CAPÍTULO ONCE

A la mañana siguiente Elspeth fue a la casa de Shirley, vio a Cally, volvió a su torre de castillo y no salió de ella hasta la hora de cenar. Había visto el dolor que retorcía su rostro y hasta había llegado a sentir un poco de ese dolor. No estaba segura de poder ser amiga suya pero, al menos, no quería hacerle más daño. Quería ser buena con ella, igual que Shirley. O, al menos, quería dejar que Shirley tuviera tiempo para hablar con la pobre flacucha. Aun así su esfuerzo no estaba motivado por un impulso realmente sincero. Elspeth se preparó una paleta de colores suaves y trató de pintar, pero seguía sintiendo los afilados y duros contornos de aquella cosa oscura e inquieta que se removía bajo la superficie de su mente.

Volvió a la casa hacia la hora del crepúsculo para cenar y se encontró a Shirley sirviendo lasaña y a Cally sentada en la mesa de la cocina. Elspeth jamás había visto una persona a la que pudiera aplicársele con tanta propiedad la frase hecha de que parecía un cadáver surgido de la tumba. Cally había aceptado una pequeña ración de la excelente lasaña casera preparada por Shirley. Elspeth se dedicó a observar a la huésped de Shirley y vio cómo cogía con el tenedor un pedacito de pasta apenas más grande que la huella de una mosca. Cally se lo llevó a la boca y se atragantó como si acabara de engullir un trozo de excremento. Shirley le lanzó una mirada de preocupación.

—Estás muy nerviosa y no tienes ganas de comer. —Shirley empezó a hurgar en una alacena dejando que su ración de lasaña se enfriara en el plato—. Puede que si te hago alguna otra cosa te entre mejor.

—No lo creo —dijo Cally con un hilo de voz.

—¿Un poco de sopa? Dicen que la sopa de gallina va bien para todos los males.

Shirley calentó la sopa. Elspeth dejó escapar un leve resoplido de impaciencia, como si fuera un caballo encerrado en su aprisco, y pasó junto a su amante para servirse una buena ración de lasaña. No se dijeron nada. Elspeth tomó asiento al lado de Cally y empezó a comer, sintiendo cómo la pasta caía por su esbelta garganta morena para acabar congelándose en una masa pesada al llegar a su estómago; debía estar casi tan nerviosa como Cally, pero se obligó a comer sin apartar los ojos ni un solo momento de la intrusa.

—Prueba esto. —Shirley dejó un platito de sopa delante de Cally, pero el olor bastó para que volviera a sentir náuseas.

—No puedo.

—¡Cally, tienes que comer! —Elspeth casi nunca había oído tal tono de alarma en la normalmente siempre plácida voz de Shirley. Aunque no lo dijo las dos sabían qué la asustaba: la posibilidad de que Cally se muriera estando en su casa—. No continuarás pensando en seguir con esa dieta tuya, ¿verdad?

—No. Quiero comer. Anoche comí. Y después lo vomité todo.

—¿Tienes la gripe? Quizá sería mejor que te lleváramos al médico.

—No es la gripe. Me obligué a vomitarlo todo.

Shirley se sentó delante del plato donde se enfriaba su cena y contempló a Cally, intentando comprenderla. ¿Y por qué cuernos hiciste eso?, decía su expresión aunque sus labios permanecieron inmóviles. Cally la miró a los ojos y respondió a su pregunta.

—No pude evitarlo. Sé que debo empezar a comer pero no podía soportar el tener dentro toda esa comida.

Pues muérete de hambre, pensó Elspeth sirviéndose un poco más de lasaña. Tampoco se le pasó por alto el que debía servirse a sí misma porque Shirley tenía concentrada toda su atención en Cally.

—Hay una cosa en la que Mark sí tiene razón —dijo Cally con voz sombría—. Estoy enferma. Tengo anorexia.

—Bueno… —Shirley se calló, no sabiendo qué podía decirle.

Elspeth pensaba que Cally debería haber comprendido ese mismo hecho al que acababa de referirse unos cuantos meses antes, por lo que le lanzó una mirada sardónica a su amante y no le ofreció ninguna clase de ayuda.

—Y la culpa es de Hoadley —dijo Cally.

—¿Qué quieres decir con eso? —Shirley llevaba todo el día oyendo cómo Cally se quejaba de Mark y le echaba la culpa de todo, por lo que sus últimas palabras la habían dejado bastante desorientada, y su rostro adoptó la expresión entre nerviosa y paciente del caballo que se encuentra pisando terreno resbaladizo. Seguía sin haber tocado su lasaña. Elspeth la cogió poniendo cara de disgusto y se dio cuenta de que Cally estaba contemplándose las manos, vacilando, convirtiendo lo que iba a decirles en una exhibición realmente conmovedora, como si estuviera a punto de confesarle a su novio la vida sexual que había llevado antes de conocerle. Flacucha estúpida y entrometida…

—Verás, al principio Hoadley me gustó mucho. Todo el mundo era tan agradable… Tenía la sensación de que…, bueno, ya sabes cómo era mi familia, nunca estuvimos muy cerca los unos de los otros y… —Las manos de Cally se tensaron sobre su servilleta de papel, haciéndola pedazos—. Quiero decir que nunca tuve la sensación de que mis padres se preocuparan mucho por mí. Pero Hoadley…, hasta gente a la que apenas si conocía parecía tan…, tan afable.

