Capítulo 7
Elisabeth Watts se había demorado y temía no llegar a tiempo a casa. Aún debía cambiarse de ropa antes de que pasara a recogerla John Collins.
Por suerte, era conocido de su padre y éste no opuso objeción alguna a que la invitase de cuando en cuando a dar un paseo, incluso había accedido a que los acompañase una noche a la Tabor Grand Opera House. Pero aquel tipo de veladas familiares no eran del agrado de Elisabeth. Lo que ella deseaba era estar a solas con él y esa tarde era una de esas ocasiones.
Su padre se acercó a abrirle la cancela.
—Gracias —dijo besándole la mejilla—. ¿Qué haces en el jardín? Está muy nublado.
—Tu madre se ha empeñado en que ejerza de ayudante mientras poda sus rosales.
Corrió hacia la casa. La puerta se abrió sin necesidad de llamar. Elisabeth saludó a la señora Mimm mientras le lanzaba el sombrero y, recorriendo el vestíbulo, se alzó las faldas para trotar escaleras arriba.
El señor Watts volvió junto a su esposa, que ya se sacudía la tierra del delantal.
—Acaba de llegar y parece que tiene prisa por marcharse otra vez —protestó.
—Viene de casa de su amiga Leda. La está ayudando con los preparativos de su boda. Ya sabes, cosas de chicas. Y dentro de un rato vendrá John Collins para llevarla a dar un paseo —comentó Rachel quitándose los guantes.
—Viene mucho por aquí ese Collins, ¿no? —preguntó con ironía.
—¡Clifford! Tiene veinte años. A su edad, yo ya me había casado.
Él hizo caso omiso del reproche. Le costaba hacerse a la idea de que su preciosa hija se había convertido en una mujer. No ponía objeción alguna a aquel incipiente cortejo del señor Collins, le parecía un hombre honesto digno de llegar a ser el esposo de Elisabeth, pero la idea de perderla tan pronto era algo que lo mortificaba. Con aire resignado, tomó a su esposa por los hombros y entraron en casa.
Cuando Elisabeth se reunió con ellos en el salón, su padre reconoció con orgullo que cada día era más bella. La adivinó tan dichosa que sintió una pizca de celos hacia aquel John Collins por su habilidad para hacerla feliz, convencido de que con un par de sonrisas de seductor y cuatro miradas lánguidas iba arrebatarle a su única hija.
—Ya me ha dicho tu madre que esperamos al señor Collins —le reprochó con cariño.
—¡Ay, papá! Se me olvidó decírtelo. No te importa, ¿verdad? —preguntó con ojos suplicantes.
—Claro que no. Pero el vestido de antes es muy bonito, no necesitabas cambiarte.
—El vestido de antes es de diario y John me va a llevar al City Park, a pasear junto al lago.
—No hace un buen día para pasear, está muy nublado —opinó padre.
—Hace una tarde fabulosa —replicó ella convencida.
—Pero si hace un rato... —insistió.
—No entiendes nada, Clifford —intervino su esposa impidiendo que la atosigase.
«Ya no es el Señor Collins, ahora es John», pensó el señor Watts molesto. Miró a su esposa con el ceño fruncido y ella le devolvió una mirada de reproche por empeñarse en mantener una actitud tan protectora.
Elisabeth se acicalaba con esmero cada vez que iba a verlo y el resultado saltaba a la vista. Con aquel vestido de algodón color crema estampado en florecitas ciruela estaba preciosa. Y, en esta ocasión, había adornado el peinado con unos prendedores de piedras de cristal a juego con el vestido. No pensaba utilizar sombrero; ante John, quería lucir sus bucles castaño oscuro en todo su esplendor. A su padre no le pasó desapercibido semejante despliegue de presunción y sonrió ante la indudable ilusión de su hija con aquel pretendiente.
En ese momento llamaron a la puerta y la señora Mimm salió a abrir. Instantes después, entró en el salón John Collins y a Elisabeth le brillaron los ojos nada más verlo. Le encantaban su cabello rubio y aquellos ojos claros que destacaban en su rostro tostado.
Con un breve saludo de cortesía, se aprestó a estrechar la mano del señor Watts y a besar la de Rachel. Cuando besó la mano de Elisabeth mirándola con adoración, ella sintió que se estremecía con el contraste entre el suave roce de sus labios y el tacto de sus manos callosas. Temió ruborizarse, pero consiguió disimular ante él el efecto que le provocaba.
—Si me lo permiten, les privaré de la compañía de su hija durante el resto de la tarde —anunció sin dejar de mirar a Elisabeth.
Su padre asintió con la cabeza. Tras un breve intercambio de frases caballerosas, los señores Watts despidieron a su hija, que con semblante dichoso salió de la casa seguida de su apuesto acompañante. Rachel los contempló desde la ventana hasta que los vio desaparecer por la puerta del jardín.
—¡Hacen tan buena pareja! Me parece que sabrá hacerla feliz.
—He de reconocer que me gusta ese joven. Es honrado, sabe lo que significa trabajar y parece que adora a nuestra hija. Pero no puedo evitar sentir este dolor —dijo tocándose el pecho— cuando pienso en que pronto la alejará de nosotros.
—Como mucho la alejará hasta las afueras de Denver. Tal como prospera su negocio no creo que vayan a abandonar la ciudad —lo tranquilizó—. Y piensa en el día que veas esta casa llena de nietos.
Aquello puso de mejor humor a Clifford Watts. Siempre deseó una familia numerosa, pero la concepción de Elisabeth tardó tanto y el embarazo fue tan complicado que desecharon toda esperanza de tener más descendencia. Así pues, se consoló con aquella idea y durante un buen rato soñó despierto con tan prometedor futuro.
A Linette le encantaban los días en que Aaron y Grace comían con ellos. Pero aquel viernes se mantuvo al margen de la conversación, sin apenas prestar atención a las habituales bromas de Aaron.
