Capítulo 8

Después de cenar, Linette llevó al porche una bandeja con tres tazas ante la sorprendida mirada de su invitado. Lo habitual en aquellas tierras era acompañar la comida con café, no tomarlo al final.

—Una vieja costumbre que aún conservo del otro lado del mar. Y, antes de que lo preguntes, aunque soy irlandés odio el té —aclaró Ethan encogiendo los hombros.

Linette volvió provista con una botella de whisky. Sanders ofreció a Ethan, pero éste rehusó.

—La última vez que la abrí fue para curar una herida —recordó Linette.

—Maldita sea, Wicahpi, ¿usas bourbon como desinfectante? —protestó Sanders incrédulo.

—Mi esposa es imprevisible —contestó Ethan tomándole la mano.

Linette miró hacia la yegua de su invitado y formuló una pregunta en lengua lakota. Sanders pudo percibir la incomodidad de Ethan.

—En inglés —rogó.

—Te pasaste años ordenándome lo contrario.

Linette recordó tantas lecciones de inglés a escondidas de su madre.

—No está ensillada —respondió a su pregunta.

—¿A quién le importa eso? —alegó alzando la barbilla.

Sanders, divertido ante su gesto arrogante, claudicó con un movimiento de cabeza. Linette apoyó ambas manos en el lomo de la yegua y se aupó de un salto. Apenas rozó los flancos con las rodillas, el animal se puso a trotar. Se asió con fuerza a las crines y se inclinó para cabalgar al galope. El perro, que parecía dormitar en un escalón, alzó las orejas y salió tras ella.

Ethan la contempló embelesado en su veloz descenso de la ladera.

—Su padre insistió en que no olvidase la lengua de los blancos —explicó Sanders—. Era un hombre muy inteligente, siempre intuyó que el fin de su pueblo estaba próximo y que su pequeña acabaría retornando con los suyos.

Ethan escuchó con atención el relato de todo lo acontecido durante aquellos años. La historia de los últimos hombres que prefirieron morir luchando contra un avance hostil que cercenó su particular modo de vida. E imaginó a Linette. Mientras la observaba a lomos de la yegua, la vio con dos trenzas rubias agarrada a la falda de su madre y feliz entre los brazos de un guerrero cariñoso y paciente que le enseñaba a cargar un rifle.

Ambos opinaban que la llegada del ferrocarril supuso el fin de la epopeya romántica de las grandes caravanas hacia la conquista de tierras vírgenes. Cada yarda de raíles del temido «gran caballo de hierro» constreñía el territorio de las tribus. Y no solo los nativos tuvieron que doblegarse a su avance, también fue el fin de las largas travesías de ganado y de las reses pastando en libertad.

Will Sanders le habló de Little Big Horn y de la muerte de todos sus conocidos. Ethan escuchó en silencio el relato de un hombre avergonzado. Un desertor del ejército que se enamoró de la vida en las praderas y, en el peor momento, optó por la huida en lugar de enfrentarse a la muerte con valor.

—Los lakotas me llamaron «araña» por mi andar sigiloso. Y eso he hecho siempre, desaparecer sin hacer ruido —dijo con la mirada perdida.

—No te culpes por ello, solo habrías sido un cadáver más —aseguró Ethan—. Somos un par de supervivientes. El mío es un negocio con un gran futuro, pero ya nadie aspira a vivir una vida como la nuestra. La gente prefiere las ciudades y trabajar en fábricas. Tendremos que aceptarlo, Sanders, el Oeste cada vez se parece más al Este.

—Tengo que irme —anunció.

Se levantó al mismo tiempo que Linette subía ya los escalones del porche.

—Me he alegrado mucho de verte, Will —aseguró tomándole las manos—. ¿Volverás?

—¿Quién sabe? —dijo acariciándole la barbilla—. Pero para que no me olvides, tengo un regalo para ti.

Ethan y Linette lo acompañaron hasta el abrevadero y Will señaló la potrilla mustang.

—Es tuya.

—No puedo aceptarla —dijo Linette con la sorpresa de quien nunca ha tenido una posesión.

—¡Claro que puedes! Se convertirá en una gran yegua, como su madre —dijo rebuscando en el interior de su alforja—. Esto no es un regalo. Lo he mantenido vivo durante todos estos años.

Linette reconoció la bolsa ritual en forma de tortuga que su padre siempre llevaba al cuello. El otro corazón. Ahora sabía que aquellos latidos correspondían al tic-tac de un reloj.

—Sigue latiendo —exclamó llevándosela al oído—. ¿Él te la dio?

Se hizo un silencio triste, porque los tres sabían que Will la arrancó de su cuello cuando yacía sin vida.

—Este reloj debió de pertenecer a tu padre blanco —explicó Will—. Lo llevabas escondido entre las ropas cuando te encontraron. Cha Aletka nunca olvidó darle cuerda, era lo único que quedaba vivo de tu vida anterior.

—Nunca me dijo qué era.

—De haberlo hecho, lo habrías avasallado a preguntas. Tuvo miedo de perderte.

Durante la despedida, y mientras contemplaban la partida de Will Sanders, Ethan entendió a aquel guerrero al que no llegó a conocer. Qué poderoso sentimiento era el cariño, capaz de infundir miedo a un hombre valiente. Miedo a sentirse odiado por su amada hija, a que se alejase de él. Dar cuerda a un reloj era una extraña manera de paliar el sentimiento de culpa. Un vano intento por mantener vivo el recuerdo de un hombre al que tal vez él mismo arrebató la vida.

—Ethan, nunca me has dicho qué día naciste —preguntó Linette ya en la cocina.

—El 21 de junio.

Los dos se miraron en silencio. La fecha elegida por Ethan para escribir una nueva página en el libro de su vida y que cambió para siempre la de Linette.

—Debiste habérmelo dicho, no te hice un regalo.

—Créeme, sí me lo hiciste —aseguró en voz baja.

—Quiero que lo tengas tú —dijo sacando el reloj de la bolsa—. Tendrás que darle cuerda todos los días.

Ethan, conmovido, destapó la esfera. «E. T. W.». Las iniciales grabadas en el interior de la tapa podrían significar miles de nombres.

