11
Ira
Ya es domingo por la tarde. Cuando anochezca, habré estado aquí encerrado más de veinticuatro horas. El dolor me ataca cíclicamente, y noto las piernas y los pies entumecidos a causa del frío. Me empieza a doler la cara, que reposa sobre el volante; puedo notar que empiezan a formarse unos moratones. Mi mayor tormento, sin embargo, es la creciente y acuciante sensación de sed. Me muero de ganas de beber agua. Cada vez que inhalo aire, siento unas terribles punzadas en la garganta, y tengo los labios tan resecos y agrietados como un sequeral.
«Agua», pienso otra vez. Si no bebo agua, me moriré. Necesito beber agua; no puedo soportarlo más.
Agua.
Agua.
Agua.
El pensamiento es obsesivo; bloquea cualquier otra cosa. Jamás en la vida he sentido un deseo tan fuerte por algo tan sencillo. Jamás en la vida me he pasado tanto rato planteándome cómo lograrlo. Y no necesito mucha. Solo un poco. Tan solo una tacita y seré el hombre más feliz del mundo. Una sola gota y ya seré feliz.
Pese a todo, sigo paralizado. No sé adónde ha ido a parar la botella de agua, y tampoco estoy seguro de si seré capaz de abrirla si la encuentro. Tengo miedo de que, si me desabrocho el cinturón de seguridad, me precipite hacia delante, y con lo débil que estoy no pueda evitar que la clavícula se incruste en el volante. Podría acabar hecho un ovillo en el suelo del coche, atrapado en una posición de la que me sea imposible escapar. Ni siquiera puedo imaginar la idea de alzar la cabeza del volante, y mucho menos ponerme a rebuscar por el coche.
Sin embargo, la necesidad de beber agua me supera. No puedo apartar el pensamiento de mi mente; es constante e insistente, y me desespero. «Moriré de sed», me digo a mí mismo. Seguro que moriré; no saldré de aquí. ¡Y ni loco conseguiría arrastrarme hasta la banqueta trasera! Los bomberos no me sacarán como una varita de merluza.
—Tienes un sentido del humor muy negro —me reprocha Ruth, interrumpiendo mis pensamientos, y yo he de recordarme a mí mismo que ella no es más que un sueño.
—Creo que la situación reclama esa clase de humor, ¿no te parece?
—Todavía estás vivo.
—Sí, pero ¿por cuánto tiempo?
—El récord está en sesenta y cuatro días. Un hombre en Suecia. Lo vi en el Canal del Tiempo.
—No, lo vi yo en el Canal del Tiempo.
Ella se encoge de hombros.
—Es lo mismo, ¿no?
Admito que tiene razón.
—Necesito agua.
—No, lo que necesitas en estos momentos es hablar. Eso te apartará de la mente la obsesión por el agua.
—Como un truco —digo.
—Yo no soy un truco —me reprende—. Soy tu esposa, y quiero que me escuches.
Obedezco. La miro fijamente y de nuevo me abandono al mundo de los sueños. Mis ojos se cierran y siento como si flotara río abajo. Las imágenes aparecen y desaparecen, una después de otra, mientras me dejo arrastrar por la corriente.
A la deriva.
Sí, a la deriva.
Y entonces, finalmente, mi estado de abandono se materializa en algo real.
En el coche, abro los ojos y parpadeo al constatar que Ruth ha cambiado desde la última vez que la vi. Pero este recuerdo, a diferencia de los anteriores, me resulta claro y conciso.
Ella se muestra tal como estaba en junio de 1946. Estoy completamente seguro, porque es la primera vez que la vi vestida de una manera informal. Ruth, como todo el mundo después de la guerra, está cambiando. Las prendas de ropa cambian. Un poco más tarde, este mismo año, el ingeniero francés Louis Réard inventará el biquini; mientras observo a Ruth con interés, detecto una belleza sinuosa en los músculos de sus brazos. Tiene la piel suave y bronceada por las semanas que ha pasado en la playa con sus padres. Su padre ha invitado a la familia a las islas barrera denominadas Outer Banks, en el océano Atlántico, para celebrar que por fin, ya era oficial, la Universidad de Duke le ha contratado de manera oficial. Se había presentado a varias entrevistas en diversas instituciones, incluso en una pequeña academia de bellas artes experimental ubicada fuera de la ciudad, pero él se sentía más cómodo entre los edificios góticos de la Universidad de Duke. Empezaría a dar clases en otoño; una magnífica noticia después de un difícil año de luto.
