CAPÍTULO NUEVE

A comienzos de ese cálido verano Tammy había descubierto el truco de producir un sonido líquido parecido al de una nota de flauta con los labios. Su nueva habilidad la tenía enormemente complacida. Se pasaba el día ocupada en sus misteriosos asuntos de la preadolescencia silbando de forma melodiosa pero totalmente aleatoria, como un pájaro enloquecido, y de noche se quedaba dormida silbándose suavemente a sí misma. La fluidez de los sonidos atonales producidos por aquella niña extasiada consigo misma hacía que Cally sintiera oleadas de un afecto anhelante. Tammy había sido su primer bebé y Tammy estaba creciendo… En aquellos momentos tenía la impresión de que Tammy era la única cosa buena de su vida. Todo lo demás parecía cargado de oscuras amenazas, y empezaba a pensar que nunca volvería a llevarse bien con Mark. En su interior había un demonio que jamás se lo permitiría. Podría haberse tragado la ira que sentía, sonriendo con los dientes apretados y haciendo las paces con él mediante ofrendas de comida, lágrimas y palabras conciliatorias, tal y como aconsejaba la sabiduría de Hoadley y tal como la apremiaba a hacer su dolorido corazón…, tal y como había hecho muchas veces antes. Pero una tozudez nueva e inflexible se lo impedía. El domingo se quedó en casa y no fue a la iglesia: la dureza de los bancos resultaba incómoda para su cuerpo, cada vez más huesudo, pero jamás lo confesaría en voz alta por lo que convirtió su acto en un desafío y se quedó sentada en el porche del apartamento leyendo el periódico mientras los que iban a la iglesia pasaban ante ella, y lo hizo sin más razón que escandalizar a Hoadley y disgustar a Mark.

Localizó a Tammy guiándose por el torrente ininterrumpido de sus silbidos y a Owen gracias a las ráfagas de ametralladora de los dibujos animados que estaba viendo por la televisión, les dijo que vinieran y los tres salieron por la puerta del apartamento y fueron por la acera hacia la casa de mamá Wilmore. Pensaba dejarlos allí mientras iba a montar. Desde su última discusión con Mark no había pasado un día sin montar a caballo durante horas, al amanecer, al ocaso, hacia el mediodía o cuando ya había anochecido, bajo la luz de la luna, a veces hasta dos o tres veces al día, y su constancia en el montar le había permitido llegar a una especie de acuerdo con su rebelde caballo negro, aunque no salía a montar por eso… Pasó ante la austera casa gris de Sojourner Hieronymus y saludó a la anciana del porche con una leve oscilación de la mano, haciendo caso omiso de la costumbre que le ordenaba pararse y hablar. Ya no le importaba lo que los demás pudieran pensar de ella. En cuanto a Mark…, bueno, era el que menos le importaba. Iría a montar por aquellas deliciosas colinas, disfrutaría de su vida o lo que le quedaba de ella y al infierno con Mark y todos los demás.

Owen apuntó con el índice a Sojourner y le dedicó unas cuantas imitaciones de disparos; Cally no intentó impedírselo. Tammy pasó ante el porche de color gris con su suave cabellera oscilando de un lado para otro y le silbó unas notas tan líquidas como los ojos con que lo contempló.

—¡La niña que silba y la gallina ruidosa siempre acaban de una forma espantosa! —proclamó Sojourner, y su voz resonó con el seco estampido de una gran vasija de barro al ser golpeada.

Tammy la obsequió con la sonrisa valiente de una niña buena dispuesta a perdonarlo todo y se alejó silbando.

—Cierto —dijo Cally en tono irónico.

Después de haber dado tres zancadas miró a su hija y sintió un escalofrío de miedo.

El cambio era tan sutil que quizá sólo los ojos de una madre podrían haberlo captado, y para percibirlo se necesitaba el escrutinio de una madre tan llena de amor y de atención como ella. Cally lo vio. Un instante antes las pupilas de Tammy mostraban esa peculiar mezcla de concentración y amplitud de barrido, de fiereza esencial y salvaje dependencia propia del cervato y el cachorro de zorro, aquello a lo que llamamos inocencia, y todo eso se había convertido en… otra cosa. Tammy silbó y le devolvió la mirada a su madre con expresión pensativa, como si fuera Eva llamando a la serpiente para que tomara su ración de leche.

—No —susurró Cally.

—¿No qué? —quiso saber Tammy. Su aguda voz de chiquilla parecía la misma de siempre.

—Nada. —Cally llevó apresuradamente a sus dos hijos a la casa de su suegra y los dejó allí sin perder el tiempo en un cortés intercambio de naderías con mamá Wilmore. Volvió a casa por el callejón de atrás para no tener que vérselas con Sojourner y corrió, oyendo el eco de sus botas de montar sobre el asfalto. Se sentía llena de una extraña energía febril y nada natural, aunque llevaba días sin tomar más que unos puñados de comida.