Grace insistió en preparar café. Ethan se giró entonces hacia Linette y, al verla ausente, le aferró la mano y la sostuvo con firmeza. Cuando los hombres se dispusieron a regresar al trabajo, Linette reclamó la atención de Ethan tirando de su mano. Él se alarmó al ver su cara de preocupación.
—Ethan, cuando tengas un momento, me gustaría hablar contigo —dijo en voz baja.
—¿Es algo que pueda esperar?
Linette encogió los hombros, pero Ethan pudo leer en sus ojos que se trataba de algo importante.
—Solo quería que supieses que ahora empiezo a entenderte mejor. Yo también vi morir a mis padres cuando tenía quince años —dijo tomando sus manos.
—¿Cómo murieron? —preguntó, aunque intuía la respuesta.
—Los mataron —confesó con voz apagada.
Ethan notó cómo una gota de sudor frío le bajaba por la espalda al imaginarla, apenas una niña, presenciando semejante horror.
Después de tanto tiempo, había decidido hablar de su pasado y necesitaba que alguien la escuchara. Por fin lo necesitaba a él.
—Aguarda un momento, ¿de acuerdo? —rogó en voz baja acariciándole la mejilla.
Fue en busca de Aaron. Lo alcanzó junto a la cerca, ayudando a montar a Grace. No tardó nada en darle instrucciones y advertirle que no contaran con él durante el resto de la jornada. Al regresar a la cocina, encontró a Linette limpiando la mesa. Le quitó el paño de la mano y la llevó al porche. Ethan se sentó en el banco. Ella intentó protestar, pero la obligó a sentarse a horcajadas sobre sus piernas.
—Así —dijo rodeando sus caderas con ambos brazos—. Quiero verte bien la cara. Tengo todo el tiempo del mundo para escucharte.
Linette tomó aire y volvió el rostro hacia el horizonte. No sabía muy bien por donde empezar. Ethan ladeó la cabeza buscando sus ojos y enarcó las cejas en señal de apremio.
—Ethan, ¿cuál es el recuerdo más antiguo que tienes? —comenzó.
—¿De cuando era niño? —preguntó extrañado—. Supongo que verme atravesando el patio como una bala y mi madre corriendo detrás de mí.
—Pequeño diablo —sonrió Linette con ternura.
—Imagino que mi madre pensó en alguna ocasión que, más que un regalo del Cielo, fui un castigo divino —añadió con media sonrisa—. Pero hoy no vamos a hablar de mí.
—¿Cuándo me hablarás de ti?
—Tenemos toda la vida para hablar de mí. Estoy esperando.
—Lo primero que recuerdo es silencio, un gran silencio —rememoró pensativa—. Había mucha gente a mi alrededor, todos muy quietos, tumbados en tierra. Y mucha sangre. Algunos emitían quejidos, lamentos tan débiles y apagados que apenas se oían. Yo me puse de pie y comencé a andar entre aquellos cuerpos. Recuerdo que estaba muy asustada y no sabía donde ir. Más tarde, me dijeron que entonces tenía cinco años.
—¡Dios! —murmuró sobrecogido apoyando los labios en su frente.
—Yo no paraba de llorar —prosiguió con la mirada perdida—. Entonces llegó un hombre muy grande a caballo. Su piel me pareció muy oscura, pero no me dio miedo. Sin descabalgar, me cogió por la cintura y me acomodó sobre sus piernas. Solo recuerdo que me miró con una amplia sonrisa y yo me abracé a él con fuerza. Me cobijó entre sus brazos y supe que con él no tenía nada que temer. Ese hombre era Cha Aletka
Linette rememoró todo lo que le habían contado sobre los siguientes años de su vida. Nada sabía de los cinco primeros. A esa edad, viajaba con sus padres en una diligencia que sufrió el ataque de un grupo de guerreros indios. Al parecer, solo ella sobrevivió y uno de aquellos sioux la rescató de una muerte segura.
El rostro de Linette se animó al recordar su vida entre el pueblo lakota. Ethan disfrutaba escuchándola: le contó la inmensa alegría con que fue recibida por Tanagila
Ethan la dejó hablar sin apenas interrumpir el relato, aunque le hizo preguntas, interesado por conocer todos los detalles de aquella infancia que recordaba con tanto cariño. Rio cuando supo que aquel guerrero lakota, al no tener hijos varones, se empeñó en educarla como a un muchacho, desoyendo las airadas protestas de su esposa.
—Entonces, sabrás disparar un rifle —dijo asombrado.
—Claro —rio Linette—. Mi padre me quería llevar casi siempre con él, hasta que mi madre se ponía furiosa y me obligaba a aprender cosas propias de mujeres.
—Él te enseñó a lanzar el cuchillo —murmuró fascinado.
—Me enseñó a defender mi vida. Teníamos que estar todos preparados para lo que pudiese suceder —aclaró mirándolo con tristeza—. También lo intentó con el arco, pero no se me daba demasiado bien.
Ethan la miraba con admiración. Y con deseo. Acababa de descubrir en su esposa a una mujer fascinante. Su humilde dama de tréboles se destapaba valiente y guerrera. Una dama de picas. Esa nueva cualidad la hacía a más deseable a sus ojos.
—Cuéntame cómo llegaste a vivir en Kiowa.
—No sé si seré capaz de hacerlo sin ponerme a llorar.
Ethan se desató la badana del cuello y se la puso en las manos.
—Si no hay suficiente con esto, puedes llorar hasta empaparme la camisa.
Le alzó la barbilla con un dedo y depositó un suave beso en su boca. En los ojos de Linette afloraron las lágrimas. Cuando quería, su esposo sabía ser el hombre más tierno y adorable de la tierra.
