10
Las sombras del anochecer caían ya sobre el horizonte mientras Elena avanzaba por el césped que había tras el hogar de Rafael —el hogar de ambos—, de camino al borde del acantilado situado tras los árboles. Después de abandonar la Torre aquella tarde, cuando la intimidad de los momentos pasados en la terraza aún calentaba su pecho, había llamado a un encantado Sam utilizando el enlace web de la biblioteca.
—¡Ellie! —El chico había sonreído de oreja a oreja—. ¡No me has olvidado!
—Por supuesto que no.
Elena se echó a reír al ver cómo saltaba en su asiento. Esas alas que parecían demasiado grandes para su cuerpo rebotaron a causa del entusiasmo, y unos rizos negros cayeron sobre su frente. Le preguntó cómo había pasado el día.
—¡Padre me llevó a volar otra vez!
Puesto que a Sam le habían prohibido utilizar las alas durante un mes más, su padre había empezado a llevarlo en brazos por los cielos; su amor por Sam era algo feroz que a nadie se le escapaba, a pesar del hecho de que era un hombre de pocas palabras.
—¿Fue divertido?
Un asentimiento entusiasta.
—Sabe volar muy, muy rápido.
La conversación había durado media hora, y Elena también había intercambiado unas cuantas palabras con la madre de Sam. La diminuta mujer de brillante cabello negro y alas de color pardo veteadas de blanco seguía acariciando a su pequeño con mucho cuidado, pero sonreía a menudo; por primera vez, Elena creyó de verdad que esa pequeña familia se recuperaría.
Después había pasado el rato realizando ejercicios de vuelo destinados a fortalecer sus músculos con un Illium de lo más apagado. Tras discutirlo con Keir, Rafael le había explicado que no podría realizar un auténtico despegue vertical sin adquirir fuerza en las alas. Era físicamente imposible.
—La inmortalidad —había murmurado el arcángel mientras estaban en la terraza— todavía no ha penetrado del todo en tus células. Pero dada tu fuerza de cazadora nata —había añadido— es posible que aprendas a realizar una versión simplificada basada no en el poder de tus alas, sino en la fuerza bruta muscular.
Sería un camino mucho más difícil, y cada despegue le causaría un infierno de dolor incluso cuando llegara a dominar la técnica, pero Elena no era de las que se sentaban a esperar, no cuando podía hacer algo al respecto. Tal vez fuera una inmortal recién nacida que apenas había salido del cascarón, pensó en aquel instante, pero no sería una presa fácil.
Ahí estás.
La magnífica amplitud de las alas de Rafael apareció ante sus ojos cuando el arcángel descendió para reunirse con ella en la parte alta del acantilado. Las puntas de las plumas brillaron con el reflejo de los últimos vestigios de un sol que había surgido por fin a últimas horas de la tarde.
—¿Vas a visitar a la directora del Gremio y a su familia?
Elena apartó los mechones de pelo que habían escapado de su coleta.
—Ven conmigo —respondió.
Un lento parpadeo.
—Son tus amigos íntimos, Elena. Querrán tenerte para ellos solos esta noche.
—Yo me estoy convirtiendo en parte de tu mundo, así que quiero que tú formes parte del mío. —Vio la sorpresa en su rostro, y vio también que él no se esperaba aquella invitación.
El cuerpo de Rafael era un sólido muro de músculos cuando la estrechó hasta aplastarle los pechos contra su torso.
—¿Qué dirán Sara y Deacon de esto?
Elena deslizó las manos por las alas que él había extendido para ella y disfrutó de la posibilidad de tocarlo tanto como le diera la gana.
—No te asustará una simple pareja de cazadores, ¿verdad, arcángel?
Percibió un destello de un azul absoluto en cuanto sus párpados se abrieron.
Tal vez prefieran romper su relación de amistad contigo que darme la bienvenida a su hogar. No puedes olvidar lo que hice mientras me encontraba en estado Silente.
