7

Menos de una hora después, Elena se encontraba en el depósito de cadáveres de la ciudad, contemplando las desgarradoras evidencias de los motivos por los que Ignatius había derramado sangre inocente. La niña que yacía sobre la camilla se llamaba Betsy, un nombre algo anticuado para alguien tan joven. No obstante, quizá a ella le gustara. Elena nunca lo sabría. Porque a Betsy le habían desgarrado la garganta, y la cama sobre la que se encontraba cuando la mataron se había teñido de un violento tono carmesí.

La habían encontrado en el bosque, no muy lejos del estanque, a escasos pasos del lugar donde Elena había vacilado mientras seguía el rastro.

—No era una de las alumnas internas; no dormía en la escuela —le dijo Dmitri desde el lugar donde se encontraba, al otro lado del cadáver—. Su profesora la envió a la enfermería cuando se quejó de que le dolía el estómago, pero la mejor amiga de Betsy sí tenía habitación en el colegio. Parece que se escabulló hasta allí en lugar de ir a la enfermería. En medio de la confusión, todo el mundo creyó que la enfermera la había enviado a casa.

—Evelyn… —dijo Elena mientras se fijaba en el pequeño rostro con forma de corazón, rodeado por un cabello castaño tan oscuro que podría tomarse por negro. Según el informe, los ojos de Betsy tenían un tono gris oscuro antes de que la muerte extendiera una película opaca sobre ellos—. Se parecía a mi hermana pequeña. —Y la cama empapada con la sangre de Betsy era la de Evelyn.

Por eso había muerto aquella niña.

—Tengo que hacer una llamada. —Elena apretó el puño para resistir el impulso de acariciar la pálida piel de Betsy con inútiles esperanzas. Allí ya no había calidez alguna, ni rastro de vida. Se los habían robado para siempre.

Mientras ella observaba a la niña, Dmitri estiró el brazo y colocó la sábana sobre el rostro de Betsy con tanta ternura que a Elena se le hizo un nudo en la garganta.

—Organizaré una vigilancia discreta de tus hermanas. —Su tono era tan calmado que Elena supo de inmediato que era una máscara.

La cazadora hizo un gesto de asentimiento y salió al pasillo iluminado por una luz intensa y fría, donde se derrumbó contra la pared. Tardó un rato en dejar de temblar.

—Lo siento… —le susurro a la niña que jamás volvería a reír ni a llorar ni a correr. Una niña cuya mejor amiga pronto se enteraría de que estaba muerta.

Luego enderezó la espalda y utilizó el teléfono móvil para marcar un número que había evitado desde que despertó del coma. Su padre lo cogió tras la primera señal.

—¿Sí? —Una pregunta cortante.

—Hola, Jeffrey.

Su silencio fue de lo más elocuente. No le gustaba que le llamara por su nombre, pero había perdido el derecho a cualquier apelativo familiar el día que le dijo que era una «abominación», una mancha en el ilustre árbol familiar de los Deveraux.

—Elieanora… —Su tono era puro hielo—. ¿Debo asumir que la desagradable situación que han vivido las niñas en el colegio hoy tiene algo que ver contigo?

La culpabilidad le provocó retortijones en el estómago.

—Puede que Evelyn fuera el verdadero objetivo. —Apretó la mano con fuerza contra la pintura desconchada de la pared antes de contarle el resto de la historia—. Su mejor amiga, Betsy, ha sido asesinada. Seguro que sabes lo mucho que se parecen… que se parecían.

—Sí.

—Hay que decírselo a Evelyn. Los medios averiguarán los nombres muy pronto.

—Me encargaré de que su madre hable con ella. —Otra pausa—. Las niñas recibirán las lecciones en casa hasta que arregles el follón que has montado esta vez, sea cual sea.

Era un golpe directo, y Elena lo encajó. Porque tenía razón. Las más pequeñas de las Deveraux estaban en la línea de fuego por su culpa.

—Es probable que sea lo mejor. —No sabía qué más decirle. No sabía de qué hablar con aquel hombre que una vez fue su padre y que se había convertido en un desconocido que al parecer solo deseaba herirla.

Cuando despertó del coma, había recordado fragmentos olvidados de su infancia; había recordado al padre al que había amado tantos años atrás. Jeffrey había sostenido su mano en el hospital después de que sus dos hermanas mayores fueran asesinadas en aquella cocina ensangrentada, la había acompañado hasta el sótano a pesar de todas las amargas oposiciones para que pudiera ver de nuevo a Ari y a Belle… porque necesitaba estar segura de que sus hermanas descansaban realmente en paz, de que el monstruo no las había convertido en un ser como él. Jeffrey había llorado aquel día. Su padre, el hombre con un corazón de piedra, había llorado. Porque entonces era un hombre diferente.