—Nunca dejará de latir, puedes estar segura.

Linette se coloco el delantal y enjuagó las tazas del café.

—¿Qué significa tu nombre en lakota? —preguntó observándola de brazos cruzados.

—Estrella. —Al ver su interés decidió contárselo—. Conforme fui creciendo, me iba dando cuenta de que yo no era como ellos. Mi padre me explicó que yo era diferente porque tenía la suerte de tener esta estrella en la mano, ¿ves?

Al separar los dedos, la quemadura que se extendía por ellos hasta la mitad se abrió adoptando la apariencia de una estrella mal dibujada. Ethan le tomó la mano y recorrió su contorno con el dedo índice.

—Por eso nunca me he avergonzado de esta mano —continuó—. Él decía que yo era una estrella que había llegado del Cielo para dar luz a sus vidas y por eso mi pelo irradiaba luz como las estrellas. Ellos nunca pudieron tener hijos.

—Y cuando llegaste aquí, hubo alguien que te mostró la cara amarga de tener esta cicatriz. —Recordó la crueldad de Harriet—. Piensa que solo ha habido una persona en el mundo capaz de hacerte sentir mal por ello.

—No me sentí mal. Me dolió que dijese que a ti te repugnaba.

—Eso no es cierto, ya te lo dije una vez. A nadie le repugna. ¡Qué tontería! —Le besó la palma de la mano—. Tu padre debió de quererte mucho para explicarte de esa manera el hecho de ser distinta.

Linette se desató el delantal. A Ethan le inquietó verla tan callada. La visita de Will Sanders, unida al recuerdo de sus padres, la habían sumido en una melancolía que ya creía superada. Y le inquietó pensar que tal vez jamás encontraría una vida plena a su lado.

—¿Echas de menos aquella vida? Ya sabes que no nos sobra el dinero, pero quiero que seas feliz aquí.

—¿Qué tiene que ver el dinero? —espetó dedicándole una mirada furibunda—. No quiero que hables así.

Ethan reconoció que, en ocasiones, más le valía mantener la boca cerrada. Se acercó y la abrazó por detrás, pero ella se mantuvo rígida.

—Y tú me asustas cuando te pones tan seria.

Con la nariz le acarició la suave piel de detrás de la oreja y Linette se relajó de inmediato recostándose en su pecho. Él la ciñó más fuerte agradeciendo el cambio de actitud.

—Pues yo no muerdo —bromeó.

—Qué lástima —susurró él en un tono cargado de sensualidad.

La sensación de su aliento en el lóbulo de la oreja y la poderosa solidez de su cuerpo ceñido al suyo le imprimieron el valor necesario para confesarle su más oculto deseo.

—Hay algo que echo de menos de mi vida en las praderas. Es algo que me encantaba de niña, no sé si debo decirlo. Olvídalo, no es apropiado.

—De eso nada —rio entre dientes junto a su pelo—, ahora no me vas a dejar con la intriga. ¿No es apropiado decirlo o hacerlo?

—Creo que no es apropiado hablar de ello. Cordelia diría que es propio de salvajes —sentenció con un tono que denotaba años de censura.

La giró de modo que quedaron cara a cara.

—Olvida a Cordelia.

Linette trató de retirarse en un intento de concluir la conversación, pero Ethan la ceñía por la cintura sin intención de dejarla marchar.

—¿Qué es eso que se puede hacer, pero que es inapropiado decir?

—No tiene importancia —alegó con visible incomodidad.

—¿Es algo que harías delante de la gente?

—¡No!

—Entonces lo harías sola...

—Me gustaría hacerlo contigo —insinuó.

—¿Conmigo sería apropiado?

La proximidad de sus cuerpos y el juego de acertijos se habían convertido en un delicioso estímulo.

—No lo sé. Pero no me importaría hacerlo, aunque luego pienses...

—Lo que piense deja que lo decida yo. Veamos, es algo que siendo niña hacías en las praderas, pero que aquí no te permites nunca y te gustaría compartir conmigo. Basta ya de timidez. Quiero saberlo.

—Me gustaría bañarme desnuda —confesó en voz baja, mirándole a los ojos—, en el río.

Linette advirtió que él se tensaba. Luchando consigo mismo por no cargarla en brazos y llevarla al río en plena noche, se inclinó sobre su boca.

De pronto, los sobresaltaron unos golpes. Ethan maldijo en voz baja y, apartándose sin ganas, se dispuso a abrir la puerta resuelto a estrangular con una sola mano a aquel visitante tan oportuno.

—Se puede saber... —dijo abriendo la puerta de golpe—. ¡Joseph! ¿Ha pasado algo?

Su expresión cambió al ver a su sobrino estrujando el sombrero con cara de espanto.

—No, en casa nada. Quiero decir, si ha pasado, pero no... Mis padres se han marchado con Tommy al pueblo, pero no es eso.

Linette corrió a la puerta y lo hizo pasar. Ethan, crispado por la preocupación, trató de serenarse para no poner al chico más nervioso.

—Con calma, explícanos qué ha pasado —le pidió Linette en tono pausado.

—Durante la cena, Tommy no paraba de llorar. Tenía un poco de fiebre y mi padre ha decidido que, en lugar de ir a buscar al doctor Holbein, acabaría antes llevándolo a su casa. Mamá insistía en que no era nada, pero mi padre se preocupa enseguida.

—¿Y por eso has venido? ¿Crees que es algo grave? —preguntó Ethan cada vez más preocupado.

—No creo, algo propio de niños será.

—Entonces..., ¿qué ha pasado para que vengas con esa cara? —inquirió con impaciencia.

Linette tomó del brazo a su esposo y con una mirada le rogó tranquilidad. De lo contrario, no iban a conseguir que Joseph terminase de contarles qué lo había llevado hasta allí a una hora tan intempestiva.

—Estábamos las chicas, Albert y yo cuando ha llegado Gideon completamente blanco. Doreen se ha puesto de parto y están en su casa ellos dos solos. Quería que buscase al doctor o a la señora Bates, la mujer que asiste estos casos, pero está demasiado lejos. Por lo que me ha contado, las cosas van muy deprisa. Linette —dijo mirándola a los ojos—, tú eres la persona que está más cerca.