En vez de subir a su coche y partir rugiendo a una peligrosa velocidad con rumbo al establo, tal y como había planeado, invadió el silencio del salón de pompas fúnebres y sus gruesas alfombras con sus pies calzados en las botas, buscando a Mark.

Le encontró subido a una escalera: estaba quitando los cristales de la araña colgada en el techo de la Sala Melocotón para poder limpiarlos. Le encantaba hacerlo; cuando no tenía nada más urgente de que ocuparse era capaz de pasar horas sentado esperando el aviso de una defunción mientras mojaba en agua aquellas pequeñas espadas de cristal, frotándolas y dándoles brillo.

—Mark —le dijo Cally sin más preámbulos—, voy a sacar a los niños de Hoadley.

Mark le lanzó una mirada cautelosa desde lo alto de su escalera y no dijo nada: Cally ya le había dado demasiadas sorpresas desagradables y no sabía cómo reaccionar. Cally, que sólo pensaba en sus propios problemas, contempló su rostro y no percibió más que una mascara de irritación en la que no había ninguna respuesta a sus palabras.

—Estarán mejor en algún otro sitio —dijo.

—¿Por qué? —Mark había recuperado la voz—. ¿Porque has decidido ingeniártelas para que acabe tan loco como tú? Creo que puedes conseguirlo.

Cally movió la cabeza con los ojos entrecerrados hasta convertirlos en dos rendijas: deseaba lanzarse sobre él y pisotearle con sus duras suelas. ¡Aquel maldito imbécil se negaba a entender nada!

—No, no puedo —afirmó, haciendo que sus pulmones en llamas emitieran una voz seca y áspera—. El mundo se está volviendo loco. Me limito a seguirle la corriente. Quiero sacar a los niños de aquí. Hoadley será el principio.

—Comprendo. —Mark habló con voz sarcástica aunque lo cierto es que, de una forma extraña y confusa, una pequeña parte de su cerebro lo comprendía. Parpadeó y clavó los ojos en su esposa, demasiado asustado para que su mente captara mejor lo que ocurría—. ¿Y dónde te propones dejar aparcados a los niños? ¿En casa de tu madre?

Cuando trazaba sus apresurados planes, Cally había pensado mandarlos a casa de una vieja amiga suya con la que había compartido la habitación en la universidad. Pero la forma en que Mark pronunció las palabras «tu madre» hizo que la adrenalina de la defensa primaria invadiera todo su ser. La familia… No, en Hoadley se escribía y se pronunciaba f-a-m-i-l-i-a. Era la palabra sagrada. Y, maldita sea, ella tenía su propia familia y no era Hoadley ni la familia de Mark, sino la suya; oírle hablar de su madre hizo que Cally decidiera acudir a ella. Cally pensó en sus padres tal y como apenas si había pensado en ellos durante todos sus años de Hoadley, y no logró recordar claramente sus rostros. Era como si una neblina formada por ese humo amarillo del carbón barato quemado en Hoadley se interpusiera entre ella y la imagen. Aun así, volvió a convertirse repentinamente en la niña pequeña de sus padres y se sintió invadida por la ciega ira propia de una niña.

—Creo que es una idea excelente —dijo. Cada palabra era un arma de agudo filo.

—Cally, no estás pensando de una manera racional. —Mark se dio cuenta de que había cometido un error e intentó razonar con ella—. Tu madre mata las plantas. Ni tan siquiera consigue acordarse de cuando ha de darle la comida al gato…

—¡Es mi madre! Tú siempre la insultas. Nunca te ha gustado.

—¡Sólo te estoy recordando cómo es! Cal…

Cally dio un paso hacia delante apuntándole con el mentón y Mark bajó los ojos hacia ella desde lo alto de su escalera: el rey de los muertos en su palacio amueblado con lotes comprados al por mayor, Mark, subido a su trono con la araña de cristal sobre su cabeza como si fuese la corona de un megalómano… Cally sintió el deseo de hacerle caer, rebajándole hasta colocarle en un nivel desde el que pudiera mirarle sin alzar la cabeza, pero tuvo que conformarse con clavar los ojos en sus fosas nasales y le dijo:

—Si quiero puedo mandar a mis hijos de visita a casa de mi madre, ¿no?

—Cal, también son hijos míos. —Mark bajó del pedestal por voluntad propia para que sus ojos pudieran encontrarse sin tantas dificultades. Sus clases de cómo tratar con los deudos afligidos en la escuela de embalsamamiento le habían enseñado todo cuanto había que saber sobre el contacto visual. Se puso ante Cally y mantuvo un sincero contacto visual con ella mientras le hablaba—. Me has dicho más de cien veces que nunca le importaste de niña. ¿Por qué quieres mandarle a Tammy y Owen?

