Capítulo 5

Al llegar al rancho Sutton, Minnie encaminó el pequeño Buggie hacia los establos. Cuando pasaron ante el cercado más cercano a la casa, todos los hombres se encontraban ocupados en la doma de un bronco. Matt, a lomos del animal, de mostraba gran experiencia además de una asombrosa forma física, pues soportaba los saltos y coceos del animal sin ser derribado. Entre tanto, Albert y los peones jaleaban y daban instrucciones atentos a una posible caída.

—¿Te fascinan los caballos, a que sí? —preguntó Minnie bajando del coche.

Linette sonrió y volvió la vista hacia el redil sin perder detalle.

—No puede negarlo —respondió Emma junto a ellas—. No os esperaba hoy, pero ya que estáis aquí, ¿qué tal si me echáis una mano con las verduras?

—He venido a ver esa falda de montar que me comentaste. Más tarde vendrá Ethan para llevarme al pueblo.

—Este me va a tener que explicar de dónde viene —murmuró Emma.

Cruzada de brazos, esperó a que Joseph, que en ese momento descabalgaba junto al redil, tuviese una buena excusa para ausentarse del rancho en horas de trabajo.

—He estado ayudando al doctor Holbein —espetó sin arredrarse.

—El doctor, el doctor... —rezongó su madre—. Aunque en la escuela os hayan dado vacaciones, tu trabajo está aquí. ¿Entendido?

Matt, desde el cercado, intuyó lo que se avecinaba. Cuando consiguió que el caballo, ya dócil, se pusiera al paso, saltó la cerca y se acercó secándose la frente con la badana. Puso la mano sobre el hombro de su esposa tratando de impedir una discusión.

—Emma, el doctor Holbein me ha comentado que está muy contento con el chico. Creo que deberías estar satisfecha de él —replicó mirando a su hijo con orgullo.

Joseph agradeció de corazón la oportuna intervención de su padre. Ambos sabían que era del todo imposible que cumpliese su deseo de convertirse en médico. Los estudios supondrían un desembolso que se prolongaría durante varios años. Y lo sintió por su padre, porque le constaba que para él constituía una preocupación no poder hacer realidad sus ilusiones.

Emma no replicó. Aunque le molestaba que Matt fuese tan permisivo con el chico, sabiendo que no podían hacer frente a semejante gasto. Tomó a Linette del brazo y se dirigieron a la cocina.

Linette estaba aprendiendo de Grace a elaborar las conservas para el invierno, pero le preocupaba no acertar con las cantidades. Por eso tomaba buena nota de los consejos de Emma.

Minnie se entretuvo pelando tomates, pero en cuanto aparecieron por la cocina Hanna y los niños, perdió todo interés.

—Vamos, vamos..., salid al patio que aquí tenemos mucho trabajo —las reconvino Emma.

—Señora Sutton, me llevo a Tommy —advirtió Minnie.

—Gracias, tesoro. Hufff..., qué silencio cuando se van —exclamó Emma.

—Esto casi está —dijo Linette tapando un bote—. Emma, acuérdate de la falda.

—Qué cabeza tengo, ni me acordaba de ella.

Secándose las manos en el delantal, se metió en el dormitorio y al instante volvió con una falda pantalón en las manos. La sostuvo sobre el cuerpo de Linette comprobando a ojo la talla.

—Yo creo que me estará bien. Gracias Emma.

—Ni la llegué a estrenar. Matt me la trajo de Denver hace un par de años. Pero, ya se sabe, los hombres no entienden de tallas.

—Ya llega tío Ethan —avisó Patty asomando la cabeza por la puerta.

Linette se quito el delantal, plegó la falda y salió con ella en la mano. En el patio, los chicos charlaban en grupo: Joseph fanfarroneaba ante las chicas con un rifle nuevo.

—Joseph —indicó Linette sin prestar demasiada atención—, tienes que anclar mejor el rifle en el hombro. Mantén la cabeza recta y no eleves tanto el cañón.

Todos, incluida Emma, se quedaron con la boca abierta. Linette continuó sacudiendo unas motitas de polvo de su nueva falda de montar, ajena a sus miradas de asombro.

—¡Cuando se enteren en la escuela de que tengo una tía que lanza cuchillos y sabe disparar! —exclamó Patty.

Todos rieron, incluida Linette, que no entendía por qué un hecho tan simple despertaba tanta admiración.

Ethan descabalgó junto a la cerca y ató el caballo. Miró a Linette y, tal como esperaba, la alegría se esfumó de su rostro. Su esposa solo sonreía en compañía de los demás, en sus momentos felices no había sitio para él.

Emma enseguida percibió el cambio de actitud de Linette. Y conocía lo suficiente a su hermano para saber que llegaba muy enfadado.

—Diablos, tu esposa es una caja de sorpresas —comentó intentando aliviar la tensión.

Justo lo que necesitaba oír en ese momento. A Ethan le ardió la sangre en las venas. Matt se acercó y la mirada torva de su cuñado le indicó que se avecinaba una discusión. Linette también lo intuyó y se aproximó hasta él a fin de desaparecer de allí cuanto antes.

—¿Qué hacía un hombre en el pueblo preguntando por ti? —inquirió con dureza.

—¿Un hombre? —preguntó ella muy extrañada.

—Las noticias vuelan. Un tío tuyo.

Todos observaban a la pareja sin atreverse a intervenir. Pero el semblante de Matt revelaba que estaba a punto de perder la paciencia.

—¿Rice McNabb? —preguntó Linette con pánico.

—Todo parece indicar que era él. ¿Piensas explicármelo o no? ¿Qué os traéis entre manos?

—¿Qué quiere de mí? —Se removió nerviosa—. Ya tiene lo que quería, se quedó con la casa. No permitiré que me haga daño.

A Ethan le impresionó su mirada indefensa. Una vez más se había equivocado al dudar de su honestidad, pensando que podía ser cómplice de un sujeto como McNabb.

Matt hizo un gesto a Emma para que se llevase a las chicas de allí. Se acercó a Linette y le rodeó los hombros con un brazo en un gesto protector.

—Nadie va a hacerte daño —aseguró con cariño.

—Mi mujer no necesita que nadie la defienda —intervino Ethan con tono amenazante—. Para eso me tiene a mí.

—¿A ti? —rebatió al límite de su paciencia—. ¿Haciéndole pagar por todos tus problemas? ¡Bonita manera de defenderla!

—Deja de entrometerte.

—Lo primero que tienes que hacer es empezar a comportarte como un caballero y mantener en privado los asuntos que tengas que discutir con tu esposa.

Ethan se acercó a él con la lentitud de un animal al acecho y, con mucho cuidado, le apartó el brazo que cubría los hombros de Linette. Ella intentó evitar un enfrentamiento sujetando a Ethan, pero él le apartó la mano.