—Me duele no tener a mis padres y durante años me prohibieron llorar por ellos. —Ethan la miró sin entender—. El marido de Cordelia era militar, luchó en las guerras indias. Ella los odiaba, los consideraban el enemigo.
—No te permitía ni llorar. ¡Maldita mujer! ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que olvides tanta represión? —masculló abrazándola.
Linette puso las manos en su pecho y con una suave presión se enderezó dispuesta a continuar.
—El ataque a la diligencia ocurrió en Wyoming, según me dijeron. Durante diez años viví en las praderas. Íbamos de un lado a otro, siguiendo a las manadas de búfalos. Mi poblado vivía gracias al comercio de pieles. También capturaban broncos salvajes para venderlos una vez domados. Lo cierto —afirmó con la mirada en algún lugar lejano— es que tuvimos que retirarnos hacia el Oeste huyendo del avance del «hombre blanco».
—¿Dónde ocurrió? —preguntó aludiendo a la muerte de sus padres.
—En Montana, en la gran batalla. —Una lágrima resbaló por su mejilla.
—¿Little Big Horn? —preguntó abriendo mucho los ojos—. Pero si esa batalla fue la derrota más sonada del ejército. Custer y todas sus compañías fueron acribillados por los indios.
—Yo era casi una niña —aseguró enjugándose las lágrimas—, pero recuerdo que se unieron todas las tribus: pies negros, brule, lakotas, cheyennes, oglala, y otras que no recuerdo. Todas unidas para luchar contra el «hombre blanco». Mi padre y los demás guerreros se dispusieron para la gran batalla a las órdenes de los jefes. El jefe de mi pueblo era el gran Gall.
Linette hizo una pausa, le brillaban los ojos al rememorar aquellos acontecimientos.
—Algunos soldados, al verse derrotados, se ensañaron contra las mujeres y los niños. Consiguieron alcanzar la retaguardia gracias a los rastreadores indios, esos perros vendidos a los casacas azules. —Casi escupió cada palabra.
Ethan le acarició la mejilla conmovido por su repentino arranque de orgullo.
—Caímos en una emboscada y los mataron a todos. Mi padre siempre decía que me convertiría en una hermosa hinziwin. —Ethan la interrogó con un gesto—. Una hermosa mujer de pelo amarillo; mi pelo y mi piel clara me salvaron la vida. —Esbozó una mueca demasiado irónica para llamarle sonrisa—. Los militares comprendieron que yo no era una de ellos. Supusieron que habría sido secuestrada o algo parecido, y decidieron rescatarme de aquellos «salvajes».
Ethan decidió no indagar más sobre aquel episodio, podía imaginar lo espantoso que fue. Respiró profundamente, la levantó por la cintura y se puso en pie a su vez.
—Vamos a hacer una cosa —sugirió en un intento por borrar la melancolía de su rostro—, prepararemos café y, mientras tanto, si quieres, continúas contándome el resto.
—¿Cómo llegaste a casa de la viuda Dempsey? —preguntó Ethan apartando la cafetera del fuego.
Linette tomó dos tazas de porcelana y se sentó a la mesa. Sabía que él las prefería a las jarras esmaltadas.
—Los soldados que me «rescataron» —recalcó con ironía— me trasladaron a Fort Laramie. Un capitán del puesto había sido amigo del teniente Dempsey y sabía que Cordelia, al enviudar, se había quedado muy sola. Ella me acogió y se encargó de mi educación; en realidad, se lo debo todo.
—No le debes nada —adujo llevándose la taza a los labios.
—Eres injusto. Piensa qué habría sido de mí de no ser por ella.
—Cuando nos conocimos parecía que no habías salido nunca de aquella casa.
—Durante ocho largo años, apenas lo hice.
Ethan la observaba mientras, enfrascada en sus recuerdos, daba pequeños sorbos asiendo la taza con ambas manos.
—Con ella nunca pude ser sincera. No quería ni oír hablar de mis padres, se ponía furiosa si los llamaba así. No concebía que yo me sintiese hija de los mismos indios que habían matado a su esposo.
—Te hizo pagar por la muerte de su marido —aseguró cerrando los ojos—. ¿Y aún crees que le debes algo?
Ethan recordó cómo la había visto reaccionar cabizbaja y sumisa ante sus injustos reproches. Ese era el motivo. Durante ocho años, había estado sometida a continuas reprimendas. Y se maldijo por haber estado tan ciego. Arrastrado por la vanidad y el orgullo, habla conseguido humillarla con la misma dureza que la agria viuda Dempsey.
—Cordelia y McNabb apenas tenían relación. Ella desaprobaba su vida licenciosa —continuó Linette—. Pero, a su muerte, él se instaló en la casa. Yo heredé la propiedad con la condición de no casarme. Así, su hermano quedaba bien atendido. Nunca confió en que buscara esposa y, de hacerlo, supuso que no sería una mujer adecuada.
—Pero eso era injusto para ti, te obligaba a ser una especie de ama de llaves de ese hombre.
—Él tenía su misma sangre y yo era adoptada. Por eso dispuso que, en caso de contraer matrimonio, la propiedad pasara a manos suyas. Debió de pensar que al desposarme, contaría con la casa de mi marido y era justo que su hermano se quedase con la de ella.
—Muy justa y muy generosa con su hermano —comentó con ironía.
—Cuando ese hombre vino a vivir conmigo, comprobó con disgusto que yo no tenía intención de casarme. Así que, además de una criada, decidió obtener de mí... otra serie de favores.
Ethan se incorporó con brusquedad y la agarró por los hombros.
—¿Te forzó? —preguntó con un siseo.
—Lo intentó varias veces, pero yo me defendí como una pantera rabiosa —dijo Linette estremeciéndose al recordar aquel horror.
—¿Por qué no me lo contaste?
—Ethan, me haces daño —le advirtió con suavidad.