En ese momento Cally podría haber mandado los niños a cualquier otro sitio con poca o ninguna resistencia por parte de Mark, pero se negó a comprenderlo y a sacar partido de su ventaja. Aborrecía esos juegos de psicología popular suyos —¿tan estúpida la consideraba?—, y ya había olvidado la dirección original de la discusión. Estaba decidida a defender el honor de su familia, como si la propia valía de Cally dependiese del lugar en que se había criado y del haber surgido de algún lugar en concreto.

—¡Al menos mi madre les proporcionará espacio para respirar! Les dejará hacer algunas cosas por su cuenta, dejará que crezcan un poco. Estar con ella les será más beneficioso que estar con esa…, esa madre pulpo tuya, con sus tentáculos metidos en todas partes.

La rabia hizo que el rostro de Mark se pusiera rojo hasta el nacimiento del cabello. Olvidó que más de una vez había confesado detestar a la mujer de cerebro mezquino y escasas luces que le había dado a luz. Apretó los puños, se acercó a su esposa hasta que sólo unos centímetros le separaron de ella y pegó su rostro al suyo; el campo de juego y los vestuarios le habían enseñado las artes masculinas de la intimidación.

—No metas a mi madre en esto —la advirtió.

—No lo haré. Es una vieja insoportable que sufre de retención anal. ¡Ten la bondad de recordar que Tammy y Owen tienen más de una abuela! ¿Dónde está escrito que sólo deban visitar a tu madre y nunca a la mía? —La potencia de su rabia la hizo sentir una extraña emoción y la llenó de júbilo, como si estuviera montada encima de su negro «Diablo» lanzado a un galope incontrolable—. Siempre has estado celoso de mi madre porque tiene un poco de cerebro y es independiente, y porque puede que algún día te deje y decida vivir sola como ella. No puedes soportar a una mujer independiente, ¿verdad? Tu madre se pasa todo el día metida en su cocina, arrastrándose sobre su trasero y…

Mark le dio una bofetada.

Después se dijo que estaba histérica. La había abofeteado para que dejase de gritar. Y, de hecho, el golpe que le propinó con la palma de la mano apenas si llegó a la categoría de bofetón. Hizo que Cally se tambaleara, pero la sorpresa fue mucho mayor que el daño. Cally sólo tragó aire por dos veces antes de volver a gritar.

—¡Bestia! —gritó, repitiendo algo que le había oído gritar a su madre durante una pelea con su padre a última hora de la noche, cuando se suponía que Cally estaba dormida y no se enteraba de nada. (Al crecer llegó a la conclusión de que su matrimonio no había ido demasiado bien. Una relación gélida a la luz del día y peleas por la noche… Y el suyo, ¿era mejor?)—. ¡Animal! Sí, tienen razón, todos los hombres son unos animales… No sois mejores que animales. ¿Cómo puedes ser tan salvaje?

—Cal, lo siento —dijo Mark, contrito y furioso; Cally le miró a la cara y vio cómo el rubor de la rabia se encendía y se esfumaba, dejando tras de sí la palidez de la confusión—. Basta. Estás histérica. Sólo quería que dejaras de gritar. No deberías gritarme así…

Cally pasó a la acción antes de que hubiera terminado de hablar y le pegó. Mark dio un paso atrás, esquivando el golpe y éste no dio en el blanco. Cally le miró y su rostro parecía una espantosa calavera de Halloween: hasta ahora Mark no se había dado cuenta de que los pequeños músculos situados alrededor de sus ojos empezaban a resultar tan visibles como si la piel se hubiera derretido, como si Cally tuviera la firme intención de convertirse en un grabado anatómico… Le enseñó los dientes y jadeó, dejando escapar una exclamación inarticulada a través de aquel rictus casi desprovisto de labios, y acabó dándose la vuelta para salir huyendo con un estrépito de botas y un sonoro golpe de la gruesa puerta del salón de pompas fúnebres.

Mark sabía que iría a montar. Durante una fracción de segundo se permitió albergar la esperanza de que acabaría rompiéndose su flaco y tozudo cuello. Cally no había llorado, y eso le molestaba. Mark no amaba las lágrimas; Dios, no, y menos teniendo en cuenta cuál era su profesión… Pero lo cierto es que si hubiera llorado se habría sentido un poco mejor.

Volvió a ocuparse de su araña y sus bonitas espadas de cristal, no sabiendo qué otra cosa podía hacer.

—Bestia —le dijo con amargura a las espadas relucientes—. Estupendo. Pierdo los estribos una vez en diez años y soy una maldita bestia.

—¿Sabes una cosa, Bar? —me dijo una noche Ahira en ese tiovivo suyo—. Puedo hacer que la gente se vuelva realmente loca.