—Vuelve a tocar a mi mujer y te parto las piernas —susurró tan bajo que apenas se oyó.

Matt cabeceó apretando la mandíbula. No podía creer hasta qué punto llegaba la obcecación de su cuñado. Se acercó a una pulgada de su cara y lo atravesó con una mirada cargada de peligro.

—Como te atrevas a hacerle daño, con tus piernas no tendré ni para empezar.

Joseph corrió a separarlos seguido de Minnie, que se había quedado blanca al ver la escena.

—¡Basta! Papá, déjalo —dijo interponiéndose entre ambos.

—Y recuerda que las palabras duelen como latigazos —continuó Matt—. Tú lo sabes mejor que nadie.

—Eso ha sido un golpe muy bajo —añadió Ethan.

Los dos sabían que Matt se refería a las humillantes palabras con que Harriet rechazó su oferta de matrimonio.

—Ha sido un recordatorio y una advertencia —concluyó con aspereza.

Ethan giró en redondo, montó y desapareció del rancho levantando una nube de polvo.

Durante todo el camino, Linette permaneció seria y callada.

Minnie frenó el Buggie a las puertas de la tienda y se atrevió a romper el silencio.

—¿Cómo piensas volver al rancho? —La miró preocupada—. Puedo esperarte y llevarte de vuelta. De verdad, no me importa.

—De ningún modo. Ya me las arreglaré, no te preocupes. Me hace falta media libra de azúcar y luego pasaré por el hotel a ver si Alice necesita algo. Me daré prisa —trató de sonreír mirando las nubes plomizas que se avistaban hacia el norte—, no me apetece mojarme.

—Puedo entrar por ti a comprar el azúcar.

—Esa no es la solución —confesó con tristeza—. Huir de los problemas no acaba con ellos.

Minnie la observó entrar en la tienda. Apreciaba a Linette y le dolía verla tan triste.

La viuda Keller y su hija estaban ocupadas atendiendo a un par de ancianas. Linette, mientras esperaba su turno, curioseó en el estante de los libros.

—Pensaba que no sabías leer —comentó Harriet removiendo unas cajas en la estantería contigua—. Como te criaste en una tribu...

—Veo que estás bien informada —dijo con ironía.

Lo último que necesitaba después del desagradable incidente del rancho Sutton era aguantar los sarcasmos de Harriet.

—Siempre lo estoy. ¿Te llevarás alguno? Demasiado farragosos para ti, me imagino —continuó con su tonillo insultante.

—No. Me basta de momento con los libros de mi esposo.

—Ah, pero ¿Ethan lee?

Linette se revolvió como una fiera. Su esposo podía ser desconsiderado e injusto con ella, pero no estaba dispuesta a permitir que nadie abriese la boca contra él, y menos esa mujer.

—Siendo una persona tan bien informada, deberías saber que le apasionan las novelas de aventuras. Siente especial predilección por Herman Melville —advirtió con una mirada desafiante—. Me parece que no le conoces tan bien como supones.

Harriet alzó las cejas. Con un ligero parpadeo le dio la espalda y se parapetó tras el mostrador. Su madre debió de intuir la tensión, porque se afanó en atender cuanto antes a Linette. Los escándalos no eran buenos para el negocio.

En cuanto salió, Harriet corrió tras ella.

—¡Oye tú! —le gritó—. No eres más que una recién llegada. Conozco a tu marido mejor de lo que piensas y ten cuidado: con un solo dedo puedo hacer que vuelva de rodillas ante mí.

—Inténtalo —la retó Linette mirándola por encima del hombro—. Lo subestimas.

—No me subestimes tú a mí —amenazó—. Puedo ser muy convincente.

—Aunque así fuese, tendrías que contentarte con las migajas, porque todas las noches regresará a mi cama.

—No me hagas reír, le repugna que le toques con esa mano desfigurada.

—Recuerda esto —advirtió sin responder a la provocación—, yo soy la única señora Gallagher.

Y sin mirar atrás, cruzó la calle hasta el hotel con la cabeza bien alta. Ethan la observaba desde la distancia, abrumado por una mezcla de arrepentimiento y culpabilidad. En cuanto cayó en la cuenta de que tendría que volver al rancho caminando, fue en su busca. Pero cuando regresó a casa de Matt, Linette ya se había ido. Para colmo, tuvo que soportar los reproches de Emma, que casi lo echó de allí con cajas destempladas.

En los últimos tiempos no hacía más que comportarse como un idiota y lo único que había conseguido era tener a toda la familia en contra y sentirse como un intruso en su propia casa.

La había juzgado injustamente. A fin de cuentas, según los chismorreos, el que parecía ser McNabb solo había preguntado por ella. No podía apartar de su pensamiento la mirada asustada de Linette. Quizá ese hombre pretendía perjudicarla de nuevo. Esta vez tendría que tragarse su orgullo e intentar arreglar las cosas, no soportaba verla tan infeliz.

Cuando llegó a la altura del almacén de madera, Linette ya había rodeado el hotel. Tras amarrar el caballo, se apoyó en la fachada del almacén dispuesto a esperarla. Amenazaba tormenta. Si tardaba en salir, entrarla a buscarla.

—¿Contemplando la punta de tus botas, Gallagher?

Alzó la vista, frente a él se encontraba Harriet Keller, la persona que menos le apetecía ver en ese momento.

—Espero a mi esposa —explicó de mala gana.

—Esa pobre mujer. —Chasqueó la lengua con fingida compasión—. Trabaja demasiado, con esos brazos tostados y las manos tan estropeadas.

—Esas manos —advirtió en tono muy bajo—, demuestran que no le tiene miedo al trabajo. Puede estar muy orgullosa de ellas, aunque no sean tan blancas como las tuyas.

—No lo dudo —aclaró en tono conciliador—. Parece valiente. ¿Quién lo iba a decir?

—Aléjate de ella —dijo en tono amenazante.

Miró hacia el hotel, dando por zanjada la conversación. Harriet se acercó y se puso de puntillas. Sus bocas quedaron muy cerca. Ethan intentó echarse hacia atrás, pero se lo impedía la pared.

—Parece que me tienes miedo. —Sonrió seductora—. ¿Ya no recuerdas lo que hubo entre nosotros?

—Entre tú y yo no hubo más que palabras.

—Hubo bastante más.

—Solo fue una estúpida pérdida de tiempo y poca cosa más —aseguró—. Le das demasiada importancia.

—Antes no pensabas así —musitó casi en sus labios—. Te gustaba besarme.

Ethan se estremeció y cerró los ojos cuando sintió el calor de sus labios. Pero pensaba en otra mujer, en otra boca que recordaba tan dulce y lejana.

—Linette... —susurró.

