5

A Whitney siempre le había gustado la montaña. Recordaba con placer unas vacaciones de dos semanas que pasó en los Alpes suizos. Por las mañanas subía a las pistas de esquí admirando el paisaje desde un tren cremallera. Y le encantaba la bajada ondulante y vertiginosa. Y después de esquiar nada mejor que un acogedor refugio, un ron caliente y un chispeante fuego en la chimenea.

En otra ocasión disfrutó de un relajante fin de semana en una villa de Grecia, en una pendiente rocosa desde la que se dominaba el Egeo. Había disfrutado de las alturas, la vista, la calidad de la naturaleza y las ruinas antiguas… desde la comodidad de una terraza de terracota.

Sin embargo jamás la habían atraído mucho las excursiones por la montaña, eso de andar sudando y con calambres en las piernas no le decía gran cosa. La naturaleza no era tan genial como se suponía cuando te iba royendo las tiernas plantas de los pies.

Al norte, había dicho Doug. Sin cejar, Whitney mantuvo el paso por escarpadas pendientes rocosas arriba y abajo. Seguiría manteniendo el paso de Lord, se prometió con el sudor corriéndole por la espalda. Tenía los documentos. Pero aunque anduviera con él, sudara con él, jadeara con él, no había ninguna razón en absoluto para hablar con él.

Nadie, absolutamente nadie, iba a decirle que moviera el culo e iba a quedarse tan ancho.

Podría llevarle días, incluso semanas, pero se vengaría. De su padre había aprendido una básica regla de los negocios: la venganza es un plato que se disfruta mejor frío.

Al norte. Doug miró en torno a las escarpadas montañas que les rodeaban. El terreno era una monotonía de altos matojos que se abrían en la brisa y abruptas cicatrices rojas donde la erosión había ganado la batalla. Y rocas, interminables, implacables. Algo más arriba se veían unos cuantos arbolitos débiles, pero Doug no buscaba sombra. Desde su posición estratégica no se veía nada más, ni cabañas, ni casas, ni campos. Nadie. De momento era justo lo que quería.

La noche anterior, mientras Whitney dormía, había estudiado el mapa de Madagascar que había arrancado del libro robado de la biblioteca. No podía soportar estropear ningún libro, porque los libros habían dado una vía de escape a su imaginación cuando era pequeño y le habían hecho compañía durante largas noches solitarias ya de adulto. Pero en este caso era necesario. El papel cabía en su bolsillo mientras el libro descansaba en la mochila. Solo lo llevaba como refuerzo. En su mente Doug separó el terreno en los tres cinturones paralelos que había, estudiado. Las tierras bajas al oeste no importaban. Ahora ascendía por un rocoso y abrupto camino esperando haberse desviado hacia el oeste todo lo necesario. No dejarían las tierras altas, evitarían los ríos y las áreas abiertas en la medida de lo posible. Dimitri estaba más cerca de lo que había calculado, y no quería volver a equivocarse.

El calor era opresivo, pero el agua les duraría hasta la mañana. Ya se preocuparía de reponerla cuando llegara el momento. Le habría gustado estar seguro de cuánto deberían avanzar hacia el norte antes de atreverse a desviarse hacia el este, hacia la costa y un terreno más fácil.

Dimitri podía esperarle en Tamatave, tomando el sol y bebiendo vino, comiendo pescado fresco. Lógicamente debería ser su primera parada, así que tenían que evitarla. De momento.

A Doug no le importaba participar en un duelo de inteligencias, y cuanta menos ventaja tuviera, mejor. Más gratificante sería el premio, como le había dicho a Whitney. Pero Dimitri… Dimitri era otra historia.

Se ajustó las correas de la mochila para distribuir mejor el peso sobre los hombros. Y esta vez no estaba solo. Una de las razones de haber evitado asociarse con nadie en tanto tiempo era que prefería tener que preocuparse solo por una persona. Él mismo. Echó un vistazo a Whitney, que llevaba callada desde que dejaron las vías del tren para dirigirse hacia las tierras altas. Si creía que su jueguecito de frialdad le molestaría, estaba muy equivocada. Puede que los idiotas con los que solía tratar, esos descerebrados de pantalones de cuero de marca, acabaran suplicando su perdón, pero para él Whitney estaba muchísimo más guapa con la boca cerrada.

¡Desde luego! Mira que quejarse porque la había sacado del tren de una pieza. Puede que tuviera unas cuantas magulladuras, pero seguía viva. Su problema era, decidió, que quería que todo fuera bonito y agradable, como su apartamento de clase alta, o la diminuta prenda de seda que llevaba bajo la falda.

Doug se apresuró a apartar de su mente aquella prenda en particular y se concentró en buscar su camino entre las rocas.

Le habría gustado seguir en las montañas un tiempo, dos días, tal vez tres. Había donde ponerse a cubierto, y el camino era abrupto. Lo suficiente, pensó, para demorar a Remo y a algunos de los otros perros de Dimitri, más acostumbrados a merodear por callejones y moteles de mala muerte que a triscar por las montañas. En cambio, quien estaba acostumbrado a que lo persiguieran se aclimataba con más facilidad a cualquier cosa.

Doug se detuvo en una cima, sacó los prismáticos y escudriñó detenidamente el paisaje. Más abajo y hacia el oeste vio un pequeño poblado. Un puñado de diminutas casas rojas y amplios graneros bordeaba un entramado de campos de cultivo. Arrozales, a juzgar por el húmedo color verde esmeralda. Agradeció no ver ningún poste de electricidad. Cuanto más lejos estuvieran de la civilización, mejor. Aquel poblado podía pertenecer a una tribu merina, si no recordaba mal la guía de viajes. Un poco más allá se veía un angosto y serpenteante río. Parte del Betsiboka.

