19

Luke

A menos de un mes para el inicio de la temporada —y con Sophia en Nueva Jersey—, Luke intensificó sus sesiones de entrenamiento. En los días anteriores a Nochebuena, no solo incrementó el tiempo de duración de su práctica sobre el toro mecánico en cinco minutos más cada día, sino que añadió ejercicios de resistencia al programa.

Nunca había sido partidario de levantar pesas, pero al margen de las tareas que desempeñaba en el rancho —últimamente consistían sobre todo en vender los últimos abetos que quedaban— procuraba escabullirse al inicio de cada hora para realizar flexiones; a veces hacía un total de cuatrocientas o quinientas al día. Por último, remataba la sesión con abdominales y otros ejercicios básicos para fortalecer el estómago y la parte inferior de la espalda. Por la noche, cuando se desplomaba en la cama, se quedaba dormido al cabo de unos segundos.

A pesar de los músculos doloridos y del cansancio, Luke constató que iba recuperando gradualmente sus destrezas. Su equilibrio estaba mejorando, y así lograba mantenerse sentado en la silla con más facilidad. Sus instintos también se iban afinando, lo que le permitía anticipar los giros y las sacudidas. En los cuatro días después de Navidad, se desplazó en coche hasta Henderson Country, donde practicó montando toros vivos. Un conocido suyo tenía las instalaciones donde podía ejercitarse. Pese a que los toros no fueran de la mejor calidad, era un entrenamiento más conveniente que practicar en el toro mecánico. Aquellos animales nunca eran predecibles, y si bien Luke llevaba casco y un chaleco acolchado, se dio cuenta de que estaba tan nervioso como en los días anteriores a competir en McLeansville, en octubre.

Se esforzaba mucho, cada vez un poco más. La temporada empezaba a mediados de enero, y necesitaba un inicio potente. Tenía que ganar o colocarse en la posición más alta posible para obtener los puntos suficientes que le permitieran clasificarse para el circuito mayor en marzo. En junio ya sería demasiado tarde.

Su madre veía lo que hacía, y poco a poco empezó de nuevo a distanciarse de él. Su rabia era patente, pero también su tristeza. Luke deseó que Sophia estuviera con ellos, aunque solo fuera para suavizar aquella creciente incomodidad. Pero, bueno, lo que de verdad deseaba era que Sophia estuviera allí, y punto. Con ella en Nueva Jersey para pasar las vacaciones navideñas con su familia, Nochebuena había sido una noche tranquila, y Navidad también había sido un día apagado. Luke no se presentó en casa de su madre hasta la hora de comer. La tensión de ella era palpable.

Luke estaba contento de haber acabado con los abetos. Aunque las ventas habían ido bien, el mes dedicado a la plantación implicaba que todos los demás trabajos se retrasaran, y el mal tiempo no ayudaba en nada. La lista de las tareas pendientes aumentaba, y eso le preocupaba, particularmente porque sabía que al año siguiente le tocaría viajar mucho. Su ausencia solo provocaría que su madre tuviera que cargar con más trabajo.

A menos, por supuesto, que empezara a ganar desde el primer torneo.

Al final, todo se reducía a eso. Pese a la venta de abetos, que permitiría que su madre añadiera siete pares de cabezas a la vaquería, los ingresos económicos no iban ni mucho menos a bastar para pagar las deudas.

Y con ese pensamiento en la cabeza, Luke se encaminó hacia el granero para practicar, contando los días que faltaban para Nochevieja, cuando por fin volvería a ver a Sophia.

Salió temprano del rancho, y llegó a Nueva Jersey apenas unos minutos antes de la hora del almuerzo. Después de pasar la tarde con los padres y las hermanas de Sophia, ni Luke ni ella habían querido enfrentarse a las multitudes de Times Square para celebrar la llegada del año nuevo. En vez de eso, disfrutaron de una cena tranquila en un modesto restaurante tailandés antes de regresar al hotel de Luke.

En las horas que siguieron a la medianoche, Sophia permaneció tumbada boca abajo mientras Luke trazaba pequeños círculos en la parte más baja de su espalda.

—Para —ordenó ella al final, moviéndose de un lado a otro para zafarse de él—. No lo conseguirás.

—¿Qué es lo que no conseguiré?

—Ya te he dicho que no puedo quedarme. Tengo toque de queda.

—Pero si tienes veintiún años —protestó él.

—Ya, pero estoy en casa de mis padres, y ellos imponen sus normas. Y que conste que han sido más que permisivos al dejar que hoy salga hasta las dos. Normalmente, he de estar de vuelta a la una.