Nuestra relación había cambiado desde aquella noche en el parque. Ruth apenas había comentado nada acerca de lo que le había contado, pero, cuando la acompañé a casa, no intenté darle un beso de despedida. Sabía que ella estaba conmovida, e incluso unos meses después admitió que durante las siguientes semanas no fue ella misma. La siguiente vez que la vi, no lucía el anillo de compromiso, pero no podía culparla. Ruth estaba conmocionada, pero también estaba —y con todo el derecho— desazonada porque yo no le había mostrado mi absoluta confianza hasta aquella noche.
Justo después de la pérdida de su familia en Viena, sin duda, mi revelación debió de suponer un duro golpe para ella. Una cosa es declararle a alguien tu amor, y otra cosa distinta es aceptar que amar a esa persona implica sacrificar tus sueños. Y tener hijos —crear una familia, por decirlo de otro modo— había adoptado un significado completamente nuevo para Ruth a raíz de las pérdidas familiares.
Lo comprendí de forma intuitiva, y durante el siguiente par de meses, ninguno de los dos presionó al otro. No hablamos de compromiso, pero seguimos quedando sin ninguna imposición, quizá dos o tres veces a la semana. A veces la invitaba a ver un espectáculo o a cenar; otras nos dedicábamos a pasear por el centro de la ciudad. Había una galería de arte que a Ruth le gustaba mucho, y solíamos pasarnos por allí. La mayor parte de las obras expuestas no eran gran cosa, tanto por el tema como por la técnica, pero, de vez en cuando, Ruth descubría algo especial en un cuadro que yo era incapaz de percibir. Al igual que su padre, sentía predilección por el arte moderno, un movimiento que conformaban pintores como Van Gogh, Cézanne y Gauguin, y sabía distinguir su influencia en incluso las obras mediocres que examinábamos.
Aquellas visitas a la galería y el profundo conocimiento de arte en general que tenía Ruth me abrieron la puerta a un mundo totalmente desconocido. Sin embargo, a veces me cuestionaba a mí mismo si nuestros debates sobre arte se habían convertido en una forma de eludir una conversación más seria acerca de nuestro futuro. Aquellas conversaciones establecían una distancia entre nosotros, pero yo estaba dispuesto a seguir participando en ellas, con el deseo de conseguir tanto el perdón por los sueños rotos como una aceptación de algún tipo respecto a un posible futuro juntos, fuese el que fuese.
Ruth, en cambio, no parecía estar más cerca de una decisión que cuando me escuchó aquella noche fatídica en el parque. No se mostraba distante conmigo, pero tampoco me invitaba a intimar un poco más, y por eso me quedé sorprendido cuando sus padres me invitaron a pasar las vacaciones en la playa con ellos.
Un par de semanas de paseos tranquilos por la playa podía ser lo que realmente necesitábamos, pero, por desgracia, yo no podía ausentarme tanto tiempo. Con mi padre pegado a la radio en la trastienda, me había convertido en la cara visible del negocio, y estábamos más ocupados que nunca. Los veteranos de guerra que buscaban trabajo entraban para comprarse un traje que apenas podían pagar. Las empresas tardaban bastante en contratar a nuevo personal, y cuando aquellos hombres desesperados entraban en la sastrería, yo pensaba en Joe Torrey y en Bud Ramsey, y hacía lo que podía por ellos. Convencí a mi padre para que vendiéramos trajes baratos y ofreciéramos la posibilidad de pagarlos a plazos; además, mi madre los arreglaba sin cobrar nada. Pronto corrió la voz de nuestros precios más que razonables, y aunque ya no abríamos los sábados, las ventas se disparaban todos los meses.
Pese a los inconvenientes, fui capaz de convencer a mis padres de que me prestaran el coche para ir a visitar a la familia de Ruth al final de sus vacaciones, y el jueves por la mañana me planté en la carretera de camino a la playa. El trayecto fue largo; la última hora la pasé conduciendo sobre la arena de la playa.