Sí, lo sabía. Ahira estaba volviéndome realmente loco. Sabía que la amaba, o eso pensaba yo, porque ahora parecía saberlo todo y porque a veces me miraba como si estuviera riéndose de mí. Pero quizá no supiera que yo sabía que era Joanie Musser. Nunca se me había escapado. Y a ella no parecía importarle que yo la amara, porque no me dejaba tocarla ni nada de eso. Intenté tocarla un par de veces y me apartó y empezó a burlarse de mí.

—Barry Beal —me dijo—, me doy cuenta de que nunca has tenido ni idea de cómo hacerle el amor a una chica, ¿verdad?

La verdad es que me daba miedo tocarla. Tenía la sensación de que nunca podría tocarla o hablar con ella ni hacer nada, porque era tan hermosa y tan fuerte que te asustaba y yo no era más que el viejo Bar, tan feo como siempre… A veces deseaba que no hubiera vuelto, no como Ahira. Lo único que deseaba era recuperar a la vieja Joanie y, naturalmente, no podía decirle lo que sentía, y ésa era la razón de que tuviera la cabeza hecha un lío porque me sentía como un perro callejero que no tiene ni un sitio donde dormir. Pero, qué diablos, yo sabía que siempre estaría junto a Joanie y que siempre estaría dispuesto a ayudarla, pasara lo que pasase… Aunque tuviera que enfrentarme al infierno o a lo que fuese.

A esas alturas ya me imaginaba qué infiernos había planeado Joanie. Quería que Hoadley acabara justamente ahí, en el infierno. No podía culparla, pero me alegraba de que mi familia viviese fuera del pueblo.

—¿Qué quieres decir con eso de que puedes volver loca a la gente? —le pregunté.

—Esa tal Norma Musser que está tan convencida de ser una santa… Ya la conoces. ¿No crees que su mente necesita algunos arreglos?

Entonces supe que se refería a su propia madre. No dije nada.

—Conozco todos sus botones y sé cuáles he de apretar —dijo Ahira—. Sabe que yo maté a su adorado pastor Culp y ha oído contar que soy el Anticristo y que he puesto la marca de la bestia sobre las personas a las que he curado, y te apuesto a que aun así puedo conseguir que haga lo que quiero.

—¿Como qué?

No dijo nada y lo único que hizo fue sonreír tal y como le había sonreído a Culp. Y Culp estaba muerto. No creía que tuviera intención de matar a su madre o, al menos, no ahora mismo, pues se suponía que toda la gente de Hoadley no tardaría en morir. Pero me imaginé que debía tener planeado algo que quizá fuera todavía peor, y la verdad es que no quería saber de qué se trataba. Aunque acabara de preguntárselo…

—¿Para qué quieres volver loca a la gente? —le pregunté.

Joanie no me respondió pero dejó de sonreír. Su rostro de Ahira no me decía nada pero tuve la sensación de que algo la preocupaba.

—Vamos a verla —dijo por fin.

—Yo no iré —dije yo.

—Sí que irás.

—Tengo que volver a casa —le dije.

Pero acabé yendo con ella. Nunca he sabido decirle no a Joanie. Me hizo subir a uno de esos extraños caballos de madera suyos, uno de color negro, y el caballo cobró vida igual que el suyo, el blanco, y nos bajaron por la montaña y fuimos a Hoadley dando un rodeo, así que acabamos llegando a la casa de los Musser por la parte de atrás, cruzando el Arroyo de las Truchas, y supongo que nadie debió vernos. Ya era más de medianoche y todo el mundo estaba en sus casas.

En cuanto atravesamos el arroyo Joanie se bajó del caballo, me dijo que hiciera lo mismo y los caballos se marcharon no sé dónde. Nos acercamos a la casa de los Musser a pie. Joanie esperó un poco antes de entrar. Se quedó quieta unos momentos al pie de esos peldaños que parecían a punto de caerse, contemplando la casa, y dijo algo como si hablara consigo misma.

—Oh, rosa, estás enferma —dijo en voz muy baja—. El gusano invisible que vuela en la noche y el aullido de la tormenta ha descubierto tu lecho de alegría escarlata, y su oscuro amor secreto…

—¿Qué? —le pregunté yo.

—… destruye tu vida —dijo ella, bajando todavía más la voz.

—¿Qué?

No me miró y no dijo nada más. Entró en la casa. Antes buscó por debajo de los peldaños y encontró la llave, fingiendo no saber dónde la habían escondido porque yo la observaba, pero después resultó que la puerta no estaba cerrada. Le bastó con tocarla: la puerta se abrió y ella entró caminando tan silenciosamente como si fuera una gata, y yo la seguí.

