis de sobra —dijo, recolocándose la peluca mientras se calmaba—, y las conclusiones de Siltieri van en ese sentido. ¡Cuanto más se teme al diablo, más se teme a Dios y más influencia tienen ellos!
Volnay asintió. Todas esas consideraciones políticas no le habían pasado inadvertidas, pero su trabajo era simplemente encontrar a unos criminales. ¡A cada cual sus preocupaciones!
—¿Puedo reanudar la investigación y traeros a Sophia? —preguntó con calma.
El lugarteniente general de policía lo miró atentamente, tratando sin éxito de traspasar la máscara impenetrable de su colaborador.
—Cuarenta y ocho horas a partir de ahora —dijo—. Ni un minuto más. ¡Vos y solo vos!
—Necesito a mi padre para conseguirlo.
—Vuestro padre está en plena decadencia. Cree que tiene aún veinte años, pero no es así.
—¿Adónde queréis ir a parar?
Sartine le lanzó una mirada gélida.
—A que vuestro padre declaró muerta a Sophia cuando en realidad estaba viva. Esta tarea lo desborda. No puedo seguir empleándolo en mi policía. —Levantó una mano para detener las protestas del comisario de las muertes extrañas—. ¡Y no es solo eso! Vuestro padre se entrega al ejercicio de la química, que conduce inevitablemente a acciones más peligrosas, como la transmutación de los metales en oro. El Parlamento de París ha emitido sentencias en materia de sortilegios y maleficios. ¡El enriquecimiento mediante la alquimia y la búsqueda de tesoros conjurando espíritus están prohibidos y son punibles!
Volnay lo interrumpió con un gesto.
—Sabéis perfectamente que mi padre es un científico y que solo lo empuja su curiosidad intelectual.
Sartine se defendió cortando por lo sano:
—Vuestro padre es un peligro tanto para mí como para vos. Oh, no penséis que soy un ingrato. En recompensa por sus buenos servicios, haré que le asignen una buena pensión y podrá retirarse al campo. ¿Por qué no a Borgoña? En una tierra tan acogedora… —Se plantó delante de su subordinado con los pies separados y las manos en la espalda, y adoptó un tono de una franqueza jovial—: Allí podrá hacer todos los experimentos que desee en un precioso laboratorio que haremos instalar para él… —Una sonrisa astuta apareció en sus labios—. ¡Quién sabe! ¡Quizá, una vez liberado del peso de las investigaciones, encuentre el secreto del elixir de la larga vida y nos entierre a todos!
El falso buen humor de Sartine inquietó a Volnay.
—Y si mi padre encontrara la solución del enigma, ¿lo reintegraríais en vuestra policía?
—¡Eso no sucederá! —respondió Sartine—. ¡No puede suceder!
Llamaron a la puerta. En un tono impaciente, el lugarteniente general de policía ordenó entrar. Un lacayo le entregó un pliego después de hacer innumerables reverencias. Sartine frunció el entrecejo al ver el sello y lo rompió con mano febril. Sin saber por qué, Volnay vio a su superior quedarse mortalmente pálido. El lugarteniente general de policía despidió al lacayo y se volvió hacia Volnay.
—El rey —dijo—. Quiere vernos a los dos.
Decir que Sartine parecía contrariado habría sido un eufemismo. El comisario de las muertes extrañas jamás había visto a su superior en semejante estado de agitación. Como si fuera consciente de ello, Sartine inspiró despacio, cerró un momento los ojos y volvió a abrirlos para posarlos sobre Volnay.
—Vamos a ponernos de acuerdo sobre la historia que le contaremos al rey —dijo.
El monje se dirigió hacia el Observatorio. Su hijo y él ya habían hablado de la necesidad de hacer esa visita, pero los acontecimientos se sucedían a un ritmo tan frenético que habían ido posponiéndola.
Construido el siglo anterior, bajo el reinado de Luis XIV, el Observatorio real era un edificio rectangular flanqueado por dos torres octogonales en los ángulos meridionales. Una tercera torre cuadrada servía de entrada por el norte. Con una altura de veintiséis metros, el edificio era imponente, y la atmósfera que reinaba en el interior transmitía la impresión de que los que allí estaban se sentían responsables de una misión suprema. El monje había conocido a uno de los astrónomos que trabajaba allí, un tal Jean de Foy. Preguntó por él y al cabo de un momento apareció un hombre de perfil enérgico y ojos negros. Bajo la casaca, llevaba un chaleco de tafetán adornado con bordados de seda. El monje lo saludó como si se hubieran visto el día anterior. El otro lo observó atentamente, con una prudencia manifiesta, antes de reconocerlo.
—Micer Guillaume de…
—¡Nada de nombres, nada de nombres! —lo cortó vivamente el monje—. Mi situación no es oficial, aunque ayudo a hacer investigaciones que sí lo son.
Jean de Foy aprobó con un movimiento escueto de la barbilla.
—Comprendo —dijo.
Sacó del bolsillo una larga pipa de tierra blanca y una petaca, y se puso a cortar una hoja de tabaco.
—Nicotiana tabacum —murmuró el monje frunciendo los ojos.
—Prefiero fumar en pipa que aspirar —precisó el astrónomo, como si necesitara disculparse.
—Estornudar está reservado a la gente de la buena sociedad —dijo alegremente el monje, pensando en Sartine.
El otro, desconcertado, levantó una ceja.
—¿Qué puedo hacer por vos?
—Estoy interesado en el señor Marly. Murió en el incendio de su casa, ¿lo sabíais?