Harriet se apartó de golpe y le dio una sonora bofetada. Ethan abrió los ojos y la retuvo por la muñeca mientras la miraba con rabia contenida. Un zumbido atravesó el aire y un destello plateado seguido de un golpe seco junto a su cabeza lo hizo reaccionar. De reojo distinguió el cuchillo de Linette clavado en la pared a dos pulgadas de su cabeza.

No, eso no podía estar pasándole a él. Miró al frente. Allí estaba ella, muy quieta, con los puños apretados a los costados. Los miraba con un desprecio que le hizo palidecer. Nunca había visto en sus ojos una mirada tan fiera y a la vez tan herida.

Harriet entró en cólera y comenzó a maldecir e insultar a Linette.

—Condenada asesina —masculló asustada—. No sé qué viste en esa sucia salvaje. Menos mal que ha fallado.

—Ella nunca falla —aseguró para si tomando el cuchillo.

Sabía de sobra que el cuchillo se había clavado justo donde Linette había querido. Cuando volvió a girar la cabeza, ella ya desaparecía al galope inclinada sobre el cuello del caballo en una postura temeraria. ¡El caballo! Ethan cerró los ojos y de su boca salieron todos los exabruptos que conocía. Linette se había largado a lomos de su semental. Lo acababa de dejar en ridículo, solo y sin caballo.

Cuando Linette descabalgó, le temblaban las piernas. Incapaz de dejar escapar un sollozo, permitió que las lágrimas corrieran por sus mejillas por primera vez en muchos años. Se abrazó al cuello del appaloosa de Ethan con los ojos cerrados. El inquieto semental ni se movió, parecía entender toda la rabia y la desdicha que encerraban aquellos gemidos en lengua lakota.

Más serena, pensó que de nada servían las lamentaciones. Acarreó un cubo de agua y surtió de heno el pesebre. El pobre animal estaba sudoroso y no tenía ninguna culpa.

Fue directa a la casa. Los nubarrones oscurecían la tarde, así que encendió el quinqué y se ató el delantal para que a la hora prevista no faltara comida dispuesta sobre la mesa. Era lo que se esperaba de ella.

Mientras enjuagaba las verduras, oyó un fuerte relincho. Y maldijo a Ethan. El caballo, cualquiera que fuese, no tenía por qué pagar toda su rabia. No había necesidad de clavarle el bocado tirando de las riendas con tanta violencia.

Tal como esperaba, la puerta no tardó en abrirse con brusquedad.

—¿Quién te has creído que eres para llevarte mi caballo? ¡Contesta!

Linette no se giró; tuvo que agarrarse con fuerza al borde del fregadero para evitar el temblor.

—¡Basta!

Su grito llegó con el destello de un relámpago. Durante el tiempo que tardó en llegar el trueno, una ráfaga de viento bandeó las cortinas.

—¿Qué has dicho?

El cielo tembló al mismo tiempo que Linette giraba en redondo.

—¡Basta! —gritó—. ¡He dicho basta! Se acabó, Ethan Gallagher. No voy a permitir que vuelvas a humillarme. Mientras me quede un soplo de aliento, juro por Dios que nadie me va a volver a pisotear.

Ethan se quedó de una pieza. Nunca la había visto llorar. Pero no pensaba dar explicaciones ni mucho menos disculparse. No tenía motivos para avergonzarse de sus actos. Una rabia amarga le fue envenenando la sangre al sentirse juzgado.

—Yo te creí un hombre honesto y ni siquiera eres capaz de cumplir con el compromiso del matrimonio. —Las palabras salían de su boca a borbotones—. Me educaron para vivir con honor, para tener valor y orgullo. Sí, a mí. Y tú, que tan perfecto te crees, no sabes nada de todo eso. ¿Y te atreves a despreciarme? ¡Me das asco! No eres más que una marioneta en manos de esa buscona.

Uno a uno, los insultos fueron lacerando el amor propio de Ethan dejando tras cada palabra una herida.

Fuera, la tormenta veraniega comenzó a arreciar alternando rachas de fuerte aguacero con otras menos intensas.

—Te equivocas —masculló con la mandíbula tensa—. Eres tú la que no cumples con tus obligaciones como esposa. No tienes derecho a exigirme algo que tú eres incapaz de dar.

—Es eso. Muy bien. —Se arrancó el vestido con ambas manos haciendo saltar todos los botones—. ¿Qué tengo que hacer para que no me sometas a la humillación de verte en manos de la primera mujer que se cruza en tu camino?

Sin dejar de mirarlo, se lo sacó por los pies. Y, ante la atónita mirada de Ethan, desenlazó el corsé con manos temblorosas y lo lanzó a un lado. En un par de zarpazos se arrancó la enagua, la camisa y el calzón. Totalmente desnuda, sólo cubierta por medias y botas, le sostuvo la mirada con desprecio.

—Vamos, tómame. ¿No es esto lo que querías? Si éste es el precio que tengo que pagar para que dejes de deshonrarme en público, tómame ahora mismo todas las veces que quieras. ¡Hasta que me lastimes! ¡Hasta que me rompas por dentro y no sienta nada!

Ethan tuvo que tragar saliva. Nunca la había visto desnuda. ¡Dios, era tan hermosa! Cerró los ojos y apretó los dientes. Maldito deseo. Pese a lo incómodo de la situación, sintió cómo se endurecía su miembro hasta que el dolor resultó insoportable. Mientras viviera, no podría olvidar la redondez de sus senos erguidos, el delicioso ombligo en el centro de su cintura estrecha, la curva de sus caderas, el vértice de rizos rubios entre sus muslos... Respiró hondo. Una vez y otra más, hasta que pudo mirarla de frente.

—No te ofrezcas como una ramera.

—Es así como me haces sentir —confesó ella con la voz quebrada—. Mi cuerpo es lo único que te interesa de mí. Me odias porque no he sabido darte lo único que a tus ojos tiene algún valor. El resto no vale nada, ¿verdad? Porque no poseo una sangre irlandesa tan pura como la de los Gallagher.

—No es necesario que te ensañes con ellos. Todos están muertos. Vomita todo tu desprecio contra mí porque soy el único que queda vivo —murmuró con un deje amargo.

—¿A qué estás esperando?

Ethan se acercó a ella y le acarició la barbilla. Bajó la mano mientras le rozaba un pecho con los nudillos, le sostuvo la mirada. Contuvo el aliento al comprobar cómo el pezón se endurecía con aquel leve roce.

—No quiero un sacrificio. —Ella giró la cara—. Si alguna vez te entregas a un hombre, hazlo cuando sientas que no hay nada en el mundo más importante que él.

Linette no pudo reaccionar hasta que oyó el portazo. Cerró las ventanas aterida de frío. Como pudo, hizo un fardo con toda su ropa, tomó el candil y fue hasta el dormitorio.

