CAPÍTULO CATORCE
Supongo que al señor Wilmore no le importó que ese día no me presentara a trabajar. Tenía otras cosas en que pensar. Naturalmente, entonces yo no sabía todo lo que estaba pasando en Hoadley y pensé que me había metido en un lío, pero no podía evitarlo. No podía dejar a Joanie tal y como estaba, y tampoco podía hacer que viniera conmigo, así que nos quedamos en el tiovivo y traté de pensar en qué podía hacer.
—¿Dijo el Diablo cómo iba a…? —le pregunté.
—Dijo que no necesitaría hacer gran cosa. Bastaría con que les diese el primer empujón y la gente lo haría todo por sí sola.
Como las fichas de dominó de Garrett.
—Se destruirían a sí mismos tal y como han hecho siempre en cuanto tuvieran la más mínima ocasión de hacerlo —dijo Joanie.
—Joan —le dije—, tienes que volver a hablar con él para convencerle de que acabe con todo esto.
Soltó una especie de bufido, y tuve la impresión de que si no estuviera tan cansada y tan abatida se habría reído de mí.
—Claro —dijo con voz sarcástica.
—Al menos tienes que intentarlo —le dije—. ¿Qué va a ser de mis padres y de mis hermanos? —Me di cuenta de que estaba empezando a hablar con una voz tan aguda como la de un crío y traté de calmarme. Joan se había puesto muy tiesa y estaba mirándome. Ahira, quiero decir… En sus ojos había esa expresión tan típica de Ahira.
—Barry Beal —me dijo, hablando muy despacio y con voz muy dulce—, nunca lograré entenderte. Me has preguntado qué le ocurrirá a tu familia, qué me ocurrirá a mí y a todos los habitantes de Hoadley… y ni tan siquiera se te ha ocurrido preguntarme qué va a ser de ti.
No me parecía que eso fuera tan difícil de entender.
—Estaré contigo —le dije.
—Bueno, si quieres que intente invocar de nuevo a Satanás tendrás que marcharte de aquí —me dijo.
—No —dije yo.
—¡Bar, conseguirás que te mate!
—Voy a quedarme contigo —le dije.
—¡Ya no tengo a Serpentina para que forme el círculo!
—No importa. Me quedaré.
—Bar, ¿qué cuernos crees que va a protegernos?
Podríamos haber seguido discutiendo durante mucho más tiempo pero oímos ruido de pasos dentro del tiovivo, nos volvimos a mirar y ahí estaba ese tipo tan raro, el que se parecía a mí pero era demasiado perfecto y habría sido capaz de tirarse a un cadáver si éste se lo hubiera pedido. Entró en el tiovivo tan desnudo como siempre, se sentó ante nosotros y me sonrió con esa mueca rara de los gatos.
—¿Qué diablos está haciendo aquí? —pregunté yo, algo enfadado.
—Yo le llamé. —Joanie me habló usando su voz Ahira/Reina de Saba—. Puedo hacerlo, ¿sabes?
—Supongo que también podrías hacer que se marchara, ¿no?
—Quizá pueda ayudarnos. Bar, deja de hacerte el celoso… —Parecía estar tan enfadada como yo, pero su voz me recordaba un poco más a la Joanie de antes—. Estar celoso de ti mismo es una tontería.
—¿Qué?
—Soy tú —dijo el polla grande.
—¡Y una mierda!
—¡Lo es! —dijo Joanie—. Básicamente, al menos… Siempre que dejabas una parte de tu ser en mi casa yo la recogía y la guardaba. Lo creé con tu pelo, tus uñas y…, bueno, con lo que dejabas en los pañuelos de papel. Ese tipo de cosas, ya sabes… —Le tembló un poco la voz—. También usé un pedazo de madera, y un poco de comida, pastelillos de vainilla y lo que tenía más a mano.
—Jesús —dije yo.
—Tuve que esforzarme mucho para crearlo, así que intenta tenerle un poco de respeto —dijo Joan, y su voz había recobrado una parte de su firmeza anterior.
Solté aire por la nariz, como si la tuviera tapada y quisiera despejarla.
—No me importa lo que digas —repliqué—, él no es yo. Yo estoy aquí.
Pero el forzudo tenía los ojos clavados en Joanie y no me escuchaba.
—¿Qué has hecho? —le preguntó.
Se refería a su cara.
—Olvídalo —dijo ella.
—Pero ¿por qué? Eras hermosa.
—¡Olvídalo! Quiero que…, quiero que te ocupes de tus asuntos y que me ayudes.
Eso era imposible: nadie puede hacer las dos cosas a la vez. Pero ese tipo desnudo que era amigo de Joanie no se lo dijo.
—¿Que te ayude a hacer qué? —le preguntó.
Joanie se lo explicó y en cuanto hubo terminado él se quedó callado durante un buen rato.
—¿Por qué he de ayudarte? —acabó preguntándole al fin en voz muy baja.
—Yo te creé.
—Tu padre y tu madre te crearon. ¿Harías algo así por ellos? No, porque no te amaban. Y tú no me amas. Te doy asco, y me temes. Sabes cómo te he anhelado pero ni tan siquiera quieres besarme o tocar mi mano.