En la mente de Ethan apareció como un fogonazo la mañana del 21 de junio. Recordó con absoluta nitidez los arañazos en la cara de McNabb, el temor en los ojos de Linette, el desmedido interés de aquel sujeto por atestiguar el matrimonio, su sonrisa sardónica tras la boda. Todo, lo recordó todo.
Linette pudo notar cómo la ira se iba apoderando de él. Los brazos le temblaban y le alarmó su mirada incendiaria. Puso las manos sobre las suyas en un intento por tranquilizarlo, pero él la soltó con brusquedad. Sin decir una palabra, se dirigió al cuarto de las cuentas.
—Ethan, escucha —lo siguió asustada—. No me hizo nada.
—Me estafó a mí —hablaba para sí mientras llenaba el tambor del Colt—, te arrebató tu casa, intentó forzarte.
Mientras se ajustaba la cartuchera Linette intentaba hacerlo entrar en razón.
—No vayas, Ethan. Te lo suplico. Aquel día tuve que callar —argumentó desesperada—. Ibas armado, te habrías buscado la ruina.
—Maldita sea, Linette. Permitiste que te acusara de ser su cómplice, de ser su amante —dijo atormentado—. ¡Y no fuiste capaz de sincerarte conmigo!
—Quería evitar esto. Ethan, por favor... —gimió asiéndolo por la camisa.
Ethan agarró el rifle y salió de la casa a toda prisa sin atender los ruegos de Linette, que lo seguía a pocos pasos. Tampoco la escuchó mientras ensillaba al appaloosa. Sin mirarla ni una sola vez, enganchó el Winchester en el cuerno de la silla, montó y clavó espuelas con furia. Aún con la palabra en la boca, Linette lo vio desaparecer colina abajo.
Durante las horas que siguieron a la partida de Ethan hacia Kiowa Crossing, Linette hizo cuanto pudo por dominar la ansiedad: recorrió el porche arriba y abajo; recogió guisantes del huerto, y, al desgranarlos, le temblaban tanto las manos que se le escapaban entre los dedos saltando como pulgas a su alrededor.
Dio gracias al Cielo porque Grace ya no estuviera en el rancho y todos los hombres se encontraran en los pastos con el ganado. Por suerte, esa tarde no recibió ninguna visita, porque se sentía incapaz de hablar con nadie.
Limpió los cristales de todas las ventanas de la casa con tanto brío que acabó con los brazos doloridos; atendió a los animales; cogió manzanas... Las que no alcanzaba, las derribó a escobazos con tanta rabia que algunas aterrizaron a varias yardas del manzano, la mayoría muy magulladas.
Desesperada por verlo de regreso, recorrió la distancia entre la casa y la falda de la colina tantas veces que perdió la cuenta. Y maldijo, maldijo a McNabb muchas veces. Y también a Ethan. Gritó sabiendo que nadie la oía, y también lloró. Lloraba y volvía a gritar; gritaba y volvía a maldecir. Luego, arrepentida, pedía perdón a Dios en silencio e imploraba para que Ethan regresase sano y salvo. Sobre todo, con las manos limpias de sangre. Y al pensar en él, volvía a empezar una nueva sucesión de gritos, maldiciones y lágrimas.
Preparó la cena, pero fue incapaz de probar bocado. Aún había bastante claridad cuando, tres horas y media después, esperaba sentada en la mecedora. Al oír los cascos del caballo, se incorporó de un salto y atravesó el patio a la carrera.
Ethan aminoró la marcha al remontar la colina. Frenó junto a la cerca y, apoyando el antebrazo en el cuello del animal, recostó la cabeza sobre éste con la respiración agitada.
Linette, clavada en el sitio, lo contempló hasta que lo oyó respirar con calma. Ethan por fin alzó la cabeza y palmeó agradecido el cuello del caballo.
Fue entonces cuando ella reaccionó como impulsada por un resorte y se acercó con una mirada cargada de furia.
—¡Estás loco! Has reventado al pobre animal —protestó arrebatándole las riendas de un tirón—. ¡Baja!
Ethan la miró estupefacto y descabalgó sin rechistar. Linette le dio la espalda y llevó al caballo al abrevadero. Él la siguió y, cuando la vio acariciarle la testuz más tranquila, se atrevió a cogerla por los hombros.
—Todo ha acabado, Linette. Está muerto.
Ella retrocedió con brusquedad y se tapó la boca con la mano. Ethan, al ver el pánico en sus ojos, comprendió lo que estaba pensando.
—Escucha. —Ella lo esquivó—. Escúchame, por favor. No he sido yo, murió hace veinte días.
Linette exhaló todo el aire que retenía en los pulmones, pero de pronto apretó los dientes y se lanzó contra él con los puños cerrados.
Ethan la retuvo entre sus brazos y comenzó a mecerla abrazada a él. Ella prorrumpió en sollozos dando rienda a suelta a unas lágrimas retenidas durante demasiado tiempo. La dejó desahogarse y, cuando estuvo más serena, la tomó en volandas. Fue hasta el porche y se sentó en la mecedora con ella en brazos. Durante un buen rato, lloró recostada sobre su pecho.
—¿Ya estás mejor? —preguntó en voz baja intentando que alzara el rostro—. Me gustaría que me escucharas.
Linette asintió sin cambiar de postura, abrazándose a él con más fuerza. Ethan se sintió un gusano egoísta; le remordía la conciencia por haberla hecho sufrir, pero no podía evitar el cosquilleo que le llenaba el pecho al saber que todas esas lágrimas eran por él. Por primera vez en su vida, el llanto de una mujer, algo que siempre le pareció engorroso e incómodo, le llegaba al alma.
—Por lo visto, McNabb se metió en problemas —le explicó tratando de apaciguarla—. Contrajo demasiadas deudas y dio con un tipo impaciente que acabó con él a tiros. Una vez muerto, varios de sus acreedores acudieron como buitres. Tu casa fue subastada y ahora es propiedad de un comerciante de licores.