Doug siguió el rastro con los ojos entornados hasta que se le ocurrió una idea. Cierto que el río fluía hacia el noroeste, pero la perspectiva de viajar en barco tenía cierto atractivo. Con cocodrilos o sin ellos, sería más rápido que ir a pie, incluso para una distancia corta. Pero esa sería una decisión que tomaría en su momento. Le llevaría una tarde o dos leer sobre el tema: qué ríos obedecerían mejor a su propósito y cómo viajaban por ellos los nativos. Recordó haber ojeado algo que le recordó las canoas de fondo plano de los cajunes. Doug había viajado por los canales en una de ellas cuando casi echó a perder un trabajo en una vieja mansión a las afueras de Lafayette.

¿Cuánto sacó por aquellas pistolas de duelo antiguo de cachas de nácar? No se acordaba. Pero la persecución por el pantano donde tuvo que abrirse camino entre cipreses y bajo el musgo empapado… ah, aquello fue algo digno de recordar. No, no le importaría viajar de nuevo por el río.

En cualquier caso, mantendría los ojos abiertos por si avistaba más poblados. Más tarde o más temprano necesitarían comida y tendrían que negociar por ella. Acordándose de su socia, decidió que en ese asunto le vendría de perlas.

Whitney, disgustada y dolorida por las magulladuras, estaba sentada en el suelo. No pensaba dar un paso más hasta que hubiera comido y descansado. Tenía las piernas como aquella única vez que había corrido en la cinta del gimnasio. Sin mirar siquiera a Doug, metió la mano en la mochila. Lo primero que iba a hacer era cambiarse de zapatos.

Doug guardó los prismáticos y se volvió hacia ella. El sol estaba alto en el cielo. Podrían avanzar varios kilómetros antes del atardecer.

—Vámonos.

Whitney, en un gélido silencio, se puso a pelar un plátano muy despacio. A ver si se atrevía a decirle otra vez que moviera el culo. Con la mirada clavada en Doug, dio un mordisco a la fruta.

Estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo y la falda se le subía más arriba de las rodillas. Su blusa, húmeda de sudor, se le pegaba a la piel. La pulcra trenza que se había hecho delante de él esa mañana se había ido soltando de manera que su pelo sedoso y rubio escapaba para acariciarle las mejillas. Su rostro era frío y elegante como el mármol.

—Vámonos. —El deseo le ponía tenso. Se prometió que no iba a permitir que Whitney le cazara. De ninguna manera. Cada vez que dejaba que una mujer se metiera en su vida, terminaba perdiendo. Tal vez, solo tal vez, conseguiría llevársela al huerto antes de que todo acabara, pero no pensaba permitir que aquella dama delgada de ojos fríos hiciera tambalear sus prioridades: el dinero, la buena vida.

Se preguntó lo que sería tenerla debajo de él desnuda, caliente y completamente vulnerable.

Whitney se apoyó contra una roca y dio otro mordisco al plátano. Una curiosa brisa movió el aire a su alrededor. Ella se rascó la parte trasera de la rodilla.

—Que te den, Lord —sugirió con un tono perfectamente sereno.

Dios, cómo le gustaría hacer el amor con ella hasta dejarla exhausta, lacia y maleable. Le gustaría asesinarla.

—Mira, princesa, tenemos mucho que avanzar hoy, y puesto que vamos a pie…

—Gracias a ti —le recordó ella.

Doug se agachó hasta ponerse a la altura de sus ojos.

—Gracias a mí todavía conservas esa cabeza, hueca sobre tus bonitos hombros. —Furioso y exasperado, rebosando de deseos que no quería, le agarró el mentón—. A Dimitri le encantaría echarle el guante a una pieza con clase como tú. Créeme, tiene una imaginación única.

Un rápido escalofrío de miedo sacudió a Whitney, pero no apartó la mirada.

—Dimitri es tu hombre del saco, Doug, no el mío.

—No te creas que será selectivo.

—No vas a intimidarme.

—Si no haces lo que te digo, estás muerta —le espetó él.

Ella le apartó la mano con firmeza y se levantó con elegancia. Aunque llevaba la falda manchada de polvo rojo y rota, con un agujero en la cadera, flotaba en torno a ella como una capa. Los duros zapatos malgaches podrían haber sido zapatos de cristal. Doug tuvo que admirar su elegancia. Era algo innato, estaba seguro. Eso no podía habérselo enseñado nadie. De haber sido la campesina que parecía en ese momento, habría seguido moviéndose como una princesa.

Whitney le puso la piel del plátano en la mano enarcando una ceja.

—Nunca hago lo que me dicen. De hecho hago todo lo posible por llevar la contraria. Que no se te olvide en el futuro.

—Como sigas así, princesa, no vas a tener futuro.

Ella, tomándose su tiempo, se sacudió el polvo de la falda.

—¿Nos vamos?

Doug tiró la piel de plátano a un barranco e intentó convencerse de que habría preferido a una mujer que gimiera y temblara.

—Si estás segura de que estás lista…

—Bastante segura.

Doug sacó la brújula. Norte. Seguirían avanzando hacia el norte un poco más. El sol caía a plomo sin sombra alguna que los cobijara y el terreno sería un infierno para andar, pero las rocas y pendientes ofrecían alguna protección. Ya fuera por instinto o por superstición, algo le ponía los pelos de punta. No volverían a detenerse hasta el atardecer.

—¿Sabes, princesa? En otras circunstancias habría admirado tu clase. —Y con estas palabras echó a andar con paso presuroso—. Pero de momento corres el riesgo de convertirte en un verdadero incordio.

Las largas piernas de Whitney y su determinación la mantuvieron a su altura.

—Tener clase es admirable en cualquier circunstancia —le corrigió ella mirándole divertida—. Y envidiable.

—Pues quédate con tu clase, guapa, que yo me quedo con la mía.