Del mismo modo que ella era una niña diferente.

—A juzgar por tu silencio —comentó Jeffrey con hiriente impaciencia—, deduzco que la directora del Gremio no te dio mi mensaje.

A Jeffrey nunca le había caído bien Sara, ya que formaba parte de su «sucia» profesión. Elena tensó la mano sobre el teléfono hasta que empezó a sentir el crujido de sus huesos.

—No he podido reunirme con Sara esta mañana.

Habían quedado para tomar un café y ponerse al día. Elena se moría de ganas de darle un beso a su ahijada, Zoe, de ver cuánto había crecido.

—Claro que no. Estabas en el colegio. —Rígido e inflexible como el granito—. Necesito hablar contigo cara a cara. Si no te presentas aquí mañana por la mañana, perderás el derecho a tomar parte en la decisión.

—¿Qué decisión?

Jeffrey y ella no habían tenido nada que decirse en los diez años previos al momento en que Uram invadió la ciudad. Incluso en aquel instante, las únicas palabras que intercambiaban eran dagas bien afiladas, destinadas a causar el mayor daño posible.

—Lo único que te hace falta saber es que se trata de un asunto de familia.

Colgó el teléfono, y aunque a Elena se le llenaron los ojos con lágrimas de frustración —unas lágrimas absurdas e indeseadas—, supo que se presentaría en su oficina, tal y como le había ordenado. Porque si bien la familia de la que él había hablado estaba destrozada, de ella formaban parte no solo Evelyn y Amethyst, sino también la menor de las hijas de Marguerite, Beth.

Ninguna de ellas tres merecía quedar atrapada en el fuego cruzado de la guerra interminable que libraban su padre y ella.

Después de pasar dos horas en la Torre hablando con Jason sobre la información que el ángel de alas negras había llevado a la ciudad, Rafael aterrizó en silencio en los bosques que separaban su propiedad de la casa que utilizaba Michaela cuando se encontraba en su territorio. Mientras avanzaba para situarse frente al pequeño estanque que su jardinero había creado en una gruta y que había sombreado con enredaderas para esconderlo entre la sólida masa de árboles, Rafael se preguntó si Elena veía más que él.

Sabía que era arrogante. Era inevitable, dados los años que había vivido y el poder que ostentaba. Pero jamás había sido un estúpido. Así pues, hizo caso de las palabras de su cazadora e intensificó sus escudos mentales antes de contemplar las plácidas aguas del estanque sombrío.

Lijuan, dijo, impulsando el pensamiento a través del mundo.

Existía la posibilidad de que no consiguiera contactar con ella, ya que no tenía intención de proyectar un verdadero mensaje. El precio que se exigía era demasiado alto. En el estado Silente, se convertía en un ser monstruoso, un ser con un gélido poder letal y desprovisto de conciencia. Fue durante semejante estado cuando aterrorizó a Elena hasta el punto de obligarla a disparar. La cicatriz de su ala era un sorprendente recordatorio de que nunca más debía seguir aquella senda.

Si aquello no tenía éxito, le enviaría a Lijuan un mensaje escrito a mano, puesto que la más antigua de los arcángeles detestaba las comodidades modernas como el teléfono. No obstante, el agua empezó a agitarse un instante después, mucho antes de lo que él había esperado. Sabía que la fuerza de Lijuan se había incrementado de manera exponencial, pero aquella rápida respuesta, sumada al hecho de que había utilizado una parte minúscula de su poder para llamarla, demostraba una fuerza mucho mayor de lo que cualquier miembro del Grupo podía imaginar.

—Rafael. —Apareció de la nada mientras su imagen se formaba en el agua. Su rostro parecía tan intemporal como siempre. Tan solo el blanco puro de su cabello y el brillo iridiscente de sus ojos clarísimos revelaban lo que era, en qué se había convertido—. Así que has vuelto a mí, después de todo.

La única reacción de Rafael fue decir:

—¿Piensas convertirme en una mascota, Lijuan?

Una risa tintineante, infantil, y más perturbadora por esa misma razón.

—Menuda idea… Me da la impresión de que serías una mascota de lo más problemática.

Rafael inclinó la cabeza.

—¿Estás en casa? —El palacio de Lijuan se encontraba en el corazón de China, en las profundidades de un territorio montañoso que Rafael no había llegado a atravesar jamás. Jason, quien sí había conseguido abrirse camino hasta allí antes de la «evolución» de Lijuan, había regresado de aquella visita clandestina con media cara destrozada.

—Sí. —El cabello de la arcángel empezó a agitarse bajo una brisa que no afectaba a nada más en la vecindad—. He descubierto —añadió ella— que existen ciertos placeres de la carne que todavía soy capaz de disfrutar, después de todo. ¿Y dónde iba a gozarlos mejor que en mi palacio?