Bueno, eso eran buenas noticias…, más o menos. Agucé el oído para no perderme ni una palabra de lo que decía.
—Has dejado de ser hermosa —dijo él—. Dame alguna razón por la que deba quedarme aquí y correr ese peligro por ti.
Y Joanie no supo qué responderle. Bueno, se acabó, pensé yo. Ahora se levantará y se irá. Estaba hecho un lío: una parte de mí deseaba que se marchara y otra tenía la esperanza de que se quedaría. Se volvió hacia mí y me miró con esos ojos suyos, tan marrones como los de un ciervo con una cornamenta de diez puntas.
—Pero él está aquí y debo quedarme —dijo con una voz tan suave como la expresión de esos ojos.
Sentí una opresión en el pecho, no sé por qué.
—¿A qué viene eso? —le pregunté.
—Ya te he dicho que eres mi segundo yo. No puedo hacer otra cosa. Me interpondré entre ti y Satanás.
No podía discutir con ninguno de los dos. Era nuestra única oportunidad. Miré a Joanie y ella me miró y asintió, y nos pusimos en pie.
Quizá habríamos debido salir del tiovivo pero no lo hicimos. Nos quedamos allí donde estábamos, entre los caballitos. El tipo desnudo trazó un círculo en el suelo con el dedo alrededor de Joanie y de mí: dejó una marca roja como la sangre sobre los tablones y cuando la miré con más atención vi que realmente era sangre. Se puso en pie y le caían gotitas del dedo. Miró a Joanie.
—Ahora tengo un nombre —dijo con voz seca y áspera, y me miró—. Quiero que sepas cuál es mi nombre —me dijo en voz baja—. Me llamo Eros.
—De acuerdo —dije yo—. Gracias. —Por lo que estaba haciendo, entiéndanme…
Se puso junto al círculo, dándonos la espalda, y Joanie empezó a pronunciar el hechizo. Estaba de pie junto a uno de esos caballitos de madera y no comprendí sus palabras, y se las arregló para hablar con un tono de voz realmente impresionante, aunque toda ella estaba temblando. Pero Eros no temblaba. Estaba muy tranquilo. Parecía una estrella de cine enfrentándose al pelotón de fusilamiento sin venda ni último cigarrillo, tan hermoso y sólido como una roca.
Yo no hice nada: me limité a mirarles boquiabierto.
Lo primero que noté fue el olor, un olor muy parecido al del Arroyo de las Truchas. Azufre puro… Pero apenas si tuve tiempo de olerlo antes de que el diablo apareciera ante nosotros ardiendo como el horno de una fundición, envuelto en unas llamas tan terribles que apenas si pude aguantarlas. Me tapé los ojos con la mano y miré a través de los dedos. Todo se había vuelto de color rojo, y aun así podía verle. No se parecía a esos diablos de la escuela dominical: no llevaba mallas rojas, tridente ni nada de todo eso. Si se hubiera parecido a esos diablos quizá no me habría dado tanto miedo. Era muy grande, casi dos veces tan alto como yo, una gran serpiente de fuego ondulante con la cara de una persona pero enseguida cambió. Se convirtió en una persona y empezó a menear las caderas como esas bailarinas que salen en los espectáculos pomo, pero tenía la cara de un político, un propietario de mina o un predicador de televisión, no estoy muy seguro, y sus manos eran huesos ardientes. Tenía una gran polla tiesa y unos grandes pechos, pero también se parecía a esas viejas entrometidas de Hoadley. Era todas esas cosas a la vez, no sé explicarlo. Tratar de verle con claridad era como tratar de ver siluetas en las llamas de una hoguera, y tratar de tocarle habría sido como meter las manos en una hoguera, y yo sabía por qué era así. Era el diablo. No podías agarrarle ni hacerle prisionero.
Y antes de que hubiera dicho ni una sola palabra ese presumido de Eros que se suponía habría debido protegernos se derritió, pero no igual que cuando había desaparecido antes. Esta vez dejó un charquito en el suelo. Vi trocitos de uña, pelos, algo de caspa y migajas de pasteles, crema fundida y otras cosas que flotaban en algo que parecía aceite de motor caliente… Y también vi un gran pedazo de madera. Las llamas prendieron en él y lo hicieron arder como un fuego de artificio. Eros ya no estaba allí.
—¿Cómo osáis hacer esto? —nos dijo el diablo. Su voz era como el siseo de un soplete pero comprendí sus palabras sin ningún problema, y sentí cómo me atravesaban y me llegaban hasta los huesos. Los temblores de Joanie no eran nada comparados con los míos. El viejo Satanás estaba realmente enfadado… O quizá fuera la vieja Satanás, no lo sé, porque su voz me hizo pensar en una mujer.
Puede que Joanie hubiera estado temblando, pero tenía redaños. No le dio tiempo a decir nada más.
—No sigas adelante —le dijo. Intentó hablar con el tono de quien tiene derecho a darle órdenes al diablo, pero supongo que no consiguió engañar a nadie. Su voz no la estaba obedeciendo demasiado bien y empeoraba a cada segundo que pasaba—. Olvídalo —le dijo—. Estoy harta. No quiero seguir siendo Ahira. Ya no quiero ver el fin del mundo. Ni tan siquiera deseo ver el fin de Hoadley. Lo único que quiero… —La voz le temblaba tanto que no pudo terminar la frase. O quizá no supiera qué era lo que quería.