Ella enlazó el brazo en el de él con una risa.

—Ah, por eso no te preocupes, que ya era mi intención.

Doug miró su mano limpia de uñas bien cuidadas. No creía que hubiera otra mujer en el mundo capaz de hacerle sentir como si la estuviera acompañando a un baile mientras trepaban por una rocosa pendiente bajo el pleno sol del mediodía.

—¿Has decidido ser simpática de nuevo?

—He decidido, en lugar de enfurruñarme, mantener los ojos abiertos en busca de la primera oportunidad de vengarme por las magulladuras. Mientras tanto, ¿hasta dónde tenemos que llegar?

—El viaje en tren nos habría llevado unas doce horas, y tenemos que seguir una ruta menos directa. Calcúlalo tú misma.

—No hace falta que te pongas borde —replicó ella—. ¿No podemos buscar un pueblo y alquilar un coche?

—Cuando veas el primer cartel de Hertz, avísame. Invito yo.

—De verdad que deberías comer algo, Douglas. Cuando no como, yo también me pongo de mal humor. —Apartándose de él le ofreció la bolsa—. Anda, tómate un mango, que están muy ricos.

Disimulando una sonrisa, Doug metió la mano en la bolsa. Lo cierto era que en ese momento le vendría bien algo cálido y dulce. Rozó con los dedos la bolsa de red donde guardaba la fruta y tocó algo suave y sedoso. Lo sacó por curiosidad y se quedó mirando el diminuto tanga de encaje. Así que todavía no se lo había puesto.

—Vaya mango estupendo tenemos aquí.

Whitney miró por encima del hombro y le vio pasarse la tela entre los dedos.

—Quita las zarpas de mis bragas, Douglas.

Él se limitó a sonreír, alzando la prenda de manera que el sol la atravesaba.

—Una frase interesante. De todas formas, ¿cómo se te ocurre ponerte algo así?

—Por modestia —replicó ella pudorosa.

Doug metió el tanga en la mochila con una carcajada.

—Seguro. —Sacó un mango y le dio un gran mordisco. El jugo se deslizó maravillosamente por su garganta seca—. La seda y el encaje siempre me traen a la mente a las modestas monjitas de los países subdesarrollados.

—Qué imaginación más rara tienes —observó ella, mientras bajaba una pendiente medio resbalando—. A mí siempre me traen a la mente el sexo.

Y con estas palabras, adoptó un paso de marcha y se puso a silbar.

Caminaron y caminaron. Se echaron protector solar en cada centímetro de la piel y aceptaron el hecho de que se quemarían de todas formas. Las moscas zumbaban sobre ellos, atraídas por el olor de la crema y el sudor, pero aprendieron a ignorarlas. Aparte de los insectos, no tenían otra compañía.

A medida que caía la tarde, Whitney perdió interés en las rocas y las montañas y los valles que había más abajo. Los olores a tierra y hierba quemada por el sol perdían su atractivo cuando estabas enterrada en ellos. Observó a un pájaro planear en el cielo sobre una corriente de aire. Al estar mirando hacia arriba no vio la larga serpiente que pasó a centímetros de su pie hasta esconderse en una roca.

No tenía nada de exótico estar chorreando de sudor ni resbalar sobre las piedras. Madagascar habría tenido mucho más encanto desde la fresca terraza de un hotel. Solo el acerado orgullo le impedía pedir un descanso. Mientras Douglas pudiera andar, por Dios que ella andaría también.

De vez en cuando divisaba alguna aldea o poblado, siempre cerca del río y al lado de campos de cultivo. Desde las montañas se veía el humo de los fuegos, y cuando el aire soplaba en la dirección adecuada, oían ladridos de perros o ruido del ganado. Las voces no llegaban hasta allí. La distancia y el cansancio provocaban en Whitney una sensación de irrealidad. Tal vez las cabañas y los campos eran solo un decorado.

Una vez, con los prismáticos de Doug, vio a los trabajadores agachados sobre arrozales como pantanos, muchas de las mujeres con bebés atados con lambas a la espalda, al estilo papúa. La tierra húmeda se estremecía y cedía bajo el movimiento de los pies.

En toda su experiencia, en sus excursiones por Europa, jamás había visto nada como aquello. Pero por otra parte, París, Londres y Madrid ofrecían el brillo y el ambiente cosmopolita al que estaba acostumbrada. Jamás se había echado una mochila al hombro para irse a andar por el campo. Mientras cambiaba el peso una vez más, se dijo que siempre había una primera vez… y una última. Aunque le gustaban los colores, el terreno, el campo abierto, le gustarían muchísimo más si no tuviera que pateárselo.

Si tenía que sudar, prefería que fuera en una sauna. Si quería agotarse, que fuera dándole a alguien una paliza en una pista de tenis.

Pero seguía poniendo un pie delante de otro, dolorida y pegajosa de sudor. No pensaba quedar por debajo de Doug Lord ni de ninguna otra persona.

Doug observó el ángulo del sol y supo que tenían que buscar un sitio donde acampar. Las sombras se alargaban. Hacia el oeste el cielo ya se teñía de rojo. Normalmente se le daba mejor que nadie aprovechar la noche, pero no pensaba que las tierras altas de Madagascar fueran un buen sitio para probar su suerte en la oscuridad.

Una vez recorrió las Montañas Rocosas por la noche y estuvo a punto de romperse una pierna. No tenía que hacer ningún esfuerzo para acordarse del accidente. La imprevista caída por el barranco había ocultado su rastro, pero aquello le costó tener que ir cojeando hasta Boulder. Cuando el sol se pusiera, se detendrían y esperarían hasta el amanecer.