Linette alzó la cabeza para mirarle a los ojos.
—Mi casa es ésta. Y promete que no volverás a preocuparme —exigió muy seria.
—Al final, no ha servido de nada. No me mires así —protestó—. No soy tonto, quizá me habría limitado a romperle la mitad de los huesos. Puedo pasar por alto el dinero que me estafó y sus artimañas para quedarse con la casa. Pero lo que te hizo a ti, no.
—No quiero perderte, Ethan. Eres lo único que tengo —susurró.
—No sé a quién pretendo engañar —reflexionó acariciándole la mejilla—. Si llego a encontrar a ese tipo, lo habría matado. Nadie hará daño a mi mujer, y el que se atreva a intentarlo es hombre muerto.
«Su mujer». De todas las que había conocido en el pasado, ninguna le había suscitado una emoción tan profunda como para considerarla suya. A ninguna la había dejado acercarse tanto a él. Y a Linette aún la quería más cerca, mucho más. Ya no era capaz de imaginar el futuro sin ella.
—Éste es tu sitio, Linette. —Su voz fue apenas un murmullo mientras le besaba los labios una y otra vez—. Por fin estás donde tienes que estar.
Cuando ella se volvió a recostar rodeándolo con los brazos, el cansancio acumulado cayó de golpe sobre él. Reclinado en la mecedora, contempló el cielo que poco a poco se fue tintando de tonos anaranjados entreverados de azul cobalto. Cerró los ojos y así permanecieron abrazados en el porche hasta que oscureció.
Con los músculos entumecidos tras largo rato en la misma postura, él se removió pero Linette se resistía a abandonar su regazo.
—Cariño, no podemos pasar la noche en la mecedora —trató de razonar.
El primer apelativo cariñoso en muchos años. Y el primero de él. Linette sollozaba agitando los hombros. Ethan se quedo mudo.
A pesar de años de correrías entre faldas, comprendió que no entendía nada, absolutamente nada de mujeres.
—Me muero de hambre —susurró en su oído.
Linette se incorporó y lo miró con una sonrisa llorosa.
—La cena estará más que fría —resolvió secándose las lágrimas con el dorso de la mano—. Ve a ocuparte del caballo. Debe de pensar que te has olvidado de él. Y lávate de paso.
Se puso en pie y estirándose la falda entró en la cocina. Ethan se reclinó en la mecedora, satisfecho de verla dar instrucciones con tanto aplomo. «Así me gusta», pensó, y de un salto se dirigió al abrevadero.
El agua fría resulto providencial para su cansancio. Fue directo a los fogones donde Linette trajinaba ya en camisón. Levantó las tapaderas atraído por el olor, pero su curiosidad fue premiada con un manotazo. Se miraron a los ojos sorprendidos, ella todavía incrédula por su atrevimiento.
—Hace muchos años que no recibía un manotazo por curiosear en las cazuelas —rememoró con ternura.
Pero un plato cubierto por un paño sobre la repisa atrajo su atención y alargó el brazo para averiguar qué era.
—Apaga el fuego —resolvió.
Cogió la apetitosa tarta de fresas y un par de platos, desoyendo las protestas de Linette.
—Alice espera mañana esa tarta —rezongó.
—Pues le haces otra. Estoy harto de ver cómo paseas estas delicias delante de mis narices.
—Calentaré café —dijo resignada—. Y mañana tendré que volver al bosque a recoger fresas.
—Puedes enviar a Joseph, o a Hanna —rebatió sirviendo una generosa porción en cada plato—. Si es preciso enviaré a todos los peones a por ellas. Incluso estoy dispuesto a ir yo a buscar las malditas fresas.
Linette lo miró escéptica. Sabía que antes llegaría el Juicio Final que el día de ver a Ethan Gallagher recolectando fresas silvestres por el bosque con una cestita. Se sentó a su lado y partió un pedacito de tarta con aparente desgana, pero en cuanto comió el primer bocado se dedicó a devorar su ración.
Ethan la observó de reojo con gesto burlón. En eso eran iguales. A ella los disgustos tampoco le quitaban el apetito. Miró a su derecha sorprendido por un brillo luminoso, después se volvió hacia la ventana del fregadero.
—¿Es necesario que te esmeres en dejar los cristales tan relucientes?
Linette tuvo que hacer serios esfuerzos para no saltar como un puma herido.
—He tenido toda la tarde para entretenerme —le espetó entre dientes.
Ethan adoptó su mejor cara de niño arrepentido.
—Cuando te enfadas, te conviertes en una fierecilla deliciosa.
Linette sonrió, tendría que andarse con ojo porque su querido esposo sabía como desarmarla. Con la vista clavada en él, tomó un bocado de tarta deslizando el tenedor entre los labios con desesperante lentitud. Ethan notó que el corazón empezaba a trotarle en el centro del pecho al reconocer en sus ojos el fuego de una mujer apasionada. Pero había tomado una decisión y se obligó a centrarse en el plato que tenía delante. Se llevó un trozo a la boca y cerró los ojos ahogando un gemido de satisfacción.
—Este placer podría incluso considerarse pecaminoso —afirmó paladeando con deleite.
—La jalea de fresa me sale muy bien.
Linette tomó una gota de jalea del plato y, muy despacio, se relamió el dedo mirándole a los ojos. Ethan entreabrió la boca, el pulso se le aceleraba de nuevo.
—Creo que no he probado lo suficiente —dijo con la respiración agitada.
Linette rebañó un resto de jalea y le acercó su dedo a la boca. Ethan lo atrapó entre los labios para gozarlo con la lengua.
—¿Demasiado dulce? —susurró Linette.