Cuando se lanzó de bruces sobre la cama, estalló todo el dolor contenido. El golpeteo irregular de la lluvia en los cristales apenas logró silenciar sus sollozos. Por primera vez en mucho tiempo, lloró sin ahogar los gemidos. Golpeó la almohada con los puños mientras su cuerpo se sacudía sin que nada fuera capaz de serenarla. Derramó mil y una lágrimas. Porque supo esa noche que el hombre capaz de causarle tanto dolor habla conseguido instalarse a hurtadillas en su corazón. Estaba enamorada y era inútil resistirse.

A unas yardas de ha casa, con los brazos a los costados bajo el aguacero, Ethan recordaba su cuerpo desnudo. Tan cerca y tan inalcanzable. Durante años había vivido en soledad. Lo que necesitó de las mujeres supo cómo conseguirlo. No era fácil compartir lecho y techo con Linette deseándola tanto. Porque no codiciaba solo su cuerpo, la deseaba a ella. Se engañaba a sí mismo. Sí existía algo más que la compañía y el respeto. Un sentimiento profundo y desconocido que le arañaba en el centro del pecho cada vez que recordaba sus lágrimas. ¿Lástima? ¿Compasión, tal vez? No, no se trataba de eso.

Si duro fue el desprecio de Harriet por no poseer fortuna, mucho más doloroso era sentir que Linette lo rechazaba como hombre. No confiaba en él. Lo consideraba capaz de una traición sin siquiera otorgarle el beneficio de la duda. Un desengaño más que añadir a la larga lista de fracasos que constituía su vida adulta.

Ella llegó junto al emblema del pasado y del presente. Podía haberlo sido de su futuro juntos. Pero el shamrock sólo había servido para recordarle que el afecto nos convierte en seres vulnerables. No era más que un estigma de muerte y abandono, porque todas las personas queridas nos acaban dejando. Ella también.

Estaba solo y morirla solo. El último Gallagher.

Recordó su infancia feliz y se obligó a borrar de su mente la imagen de los hijos que nunca llegaría a tener. Cayó de rodillas, pero los charcos no reflejaron su imagen. Solo vio niños corriendo escaleras arriba y abajo, sonrisas inocentes que se dibujaban en su imaginación con dolorosa nitidez. Vio pequeños que se aferraban a su cuello en busca de consuelo mientras su mano enjugaba montones de lágrimas cándidas. Y allí estaba ella. Feliz entre risas infantiles, mediadora en disputas estridentes, confidente de mil y un secretos. Ella, rodeada de pequeños traviesos de mirada clara y risueña. Con la mirada de Linette.

No, no podía. De rodillas en el fango, supo que no debía consentir que Linette renunciase a sus sueños. Aunque sin ella, el resto de su vida no sería más que un inmenso vacío, solitario y sombrío como la boca de un pozo.

A la mañana siguiente, Linette mordisqueaba una rebanada de pan untada en jalea con la mirada fija en los pastos. La tormenta había cesado y un tímido sol se dejaba ver entre las nubes. Se sentó ala mesa y tomó un sorbo de café. La jornada se presentaba larga y dura. Y estaba muy cansada. En la cama, había llorado hasta caer rendida.

Oyó la puerta y supuso que era él. Alzó la cabeza con la espalda bien erguida, ya nunca se doblegaría ante nadie. Pero al verlo entrar tuvo que desviar la mirada con un nudo en la garganta, porque sus expresivos ojos castaños habían perdido el brillo.

Ni la miró cuando se adentró por el pasillo. Con la ropa todavía húmeda y briznas de heno por todas partes, parecía un perro apaleado. La noche en el establo seguramente no habla sido la más cómoda de su vida.

Linette tuvo que contener las lágrimas. Lágrimas de ira, porque estaba loca de celos. Y de compasión, porque no quedaba vestigio en él del hombre decidido y fuerte a quien amaba. Por primera vez, habían dormido separados. La cama le había parecido grande y vacía sin Ethan a su lado.

Lo oyó mover la cama del cuarto de cuentas. Era extraño, la caja donde guardaba el dinero para pagar los jornales cuando no lo tenía en el banco no solía sacarla más que en fechas de pago.

Ethan volvió a la cocina con el torso desnudo y la camisa en la mano. Olía mal, iba despeinado y sin afeitar. Sus ojos lucían unas profundas ojeras cuando la miró y sin decir palabra depositó unos cuantos billetes sobre la mesa. Sobre éstos, apiló diez relucientes dólares de plata. Antes de depositar la última moneda, leyó con una mueca plena de tristeza el lema que enmarcaba el águila

[3]. Cuando se había perdido la confianza en las personas, qué poco sentido tenía confiar en Dios.

—Aquí tienes tu libertad —dijo acariciando con el índice la efigie del anverso—. Hay más que suficiente para alquilar un coche y para un billete de tren. En la herrería encontrarás quien te lleve de vuelta a Kiowa.

Linette giró la cabeza y se cruzó de brazos.

—Una vez allí —continuó Ethan—, puedes tomar un tren hacia Denver, o en dirección a Kansas, si lo prefieres. En cualquier sitio saldrás adelante; eres una mujer de recursos y no te costará emprender una nueva vida sin necesidad de depender de nadie.

Linette volvió la cabeza y le sostuvo la mirada. Ethan sintió una punzada en la boca del estómago; sus ojos hinchados y enrojecidos delataban que durante la noche había pasado horas llorando.

—Mi libertad la elijo yo —alegó muy serena—. Y no pienso ir a ninguna parte. Si crees que te voy a dejar el camino libre para estar con ella, te equivocas.

Linette respiró hondo y volvió la vista hacia la ventana. Ethan le tomó la barbilla con suavidad, pero ella lo apartó de un manotazo.

—Vete —insistió él—. No debes renunciar a tus sueños encadenándote a estas tierras. Aquí no encontrarás lo que buscas.

—Lo has destrozado todo —le reprochó mirándolo con dureza—. El futuro, mis ilusiones... Solo fue el estúpido sueño de una ilusa ignorante. ¡Qué fácil te será a ti en cambio rehacer tu vida!

—Una vez me dijiste: «No se deje engañar por lo que ve» —afirmó en tono grave—. Ahora te lo digo yo a ti. No te dejes engañar por lo que te muestran tus ojos, mira con el corazón.

—Yo podría hacerlo, porque tengo corazón —replicó con dureza—. Tú no, porque no tienes.

Ethan salió de la casa sin molestarse en replicar. Linette apoyó los brazos sobre la mesa y recostó la cabeza ahogando un sollozo. Todo iba de mal en peor. Tras un par de minutos, se enderezó con un suspiro. Ya estaba bien, el llanto no solucionaba nada.