—¿Qué pasaría si te quedaras conmigo?

—Probablemente pensarían que nos hemos acostado juntos.

—Es que nos hemos acostado juntos.

Sophia giró la cabeza para mirarlo.

—No tienen por qué saberlo. Y tampoco tengo intención de contárselo tan explícitamente.

—Pero solo estoy aquí una noche. Mañana por la tarde me marcharé.

—Lo sé, pero las normas son las normas. Además, seguro que no querrás que mis padres te cojan manía, ¿verdad? Les gustas, aunque mis hermanas me han dicho que estaban decepcionadas porque no llevabas tu sombrero vaquero.

—No quería desentonar.

—Lo has hecho muy bien. Especialmente cuando has empezado a hablar sobre el programa para la juventud rural otra vez. ¿Te has dado cuenta de que han mostrado la misma reacción que yo cuando se han enterado de que vendiste esos pobres cerditos para que acabaran en el matadero después de criarlos como animales domésticos?

—Tenía pendiente darte las gracias por sacar el tema a colación.

—De nada. —Sophia sonrió, con carita de niña traviesa—. ¿Has visto qué cara ha puesto Dalena? Pensaba que se le iban a salir los ojos de las órbitas. Por cierto, ¿qué tal está tu madre?

—Bien.

—Supongo que estará enfadada contigo, ¿no?

—Más o menos.

—Ya se le pasará.

—Eso espero.

Él se inclinó y la besó. Aunque ella le devolvió el beso, emplazó las manos en el pecho de Luke y lo apartó con suavidad.

—Puedes besarme todo lo que quieras, pero, de todos modos, tendrás que llevarme de vuelta a casa.

—¿No me puedo colar sigilosamente en tu habitación?

—Imposible; duermo con mis hermanas. Eso sería un poco raro, ¿no?

—De haber sabido que no te quedarías conmigo, no habría conducido tantas horas hasta aquí para verte.

—No te creo.

Él se echó a reír antes de ponerse serio otra vez.

—Te he echado de menos.

—No, no es verdad. Has estado demasiado ocupado como para echarme de menos. Cada vez que te llamaba, estabas enfrascado con alguna cosa. Entre el trabajo y los entrenos, probablemente ni te quedaba tiempo para pensar en mí.

—Te he echado de menos —repitió Luke.

—Lo sé. Yo también. —Sophia se incorporó y le acarició la cara—. Pero, lamentablemente, no nos queda más remedio que vestirnos. Recuerdas que mañana te esperamos en casa para almorzar, ¿verdad?

De vuelta a Carolina del Norte, Luke tomó la decisión de redoblar las horas de práctica. Quedaban menos de dos semanas para su primer rodeo de la temporada. Los dos días en Nueva Jersey le habían dado a su cuerpo la posibilidad de descansar. Hacía semanas que no se sentía tan bien. El único problema era que hacía tanto frío como en Nueva Jersey, y odiaba la gelidez en el granero. En eso estaba pensando cuando enfiló hacia allí para practicar.

Acababa de encender las luces del granero y se disponía a realizar estiramientos antes de su primer entreno sobre el toro mecánico cuando oyó que la puerta se abría con un chirrido. Se volvió justo en el momento en que su madre emergía de las sombras.

—Hola, mamá —la saludó, sorprendido.

—Hola —contestó ella. Al igual que él, iba abrigada con un anorak—. He pasado por tu casa. Al ver que no estabas, he supuesto que te encontraría aquí.

Él no dijo nada. En el silencio, su madre se encaramó al cuadrilátero acolchado; sus pies se hundían con cada nuevo paso que daba hasta que se detuvo al otro lado del toro. Inesperadamente, alargó el brazo y deslizó la mano por encima de la máquina.

—Recuerdo cuando tu padre lo trajo a casa —dijo—. Al principio esta clase de trastos causaron furor, ¿sabes? La gente quería montar en ellos por esa vieja película con John Travolta, y prácticamente todos los bares de estilo country tenían uno, pero, al cabo de un año o dos, el interés desapareció. Cuando uno de esos bares iba a ser derribado, tu padre preguntó si podía comprarles el toro. No le costó mucho dinero, pero de todos modos era más de lo que podíamos permitirnos en aquella época, y recuerdo que me enfadé mucho con él. Él había estado en Iowa o en Kansas, o no sé dónde, y condujo todo el trayecto de vuelta para dejar el toro mecánico antes de salir inmediatamente de nuevo hacia Texas para participar en otra serie de rodeos.

Su madre hizo una pausa antes de continuar.