—Sí, Hoadley es así —se apresuró a decir Shirley.

A Elspeth no se lo parecía. Pero, naturalmente, ella no se había casado con un chico de Hoadley.

—Era como si tuviese una familia —dijo Cally con una mezcla de asombro y cansancio—. Quiero decir que nunca lo había visto de esa manera, es algo que acabo de comprender ahora mismo…, pero así era. Era como si por primera vez en mi vida tuviese una auténtica familia.

—Pero eso es bueno, ¿no? —dijo Shirley. Shirley poseía mucha paciencia y una considerable bondad natural de la misma forma en que algunas personas padecían de enfermedades sociales. Elspeth no poseía ninguno de esos dos rasgos…, no cuando le exigían escuchar esta clase de cosas. No podía seguir sentada junto a Cally y no podía soportar la idea de mirarla, así que se levantó para buscar algo de beber.

—Lo era, hasta que… Supongo que ésa es la razón de que empezara a matarme de hambre. Vi el mensaje escrito en la pared. Comprendí las reglas del juego.

En la nevera no había Coca-cola, leche o zumo de frutas: no había más que una jarra de agua. Maldición… Elspeth sintió la afilada mordedura del cuchillo de la ira hurgándole las costillas. Desde que entró en la cocina no le había dicho ni una sola palabra a Cally.

—Descubrí hasta qué punto me amaba esa familia. Oh, sí, me amaban muchísimo…, siempre que me portara bien. Siempre que hiciera justo lo que querían que hiciese. Tenía que vestirme igual que ellos, tenía que ir a la iglesia adecuada, tenía que decir lo correcto. —La voz de Cally iba subiendo de volumen—. Mientras fuera la Cally que ellos querían ver, todo serían besos y abrazos pero bastaba con que me apartara unos centímetros del camino trazado, bastaba que tuviera un pensamiento o un sueño que fuesen exclusivamente míos para que…

—Se acabó el cariño, ¿eh? —Shirley le habló con simpatía, aunque en su voz hubiera también un poco de perplejidad. Shirley pensaba que ése era el sistema normal utilizado en todas partes. Si hacías lo que esperaban de ti les caías bien, naturalmente, y cuando no hacías lo que esperaban de ti empezaban a odiarte, lo que también era natural. Eso no tenía nada de raro—. Pero ¿por qué querías matarte de hambre?

—De todas formas ya estaba muriéndome de hambre… —Cally alzó la cabeza y esos enormes ojos suyos perdidos en aquel rostro tan, tan delgado le lanzaron una mirada cargada de patetismo—. Eso es lo que dicen los libros —le explicó en voz baja—. La anorexia es originada por una familia opresiva. Quien padece anorexia nunca ha tenido el amor suficiente.

Silencio.

—Justo mi retrato —añadió Cally después de unos cuantos momentos de pausa dramática—. Salvo que yo adopté a Hoadley como familia y Hoadley acabó tratándome tan mal como mi auténtica familia.

—¡Mierda santa! —Elspeth no podía seguir oyendo todo aquello ni un segundo más—. ¡Jesús, pero qué cantidad de mierda llevas dentro! —Dejó caer la jarra del agua sobre la mesa con tanta fuerza que la rompió y ni tan siquiera oyó las protestas de Shirley—. ¿Y a eso le llamas ser maltratada? —Fue hacia Cally sintiendo el cosquilleo de la rabia en sus tensos dedos: una ira tan afilada como la punta de una espada se clavaba en sus entrañas—. Eres una mocosa malcriada. No sabes lo que es ser maltratada; siempre has estado muy lejos de todo eso. Ser maltratada es que te quemen con cigarrillos encendidos para divertirse y que lo hagan en sitios donde no se verán las quemaduras. Ser maltratada es que te pellizquen la nariz y que te echen salsa de tabasco caliente por la garganta. Ser maltratada es que te encierren en el armario y que no te dejen salir ni para ir al cuarto de baño, y que luego te castiguen por haberlo ensuciado todo. Ser maltratada es que…, que…

Se le quebró la voz. Cally se había enroscado sobre sí misma hasta adoptar lo que casi era una posición fetal y Shirley estaba inmóvil con la boca abierta, mirándola fijamente, pero Elspeth apenas si vio a ninguna de las dos; estaba viendo al hombre, ese hombre que decían era su padre, y le veía venir hacia él con el cinturón en la mano…, otra vez. Ser maltratada era rezarle a Dios suplicándole que ellos no fueran tus padres, pidiéndole que todo hubiese sido un error con la esperanza de que algún día, en alguna parte, encontrarías la cuna de la que te habían robado y tu verdadero padre sería un príncipe con una corona de oro…

—Elspeth —estaba diciendo Shirley—, Elspeth… —y se puso en pie moviéndose torpemente por entre los cristales rotos sin hacer caso de ellos hasta que pudo colocar sus manazas sobre los hombros de Elspeth—. ¿Tú? —le preguntó Shirley en voz baja y suave. Porque Elspeth nunca le había contado nada de todo eso. Elspeth, la joven belleza exótica, no tenía ningún pasado salvo el de un apellido que no quería utilizar.

—¿De quién diablos crees que estoy hablando?

