CAPÍTULO SEIS

Cuando pensaba en sí misma, Elspeth se imaginaba a un pequeño animal que se ocultaba entre los arbustos vigilándolo todo con sus grandes ojos, o a una mariposa que flotaba a merced del viento con las antenas extendidas al máximo. No creía ser nada más que eso. Por lo tanto, no la preocupaba mucho el no saber cuál era el bando que se le había asignado dentro del holocausto que Ahira estaba preparando. En toda su vida jamás había escogido una posición o una dirección. Era la artista, toda ojos, foco, observación y espera; era neutral, igual que un país pequeño en una gran guerra. Si llevaba una espada era para…, para…

Para las moras.

Apartó su mente de la incómoda idea de la espada (era una idea que solía acechar en su mente, justo bajo la capa de la consciencia, más allá de donde se la podía ver, como si estuviera bajo la superficie iridiscente de unas aguas muy profundas) y se dedicó a observar. Ella misma era toda brillo e iridiscencia, o eso pensaba: era un escudo pulimentado que reflejaba el mundo devolviéndole su imagen, y de quien estaba agazapada detrás del escudo no había nada visible; no se daba cuenta de todo lo que llegaba a revelar mediante su arte o su propio silencio.

Y allí estaba, observando en mitad del pasillo del establo con su espada al cinto, sus leotardos color índigo, su jubón de cuero y una túnica de su color favorito, el escarlata: lista para cabalgar, sujetando a «Guerrera» por las riendas mientras veía cómo los rayos del sol que entraban en haces oblicuos a través del umbral se estrellaban contra el polvo color paja del establo y las telarañas grises, contemplando a las demás. Y, como siempre, a quien más contemplaba era a Cally. En Cally había algo… No era nada sexual, desde luego, pues en ese mondadientes no podía haber nada de eso, pero aun así había algo… Normalmente Elspeth se preguntaba por qué perdía el tiempo pensando en Cally, pero hoy aquella delgaducha estirada era digna de ser observada. Cally estaba hecha una furia.

—¡Podría haberle matado!

—Siempre he dicho que con Homer nunca se me pasó por la cabeza la idea del divorcio —observó «Gigí»—. El homicidio sí, y con mucha frecuencia, pero el divorcio…, nunca.

—¿Homer también te trata como si fueras estúpida?

—¿Ha existido un hombre que no se pase la vida dándose besos? —replicó «Gigí». Shirley, que estaba junto a «Gigí», se removió poniendo cara de estar a disgusto. El tono irritado de aquella conversación debía resultarle bastante incómodo. Pero a Elspeth no le importaba. Cally, la pequeña estirada…, resultaba divertido verla tan furiosa. Sus manos huesudas temblaban de tal forma que no lograba apretar la cincha de su silla de montar. Acabó rindiéndose y volvió a erguirse, gesticulando con las manos.

—No sé. Cuando hablamos por primera vez acerca de ello…, bueno, pensé que Mark estaba portándose bastante bien. Pensé que no lo entendía, nada más. Pero ahora me dice que soy idiota. Yo, la cabeza de chorlito, la sesos reblandecidos, la estúpida que le hizo conseguir sobresalientes en todos sus cursos, la que no sólo hizo sus trabajos sino que se encargó de leer sus libros y hacerle los suyos… Esta mañana me puse realmente furiosa y…

Cally se atragantó y no pudo seguir hablando. Una de las manos que no paraba de mover golpeó a «Paloma» en el hocico y la tranquila yegua amarronada se asustó, tirando de las riendas que la inmovilizaban. Shirley dio un paso hacia delante y la cogió por las riendas, la calmó y volvió a quedarse quieta, tan silenciosa como antes.

—Llorar hace que te pongas furiosa contigo misma, ¿verdad? —le preguntó «Gigí» con una sardónica ternura.

Cally se recuperó lo bastante para hablar.

—¡Desde luego que sí! Creo que podría gritar… Cuando se enfadan los hombres pueden hacer todo el ruido que les venga en gana, pero cuando quiero gritar siempre acabo lloriqueando.

—Yo también solía hacer eso —dijo «Gigí»—. Si te ocurre es porque aún le quieres. —Habló con voz despreocupada, como si estuviera dirigiéndose a una chiquilla: es una fase, ya se te pasará…

Cally la contempló boquiabierta durante unos segundos, acabó dándose la vuelta y echó a correr torpemente sobre sus negras botas de caña, haciendo oscilar su pequeño trasero. Salió por la puerta y se escondió detrás del establo. «Gigí», a la que nada de todo aquello parecía haber afectado en lo más mínimo, se dio la vuelta y siguió ocupándose de «Aceite de serpiente» y pasado un instante Shirley se encargó de apretar la cincha de la silla de Cally.

—¿Qué crees que le dijo? —exclamó «Gigí» dirigiéndose al silencio del establo—. ¿Que era una histérica? ¿Que estaba portándose de una forma irracional? Yo sé lo que le dijo. —Chasqueó los dedos y éstos emitieron un seco crujido, como si el sonido hubiera sido producido por el encuentro de unos huesos, y no por dos masas de carne—. Le dijo que cuando se enfadaba estaba muy guapa.

Elspeth, que lo observaba todo con satisfacción, vio cómo Shirley alzaba los ojos hacia «Gigí» lanzándole una mirada de sorpresa y hosca preocupación que no era nada típica de ella. Observó la suave curva de los grandes pechos de Shirley y de todos sus sentimientos sólo comprendió bien el asombro, porque ella también lo sentía. Y «Gigí», ¿era normal o no? Elspeth comprendía el concepto de normalidad, pero esa comprensión era algo oblicua, como todo lo captado por su ser de artista. Vio la luz en la oficina de correos unos días antes, mientras hacía cola para comprar sellos. Delante de ella había una mujer ya algo entrada en carnes que estaba discutiendo con el empleado: la mujer llevaba un sombrero de ganchillo pese a que estaban en mayo y hacía calor, y no era más que una mujer quejumbrosa de edad madura y tez arrugada, idéntica a los centenares de mujeres como ella que Elspeth había visto antes. Alguien ama a esta mujer, pensó de repente Elspeth y eso la sorprendió. Sus padres quizá aún estuvieran vivos y era posible que la amaran. Sus hijos debían amarla. Posiblemente hasta su esposo la amaba. Si tenía un perro, era casi seguro que el perro la amaba. Si había que creer en lo que decían los cristianos, Dios la amaba. La idea había hecho que Elspeth sintiera un asombro que, naturalmente, se negó a demostrar. ¡Así que ser normal consistía en esto! Esa falta de estética casi sublime, estar tan lejos de la belleza o la perfección, chapotear en el amor igual que un cerdo en el barro…

Pero ¿había alguien que amara a «Gigí»?