Durante los años posteriores a la guerra, aquella franja arenosa salpicada de islas ofrecía una belleza salvaje, virgen. La zona, separada en gran parte del resto del estado, estaba poblada por familias que habían habitado allí desde varias generaciones y que se ganaban la vida con la pesca. La hierba salpicaba las dunas modeladas caprichosamente por el viento, y los árboles parecían retorcidas creaciones arcillosas hechas por un niño. De vez en cuando, me cruzaba con caballos salvajes; algunos levantaban la cabeza al verme pasar, sin dejar de agitar la cola como un abanico, para espantar las moscas.
Con el océano rugiendo a un lado y las dunas barridas por el viento al otro, bajé las ventanillas para impregnarme del entorno y me pregunté qué encontraría al llegar a mi destino.
Cuando aparqué sobre la gravilla arenosa, ya atardecía; el sabbat estaba a punto de empezar. Me quedé sorprendido al ver que Ruth me estaba esperando en el porche, descalza y con el mismo vestido que lleva en este momento. Bajé del coche y la miré fijamente. Recuerdo que pensé que estaba radiante; con el pelo suelto alrededor de los hombros y con una luminosa sonrisa, que parecía guardar un secreto destinado solo a nosotros dos. Me saludó con la mano, y yo contuve instintivamente la respiración al ver el destello de un pequeño diamante bajo los últimos rayos del sol de la tarde. Era mi anillo de compromiso, que ella había dejado de llevar en los últimos meses.
Por un momento me quedé helado, pero Ruth bajó los peldaños con agilidad y atravesó la arena como si nada le importara en el mundo. Cuando saltó a mis brazos, aspiré el aroma a agua salada y a viento fresco, un olor que siempre he asociado a ella y a ese fin de semana en particular.
La estreché con ternura, saboreando la sensación de su cálido cuerpo contra el mío, pensando en cómo había echado de menos esos abrazos durante los últimos tres años.
—Estoy muy contenta de verte —me susurró al oído.
Después de un largo y efusivo abrazo, la besé mientras las olas parecían indicarme su beneplácito con sus fuertes rugidos. Cuando ella me besó, supo al instante que ya había tomado una decisión acerca de mí, y mi mundo giró en su órbita.
No era nuestro primer beso, pero, en cierto sentido, se convirtió en mi favorito, aunque solo fuera porque llegó cuando más lo necesitaba y marcó el inicio de uno de los dos periodos más maravillosos y decisivos de mi vida.
Ruth me sonríe en el coche, bella y serena, con su vestido veraniego. Tiene la punta de la nariz un poco colorada; la brisa del océano agita su pelo graciosamente.
—Me gusta este recuerdo —admite ella.
—A mí también —respondo yo.
—Sí, porque en esa época era joven, con el pelo recio, sin arrugas, sin flacidez.
—No has cambiado en absoluto.
—Unsinn —me regaña con desdén—. Claro que he cambiado. Envejecí, y eso no tiene nada de divertido. Todo lo que en su día resultaba fácil se volvió dificultoso.
—Hablas como yo —replico.
Ella se encoge de hombros, impertérrita ante la revelación de que no es más que un producto de mi imaginación. Tranquilamente, sigue evocando el recuerdo de mi visita.
—Me hacía tanta ilusión que compartieras esas vacaciones con nosotros…
—¡Qué pena que mi visita fuera tan corta!
Ruth espera un momento antes de contestar.
—Creo que para mí resultó muy conveniente pasar un par de semanas sola para reflexionar. Creo que mis padres también se dieron cuenta. Allí no había mucho por hacer, salvo sentarse en el porche, pasear por la arena y saborear una copa de vino cuando se ponía el sol. Tuve mucho tiempo para pensar en mí y en nuestra relación.
—Por eso te abalanzaste sobre mí cuando aparecí —bromeo.
—No me abalancé sobre ti —replica indignada—. Me parece que has distorsionado la realidad. Bajé los peldaños con paso pausado y te abracé tranquilamente. Me habían educado para comportarme como una señorita. Solo te di la bienvenida. Lo demás son cosas tuyas.
Quizá. O quizá no. ¿Cómo lo voy a saber, después de tanto tiempo? Pero supongo que tampoco importa.
—¿Recuerdas lo que hicimos a continuación? —me pregunta ella.
¿Me está poniendo a prueba?