Tanto da: cuando el diablo oyó eso dejó escapar un rugido llameante y me asusté tanto que estuve a punto de mearme en los pantalones, hasta que me di cuenta de que estaba riéndose. ¡Se estaba riendo!
Se reía de tal forma que apenas si podía hablar.
—¡Humanos ridículos! —gritó—. ¡Ah, pobres idiotas de ojos llorosos y cabezas huecas! ¡Tú me llamaste!
—Sí —dijo Ahira—. Tú me diste el poder. Tú me diste esta cara. Llévatelos.
El viejo Satanás seguía riendo: todo él temblaba y echaba chispas. No podía mirarle.
—Pequeña estúpida… —le dijo a Joanie—. ¿Sabes qué es eso que hay delante tuyo, ese charquito que parece un meado de perro?
—No es más que el doble.
—Gilipollas… No, coitófoba hiperventilada de cara fláccida, es el amante con el que soñabas.
Yo seguía tapándome los ojos con las manos intentando ver al diablo pero ahora quería mirar a Joanie. Le eché un vistazo por entre los dedos. No pude verla muy bien: sólo distinguí una especie de silueta negra allí donde estaba. Pero me di cuenta de que ya no temblaba. Estaba muy quieta, con los brazos extendidos ante ella como si flotara o estuviese algo mareada.
—Era tu sueño, tu idea de cómo debía ser tu amante —dijo el diablo—, y tú eres su sueño de cómo debías ser, y ahora… ¡Contempla tus sueños! —Y volvió a reírse un rato más.
—Bueno, así que mis sueños se están derritiendo —dijo Joanie—. Aparte de eso, ¿hay alguna otra novedad? ¡Escúchame! Quiero que le pongas fin a todo lo que está ocurriendo en Hoadley.
—¡Pero si yo no tengo nada que ver con eso! —El diablo seguía riéndose y Joanie se enfadó tanto que empezó a chillarle.
—¡Haz que todo vuelva a la normalidad!
Oí una especie de crujido susurrante, como el que haría un bosque reseco al incendiarse, y Joanie se calló. Todos nos quedamos callados durante unos segundos.
—Mocosa maleducada, no pienso tolerar más insolencias por tu parte —dijo el diablo—. He hecho aquello que se esperaba de mí, nada más. Me llamaste para que convirtiera tus sueños en realidad, y he hecho lo que deseabas. Me invitaste a visitar Hoadley, fui allí y me dediqué a escuchar. He hecho aquello que le oí decir a la gente de Hoadley. Lo que querían de mí… Les he dado lo que esperaban. —Chasqueó los dedos y el chasquido crujió, silbó y retumbó como un pedazo de madera verde echado al fuego—. ¿Qué te hace pensar que puedo marcharme como si no hubiese pasado nada? La gente me está utilizando.
—Eres horrible —susurró Joanie.
—¡Yo! ¿Estás ciega? Todo lo que ocurre es culpa suya, no mía.
La torre del agua se alzaba tambaleándose al borde del abismo como una inmensa araña de flacas patas y vientre abultado. Una cañería rota escondida en la negrura del precipicio creaba una fuente tan artística como la que antes adornaba el impecable césped del Salón de Pompas Fúnebres El Reposo Perfecto, pero ese césped y esa fuente habían desaparecido, junto con la mitad de aquel edificio Victoriano. La Sala Rosa y la Sala Melocotón se habían roto en dos pedazos y revelaban el pálido resplandor de sus púdicas estatuas rodeadas por la horrible confusión de las arañas de cristal hechas añicos. La Sala Azul y el sótano se desprendían de sus oscuros y relucientes féretros que parecían dirigibles, lanzándolos hacia un fondo invisible para que reventaran contra él esparciendo su contenido como si fueran bombas o huevos de Pascua hiperdesarrollados, y los fetos muertos desde hacía mucho tiempo seguían brotando del patio y los excesivamente fértiles jardines de Homer y Gladys Wildasin para acabar posándose en las entrañas de la tierra. La multitud vio caer los ataúdes, sabiendo qué tesoro de la mañana de Pascua podía haber encerrado en ellos, y el espectáculo la hizo pasar del pánico a una desesperación mucho más honda. Sólo «Gigí» parecía feliz.
—¡Soy la Muerte!
Cally la contempló, atónita, y pensó que aquella sempiterna agonizante que carecía de corazón jamás había tenido un aspecto más lleno de vitalidad.
—Soy la Muerte y os tengo a todos metidos en el bolsillo. Al final todos acabaréis viniendo a mí. —«Gigí» giró sobre su silla de montar, volviéndose hacia la Peste y le dirigió aquella sonrisita feroz que antes tanto le gustaba a Cally—. ¿No es así, Shirley?
Shirley no le respondió: estaba más pálida que la montura de la Muerte y su piel manchada por los sarcomas color pasa recordaba mucho a la del appaloosa. Era como si no la hubiese oído, como si apenas si se enterara de lo que ocurría a su alrededor; sus vidriosos e inexpresivos ojos azules contemplaban a los cadáveres que caían y caían al interior del abismo. Pero Elspeth tragó aire, hizo avanzar a «Guerrera» y acarició la empuñadura de su espada con los dedos.