—No. —Sin embargo, Elena también sabía otra cosa sin el menor género de dudas—. Tú tienes a tus Siete. Yo tengo a mis amigos… y ellos permitirían que les cortaran los brazos antes que dejarme sola.
Cuánta lealtad, pensó Rafael. Nunca habría imaginado que los mortales fueran capaces de algo semejante, aunque había conocido a Dmitri cuando era humano… y había conocido a Elena.
—Te agradezco mucho la invitación —le dijo—. Y la aceptaré otro día. Esta noche debo quedarme aquí.
Los ojos grises brillaron con sagacidad.
—¿Qué ocurre?
—He concertado una reunión con Aodhan.
—¿Aquí? ¿En Nueva York?
—Yo también estoy sorprendido. —Aodhan prefería el aislamiento del Refugio—. Nos reuniremos en la Torre.
Tras apartar otro mechón errante de cabello, su consorte lo miró a los ojos.
—Quiero hablar contigo de otra cosa.
—¿Qué tienes que decirme, cazadora del Gremio?
—Ya no necesito guardaespaldas. El truquito que Illium hizo hoy con el helicóptero parece haber escarmentado a los sabuesos de los medios.
Eres mi corazón, Elena.
No podía permitir que nada le sucediera.
Ella dio un paso atrás.
—Nada de cadenas, Rafael.
El arcángel le rodeó la nuca con una mano para evitar que se alejara de él.
—Te he dado mucha libertad, pero no pienso ceder en este punto.
El temperamento de Elena empezó a echar chispas.
—No es cosa tuya permitirme o no hacer algo. Soy tu consorte. ¡Trátame como tal!
A pesar de todo, ella aún era mortal. Incluso los ángeles recién nacidos eran vulnerables durante un centenar de años, y Elena había empezado como mortal. La inmortalidad apenas había rozado su sangre; aún no había tenido tiempo de impregnar sus células.
No ganarás esta batalla, cazadora.
—Vale, pero seguiremos con la misma guerra cada día, hasta que empieces a mostrarte razonable.
Hasta que la conoció, nadie lo había desafiado tanto. Hasta que la conoció, nadie lo había amado con toda la fuerza de su alma.
—Según Dmitri, lo más sensato habría sido matarte en cuanto nos conocimos.
Ella entrecerró los párpados.
—No intentes distraerme. —Se liberó de su mano con un movimiento que él no había esperado. Luego cogió el pequeño bolso que se encontraba junto a sus pies—. ¿Rafael?
Al percibir una nota sombría en su voz, el arcángel clavó la mirada en la neblina cambiante de sus ojos.
—Cazadora.
—No me cortes las alas. Eso nos destruiría a ambos.
Tras aquellas perturbadoras palabras, Elena voló hacia el Hudson. Rafael la observó hasta que desapareció sobre Manhattan, consciente de que Illium la seguiría hasta la casa de la directora del Gremio, donde otro de sus Siete había mantenido la vigilancia durante horas para asegurarse de que no habría sorpresas ingratas. Sabía que Elena estaría a salvo. Ella jamás sería feliz en una jaula, pero después de los sucesos que habían estado a punto de arrebatársela (no una, sino dos veces), Rafael no sabía muy bien si podría dejarla libre.
Elena desterró el razonamiento, y la razón que se escondía tras él al fondo de su mente mientras aterrizaba con suavidad frente al hogar de Sara y Deacon. Su mejor amiga la arrastró dentro unos segundos después… y Elena recibió una agradable sorpresa.
—¡Habéis comprado la casa de al lado! —Habían derribado las paredes laterales de ambos hogares y habían cubierto el hueco entre los edificios ampliando una de las casas.
Puesto que Elena no había notado nada desde fuera, debían de haber reciclado los materiales obtenidos durante la demolición de las paredes para construir la zona exterior. Y, por más fantástico que fuera el exterior, no podía compararse con el interior: toda la planta baja era un enorme espacio abierto que llegaba hasta la cocina.