Una luz blanquecina procedente de la calle entraba por las ventanas pero no se oía ningún ruido, sólo alguien que roncaba. Era el señor Musser, el viejo Roland, tumbado sobre la mesa de la cocina. Joanie no le miró. Se plantó en el centro de la habitación y miró a su alrededor. Supongo que volver a ese sitio debía hacer que se sintiera algo rara. Los tablones del suelo estaban medio sueltos y el viejo papel de pared se había desprendido, los muebles estaban a punto de romperse y los sofás y las sillas tenían agujeros por los que se les salía el relleno: parecían las entrañas de un animal atropellado en la carretera. Joanie…, Ahira, quiero decir, llevaba uno de esos vestidos blancos y azules suyos que casi notaban y estaba tan hermosa que parecía un ángel que había llegado al sitio equivocado. Supongo que al estar allí hacía que esa choza pareciese todavía más fea y sucia de lo que realmente era.

La madre de Joanie estaba acostada en un viejo sofá lleno de bultos, tapada con una de esas colchas de ganchillo medio deshilachadas. Cuando la veías en la calle te parecía una de esas mujeres flacuchas y medio gastadas por la vida, pero aquí, tumbada en el sofá con la luz de la calle, tenía ese aspecto un poco raro de la gente cuando está dormida, como si fueran más jóvenes y mejores de lo que realmente son. Al dormir la señora Musser parecía casi tan bonita como Ahira y Joanie se quedó quieta y la miró durante un rato antes de acercarse a ella y cogerla de la mano.

—Ven —le dijo, sólo eso, y Norma Musser se despertó sobresaltada y Ahira siguió cogiéndole la mano—. Ven, María del Milenio —dijo Ahira en voz baja—. Prepárate para el éxtasis. El novio te espera.

Norma Musser logró abrir la boca y dejó de parecerme bonita. Me recordó a uno de esos personajes que salen en las películas de terror cuando intentan tragar aire.

—¡No! —quiso gritar, pero sólo le salió un graznido—. Tú… —dijo.

—Soy la que ha sido enviada —dijo Ahira en voz baja y suave, con esa voz sedosa suya—. Oh, mujer de poca fe, si el diablo puede citar las Escrituras, ¿no es posible que el Todopoderoso hable por la boca de una pecadora? Te digo que eres la elegida. Tú eres quien llevará en su seno al hijo sagrado, el mesías de la Parusía.

Joanie no me había mentido: desde luego, sabía muy bien qué botones debía apretar. La señora Musser se había pasado toda la vida queriendo ser la Escogida. Abrió los ojos, la miró como si fuera a echarse a llorar y dejó de tener miedo. O, al menos, ya no tenía el mismo miedo que antes… Parecía asustada pero era un temor santo.

—Pero…, ¿por qué? —preguntó—. ¿Por qué yo?

—¿Y por qué María de Nazaret? ¿Por qué Cenicienta para el príncipe? —Ahira se puso en pie y Norma Musser también se levantó. La luz de la calle hacía que su viejo camisón descolorido se volviera blanco y azul, y las dos se parecían mucho—. ¿Por qué no tú, débil mujer? —dijo Ahira en un tono de voz distinto al de antes—. ¿Acaso no eres digna de ello? ¿No eres piadosa y humilde, no eres una santa?

—Pero…, pero…, ¡soy estéril! —Norma Musser se agarró con las dos manos a la mano de su hija, apretándola muy fuerte como si no quisiera soltarse, como si no le importara lo que su boca estaba diciendo. Pero no sabía que era su hija.

—También lo era Isabel, la madre de Juan el Bautista —dijo Ahira—. Y Sara, madre de Abraham y madre de la nación de Israel… Ven, basta de charla. ¿Acaso no tienes fe? ¿No conoces el poder de Aquel que me ha enviado a buscarte?

Ahira la llevó hacia la puerta y yo las seguí a unos pasos de distancia y creo que la señora Musser ni llegó a verme, tan absorta estaba en lo que le ocurría.

Joanie se llevó a su madre hacia Hoadley por el lado derecho de las vías del ferrocarril, allí donde empiezan las mejores casas, las que están hechas de ladrillos amarillentos. A lo largo de la calle principal hay un gran solar que hace pendiente y en lo alto hay uno de esos altares de la Virgen María, ésos donde la gente pone una Virgen de escayola y una vieja bañera medio hundida en el suelo. Nuestra Señora del Retrete, solíamos llamarla Joanie y yo cuando estábamos en la escuela… Joanie llevó a su madre hasta la Virgen de escayola y se detuvo. Yo me quedé junto a una de las grandes píceas que crecen al borde del solar, observándolas.

—La madre de nuestro señor Jesucristo da la bienvenida a la madre del nuevo mesías —dijo Ahira. Hizo una especie de reverencia ante la Virgen de escayola y Norma Musser hizo lo mismo. Después Joanie se volvió hacia su madre—. Se ha dicho que María de Nazaret concibió gracias a que una paloma entró en su oído. —La voz de Ahira volvía a tener ese tonillo un poco extraño de antes. Supongo que la señora Musser no sabía a qué era debido pero yo sí lo sabía. Joanie se estaba burlando de alguien, aunque no se riera en voz alta. A veces lo había hecho conmigo—. O quizá fue un rayo de sol, o una lluvia de oro… Pero la madre de Aquel Que Ha De Venir debe concebir de una forma más auténtica. Ha de ser fecundada por el novio en persona.