Antes de terminar de hablar, se encontró pegada al poderoso torso de Ethan, alzó la cara y su boca se encontró con la de él. Linette cerró los ojos y se aferró a él disfrutando de su sabor, de la maravillosa presión de sus labios. Y su lengua se enlazó con la de él en una íntima caricia, tan intensa que la hizo temblar entre sus brazos. La oprimía de una manera tan posesiva que hubiese deseado fundirse en él. Cuando Ethan alzó la cabeza, Linette, aún con los ojos cerrados, apoyó la sien en su barbilla.
—Ethan —susurró—, si tú quieres, yo estoy dispuesta...
Él la besó en el pelo, la tomó por la barbilla y la miró a los ojos.
—Así no, Linette. Antes tenemos que confiar el uno en el otro.
Ya no se conformaba con una entrega sumisa, quería que lo desease más que a nada y no se conformaría hasta verla lanzarse sobre él como una loba hambrienta. Y pensaba conseguirlo con una lenta seducción. Le acarició los labios y Linette permaneció muy quieta rogando que no parara.
—Esa Cordelia sabía lo que hacía —dijo dibujando los labios con el pulgar—. De haber permitido que te mostraras como eres, cientos de hombres habrían hecho cola a la puerta de tu casa. Eres muy hermosa Linette —murmuró—, el sueño de cualquier hombre.
—No quiero a cualquier hombre.
—Eso está muy bien —dijo con media sonrisa vanidosa—. Vamos a ir despacio, confía en mí.
Linette asintió y echo hacia atrás la cabeza. Ethan se inclinó para besarla con ternura. Con el sabor en los labios a jalea de fresa, aquel beso tan dulce prometía delicias aún por descubrir. Si, era un buen principio.
A la mañana siguiente, Linette fue la primera en despertar. Sin moverse, se recreó en prolongar los últimos minutos antes de levantarse. Poco a poco, fue abriendo los ojos y se encontró por primera vez abrazada a él. Trató de quedarse todo lo quieta que pudo, en parte por la sorpresa y también con el deseo de alargar la agradable sensación que le producía el calor de su cuerpo desnudo. Se percató de que tenía una pierna entrelazada con las de Ethan. Él dormía boca arriba y, a su vez, la retenía por la cintura con un brazo. Pensó que no había en el mundo mejor almohada y se deleitó frotando su mejilla contra el vello de su pecho. Le acarició la suave piel desde el costado hasta encontrar el vello más duro en su muslo, disfrutando de una variada gama de tactos. Posó la mano entre sus piernas, lo tanteó movida por la curiosidad y comprobó que crecía con sus caricias. Giró la cara para besarle el torso y aspiró su aroma. Lo volvió a besar, esta vez casi sin rozarlo, y trazó una senda sinuosa de besos hasta la base del cuello.
—Ese es un juego muy peligroso —murmuró Ethan somnoliento.
Linette intentó incorporarse, pero él se lo impidió reteniéndola con el brazo que la tenía agarrada. Con la otra mano le alzó la barbilla para poder ver su rostro. Se había ruborizado y lo miraba con los ojos muy abiertos. Por un momento dudó, pero los vaqueros estaban al caer y para su primera vez necesitaba tiempo para disfrutar de ella sin límite, así que ejercitó una voluntad férrea para posponer la ocasión. Acercó su cara a la de Linette y la dejó desconcertada con un beso en la punta de la nariz.
—Me gustaría tomar café antes de irme —le dijo con una sonrisa.
Linette bajó la vista azorada, de un salto se levantó y salió dándole la espalda en dirección a la cocina. Él se demoró un par de minutos estirándose en la cama, no quería empezar el día exhibiendo una erección.
Desperezándose, se incorporó para vestirse mientras la oía desenvolverse por la cocina. Cuando salió con la toalla al hombro, vio que Linette lo miraba de reojo mientras apartaba la cafetera del fuego.
Linette oyó accionar la bomba de fuera y aprovechó para servir el café, cortó un poco de bizcocho y batió un par de huevos. Cuando él entró de nuevo, la encontró todavía de espaldas revolviendo los huevos en la sartén.
Todavía estaba sirviéndolos en un plato cuando regresó a la cocina remetiéndose una camisa limpia por dentro del pantalón.
—¿No te sientas conmigo?
—Todavía no me he lavado ni la cara —contestó sin mirarlo.
Mientras Ethan atacaba el plato de los huevos, ella aprovechó para salir y asearse. Volvió a la cocina y se quedó un momento mirándolo desayunar. Él no le quitaba los ojos de encima.
—No hay como una visión exquisita a primera hora de la mañana —comentó observándola como un ave de presa.
Ella vio que el camisón se le transparentaba al trasluz, dejando a la vista su cuerpo desnudo, y corrió a vestirse. Cuando volvió anudándose la trenza, Ethan apuraba su café con cara de diversión. Linette le retiró el plato y al llegar hasta el fregadero se sintió como una tonta porque apenas habla dicho un par de palabras.
Ethan se acercó a ella y la rodeó por detrás. Ese gesto hizo que se relajara. Él lo notó y la giró para tenerla de frente.
—La mujer seductora y decidida que conozco de repente se vuelve tímida como un ratón.
—Trato de comportarme como una esposa juiciosa.
—Ah, pero ¿sabes hablar? —bromeó.
Aquello arrancó una risita de Linette que lo miró con adoración.
—Prefiero a mi guerrera a lomos de un mustang con su cuchillo en la bota. La primera vez que te vi, no te imaginé tan valiente.
—Me casé contigo. ¿Te parece poca demostración de valentía?
Entonces fue Ethan el que rio, le acarició la espalda y empezó a jugar con su trenza.
—Juiciosa no significa tímida, y menos conmigo. ¿Por qué te muestras tan vergonzosa esta mañana?
Linette respiró hondo un par de veces. Hablar de ello le resultaba muy embarazoso.