Tomó el dinero, se trataba de una buena suma. De momento lo guardaría, ya vería en qué emplearlo. En cualquier cosa menos en un billete de tren.

Una hora después, encontró a Aaron limpiando el corral de las gallinas.

—Deja eso, Aaron, puedo hacerlo yo —protestó.

—Ya está hecho —zanjó apoyando ambos brazos en la pala—. Y he regado el huerto en cuanto hemos llegado.

—¿No entras a tomar café? —Agradecida, puso la mano en su antebrazo—. Grace acaba de hacerlo.

—Gracias, ahora no —se excusó mirando hacia el frente—. Voy a ver qué pasa.

Linette volvió la cabeza hacia el grupo formado junto al porche, donde Ethan y los peones comentaban a viva voz las tareas. Linette subió los escalones, pendiente de la conversación.

—Bart ha tenido que ir al pueblo a devolver un caballo a la herrería —explicaba Ethan.

—¿Un caballo? —preguntó Fred, uno de los peones.

La mirada torva de Ethan le obligo a cerrar la boca.

—Cuando vuelva, que se vaya directo a los pastos del este. Aaron, ve allí con Benjamin y Fred. Gideon, tú te vienes conmigo —continuó—. Connor, tú te vas con Ramón a repasar la cerca del sur.

—Señor Gallagher, nosotros dos solos con todo el ganado, no sé si es una buena idea.

—No discutas, no llegan ni a cincuenta cabezas. Podemos con ellas de sobra.

—¿Qué tal si nos acompaña Benjamin? —sugirió Aaron—. Bart no creo que tarde.

—No. La verdad es que nos haría falta un hombre más —pensó en voz alta—. Puede que me acerque al rancho Sutton. De todos modos, solo vamos hasta el cruce de Lone Tree, allí nos espera el capataz del rancho Schweiger para recoger el ganado. Son cinco millas atravesando el valle.

—Iré yo —concluyó una voz desde lo alto del porche.

Los seis hombres giraron la cabeza a un tiempo. Linette sostuvo la mirada de Ethan con los brazos en jarras. Aunque se había lavado y afeitado, no tenía muy buen aspecto.

—Una mujer no conduce ganado —sentenció él dándole la espalda.

—¡Oh, algunas sí! —intervino Aaron—. En mis tiempos, vi mujeres venir desde Texas...

Ethan se giró hacia él con una mirada atravesada, así que decidió dejar la historia para otro momento.

—He dicho que voy yo —repitió Linette con calma—. Hace falta un vaquero más, ¿no es así? Pues ya lo tienes.

Si su esposo creía que iba a poder con su tozudez, estaba muy equivocado, porque a obstinada no la ganaba nadie. Y pensaba de mostrarle que ella era el tipo de mujer capaz de llevar un rancho. Se iba a arrepentir de haber pensado en mandarla lejos.

—La señora Gallagher viene con nosotros —cedió—. Cada uno a su trabajo.

Cuando los peones se marcharon, Linette entró en la casa a preparar algo de comida para llevar.

—Un momento —la detuvo Ethan—. ¿Qué pretendes demostrar?

Linette volvió sobre sus pasos sin dejarse intimidar por aquel tono grave.

—No tengo nada que demostrar —mintió.

Tenía intención de demostrarle que valía mucho más que esa estúpida muñeca de porcelana, pero no pensaba decírselo.

Ethan enderezó la espalda y al hacerlo emitió un quejido. Tomó aire y cuando el dolor paso volvió a mirarla.

—Como quieras. Pero eres un peón más y aquí mando yo. No se discuten mis órdenes, no lo olvides.

—El mustang —decidió Linette.

Gideon, a la vista del humor que lucían los patrones, ensilló el caballo sin rechistar.

—Los quarters son más dóciles. Este es difícil de controlar si se pone nervioso —sugirió Ethan.

Linette alzó las cejas desafiándolo con una mirada de soslayo y montó a horcajadas. Ethan, al acomodarse en la silla, tensó la mandíbula para ahogar un quejido y con la cabeza indicó a Gideon que abriese camino.

Salieron hacia el este y subieron la loma para rodear el bosque. Ethan cada vez estaba de peor humor. La noche tirado sobre el heno con la ropa mojada le estaba pasando factura. Los dolores lo estaban matando y lo que menos necesitaba era a Linette a su lado en pie de guerra. La miró con disimulo. Para colmo de males, al trote sus pechos parecían cobrar vida propia.

—No llevas corsé.

—Si usase corsé no podría trabajar —escupió girándose como una fiera—, tendría que estar todo el día paseando bajo una sombrilla.

Ethan masticó un juramento, sería un milagro que no saliera el tema. Intentó cogerla del brazo, pero Linette se escapó al galope. A gran velocidad, se inclinó sobre el cuello del caballo para esquivar una rama. A él se le paró el corazón al ver lo cerca que había estado de quedarse viudo y salió tras ella.

Gideon prefirió quedarse atrás, algo le decía que aquél iba a ser un viaje memorable.

—Como vuelvas a hacer eso te envío de vuelta a casa de una patada en el trasero —le advirtió tirando de sus riendas—. Estoy seguro de que sabes montar incluso oculta en el flanco del caballo, así que se han acabado las exhibiciones.

—Esas acrobacias son propias de comanches —dijo desdeñosa por su ignorancia—. ¿Aún no te has enterado de que soy lakota?

Azuzó al mustang y sin mirar atrás lo dejó con la palabra en la boca.

El traslado de las reses fue una de las experiencias que más disfrutó Linette desde su llegada al rancho. Le encantó cabalgar junto al ganado a través del valle. Gideon le explicó que así se acortaban unas millas y además no se levantaban esas nubes de polvo, tan desagradables para los vaqueros. Durante casi todo el camino fue conversando con él. Supo que Ethan habla decidido vender cuarenta y seis vacas de cría y dos toros a un ganadero de Lone Tree que había perdido un montón de cabezas envenenadas por trébol. Linette quiso saber más y pensó que lo correcto era enterarse por boca de Ethan.

Se puso a su altura y su aspecto la preocupó. Su rostro contraído reflejaba que debía de soportar un fuerte dolor.

—No sabía que los tréboles eran venenosos —comentó.

—El trébol dulce es una mala hierba. No tiene nada que ver con los tréboles a los que te refieres.

—¿Puede ocurrir que tus vacas se envenenen con esa hierba? —preguntó preocupada.

—Por suerte, en el rancho no crece trébol dulce.

—Gideon me ha comentado que vas a vender las vacas a muy bajo precio. No entiendo por qué dice que es un buen negocio y que ni sabes lo que haces.

—Estas vacas de cría son viejas. Solo aguantarán un par de partos más; después, sólo valdrán para hacer salchichas. En el Schweiger hacen falta y a mí me sobran. Voy a sacar por ellas mucho más de lo que me pagaría cualquier cliente.