Hasta el nombre bajo el que Shirley la había conocido era falso. Los hermosos jóvenes que iban a California para descubrir sus futuros acostumbraban a esconder sus pasados.

—Yo solía imaginarme que me hacían cosas como ésas —dijo Cally y su voz parecía venir de muy lejos—. Soñaba que algún día un príncipe vendría a sacarme de allí. Alguien… me amaría.

—Eres una maldita gilipollas —dijo Elspeth con voz salvaje, se revolvió quitándose de encima las manos de Shirley y corrió hacia la puerta.

Estaba anocheciendo. Y el estado anímico de Elspeth hacía juego con la noche: a la luz del sol la negrura alquitranada que había invadido su alma casi habría podido hacerse visible bajo la forma de un aura chisporroteante. Fue hacia el establo con la cabeza inclinada. Quería matar algo, lo que fuese; no quería tomarse el tiempo necesario para buscar un oso y matarlo de un tiro como había hecho cuando sintió por primera vez lo mismo que ahora, ese estado anímico astuto y gélido que se insinuaba en su alma, igual que si fuera un asesino cauteloso para dejarla tan entumecida como si se hubiera convertido en una masa de hielo negro. Matar el oso le había resultado agradable: había sido como un largo y tranquilo acto de autoindulgencia y ese estado anímico había podido irse saciando poco a poco durante los días que necesitó para perseguir a su presa y acabar con ella. Y matar al perro…, eso había sido más rápido, menos satisfactorio. En aquel momento su odio hacia Hoadley había sido más apremiante y no le había dejado tomarse el tiempo que necesitaba, pero aun así entonces sólo se encontraba en guerra con aquel pueblo pagado de sí mismo, no con alguien a quien se sintiera tan atada, tan envuelta en los lazos de pasión compartida que la unían a Shirley. Pero esta vez su sigiloso asalto tendría como objetivo a su amante: la diatriba había ido dirigida a Cally pero su rabia estaba casi totalmente concentrada en Shirley, Shirley, aquella a la que amaba y, por lo tanto, la que acabaría maltratándola y traicionándola, pues ésa había sido la pauta de su vida…, y ahora anhelaba una víctima igual que a veces había anhelado su cuerpo dorado de senos opulentos, y el anhelo era tan fuerte que no podía perder ni un segundo más. Mataría. Ahora mismo.

Los caballos estaban en sus apriscos, contemplándola estúpidamente desde detrás de sus largos hocicos. Los caballos eran animales estúpidos e irritantes a los que todo el mundo mimaba. Elspeth sabía que si mataba un caballo le haría mucho daño a Shirley. Pero no le bastaba con el simple acto de matar y hacer daño; su estado anímico exigía manifestarse a través del fuego. Y no podría llevar un caballo hasta un sitio del que colgarle tal y como había colgado al oso… Arrastrar al oso y subirlo hasta allí la había dejado agotada.

Trepó a lo alto del establo y observó a los gatos que vivían allí igual que hacían los gatos con los pájaros y roedores que compartían el granero con ellos. Ahí estaba el más grande de todos, sentado sobre la última bala de paja del montón en una postura que le hacía parecerse a un águila instalada en su nido… No estaba gordo —ningún gato de establo llega a estar gordo—, pero era grande, duro y huesudo, con el cuerpo marcado por las cicatrices de las batallas. El gato saltó nada más verla venir —no confiaba en ningún ser humano que no fuese Shirley—, pero Elspeth ya se había imaginado hacia dónde saltaría. Le acorraló, moviéndose tan deprisa como el mismo gato, y logró agarrarle pese a todos sus siseos y bufidos, sin hacer caso de los frenéticos zarpazos que le desgarraron la túnica y le llenaron de sangre los brazos. Apretó el cuello del gato con sus esbeltas manos morenas hasta que su cuerpo se quedó fláccido, lo hizo girar sujetándolo por la cola y le estrelló la cabeza contra la pared para acabar con él. Llevaba su espada colgando de la cintura pero no la utilizó: no pensó en utilizarla, no quería utilizarla…, aunque estaba segura de que llegaría el día en que acabaría haciéndolo.

Cogió al gato muerto por la cola y fue hasta el cobertizo donde guardaban el tractor, la segadora y el rociador de abono, y donde también estaban las latas de gasolina. No le hizo falta mucha gasolina para dejar empapado el pequeño cadáver. Shirley era una tonta confiada; ni tan siquiera había echado de menos la enorme cantidad que necesitó para el oso. Elspeth se metió la mano en el bolsillo buscando los fósforos, los encontró —en los últimos tiempos siempre los llevaba allí. Iba preparada, igual que un boy scout…—, y fue hacia la granja. Colgaría al gato de la valla. Sus labios —esos labios suaves y curvados en un leve mohín, los labios exquisitos de una amante consumada—, se tensaron en una fea sonrisa. Shirley se llevaría una gran sorpresa. Ya se había llevado una, y aún se llevaría unas cuantas más. Shirley no sabía nada de la Elspeth secreta. Ignoraba cuál era su auténtico apellido y desconocía el historial que había ido acumulando en los tribunales: prostitución, destrozos con alevosía, crueldad con los animales, agresión con navaja… Mientras había estado con Shirley y se había sentido segura de que Shirley no amaba a nadie más que a ella, Elspeth había logrado controlar ese aspecto de sí misma hecho de hielo y negrura: se las había arreglado para mantenerlo escondido allí donde nadie podía verlo. O casi… Pero en los últimos tiempos había tenido que competir con Cally… y Ahira la asustaba. En ella había algo que atraía a lo peor de Elspeth, haciéndolo salir a la superficie y obligándola a repetir esos actos que llevaba años sin cometer.