Y el novio asomó por detrás de la bañera que servía de altar.

—Oh, Jesús —me dije, porque era él. No quiero decir que fuese Jesús, no… Era él. Yo, el que vi en el espejo del tiovivo, pero yo no sabía que fuese real y no sabía que fuera por el mundo desnudo, hasta de cintura para abajo… Y no sabía que su cosa era muy distinta a la mía. A él nunca le habían civilizado esa parte. Claro que no había razón para que eso me sorprendiera tanto… El resto de su cuerpo tampoco era nada civilizado, porque todo él era muy hermoso y raro y aunque no soy mujer comprendí que debía ser capaz de volverlas locas a todas. Supongo que de noche las mujeres sueñan con tipos como ése igual que yo sueño con mujeres…

Me volví hacia Joanie para ver si aquel tipo la excitaba y ella ni tan siquiera le estaba mirando. Estaba mirando a su madre y en esa cara suya parecida a una máscara había algo que no logré comprender.

Entonces se puso de rodillas.

—Madre —dijo—, tu bendición.

Apenas oí su voz comprendí lo que había visto en su cara. La voz de Joanie siempre me había permitido saber lo que le pasaba por la cabeza. Ahora sentía dos cosas distintas que luchaban entre sí y le hacían temblar la voz, y esas dos cosas eran el dolor y el odio. Joanie Musser seguía sintiendo dolor y aún quería a su madre, por mucho que Ahira la odiase. Joanie Musser deseaba que Norma Musser la tocara suavemente con sus manos y que le dijera palabras tiernas, aunque sólo fuera porque había conseguido engañarla. Y Norma Musser así lo hizo.

Puso sus manos sobre la cabeza de Joanie. Su expresión era la misma que si estuviese haciendo el amor, pues ahora sabía que iba a ser la madre de todo el nuevo mundo. Nunca llegó a saber qué quería decir Ahira cuando la llamaba Madre.

—Bendita seas, niña mía —le dijo en un susurro, y no se lo decía a la hija de su carne, aunque realmente lo fuese.

Y Joanie inclinó la cabeza. Después se levantó y vino a reunirse conmigo y nos quedamos medio escondidos entre las píceas.

Norma Musser se volvió hacia aquel desconocido y le miró como el ciervo que está a punto de recibir el disparo que le mandará al cielo, y me di cuenta de que a él se le estaba empezando a poner dura, y comprendí que aquel tipo era capaz de hacer el amor con quien fuera, donde fuese y cuando fuese.

—Jesús —volví a decir, y aparté la mirada.

—Todo va bien —dijo Joanie, hablando en voz muy baja pero muy seca. Les miré. La señora Musser se había quitado el camisón y ahora estaba tan desnuda como ese tipo que le serviría de novio, y él estaba empezando a pasarle las manos por su viejo y fláccido trasero.

Me volví hacia Joan…, hacia Ahira, quiero decir, que estaba de pie junto a mí, y ella era hermosa y estaba observando aquello que yo no podía ni ver, tan avergonzado me sentía, y no se le movía ni un solo músculo de la cara pero me di cuenta de que toda ella temblaba igual que un motor, y aquellas manos suaves y delicadas suyas se habían apretado hasta convertirse en puños.

—Todo va bien —volvió a murmurar, y de repente, por primera vez en mi vida, comprendí qué clase de odio es el que hace que la gente pinte «Jódete» en el garaje de alguien.

No quería ver nada más y no tenía intención de hacerlo, pero no pude impedirlo, seguí lanzándoles miradas de soslayo y apartando la vista hasta que no me quedaba más remedio y tenía que volver a mirar. No podía evitarlo. Sus dos cuerpos estaban enredados el uno en el otro envueltos en la noche y en la luz blanquecina de la calle, y no podía verles bien, era como estar en uno de esos espectáculos pomo donde las luces se encienden y se apagan continuamente. Aquel tipo tan extraño, el novio, mi doble…, todos sus movimientos y sus actos me parecían tan llenos de gracia, tan fuertes, salvajes y tiernos que hasta era capaz de conseguir que el acto sexual con la vieja Norma Musser te resultara excitante, y durante todo ese tiempo supe que cuando me despertaba de noche con la ingle húmeda y pegajosa no había soñado con las mujeres en general. No, había soñado con una sola mujer… Con Ahira. Con Joanie, quiero decir, salvo que ella es Ahira y es hermosa, y soñaba que ella me hacía el amor lenta y apasionadamente. A mí, el viejo y feo Bar Cara-de-Mermelada.

Y ella estaba a mi lado, temblando por culpa del miedo y el dolor. Queriendo que la amaran…

—Joanie… —le susurré—. Yo puedo amarte así. Puedo amarte igual de bien que ese tipo. Dame una oportunidad, Joanie.