Cally volvió a entrar en el establo con el rostro enrojecido y dando señales de habérselo frotado con las manos, y su aspecto era casi tan repulsivo como el de cualquier mujer que Elspeth hubiese visto en Hoadley. Sí, quizá fuera normal.

Sus negras botas la llevaron con un paso algo envarado hacia Shirley, que había estado terminando de preparar a «Paloma», y Cally la miró fijamente, rechazando las riendas que le ofrecía.

—¡Odio a esa yegua!

—«Paloma» no te ha hecho nada —dijo Shirley con voz más seria que de costumbre, y Cally pareció calmarse un poco.

—Lo que quiero decir es… Mark me obligó a comprarla. No es la clase de caballo que yo quería. ¡Mírala! —Cally volvió a mover los brazos como si fueran aspas de molino—. Me sorprende que no se arrastre en vez de caminar. Es un gusano. Y tiene el mismo color de vómito que mi pelo.

Elspeth se rió y el cebo de su carcajada flotó por la atmósfera de irritación que llenaba el establo. Nadie la miró ni dio señales de que esa risa le pareciese fuera de lugar, ni tan siquiera Shirley. Elspeth sintió una cierta decepción. Sabía que ninguna de las clientas de Shirley la apreciaba, pero todas la toleraban porque era…, bueno, era la amiga de Shirley. «Amiga», dicho con un burlón fruncimiento de los labios. Y Shirley, ¿era una inadaptada? Si lo era, ¿qué ocurría con su amor? ¿Bastaría para hacer que Elspeth, el animal exótico, se convirtiera en un ser normal?

—Ya te he explicado cómo puedes conseguir el caballo que quieres —dijo «Gigí», la adolescente envejecida, mirando a Cally—. Si no sufres de cáncer, tengo entendido que un ataque de nervios funciona igual de bien.

Shirley se apresuró a intervenir.

—¿Qué clase de caballo quieres?

—Cualquiera, con tal de que no sea tan condenadamente seguro.

—Y tras haber pronunciado esa declaración de principios, Cally cogió en su mano las riendas de «Paloma» y salió del establo. «Gigí» la siguió.

—¡Cally! ¿Quieres ver algo condenadamente inseguro? —gritó «Gigí».

«Gigí» le dijo que al otro lado de la carretera había un caballo al que podían visitar: estaba más lejos de la distancia que solían recorrer, pero no tanto como para que no pudiesen ir hasta allí. La carretera estaría llena de camiones cargados de carbón que pasarían rugiendo junto a ellas y los conductores harían chirriar los frenos, tocarían la bocina y les gritarían obscenidades, intentando asustar a los caballos y hacer que las mujeres diesen con su trasero en el suelo. También habría perros hostiles y otros obstáculos; Elspeth miró a «Gigí» y vio brillar en sus ojos la llama salvaje que la vieja siempre mostraba cuando olía un riesgo. Y, por una vez, el estado anímico de Cally era bastante parecido al de «Gigí». Shirley, que tenía cierto sentido común, les recordó los peligros e incertidumbres a que se enfrentarían, pero ninguna de ellas dudó ni por un momento de que fuera a acompañarlas. Una inadaptada que montaba a caballo… Iba sin sombrero, llevaba tejanos y su corpulenta yegua pura sangre entrenada en Inglaterra usaba una silla tipo oeste y saltaba las vallas como si por sus venas corriera la sangre loca de los irlandeses, aunque estaba muy claro que Shirley no era ninguna irlandesa loca. Shirley era… Shirley. Iría con ellas para ayudarlas a salir de cualquier apuro en el que pudieran meterse.

Elspeth no tomó parte en la discusión. Se dedicó a observar tranquilamente, segura de que fuera cual fuese la decisión final no alteraría en nada su posición. Elspeth cabalgaría como lo hacía siempre, como si fuese una hoja escarlata y marrón impulsada por el viento del otoño. Para ella ni el fin del mundo haría que nada cambiase.

Y las cuatro mujeres acabaron saliendo del establo. «Gigí» les dijo que el caballo que deseaba enseñarle a Cally era un renegado y toda la conversación empezó a girar alrededor de aquel rebelde equino, aquel mestizo negro como el carbón, un inmenso castrado de orgullosa estampa en el que no se podía tener ni la más mínima confianza, y ninguna de las cuatro mujeres volvió a pensar en los ominosos acontecimientos que habían provocado la discusión entre Cally y su esposo. No pensaron en el peligro representado por aquellas extrañas cigarras; las mujeres que montan a caballo deben afrontar los peligros del sendero y vencerlos. Tampoco hablaron de qué acción adoptar, cómo resistirse o (y esa palabra era recordada con cierta inquietud) de cómo prepararse. Se hallaban en una situación peculiar: en cierto aspecto tenían un gran poder, en otro eran totalmente impotentes. Cuando montaban a caballo harían aquello que hubiesen decidido hacer. Pero antes, cuando no montaban a caballo, habían hecho lo que se esperaba de las mujeres: habían hablado con sus hombres.

Cally llegó a casa justo cuando Mark acababa de recibir el aviso de que alguien había muerto. El día pasó entre arreglos, preparativos legales y conversaciones con la apenada familia del difunto y no tuvo ocasión de hablar con su esposa hasta ya bien entrada la noche: la conversación tuvo lugar en la sala de embalsamamiento del sótano, donde le había pedido que le llevara un poco de café mientras se ocupaba del difunto señor Lehman.