—Deja en paz a Shirley —le dijo a «Gigí».
—Pero si no le he hecho nada —replicó «Gigí» sonriendo—. Todo se lo hizo ella misma.
—¡Déjala en paz!
—¿Por qué te preocupas tanto por ella? —«Gigí» curvó su labio superior; la sonrisa se convirtió en una mueca burlona—. Antes era un hombre, ¿recuerdas? Te mintió.
—Vieja bruja… —La mano de Elspeth se tensó sobre la empuñadura de la espada—. No me importa lo que sea y no me importa lo que haya hecho. Ya sabes que la quiero.
Las pupilas azules de Shirley se dilataron un poco y se volvió hacia Elspeth. Pero el feroz fruncimiento de ceño de Elspeth no la dejaba fijarse en nada que no fuese «Gigí».
—Déjala vivir. —Una manecita color té, la mano delicada de una artista, aferró la empuñadura de la espada—. Si no…, quién sabe, quizá averigüemos si también la Muerte puede morir.
«Gigí» echó hacia atrás su cabeza color gris hierro y lanzó una carcajada que casi parecía un graznido.
—¡Tortillera estúpida! Menuda Guerra estás hecha… ¡Jamás te he visto desenvainar esa espada contra nada salvo las moras!
—Te equivocas, Gladys —dijo Shirley, y no para acabar con la disputa; habló con voz cansada pero sus ojos relucían—. Cuando corro peligro…
Elspeth alargó la mano para tocar a su amante y desenvainó la espada con un prolongado suspiro de metal rozando metal. La sonrisa de «Gigí» se hizo un poco más ancha; sus viejos ojos empezaron a brillar como si ardieran, pues el momento en que se va a morir es aquel en que se vive con más intensidad…
Y «Diablo» se encabritó bajo los muslos de la boquiabierta Cally.
Cally sintió cómo el caballo daba un salto y el salto le arrebató las riendas de entre sus flacos dedos. Intentó agarrarse a las crines y sólo entonces se dio cuenta de que tanto ella como las otras tres mujeres estaban rodeadas por una multitud; el caballo se había fijado en la multitud antes que ella. Un sinfín de manos alzadas tiraron de su ropa y de sus piernas intentando hacerla caer de la silla. La multitud quería apoderarse de los caballos. Los buenos ciudadanos de Hoadley empezaron a luchar tanto entre ellos como con las mujeres para conseguir aquellos caballos que podrían alejarles de la destrucción. Algo que quizá fuera una roca o un ladrillo golpeó a Cally en su delgado hombro, haciéndole mucho daño; agachó la cabeza y empezó a dar patadas, no a «Diablo» sino a la gente que la agarraba por las botas. «Diablo» ya estaba luchando como un auténtico caballo surgido del infierno. Volvió a encabritarse y Cally se agarró a él con las manos y las rodillas, pegando el cuerpo a su cuello. Vio cómo los cuerpos caían ante el remolino de sus cascos delanteros y vio fluir la sangre, sorprendentemente roja, y también vio un rostro vagamente familiar que gritaba algo, palidecía y se precipitaba por el abismo… ¿Wozny? ¿El presidente del concejo de Hoadley? No importaba; esto era la guerra y la sangre era todavía más brillante que las impecables uñas de Zephyr Zook. Cally vio el destello de la espada de Elspeth; Elspeth no se apartaba de Shirley y repartía mandobles entre la gente que las amenazaba como si estuviera abriéndose paso por entre la maleza. En cuanto a «Gigí», Cally no sabía qué había sido de ella y no le importaba. Ella y «Diablo» lograron liberarse de quienes les acosaban y el caballo negro se alejó al galope, escogiendo su propio camino para salir de Hoadley.
Cally era consciente de las cosas que pasaban junto a ella en veloces relámpagos de una intolerable agudeza, tan deslumbrantes como la luz que se quebraba sobre la espada de Elspeth. Un destello: el pabellón del parque con sus guirnaldas multicolores colgando todavía de los postes y el alero, alzándose como una isla entre el abismo y la devastación (aunque ese general de bronce montado a caballo que abombaba el pecho como un palomo y que había montado guardia junto a él ya se había esfumado sin usar su espada ni una sola vez); en el pabellón y a su alrededor estaban los seiscientos sesenta y seis marginados de Hoadley que llevaban la marca de Ahira, aguardándola con expresión estólida, protegidos por su convicción de que ella les salvaría. Un espacio de tiempo en el que no sintió nada, sólo el retumbar de los cascos, y una nueva visión: ese lugar que Cally recordaba de otra cabalgada incontrolable, el camposanto abandonado (no pronuncies nunca la palabra «cementerio»), allí donde las violetas blancas languidecían sobre el espesor de la hierba. «Diablo» la había llevado a la colina que dominaba Hoadley. Desde detrás de ella, más abajo, le llegaban débilmente los olores y clamores de la catástrofe transportados por las corrientes de aire que se alzaban del infierno. Podría haber mirado hacia atrás y habría visto el pueblo, o lo que aún quedaba de él, y quizá hasta hubiera podido contemplar el fondo del abismo. Pero no lo hizo, pues sus ojos hipersensibles no podían apartarse del cementerio, horrorizados por lo que veían: las tumbas se estaban abriendo. Bajo las maltrechas losas de mármol blanco, bajo los toscos bloques de piedra sobre los que había tallados tulipanes y signos contra el mal de ojo, bajo las lápidas de granito gris en las que había incrustados retratos ovalados de los difuntos con fotos color sepia de tiempos más recientes…, la hierba se abría bajo todos aquellos sitios y las violetas parecían desmayarse mientras dos metros de tierra húmeda violada por una intrusión imposible se abrían para revelar una oscuridad tan impenetrable como los cimientos de Hoadley.