—¿Y Albert? —preguntó Ethan.

—Ha salido al galope en busca del doctor, y he decidido venir yo porque no quería que Hanna cabalgara sola de noche. Ella se ha quedado en casa con Patty.

—Has hecho bien —resolvió Linette—. Nos vamos. Ethan, no hay tiempo para ensillar el caballo, me voy con él.

—Tengo que encargarme del que tiene una pata lacerada. En cuanto acabe, me reuniré con vosotros en casa de Gideon. No hay de qué preocuparse, en ocasiones las mujeres tardan mucho más de lo que parece. Linette —preguntó tomándola del brazo—, ¿sabes lo que haces?

—Ayudé a Cordelia a traer muchos niños al mundo. Esta vez tendré que hacerlo sola. Me temo que no tenemos muchas opciones.

—No perdamos más tiempo —dijo Joseph sacándola de la casa.

Cuando Ethan entró en casa de los McRae, solo se oían los gritos de Doreen. Al ir a entrar en el dormitorio, se paró en seco al comprender que lo último que ésta desearía sería ver al patrón de su marido presenciando el parto de su primogénito.

Descubrió a Joseph ocupado en calentar agua en una cazuela grande. Al instante salió Linette de la habitación. Llevaba un delantal blanco de Doreen y tenía la frente perlada de sudor.

—Joseph, en ese armario hay jabón. Lávate las manos a conciencia y luego me lo das a mí. Vas a tener que entrar conmigo, porque Gideon está tan asustado que creo que va a desmayarse en cuanto vea algo de sangre. Ahí dentro ya tengo toallas y un par de sábanas.

—¡Pero yo no puedo! ¡Oh, por favor, no me hagas esto! ¡Yo no he visto nunca a una mujer en... estas circunstancias! Si entro, no podré mirarla nunca más a la cara —se quejó horrorizado.

Linette se acercó a él y lo agarró por la pechera de la camisa, dejándolo pasmado con su arranque de carácter.

—Escúchame —masculló entre dientes a una pulgada de su cara—, ¿no quieres ser médico? Pues ésta va a ser tu primera práctica. No me vas a dejar sola ahí dentro. Estamos juntos en esto, ¿entendido?

El chico tan solo acertó a murmurar un ininteligible «sí, señora». Con cara de susto tomó el jabón y se frotó las manos con energía.

Ethan, todavía asombrado, decidió averiguar si todo iba bien con el tono más suave que encontró.

—Linette, ¿hay algún problema?

—No creo, va muy rápido, eso es todo. Y Gideon me pone nerviosa porque parece que esté presenciando una agonía. En cuanto entremos Joseph y yo, le diré que salga aquí contigo. Tú vigila el agua y, de paso, vigílalo a él.

—Pero Joseph solo tiene diecisiete años —alegó—, y a Doreen no creo que le apetezca verlo ahí dentro. ¿No será mejor que te ayude yo?

—De ningún modo —se negó ante semejante idea—. A ojos de Doreen, tú eres un hombre y Joseph, solo un chiquillo.

—Entiendo —cedió—. Pero si el parto se complica, no dudes en llamarme. Me trae sin cuidado el pudor que pueda sentir Doreen, lo importante es sacar adelante a ese niño.

—Tranquilo, de momento sigue su curso y el chico no va a ver nada. Se limitará a sentarse a su lado, darle la mano y secarle el sudor. Lo que tendría que estar haciendo su marido. Pero a él no lo quiero en la habitación. No tengo ganas de tener que atenderlo si se desmaya —lo tranquilizó mientras se secaba las manos—. Necesito un cuchillo que corte muy bien, lo desinfectas con lo que encuentres. Ah, y consígueme también un carrete de hilo.

—Doreen tiene mucha suerte de que estés aquí —dijo besándola en la mejilla—. Venga, no la hagáis esperar más.

Linette respiró hondo y entró en el dormitorio seguida de Joseph, que en su vida había estado más cohibido. Al entrar, cerró la puerta tras ellos. Al momento, salió Gideon con cara de funeral y se puso a pasear arriba y abajo. Ethan se acercó a él, le dio un par de palmadas en la espalda y fue a controlar el agua. Una vez comprobó que hervía, la apartó del fuego. En el silencio, solo se oía un tintineo de espuelas. Buscó un cuchillo en la cocina y lo desinfectó con algo de whisky. Gideon le entregó un carrete de hilo que sacó de un costurero. Y sin poder hacer otra cosa, se sentó a esperar en un sillón junto a la chimenea.

—¿Y este sillón? —preguntó tratando de distraer a Gideon.

—Era del padre de Doreen —contestó lacónico.

De pronto, Joseph salió pidiendo el cuchillo y el hilo, haciendo que Ethan saltase del asiento.

—¡Pero vuelve rápido! —gritó Linette desde la habitación, haciendo que el chico se estremeciese encogiendo los hombros.

Como un rayo, tomó ambas cosas y regresó a toda prisa. Dentro se oyó un grito más fuerte que los anteriores junto a las voces de Linette y Joseph. De pronto hubo unos segundos de tenso silencio y un llanto inconfundible.

Ethan cerró los ojos. Aquellos lloros sonaban a música celestial. Se incorporó y fue a estrechar la mano al feliz padre, que tenía el aspecto de ir a desplomarse en cualquier momento. Instantes después, salió Joseph con una sonrisa de oreja a oreja buscando el agua para asear al bebé y a la madre. Mientras templaba el agua hervida con un poco de agua fría, se le veía tan orgulloso como si el mérito fuese todo suyo.

Minutos después salió Linette con un pequeño bulto en los brazos envuelto en una mantita de franela. Se dirigió hacia Gideon y destapó la carita del bebé.

—Es un niño.

Gideon le acarició la mejilla sin atreverse a rozarlo apenas.

—Gideon McRae Jr. —murmuró enternecido.

La tensión de Linette se evaporó al ver tanta ternura en sus ojos. Se plantó frente a Ethan y con decisión le colocó al niño en los brazos.

—Vamos —rogó—. Tu esposa te espera.