—Ethan, carezco de experiencia. Yo no sé lo que es correcto o no. —Temerosa calló por un momento—. Mi cuerpo me pide cosas que mi cabeza... Dudo si mi comportamiento es el adecuado.
—No tengas miedo de mostrarte como eres —dijo él con tono de complicidad tomándola por la barbilla—. Entre nosotros, los límites los ponemos tú y yo.
Él la ayudaría a adquirir la seguridad que le faltaba. Todavía dudaba entre lo que le dictaba su corazón y las absurdas ideas sobre la moral que durante años embutió en su cabeza aquella arpía.
—Lo intento. Esta mañana por fin me he atrevido a disfrutar de ti —murmuró.
—Aún no me he comido a nadie. ¿Todavía me tienes miedo?
—Ya no.
—Entonces, ¿serás capaz de despedirme como me merezco? —la invitó con voz seductora.
Ella se aferró con ambos brazos a su cuello y apenas con un roce lo besó en los labios. Poco a poco, lo atrajo con más fuerza para profundizar el beso e introdujo la lengua en sus labios entreabiertos, arrancando un gemido de la garganta de Ethan. Lo besó durante largo rato, con una seducción lenta y ociosa, recreándose en su disfrute. Era la primera vez que tomaba la iniciativa de besarlo de un modo tan íntimo, pero gozó tanto con ello que supo que no sería la última. Cuando se separó de él, Ethan la tenía agarrada por las mejillas con ambas manos. Ella apoyó las manos en sus hombros, lo miró a los ojos y, por la expresión que vio en ellos, fue consciente del poder de su feminidad.
—¿Vendrás a comer? —le preguntó sin dejar de mirarlo.
Él asintió con la cabeza. La soltó con lentitud, le dio la espalda y tomando el sombrero salió por la puerta sin mirar atrás. Solo se oyó el ruido de sus espuelas.
Linette salió tras él para contemplar su partida. Por el camino se aproximaban tres de los cinco peones. Ethan se unió al grupo, pero antes de imprimir más ritmo al caballo le envió desde lejos una mirada que la hizo estremecer.
Entonces tuvo la certeza de que necesitaba más que nada en el mundo ser de él y que Ethan fuese suyo.
El sábado, Ethan tenía previsto pasar por el almacén de maderas para saldar por fin la deuda del vallado, y Linette aprovechó para ir con él hasta Indian Creek.
Últimamente disfrutaba relacionándose con sus vecinos. La inmensa mayoría le mostraban su aprecio aceptándola en la pequeña comunidad. Aún no podía creer la amabilidad de Rose Owen, que, conocedora de su falta de tiempo, se ofreció a coserle el vestido.
Ethan desmontó y le dio la mano para ayudarla a bajar. Desde hacía días ambos aprovechaban cualquier excusa para tocarse las manos. Y para besarse. Más de una vez se sorprendían con los dedos entrelazados, como si sus manos y sus bocas buscasen la del otro ajenas a su voluntad.
Linette se sintió observada mientras amarraba su caballo. Al girar, vio a Jason Smith que fumaba con indolencia apoyado en un poste a la entrada del hotel. La saludó ladeando la cabeza y ella le correspondió con un frío ademán.
—¿Le conoces? —preguntó Ethan mirándolo de reojo.
—Me tropecé con él hace un par de semanas al salir de la cocina de Alice —dijo dando la espalda al hombre que no dejaba de observarlos—. Pero si quieres que te diga la verdad, no me gusta su mirada.
—A mí no me gusta cómo te mira a ti —puntualizó.
Tomando su mano, la atrajo hacia él sin dejar de mirar a aquel hombre, en un gesto tan posesivo como protector. Ethan obvió la presencia del extraño y centró toda su atención en ella.
—Yo acabaré enseguida, te esperaré por aquí. No tardes mucho.
Se entretuvo en colocarle un mechón de pelo y al hacerlo recorrió con la yema del dedo la curva de su oreja. Cuando Ethan le dio la espalda, exhaló un suspiro contemplando sus anchas espaldas y su cadera breve.
Linette caminaba a la altura de la lavandería, cuando la rebasaron Hanna, Emma y Minnie apretujadas en el coche de esta última.
Al llegar al cruce de su calle, Minnie agitó las riendas con tanto brío que el Buggie tomó la curva a una velocidad peligrosa. Las tres se tambalearon en el asiento y Linette pudo escuchar un grito de Emma entre las carcajadas de las chicas.
Pero la risa se les heló en el rostro en cuanto vieron a Rose Owen de brazos cruzados con el ceño fruncido. Minnie frenó el coche a la puerta de su casa y las dos jovencitas saltaron del coche mirándose a hurtadillas.
—Nunca más —afirmó Emma sofocada, tratando de poner los pies en tierra firme—. Te aseguro, Minerva, que nunca más montaré en este Buggie si eres tú quien lo conduce.
—¿Se puede saber en qué estás pensando? —le espetó Rose a su hija echando chispas—. Últimamente estás más revoltosa y acelerada que cuando eras pequeña.
—Hanna, deja de reírte por lo bajo que te estoy viendo —dijo Emma con una mirada severa.
—Mamá, no te enfades —rogó Minnie colgándose del cuello de su madre.
—Como te vuelva a ver conducir así, te aseguro que venderé el Buggie e irás a caballo a todas partes —sentenció Rose inmune a las zalamerías de su hija—. O andando, me es indiferente.
Linette se hizo a un lado al reconocer a la esposa de Gideon, que cruzaba la calle principal con andares cansinos. Agitó la mano en el aire para atraer su atención. Doreen, al reconocerla, se acercó al corrillo de mujeres.
—No deberías andar por ahí en tu estado —la reprendió Rose Owen—. ¿Para cuándo lo esperas?
—Podría nacer en cualquier momento —respondió llevándose una mano a los riñones.