—Sí. —Sara estaba radiante. El saludable tono café de su piel parecía resplandecer—. Tal y como van los negocios de Deacon, podíamos permitírnoslo, así que decidimos hacerlo. —Una pausa—. Y lo más importante: quería que mi mejor amiga se sintiera bienvenida en mi hogar.
Elena tragó saliva en un intento por deshacer el nudo de emociones que le cerraba la garganta. Dejó el bolso en el suelo y comenzó a pasearse por los brillantes suelos de madera cubiertos con alfombras de los indios navajos que hacían juego con los cálidos tonos tierra del resto de la casa.
—Es maravilloso, Sara.
—Deacon realizó la mayor parte de la obra, él solo. Zoe y yo nos limitamos a sujetar tablas, a darle los clavos que necesitaba y a supervisar en general. —Una enorme sonrisa.
—Sé que tú elegiste los colores. —Se sentía de lo más cómoda, así que extendió las alas—. Es…
—Ay, Dios, Ellie… —dijo Sara sin aliento, al tiempo que se aferraba al respaldo del sofá—. Cada vez que haces eso, me dan mareos.
Elena se estaba riendo de la expresión de la cara de su amiga cuando un tío imponente de ojos verde intenso, piel dorada y pelo oscuro entró en la estancia con una niñita acomodada en su brazo.
—Deacon. —Con una sonrisa, Elena se acercó lo suficiente para que él pudiera abrazarla con el brazo libre.
La estrechó durante varios segundos.
—Me alegro de verte, Ellie. —Palabras serenas, poderosas.
Cuando levantó la vista, Elena se encontró con los ojos de la niña, que había enterrado la cabeza con timidez en el hombro de su padre.
—Hola, Zoe —susurró, asombrada por lo mucho que había crecido la hija de Sara en el año y medio que había pasado desde la última vez que la vio.
Sara se acercó en aquel momento, tomó una de las diminutas manos de Zoe y le dio un beso en la palma.
—Esta es la tía Ellie, Zoe.
Fue entonces cuando un perro descomunal apareció por la esquina y se dirigió hacia Elena.
—¡Slayer! —Con una risotada, dejó que el animal saltara sobre ella con la intención de matarla a lametazos. Cuando levantó la cabeza, vio que Zoe reía por lo bajo.
Entonces deseó estrechar a la niña entre sus brazos y comerse a besos su preciosa cara, pero de momento era una extraña para Zoe. Una extraña con sobornos.
—He traído regalos para ti —le dijo en cuanto Deacon apartó a Slayer con una mano.
Aquellos ojos que tenían el mismo color que los de Sara se abrieron como platos a causa del interés.
Tras acariciar a Slayer una última vez, gesto que le hizo menear la cola tres veces más, Elena fue a buscar su bolso y sacó la muñeca hecha a mano que le había comprado a uno de los artesanos del Refugio. Zoe la cogió con mucho cuidado y se incorporó sobre el hombro de su padre para toquetear los gruesos rizos de la muñeca.
—¿Qué se dice, pequeña? —dijo Deacon.
—Gracias —murmuró Zoe con timidez.
—De nada —respondió Elena y cogió la colección de plumas de ángel que había ido reuniendo desde que despertó del coma. Plumas de un sorprendente blanco dorado, plumas azules ribeteadas en plata, plumas del color de la medianoche y el amanecer, plumas de un gris iridiscente, plumas de un castaño dulce y hermoso, y otra de un color blanco cristalino… Plumas que hicieron que Zoe contuviera el aliento. Cuando Elena levantó la mano, su ahijada la contempló maravillada… y al final cerró los dedos alrededor de las plumas.
—Papá. Abajo.