—Por supuesto —contesto—. Entramos en la casa y saludé a tus padres. Tu madre estaba troceando unos tomates en la cocina, y tu padre estaba asando un atún en el porche trasero. Me dijo que, esa misma tarde se lo había comprado directamente a un pescador que estaba atracando la barca en el embarcadero. Parecía orgulloso con su adquisición, y también diferente, allí de pie, junto a las brasas, aquel atardecer…, como más… relajado.
—Fue un verano ideal para él —conviene Ruth—. Por entonces, ya era el encargado de la fábrica, así que los días no le resultaban tan duros. Por primera vez en muchos años, disponíamos de bastante dinero como para poder permitirnos ir de vacaciones. Pero, sobre todo, él estaba entusiasmado con la idea de volver a la docencia.
—Y tu madre estaba contenta.
—El estado de ánimo de mi padre era contagioso. —Ruth hace una pequeña pausa—. Además, igual que me pasaba a mí, ella se había acostumbrado y le gustaba estar allí. Greensboro nunca sería Viena, pero había aprendido el idioma y había hecho algunos amigos. También sabía apreciar la calidez y generosidad de la gente. En cierto sentido, creo que por fin empezaba a considerar Carolina del Norte como su nuevo hogar.
Fuera del coche, el viento levanta sólidos puñados de nieve de las ramas. Ninguno se estampa contra el coche, pero el espectáculo me sirve para recordar exactamente dónde estoy. Aunque la verdad es que en estos precisos momentos no importa.
—¿Recuerdas aquel cielo tan límpido, mientras cenábamos? —pregunto—. Había tantas estrellas…
—Sí, eso era porque estaba muy oscuro, sin luces artificiales, no como en la ciudad. Mi padre también se fijó en ese detalle.
—Siempre me ha encantado esa parte del estado. Deberíamos haber ido todos los años —digo.
—Creo que, si hubiéramos ido todos los años, habría perdido parte de su magia —responde Ruth—. Cada equis años, tal como hacíamos, era perfecto; porque cada vez que regresábamos, parecía inexplorado y fresco de nuevo. Además, ¿cuándo habríamos ido? En verano siempre estábamos de viaje: Nueva York, Boston, Filadelfia, Chicago, incluso California. Y Black Mountain, ¡cómo no! Tuvimos la oportunidad de conocer este país como poca gente lo hace. ¿Qué más se puede pedir?
«Nada», me digo a mí mismo, plenamente consciente de que Ruth tiene razón. Mi casa está llena de recuerdos de esos viajes. No obstante, aunque parezca extraño, aparte de una concha marina que encontramos a la mañana siguiente, no tengo ningún otro objeto de ese lugar y, sin embargo, su recuerdo ha permanecido siempre muy presente.
—Me encantaba cenar con tus padres. Tu padre parecía poder saber cosas sobre cualquier tema.
—Y así era —admite ella—. Su padre había sido maestro, su hermano era maestro. Sus tíos eran maestros. Mi padre provenía de una familia de estudiosos. Pero también sentía curiosidad por ti; estaba fascinado por tu trabajo como piloto de aviación durante la guerra, a pesar de que a ti no te gustaba hablar de ello. Creo que eso incrementó el respeto que sentía por ti.
—Pero tu madre no opinaba lo mismo.
Ruth hace una pausa y sé que está intentando elegir las palabras con sumo cuidado. Juguetea unos instantes con un mechón de pelo que el viento le agita graciosamente; lo inspecciona antes de continuar.
—Ella estaba intranquila. Lo único que sabía era que me habías partido el corazón apenas unos meses antes y que, a pesar de que salíamos otra vez juntos, yo estaba preocupada por algo.
Ruth hablaba sobre las consecuencias de que yo hubiera contraído paperas, y lo que eso significaba para nuestro futuro. No se lo contó hasta al cabo de unos años, cuando el desconcierto de su madre se trocó en tristeza y ansiedad al ver que no la convertíamos en abuela. Con el mayor tacto posible, le reveló que no podíamos tener hijos, intentando no echarme toda la culpa a mí, aunque podría haberlo hecho perfectamente. Otra de sus deferencias, por la que siempre le he estado agradecido.
—Tu madre no habló mucho durante la cena, pero después sonrió, y me sentí más aliviado.
—Le gustó que te ofrecieras para lavar los platos.
—Era lo mínimo que podía hacer. Fue la mejor cena de mi vida.