Ethan clavó espuelas y la dejó atrás dando por concluida la conversación.

Durante el resto del camino, Linette se limitó a observar las maniobras de Ethan y Gideon para agrupar el ganado. Entendió por qué una silla de montar del Oeste era tan diferente de las sillas clásicas de paseo. Al ser tan largas, distribuían mejor el peso sobre el lomo del animal, que tenía que aguantar al jinete durante largas jornadas. Además de ser más cómoda para caballo y vaquero, facilitaba los movimientos de éste y evitaba caídas.

Contempló admirada cómo uno y otro mantenían el equilibrio al hacer un quiebro para agrupar alguna vaca que se apartaba del resto. Aprendió a rodear

[4] el ganado para que ninguna se alejase del grupo. Ethan la colocó a la cola para azuzar a las que se quedaban rezagadas. Pero no se atrevió a imitarlos en sus carreras y frenadas bruscas; con los pies en los estribos, estiraban las piernas echando la espalda atrás con una tranquilidad que a Linette le pareció demasiado arriesgada.

Pero en cuanto llegaron al cruce de Lone Tree, desapareció su entusiasmo. Su esfuerzo no había merecido ni una palabra de alabanza por parte de Ethan, ni siquiera una mirada de admiración.

Ethan cobró de manos del capataz la cantidad acordada, molesto por las miradas curiosas que su esposa despertaba entre los vaqueros del rancho Schweiger. Gideon, tras saludar a los hombres, regresó junto a Linette que esperaba un poco rezagada.

Antes de montar, Ethan observó que Linette se había desabotonado el vestido. Hacía mucho sol y no llevaba sombrero. Debió haberlo previsto antes de salir. Por el cuello le caían gotas de sudor que corrían hacia la abertura del escote. La vio secarse la frente con el antebrazo y torció el gesto. Gideon, en un arranque de caballerosidad, se desanudaba el pañuelo para ofrecérselo.

No soportaba la idea de que algo suyo entrase en contacto con la piel de otro hombre, ni siquiera su sudor. Con la mano indicó a Gideon que parase, y sin decir ni una palabra le entregó su badana con una mirada torva. Ella se secó el sudor y se la devolvió.

—Caballeros —anunció Linette entregando la bolsa de la comida a Gideon—, ahora que no llevamos ganado, regreso por mi cuenta. Tengo mucho trabajo que hacer.

Ethan no la detuvo. Se limitó a montar mientras la contemplaba cabalgar cada vez más lejos.

Durante las tres primeras millas, Ethan apenas cruzó unas palabras con Gideon. En lo más profundo del valle, pararon a comer junto al riachuelo.

—¿Doreen y tú también discutís? —preguntó tumbándose sobre la hierba.

—Alguna vez —rio por lo bajo—. Son peleas de enamorados.

—¿Tú también crees en eso? —preguntó escéptico.

—¿En el amor? Desde luego. Creo que Doreen y yo estábamos destinados el uno para el otro —aseguró con una sonrisa—. No podría mirar a otra mujer porque pienso en ella cada minuto del día.

—Y ¿cómo te diste cuenta? —preguntó con interés—. ¿Cómo supiste que era ella?

—Lo supe en cuanto le di la mano para ayudarla a bajar del tren. Lo vi en sus ojos.

Ethan reflexionó sobre ello durante el resto del camino.

No tardaron mucho rato en llegar al rancho. Una vez allí, llevaron los caballos a refrescar y cambiaron de montura. Y Gideon salió hacia el este para continuar el resto de la tarde en los pastos.

Ethan entró en casa y encontró a Linette ya aseada. Estaba preciosa con el pelo suelto y ropa limpia. Y hecha una furia. La miró de reojo, mientras ella se afanaba con la aguja. Aunque montaba con mucha soltura, los bajos se le habían enganchado en los matorrales. Tenía motivos para estar enfadada. Su tozudez solo le había reportado llegar a casa agotada y un montón de agujeros que remendar.

—Un vestido no es la ropa más adecuada para arrear ganado —comentó Ethan revolviendo en la alacena.

Linette perdió la paciencia. Eso saltaba a la vista, no hacía ninguna falta que se lo recordara.

—La próxima vez cabalgaré desnuda.

«¿Desnuda?» Ethan tuvo que hacer un esfuerzo por no dar un puñetazo en la pared. Cogió una botella de linimento y la colocó sobre la mesa ante las mismas narices de Linette. No hacían falta palabras, con el gesto se lo decía todo.

Ella dejó la costura a un lado, indignada por su actitud arrogante. Cogió la botella y salió de la casa con ella en la mano. Ethan la siguió sin entender qué se proponía. Enseguida lo supo.

—Que te dé las friegas ella —masculló estrellando la botella contra la pared del granero.

Se había quedado muy a gusto, pero no tardó en arrepentirse de la escenita de la botella. En parte, estaba muy preocupada por los dolores musculares de Ethan. Aunque trataba de ocultarlo, su rostro era un reflejo de su padecimiento. Y, para colmo, cansada como estaba, había tenido que cabalgar en busca de más linimento. Pensó en acercarse al rancho Sutton, pero no tenía ganas de dar explicaciones, así que fue a casa de Doreen a pedirle prestado. A fin de cuentas, pronto se enteraría de la discusión por Gideon.

Cuando Ethan regresó de los pastos, ella todavía estaba fuera. Cogió una toalla y jabón y se marchó al río. Necesitaba un baño caliente, era el mejor alivio para los dolores. Pero su cuerpo requería agua fría, porque en su cabeza campaba Linette desnuda a lomos de un caballo. Durante toda la tarde, no había pensado en otra cosa que en cabalgar con ella, asiendo las riendas con una mano mientras la otra ceñía su cuerpo desnudo pegado al suyo. Llegó a sentir el calor de su espalda en el pecho y sus nalgas golpeándole los muslos.

Mejor fría que caliente, necesitaba agua muy fría.

Durante largo rato se dejó mecer por la corriente. Se sumergía una y otra vez. Se enjabonó a conciencia y volvió a zambullirse hasta que el dolor se hizo insoportable. Porque, tal como imaginó, el agua del río al anochecer no fue el mejor remedio para sus músculos agarrotados.

Al volver a casa, el plato lo esperaba en la mesa. Se sentó y cenó sin demasiado apetito. Aún no había terminado cuando Linette le plantó delante la botella del linimento. Ethan alzó la vista del plato.

—No te has afeitado —señaló muy seria.

—¿Estás pensando en besarme? —preguntó sarcástico. Linette lo acuchilló con una mirada—. Entonces, ¿qué más te da?

Ethan llevó el plato y la taza al fregadero. Tomó la botella y se metió en la habitación.