Sabía que cuando volviera a la normalidad el olor a pelo quemado la pondría enferma, pero no podía o no quería desistir. No podía pensar en nada que fuera capaz de detenerla…

Cuando pasó junto a la granja dio con algo capaz de conseguirlo.

Elspeth se quedó quieta antes de haber traspasado la valla, después de haber dejado atrás la esquina del porche, y oyó aquel rugido parecido al rugir de las cigarras sólo que más potente, cada vez más cercano, y vio confusamente cómo la noche giraba con el movimiento del enjambre que se iba aproximando… Elspeth reaccionó en una fracción de segundo. En su interior aún había la cantidad suficiente de instintos y entrenamiento propios de una persona de raza negra como para permitirle reconocer a una turba hostil cuando la veía. O cuando la oía…

Dejó caer el gato muerto y echó a correr hacia delante, dando la vuelta por una esquina de la valla —los ponis de plástico flotaban sobre sus postes a la altura de sus ojos—, y se dirigió hacia la puerta, esa puerta de Shirley que siempre estaba abierta, y consiguió llegar hasta la puerta y cerrarla antes de que los habitantes de Hoadley se apelotonaran contra ella. En cuanto la hubo cerrado se quedó inmóvil montando guardia, jadeando y esperando, con una mano sobre la empuñadura de su espada.

El concejo, tal y como había dejado bien claro Gerald Wozny en el aparcamiento después de la reunión formal, sólo quería ir hasta allí y hablar con «ese Wertz, o la Danyo, o lo que fuera» y enterarse de lo que ocurría, «averiguar si puede librarnos de esos malditos bichos, eso es lo que quiero decir». Acordaron ir hasta allí la tarde siguiente, pese a que eso les impediría ver el episodio de «Enredos de familia» que daban en la televisión: era verano y habían repuesto la serie. El hecho de que los miembros del concejo no vacilaran a la hora de hacer un sacrificio personal necesario mostraba la profundidad de su dedicación al servicio público. A decir verdad, su celo les hizo olvidar la discreción; hablaron con sus familias, sus vecinos y sus compañeros de trabajo y mientras los insectos de cuerpos anaranjados y negros rostros de bebé zumbaban, gemían y se quejaban incesantemente…, y la idea de que las cigarras y el resto de perversidades que habían caído sobre su amado pueblo pudiera serle atribuido a un culpable, y el que ese culpable fuese alguien que no se comportaba según las reglas de la naturaleza era demasiado para que el ciudadano promedio de Hoadley pudiera digerirlo sin sentir deseos de pasar a la acción. La lógica era sencilla, seductora y capaz de enfurecer a cualquiera: expulsemos a la bruja y el mundo volverá a la normalidad. Medio Hoadley acompañó esa tarde al concejo para asistir a su confrontación con la Danyo, gritando tan roncamente como si fueran a un partido de fútbol.

Elspeth se encaró con ellos desde el otro lado de la frágil verja de alambre: vio mujeres y algunos hombres, robustas esposas de granjeros y muchachas de negras chaquetas que hacían pesas y se agarraban a los sillines de sus motocicletas. Elspeth tenía delante una turba armada con cañerías de plomo, bates de béisbol, trozos de cadena, la mayor llave inglesa que había en la caja de herramientas e instrumentos romos de toda clase. Los habitantes de Hoadley no eran navajeros ni formaban pandillas callejeras. Casi todas sus cuchilladas solían ser verbales y dadas por la espalda; Hoadley prefería el tipo de fuerza que carece de filo, tanto en lo verbal como en otros aspectos.

—¿Qué queréis? —les preguntó Elspeth desde detrás de la verja.

Aquella joven exótica vestida con un atuendo pseudo medieval y con la mano sobre la espada resultaba tan extraña y les miraba de una forma tan salvaje que consiguió ponerles un poco nerviosos, así que decidieron quedarse quietos y buscar algo de que reírse.

—¡A ti no, cariño! —gritó un hombre.

—¿Por qué no? —exclamó otro hombre—. Lo suyo es tan perversión como lo de la otra.

—¡Qué va, no se parece en nada! —Acompañado por el áspero ladrido de una carcajada.

Elspeth no tenía tiempo para preguntarse cuál era el significado de esas últimas palabras. Había captado los aspectos esenciales del problema: la turba quería a Shirley, fuera por la razón que fuese, y lo único que se interponía en su camino era una verja hecha con alambre para gallineros y ella misma, Elspeth. Algunos ya habían empezado a golpear aquella débil barrera y hurgaban en ella con sus armas.

—¿Y a esto le llamas una verja? —gritó alguien que llevaba toda su vida siendo granjero—. ¿Qué clase de verja es ésta? ¡No podría mantener encerrada ni a una gallina!

—Sirve para impedir que Hoadley entre aquí —replicó Elspeth, enfurecida.

—¡Pronto dejará de impedirle la entrada a nadie! ¡Y menos a nosotros!