Seguía esperando que Whitney se quejara, que lloriqueara, que exigiera, que actuara en general como consideraba que actuaría una mujer en aquellas circunstancias. Pero el caso es que Whitney no se había comportado como él esperaba desde el primer momento en que se conocieron. La verdad era que quería verla gimotear. Así le resultaría más fácil justificarse cuando la dejara tirada a la primera oportunidad. Después de limpiarle casi todo el dinero, claro. Si se quejara, podría hacer ambas cosas sin escrúpulo alguno. Pero tal como iban las cosas, Whitney no le estaba demorando y llevaba su parte de la carga. Solo era el primer día, se dijo. Había que darle tiempo. Las flores de invernadero se marchitaban pronto cuando se las exponía al aire de verdad.

—Vamos a echar un vistazo a esa cueva.

—¿Cueva? —Whitney se protegió los ojos para seguir su mirada. Vio un pequeño arco y un agujero muy oscuro—. ¿Esa cueva?

—Sí. Si no está ocupada por alguien de cuatro patas, será un buen hotel para pasar la noche.

—¿Dentro? Un buen hotel es el Beverly Wilshire.

Doug ni siquiera la miró.

—Lo primero que hay que ver es si está vacía.

Whitney tragó saliva viéndole acercarse a la cueva. Doug se quitó la mochila y se metió. Ella a duras penas resistió las ganas de llamarle.

Todo el mundo tiene derecho a una fobia, se recordó mientras se acercaba. Y la suya era el terror a los espacios pequeños y cerrados. Por cansada que estuviera, habría preferido recorrer otros quince kilómetros antes que reptar en aquel diminuto arco de oscuridad.

—No es el Wilshire —dijo Doug al salir—. Pero nos servirá. Tienen nuestra reserva.

Whitney se sentó en una piedra y miró alrededor. No había nada más que más rocas, unos cuantos arbolitos y tierra pelada.

—Me parece recordar haber pagado un precio exorbitante por esa tienda que se pliega como un pañuelo. La que insistías en que había que comprar —le recordó—. ¿Es que nunca has oído hablar del placer de dormir bajo las estrellas?

—Cuando alguien quiere mi pellejo (y han estado a punto de conseguirlo varias veces), me gusta tener una pared que me cubra la espalda. —Todavía arrodillado cogió su mochila—. Me imagino que Dimitri nos está buscando al este de aquí, pero no pienso correr ningún riesgo. Además, en las tierras altas refresca por la noche. Ahí dentro podemos arriesgarnos a encender una hoguera pequeña.

—Una hoguera. —Whitney se miró las uñas. Si no se hacía pronto la manicura, se le iban a poner muy feas—. Encantador. En un sitio tan pequeño como ese, nos asfixiaríamos en cuestión de minutos.

Doug sacó un hacha pequeña de la mochila y le quitó la vaina de cuero.

—A unos dos metros la cueva se abre. Puedo ponerme de pie. —Se acercó a un flaco pino y se puso a cortar una rama—. ¿No has hecho nunca espeleología?

—¿Cómo dices?

—Explorar cuevas —explicó sonriendo—. Una vez conocí a una licenciada en geología. Su padre era dueño de un banco. —Doug recordó que no consiguió sacarle mucho más que un par de noches memorables en una cueva.

—Siempre he encontrado cosas mejores que explorar que un agujero.

—Entonces no sabes lo que te has perdido, princesa. Puede que esto no sea una atracción turística, pero tiene estalactitas y estalagmitas de primera.

—Qué emoción —replicó ella secamente. Al mirar hacia la cueva, únicamente veía un agujero muy pequeño y muy oscuro. Solo con mirar se le perlaba la frente de sudor frío.

Doug, irritado, se puso a cortar una respetable pila de leña.

—Sí, supongo que a una mujer como tú no le resultarán muy emocionantes las formaciones rocosas. A menos que te las pudieras poner, claro. —Todas eran iguales, las mujeres que llevaban trajes franceses y zapatos italianos. Por eso él, para divertirse, prefería una bailarina o una profesional. Por lo menos eran honestas y tenían carácter.

Whitney dejó de mirar el agujero lo suficiente para volverse hacia él con los ojos entornados.

—¿Qué quieres decir con eso de «una mujer como yo»?

—Una pija —replicó él, dando un hachazo a la madera—. Una frívola.

—¿Frívola? —Whitney se levantó. Aceptaba lo de pija sin problemas. Al fin y al cabo era cierto—. ¿Frívola? —repitió—. Hay que tener cara dura para llamarme frívola, Douglas. Yo no me he ganado la vida robando.

—No te ha hecho falta. —Doug ladeó la cabeza, y la miró a los ojos. Los suyos eran fríos; los de ella, acalorados—. Esa es la diferencia entre nosotros, princesa. Tú naciste con una cuchara de plata en la boca. Yo nací para cogerla y empeñarla. —Se metió la leña bajo el brazo y volvió a la cueva—. Si quiere usted comer, señora marquesa, meta en la cueva su culo de alta cuna. Aquí no hay servicio de habitaciones. —Ágil y rápido, agarró su mochila y desapareció en el interior del agujero.

¡Cómo se atrevía! Whitney se quedó mirando la cueva con los brazos en jarras. ¿Cómo se atrevía a hablarle así después de hacerla caminar kilómetros y kilómetros? Desde que le conoció la habían disparado, amenazado, perseguido y tirado de un tren. Y le había costado hasta la fecha miles de dólares. ¿Cómo se atrevía a hablarle como si fuera una estúpida niñata de cabeza hueca? ¡Eso no iba a quedarse así!

Pensó por un instante en seguir adelante sola, dejándole en su cueva como un oso gruñón. Ah, no, de ninguna manera. Whitney respiró hondo sin dejar de mirar el agujero en la roca. No, eso era lo que él querría. Se libraría de ella y el tesoro sería para él sólito. No pensaba darle esa satisfacción. Aunque perdiera la vida en ello, pensaba seguir con él y recuperar hasta el último céntimo que le debía. Y mucho más.