Linette se debatió durante un rato entre la compasión que le provocaba verlo así y lo resentida que estaba con él.

Al entrar en el dormitorio, Ethan se estaba dando friegas en el pecho y los hombros. Ella se situó a su espalda para desvestirse. Ya en camisón, se giró a mirarlo. Se había sentado en la cama y, desnudo, se masajeaba los músculos de las piernas.

—Túmbate. —Él fingió no oírla—. Vamos, el orgullo no va a solucionar tu dolor de espalda.

Tuvo que rendirse a la evidencia. La miró de reojo mientras llevaba la sábana hacia atrás y se tumbó boca abajo con los brazos en cruz. Linette se sentó en el borde de la cama, vertió un poco de linimento y se frotó las manos para calentarlas. Ethan emitió un suspiro de alivio cuando comenzó a recorrerle la espalda.

—¿Dónde te duele? Tienes muy mala cara.

—Menos los dientes, todo lo demás —aseguró.

Los dos sabían que ese «todo» incluía también el alma. Aun así, Linette no podía dejar de verlo en la pared de la tienda con Harriet pegada a él.

—Ahora entiendo por qué no te causa reparo la desnudez.

—Si te refieres a mi vida entre los indios, te aseguro que no van desnudos. No son tan salvajes como te imaginas.

—Ya me estás juzgando de nuevo.

—Con el torso descubierto, he visto a muchos hombres. Completamente desnudo, solo he visto a uno —alegó—. No me avergüenza porque, en este momento, te veo como a un enfermo.

Eso no era del todo cierto. No había disfrutado tanto hasta esa noche; gozó cada vez que sus manos recorrían su dura musculatura. Por fortuna, estaba cubierto de linimento. De no haber sido así, a duras penas habría resistido la tentación de besar su espalda, su nuca, sus hombros... Sacudió la cabeza para no pensar más en ello.

Linette continuó con el masaje por las piernas. Luego, volvió a sentarse y le frotó hombros y brazos.

—No fui muy amable contigo al principio —confesó él en voz baja—. Esto mismo debí hacerlo yo cuando tú tenías dolores.

Los dos guardaron silencio, ninguno habría podido resistir ese tipo de contacto. Para él hubiese supuesto una tortura. Para ella, un sufrimiento innecesario.

—Tus manos son auténtica magia —aseguró.

—¿No te da asco mi mano quemada? —preguntó con inquina.

Ethan se incorporó con tanta violencia que la sobresaltó. La agarró por la muñeca con furia.

—¿Tan mezquino me consideras? Si es así, ¡lárgate de una vez! No tenemos nada más que decirnos.

Linette le agarró la mano para que la soltara, pero él la apretó con más fuerza sin dejar de mirarla.

—He cometido muchos errores en mi vida, ¿me oyes? —continuó—. Pero tengo la conciencia muy tranquila, nunca me he conducido de una manera innoble. No te he dado motivos para que me juzgues con tanta crueldad.

—Me lo dijo Harriet —aclaró soltándole la mano—. Ella me dijo que te repugnaba que te tocase con mi mano quemada.

—¡Harriet! ¡Siempre la maldita Harriet! Ante semejante muestra de mezquindad, tendrías que ser capaz de sacar tus propias conclusiones antes de declararme culpable.

Linette empezó a pensar que tal vez Ethan no tuviese la culpa de lo sucedido. Aquella mujer la había retado un rato antes. Y, desde luego, la creía lo bastante retorcida como para tramar aquella escena con tal de demostrarle de lo que era capaz.

Ethan le tomó de nuevo la mano, esta vez con delicadeza.

—Lo único que lamento de esta cicatriz es el inmenso dolor que debiste de sentir cuando te quemaste la mano siendo una niña.

—No te preocupes por ello. No guardo ningún recuerdo —lo tranquilizó.

Sabía que su dolor era sincero, Ethan era incapaz de fingir. Dio por finalizado el masaje y lo tapó con la sábana y la colcha.

—Aunque hace calor, trata de aguantar. Lo que necesitas es mantener los músculos calientes.

—¿Eso significa que me dejas dormir aquí?

—Es tu cama, si sobra alguien...

—Tú no vas a ninguna parte —advirtió agarrándola por la cintura.

—También es mi cama —claudicó tumbándose a su lado—. Ahora descansa.

En cuanto cerró los ojos, Linette se dejó vencer por el cansancio acumulado.

—¿Estás dormida?

Con un murmullo ininteligible le hizo saber que apenas aguantaba despierta.

—Linette..., gracias.

Y esa noche, Linette se entregó al sueño con una sonrisa triste en los labios. Por primera vez desde su llegada, la llamaba por su nombre.

Tres días después de la venta del ganado, Linette, desde la cocina, escuchaba los hachazos en la parte trasera. Desde el día del viaje, habían cruzado tan pocas palabras que sobraban dedos en una mano para contarlas. Ni la mesa compartían a la hora de cenar.

Linette remató la labor. Por fin tenía todas las abrazaderas nuevas para las cortinas.

Rodeó la casa y se quedó mirando a Ethan con las manos a la espalda.

—Cuando encuentres un momento, necesito que claves un par de escarpias en las ventanas.

Ethan clavó el hacha en el tocón y la miró con curiosidad. Ese tono tan amable era toda una novedad.

—Ahora es buen momento.

Se secó el sudor de la frente y se embutió la camisa por la cabeza. Linette lo vio ir hacia el barracón que en otros tiempos alojaba a los peones y deseó que algún día Ethan consiguiera volver a ver ese barracón lleno de hombres, en lugar de herramientas, aperos y telarañas.

Cuando él entró en la cocina, Linette probaba el efecto de las nuevas abrazaderas.

—¿Dónde las quieres?

—A los lados, a esta altura más o menos.

Ethan, que disfrutaba al ver cazuelas humeando en la cocina y del aroma a comida recién hecha, no hizo ningún comentario. Mientras clavaba la segunda escarpia, se preguntó de dónde sacaba Linette el tiempo para labores tan delicadas. Le parecieron flores, se fijó un poco mejor y distinguió que eran tréboles unidos por las hojas. La observó de reojo, Linette sonreía satisfecha. Las abrazaderas daban un nuevo aspecto a la ventana y la cocina parecía mucho más luminosa.

—Desde que llegaste, esta casa te pareció demasiado modesta —pensó en voz alta.

—¿Cómo puedes decir eso? Durante años viví en un tipi de piel de bisonte. Además —añadió—, los muebles son muy elegantes. ¡Si hasta tengo una máquina de coser!

—¿Funciona ese trasto?

—¿Llamas trasto al mejor invento del siglo? Claro que sí, solo hizo falta engrasarla.