Deacon obedeció su orden y la dejó en el suelo. Con las plumas en la mano y la muñeca sujeta bajo el brazo, Zoe se acercó a la mesita de café y dejó sus tesoros sobre el cristal para poder admirarlos uno a uno. Habían ordenado a Slayer que se sentara junto a la chimenea, y el perro bordeó la mesa para situarse al lado de su ser humano favorito.
Sara apoyó la mano en el pecho de Deacon cuando él le rodeó los hombros con el brazo.
—¿No tenías algo para Ellie?
—Voy a buscarlo. —Tras darle un beso en la nariz a su esposa, el que antes era el hombre del saco del Gremio alborotó los ricillos de Zoe y luego salió de la estancia.
—También he traído regalos para Deacon y para ti —dijo Elena—. Del Refugio. Y también encontré un maravilloso collar para ese perro monstruoso que tienes.
Sara cogió sus manos y se las apretó.
—El mejor regalo eres tú. Te he echado muchísimo de menos.
Elena tuvo que bajar la mirada un instante para contener unas lágrimas de emoción. Sara no era de su sangre, pero era su hermana en todos los aspectos que importaban.
—Tuve un rifirrafe con Jeffrey —soltó de sopetón. No había sido capaz de hablarle del tema antes, ya que la herida estaba aún en carne viva—. Le enfurece que las niñas se hayan convertido en un objetivo por mi causa, y no puedo culparlo por ello.
Sara tensó la mandíbula.
—Eso no…
—Esta vez tiene razón, Sara. —La culpa se retorcía en su interior como una soga áspera y larga—. Pero al menos es por algo que comprendo. Lo que no sé es por qué quiere reunirse conmigo mañana.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No, yo… —En aquel momento notó que una mano suave y pequeña toqueteaba sus plumas con admiración—. Hola, cielo. —Bajó la vista para contemplar aquel rostro adorable y decidió olvidarse de Jeffrey, de los asesinatos y de la frustración que le provocaba la sobreprotección de Rafael, para disfrutar del tiempo que pudiera pasar con la familia de una amiga que le había abierto su corazón cuando ella no era más que una niña asustada sin hogar ni esperanzas.
«Yo cuidaré de ti», le prometió a Zoe en silencio, aunque la idea de sobrevivir a su mejor amiga era una flecha dolorosa clavada en su corazón. «De ti y de todos los que vengan después de ti.»
Cuidaría de la sangre de Sara.
Cuando recibió el mensaje de la llegada de Aodhan, Rafael atravesó el brillante paisaje nocturno de Manhattan para aterrizar en la amplia terraza de su oficina en la Torre, donde el ángel lo esperaba. A diferencia de Illium, quien a pesar del increíble tono de sus alas y de sus ojos dorados lograba pasearse entre los mortales sin mayores problemas, Aodhan nunca había encajado bien en el mundo. Estaba tallado en hielo, y sus alas eran tan brillantes que dañaban los ojos de los humanos; su rostro, y su piel en general, parecía mármol veteado de oro.
Michaela, la devoradora de hombres, había dicho en una ocasión sobre Aodhan: «Hermoso… pero muy frío. Aun así, me gustaría guardarlo como si de una piedra preciosa se tratara. No hay nadie como Aodhan en este mundo».
Sin embargo, Michaela solo veía la superficie.
Rafael se acercó a la zona de la terraza sin barandilla y recorrió su ciudad con la mirada.
—¿Qué descubriste?
Aodhan plegó aún más las alas para evitar cualquier tipo de contacto cuando se situó a la izquierda de Rafael.
—No puedo entender —dijo en lugar de responder— cómo puedes vivir rodeado de tantas vidas. —Sus palabras estaban teñidas de curiosidad.
—Hay muchos que no entienden tu gusto por el aislamiento. —Observó a varios ángeles que aterrizaban en los balcones inferiores, con las alas recortadas contra el cielo de la noche—. Tu visita me ha sorprendido, Aodhan. —El ángel era uno de sus Siete por una razón, pero también estaba muy herido.