—Fue deliciosa, ¿verdad? —evoca Ruth—. Un poco antes, mi madre había encontrado un tenderete ambulante en la carretera donde vendían verdura fresca, y había horneado pan. A mi padre se le daba muy bien preparar carne o pescado asado.
—Y cuando terminamos de cenar, fuimos a dar un paseo.
—Sí. Aquella noche fuiste muy descarado.
—No es cierto. Solo pedí una botella de vino y un par de copas.
—Ya, pero tú nunca te comportabas de ese modo. Mi madre no conocía esa faceta tuya. Eso la puso nerviosa.
—Pero éramos adultos.
—Ese era el problema. Tú eras un hombre, y ella sabía que los hombres tienen deseos irrefrenables.
—¿Y las mujeres no?
—Por supuesto que sí. Pero, a diferencia de los hombres, las mujeres no nos dejamos llevar tanto por nuestros deseos. Somos más civilizadas.
—¿Eso te lo dijo tu madre? —pregunto en un tono escéptico.
—No era necesario que me lo dijera mi madre. Yo entendía perfectamente lo que querías. Me mirabas con lascivia.
—Si no recuerdo mal, aquella noche me comporté como un verdadero caballero —replico con un ostensible decoro.
—Ya, pero, no obstante, para mí era novedoso ver cómo intentabas controlar tus impulsos. Especialmente cuando extendiste tu chaqueta y nos sentamos en la arena a saborear el vino. El océano parecía absorber la luz de la luna, y yo podía notar cómo me deseabas, aunque intentaras no demostrarlo abiertamente. Me rodeaste con tu brazo, hablamos y nos besamos, y hablamos un poco más, y yo estaba un poco piripi…
—Lo cual era perfecto —confieso.
—Sí —admite ella, con una expresión nostálgica y un poco triste—. Era perfecto. Sabía que quería casarme contigo. Y estaba segura de que siempre seríamos felices.
Hago una pausa, completamente consciente de lo que ella pensaba, incluso en esos momentos.
—Tenías la esperanza de que el médico se hubiera equivocado.
—Creo que te dije que solo Dios tenía la respuesta, que todo estaba en sus manos.
—Es lo mismo, ¿no?
—Quizá —contesta, luego sacude la cabeza—. Lo único que sé es que allí, sentada contigo, aquella noche, sentí que Dios me decía que hacía lo correcto.
—Y entonces vimos la estrella fugaz.
—Su estela iluminó el cielo —recuerda Ruth, con una voz que, incluso ahora, rebosa emoción—. Era la primera vez que veía una estrella fugaz tan luminosa.
—Te sugerí que pidieras un deseo.
—Lo hice —me dice al tiempo que me mira a los ojos—. Y mi deseo se cumplió apenas unas horas más tarde.
Si bien ya era tarde cuando Ruth y yo regresamos a la casa alquilada por sus padres, su madre todavía estaba despierta. La encontramos sentada junto a la ventana. Tan pronto como atravesamos el umbral, ella alzó la vista y nos escudriñó con interés, en busca de algún botón desabrochado o indebidamente abotonado en mi camisa, o de restos de arena en nuestro pelo. Su alivio fue aparente cuando se puso de pie para saludarnos. No obstante, intentó disimularlo.
Charló animadamente con Ruth mientras yo iba al coche a sacar la maleta. Como muchas de las casitas a lo largo de aquel tramo de la playa, la vivienda tenía dos plantas. Ruth y sus padres dormían en las habitaciones situadas debajo de la planta baja; en cambio, la habitación que me enseñó la madre de Ruth estaba pegada a la cocina. Los tres nos quedamos unos minutos en la cocina antes de que Ruth empezara a bostezar. Su madre también bostezó, y yo lo interpreté como un indicador del final de la velada. Ruth no me besó delante de su madre (no era algo que hubiéramos hecho antes, así que nos contuvimos). Ruth salió de la cocina, y su madre no tardó en seguirla.
Apagué la luz y salí al porche trasero, apaciguado por el agua bañada por la luz de la luna y la brisa que se mecía en mi pelo. Me senté fuera durante un buen rato. La temperatura había empezado a descender unos grados. Mis pensamientos iban de Ruth a mí, de Joe Torrey a mis padres.