—Sí, las noticias circulan deprisa en París.
—¿Lo conocíais? —preguntó el monje.
Jean de Foy lanzó una mirada circular a su alrededor.
—¿No preferís dar un paseo por el jardín?
—Desde luego —dijo el monje sonriendo.
—Voy a buscar el abrigo.
Sus pasos no tardaron en hacer crujir la nieve acumulada que cubría la alameda.
—El señor Marly, ¿verdad? —dijo el astrónomo, aspirando el humo entre los dientes apretados en torno al tubo de la pipa—. Sí, venía a veces cuando se planteaba interrogantes, y como su conocimiento de las estrellas era extremadamente minucioso y preciso, siempre nos complacía hablar con él, aunque no fuera de los nuestros.
—¿Qué sabéis de él?
Jean de Foy se rascó la cabeza.
—Creo que su padre era oficial de marina. —Bajó la voz para que no lo oyeran—. Lo mataron lejos de los suyos en el transcurso de una guerra inútil y dejó a su mujer sola a cargo de su hijo…
—Habladme de él. Le interesaban cosas muy extrañas…
—¿Os referís a las estrellas?
—A las estrellas y a lo que se puede hacer con ellas…
Jean de Foy reflexionó unos segundos y asintió con la cabeza.
—Es verdad que el señor Marly tenía ideas poco coincidentes con las del poder real. A vos puedo decíroslo. Aunque la ciencia actual nos hace pasarlo todo por el tamiz de la razón, eso no obsta para que las ciencias humanas hayan observado muchas cosas maravillosas e inexplicables. —Puso una mano fraternal sobre el hombro del monje—. Pero nosotros somos científicos, ¿comprendéis? A los ojos de la policía, el límite entre astrología y magia es borroso. Nosotros, los astrónomos, observamos las estrellas. Los astrólogos las hacen hablar.
—¿Qué creía Marly?
El otro suspiró.
—Que todo estaba escrito en la bóveda estrellada. La geomancia astronómica para conocer las cosas pasadas, presentes y futuras. —Hizo una pausa mirando a su alrededor y formando, sin ser realmente consciente, un globo con las manos—. Como sabéis, la astronomía tiene por objetivo la observación y el descubrimiento de las estrellas; no extraemos en este Observatorio ninguna conclusión que no sea científica. La astrología, por su parte, se ha desarrollado a partir de creencias tomadas de civilizaciones tan ricas como variadas, de Persia, de Babilonia, de Egipto…, todo ello espolvoreado de filosofía griega. En la actualidad, los astrólogos observan el movimiento de los planetas y, a partir de la fecha de nacimiento de una persona, revelan su carácter y su destino. Pero otros se interesan por algo más grande.
—La adivinación —sugirió el monje.
—Sí. Tanto en China como en las Américas, se hacen desde hace mucho calendarios proféticos. Eso le fascinaba a Marly. Que no fueran solo los destinos individuales los que están predeterminados, sino también la suerte de las civilizaciones. —Hizo una pausa y añadió—: Y también que se pudiera influir en el destino en la Tierra basándose en el secreto de las estrellas.
—¿El secreto?
Jean de Foy se encogió de hombros.
—¡Dios me guarde de conocerlo, aunque fuera el más sabio de los hombres! Pero Marly consideraba que, si se efectuaba tal cosa, con la adecuada conjunción de las estrellas, existían más posibilidades de que todo fuera perfectamente.
El monje asintió con la cabeza.
—¡Es el principio mismo de la astrología! Pero, decidme, recuerdo haber visto encima de su escritorio un libro sobre el Apocalipsis. Una lectura muy extraña para un admirador de las estrellas.
Jean de Foy se conturbó.
—Contádmelo todo, amigo mío —dijo afablemente el monje—, sabéis que vemos las cosas igual.
El astrónomo apartó la pipa de sus labios y se aclaró la garganta.
—Existe una tradición según la cual Jesucristo bajó tres días a los Infiernos después de su muerte y antes de su resurrección. Nadie sabe lo que pasó durante esa estancia, pero dicen que en los Infiernos Jesucristo le dio a Lucifer una estrella de cinco puntas. ¿Por qué? Esa pregunta atormentaba extraordinariamente a Marly.
—Comprendo —murmuró el monje—. Según el Apocalipsis, el mal debe ser redimido al final de los tiempos. Lucifer les dará entonces a los justos la «Estrella de la mañana» y recuperará su estado angelical. —Inspiró profundamente—. ¿Será la Estrella de la mañana la que Jesucristo le dio a Lucifer?
Jean de Foy se detuvo y tosió. Parecía habérsele quedado humo atravesado en la garganta.
—No es algo de lo que se pueda hablar con todo el mundo, pues eso significaría que Lucifer es, de hecho, servidor de Jesucristo.
Los ojos del monje se achicaron.
—Estrella caída del cielo, habría aceptado voluntariamente caer en el mal para servir los designios de Dios, al igual que Judas, con el corazón desgarrado, traicionó a Jesús para cumplir con su misión y terminar la obra… —Se volvió hacia Jean de Foy—. ¿Sabéis qué tenía en mente?
—No, pero… —El astrónomo se detuvo bruscamente, como si acabara de recordar algo—. Citaba a menudo a Shakespeare, un autor inglés.
—Lo conozco. ¿Qué decía?
Jean de Foy frunció los ojos y, levantando teatralmente las manos, recitó:
—«Cuando muere un mendigo no aparecen cometas; la muerte de los príncipes inflama a los propios cielos».