No me oyó. Tenía los ojos clavados en su madre y su madre estaba follando delante de Nuestra Señora de la Bañera, y yo también miré hacia allí y la luz blanquecina de la calle se había vuelto de un rojo brillante, y los dos cuerpos blancos que había delante de la Virgen de escayola estaban iluminados por una serie de parpadeos, como en una película cuando no se ve bien. Un coche de policía se acercaba por la calle. Lógico. La gente decente de Hoadley estaba dormida, pero un poli de Hoadley sabe encontrar el camino que le llevará hacia un espectáculo como éste tan seguro como que el perro huele a la perra en celo.

Joanie sonrió y me pareció que parpadeaba, y todo su rostro se quedó muy tenso durante un segundo…, y el tipo que hacía de novio desapareció como si nunca hubiese estado allí. La madre de Joanie estaba tumbada en el suelo, desnuda en el patio trasero de alguien delante de su altar con los pies al aire, blancos como un pescado muerto, y un crucifijo apretado contra sus viejos y fláccidos pechos.

Me quedé tan sorprendido que di un paso hacia delante, pero Joanie me agarró por el brazo y me hizo meterme entre las píceas.

Acabamos saliendo por el otro lado. Nos alejamos de Hoadley y aquel poli se quedó tan impresionado por lo que encontró que supongo no llegó a vernos.

Internaron a Norma Musser en un hospital psiquiátrico y la historia de lo que había hecho corrió por todo Hoadley, y nadie pudo comprender nunca por qué lo había hecho. Norma Musser salió del hospital unos días después y no se quedó mucho tiempo en el pueblo. La vergüenza no la dejaba ni caminar por las calles. Metió sus ropas y sus cosas en una caja, se subió a un autobús y se marchó. Nadie sabía adónde se marchó, ni tan siquiera su esposo. Cuando alguien le preguntaba por ella nunca conseguía sacarle nada en claro… Supongo que cuando se marchó él debía estar tan borracho que ni se enteró.

Joanie consiguió vengarse de su madre y cobrarse todas las veces que la había llamado ramera de Babilonia. Todas esas acusaciones de haber fornicado en la casa no eran nada comparadas con que la pillaran desnuda haciendo el amor con un crucifijo delante de un altar dedicado a María. Lo que Ahira le había hecho no me gustaba nada. Era el truco más feo que jamás había visto. Cuando volví a estar con ella no fui capaz de mirarla a la cara, tan avergonzado estaba de lo que había hecho y de haber estado allí para presenciarlo. Pero cuando pensaba en ello…, bueno, supongo que tenía sentido. Tener que marcharse del pueblo y lo que su madre le había hecho eran más o menos lo mismo, ¿no?

Y entonces pensé: ahora la madre de Joanie ya no vive en Hoadley. Ahora no tendrá que ir al infierno con el resto del pueblo. Pasó unos días muy malos pero seguirá viva cuando todos los demás estén muertos.

Y quizás ésa hubiera sido la intención de Joanie desde el principio.

Además, me acordaba de cómo se había puesto de rodillas suplicándole su bendición.

Y también empecé a pensar en aquel novio. Eso de que fuera mi doble me preocupaba un poco. Había montones de preguntas que quería hacerle y la más importante de todas era qué había entre él y Joanie.

Sabía que Ahira estaría en el parque, pero no fui allí sino que subí hasta ese tiovivo suyo. No se me ocurría otra forma de encontrar a ese tipo.

Empecé a subir por la colina en cuanto salí del trabajo y cuando llegué allí aún había bastante luz, pero dentro del edificio estaba muy oscuro. Encontré las cerillas de Joanie y encendí unas cuantas velas que había repartido por el sitio metiéndolas en botellas de Mogen David que habría recogido no sé dónde. Encendí velas y velas hasta que tuve la luz suficiente para poder verme en el espejo. Bueno, hasta que pude verle a él, quiero decir…

Y ahí estaba él, devolviéndome la mirada, y me sonreía con una especie de mueca como diciendo anda-y-come-mierda.

—Sal de ahí para que pueda hablar contigo —le dije.

No quiso salir pero me respondió.

—¿Por qué estás tan preocupado? —me preguntó—. No soy más que tu sombra. Ya lo sabes, ¿no?

Que me dijera que estaba preocupado no me gustó nada. Era cierto, sí, pero no me gustó oírselo decir.

—¿De dónde has venido? —le pregunté.

—¿De dónde crees tú?

—¿Quién te hizo? ¿Ella?

—¿A quién te refieres?

—Ya sabes de quién hablo.

—Sí, ella me creó usando sus recuerdos de cuando soñaba contigo.