Lo avanzado de la hora unido al rutinario y bien conocido proceso de extraer los fluidos corporales a través de la carótida hacía que aquellos momentos siempre sirvieran para relajarle. Algunos de sus mejores recuerdos consistían en largas conversaciones con Cally a través de la puerta de la sala de embalsamamiento mientras la bomba eléctrica funcionaba y la piel del cadáver iba volviéndose de color rosado. Esta noche sentía un deseo especial de hablar con ella. Estaba empezando a preocuparle y en los últimos tiempos su preocupación se había expresado adoptando la forma del enfado. Le había dicho algunas cosas que sabía habían debido resultarle dolorosas. Normalmente nunca la habría llamado estúpida; estaba convencido de que Cally tenía la cabeza sólidamente plantada sobre sus hombros y era más lista que la mayoría de las mujeres. Nunca la había visto perder el control de sus nervios tal y como solía ocurrirle a su madre. Aun así, si hubiera tenido que escoger entre creer que los bosques de Hoadley estaban llenos de insectos con cara de bebé y creer que Cally estaba imaginándose cosas, prefería creer que el problema estaba en Cally.

Y hablando del rey de Roma… Le trajo su café y Mark le echó un vistazo al señor Lehman para ver qué tal iba todo. Dejó que la bomba siguiera haciendo su trabajo, se quitó los guantes de goma (una protección contra el SIDA y otras enfermedades) y salió de la habitación para aceptar la cálida y humeante taza de afecto ofrecida por Cally, sin tener ni idea de hasta qué punto ella detestaba el traérsela y sin saber que ese acto le parecía una muestra de servilismo.

Intentó pensar en algo que fuera a la vez ingenioso y conciliatorio, alguna especie de sonriente semidisculpa que no fuese abyecta y poco masculina —una frase digna de Humphrey Bogart, en definitiva—, pero no se le ocurría ninguna. Cally habló antes que él.

—Tengo un caballo nuevo —dijo.

Lo primero que pasó por la cabeza de Mark fue preguntarse qué cantidad de dinero le habría costado (sólo después, algo disgustado, se dio cuenta de hasta qué punto empezaba a parecerse a su madre).

—¿Cuánto? —le preguntó.

—Nada, lo he cambiado por «Paloma».

Su siguiente idea también fue idéntica a la que se le habría ocurrido a su madre.

—¿Es seguro?

—No —dijo Cally secamente. La palabra iba cargada de ecos y reverberaciones parecidos a los que pueden oírse en lo más profundo del pozo de una mina… Mark sintió un leve mareo, como si se enfrentara a un precipicio. La estaba perdiendo, Cally había resbalado y empezaba a caer por él…

Cuando habló —y tardó un poco en hacerlo—, lo hizo en voz baja y usó un tono de voz muy suave, como si se dirigiera a una loca.

—¿Y por qué no lo es?

—Si quiero estar segura puedo montar en un tiovivo —dijo Cally—. Tengo el caballo que quería y tengo un trabajo con el que pagar su mantenimiento.

—¿Qué? —Aquello le afectó todavía más que la noticia de que tenía un caballo que no era demasiado seguro—. ¿Qué trabajo?

—Secretaria de la iglesia. Puedo escribir a máquina aquí por las tardes y lo que me paguen servirá para la manutención del caballo.

Mark sabía qué pensaría Hoadley: que Cally se había buscado un trabajo porque no confiaba en su capacidad para mantenerla, y que quizá estuviera pensando en el divorcio. De momento, prefería no pensar en lo que pasaba por su propia cabeza. Hoadley venía primero.

—Cariño, ¿por qué lo has hecho? —protestó—. ¡El negocio va estupendamente! ¡He vendido un sofá!

(Aunque los días en que el letrero colocado sobre la puerta decía «Salón de Pompas Fúnebres y Emporio del Mueble» ya quedaban bastante lejanos, la tradición decía que los «sepultureros» vendían muebles y esa tradición había seguido manteniéndose desde los primeros tiempos de los fabricantes de muebles/ataúdes/empresarios de pompas fúnebres. Mark podía amueblar sus salas de exhibición con la suntuosidad de sus sueños infantiles porque compraba grandes lotes y colocaba discretas etiquetitas en todas las piezas del mobiliario. Quienes venían a presentarle sus últimos respetos al difunto podían consolarse entre llanto y llanto viendo lo que costaban las mesitas y las lámparas. Entre velatorio y velatorio, Mark vendía muebles, y a veces incluso los vendía durante un velatorio. Hoadley admiraba su buen gusto. Muchas salas de quienes formaban la élite de Hoadley habían sido amuebladas con piezas sacadas de la Sala Azul, la Sala Melocotón y el Salón Rosa).

—He vendido el sofá de pelo de camello, el de color berenjena —añadió Mark, observándola nerviosamente para no perderse su sonrisa y la oleada de orgullo que debía inspirarle el que supiera hacer tan buenos negocios—. Eso compensa de sobras lo que no ganamos con el ataúd del niño, ése que parecía una caja de zapatos…

—Por mí como si vendes todos los muebles del salón —dijo Cally—. Es mi caballo, Mark Wilmore, y voy a cuidar de él con mi dinero para que no puedas decir que tú me lo regalaste y no puedas quitármelo.

Mark la contempló en silencio durante un par de segundos, esperando poder mantener la inexpresividad de su rostro mientras los fuegos artificiales estallaban dentro de su mente. Santo Dios, ¿qué había hecho salvo intentar cuidar de ella…? Le entregó la taza de café vacía y volvió a entrar en la sala de embalsamamiento para manipular las extremidades del señor Lehman.

—Ven aquí —le dijo a Cally.

Le pareció ver cómo parpadeaba; esto era algo nuevo. Normalmente Mark jamás dejaba que Cally o los niños entraran en la sala de embalsamamiento: era una precaución contra los gérmenes. Y, como admitía en sus momentos más contemplativos, eso también servía para que no pudieran meter las narices en su reino privado.

Cally pasó junto a él en silencio caminando con paso un tanto envarado; Mark sabía que ella sabía que él estaba furioso. Señaló con la mano el rostro del muerto. La zona de piel situada sobre los tubos clavados en su cuello iba volviéndose rosada, pero el aspecto general todavía era bastante desagradable.