Gideon asintió con cara de susto y se apresuró hacia el dormitorio. Linette entró tras él, lo vio abrazarse a ella y, perpleja, comprobó que era Doreen la que lo consolaba a él con dulces palabras.

Ethan se había quedado paralizado en medio de la cocina con aquel diminuto ser en brazos. Había cogido a todos sus sobrinos en numerosas ocasiones, pero era la primera vez en su vida que sostenía a un recién nacido. Con lentitud, como si temiera que se le fuese a caer al suelo, se dirigió hacia el sillón y se sentó muy despacio. Destapó un poco la manta, el niño estaba arrugado, tenía la cabeza cubierta por una rala pelusa cobriza y abría la boquita como si quisiera bostezar.

Joseph iba de un lado a otro de la cocina sin parar de hablar de lo emocionante que había sido ver nacer a un ser humano. Pero Ethan no lo escuchaba. Estaba aturdido por una emoción nueva para él; sin saber por qué, tenía un regusto salado en el paladar y un nudo le constreñía la garganta.

Instantes después, salió Linette con un fardo de ropa blanca, que colocó en un rincón dentro del balde que había utilizado. Se quito el delantal, se secó el sudor de la frente con el antebrazo, y apoyando ambas manos en el fregadero respiró aliviada.

Ethan no podía apartar la vista de ella. Deseó abrazarla y felicitarla por la valentía que había demostrado, pero no le salían las palabras.

Ella llenó un vaso con una jarra de agua y se lo bebió de un trago. Ya repuesta, se acercó a Ethan y sonriente le tomó al niño. Cuando se daba la vuelta para llevar al pequeño junto a su madre, Ethan tiró de su cintura con ambas manos y la sentó en su regazo.

Linette se quedó mirándolo con el niño en brazos. Los ojos de Ethan brillaban con una intensidad como nunca había visto. La reclinó sobre su hombro y acercó su rostro al de ella.

—Quiero hacerte un bebé como éste —susurró.

A Linette empezó a latirle el corazón más deprisa que nunca y sintió que se sumergía en la profundidad de aquella mirada color castaño. Contempló un momento al bebé y de nuevo levantó la vista hacia Ethan.

—Como éste no. —Sonrió con aquellos hoyuelos que lo fascinaban—. Lo quiero con el pelo castaño y los ojos como los tuyos.

Ethan creyó que en el pecho le estallaban fuegos artificiales, se acercó a su boca y la besó con ternura. Poco a poco, se separó de ella y Linette se levantó todavía aturdida con el pulso acelerado en la garganta. Sin mirar atrás, se alejó con paso decidido dispuesta a entregar al pequeño a sus felices padres.

Joseph había salido de la casa, más por no presenciar el arrebato amoroso de sus tíos que para tomar aire. A lo lejos, vio que se aproximaba un carro. Tal como se fue acercando pudo distinguir a dos hombres: reconoció a su padre, que llevaba las riendas junto al doctor Holbein, que le acompañaba en el pescante. En cuanto frenó, de la parte trasera vio saltar a su madre y correr hacia la casa alzándose las faldas.

—¿Cómo se encuentra Doreen? ¿Está Linette con ella?

—Llegáis tarde —afirmó satisfecho—. Tía Linette y yo hemos hecho todo el trabajo. El niño ya ha nacido y ha sido extraordinario, no lo olvidaré en la vida.

—¿Tú has presenciado el parto? ¿Quién ha tenido semejante ocurrencia? —preguntó escandalizada, dejando paso al doctor que, apresurado, se adentró en la casa.

—No lo vas a creer —afirmó entusiasmado—. Cuando el bebé ha nacido, Linette me lo ha entregado para que lo sostuviera mientras cortaba el cordón. ¡Ha sido increíble!

—¡Un muchacho haciendo de comadrona! Si me lo cuentan no me lo creo —rezongó.

Cuando entró en la cocina, Linette le explicó antes de que preguntase.

—Cuando llegamos aquí, la cabeza ya casi asomaba. No nos ha dado tiempo ni a pensar. ¿Cómo está Tommy?

—Bien, al final ha resultado que no era nada, le están despuntando los colmillos. Lo he dejado en casa, al cuidado de Albert y las chicas. Sólo hemos parado un minuto antes de venir corriendo a echar una mano. Pero ya veo que tú solita te has encargado de todo.

—Ya había asistido a algunos partos, pero ésta ha sido su primera vez a solas. Ha demostrado una entereza increíble —añadió Ethan rodeándola por los hombros.

—Ya puedes estar orgulloso de ella.

—Lo estoy —aseguró con sus ojos fijos en los de Linette. Sus palabras y su mirada fueron para ella el mejor de los cumplidos. Detuvo la vista en sus labios. Si en ese momento hubiesen estado a solas se habría lanzado a su cuello y lo habría besado hasta robarle el aliento.

La voz del doctor Holbein la devolvió a la realidad.

—Yo ya no puedo hacer nada aquí —anunció tomando su maletín—. El niño ha nacido sano y la madre se encuentra en perfecto estado. Linette, has hecho un excelente trabajo. En fin, os dejo. Voy a ver si Joseph me acerca a casa.

—Doctor, gracias por todo. Ha sido un detalle que haya venido hasta aquí a estas horas —le agradeció Ethan.

—Al saber que la señora Bates aún tenía que vestirse, he decidido acercarme yo. Y no hay por qué dar las gracias. Pero si insistes —rectificó guiñando un ojo a Linette—, tu esposa sabe cómo agradecérmelo.

Ethan no entendió a qué clase de agradecimiento se refería.

—Le gustan los dulces —le dijo Linette al oído.

—Así que tienes un admirador. Muy astuto el doctor Holbein —comentó sonriendo mientras el hombre subía al carro.

—Voy a ver si Doreen necesita algo y a conocer a ese bebé —anunció Emma.

—¡Es tan pequeño! —comentó Ethan.

—¿Qué esperabas? ¿Que saliera andando de la habitación? —preguntó Joseph con suficiencia.

El pescozón de su tío le llegó al mismo tiempo que la reprimenda de su madre.

—Sigue por ese camino, aprendiz de matasanos, y tu padre te tendrá limpiando establos tanto tiempo que acabarás adorando el olor a boñiga —advirtió Emma con media sonrisa amenazante.