Cally se tapó los ojos para no contemplar aquella visión; «Diablo» siguió avanzando, llevándosela consigo.
Pero el caballo negro se detuvo nada más dejar atrás el cementerio y la brusquedad del gesto hizo que su jinete, ligera como una pluma, casi saliera volando por encima de su hombro; el clamor que llegaba de Hoadley contenía un rugido distinto y la pestilencia que se alzaba del abismo encerraba una nueva fetidez que le hizo quedarse paralizado. «Diablo» se inmovilizó con las patas delanteras muy tensas y las orejas temblorosas, mirando hacia delante. Cally también miró por encima de sus negras crines.
Sus ojos famélicos lo encontraban todo tan dolorosamente vivido que casi tuvo que cerrarlos para ver… Y vio. Sobre la torre del agua. La torre se había inclinado pero sus pies de metal seguían aferrados al suelo; colgaba sobre el borde del precipicio suspendida de sus largas patas de araña, con el cuerpo bulboso balanceándose en la oscuridad. Y trepando por ese cadáver de arácnido metálico, tanteando lentamente el camino que lo haría salir del precipicio y llegar al borde, hasta Hoadley, había algo tan grande como el hinchado vientre de la torre y tan negro como el abismo. Mientras lo observaba Cally tuvo la impresión de que el día se volvía oscuro, como si fueran a tener tormenta; como si algo más que el humo ocultara el sol…
—¡La bestia! ¡La bestia! ¡La bestia! —gritaron los bebés de negros rostros escondidos entre los árboles que rozaban el cuello de Cally con los largos dedos de sus hojas.
«Diablo» dejó escapar un bufido de terror, giró sobre sí mismo y volvió a lanzarse al galope subiendo por la gravilla que antes había recorrido el tranvía. Cally había conseguido agarrar las riendas pero se dejó llevar, fascinada por la forma en que su negro y tempestuoso corcel atacaba la pendiente, sintiéndose atrapada por aquella inercia del destino y el prolongado vuelo de su salto cuando «Diablo» desafió el tronco caído en el suelo. Cabalgó con su frágil cuerpo suspendido sobre la silla de montar, y sus omoplatos asomaban de su espalda desprovista de carne como si fueran dos alas que pugnaban por desplegarse.
En cuanto llegó al parque de la cima, «Diablo» fue reduciendo el ritmo de su galope y acabó deteniéndose, igual que la vez anterior, aunque no se puso a pastar. Se quedó quieto en lo que antes debía ser el puesto de golosinas, jadeando y con los ollares muy dilatados; el aire apestaba a azufre. Un instante después inclinó las orejas hacia delante, asustado y como si se dispusiera a encabritarse. Dos siluetas estaban saliendo del edificio del carrusel, rodeándose con los brazos la una a la otra. ¿Amantes? Quizá…, pero cuando se inclinó por entre las negras y tensas orejas de «Diablo» Cally se dio cuenta de que su estado anímico parecía más cercano a la desesperación que a la pasión de los enamorados. Se abrazaban para no caerse. Avanzaban con paso tambaleante. Barry Beal y… la mujer llamada Ahira.
Una lengua de llamas brotó de lo alto del carrusel con un ruido parecido al piafar de un caballo y se quedó suspendida en el aire como un estandarte etéreo. «Diablo» volvió a asustarse y trató de retroceder, pero esta vez Cally no quiso acompañarle. Bajó al suelo, medio desmontando y medio cayendo, y fue hacia Ahira sintiendo el envaramiento de sus piernas. La miró fijamente: esa cabellera que antes era un lustroso torrente de miel colgaba ahora en revueltos y fláccidos mechones alrededor de un rostro afeado por las heridas y los morados. Ahira se dejó caer al suelo con la cabeza gacha y Barry Beal se sentó junto a ella, rodeándola con el brazo en un gesto de amor y protección…
Desde que Barry Beal conoció a Ahira, Cally no le había oído mencionar ni una sola vez el nombre de Joan Musser, y sabía que la hipótesis más razonable era suponer que había olvidado a su Joanie y se había enamorado de Ahira, igual que el resto de los inadaptados. Sí, era una hipótesis razonable, pero…, en ese momento Cally estaba aún más hambrienta de amor que de comida y poseía la capacidad de percepción agudizada propia del visionario que ha ayunado, o de quien pronto va a morir. Le bastó con mirarles para comprender la verdad, esa verdad que no tenía nada de razonable o lógico.
—Joan —dijo, yendo hacia ella—. Joan Musser.