La oscura mano de Elspeth tembló levemente sobre la empuñadura de su espada y acabó desenvainándola muy despacio. Ese lento, inconfundible y prolongado sonido del metal al deslizarse, tan suave y cristalino como el gemido de una cigarra… El sonido se abrió paso a través del griterío haciéndolo bajar de tono hasta convertirlo en un murmullo, algo que casi era silencio, y Elspeth aprovechó esa calma inquieta para pronunciar palabras destinadas a herir y cortar.

—Sirve para no dejar entrar a los gilipollas y los fanáticos, a los hipócritas y la gente que grita consignas, a las viejas de mente angosta y los pedorros que juzgan a los demás, los capullos pomposos y los cabrones de cabeza dura y poco cuello que han crecido en los bosques… Sirve para que ninguno de vosotros pueda entrar aquí.

Una verja coronada por caballitos de colores abigarrados, y algunos tenían herraduras de plata pintadas sobre sus cascos de plástico… Los murmullos subieron de nivel hasta convertirse en un grito irritado. Las armas carentes de filo fueron blandidas hasta alcanzar la altura de los caballos. La multitud se lanzó contra la verja igual que si fuese un inmenso perro enfurecido, tensando el alambre.

Elspeth siguió inmóvil, erguida como un guerrero de la antigüedad, esperándoles con su espada.

Qué extraño, pensó Shirley mientras miraba a través de sus fláccidas y polvorientas cortinas. Hoadley la había llamado incesantemente hasta que consiguió hacerla venir desde muy lejos, a pesar de que hubo un tiempo en el que odiaba ese pueblo, aunque sabía que nunca la aceptaría. Sí, Hoadley era un sitio pegajoso y se te quedaba dentro porque sabía hundirte los zarcillos en lo más hondo del corazón. Hoadley le inspiraba compasión, cierto, e incluso ahora, cuando debía enfrentarse a lo peor que Hoadley podía ofrecerle, seguía siendo tan incapaz de odiarlo como cuando era más joven.

Elspeth había desenvainado su espada. Shirley sabía que no podía seguir posponiendo el momento; tenía que enfrentarse a ellos. Hizo un esfuerzo de voluntad y se obligó a moverse; salió de la casa dejando que la puerta principal se cerrase de golpe para que Elspeth la oyera llegar y no abriera a nadie en canal…, al menos, todavía no.

—Eh —le gritó a su pequeña y apasionada amante—, ten cuidado con lo que le dices a mis parientes. —Shirley intentó hablar con una voz jovial y voluble, como si se sintiera a sus anchas. No lo consiguió del todo pero su aparición distrajo a la turba lo suficiente para que pasaran de la acción a las invectivas.

—¡Marica!

—¡Ven aquí, tortillera!

—El hombre-mujer —declaró la miembro del concejo que llevaba esas gafas de aspecto letal, Zephyr. Sostenía en su mano una gruesa linterna; ¿una herramienta o un arma? Enfocó el poderoso haz de la linterna hacia el rostro de Shirley.

—¡Eh, Peter! ¿Qué hiciste con tu cosa? —El ingenio de quien había gritado esas palabras fue acogido con risas—. ¿La arrojaron a la basura después de cortártela?

Shirley sintió cómo su sonrisa se esfumaba dejando sus grandes labios desnudos y vagamente indecentes. Entrecerró los párpados para protegerse del resplandor de la linterna, sabiendo que ese gesto la afeaba y que incluso en el mejor de los casos no era ninguna gran belleza, sabiendo lo pálida que parecería bajo esa lanza de luz blanca, sabiendo que tenía el rostro cubierto de sudor. El haz de la linterna la siguió mientras iba hacia Elspeth y se detenía junto a ella. Shirley trató de ignorarlo lo mejor posible.

—¿Qué queréis? —le preguntó a la turba haciendo un esfuerzo consciente para hablar con calma y sin levantar la voz, como si fuera la propietaria de una tienda y estuviera intentando complacer a un cliente difícil. Pero la única respuesta que obtuvo fue un rugido y un confuso balbuceo de voces.

—¡Queremos que te largues de aquí, Peter Wertz!

—¡Pervertido!

—Lo que quiero decir es que nos has traído todo este mal y…

—¡Márchate de la ciudad y llévate a tus bichos contigo!

—¡Vaya! —dijo Shirley—. Nunca os he hecho ningún daño.

—¡Monstruo! ¡Maldito fenómeno! —No parecían haberla oído y las voces estaban volviéndose cada vez más irritadas. Ya nadie se reía—. ¡Lárgate de aquí, bruja!

—¡Maricón, puta barata!

—¿También les dejaste que te cortaran las pelotas?

Y Elspeth, que estaba escuchándolo todo, había vuelto los ojos hacia ella y su cuerpo empezó a temblar y la punta de la espada se fue inclinando hasta rozar el suelo. Y la turba, dándose cuenta de que ahora ya no necesitaba seguir teniéndole miedo a la chalada del cuchillo, rugió y volvió a lanzarse contra la verja para derribarla.