—Voy a llevar al doctor —dijo entre dientes frotándose la nuca.

—El chico ha sido de gran ayuda dando ánimos a Doreen —aseguró Linette.

—Sería un medico excelente —comentó Matt orgulloso.

—Una mujer de parto no es una enferma, no se necesita un médico para eso —atajó su esposa zanjando el asunto de la medicina.

—Nosotros nos vamos a casa —dijo Ethan—, ya hemos tenido bastantes emociones por esta noche.

—Emma, yo me acercaré mañana por la mañana para ver cómo se encuentra Doreen —comentó Linette.

—No te preocupes, ahora mismo voy a entrar a ver si necesitan algo y, antes de irme, pondré la ropa en remojo.

Ethan tomó a Linette del brazo. En cuanto se despidieron de Emma y de Matt, salió con ella de la casa y se dirigieron a la puerta del establo, donde permanecía atado el caballo. Ethan montó de un salto y ayudó a Linette a subir.

—Ahora monta de lado y descansa un poco —dijo sentándola sobre sus piernas.

Ella se lo agradeció porque fue entonces cuando empezó a acusar el cansancio. Se acomodó abrazando su cintura y apoyó la cabeza en su hombro.

—¡Qué ganas tengo de llegar a casa para poder descansar! —suspiró cerrando los ojos.

—¿Crees que llegarás despierta? —preguntó girando grupa.

Linette no contestó, se encontraba tan cómoda que habría podido dormir durante horas en esa postura; pese a todo, se obligo a permanecer despierta durante el breve trayecto.

Ethan no podía dejar de pensar en todo lo que había sucedido durante el día. Estaba orgulloso de ella. Acababa de demostrar un coraje digno de la clase de persona que era: valiente y decidida. Justo el tipo de mujer que admiraba y que siempre quiso tener a su lado. Y ya no se contentaba con hacerla suya, quería que ella no pudiese vivir sin él, que dependiese de él en cuerpo y alma. Esa noche habían dado el paso más importante en su relación. Los niños que ambos deseaban eran la promesa de un futuro juntos.

Cuando llegaron al rancho la movió con delicadeza.

—¿Te has quedado dormida?

—No, pensaba en todas las cosas que han sucedido hoy.

—Yo también venía pensando en lo mismo —añadió ayudándola a bajar.

Desmontó y tomó las riendas. Linette lo miraba sin decidirse a entrar en la casa; él giró la cabeza y al ver que no se movía, dejó el caballo y se acercó a ella.

—¿No entras? —preguntó Ethan jugando con un mechón de su pelo.

—Pensaba esperarte —dijo sin dejar de mirarlo.

—Lo de tener un niño lo he dicho muy en serio —le recordó en roscando el mechón en su dedo.

—Yo también.

Ethan la tomó por la cintura consciente de lo que aquello significaba.

—Mañana es el baile —dijo atrayéndola un poco más—. ¿Qué vestido te vas a poner?

—Uno nuevo.

—Quiero verlo ahora. Quiero que en cuanto entremos te lo pongas para mí —sugirió sensual— y luego te lo quites también para mí.

—No puedo, está en casa de Emma —dijo con un brillo especial en la mirada.

—Si no puedes darme ese gusto, tendrás que pensar en algo para compensarme —le susurró al oído.

La soltó con lentitud y con la cabeza señaló la casa. Linette le regaló media sonrisa seductora y, tras ascender a toda prisa los escalones del porche, desapareció tras la puerta.

Él se quedó donde estaba. Le llegó un resplandor a través de la ventana que se hizo más tenue conforme Linette se adentraba por el corredor.

En cuanto acabó en los establos, ya en el porche empezó a sacar se el cinturón y la camisa. Sin sentarse siquiera, se quitó las botas a trompicones por la cocina. Descalzo y medio desnudo se quedó parado en la puerta del dormitorio.

Linette dormía acurrucada como un ovillo. Con aquel camisón que mostraba sus brazos desnudos y el pelo suelto sobre la almohada tenía un aspecto angelical. De puro agotamiento, no había resistido despierta.

Ethan terminó de desnudarse y se tumbó junto a ella. Con cuidado de no despertaría, la abrazó por la espalda. Tal como la tenía, dormida en sus brazos y completamente pegada a él, se sintió más dichoso que nunca. La besó en el pelo y con un profundo suspiro se resignó a pasar otra casta noche en la misma cama que su esposa. Pero en esta ocasión, le embargaba una tranquilidad especial porque tuvo la certeza de que iba a ser la última.

Era la típica mañana de agosto, con un cielo azul muy claro en el que apenas se distinguía ni una nube. Hacía bastante calor, pero se agradecía. Los habitantes de Colorado soportaban contentos las altas temperaturas, pues para frío ya tenían suficientes meses de crudo invierno. Así que, aquel viernes tan caluroso había doble motivo para estar contento, pues al buen tiempo había que sumarle el hecho de que, tras un año de espera, por fin había llegado la fiesta de la Fundación, el gran evento que se celebraba en honor de los primeros colonos que decidieron establecerse antes de adentrarse en la inmensidad de las Rocosas.

Linette se había esmerado en elaborar una tarta de manzana. Entre otras actividades se iba a celebrar un concurso de postres para que un jurado decidiera cuál merecía ser considerado el ganador. Después, se subastaban entre la concurrencia, aunque lo habitual era que cada familia pujase por el suyo. Esta vez había puesto un empeño especial. No es que pensara en el premio, pero le encantaba la idea de recibir elogios por su buena mano.

Ethan y ella cabalgaron hasta el pueblo en la misma montura por empeño de éste. Al no tener que ocuparse de las riendas, Linette pudo sujetar con firmeza la cesta. En escasas ocasiones montaba de lado sobre las piernas de su marido y el estrecho contacto de sus cuerpos suponía un enorme placer.

Ataron el caballo en un abrevadero próximo a la herrería. Allí dispondría de agua y sombra, y no necesitarían preocuparse de él durante varias horas.

—Ve tu sola. Enseguida te alcanzo —le indicó Ethan, a la vez que saludaba al sheriff con un movimiento de cabeza.