Ahí tenía la explicación: él que creyó que pasaba tanto tiempo en el desván porque se había construido allí arriba un mundo hermético a su medida. Tuvo que reconocer que había dado demasiadas cosas por supuestas. Si no hacían un esfuerzo por ser más comunicativos, poco iban a cambiar las cosas. La solución era bien sencilla.

—La trajeron desde el Este y los muebles, también —le explicó—. Mi madre siempre quiso una casa grande y confortable. Lo primero que hicieron fue comprar la cocina, un lujo para aquel entonces, y mi padre prometió construir un salón más adelante. Pero no fueron buenos tiempos. Lo prioritario era mantener el rancho a flote y el salón nunca llego. Ya lo tienes —anunció—. ¿Quieres también en las otras ventanas?

—Si, por favor.

Ella lo siguió hasta la otra pared y le apartó la cortina para facilitarle el trabajo.

—¿Fueron pioneros? —preguntó para que siguiese con el relato.

—En cierto modo. En realidad vinieron al morir mi hermano. Estudiaba en West Point. Era el orgullo de mis padres. Imagínate, el hijo de un irlandés en la academia.

—¿Murió en el frente?

—No, fue un accidente. Tuvo muy mala suerte, un error con la munición. Mis padres decidieron iniciar una nueva vida para olvidar y vinieron al Oeste con mi hermana. En el Este disfrutaban de una posición acomodada, pero lo vendieron todo y con aquel dinero compraron estas tierras. Por eso el rancho tiene tantos acres. Yo nací en esta casa.

—Debe de ser muy duro perder un hijo —comentó impresionada.

—Durísimo, mis padres siempre lo tenían presente —dijo rematando de un golpe el último clavo.

Ethan salió de casa. Linette se quedó muy seria. Era extraño, rara vez hablaba de su familia. Arregló el fruncido de las cortinas y se hizo atrás para contemplar el efecto. En silencio, se felicitó a sí misma: la cocina parecía otra.

Se preguntó por qué tardaba tanto en guardar el martillo, pero la respuesta se la dio el golpeteo sordo del hacha y salió en su busca.

—Falta mucho para el invierno, no es necesario que hagas eso ahora —comentó en un intento por romper el muro de hielo que ambos habían levantado.

—En verano los días son más largos. Hay que aprovechar estas horas de luz para aprovisionarnos de leña.

Linette entendió el razonamiento, aunque no dejó de considerarlo una excusa. Permaneció junto a él de brazos cruzados. Ethan se había despojado de la camisa, su piel brillaba por el sudor. A Linette le dolía verlo agotarse de ese modo tras una larguísima jornada con el ganado.

—¿Tienes más familla en el Este?

—Mi padre tenía un hermano, pero acabaron perdiendo el contacto. Durante los primeros años se escribieron varias cartas. En la última que recibimos, mi tío contaba que se acababa de unir a la secta de un tal Smith

[5] y que tenía tres esposas.

—¿Tres esposas? —preguntó incrédula.

—Sí, al parecer esa gente admite la poligamia, pero andaban huyendo como proscritos. Lo último que supimos de él es que se dirigía con sus tres esposas hacia el Lago Salado. —Ethan se quedó mirando la cara de estupor de Linette—. Mi padre siempre dijo que su hermano debió de considerar que una sola mujer le complicaba poco la vida y por eso decidió complicársela con dos más.

—¿Y qué decía tu madre? —preguntó sorprendida por el tono bromista.

—Le daba un codazo y mi padre se echaba a reír. Y entonces mi madre reía también.

Ethan se quedó pensativo con una mirada triste. Linette lo notó y decidió sacarlo de aquellos pensamientos.

—¿Tocas el violín? Arriba he visto uno.

—No, aunque Aaron se empeñó en enseñarme sin resultado. Ese fiddle lo trajo mi abuelo desde Irlanda. Es lo único que conservo de la vieja patria. Eso, una caja de música y una vieja cuna. —Hizo una pausa—. Tres trastos inútiles.

Zanjó la conversación clavando el hacha. Accionó la bomba del lavadero y metió la cabeza debajo. Linette contempló cómo se secaba el cuerpo y los brazos con la camisa sucia.

—Voy a por una camisa limpia.

Ethan fue tras ella. Cuando se sentó a la mesa, Linette le tendió la camisa doblada.

—¿No cenas? —preguntó mientras se abotonaba.

—He cenado hace ya rato —dijo acercando la cazuela a la mesa. Mientras se servía, la vio desaparecer escaleras arriba. Esa noche más que nunca hubiese querido envolverla entre sus brazos y colmarla de caricias; al mismo tiempo, una barrera invisible le impedía acercarse a ella. Se debatía entre un montón de sentimientos encontrados y no sabía cómo hacerles frente.

Estaba sirviéndose una taza de café cuando a su espalda una melodía del pasado reverberó como un repiqueteo de campanillas.

—Mi madre nunca me dejó tocarla —recordó con añoranza—. Para mí siempre fue un objeto mágico y misterioso.

—¿Te importa que me la quede? Nunca he tenido...

—Quédatela si te gusta. —No la dejó terminar.

Puso la taza en el fregadero y volvió a salir. Linette cerró la caja de música y la colocó sobre la mesa. Ya en el patio, lo retuvo del brazo.

—Ya es tarde, déjalo por hoy. Vuelve a casa, por favor —rogó.

—No vuelvas a hacerlo, Linette —ordenó entonces reteniendo su mano—. La otra noche ya dijiste todo lo que piensas de mí y lo acepto, pero no quiero tu compasión. No hay nada más humillante.

—Entonces dije muchas cosas que mi corazón no siente —confesó con sinceridad—. Se que nunca me harías daño a propósito.

Ethan bajó la vista, aflojó la presión de su mano, pero la retuvo y acarició su palma. Como si esa caricia le imprimiese valor para soportar el golpe, porque todos los calificativos hirientes que tan a menudo le había dedicado se tornaron contra él.

—Estamos en paz. Yo también he dicho cosas horribles que me gustaría borrar, pero no puedo. No sabes cuantas veces me maldigo por haberte herido con mis comentarios.

Linette tuvo que contener las lágrimas. Aquellas palabras tenían un enorme valor viniendo de un hombre tan poco acostumbrado a disculparse. Se puso de puntillas y lo besó en la mejilla.

—No es compasión —susurró mirándolo a los ojos—. No lo es.

Ethan le soltó la mano despacio. Ni la miró cuando volvió a la parte trasera.

Esa noche en la cama, Linette no podía conciliar el sueño. Se secó una lágrima pensando que Ethan nunca sería capaz de recibir un sentimiento que no conocía. Su vida en adelante iba a ser mucho más difícil. Sería muy duro amarlo y no podérselo demostrar.

Cuando se durmió, aún se oían en la parte trasera los golpes secos del hacha.