—Si estuviera en vuestro lugar yo no lo haría. —Shirley logró hablar con voz tranquila porque tenía la sensación de que todo su cuerpo se había entumecido, como si acabara de convertirse en un montón de madera. Ésta era la peor hipótesis de todas las que había barajado y estaba viviéndola y, en cierta forma, incluso había hecho planes para enfrentarse a ella: durante sus pesadillas, en los miedos instintivos que la asaltaban cada vez que pensaba en su pueblo natal a lo largo de los años de exilio autoimpuesto. Sabía cuál era la respuesta adecuada—. No creo que os convenga mancharos con mi sangre. Veréis, tengo el SIDA…

Su voz llegó a toda la multitud. El rugido fue bajando de tono hasta convertirse en un inquieto murmullo y la turba siguió inmóvil. Elspeth no había dejado de mirar a Shirley pero Shirley estaba contemplando a la turba, muchos de cuyos miembros eran sus antiguos vecinos, la gente a la que había conocido desde que era pequeño.

—Además —les recordó amablemente—, según he oído decir la situación ha empeorado hasta el punto de que el SIDA puede afectar a gente tan decente y normal como vosotros. Ya no sólo ataca a los pervertidos como yo. —Shirley miró a Elspeth y le sonrió con una tensa sonrisa que casi resultó dolorosa para sus labios; no podía conseguir otra sonrisa mejor—. Las dos tenemos el SIDA —declaró—. Somos un par de tortilleras. ¿No es así, Elspeth?

Ayúdame, Elspeth, sígueme la corriente, le suplicó mentalmente. Pero Elspeth le devolvió la mirada sin decir nada.

Y una voz se alzó de entre la multitud.

—¡Está mintiendo! —gritó la voz.

Todos sabían que estaba mintiendo. Su voz vacilante y la falta de respuesta de Elspeth bastaban para indicárselo.

—¡A por ella! —chilló una mujer oculta en la noche.

La turba se lanzó hacia delante como si fuera una bestia inmensa de muchas piernas y brazos, rompiendo el alambre o pisoteándolo. Shirley se encogió sobre sí misma y dio un paso hacia atrás llevándose la mano a la cara —era la respuesta propia de la pesadilla, la que haría que sus ojos dejaran de ver lo que estaba ocurriendo—, y alargó la otra mano hacia el brazo izquierdo de Elspeth para llevársela de vuelta a la casa. Elspeth no se había movido, como si lo que pudiera ocurrirle a cualquiera de ellas no tuviese ni la más mínima importancia. Elspeth no había levantado su espada y a menos que pudieran encerrarse dentro de la casa y mantenerles a raya durante un rato todo terminaría tan pronto como los iracundos representantes de Hoadley hubiesen acabado de franquear la verja…

Y, de pronto, la atmósfera se cargó de otra ira distinta.

La verja…, la verja estaba moviéndose.

¡No, no era la verja; eran los caballos! Shirley parpadeó, boquiabierta, y el repentino envaramiento de vida que sintió en el cuerpo de Elspeth le hizo saber que ésta estaba viendo lo mismo que ella: las pezuñas, esas elegantes pezuñas pintadas de plata y negro moviéndose para golpear, las hermosas cabecitas curvándose como serpientes con las orejas pegadas al cráneo, enseñando los dientes… Girando con el terrible peso y la fuerza salvaje de unas mazas de pinchos… ¿Peso? ¿Qué peso había en aquellas pezuñas y esas cabezas? No eran más que caballitos de plástico colocados sobre postes de madera, nada más. Estaban huecos y, aun así, la gente caía, gritaba y trataba de retroceder empujando a los que venían detrás, los que aún no habían visto… lo imposible.

Los caballitos se movían, hasta los mismos postes estaban moviéndose.

Emergieron del suelo y volvieron a clavarse deformando su línea defensiva hasta que el rectángulo se hubo convertido en un círculo centrado alrededor de Shirley y su casa, hasta que los caballitos pintados quedaron situados a la altura de su pecho con apenas medio cuerpo de distancia entre el hocico de uno y la cola de otro. Parecen un jodido tiovivo de feria, pensó Shirley. Cuando empezaron a moverse, unos subiendo y otros bajando, Shirley decidió que ya había tenido bastante para una noche. Le dio la espalda a la turba (que estaba retirándose sumida en la consternación, igual que ella) y a los caballitos que subían y bajaban lentamente, y volvió a la casa llevándose consigo a Elspeth.

Cally estaba dentro, mirando por la ventana oculta tras el velo de una cortina. Shirley no le reprochaba el que no hubiera querido mostrarse a la turba. Dejar que Hoadley también pudiera insultar a Cally llamándola monstruo/pervertida/bruja no habría servido de nada. Pobre niña flacucha… Había venido en busca de una amiga y se había encontrado con una lesbiana transexual. Shirley estaba segura de que hasta aquella noche Cally apenas si había pensado en cuál era su relación con Elspeth. Cally era demasiado lista: tenía otras cosas en que pensar, cosas más importantes, cosas que no le dejaban tiempo para meter la nariz en las vidas de los demás, tal y como hacía Hoadley. Cally era una de esas personas que viven en lo alto de una colina con los ojos alzados hacia el cielo, alguien a quien no le interesaba sufrir las molestias y las partes feas de la vida. Y Elspeth nunca comprendería cómo era posible que Cally fuera inocente sin ser estúpida. Elspeth era una putita celosa que sentía unos grandes deseos de matar a Cally. En muchos aspectos, vivir con Elspeth era realmente muy parecido a tener una pantera como animal doméstico. A Shirley no le hacía ninguna gracia meterla en la misma habitación donde estaba Cally.