Muchísimo más, añadió rechinando los dientes. Se puso a gatas y empezó a adentrarse en la cueva.

El primer metro lo avanzó por pura rabia. Pero luego la asaltó el sudor frío y se quedó petrificada. Respiraba entrecortadamente y no podía ni avanzar ni retroceder. Aquello era una caja sin aire, oscura. Y la tapa se había, cerrado para asfixiarla.

Notaba que las paredes negras y húmedas se cernían sobre ella, dejándola sin aire. Apoyó la cabeza en el suelo duro e intentó combatir la histeria.

No, no pensaba ceder. No podía. Doug estaba delante, justo un poco más allá. Si gemía la oiría. El orgullo era tan fuerte como el miedo. No estaba dispuesta a que se burlara de ella. Jadeando siguió arrastrándose muy poco a poco. Doug había dicho que la cueva se abría. Si pudiera avanzar solo un poco más, podría respirar.

Dios, necesitaba luz. Y espacio. Y aire. Cerrando con fuerza los puños, dominó las ganas de ponerse a gritar. No, no pensaba hacer el ridículo delante de él. No estaba dispuesta a ser su diversión.

Mientras yacía boca abajo, librando su propia batalla, captó un destello de luz. Se concentró perfectamente inmóvil en el crepitar de la madera, el ligero olor a humo de pino. Doug había encendido la hoguera. No estaría oscuro. Solo tenía que arrastrarse un poco más y habría luz.

Necesitó todas sus fuerzas y un valor que ignoraba que tenía. Centímetro a centímetro, Whitney fue avanzando hasta que la luz se reflejó en su rostro y las paredes se abrieron en torno a ella. Agotada, se quedó tumbada un momento, solo respirando.

—Vaya, veo que has decidido venir. —Doug, de espaldas a ella, sacó uno de los cazos plegables para calentar agua. La perspectiva de un café caliente y fuerte era lo que le había mantenido en pie los últimos ocho kilómetros—. Tenemos un festín, princesa. Fruta, arroz y café. Yo me encargo del café. A ver qué puedes hacer tú con el arroz.

Aunque todavía temblaba, Whitney se incorporó hasta sentarse. Se le pasaría, se dijo. En unos momentos se le pasarían las náuseas y el mareo. Y luego, fuera como fuese, se lo haría pagar.

—Lástima no tener un poco de vino blanco, pero… —Al volverse hacia ella se interrumpió. ¿Era un efecto óptico o tenía la cara gris? Frunciendo el ceño dejó el agua al fuego y se acercó a ella. No, no era un efecto óptico. Whitney tenía el aspecto de irse a disolver si la tocaba. Algo inseguro, Doug se agachó—. ¿Qué pasa?

Whitney clavó en él una mirada ardiente y dura.

—Nada.

—Whitney. —Doug le tocó la mano—. Joder, estás como un témpano. Acércate al fuego.

—Estoy bien. —Whitney, furiosa, apartó la mano—. Déjame en paz.

—Espera. —Antes de que ella pudiera levantarse de un brinco, la agarró por los hombros. La notaba temblar. ¿Por qué demonios tenía que parecer tan joven, tan indefensa? Una mujer con una fortuna como la suya tenía todas las defensas que necesitaba—. Voy a traerte un poco de agua —murmuró. Y en silencio le ofreció la cantimplora abierta—. Está un poco tibia, bebe despacio.

Whitney dio un sorbo. Sí, estaba tibia y sabía a hierro. Volvió a beber.

—Estoy bien. —Su voz era tensa, nerviosa. No se esperaba que Doug se mostrara tan solícito.

—Descansa un momento. Si tienes náuseas…

—No tengo náuseas. —Whitney le puso la cantimplora bruscamente en las manos—. Tengo un pequeño problema con los sitios cerrados, ¿vale? Pero ya estoy dentro y me pondré bien.

Pero al volver a cogerle la mano, Doug se dio cuenta de que lo suyo no era un pequeño problema. Estaba húmeda, fría y temblorosa. Le asaltó de pronto la mala conciencia y no le gustó nada. No le había dado respiro desde que empezaron. No había querido darle respiro, porque si dejaba que Whitney le ablandara, si llegaba a tomarle cariño, perdería toda su ventaja. Ya le había pasado antes. Pero Whitney temblaba.

—Whitney, deberías habérmelo dicho.

Ella alzó el mentón en un gesto que él no pudo por menos que admirar.

—Me da más aversión hacer el ridículo.

—¿Por qué? A mí no me importa nada hacer el ridículo. —Sonriendo le apartó el pelo de las sienes. Whitney no iba a llorar. Gracias a Dios.

—La gente que nace ridícula rara vez se da cuenta. —Pero la tensión había desaparecido de su voz. Sus labios se curvaron—. De todas formas, ya estoy dentro. Puede que haga falta una grúa para sacarme, eso sí. —Respirando despacio echó un vistazo en torno a la amplia cueva, con las columnas de piedra de las que Doug había hablado. A la luz del fuego las estalactitas y estalagmitas brillaban. Aquí y allá el suelo estaba cubierto de excrementos. Advirtió con un escalofrío una piel de serpiente arrugada contra la pared—. Aunque la hayan decorado a principios del Neanderthal.

—Tenemos una cuerda. —Doug le frotaba la mejilla con los nudillos. Estaba recuperando el color—. Te sacaré a rastras con ella cuando llegue el momento. —Mirando por encima del hombro, vio que el agua ya hervía—. Vamos a tomar un café.

Cuando Doug se volvió, Whitney se tocó la mejilla allí donde él le había frotado. No había imaginado que pudiera ser tan inesperadamente tierno cuando no intentaba conseguir algo.