Mientras él se reunía con éste y dos de sus ayudantes, Linette rodeó la iglesia. Ante la arboleda se celebrarla el concurso de tartas y los juegos posteriores. Por la tarde, como de costumbre, habría música y baile. Observó las largas mesas dispuestas a un lado de la explanada. Habían sacado los bancos de la iglesia y algunas mujeres ya tenían reservado sitio colocando sus cestas de comida.

A la sombra de los álamos se hicieron algunos corrillos, la mayoría de hombres. Las mujeres se reunían en el centro de la explanada. Al contrario que en las ciudades, en el campo eran escasas las oportunidades para presumir y todas, jóvenes y adultas, consideraban que aquella era una de esas fiestas a las que se iba para ver y dejarse ver.

Esta vez Linette estaba especialmente contenta. El vestido malva a cuadros que se arregló, siendo objetiva, le sentaba muy bien. La forma en que Ethan la miraba desde que salieron de casa, le daba la razón.

En el lado opuesto a las mesas, pudo comprobar que ya se había dispuesto un largo tablero desmontable, cedido por gentileza de los dueños del hotel, que ya empezaba a verse lleno de postres de apariencia deliciosa. Un montón de mujeres iban dejando sus pasteles, mientras otras tantas se dedicaban a espantar a los niños que sentían una atracción inevitable por aquella mesa. Cuando iba a acercarse a dejar la suya, Linette fue asaltada por Patty.

—¡Tía Linette! Ven y verás donde nos hemos colocado. Comeréis con nosotros, ¿verdad?

—Claro que sí, ¿dónde iba a comer yo mejor que con la niña más bonita de Indian Creek?

Se inclinó un poco dejando la cesta en el suelo, la niña se colgó de su cuello y estampó un sonoro beso en su mejilla. No hubo levantado la cabeza cuando vio acercarse a Hanna con Tommy en brazos y enseguida adivinó sus intenciones.

—Linette, no sabes cuánto me alegro de verte. ¡Qué vestido tan bonito! Mamá dice que has hecho una de tus tartas, pero eso puede esperar. ¿Te puedes quedar con Tommy? —dijo encadenando un tema tras otro.

—Me sienta bien, ¿verdad? Dame, anda, pero no tardes, que tengo que inscribirme en el concurso. ¡Huy, pero si te han cortado el pelo! —exclamó dirigiéndose al pequeño a la vez que le besaba la cabecita. Por alguna extraña razón, sus hermanos mayores no reconocían el mismo encanto en su hermanito que apreciaba Linette, porque en cuanto la veían venir corrían raudos a cargarla con el pequeño.

Como de costumbre, Hanna, una vez se vio libre del niño, salió a toda prisa a reunirse con sus amigas para cuchichear y reír a discreción. Linette estaba contenta porque su sobrina había reparado en el vestido y además le había gustado. Un detalle importante, porque una alabanza sincera de una chica hacia el atuendo de otra era cosa rarísima de ver.

—Patty, ¿te importa coger mi cesta? Pero con mucho cuidado.

La niña asintió con la cabeza. Poniendo todo su empeño, tomó el bulto encantada con su nueva responsabilidad y siguió a Linette hasta el sitio que había elegido su madre para comer.

—¡Linette, querida! Y ya veo que Hanna no ha tardado en deshacerse de su hermano —comprobó con resignación—. ¿Dónde has dejado a Ethan?

—Se ha quedado ahí detrás hablando con el sheriff, enseguida vendrá. ¿Y Matt?

—Creo que ha ido al hotel por si necesitaban ayuda para traer las tazas.

—Gracias, Patty —dijo Emma a su hija ayudándola a colocar la cesta de Linette sobre la mesa—. Ve a jugar, cariño.

Habitualmente era el marido de Alice, por disponer de más cantidad, el que cedía todo lo necesario para las fiestas de Indian Creek, ya fueran platos, mesas, sillas o recipientes para la bebida. Su generosidad era agradecida por todos, pues evitaba que cada familia hubiese de trasladar menaje desde sus casas.

Al momento, vieron a Matt seguido de otros hombres, todos ellos cargados con cajas llenas de vasos y jarras de metal, que fueron dejando a un lado. En cuanto hubo descargado, se acercó a su mujer y a su cuñada.

—¿Qué tal, encanto? —saludó a Linette pellizcándole la mejilla.

—Vaya, creía que «encanto» era yo —bromeó Emma.

Matt cabeceó por la ocurrencia de su esposa y Linette no pudo contener la risa.

—¿Emma, te importa coger a Tommy? Tengo que ir a inscribir la tarta.

—De ningún modo, ya terminará Matt de sacar las cosas. ¡Ven aquí, amor! —exclamó tomando al niño—. Estoy segura de que quedarás entre las mejores.

Linette sacó su tarta de la cesta y se dirigió a la mesa. Emma la siguió con la mirada, haciéndose visera con una mano y el niño en el otro brazo.

—Creía que «amor» era yo —contraatacó Matt.

Emma se limitó a sonreír sin dejar de observar a su cuñada.

Conforme se fue acercando, Linette empezó a notar un malestar en el estómago. Sabía que el Comité de Mujeres organizaba el concurso con cuyos fondos se cubrirían los gastos de material de la escuela para el nuevo curso. Pero no pudo evitar aquella desazón en cuanto vio a Harriet Keller al frente de la mesa.

Tratando de aparentar naturalidad, esperó su turno. Minnie y su madre la saludaron con la mano desde lejos y ella les devolvió el saludo contenta de verlas.

—Señora Gallagher, me alegro mucho de verla por aquí. —La alegría de la señora Barttlet era sincera.

—Yo también me alegro. ¿Le entrego a usted la tarta que he traído?

—Desde luego, enseguida la anotamos. Amanda, querida, apunta en la lista a la señora Gallagher. ¿Que número?

—Treinta y cinco. ¿Qué tal todo, señora Gallagher? —respondió la viuda Keller sin levantar la vista del papel.

Linette no lo tomó a mal, pues en la tienda acostumbraba a departir con todo el mundo sin alzar la vista de sus cuentas.