Rafael no cometió el error de creer que hablaba de sexo. Hacía miles de años que Lijuan había dejado de ser una criatura sexual, al menos en el sentido más común de la palabra.

—¿Tus juguetes sobreviven a la experiencia?

La arcángel elevó un dedo hasta que Rafael pudo verlo y lo señaló con él.

—¡Menuda pregunta, Rafael! Lo mismo daría que me hubieras llamado monstruo.

—Lo habrías tomado como un cumplido.

Otra carcajada. Una oleada de poder inundó aquellos ojos escalofriantes y casi transparentes, que se volvieron totalmente blancos, sin iris ni pupila.

—Uno de los ancianos recupera la conciencia.

No le sorprendió que ella hubiese adivinado el motivo de aquella llamada. Aunque se había convertido en una pesadilla, Rafael nunca había dudado de la inteligencia de Lijuan.

—Sí.

—¿Sabes qué edad tenía tu madre cuando desapareció? —soltó Lijuan sin previo aviso.

Le sobrevino el recuerdo de unos ojos azules impactantes, de una voz que hacía llorar a los cielos y de una locura tan intensa y absoluta que se asemejaba a la cordura.

—Poco más de mil años más que tú.

Los labios de Lijuan se curvaron en una sonrisa que mostraba una extraña diversión.

—Caliane era vanidosa. Le gustaba decirle eso a la gente porque así su edad era similar a la de su compañero.

Rafael sintió hielo en el pecho. Un hielo que se extendió a modo de ramas dentadas y amenazó con atravesarle las venas.

—¿Qué edad podía tener?

La respuesta de Lijuan convirtió el hielo en esquirlas de cristal que se extendieron por su organismo y causaron daños masivos.

—Cincuenta mil años. E incluso eso podría haber sido una mentira. Se rumoreaba que ya tenía dos veces esa edad cuando yo nací.

—Imposible —dijo él al final, consciente de que no podía mostrarle su desconcierto; hacerlo sería tentar al depredador que moraba en el interior de Lijuan—. Ningún arcángel tan antiguo habría optado por seguir despierto. —Cien mil años era una eternidad imposible. Sí, había arcángeles antiguos en su mundo, pero salvo algunas excepciones notables, la mayoría de ellos decidía sumirse en el sueño durante eones, y despertaban tan solo durante breves períodos de tiempo para saborear los cambios del mundo.

La sonrisa de Lijuan desapareció.

—Según se decía, Caliane ya había dormido antes —comentó con una voz que resonaba con el eco de un millar de susurros fantasmales—, en más de una ocasión. No obstante, cuando despertó la última vez, encontró a Nadiel.

—Y entonces nací yo. —Recordó las risas y las canciones de su madre, y también su repentino descenso hacia la demencia. Sin embargo, si ella había vivido tantos milenios… —. ¿Me mientes, Lijuan?

—No tengo ninguna necesidad de mentir. He evolucionado mucho más que Caliane.

A primera vista, eso parecía cierto, sin duda alguna. La edad nunca había sido el árbitro del poder entre los de su clase. Rafael se había convertido en arcángel a una edad de lo más inusual entre los suyos. Y poco después de los quinientos años, Illium era ya mucho más fuerte que muchos ángeles con una edad diez veces mayor. Pero no era esa la razón por la que se había puesto en contacto con Lijuan.

—¿Es mi madre quien despierta? —preguntó sin apartar los ojos de aquella mirada «ciega».

—No hay forma de saberlo. —Los susurros de su voz sonaban casi como gritos—. No obstante, la magnitud de las perturbaciones, la fuerza de los terremotos y de las tormentas, señala que quien despierta es el más antiguo de los ancianos.

Rafael se preguntó qué era lo que veía Lijuan con aquellos ojos, si merecía la pena el sacrificio de una ciudad… de lo que le quedaba de alma.

—Si ese anciano despierta sin rastro de cordura, ¿lo ejecutarás?

Antes no. Nunca. Matar a un ángel durante el sueño era enfrentarse a una ejecución automática, porque nadie era inmune a aquella ley. Incluso Lijuan, por más invulnerable a la muerte que fuera, sería rechazada por toda la raza angelical si atravesaba aquella línea. Y eso no era algo agradable para una diosa.

Otra risilla infantil; una risilla que resultaba aun más inquietante que su aspecto.

—Me decepcionas, Rafael. ¿Qué necesidad tendría de ejecutar a un antiguo? No pueden hacerme nada, y quizá puedan enseñarme secretos que aún no conozco.

Fue entonces cuando Rafael comprendió que si un monstruo cobraba vida podría fortalecer a otro.

La conversación con Jeffrey, sumada a la dolorosa visita al depósito de cadáveres, dejó a Elena como si la hubieran golpeado con unos puños de piedra. Resultaba tentador, sumamente tentador, irse a casa y esconderse, fingir que todo estaría bien cuando volviera a salir.