¿O sí intentaba conseguir algo?

Suspiró y se quitó la mochila. Todavía tenía el dinero.

—No sé preparar arroz. —Sacó la bolsa de mangos. Más de uno tenía golpes y emanaban un penetrante olor a fruta madura. Ningún festín de siete platos le había parecido tan apetitoso.

—Debido a la cocina con que contamos, no se puede hacer otra cosa que hervir y remover. Arroz, agua, fuego… —Doug se volvió un momento—. Seguro que puedes.

—¿Quién lava los platos? —preguntó ella mientras vertía agua en otro cacharro.

—Vamos a medias en la cocina, y en el fregado también. —Doug le ofreció una rápida y atractiva sonrisa—. Al fin y al cabo, somos socios.

—¿Ah, sí? —Con una dulce sonrisa, Whitney puso el cazo al fuego y aspiró el aroma del café. La cueva, llena de excrementos y humedad, se tornó al instante civilizada—. Bueno, socio, pues entonces qué tal si me dejas ver los documentos.

Doug le tendió una taza metálica de café.

—¿Y qué tal si me pasas la mitad del dinero?

Ella le miró por encima de la taza con ojos risueños.

—El café está muy bueno, Douglas. Otro de tus muchos talentos.

—Sí, tengo muchos dones. —Doug se bebió de golpe media taza y notó en su interior el café caliente y fuerte—. Te dejo en la cocina mientras me encargo del dormitorio.

Whitney sacó la bolsa de arroz.

—Más vale que esos sacos de dormir sean como camas de plumas, después de lo que me han costado.

—Tienes una fijación con el dinero, princesa.

—Tengo el dinero.

Doug masculló entre dientes mientras hacía sitio para los sacos de dormir. Aunque Whitney no entendió lo que decía, sí captó el tono y con una sonrisa se puso a echar el arroz. Un puñado, dos. Si iba a ser su plato principal, pensó, más les valía comer bien. Volvió a meter la mano en la bolsa.

Tardó un momento en comprender el mecanismo de la cuchara plegable. Para cuando consiguió abrirla, el agua empezaba a hervir. Muy satisfecha de sí misma, se puso a remover el arroz.

—Utiliza un tenedor —le dijo Doug mientras desenrollaba los sacos—. Con la cuchara se aplastan los granos.

—Qué tiquismiquis —murmuró ella, pero se puso a abrir el tenedor como había abierto la cuchara—. De todas formas, ¿cómo es que sabes tanto de cocina?

—Sé mucho de comer —replicó él—. No siempre me encuentro en la posición de poder ir de restaurantes a disfrutar de la clase de comida a la que tengo derecho. —Desenrolló el segundo saco al lado del primero. Después de pensárselo un instante, los separó unos centímetros. Más le valía mantener cierta distancia—. Así que aprendí a cocinar. Es muy gratificante.

—Siempre que lo haga otro.

Doug se limitó a encogerse de hombros.

—A mí me gusta. Con algo de cabeza, y unas pocas especias puedes comer como un rey… incluso en un motel de mala muerte con las tuberías rotas. Y cuando la cosa se pone mal, trabajo una temporada en un restaurante.

—¿Un trabajo? Qué decepción.

Doug dejó pasar el sarcasmo.

—El único que he logrado tolerar. Además se come bien y te da la ocasión de estudiar a la clientela.

—Buscando una víctima.

—No hay que dejar pasar ninguna oportunidad. —Se sentó con las piernas estiradas sobre un saco de dormir, se apoyó contra la pared de la cueva y sacó un cigarrillo.

—¿Es eso un lema de los boy scouts?

—Si no lo es debería serlo.

—Seguro que te llevaste todas las medallas al mérito, Douglas.

Él sonrió, disfrutando del silencio, el tabaco, el café. Había aprendido hacía mucho a disfrutar de lo que tenía en el momento, y pensaba disfrutar más, mucho más.

—De una manera u otra. ¿Cómo va la cena?

Ella volvió a remover el arroz con el tenedor.

—Va. —Por lo que ella sabía.

Doug se quedó mirando el techo, observando las formaciones de rocas que habían ido constituyendo a lo largo de los siglos largas columnas. Siempre le habían atraído las antigüedades, el patrimonio, tal vez porque él no tenía ninguno. Sabía que era parte de la razón por la que iba hacia el norte, hacia las joyas y las historias que contenían.

—El arroz está mejor salteado con mantequilla, con champiñones y unas láminas de almendra.

A Whitney le gimió el estómago.

—Cómete un plátano —sugirió, tirándole uno—. ¿Sabes cómo vamos a rellenar la cantimplora?

—Creo que podríamos acercarnos al poblado de ahí abajo por la mañana. —Doug lanzó una nube de humo. Lo único que le faltaba, pensó, era un buen baño caliente y una rubia guapa y perfumada que le frotara la espalda. Sería una de las primeras cosas que haría cuando tuviera el tesoro en sus manos.

Whitney se sentó con las piernas cruzadas y cogió otra fruta.

—¿No será peligroso?

Doug se encogió de hombros y apuró el café. Siempre era más cuestión de necesidad que de peligro.

—Necesitamos agua, y podríamos conseguir algo de carne.

—Por favor, que vas a emocionarme.

—Según calculo, Dimitri sabía que el tren iba a Tamatave, así que nos buscará allí. Para cuando lleguemos, espero que se haya ido a buscarnos a otra parte.

Whitney dio un mordisco a la fruta.

—¿Así que no tiene ni idea de tu destino final?

—No más que tú, princesa. —Al menos eso esperaba. Pero el picor entre los omóplatos no había remitido. Después de dar una última y larga calada al cigarrillo, lo tiró al fuego.

—Por lo que yo sé, no ha visto nunca los documentos, por lo menos no todos.