Pero Cally se limitó a seguir mirando por la ventana, contemplando la verja convertida en tiovivo, y le lanzó una breve mirada de soslayo a Elspeth.

—¿Cómo has conseguido hacer eso? —le preguntó a Shirley. Shirley sabía que la confusa y vacua expresión de su rostro era idéntica a la que había en el suyo propio.

La dura calma de Shirley acabó agrietándose por fin.

—¡No he tenido nada que ver con eso! —exclamó con una vehemencia innecesaria.

Y Elspeth, en pie junto a ella, habló por primera vez desde que Peter Wertz había emergido como un espectro de esa mujer a quien creía conocer como amante suya.

—No me lo habías dicho.

Shirley la miró. Elspeth seguía teniendo la espada desenvainada y ese desnudo acero de apariencia tan peligrosa aún colgaba de su mano derecha. Pero Shirley se dio cuenta de que no debía preocuparse por lo que Elspeth pudiera hacerle o decirle a Cally. Elspeth no sabía dónde estaba y en su mente no había espacio suficiente para pensar en Cally, en Hoadley, en la verja que giraba fantasmagóricamente alrededor de la casa o en el arma que sostenía entre sus dedos…, no, Elspeth sólo podía pensar en aquel doble, aquella aparición fantástica, el fantasma de Peter Wertz.

—No me habías dicho que eras un hombre.

—No soy un hombre.

—Pero no me dijiste que habías sido un hombre. —La expresión de Elspeth iba más allá de la vacuidad y el aturdimiento: parecía un zombie. Sí, estaba mucho peor que si acabaran de herirla gravemente. Elspeth era un muerto que caminaba y Shirley contempló a la mujer que amaba y el verla hizo que todo su ser se incendiara en una vehemente llamarada de vida.

—¡No soy un hombre! Nunca lo fui, nunca quise serlo. Nadie me preguntó qué opinaba al respecto, maldita sea. Me gustan las mujeres. —Shirley tomó a Elspeth en sus brazos y la apretó hasta hacerla temblar, intentando darle calor y obtener alguna respuesta de ella—. Quería ser una mujer. Desde pequeña siempre supe que era una chica. Alguien cometió un error a la hora de repartir los cuerpos, eso es todo.

Elspeth seguía tan inmóvil como un parquímetro, dejando aparte su boca, que se movía lentamente en espasmos robóticos.

—¡Tú me conoces bien! Sabes cómo soy realmente.

—Cinco años y todo era mentira.

—¡Nunca te he mentido!

—Mentías cuando estabas en la cama…

—¡No! Todo cuanto tuvimos… ¡Todo cuanto tenemos es real! —La pasión y el volumen de la voz de Shirley compensaban con creces todo lo que le faltaba a Elspeth—. Ser hombre…, eso sí era mentira. Ese capullo llamado Peter Wertz era una mentira ambulante.

—¿Se ponía las ropas de su mamaíta? —Y, de repente, Elspeth se animó con una vida maligna y feroz. La larga hoja de acero que colgaba de su mano tembló y se alzó lentamente: destellos hirientes bailaron deslizándose a lo largo del surco hecho para dejar correr la sangre—. ¿Le gustaba correrse llevando sus bragas?

Shirley sintió cómo su rostro se tensaba y los músculos de su vientre se apretaron igual que si acabaran de darle un puñetazo. Tuvo que dar un paso atrás, igual que habría hecho Peter Wertz cuando se enfrentaba al inevitable matón del recreo.

—No —dijo—. El, no lo entiendes… Aquello era un pedazo de carne colocado por error, nada más.

Elspeth no pareció oírla.

—¿Y los chicos? ¿Le gustaba usar el culo con los demás chicos?

—No. Elspeth… —Shirley retrocedió otro paso. Iba a dolerle… Lo sabía, sabía que iba a dolerle, y su cuerpo quería evitar ese dolor aunque su mente deseaba enfrentarse a él—. ¿Adónde quieres ir a parar?

—¿Que adónde quiero ir a parar? —Elspeth alzó su espada y se rió, si es que había alguien capaz de considerar que ese sonido era una risa—. Aquí. —La punta de la espada bailoteó ante su cara. Elspeth clavó los ojos en ella hasta bizquear, como si estuviera examinándola y no pudiera ver nada más; y empezó a temblar. Acabó envainando la espada. Temblaba tanto que necesitó las dos manos para conseguirlo—. No lo sé —farfulló sin mirar a Shirley—. No sé qué hacer o qué pensar.

—¡Mirad! —exclamó Cally, que había seguido mirando por la ventana como si no se diese cuenta de lo que ocurría a unos pocos metros de ella—. ¡Tenéis que venir a ver esto!

—¡Lo que pase ahí fuera no me importa una mierda! —Shirley jamás le había hablado con tanta rudeza, pero le daba igual. Fue hacia Elspeth e intentó rodearla con sus brazos pero Elspeth se encogió sobre sí misma con algo que casi era un gemido, como si fuera una niña pequeña con las bragas de algodón caídas alrededor de sus huesudas rodillas.

—¡Déjame sola! —Se liberó del abrazo de Shirley. Shirley había sido un hombre.