De reojo miró a Harriet que no pareció reparar en su presencia, entretenida en charlar con un par de mujeres. La mesa estaba abarrotada de postres, podría decirse que no cabía ni uno más, pero la señora Barttlet hizo un hueco a la tarta de Linette en una esquina de la mesa.

Una vez comprobó que ya estaba bien colocada, se dispuso a reunirse con su familia.

—Treinta y cinco, no lo olvidaré —se despidió con una sonrisa de cortesía.

La sobresaltó un estrépito a su espalda. Cuando se giró, no pudo reaccionar: su tarta acababa de estrellarse contra el suelo.

—¡Oh, Señor! ¡Qué lástima! —Se apresuró a intentar arreglar el desastre la señora Barttlet.

—Si es que no cabe nada más. ¡Qué pena de tarta! Se habría obtenido una buena suma con ella —lamentó Harriet con fingida consternación.

Linette, con el rostro demudado, contemplaba la tarta destrozada sin moverse del sitio.

Minnie se acercó corriendo seguida de su madre.

—Harriet, no finjas porque te he visto —le reprochó indignada.

—No sé de qué hablas Minerva Owen —respondió con un aleteo de pestañas.

—Lo he visto todo. Tú has colocado ese plato —dijo señalando uno de los postres— y, al hacerlo, has empujado la tarta de Linette con el otro plato.

Su madre intentó frenarla del brazo para que no entrara en discusiones, pero Minnie no estaba dispuesta a dejarlo pasar.

Linette no se quedo a escuchar la discusión ni las disculpas y lamentaciones de las mujeres que estaban por allí. Se dirigió hacia las mesas de la comida y se sentó en un banco vacío. En ese momento, lo único que necesitaba era estar sola.

Ethan saludó a Matt con una palmada cariñosa en el hombro y tomó a su sobrino pequeño de los brazos de su hermana.

—¿Pero qué te han hecho? —preguntó horrorizado.

El bebé lo miraba divertido. Le dio un beso en la frente y le acarició los pocos rizos que le quedaban, contemplando el aspecto que tenía. Intercambió una mirada con su cuñado. El silencio de Matt fue más que elocuente.

—Pasó lo de siempre, que sus hermanos me sacaron de quicio y se me fue la mano con las tijeras —explicó Emma—. Luego intenté arreglarlo y aún fue peor. Yo lo veo igual de guapo, y ya le crecerá.

Con el niño en los brazos dio un vistazo a su alrededor y su semblante cambió. Se hizo cargo de que algo había pasado. A lo lejos vio a Minnie y su madre, la chica mantenía una acalorada discusión con Harriet.

Tuvo una corazonada y buscó a Linette con la vista. La localizó tres mesas hacia su derecha, de espaldas a todo el mundo, dolorosamente sola. Antes de ir a hablar con ella, se acercó con el niño en brazos a la mesa de las tartas.

Cuando llegó, la señora Owen intentaba poner paz reteniendo a su hija por el brazo, pero ella continuaba la discusión con terquedad ante la mirada atónita de la señora Barttlet y la viuda Keller, que intervenían de vez en cuando.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Ethan con aquel tono tan calma do que hacía temblar a los peones.

—¡Ha sido ella! —respondió Minnie fuera de sí—, yo la he visto: ha hecho caer al suelo la tarta de Linette. ¡No ha sido un accidente!

Ethan tensó la mandíbula y miró a Harriet con ojos acerados. Cualquier otra persona hubiese sentido escalofríos ante aquella mirada, pero ella ni se inmutó.

—Ya te hemos dicho que ha sido un resbalón fortuito. ¿No ves lo llena que está la mesa? —respondió la esposa del predicador.

—No se preocupe, señora Barttlet, seguro que tiene usted razón. No tiene importancia, regrese a sus tareas —añadió Ethan sin apartar la vista de Harriet.

Su intención era que las mujeres volvieran a lo suyo y dejaran de entrometerse. De ese modo, podría hablar con Minnie y tratar de averiguar qué había ocurrido.

—Vamos, Minnie, déjalo ya. Tampoco estás segura de lo que dices —le reprochó su madre intentando zanjar la discusión.

—Por lo menos se ha aprovechado y alguien ha dado buena cuenta de ella —añadió Harriet sosteniendo la mirada de Ethan.

Este bajó la vista hacia la esquina de la mesa. Un par de perros devoraba con fruición los restos de la tarta de Linette, dejando tan solo los trozos del plato hecho añicos.

—Harriet, eres la persona más odiosa y detestable de este mundo —le espetó Minnie furiosa.

—Y tú, Minerva, la más entrometida. Vete con tu sucia sangre de ramera a ver en qué hombre de Indian Creek encuentras algún parecido. Cualquiera podría ser tu padre —ordenó con desprecio.

Ethan hizo un verdadero ejercicio de contención. De haberse tratado de un hombre lo hubiese lanzado por los aires a golpes. El pequeño Tommy observaba a unos y otros sin entender nada. La señora Owen tenía los ojos llenos de lágrimas y Minnie miraba a Harriet con los puños apretados temblando de rabia.

—No te atrevas a insultar a la mujer que le dio la vida a Minerva, Harriet Keller —amenazó la señora Owen con ira contenida—. En el cementerio tengo tres hijos enterrados que no llegaron a cumplir el mes. No me importa lo que hiciera con su vida esa pobre chica, porque gracias a ella tengo a mi hija.

—Eres mala Harriet, ¡arderás en el infierno! —exclamó Minnie con la voz temblorosa de ira.

En una fracción de segundo, Ethan decidió que lo mejor era alejar a Minnie antes de que saltase sobre Harriet. La tarta en ese momento era un mal menor. La tomó del brazo y se la llevó de allí. Su madre la siguió en un acto de cordura, antes de liarse a zarpazos con aquella deslenguada. Una vez se encontraron fuera de la visión de ésta, Ethan acarició a la señora Owen en la mejilla, que le tomó la mano cerrando los ojos en un gesto de agradecimiento. Tras consolar a la madre, tomó a Minnie por la barbilla obligándola a mirarlo.

—Déjalo, Minnie, ya no tiene solución. Lo mejor que puedes hacer es alejarte de ella.