—Si no los ha visto nunca, ¿cómo averiguó lo del tesoro?

—Una cuestión de fe, princesa. Como tú.

Ella alzó una ceja al ver su mueca irónica.

—No me pega que ese Dimitri sea un hombre de fe.

—Entonces por instinto. Verás, un tal Whitaker pensó que podía vender los papeles al mejor postor y obtener un buen beneficio sin moverse de casa. La idea del tesoro, de un tesoro documentado además, dio vuelo a la imaginación de Dimitri. Imaginación ya te dije que tenía.

—Desde luego. Whitaker… —Dándole vueltas al nombre en la cabeza, Whitney se olvidó de dar vueltas al arroz en el cazo—. ¿George Alian Whitaker?

—Ese mismo. —Doug exhaló el humo—. ¿Lo conoces?

—Poco. Salí con uno de sus sobrinos. Cuentan que hizo su fortuna con el contrabando, entre otras cosas.

—Sí, entre otras cosas, sobre todo en los últimos diez años más o menos. ¿Te acuerdas de los zafiros Geraldi, que fueron robados en… el setenta y seis?

Ella arrugó un momento la frente.

—No.

—Deberías mantenerte al día de los acontecimientos, princesa. Lee el libro que robé en Washington.

—¿Gemas perdidas a través de los tiempos? —Whitney movió los hombros—. Prefiero leer novelas.

—Hay que expandir horizontes. En los libros se puede aprender de todo.

—¿Ah, sí? —Whitney lo miró, interesada—. ¿Así que te gusta leer?

—Después del sexo es mi pasatiempo favorito. Pero bueno, te hablaba de los zafiros Geraldi. El juego de piedras preciosas más apetecible después de las joyas de la Corona.

Ella enarcó la ceja impresionada.

—¿Los robaste tú?

—No. —Doug apoyó los hombros contra la pared—. En el setenta y seis pasaba una mala racha. No tenía dinero para ir a Roma. Pero tengo contactos. Whitaker también los tenía.

—¿Los robó él? —preguntó Whitney sorprendida al acordarse de aquel viejo flaco.

—Lo apañó —la corrigió Doug—. Una vez cumplidos los sesenta años, Whitaker ya no quería mancharse las manos. Le gustaba hacerse pasar por un experto en arqueología. ¿No viste ningún programa suyo en la televisión pública?

Así que Doug también veía la PBS. Un ladrón muy completo.

—No, pero me enteré de que pretendía ser un Jacques Cousteau de secano.

—No tenía clase para eso. Pero bueno, obtuvo muy buenos índices de audiencia durante un par de años. Engañó a muchos peces gordos de abultadas cuentas bancarias para que financiaran sus excavaciones. Lo tenía muy bien montado.

—Mi padre decía que era un sinvergüenza —comentó Whitney.

—Veo que tu padre tiene algo más en la cabeza aparte del helado. En fin, el caso es que Whitaker hizo de intermediario de muchas piedras preciosas y objetos de arte que cruzaban de un lado al otro del Atlántico. Hace como un año engañó a una dama inglesa para apropiarse de un fajo de documentos y correspondencia antigua.

Aquello llamó la atención de Whitney.

—¿Nuestros papeles?

A Doug no le gustó nada el uso del adjetivo plural, pero lo dejó pasar.

—La dama los consideraba parte de la herencia artística o histórica de la humanidad, pensaba que tenían un valor cultural. Había escrito muchos libros sobre temas parecidos. Había implicado en el asunto a un general del ejército que estuvo a punto de llegar a un acuerdo con ella, pero por lo visto a Whitaker se le daba mejor camelar a las damas. Y Whitaker tenía una motivación más básica. La codicia. El problema es que estaba arruinado y tenía que hacer algo de campaña para conseguir fondos para la expedición.

—Y aquí es donde entra Dimitri.

—Exacto. Como te he contado, Whitaker abrió la subasta. Se suponía que iban a formar una sociedad. Socios —añadió con una lenta sonrisa—. Pero Dimitri decidió que no le gustaba el mercado competitivo e hizo una proposición alternativa. —Doug cruzó los tobillos y peló el plátano—. Whitaker le entregaría los papeles y a cambio Dimitri le permitiría conservar todos sus dedos.

Whitney dio otro bocado a la fruta, pero no le resultó fácil tragar.

—Parece un negociador muy convincente.

—Sí, a Dimitri le encantan los chanchullos. El problema es que utilizó demasiada persuasión con Whitaker. Por lo visto, el viejo tenía un problema de corazón y la palmó antes de que Dimitri pudiera divertirse mucho o tuviera en su poder los documentos. No sé qué le irritó más. Un infortunado accidente, o eso me dijo Dimitri cuando me contrató para que robara los papeles. —Doug mordió el plátano y saboreó el bocado—. Me explicó con todo lujo de detalles cómo pensaba convencer a Whitaker, con el propósito de meterme a mí el miedo en el cuerpo para que no se me ocurriera ninguna idea rara. —Doug recordó las pequeñas tenazas de plata que Dimitri manoseaba durante la entrevista—. Funcionó.

—Pero se los robaste de todas formas.

—Solo después de que me traicionara —le explicó Doug sin dejar de comerse el plátano—. Si hubiera sido legal conmigo, tendría los documentos. Yo habría cobrado y me habría tomado unas pequeñas vacaciones en Cancún.

—Pero ahora tienes tú los papeles. Y no hay que dejar pasar ninguna oportunidad.

—Tú lo has dicho, guapa. ¡Joder! —Doug se levantó de un brinco y se arrojó hacia el fuego. Whitney, en un gesto automático de defensa, dobló las piernas esperándose cualquier cosa, desde una asquerosa serpiente hasta una repugnante araña—. Maldita sea, mujer, pero ¿cuánto arroz has echado ahí?