—Lehman —dijo Cally—. Ya lo sabía. —Lehman había sido presidente del Primer Banco de Hoadley, miembro del comité de compras de la iglesia y uno de los ciudadanos más sólidos del pueblo, tanto en lo físico como en lo moral: era un individuo con forma de huevo que en la intimidad de algunos hogares un tanto iconoclastas era conocido como «la pomposidad sobre ruedas», pues durante los últimos años se había aficionado a dar paseos en bicicleta. Los paseos habían sido su último intento de fortalecer un corazón que iba debilitándose. Mark ganaría bastante dinero con el funeral.

—Es sólo una pequeña comprobación —dijo Mark—. Mira esto.

Alzó la sábana que cubría a Lehman, evitando exponer los genitales del cadáver pero revelando el abultado torso hasta un poco por debajo de la cintura. Cally lanzó un jadeo y se llevó la mano a la boca para ahogar una risita. Al menos todavía conservaba un poco de sentido del humor… Alrededor del ombligo de aquel vientre tan importante que había bailoteado durante muchos años bajo un gran número de blancas camisas almidonadas marca Brooks Brothers había un tatuaje. Un gran tatuaje. Un tatuaje maravilloso. Cally se echó a reír pese a la mano con que intentaba contenerse.

—Es…, ¡es un agujero de culo! —exclamó.

Mark no se rió. Se había reído antes, aunque no en las mismas narices de la viuda, cuando ésta, con voz temblorosa a causa del dolor, le preguntó si aquella obra de arte podía ser recortada y conservada —¿curándola como el cuero, quizá?—, para que ella pudiera enmarcarla y colgarla en su casa como recuerdo de su difunto Lester. Mark se excusó y fue a reír hasta quedarse sin aliento en la intimidad de su capilla privada a prueba de sonidos. Pero ahora sus tensos labios no sentían ningún deseo de curvarse, pues estaba enfadado: sí, sentía una ira muy satisfactoria y tonificante, y había llegado el momento de soltar la gran frase acompañándola con un tono de voz a lo duro bogartiano.

—Exacto —dijo—, y tú te estás portando como una tonta del culo.

La risa de Cally se apagó como si Mark hubiera accionado un interruptor. Le dio la espalda y pasó junto a la losa de mármol para salir de la pequeña habitación. En cuanto hubo cruzado el umbral se volvió hacia él.

—Ni tan siquiera intentas comprenderlo —le acusó—. Necesito hacer cosas por mi cuenta. Necesito tener la sensación de que puedo ejercer cierto control sobre el mundo.

—Si el mundo está a punto de terminar, tal y como dices —replicó él—, ¿qué importancia puede tener eso?

Cally le lanzó una mirada asesina y se alejó caminando sobre esas malditas botas de montar negras suyas, unas botas tan negras como la húmeda abertura de una mina de carbón perdida en la oscuridad de la noche… Mark sintió una mezcla de inquietud y decepción; había esperado ver cómo se echaba a llorar, pero Cally no había llorado.

A la mañana siguiente Cally contempló un pueblo que le parecía haber sufrido una especie de cambio inefable, algo tan irritante, familiar e inexorablemente extraño y lejano como el rostro de una vieja tía después de que haya muerto y se la exhiba en el velatorio, con el cabello peinado, el rostro cubierto de colorete y el traje que llevó en su boda. La torre del agua pintada de ese azul que tanto contrastaba con los colores sopa de gallina del cielo contaminado parecía agazaparse sobre Hoadley como si fuera un gigantesco insecto bulboso sostenido por flacas patas de acero. O como ese dibujo en forma de bombilla que representa a una mujer gorda intentando colocarse la faja. O como el trasero de un caballo alzándose sobre esos soportes suyos tan absurdamente delgados… Cally llevaba años viéndola cada día y esa mañana la torre del agua le pareció incomprensible. Y las dos viejas de piernas rugosas que pasaban por la acera con sus enormes zapatos negros de abuela, casi tan largos como anchas eran sus faldas…, las veía cada mañana de buen tiempo, a veces con sus impermeables rosa coral casi idénticos, a veces con sus aparatosos cárdigans y sus chaquetas color beige, a veces con sus pasamontañas de piel falsa, y las viejas nunca vestían exactamente igual pero sus atuendos se parecían tanto que Cally estaba segura de que debían haberse puesto de acuerdo. No sabía quiénes eran. Esa mañana ni tan siquiera sabía qué eran. En cuanto a ella respectaba, bien podrían haber salido de algún zoológico: parecían dos zancudas de cabeza plumosa pertenecientes a alguna rara especie oriental…, no, algo todavía más extraño. Tan extraño como la mujer sobre la que había leído en el periódico, aquella que recibió la llamada telefónica de un desconocido, y el desconocido le dijo que si se colocaba el auricular sobre el pecho podría decirle si tenía cáncer. La mujer obedeció y el hombre se puso a canturrear alegremente al otro extremo de la línea…, o tan extraña como el chiflado que la había hecho víctima de un engaño tan inofensivo.

Sin saber por qué, decidió ponerse su mejor camisa, la de poliéster estampado que parecía seda.

—Mami, llevas la camisa de renacuajos —le dijo Tammy en la mesa de la cocina, contemplándola por encima de su cuenco de cereales cubiertos con una capa de azúcar—. ¿Adónde vas?

—A montar en mi nuevo caballo.

—¡Un caballo nuevo! ¿Qué caballo? ¿Cuándo lo has conseguido? ¿Podemos montar en él?