Cally ya no sentía ningún dolor. Nada de cuanto había formado su vida anterior de madre-y-esposa con Mark le parecía real. Sentía una exaltación, como si se hubiera purificado y fuera moralmente superior; estaba pasando a otro plano de existencia y apenas si se daba cuenta de que Shirley y Elspeth se peleaban a su espalda, y sabía que era capaz de tener visiones. Pero la escena que estaba desarrollándose al otro lado de la ventana no era ninguna visión. Su color, su música, sus luces…, todo era tan vivido que se tapó los oídos con las manos, deseando que alguien le diera unas gafas oscuras.

—Chicas —insistió—, tenéis que echarle una mirada a esto. No puedo creerlo.

Shirley fue en silencio hacia ella y miró por la ventana.

Los caballitos seguían moviéndose entre la oscuridad que había más allá del cristal, subiendo y bajando en su círculo defensivo. Cally tuvo la sensación de que en su forma de moverse había algo vagamente erróneo, pero no quiso pensar en ello: la verdad llegaría en su momento, cuando el ciclo del tiempo alcanzara su plenitud, tal y como la luz invade el cielo… Extasiada, siguió observando el lento girar de los radios suspendidos en las alturas, las vigas formadas por lucecitas ambarinas que iban y venían moviéndose en sincronización con las majestuosas piruetas de los caballitos de plástico, extendiéndose sobre los postes hasta formar una cornisa barroca. Desde la noche llegaban las algo asmáticas notas de un vals compuesto por Strauss. Un vals de tiovivo…

Shirley parpadeó y meneó la cabeza con fuerza, como si quisiera destaparse los oídos.

—¿Langostas? —preguntó con voz trémula un instante después.

—Y luciérnagas. —Cally había necesitado un espacio de tiempo imposible de precisar para comprender que las luces eran luciérnagas, la música de feria el canto de las cigarras… o esas criaturas con un poco de cigarras y demasiado de seres humanos a las que Hoadley llamaba langostas.

—Qué increíblemente extraño —dijo una voz. Elspeth, con un poco de su exquisito desprecio recobrado, había escogido su propia ventana desde la que mirar.

—Está ocurriendo porque tú lo quisiste —le dijo Cally, volviéndose hacia ella para mirarla desde el otro extremo de la habitación. Su flaco rostro recordaba al de un muchacho apache que ayuna en lo alto de una montaña para encontrar la verdad.

—¡Yo! —El tono de oráculo con que Cally había hablado la sorprendió lo suficiente para hacerla abandonar su pose despectiva—. ¡Yo no quise que ocurriera nada!

—Dijiste que la verja estaba allí para no dejar entrar a Hoadley y ése es el sistema que ha escogido para cumplir con su misión. Shirley… —Cally ladeó la cabeza y vio a Shirley como un ser dorado que brillaba con un resplandor casi insoportable. Una amazona parecida a una diosa percibida con la misma y dolorosa claridad con que veía las luces de ese tiovivo materializado en la noche, esas luces que le hacían palpitar los ojos mientras oía esa música jovial con tanta potencia y claridad como si un órgano Wurlitzer sonara a pocos metros de distancia, en la misma cocina de Shirley… Comprendía la existencia y la esencia de una forma tan clara e intensa que hasta el tiempo le parecía casi visible, como si pudiera oír el ritmo cambiante de su paso—. Shirley, no deberías haber dicho que tenías el SIDA.

Elspeth fue hacia ellas y contempló a su amante, y si ella era una amazona dorada Elspeth era una zíngara de ojos oscuros, la exótica, la vagabunda misteriosa, la forastera perpetua, una presencia pequeña pero tan vehemente e inexplicablemente eterna como la de Shirley.

—¡Ya sabes que no puedo tener el SIDA! —protestó Shirley, y su respuesta iba más dirigida a la mirada de Shirley que a las palabras de Cally—. Sabes que las dos dimos negativo en las pruebas. —Por lo tanto, y si habían sido fieles la una con la otra desde entonces, lógicamente Shirley no había podido contraer la enfermedad.

Elspeth no respondió pero Cally sí, sabiendo que la lógica no tenía nada que ver con todo aquello.

—No tendrías que haberlo dicho. En los últimos tiempos la gente dice cosas y…, bueno, parece que acaban convirtiéndose en realidad. —Cally volvió a mirar por la ventana—. Si tuviera el valor suficiente para cruzar esa verja me iría a dormir al establo y os dejaría a solas —dijo y, como Shirley, estaba dirigiéndose a los mudos temores de Elspeth.

Ni tan siquiera Elspeth esperaba aquello de Cally. Durmió en el dormitorio para huéspedes de Shirley aunque pasó más tiempo mirando por la ventana que durmiendo, y el carrusel de luciérnagas, los postes de la verja y los caballitos de plástico siguieron toda la noche con su imposible girar alrededor de la casa. Pero Cally acabó quedándose dormida cuando faltaba poco para el alba y de día, cuando volvió a mirar por la ventana, las luciérnagas se habían esfumado, la música ya no sonaba y los caballitos de plástico rescatados de la basura y los chatarreros estaban nuevamente en su sitio de costumbre, con el vientre tensado como siempre en una inmóvil carrera sobre sus postes. El alambre de la verja se había roto o estaba doblado a causa de la presión ejercida por la turba, pero la hierba del patio no mostraba ninguna señal o huella de un círculo inexplicable.