Pero, por supuesto, aquella era una idea infantil. Elena no se había permitido creer en vanas esperanzas desde que tenía diez años y entró en una cocina convertida en un matadero.

—¿Sabes dónde está Jason? —le preguntó a Dmitri cuando salieron del depósito.

El vampiro presionó el mando a distancia para abrir el Ferrari rojo fuego aparcado en la zona reservada a empleados.

—¿Ya te has hartado de tu Campanilla? —Unas notas de champán envolvieron los sentidos de Elena, aunque mezcladas con algo mucho más duro.

Nunca había percibido aquel matiz áspero en la esencia de Dmitri. Compadecía a la mujer a la que se llevara a la cama aquel día.

—Sí, así es. Me estoy consiguiendo un harén.

Dmitri abrió la puerta del Ferrari y apoyó uno de sus brazos encima de la ventanilla. Por un momento, su expresión se volvió indagadora, y Elena tuvo la sensación de que estaba a punto de decir algo importante. Sin embargo, el vampiro se limitó a negar con la cabeza, un gesto que hizo que su cabello se agitara con suavidad bajo la brisa y sacó el teléfono móvil para comprobar algo.

—Está en la Torre.

Sorprendida por la respuesta, Elena luchó contra la perversidad de las notas de champán que la envolvían.

—¿Puedes preguntarle si le importaría reunirse conmigo en casa?

Dmitri hizo la llamada.

—Sale para allá en este preciso momento —dijo al tiempo que cerraba el teléfono—. No hay ningún lugar cerca desde donde puedas despegar.

Elena alzó la vista.

—El edificio del hospital es bastante alto. Subiré al tejado. —Para hacerlo regresó al edificio y comenzó a subir. Fue un paseo interesante. Solo había unos cuantos miembros del personal del hospital en los pasillos inferiores, y los que la vieron se quedaron sin habla.

Muy molesta por la reacción de la gente de una ciudad que ella consideraba su hogar, se acercó al ascensor y apretó el botón de llamada. Puesto que el personal solía utilizarlo para trasladar las camas de una planta a otra, la cabina tenía espacio suficiente para dar cabida a sus alas. Las puertas se abrieron en la primera planta.

Dos enfermeras que charlaban entre ellas levantaron la mirada. Y se quedaron paralizadas.

Elena dio un paso atrás.

—Hay espacio de sobra.

Ninguna de las mujeres dijo nada mientras las puertas se cerraban delante de sus narices. Distintas variantes de esa misma escena se repitieron en las siguientes cuatro plantas. Era divertido pero le sentaba mal. Estaban en Nueva York. Necesitaba encajar en aquel lugar… aunque sabía que jamás encajaría como lo había hecho antes.

—Bufff…

Levantó la vista al escuchar aquella queja y vio que las puertas de la quinta planta se habían abierto para mostrar a un anciano que se apoyaba en un bastón.

—¿Sube?

El hombre asintió y se adentró en el ascensor. Observó sus alas sin disimulo mientras utilizaba el bastón para presionar el botón de la planta a la que se dirigía.

—Tú eres nueva.

—Pues sí. —Elena extendió las alas para que pudiera verlas, y los nudos de su alma se aflojaron un poco—. ¿Qué le parecen?

El hombre se tomó su tiempo antes de responder.

—¿Por qué utilizas el ascensor?

Tipo listo.

—Me apetecía.

El anciano se echó a reír cuando las puertas del ascensor se abrieron en su planta.

—¡Hablas como una auténtica neoyorquina!

Elena aún sonreía cuando las puertas volvieron a cerrarse, algo que no habría imaginado minutos antes, cuando estaba con Dmitri. Cuando el ascensor llegó por fin a la última planta, salió y se dirigió al tejado con pasos firmes. Ya no se sentía apaleada ni a punto de gritar.

El vuelo sobre el Hudson, facilitado por unos vientos fuertes, fue bastante rápido. Jason la aguardaba en el patio delantero. Tenía las alas plegadas a la espalda y el cabello recogido en su acostumbrada coleta. Era la primera vez que Elena tenía oportunidad de contemplar el tatuaje a plena luz, y los intrincados detalles del diseño la dejaron sin aliento.

Aunque había sido dañado por uno de los renacidos de Lijuan antes de que ella despertara del coma, el dibujo de tinta había sido reconstruido con tal perfección una vez que Jason se curó que nadie habría notado la diferencia. Todas las líneas curvas y las espirales hablaban a un tiempo de los vientos del Pacífico y de la arrebatadora belleza de los cielos.

—¿Dónde naciste? —preguntó de pronto, aunque lo cierto era que no esperaba una respuesta.