Mark, que había estado de pie junto al mostrador bebiendo su café en silencio, cogió la taza y salió de la habitación. A Cally no le importó. Era un desconocido, alguien tan inescrutable y borroso como todo el resto de ese mundo agonizante, tan extraño como aquel otro varón de mejillas regordetas llamado Owen, su hijo, que estaba sentado y fingía soltar ventosidades con su boca repleta de cereales. Sólo Tammy le parecía real: la niñita con ese perfil etéreo de la infancia y los tonos azul grisáceos de una acuarela que representara el cielo perdida en el blanco de sus ojos…

Cally estaba famélica, así que preparó una buena ración de huevos revueltos e hizo que los niños se la comieran. Apenas les hubo enviado a la escuela se marchó al establo mucho más pronto que de costumbre, dejando los restos del desayuno sobre la mesa para que el huevo fuera endureciéndose en los platos y la leche se agriara en los cuencos del cereal. Al sacar al gigantesco caballo negro del aprisco experimentó la misma sensación de estar flotando —o la misma falta de sensación—, que cuando despertó, y cuando el caballo la amenazó enseñándole los dientes Cally ni tan siquiera reaccionó. «Tas Man», así le había llamado el vendedor… Al regresar «Gigí» se dedicó a bromear diciendo que eso era una abreviatura de «Demonio de Tasmania». Sólo la presencia de los otros caballos permitió que Cally montara en él de un establo a otro. Decidió llamarle «Diablo». Parecía un nombre adecuado no sólo para el caballo negro sino para su mundo y, desde luego, para su alma. El Diablo había llegado… Le puso las bridas y usó el mismo bocado suave que empleaba con «Paloma», aun sabiendo que el día anterior «Diablo» no le había hecho ni el más mínimo caso.

Apenas montó en él «Diablo» se encabritó, lanzándose a un galope desenfrenado, y Cally, extasiada, le dejó galopar con un leve fruncimiento de ceño arrugando sus flacos rasgos. Era una pasajera, nada más. Quizá fuera una especie de suicidio…, pero aguantaría igual que una niña montada en un tiovivo sin control, esperando para ver adónde la llevaba.

Bajando por la pendiente, laderas boscosas que desfilaban velozmente al ritmo del galope… Cigarras con rostros de bebés gritando en los árboles. El castrado parecía dejarse caer, más que galopar, y Cally tuvo la sensación de estarse precipitando en el abismo, con sus hombros huesudos encorvados sobre el cuello del diablo negro y la cabeza agachada para no chocar con las ramas de los árboles, los ojos cerrados y los párpados azotados por las negras crines: no le importaba. El caballo tropezó, chocó con unos peñascos (el coche de la Mafia que salía despedido por el acantilado en la escena de la persecución, un segundo antes de estallar en llamas), estuvo un segundo con las cuatro patas en el aire, logró recuperar el equilibrio y siguió adelante. Aterrizó sobre el suelo del valle con un impacto como el de una tonelada de carbón cayendo por la rampa, pero su loca carrera se convirtió en un rápido y seguro galopar. Cally alzó un poco la cabeza y abrió los ojos para descubrir que ya había dejado atrás los senderos que conocía y estaba entrando en terrenos nuevos e ignotos.

«Diablo» corría como una avalancha negra, el negro fuego surgido de las entrañas de un volcán, un sol negro haciendo explosión y, como ocurre con el implacable paso del tiempo, no daba señales de querer ir más despacio. Cruzaron un río de lecho pedregoso, un poco de agua carente de vida y rocas teñidas de color naranja por los desechos de la mina. Subieron por la abrupta pendiente que había al otro lado y contemplaron un pueblecito minúsculo al que Cally no supo darle nombre, un puñado de casas atrapadas entre el río y los bosques de la montaña, un lugar cuya existencia ni tan siquiera había sospechado… Arriba, bajo la sombra de los árboles, se alzaba el inevitable cementerio con sus retazos de hierba y sus viejas lápidas inclinadas. La monstruosidad negra saltó sin vacilar las escasas hileras de piedras blancas como el hueso, volando sobre ellas a la altura de un hombre como si fuera un inmenso pájaro devorador de carne, y cuando miró hacia abajo Cally vio el destello de unos ojos que se encontraron con los suyos. Las fotos de tonos sepia protegidas por óvalos de cristal colocadas encima de las lápidas alzaron la vista hacia ella y esa inmensa presencia oscura que les tapaba su eterna visión del cielo haciendo pensar en el negro vientre del infierno.

Un nuevo relámpago de miedo y atravesaron el pesado aroma de las flores blancas, el dulzón olor de la zarzamora y el acre perfume de las moras negras, las blancas violetas que se desmayaban por entre las tumbas, las oleadas de pestilencia anaranjada que subían ondulando como la calina del pueblo que había abajo. Corriendo… El renegado negro se llevó a Cally hacia una nueva desolación, un sendero repleto de zarzales y hierbas venenosas que eran oprimidas por el eterno abrazo de los árboles, un sendero en pendiente que en tiempos había estado cubierto de gravilla y había llevado a alguna parte… Un árbol caído obstruía el paso, un tronco inmenso para los patrones habituales de Hoadley. El caballo negro saltó sobre él. Cally sintió cómo los tensos y agotados músculos de sus piernas se rendían, dejando de buscar algo a lo que agarrarse, sintió cómo su cuerpo se inclinaba sobre el cuello del caballo; un segundo más y chocaría con el suelo…

«Diablo» fue frenando el paso hasta adoptar un galope suave que fue convirtiéndose en un trote delicado y acabó deteniéndose. Arrancó las riendas de sus dedos (dedos no mucho más gruesos que la pajita de un refresco) con un distraído tirón de las mandíbulas, agachó la cabeza y empezó a pastar. Cally miró a su alrededor, bajó de la silla su cuerpo tembloroso y, sin pensar ni un segundo más en él, le dio la espalda al caballo negro.

A su alrededor había lo que en tiempos debió ser un claro o un parque: troncos todavía jóvenes se abrían paso por el suelo. Y el silencio… Aquí no había insectos famélicos. Edificios rudimentarios con las puertas y las ventanas protegidas por tablones se alzaban entre los troncos, como colocados al azar, medio escondidos por el zumaque y las negras sombras de los algarrobos. Edificios con tejados planos… Cally los reconoció de haberlos visto en las ferias ambulantes y los carnavales organizados por los bomberos. Perritos calientes, palomitas de maíz, patatas fritas y helados de crema… Hubo un tiempo en el que estos edificios vendieron todas esas cosas, y su estómago torturado sufrió un espasmo al pensar en ello. Y pasteles en forma de embudo cubiertos por una espesa capa de azúcar, y caramelo de algodón, y pretzels calientes…

Y los giros de una rueda de la fortuna. Hizo un esfuerzo de voluntad para poner algo de orden en sus pensamientos y logró que sus pies avanzaran con paso tambaleante.