—Eso pienso yo —añadió su madre—, aunque... ¡ha sido tan cruel!

—Alguien tenía que ponerla en su sitio —añadió Minnie sin mencionar la vejación que acababa de sufrir.

—Pero eso no le va a devolver la tarta a Linette, ¿verdad? —preguntó con cariño.

Minnie le dedicó una sonrisa triste y tomó a su madre del brazo. Necesitaba alejarse de allí lo antes posible.

Todos en el pueblo conocían la historia de Minnie. Dieciséis años atrás, una de las chicas del saloon quedó embarazada y casi al mes de dar a luz enfermó de unas fiebres. Tardó en morir una semana. Nadie quería saber nada del bebé de una prostituta y un saloon no era el sitio adecuado para ver crecer a una criatura. El dueño pensó que lo mejor sería llevar a la niña a un hospicio, pero el matrimonio Owen lo impidió. Algunos no entendieron que el dueño de una pequeña destilería, persona respetable y de situación holgada, asumiera la educación de una hija del pecado. Pero el matrimonio acogió a aquella niña como una bendición y, desde ese día, fue una hija para ellos. Nadie en Indian Creek mencionaba el origen de Minnie por respeto a la familia. Pero, por primera vez, alguien se había atrevido a violar ese silencio.

Por parte de Ethan, el asunto no estaba zanjado. Llamó con la mano a su sobrino Albert, que tonteaba cerca de allí con un par de chicas, y cuando éste se acercó le entregó a su hermano sin decir ni una palabra. El chico, un tanto extrañado, regresó con sus amigas y entonces supo lo que era ser invisible, porque toda la atención de las chicas la acaparó el pequeño Tommy.

Ethan continuó su camino con la lentitud de un cazador. Cuando estuvo frente a Harriet, se apoyó con ambas manos en la mesa y se dirigió a ella con mucha calma.

—Óyeme bien, nunca vuelvas a tratar a Minerva Owen como lo has hecho porque como yo me entere, y estate segura que me enteraré, será lo último que hagas.

—A mi nadie me da órdenes —replicó en tono burlón.

—No vuelvas a hacerlo. Jamás —dijo recreándose en la pronunciación—. No puedes soportarlo, ¿verdad? Tu querido padre, el perfecto señor Keller...

—Cierra la boca, irlandés del demonio —murmuró mirando a un lado y a otro.

—Qué suplicio para ti y para tu madre tener que verla todos los días. —Sonrió con cinismo al ver su palidez—. ¿Crees que la gente no se da cuenta del parecido? Ella no tiene ninguna culpa, pero ese pelo rubio tan alemán os delata. Una pena.

—Siempre has tenido debilidad por las rubias. Un poco joven para ti, ¿no? —ironizó intentando sobreponerse.

—Haznos un favor a todos, desaparece de aquí. Vete lejos, muy lejos, y déjanos en paz.

—Algún día, pero mientras viva en este poblado de campesinos haré lo que me venga en gana —añadió con falsa ingenuidad—. Mira todo lo que hay por aquí, porque cuando te canses de degustar día a día el mismo postre, te arrastrarás por probar las tartas de otras casas. A todos nos pasa.

—Eres un escorpión —concluyó con su tono más agresivo.

Sin darle tiempo a replicar, le dio la espalda. Antes de que se alejase, la inoportuna señora Barttlet lo agarró del brazo.

—Señor Gallagher, ¿ha visto usted qué maravilla de tartas? Seguro que está interesado en alguna.

—No lo creo —respondió tocándose el sombrero con cortesía—, la única que me interesaba acaba de echarse a perder.

Y se alejó de allí dejando a la mujer con la palabra en la boca. Aquel incidente le acababa de estropear el día. Miró hacia las mesas y allí se encontraba Linette, tan sola como antes. Daba la impresión de no haber movido ni un músculo.

Se acercó a ella, se sentó a su lado y durante unos minutos permanecieron en silencio.

—Lo que más te apetece en este momento es marcharte de aquí, ¿me equivoco? —Ella no contestó—. No te muevas.

Ethan se dirigió a la mesa elegida por su hermana y se alegró de ver a Joseph junto a sus padres.

—¿Y el niño? —preguntó Emma.

—Lo tiene Albert.

—Supongo que pujarás por la tarta de Linette, no he traído nada dulce precisamente por eso.

—Pues ve pensando en otra cosa, porque te acabas de quedar sin postre. Joseph, Ve a buscar a Minnie y habla un rato con ella. Lo que más necesita ahora mismo es un amigo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Emma preocupada.

—Ahora no —zanjó—. Prepara algo de comida para llevar, si no te importa.

—¿Para uno o para dos? —preguntó Emma suspicaz.

—Para dos —casi ladró Ethan.

Odiaba las intromisiones de su hermana, que todavía se preocupaba por él como si fuera uno de sus hijos. Mientras llenaba la cesta de Linette, la vio intercambiar una sonrisa con su esposo y aquello provocó que Ethan fusilase a su cuñado con una mirada de advertencia.

—No he abierto la boca —se escudó Matt.

Con semblante satisfecho, Emma acabó de colocar las provisiones. Sonriendo, entregó la cesta a su hermano. Él correspondió con un «gracias» que servía tanto para la comida como para su esforzada prudencia.

Se encaminó con paso decidido al banco donde Linette permanecía sentada y, una vez allí, se plantó frente a ella enseñándole la cesta. Ella levantó la cabeza y lo miró de frente. Ethan vio una expresión de derrota tan profunda que le obligó a apretar los dientes.

—Vamos —dijo tomándola del brazo.

Linette se agarró a él con dignidad.

Ethan estaba dispuesto a hacer todo lo que estuviese en su mano para acabar con aquella mirada triste. Habla tomado una decisión inamovible: Si su esposa no era querida en un sitio, él tampoco lo era, por tanto estaba de más permanecer allí ni un minuto.

Emma y Matt los observaron, contentos en el fondo de verlos marchar.

—Cada vez más, me parece estar viendo al viejo Robert —comentó Matt.

—¿Tú crees? —preguntó Emma sin dejar de mirar a su hermano.

—Yo creo —respondió, tan cadencioso como si acabase de llegar de Texas.