Intenté imaginar a mi padre y a mi madre en un lugar como aquel, pero no pude. Nunca habíamos ido de vacaciones —el negocio familiar siempre nos mantenía atados—, pero, aunque hubiera sido posible, seguro que no habrían sido unas vacaciones como aquellas. Me costaba tanto imaginar a mi padre asando pescado con una copa de vino en la mano como imaginarlo en la cima del Everest, y aquel pensamiento me entristeció.
El problema era que mi padre no sabía relajarse; parecía vivir siempre dedicado y preocupado por el trabajo. Los padres de Ruth, en cambio, parecían disfrutar de cada momento en la vida. Me había impresionado la forma en que habían reaccionado ante la guerra. Mientras mi madre y mi padre parecían anclados en el pasado —aunque de formas distintas—, sus padres abrazaban el futuro, como dispuestos a aceptar los cambios de la vida. Ellos optaron por sacar el máximo provecho de sus destinos afortunados, y nunca perdieron la sensación de gratitud respecto a todo aquello que tenían y conseguían.
La casa estaba en silencio cuando al final entré. Tentado por la imagen de Ruth, bajé las escaleras de puntillas. Había una habitación a cada lado del pasillo, pero, dado que las puertas estaban cerradas, no sabía cuál era la de Ruth. Me quedé allí, esperando, mirando una puerta y luego la otra, hasta que finalmente di media vuelta y sigilosamente volví por donde había llegado.
Ya en mi habitación, me desvestí y me arrastré hasta la cama. La luz de la luna entraba sesgada a través de las ventanas, bañando la habitación de un resplandor argénteo. Podía oír el sonido cadencioso de las olas, relajante en su monotonía; tras unos minutos, empecé a abandonarme al sueño.
Al cabo, pese a que al principio creí que me lo estaba imaginando, oí que la puerta se abría. Siempre había tenido un sueño poco profundo —más aún desde la guerra— y, aunque al principio solo vi sombras, supe que era Ruth. Desorientado, me senté en la cama al tiempo que ella entraba en la habitación. Después cerró la puerta silenciosamente, a su espalda. Llevaba una bata, y mientras se acercaba a la cama, se desató el nudo con un único movimiento fluido y la prenda cayó al suelo.
Un momento después, ella estaba en la cama. A medida que se deslizaba a mi lado, su piel parecía irradiar destellos eléctricos. Nuestras bocas se unieron y sentí que su lengua me embestía mientras mis dedos se enredaban en su pelo y luego descendían por su espalda. Sabíamos perfectamente que no debíamos hacer ruido, y el silencio ayudaba a que aquel encuentro fuera incluso más excitante. La invité a tumbarse sobre su espalda; la besé en la mejilla y estampé unos besos apasionados por el cuello y luego de nuevo hasta su boca, perdido en su belleza y en el momento.
Hicimos el amor y, al cabo de una hora, volvimos a hacerlo. En el intervalo, la estreché amorosamente entre mis brazos y le susurré al oído lo mucho que la quería y que jamás podría haber otra mujer en mi vida. Ruth apenas dijo nada, pero en sus ojos y en sus caricias podía sentir el eco de mis palabras. Justo antes del amanecer, me besó con ternura y volvió a ponerse la bata. Mientras abría la puerta, se volvió para mirarme.
—Yo también te quiero, Ira —susurró.
Tras esas palabras, desapareció.
Me quedé tumbado en la cama hasta que empezó a amanecer, reviviendo las horas que acabábamos de pasar juntos. Me pregunté si Ruth estaba durmiendo o si, al igual que yo, yacía despierta en la cama. ¿Estaría pensando en mí? A través de la ventana, presencié la salida del disco solar, como si naciera del océano: en toda mi vida, jamás he presenciado un amanecer tan espectacular. No abandoné mi cuarto cuando oí a sus padres, que hablaban en voz baja en la cocina para no despertarme. Al cabo, oí la voz de Ruth en la cocina, y todavía esperé un rato antes de ponerme la ropa y abrir la puerta.
La madre de Ruth estaba de pie junto a la encimera, sirviéndose una taza de café. Ruth y su padre estaban sentados delante de la mesa. La madre se dio la vuelta hacia mí y me dedicó una sonrisa.
—¿Has dormido bien?
Me costó mucho no desviar la vista hacia Ruth, pero por el rabillo del ojo me pareció ver un amago de sonrisa en sus labios.
—Como en un sueño —contesté.