Detrás de los primeros edificios había otro mucho más grande, con restos de pintura blanca desprendiéndose lentamente de sus flancos grisáceos…

Cally se acercó un poco más. La estructura, redonda o más bien octagonal, terminaba en un tejado puntiagudo como el de la carpa de un circo. La puerta del edificio abandonado estaba protegida por un candado de gran tamaño, pero eso no importaba. Algo había hecho un agujero en el tablón más cercano. La madera, astillada y ennegrecida como por una explosión, asomaba hacia afuera rodeada por un marco de obscenidades: los vándalos del pasado habían inmortalizado sus obsesiones en aquellas tablas. «Bobie Jacobs es una tragapollas», «Aquí se tiraron a Mary Utz», y también había una detallada invitación al lesbianismo. Cally la leyó dos veces. Parecía prometedor. Mark llevaba mucho tiempo sin hacerle nada semejante. Y Eros, la gran polla, tampoco le había hecho nada comparable. Aunque si volvía y se lo pedía, quizá estuviera dispuesto a hacerlo…

No iba a volver. El pensarlo hizo que se le formara un nudo en el estómago y toda la ira que sentía hacia Mark se volatilizó como si hubiera sido un túnel de mina dinamitado, y su sensación de estar lejos de todo y andar a la deriva desapareció con ella. Estaba dispuesta a llorar y volver corriendo con él.

El matrimonio era un lazo sorprendente. En aquel momento no habría podido jurar que amaba a Mark. Sólo sabía que él estaba en lo más hondo de su ser, atrapado en sus entrañas como el relleno de un pastel, formando tanta parte de ella como la médula del hueso o los recuerdos. Mark había manchado su alma como el vino del sacramento que cae sobre el lino blanco, y la mancha jamás podría lavarse. Quizá le odiara, pero nunca podría vivir sin él. Mark y ella se habían convertido ya hacía mucho tiempo en un nosotros; Mark siempre estaba con ella y era el jinete de su corazón.

Estaba con ella cuando leyó las inscripciones. La mente de Cally captó sus reacciones y su impaciencia cuando leyó todos los mensajes que aún eran descifrables, actuando con la obsesiva meticulosidad que la había caracterizado cuando estudiaba literatura. Leerlas fue un acto muy parecido al haberse entregado a la ingobernable grupa del caballo negro y cuando las leyó buscaba… algo. Sólo cuando estuvo segura de que no se había dejado ninguna y de que allí no había nada para ella volvió a mirar hacia delante, pasó su pie calzado con la bota a través del agujero… y entró.

Y entonces sintió cómo una gran sonrisa infantil iba extendiéndose inconteniblemente por su rostro. Todos esos caballos…

Las sombras que había bajo el tejado redondo albergaban hileras de ponis de madera pintada y en cada hilera había tres caballos: primero los que hacían piruetas y luego los que saltaban en sus postes, inmóviles y aun así saltando eternamente con las cabezas bien altas, las bocas abiertas en una profecía carente de sonido, los ojos en blanco y las crines de madera siempre al vuelo, los cascos levantados. ¡Y los arreos, esas deliciosas tonterías talladas en sus cuellos, sus delgados cuerpos y sus crines onduladas! Los racimos de granadas que asomaban bajo aquellas sillas de montar tan largas y absurdamente poco prácticas, las rosas que caían en cascada a lo largo de los flancos marrones como si fueran capas de chocolate sobre un pastel, y las cintas de bajorrelieves color caramelo… Sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra y le permitieron ver por donde pisaba. Cally subió a la plataforma y fue de un caballo del tiovivo a otro, encantada, alargando sus huesudas manos para acariciar las doradas alas de ángel unidas a los hombros, el torrente de las crines y las cabezas enjoyadas, las polvorientas estrellas y crecientes lunares que adornaban un caparazón, o una gárgola de aspecto diabólico con alas de murciélago que se cernía sobre una cola. Broches y hebillas, una crin deliciosa que parecía hecha de algodón hilado y otra cubierta de campanillas doradas la hicieron pasar de la primera fila de caballos a los corceles más pequeños y gráciles que había detrás. Y entonces alzó la mirada pues sus ojos, entrenados para leer cualquier cosa, vieron unas palabras. Alguien había colocado una hoja de grueso papel sobre un panel de la cornisa interior que cubría el motor del tiovivo, y en la hoja una mano había escrito:

Así debió ser tras el nacimiento de la luz

En el primer lugar que giraba, los caballos hechizados

y su cálido paso

Saliendo del verde establo entre relinchos

Para recorrer los campos del deleite.

—Dylan Thomas —dijo Cally, asombrada, y su voz despertó ecos suaves en el pabellón del tiovivo—. «La colina de los helechos»… ¿Quién diablos ha puesto eso allí arriba?

Y entonces dio un respingo, igual que una cierva asustada, y se volvió para mirar hacia atrás como si esperara ver a alguien interponiéndose entre ella y el lejano óvalo de luz que era la salida. Pero entre ella y la salida no había más que los polvorientos caballos envueltos en sombras, esas siluetas convertidas en fantasmas por los débiles rayos de luz que se filtraban a través de las grietas: caballos de pastel de boda con los flancos cubiertos de manchas blancas dejadas por los pájaros que habían anidado allí. Pájaros y otras criaturas, roedores, puede que serpientes… Sojourner Hieronymus decía que las serpientes de cascabel hacían sus nidos en los huecos vientres de madera de los caballos de tiovivo, esperando el momento de asomar por los orificios de sus bocas como lenguas de veneno…

—Tonterías —murmuró Cally para sí misma. Sojourner Hieronymus también decía que las serpientes se metían por los trituradores de basura para esconderse en las alacenas detrás de los pasteles y las conservas caseras. Sojourner tenía un surtido interminable de estupideces como ésa. Aun así, Cally no acarició ningún caballito más. Miró a su alrededor y sus ojos fueron nuevamente hacia el poema de Dylan Thomas; el papel sobre el que estaba escrito parecía nuevo. ¿Quién lo había puesto allí? Algo grande y más humano que los pájaros o los roedores tenía que haber estado anidando en aquel sitio. Cally bajó los ojos y vio un montón de plátanos, pan Stroehman Sunbeam y unos cuantos paquetes de mantequilla de cacahuete. Cerca había unas mantas. Una vieja maleta de cartón debía haber servido para contener las escasas pertenencias de alguien.