—Doreen, sabes de sobra que yo puedo llevarte a casa lo que necesites —le reprochó Linette—. No es necesario que vengas a la tienda.
—Sí, ya se. Pero no soporto quedarme sola en casa todo el día cruzada de brazos —protestó.
—Aprovecha ahora, porque cuando nazca ese niño echarás de menos poder cruzar los brazos —aseguró Emma.
Doreen sostuvo sobre su vientre la mano de Minnie quien, como hija única, se entusiasmaba al notar los movimientos del bebé.
—Ufff... —exclamó con alborozo al sentir una sacudida—. Eso ha debido de doler.
Hanna la observaba escéptica, pues con dos hermanos pequeños sabía lo suficiente sobre embarazos y niños.
—Vamos, no perdamos más tiempo —intervino Rose.
Ya en el interior del comedor, mientras Linette se quitaba el vestido, Rose destapó el fardo de la costura arrancando exclamaciones y piropos.
—¡Linette, qué elegante! —aseguró Doreen—. Con este satén azul causarlas admiración incluso en la Opera Garnier de Paris.
—¿No será demasiado llamativo? —dudó.
—Tonterías —rebatió Rose ayudándola a ponérselo—. Ésta es la última prueba, y con unos encajes en el escote y las bocamangas quedará espectacular. Espero que me dé tiempo a terminarlo.
—Si Hanna me echa una mano con su hermano —intervino Emma—, yo te ayudaré a incrustar los encajes y forrar los botones.
La aludida bufó aceptando de mala gana.
—Hanna, no pongas esa cara —intervino Minnie—, yo puedo ayudarte.
—Muchas gracias, pero no es a ese hermano al que hay que entretener —saltó con una miradita fúrica—. Mi madre se refiere a Tommy.
Minnie le dio un codazo, ruborizada hasta las orejas.
—Hice bien guardando los patrones de cuando tú y yo lucíamos esa figura —dijo Rose ajustando el vestido con alfileres a la vez que escudriñaba de reojo a las chicas.
—Casi ni me acuerdo, después de cinco partos.
—No disimules —objetó Rose haciendo girar a Linette—. Sabes muy bien que nuestras cinturas y lo que tenemos más arriba aún despiertan muchas miradas lujuriosas.
Sus respectivas hijas se las quedaron mirando perplejas, al igual que Doreen y Linette.
—Ni una palabra, jovencitas —atajó Emma orgullosa—, podemos estar rondando los cuarenta...
—Pero no estamos ciegas —concluyó Rose con suficiencia.
Linette miró el reloj de pared y se apresuró a quitarse el vestido.
—Tengo que irme —dijo abotonándose a toda prisa—. Ethan estará harto ya de esperarme.
—Venga, venga, no lo hagas esperar —la apremió Emma agitando las manos—. Y no te preocupes por el vestido.
Linette se despidió y salió como una exhalación. Recorrió a toda prisa la calle principal y al llegar cerca de la barbería paró en seco. Un hombre, con ropa de gamuza propia de un trampero, desataba un par de caballos seguido de un enorme perro lobo.
—¡Will Iktomi
El hombre se enderezó al oír aquel nombre y la miró extrañado. Linette, con los ojos inundados de lágrimas, alzó la mano izquierda y le mostró la palma abierta.
—Wicahpi
Abrió los brazos y Linette corrió hacia él. Ambos se fundieron en un abrazo mientras ella se deshacía en llanto sobre su hombro.
Ethan, que contemplaba la escena desde la distancia, se tensó al ver a su esposa abrazarse a un desconocido. Se aproximó a paso lento, pero a mitad de camino se topó con Harriet, que regresaba de uno de sus paseos.
—Parece que ha aprendido de ti —le espetó con ironía—. Tu esposa en brazos de otro hombre en plena calle.
Ethan la miró de arriba abajo ante una insinuación tan repugnante.
—Dime, Harriet —preguntó con desprecio—, ¿alguna vez has sentido afecto por alguien que no fueras tú misma?
Sin esperar una respuesta le dio la espalda y continuó su camino.
—Que tenga cuidado —le gritó—. Las autoridades han prohibido esas lenguas de indios, podría tener problemas.
—Atrévete a intentarlo —la retó sin girarse.
Frente a la barbería, se detuvo incómodo. Linette y aquel hombre hablaban sin parar en lengua lakota. Ella reía a la vez que se secaba las lágrimas. El perro saltaba alrededor de los dos. Cuando Linette le dedicó su atención, el enorme animal le colocó las patas sobre el estómago aullando como un cachorrillo.
—¡Oh, Gnaye
Ethan no se sentía a gusto al margen y decidió interrumpir el encuentro para dar paso a las presentaciones.
—Linette —la llamó.
Ella se giró y corrió hacia él.
—Ven, tienes que conocer a un amigo —dijo arrastrándolo de la mano ante el desconocido—. Ethan, te presento a Will Iktomi.
—Es un placer —saludó tendiéndole la mano—. Ethan Gallagher.
—Will Sanders. Vaya —observó al ver sus dedos entrelazados—, mi pequeña es toda una mujer casada.
—He crecido —aseguró sonriente—. Ethan, Will fue mi maestro. Me enseñó la lengua de los blancos.
—Ya me marchaba, he bajado de las Rocosas y voy de camino a Kiowa a vender unas pieles. Antes de aparecer por allí, tenía que adecentar mi aspecto —explicó rascándose el mentón recién afeitado.
Ethan miró a Linette y al verla tan feliz decidió que el reencuentro con su pasado no podía acabar allí.
—Señor Sanders, nos gustaría que compartiese nuestra mesa, si no le supone un trastorno retrasar un par de horas el viaje.
—No quisiera molestar.
—Los amigos de mi esposa son siempre bienvenidos en nuestra casa.
Al oír aquello, los ojos de Linette se volvieron a llenar de lágrimas.
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