Lo dijo de una forma tan fea y sucia que eso no me hizo sentir mucho mejor. Sólo después empecé a pensar en lo que me había dicho… ¿Cuando soñaba conmigo? Y me imaginé que estaba mintiendo. No, Ahira no podía soñar conmigo, era imposible.

—¿Cómo te creó? —le pregunté.

Se limitó a sonreír. Me di cuenta de que estaba más celoso que preocupado.

—¿Lo ha hecho contigo? —le pregunté.

Se rió. No es que yo me tomara esa risa como que sí, que lo había hecho con ella, no fue eso, pero algo en su manera de reírse, como si estuviera burlándose de mí o de Joanie o quizá de los dos…, bueno, me volví loco de ira. Cogí una botella de vino para lanzarla contra el espejo. Pensé que si no era más que mi sombra tenía todo el derecho del mundo a librarme de él, ¿no?

Dejó de reírse y dio una especie de respingo y antes de que yo pudiera hacer nada ya había salido del espejo y estaba ante mí, entre los caballitos de madera, y me cogió por la muñeca. Tenía una mano muy fuerte y era más alto que yo y aunque estaba desnudo supe que no podría con él. Me apretó la mano hasta que dejé caer la botella de vino y entonces me soltó.

—Tendrías que preguntárselo a ella, no a mí —me dijo.

Yo seguía muy enfadado con él.

—Lo harías con cualquiera, ¿verdad? —le dije—. Donde fuera y cuando fuese.

—Está en mi naturaleza, aunque con algunos resulta más placentero que con otros. —No parecía enfadado. Me miraba a la cara y no levantaba la voz—. Eres mi eidolon, mi paradigma, mi modelo y mi espejo —me dijo en voz baja—. Eres lo mejor que hay en mí. Hacerlo contigo…, no podría haber un placer mayor.

Santo Dios, además era marica… Nunca había tenido que aguantar el que un marica me hiciera proposiciones. Pero lo extraño es que durante unos segundos casi tuve la impresión de que no sería nada malo. No, hasta pensé que resultaría agradable… Ya no estaba enfadado con él. Él haciéndome el amor… Bueno, ¿quién diablos iba a amarme si no? Era yo mismo. Podía amarme, ¿no?

Entonces me puso una mano en el brazo y vi el hambre que había en esos ojos marrones suyos y supe que él quizá fuera yo pero también supe que no funcionaría. No me gustaba demasiado. Le aparté de un empujón y el pensar en lo que había estado a punto de ocurrir hizo que me echara a temblar.

—No tienes por qué asustarte —me dijo, mirándome de la misma forma que antes—. Sigues siendo mi amo. Sin ti no soy nada.

—Vete —le dije con voz ronca.

Pero supongo que después de todo no debía ser gran cosa como amo, porque no se fue. Se quedó allí, mirándome con esos ojos suyos de perro perdiguero, y fui yo el que se marchó. Salí del tiovivo tambaleándome, ni tan siquiera apagué las velas, y bajé corriendo por la pendiente cuando ya anochecía y no paré hasta ver la luz de los faroles de Hoadley. Dejar las velas encendidas…, fue una suerte que no acabara prendiéndole fuego al tiovivo de Joanie. Sí, fue una maldita suerte…

Después me di cuenta de que aquel tipo no había respondido a ninguna de mis preguntas y tuve una idea. Quizá no quería responder a mis preguntas. Quizá cuando se le acercaba alguien con demasiadas preguntas acababa haciéndole el amor… Lo que fuese, con tal de cerrarles la boca.

Bueno, quizá eso fuera parte de lo que le había hecho portarse así conmigo.

Si había actuado de esa manera para impedirme que le hiciera más preguntas lo cierto es que su sistema había funcionado. No pensaba acercarme nunca más a él.

Y me sentí fatal, porque seguía sin saber qué había entre él y Joanie. A veces soñaba con que él le hacía lo mismo que le había hecho a su madre, y me despertaba temblando y no podía dejar de temblar.

Cally Wilmore había oído hablar de la pobre mujer que se volvió loca. Debió ser alguna especie de frenesí religioso combinado con algunos toques de una soberbia neurosis sexual…, quizá fuera una variedad exótica de la fiebre del milenio.

Pero estaba demasiado preocupada pensando en sacar a sus niños de Hoadley para prestarle mucha atención a los problemas de Norma Musser.

Hizo todos los preparativos necesarios en unos cuantos días. Cally Wilmore llamó por teléfono a su madre más o menos justo cuando la madre de Ahira Estrella Amaris Anona Joanie Musser sufría su humillación pública y, alzando la voz para hacerse oír por encima del zumbido de las cigarras que saturaba la línea, le aseguró que todo iba bien y que, sencillamente, había pensado que sería buena idea el que los niños pasaran algún tiempo con su otra abuela para variar. Cuando la madre de Ahira dejó la ciudad, Cally Wilmore le entregó a su madre un regalo, o una carga, o un tesoro que proteger: Owen y Tammy.