—Cuando regresó de Texas se dio cuenta de que no funcionaba. Tuvo que desmontarlo y volverlo a montar prácticamente desde cero, y le llevó casi un año conseguir que se moviera tal y como él quería. Pero entonces naciste tú y ya no tardó mucho en retirarse. El toro se quedó aquí encerrado, acumulando polvo, hasta que un día te montó sobre él…, creo que tenías dos años. Yo me enfadé de nuevo, por más que el toro casi no se movía. De algún modo, sabía que acabarías por seguir los pasos de tu padre. Nunca quise que te dedicaras a la monta de toros; siempre consideré que era una forma descabellada de intentar ganarse la vida.

En su voz, Luke oyó una inusual nota de amargura.

—¿Por qué no dijiste nada?

—¿Qué querías que dijera? Estabas tan obsesionado como tu padre. A los cinco años te rompiste el brazo al montar en un becerro, pero no te importó. Te pusiste como una fiera solo porque no podrías montar durante varios meses. ¿Qué podía hacer? —Su madre no esperaba una respuesta, y suspiró—. Mucho tiempo, albergué la esperanza de que te cansaras. Probablemente era la única madre en el mundo que rezaba para que su hijo se interesara por los coches, las chicas o la música, pero nunca lo hiciste.

—También me gustan esas cosas.

—Quizá, pero montar era tu vida; era todo lo que querías hacer. Solo soñabas en montar y… —Ella entornó los ojos y los mantuvo cerrados durante unos segundos antes de continuar—: Tenías madera. Por más que lo detestara, sabía que poseías el talento, el deseo y la motivación para ser el mejor del mundo. Y yo me sentía orgullosa de ti. Pero, incluso entonces, se me partió el corazón. No porque no creyera que lo conseguirías, sino porque sabía que lo arriesgarías todo con tal de alcanzar tu sueño. Y vi cómo te lesionabas una y otra vez y cómo volvías a intentarlo sin desfallecer.

Su madre apoyó todo el peso de su cuerpo en la otra pierna para cambiar de posición.

—Lo que quiero que recuerdes es que, para mí, siempre serás mi pequeño, el niño que sostuve entre mis brazos justo después de nacer.

Luke permaneció en silencio, abrumado por una vergüenza familiar.

—Dime, ¿todavía sientes que no podrías vivir sin montar? ¿Todavía ardes en deseos de ser el mejor?

Él clavó la vista en las botas antes de alzar la cabeza.

—No —admitió de mala gana.

—Ya lo suponía.

—Mamá…

—Ya sé por qué lo haces. Del mismo modo que tú sabes por qué no quiero que lo hagas. Eres mi hijo, pero no puedo detenerte, y eso también lo sé.

Luke resopló ruidosamente, consciente de la incomodidad de su madre. Llevaba escrita la resignación en la frente, como si se tratara de un tatuaje.

—¿Por qué has venido, mamá? —preguntó con suavidad—. No ha sido para decirme esto, ¿verdad?

Ella esbozó una sonrisa melancólica.

—No, de hecho he venido a ver cómo estabas, para confirmar que te encuentras bien. Y para que me cuentes cómo ha ido el viaje a Nueva Jersey.

Había algo más, y Luke lo sabía, pero decidió contestar a su pregunta y no insistir.

—El viaje ha ido estupendamente, aunque ha sido demasiado corto. Me siento como si hubiera pasado más rato en la camioneta que con Sophia.

—Probablemente sea cierto. —Ella le dio la razón—. ¿Y su familia?

—Son unas personas muy agradables. Una familia muy unida. En la mesa no paraban de reír.

Ella asintió con la cabeza.

—Eso es bueno. —Cruzó los brazos y se frotó la mangas para entrar en calor—. ¿Y Sophia?

—En plena forma.

—Ya he visto cómo la miras.

—¿Ah, sí?

—Es más que evidente lo que sientes por ella.

—¿Ah, sí? —repitió Luke.

—Eso es bueno. Sophia es especial. Me ha encantado conocerla. ¿Crees que vuestra relación tiene futuro?

Luke cambió de posición, visiblemente incómodo.

—Eso espero.

Su madre lo miró con el semblante serio.

—Entonces, probablemente, deberías decírselo.

—Ya lo he hecho.

—No —replicó su madre, sacudiendo la cabeza—. Deberías decírselo.

—¿Decirle el qué?

—Lo que los médicos nos dijeron —matizó, sin preocuparse por medir sus palabras—. Deberías decirle que, si sigues montando, probablemente dentro de un año ya no estés vivo.