Cally vio la maleta y dio tres pasos hacia ella para examinarla más de cerca. Su movimiento la colocó ante un gran espejo y la reluciente superficie manchada por el tiempo atrajo su mirada…

Se vio. Y, sin embargo, lo que vio no era ella: vio lo que casi parecía un esqueleto vestido con su ropa, su elegante camisa estampada, sus pantalones de montar y sus botas negras. Una cabeza que hacía pensar en un cráneo cubierta con su negro sombrero de montar y el cabello color vómito la contemplaba desde el espejo. Sus uñas, pintadas con el rosa de la casa Pepto-Bismol para complacer a Mark, coronaban dedos que casi se habían vuelto tan delgados como huesos.

Retrocedió bruscamente y fue hacia el agujero de la pared tratando de no ceder al pánico, deslizándose rápidamente por entre los caballitos y evitando tocar ninguno. Pasó sin verlos junto a un corcel de guerra cubierto por una armadura de escamas pseudo medievales, un abigarrado pinto con una crin amarilla, un caballo blanco…

Ya casi había llegado a la salida, pero se detuvo y contempló aquel caballo blanco pesadamente adornado y la luz de la comprensión se fue abriendo paso lentamente por su cerebro. La coraza rojo marrasquino, la placa de cristal enjoyado con las ondulaciones de terciopelo que la enmarcaban, los pliegues de tela que se acumulaban bajo la silla de montar…, pero no reconoció los arreos, y ni tan siquiera la placa de bronce que había en la brida, allí donde estaba escrito su número, el 666… No, reconoció al caballo. Esa cabeza de ojos almendrados, el cuello flexionado, esa grupa breve y firme, el cuerpo delgado… Cally ya había visto todo eso. El caballo que recordaba tenía un cálido pelaje blanco que ocultaba la dureza de los músculos; éste era madera cubierta de pintura blanca. Pero era el mismo caballo.

Era el caballo que había visto en la calle principal bajo una mujer demasiado hermosa para ser real.

Cally se dio la vuelta y se apartó del tiovivo moviéndose muy despacio, con calma, casi como si estuviera soñando. Salió del edificio medio en ruinas que lo albergaba y volvió a caminar bajo los últimos rayos de aquel sol de mayo que se acumulaba sobre el suelo como mantequilla derretida entre la sombra de las nubes y la penumbra de las langostas. El caballo negro del que se consideraba dueña seguía pastando cerca del edificio con tanta placidez como un viejo jamelgo acostumbrado a tirar del arado. Cally fue hacia él sin vacilar, le hizo levantar la cabeza de un brusco tirón y montó.

—«Diablo», sácame de aquí —dijo con el mismo tono de voz que empleaba con sus niños cuando esperaba ser obedecida.

«Diablo» la llevó por donde habían venido moviéndose con largas y tranquilas zancadas que iban devorando el terreno: bajaron por lo que en tiempos fue la línea del tranvía, saltaron la barricada del árbol en un vuelo mucho menos frenético que el anterior y avanzaron por el risco que dominaba el pueblo, ese pueblo tan alejado de todas partes, acurrucado en su valle como en el fondo de un abismo. Como si la red formada por el río color naranja, las vías de ferrocarril amarronadas por el óxido, los montones de escoria y las calles llenas de baches y los cables eléctricos y las cintas transportadoras y, bajo todo eso, los túneles de las minas…, sí, como si aquel conjunto de cosas hubiera acabado atrapándolo allí abajo, impidiéndole moverse. Verlo desde aquel punto al que no estaba acostumbrada hacía que siguiera pareciéndole extraño pero ahora sabía qué pueblo era. La torre del agua se agazapaba sobre los edificios. En invierno el humo amarillo del carbón barato se había cernido en una espesa capa sobre los tejados. La nieve negra se había desparramado por el suelo. Las palizas habían hecho que los niños acabaran volviéndose tan negros como el carbón. Quizá no hubiera otro invierno.

Ahora Cally sabía cuál era el nombre de ese lugar. Se llamaba Hoadley.

Cada vez que se veía obligado a estar de acuerdo con su madre Mark se daba cuenta de que iba haciéndose viejo. A veces bastaba con que le obligara a dar su brazo a torcer. Pero en este caso particular no le quedaba más remedio que admitirlo: su madre tenía razón.

—Es una anoréxica —había declarado mamá Wilmore contemplándole desde el otro lado de uno de esos pesados y abundantes almuerzos calientes a que le sometía periódicamente—. Cally está convirtiéndose en una de esas nerviosas anoréxicas.

Y cuando contempló el redondo y odiado rostro de su madre suspendido sobre la cazuela del estofado, Mark sintió que todo encajaba en su sitio. Un desorden nervioso… Claro. Ésa era la razón de que Cally hubiera estado actuando de una forma tan extraña. No se encontraba bien y sufría los efectos de una enfermedad lenta e insidiosa.

Había que obligarla a mejorar.

Anuló su partida de golf de la tarde para poder ocuparse de los preparativos. Cuando Cally volvió a casa después de haber montado a caballo, Mark la estaba esperando y nada más verla entrar en el apartamento se dio cuenta de lo cansada que estaba. Parecía a punto de perder el control de sí misma, se la veía tan delgada y frágil… Sintió cómo una oleada de culpa invadía todo su ser: ¿por qué no se había dado cuenta antes? Se puso en pie, fue hacia ella y la abrazó con mucha cautela, sin apretarla, como si estuviera hecha con cascaras de huevo y no quisiera romperla. Cally iba a decirle algo pero parpadeó y decidió aceptar el abrazo. Sorprendida, desde luego. Que Dios le perdone, ¿cuánto tiempo llevaba sin demostrarle que…, que la amaba?