La mujer alzó la cabeza. Cally contempló esos ojos verdes y percibió en ellos los saltones ojos color barro y algas de la mujer a la que Hoadley había llamado «Cara de rana». Contempló aquel rostro exquisito lleno de heridas, vio el rostro retorcido y lleno de odio que había pertenecido a Joanie y asintió con la cabeza.
—Así que tú eres la bruja… —dijo Cally con voz desapasionada.
—Hola, señora Wilmore —dijo Barry Beal—. Siento no haber ido a trabajar esta mañana. Tenía que ocuparme de algunas cosas. —Su brazo apretó el fláccido cuerpo de la mujer que había junto a él y ella se apoyó en su hombro, pero ni ella ni Cally le miraron.
—Tú eres algo peor —le dijo Ahira a Cally—. Te llamas Apocalipsis y eso es lo que eres.
Cally la contempló en silencio; ¿cómo podía haberse enterado de su nombre? Joan Musser le devolvió la mirada con sus hermosos ojos rodeados de moretones.
—Sé todo cuanto sabe el diablo —le dijo.
Y las llamas ardieron con más fuerza en el tejado del carrusel. Los ojos de Cally fueron hacia allí.
—¿Va a quemar el edificio? —se quejó—. ¿Por qué? —Sintió una especie de absorta irritación, como si estuviera contemplando una obra de teatro desde el cómodo asiento de un palco: la destrucción de Hoadley le parecía un mero espectáculo, pero la destrucción de algo tan hermoso como el carrusel tenía que ser antológicamente maligna.
Joan torció el cuerpo para contemplar el carrusel y alzó los ojos hacia las llamas.
—El cubo —murmuró—. Después…, después le tocará el turno a todo el macrocosmos, al mundo entero.
—No ha sido culpa suya, señora Wilmore —se apresuró a decir Barry Beal—. Es cosa de Satanás. Ha sido él quien le prendió fuego. Cally oyó sus palabras y las de Joan Musser sin comprenderlas del todo pero sí comprendió aquellos conceptos a los que se referían: el cubo, Satanás, el mundo entero… Supo que sus hijos no la sobrevivirían y sintió cómo su butaca de teatro volvía a caer al suelo de Hoadley, esa tierra tan dura y tozudamente real, y el golpe le hizo sentir un dolor terrible. Durante un segundo fue incapaz de moverse, como si hubiera sufrido una auténtica caída física.
—¡Mis niños! —gritó por fin. Fue hacia el carrusel.
—¡Eh! ¡Señora Wilmore! —gritó Barry Beal al verla marchar—. ¿Qué está haciendo?
Cally no le respondió. No oía nada. Estaba decidida a hablar con el diablo y ordenarle que dejara en paz a sus niños: no sabía cómo conseguirlo pero su mente ardía con una temeridad digna de «Gigí». Apretó el paso hasta convertirlo en una carrera, cruzó el maltrecho umbral del edificio y subió de un salto a la plataforma. El cubo del carrusel parecía una gigantesca vela de formas barrocas con una llama en el extremo y pequeñas serpientes de llamas anaranjadas se deslizaban perezosamente por los radios del techo como si salieran de un nido situado en el centro, y el tejado y las vigas del edificio que había sobre la estructura en forma de rueda del carrusel ya habían empezado a arder creando una telaraña de fuego. Los caballitos de madera movían la cabeza bajo las llamas con las crines revueltas y los ojos en blanco, abriendo la boca para enseñar los dientes en un alarido silencioso, como caballos atrapados en un establo incendiado y tan inmóviles como ellos; el pánico les había dejado paralizados, prisioneros de sus postes y del lugar que ocupaban. La pintura de sus arreos, sus cuellos curvados y sus sillas de montar brillaba con todos los colores de las golosinas bajo aquella brillante claridad, pero el mundo que había sobre ellos sólo tenía dos colores: naranja y negro, negro y naranja, fuego y sombra. Cally no vio nada que se pareciera al diablo. El viejo bastardo se había ido, naturalmente… De lo contrario Barry y su amiguita no habrían andado cojeando por allí perdiendo el tiempo para hablar con ella. Qué estúpida había sido.
Aun así Cally se quedó inmóvil ante el carrusel, contemplando los destellos del fuego y recordando las luciérnagas que habían flotado sobre un carrusel imposible que giraba en la noche… Y el pabellón del parque dando vueltas y más vueltas entre el parpadeo de sus bombillas… Y todo ese gran mundo condenado a perecer que daba vueltas bajo la luz de las estrellas…
—¡Joan! —gritó de repente, y en su voz había una autoridad tan salvaje que la mujer que se hacía llamar Ahira vino a ella y entró en las sombras del carrusel, avanzando bajo ese tejado en llamas con Barry Beal pisándole los talones descalzos como un perro fiel—. ¿Qué hechizo has arrojado sobre este sitio?
Joan la miró con ojos opacos, tan terriblemente cansada que no le quedaban fuerzas para aclararle su error.
—Es el cubo… Es el centro del universo.