—Es… difícil. —La expresión de Aodhan tenía un matiz atormentado que no muchos comprendían—. Pero tu cazadora… Es muy débil, pero luchó contra los renacidos con un coraje inquebrantable.
—A Elena le hará ilusión saber que le ha servido de inspiración a alguien. —No obstante, su cazadora con corazón mortal comprendería lo que significaba para Aodhan dar un paso así.
Aodhan guardó silencio durante un buen rato.
—En el este —dijo al final—. Tanto Naasir como yo creemos que el anciano duerme en el Lejano Oriente.
Puesto que Galen estaba al mando en el Refugio, Rafael había encargado a Aodhan y a Naasir la tarea de buscar la localización del anciano que bien podía ser su madre. Con todo, no había esperado resultados tan pronto.
—¿Por qué?
—Jessamy me ha dicho que el despertar de los ancianos no es un proceso que dure días, ni siquiera semanas. Puede durar un año. —Sus ojos cristalinos, cuyas grietas se extendían desde la pupila, reflejaban la luz como un millar de esquirlas—. Con todo, ninguno de los miembros del Grupo ha percibido nada.
Rafael comprendió de inmediato.
—Porque la región se encuentra bajo la sombra de Lijuan. —Cualquier fluctuación de poder en esa zona sería atribuida a la evolución de Lijuan—. Continuad con la búsqueda. —La tentación de unirse a la caza era muy fuerte, pero después de estar ausente de la Torre tanto tiempo, no podía marcharse durante lo que podían ser semanas; había demasiados ojos codiciosos puestos en sus dominios.
Aodhan inclinó la cabeza.
—Sire.
Cuando el ángel comenzó a extender las alas a fin de prepararse para el vuelo, Rafael lo detuvo con un pequeño toquecito en el hombro. Aodhan se quedó paralizado.
—Habla con Sam. —Puesto que conocía los demonios que atormentaban al ángel, Rafael apartó la mano—. Elena le regaló una daga. La leyenda dice que el rubí de la empuñadura fue un regalo de un dragón durmiente. Tal vez no sea nada…
—Pero tal vez haga referencia a un anciano. —Las alas de Aodhan resplandecieron bajo un rayo de luna mientras él vacilaba—. Estaría dispuesto a regresar a esta ciudad, sire.
—¿Estás seguro?
—Me he comportado como un cobarde durante siglos. No lo haré más.
Rafael había estado presente cuando encontraron a Aodhan, había llevado al ángel en brazos durante las horas que tardaron en recorrer la distancia que los separaba de la Galena, de Keir.
—No eres ningún cobarde, Aodhan. Eres uno de mis Siete.
Aodhan echó un vistazo hacia la oficina, a las enormes estanterías de ébano que se alineaban en la pared.
—¿Por qué no has expuesto una de mis plumas? Mis alas son tan extraordinarias como las de Campanilla.
Rafael enarcó una ceja.
—Illium es un exhibicionista. —Jason y Aodhan, en cambio, preferían las sombras.
Mientras lo observaba, Aodhan se arrancó una de sus perfectas plumas brillantes y entró en la oficina para colocarla junto a la pluma azul de Illium. Rafael inclinó la cabeza cuando el ángel regresó.
—En cuanto hayas llevado a cabo esta tarea, te trasladarás aquí. —Manhattan aún no se había recuperado del regreso de Elena… Tal vez la presencia de Aodhan serenara la ciudad. Sin embargo, tendría que dejar aquel problema para otro día—. Si Naasir y tú conseguís limitar el área de búsqueda a una localización específica, llamadme y esperad. No os acerquéis.
—Crees que si es ella… empezará a matar.
—Mi madre es el espectro de la oscuridad, Aodhan, la pesadilla que pulula en el cerebelo. —Y él era su hijo, el hijo de dos arcángeles que se habían vuelto locos.