—Cal —le dijo con voz enronquecida—, mira… Te he pedido hora para el doctor. —Retrocedió lo suficiente para enseñarle la tarjeta—. Quiero que vayas y que procures recuperarte. No te encuentras bien.

—¿Qué…? —Cally se encogió, apartándose para que no la tocara—. Mark Wilmore, maldito desgraciado, ¿cómo te atreves…? ¡No necesito ningún doctor! ¿Quién diablos te crees que eres? ¡No quiero que sigas intentando destrozar mi vida!

Un ataque de nervios y gritos. Eso demostraba que tenía razón.

—Cal, últimamente no eres tú misma.

—¿Y qué jodido yo misma he de ser?

Estaba tomándoselo cada vez peor. Mark intentó razonar con ella: se sentía amable, bondadoso, paciente y bastante más tranquilo que antes.

—Cal, basta con que te mires al espejo y lo verás. Estás tan nerviosa como una gata y te has quedado demasiado delgada. ¿Cuándo comiste por última vez?

Cally se calmó, o eso le pareció a él; no reconoció la parodia del tono de voz tranquilo y razonable que había empleado.

—Estoy a dieta, ¿comprendes? La gente que hace dieta no come mucho.

—Ya has hecho bastante dieta. Estás convirtiéndote en un esqueleto.

Cally torció el gesto igual que si la hubiera golpeado y le clavó una mirada llena de furia.

—¡No es cierto, maldito cabrón! —Nunca le había dicho nada semejante. Mark no pudo impedir que su reacción fuera casi tan violenta como la suya.

—¡Deja esa jodida dieta!

—¡No voy a dejarla! ¿Desde cuándo puedes ordenarme lo que he de hacer con mi cuerpo?

—¡Cally, ve al médico y él te lo dirá! Sufres de anorexia.

—Correcto. Muchas gracias, Gran Ojo Clínico.

No le creía. Quizá tampoco quisiera creer al médico. Mark sintió cómo el miedo empezaba a mordisquearle las entrañas.

—Cal —le dijo en voz baja y suave—, la anorexia puede matarte.

Cally le miró en silencio.

—Estoy muy preocupado por ti, de veras. —Era sincero, y se aseguró de que ella pudiera darse cuenta. Después trató de hacer una broma para que sus palabras no sonaran tan sombrías—. Eh, Cal, oye… Abajo tengo cadáveres más que suficientes. No quiero tener uno más aquí arriba.

—Mark —le dijo ella con voz cansada pero amable—, me encuentro estupendamente. No me voy a morir. Me gusta estar delgada, eso es todo.

—Tampoco quiero un esqueleto —dijo él.

No habría tenido que decirle eso: Cally se enfureció. Le miró fijamente y se marchó haciendo mucho ruido con las botas. Maldición… Sabía que un minuto antes casi la había convencido de que fuera al médico para tranquilizarle.

Cally volvió una hora después con los brazos llenos de libros de la biblioteca. Después de cenar (Cally comió un poco, a regañadientes, para complacerle) y en cuanto los niños se hubieron acostado cogió un libro y lo sostuvo ante su cara.

—Lee esto. Así verás que no tengo nada en común con el perfil típico de la anorexia.

—Cal, no deberías basarte en un libro para diagnosticar lo que te ocurre… —Y, nada más decirlo, se sintió culpable pues se dio cuenta de que él había hecho algo todavía peor: había emitido un diagnóstico basándose en un simple comentario hecho por su madre. Sería mejor que Cally no lo supiera nunca.

Cally siguió hablando sin hacer caso de sus palabras.

—Aquí dice que un anoréxico se pasa la vida pensando en la comida, y yo pienso en montones de cosas aparte de en la comida. Y la enciclopedia dice que los anoréxicos no tienen apetito, pero yo siempre estoy hambrienta.

—¿Y no crees que eso quiere decir algo? —le preguntó Mark sin levantar la voz, comprendiendo que Cally había cometido un error. Paciencia… Tendría que ser muy paciente y si quería conseguir algo debería escucharla con mucha atención y ejercer sus capacidades de oyente.

Cally le miró fijamente pero siguió hablando.

—Todos estos libros dicen que el enfermo de anorexia está atrapado en unas pautas de pensamiento y conducta infantiles. Te aseguro que yo no soy ninguna niña y que no actúo como tal.

¿Ah, no? Y un cuerno… Pero Mark se contuvo y no lo dijo.

—Inseguridad. Deseo de que le presten atención. Además, no tienen voluntad propia y siempre hacen lo que se les dice. Nada de todo eso se aplica a mí.

Desde luego: ojalá fueras un poco más obediente, pensó Mark.

—En resumen, todos estos libros dicen que un enfermo de anorexia es un adolescente que se siente atrapado y su enfermedad es una forma de rebelión oculta contra su familia. Ya no soy ninguna adolescente, mi padre ha muerto y mi madre se encuentra a centenares de kilómetros de distancia.

—Cally —dijo Mark—, me basta con que vayas al médico. Por favor…

—¿Por qué he de perder el tiempo en eso?

—¡Cal, por favor! Sé que tienes algún problema. —Decidió seguirle la corriente y fingir que aceptaba los resultados de su investigación en la biblioteca—. Si no es anorexia quizá sea alguna otra cosa. Algo igual de malo… —Dejó que le temblara la voz—. Cáncer, quizá.

Cally siempre había cedido a sus ruegos… Le miró fijamente y Mark se dio cuenta de que la había asustado y había logrado conmoverla. Y entonces vio cómo una lucha interior que no comprendía tensaba los músculos de su flaco rostro.

Ese rostro…, empezaba a pensar que ya no le gustaba demasiado.

Cally había decidido volver a ponerse tozuda.

Y vio cómo acababa decidiendo no hacerle caso. Pura y simple obstinación, igual que una niña. No iba a hacer lo que él quería que hiciese. Lo supo incluso antes de que Cally hablara.

—No, Mark Wilmore. Estamos hablando de mi cuerpo y aunque a ti te parezca que estar delgada no me sienta bien, a mí sí me lo parece.

Lágrimas de irritación… Al menos aún era capaz de llorar.