—¿Y del tiempo? —Había algo…, una canción, un poema o un libro llamado Carrusel del Tiempo y la mente de Cally avanzaba dando saltos como un caballo que rebasa todas las barreras para seguir subiendo cuesta arriba. Joan no respondió. Su respuesta no importaba. Los ojos de Cally ardían con una febril intensidad en su flaca cabeza; se volvió hacia Barry—. ¿Puedes hacer que vaya hacia atrás?
—¿Qué? —Barry no podía seguir un razonamiento que daba tales saltos de lógica. Cally no tenía tiempo que perder y no le trató con su paciencia de antes.
—¡Barry, tenemos que hacer que el carrusel vaya hacia atrás! ¡Venga, muévete!
—Oh —jadeó Joan y aquellos grandes ojos rodeados por las sombras de un rostro que seguía siendo hermoso volvieron a cobrar vida. Lo había entendido—. ¡Barry, quiere que hagamos retroceder el tiempo! Lo suficiente para que nada de todo esto haya ocurrido…
—¡Al infierno con eso! Sólo quiero recuperar a mis hijos. —Cally sintió cómo empezaba a temblarle la voz y trató de controlarse—. ¡Barry, muévete! —Maldito retrasado… Siempre había sabido entendérselas con los coches y la maquinaria, ¿qué le pasaba ahora?
El blanco del ojo incrustado en la mancha de su cara ardía con el brillo del miedo y el resplandor de las llamas hacía que despidiera reflejos terribles. Apenas si podía hablar pero consiguió decirle lo que quería en un rápido tartamudeo.
—¡Se-señora Wilmore, esta co-cosa ya no tiene motor! Y aunque lo tuviera, los engranajes… —Se calló, asustado. Cally no sabía que ella era el horror al que Barry se estaba enfrentando, que todos los músculos de su rostro se movían en una continua serie de sacudidas, enrojecidos por la luz del fuego y brillando a causa de las lágrimas, como si ya no tuviera piel alguna con que cubrirlos.
—Pues entonces habrá que empujarlo —le dijo, y apoyó su frágil hombro en la robusta espalda de madera del caballito más cercano, un bayo. Clavó los pies unos centímetros más allá de la plataforma y tensó todos los músculos de su enflaquecido cuerpo…, ah, casi había conseguido quedarse sin nada a lo que llamar cuerpo. Trató de mover el gran peso inerte del carrusel.
—¡Espere un momento! —Barry fue corriendo hacia el caballito que había detrás de Cally y empezó a empujar. No tenía más remedio que hacerlo: era eso o quedarse quieto viendo cómo Cally acababa partiéndose en dos pedazos. Un segundo después Ahira pegó el hombro al siguiente caballito y le imitó.
El carrusel llevaba mucho tiempo sin moverse…, desde 1955, de hecho. Ser despertado tan bruscamente de su largo sueño no le resultó nada agradable. Cally empujó y empujó hasta llegar mucho más allá de lo que debería haber sido el límite de sus fuerzas; Ahira se esforzó hasta que sus heridas empezaron a picarle por la sal del sudor, y no por la de las lágrimas. Barry Beal empezó a jadear y a soltar maldiciones. De repente irguió el cuerpo, gritó «¡Cabrón!», y le lanzó una patada a la plataforma.
La plataforma empezó a girar con un gemido y un chirrido de algo parecido a la irritación. Giraba muy, muy despacio pero giraba. Barry dijo «¡Hijo de puta!», con voz sorprendida y volvió a empujar el blanco hombro del caballito adornado con unos esplendorosos arreos, aquel en cuyas bridas había la placa de metal donde estaba escrito el número «666». Un poco más deprisa… Los ponis pintados empezaron a moverse por el tiempo con la cola por delante. Cally emitió un sonido ronco y gutural que pretendía ser un grito de alegría pero hasta sus mismos oídos pensaron que se parecía más a un jadeo agónico. El fuego se había ido extendiendo por el techo y las llamas desprendían cada vez más calor. Las ascuas caían sobre ellos y una aterrizó sobre el flaco brazo de Cally. Oyó el ruido que hacía al quemar su carne y se la quitó de encima, pero no sintió ningún dolor.
Pero un segundo después algo vivo le tocó el hombro y Cally dejó escapar un chillido de sorpresa.
Dio un salto hacia atrás y el carrusel siguió moviéndose sin ella, cada vez más deprisa, cobrando velocidad, pero aun así Cally pudo ver claramente la serpiente que estaba saliendo por la boca eternamente abierta del caballito. Era tan gruesa como la lengua de un caballo y tenía la cabeza roma, con forma de falo, el vientre de color naranja y la espalda negra: los ojos también eran de color naranja. La cabeza de la serpiente pasó junto a la cabeza de Cally y sus ojos se encontraron con los de ella. Cally gritó.
Una serpiente estaba saliendo de cada boca de madera. Cally cogió a Barry por el brazo cuando éste pasó trotando junto a él y le apartó del caballito blanco que estaba empujando. Barry se quedó inmóvil, perplejo, y vio la gruesa serpiente que asomaba por entre los dientes del animal hecho con madera tallada, llegándole hasta las rodillas, y el caballito estaba cambiando ante sus mismos ojos para convertirse en algo que ya no era blanco y no tenía nada de caballito de carrusel…
Negro y naranja, naranja y negro… Era una cigarra tan alta como Cally, con sus alas traslúcidas agitándose y crujiendo…, pero tenía la cola de un escorpión. Y su rostro humano, terriblemente vivo, se inclinó hacia ella con el movimiento de la criatura: un rostro cubierto de arrugas, de ojos fríos y altivos que brillaban bajo una corona de oro. ¡Era el rostro de «Gigí»! Y, aun así, también era el rostro de un rey de la antigüedad, y la serpiente seguía asomando de su boca.