—Yo…

Doug cogió el cazo. El arroz se desbordaba por todas partes como la lava.

—Solo dos puñados —contestó por fin Whitney, mordiéndose el labio para no reírse.

—Y una mierda.

—Bueno, cuatro. —Y se llevó el dorso de la mano a la boca mientras él buscaba un plato—. O cinco.

—Cuatro o cinco —masculló él, echando el arroz en los platos—. ¿Cómo coño he acabado en una cueva de Madagascar con una chalada?

—Ya te dije que no sabía cocinar —le recordó ella, mirando el engrudo pardusco y pegajoso que tenía en el plato—. Me he limitado a demostrarlo.

—Eso desde luego. —Al oír su risa ahogada, Doug se volvió hacia ella. Estaba sentada con las piernas cruzadas, la falda y la blusa sucias, la cinta de la trenza suelta. Recordó su aspecto la primera vez que la vio, impecable y elegante con su sombrero de fedora blanco y las finas pieles. ¿Por qué resultaba ahora igual de atractiva?—. No te rías, que vas a tener que comerte tu parte —le espetó, pasándole un plato.

—Seguro que está bueno. —Metió en el arroz el tenedor que había usado para cocinar y, con lo que le pareció gran valentía, probó el primer bocado. Tenía un sabor almendrado y no del todo desagradable. Se encogió de hombros y siguió comiendo. Jamás había pasado hambre, pero sí había oído que a buena hambre no hay pan duro—. No seas infantil, Douglas. Si podemos conseguir unos cuantos champiñones y almendras, la próxima vez lo haremos a tu manera. —Y volvió al arroz con el entusiasmo de un niño con un helado. Sin darse del todo cuenta, Whitney acababa de experimentar por primera vez el hambre de verdad.

Doug, comiendo más despacio y con menos entusiasmo, la miraba. Él sí había pasado hambre y sabía que la volvería a pasar. Pero ella… Puede que estuviera cenando arroz en un plato de latón, con la ropa llena de mugre, pero se le notaba la clase. Doug lo encontraba fascinante e intrigante, hasta el punto de querer averiguar si siempre sería así. Aquella asociación podía ser más interesante de lo que había pensado. Mientras durase.

—Douglas, ¿y la mujer que le dio a Whitaker el mapa del tesoro?

—¿Qué pasa con ella?

—¿Qué le pasó?

Doug tragó el arroz.

—Butrain.

Vio que el miedo se reflejaba un instante en los ojos de Whitney y se alegró. Era mejor para los dos que ella entendiera lo que se jugaban. Pero su mano era firme cuando la tendió hacia el café.

—Ya veo. Así que eres la única persona viva que ha visto esos papeles.

—Eso es, princesa.

—Te querrá matar. Y a mí también.

—Justo.

—Pero yo no los he visto.

Doug hundió el tenedor en el arroz.

—Si te echa el guante no podrás decirle nada.

Whitney se quedó un rato mirándole.

—Eres un hijo de puta de primera clase, Doug.

Esta vez él sonrió porque había oído un ligero atisbo de respeto.

—Me gusta la primera clase, Whitney. Pienso vivir en ella el resto de mi vida.

Dos horas más tarde la maldecía de nuevo, aunque para sus adentros. Habían dejado que el fuego se redujera a ascuas, de manera que la luz era tenue y rojiza. En las profundidades de la cueva se oía un lento y musical goteo. Todo aquello le recordaba a un caro e innovador burdel de Nueva Orleans.

Estaban ambos exhaustos y doloridos tras un día muy largo y muy arduo. Doug se quitó los zapatos pensando únicamente en el placer de la inconsciencia. No tenía dudas de que dormiría como un lirón.

—¿Sabes manejar esa cosa? —preguntó mientras abría su saco de dormir.

—Creo que sé apañármelas con una cremallera, gracias.

Y entonces Doug cometió el error de mirarla… y no apartar la vista de inmediato.

Sin atisbo de pudor, Whitney se quitó la blusa. Doug recordó lo fino que era el body a la luz de la mañana. Cuando ella se quitó la falda, se le hizo la boca agua.

No, no es que Whitney no fuera pudorosa, lo que ocurría era que estaba casi comatosa de agotamiento. Ni se le pasó por la cabeza mostrar un atisbo de decoro. Y aunque lo hubiera pensado, habría considerado el body ropa suficiente. Cuando iba a la playa llevaba todavía menos. Solo pensaba en tumbarse, en cerrar los ojos y caer dormida.

De no haber estado tan cansada, habría disfrutado de la incomodidad que sentía Doug en la entrepierna. Le habría proporcionado un cierto placer saber que sus músculos se tensaban mirando la sutil danza de la luz del fuego en su piel cuando ella se inclinó para abrir su saco de dormir. Habría sentido pura satisfacción femenina de saber que Doug contenía el aliento cuando la fina tela se alzaba sobre sus muslos y se ajustaba sobre su culo con sus movimientos.

Pero se metió en el saco sin pensar siquiera y cerró la cremallera. No se veía nada más que una nube de pelo rubio desenredado de la trenza. Con un suspiro, Whitney se puso las manos bajo la cabeza a modo de almohada.

—Buenas noches, Douglas.

—Sí.

Él se quitó la camisa, agarró el borde de la cinta adhesiva pegada a su pecho y contuvo el aliento. Se la arrancó de un tirón sin piedad y una serpiente de fuego le atravesó el torso. Whitney ni se movió cuando sus palabrotas resonaron en las paredes de la cueva. Ya estaba dormida. Maldiciéndola, maldiciendo el dolor, Doug guardó el sobre en su mochila antes de meterse en su saco. Whitney, dormida, suspiraba quedamente.

Doug se quedó mirando el techo de la cueva, totalmente despierto y dolorido no solo por sus magulladuras.