—¡Oh, Jesús! —gritó Barry, recuperándose por fin de su asombro—. ¡Joanie!
Joanie había pasado junto a ellos dos con la cabeza gacha, empujando su caballito: éste seguía siendo un caballo aunque echaba fuego por los ojos y un humo amarillo por los ollares, tenía una serpiente asomándole de la boca y su rabo se había convertido en un manojo de serpientes que se debatían, irritadas, estrellándose contra sus patas traseras. El bayo de Cally se había convertido en un dragón rojo. Miró hacia la plataforma y no vio ponis pintados sino una colección de bestias grotescas. Vio algo con el cuerpo de un leopardo, las patas de un oso y la cabeza de un león: la boca se abría para revelar los colmillos y la serpiente que tenía por lengua. Vio un buey con tres pares de alas. Vio un águila con centenares de ojos que le cubrían el cuerpo como las marcas de la viruela. Vio un ángel negro sentado con expresión impasible allí donde antes había estado una carroza. Vio un caballo con armadura lanzado al galope: la placa metálica que le protegía el pecho estaba cubierta de llamas. Y por encima de todo aquello…, el fuego, el fuego avivado por el giro del carrusel hasta el punto de que ahora alzaba mil cabezas coronadas por crines color naranja y rugía como un león.
—¡Joanie! —gritó Barry, y la voz se le quebró como si fuera un adolescente, convirtiendo el grito en un chillido estridente.
Joanie por fin se había dado cuenta de lo que ocurría pero ya era demasiado tarde. Alzó la cabeza justo cuando la cigarra con el inflexible rostro de un tirano bajaba del carrusel. La criatura alargó sus negros antebrazos terminados en garras por encima del caballito; el animal se encabritó y empezó a relinchar, dominado por el pánico, y Joan intentó detenerse, soltar el caballito y alejarse de allí…, pero la cigarra movió las alas con un seco chasquido y se apoderó de ella. Flexionó sus dos pares de patas traseras, retrocediendo, y se la llevó consigo a la plataforma del carrusel, haciéndola pasar por entre la confusión de serpientes que se debatían. Joanie gritó. Barry Beal corrió hacia ella, gritando; sus gritos, el estrépito de sus pasos…, hasta el rugir del fuego que ardía sobre sus cabezas quedó ahogado por los gritos de Joanie.
Cally vio cómo la cigarra dejaba caer su víctima al suelo del tiovivo, como si fuera algo indigno de ser comido. El carrusel siguió girando y se llevó consigo el cuerpo de Joanie, ocultándolo tras la columna de llamas alrededor de la que giraba…, ahora estaba girando más deprisa de lo que Barry podía correr, y el grito de Joan se convirtió en un gimoteo que acabó esfumándose.
—¡No! Oh, no. No…
Joanie volvió a aparecer por detrás del cubo en llamas. Se agarraba a uno de los postes que había en la parte exterior de la plataforma, junto a los nerviosos cascos del caballo con ojos de fuego y cola venenosa, la cabeza inclinada de tal forma que su largo cabello casi rozaba el suelo, ocultándole el rostro… Al principio Cally no comprendió qué había ocurrido. Sólo se daba cuenta de una cosa: el vestido de Joan se había vuelto color rojo sangre. Y entonces oyó la risa de la cigarra, una carcajada que hacía pensar en el chirriar nocturno de los insectos y que brotaba de aquellos flacos labios que formaban su boca humana.
—Bienvenida, Ramera de Babilonia —dijo el rey de la muerte con la misma voz chirriante, contemplando la silueta que yacía junto a sus pies bajo las llamas anaranjadas.
Joan alzó la cabeza como alguien que está ahogándose en un mar de fuego.
—¡Basta! —gritó—. ¡Deten todo esto! —Cally vio su rostro iluminado por un destello tan penetrante como la punta de una espada, vio cómo había cambiado y sintió como si no pudiera respirar; le pareció que iba a desmayarse y tuvo la impresión de que las llamas que había sobre su cabeza se habían apoderado de todo el aire.
—¿Dónde están tus bebés, Ramera de Babilonia? —le preguntó burlonamente el rey.
—Por favor… —Joan perdió el conocimiento y el carrusel volvió a llevársela, retrocediendo hacia la nada.
Las ascuas cayeron sobre ella, hiriéndola con una picadura peor que la de la traición. Cally no las sintió y no movió ni un músculo, y vio que Barry estaba inmóvil junto a ella, igual de estupefacto. No fueron ellos quienes le pusieron fin al girar invertido del carrusel, sino el fuego que había sobre sus cabezas. El techo empezó a desplomarse con un diluvio de ascuas y un estrépito digno de cien bestias salvajes, y la primera viga atravesó la plataforma deteniéndola tan inexorablemente como la barra metálica que servía de freno en las vagonetas de la mina.