15

De momento iba bien. No es que eso fuera decir mucho, pero no se podía decir más. Había pasado el primer día como «invitada» de Dimitri sin problemas. Y sin que se le ocurriera ninguna idea brillante para salir de allí… de una pieza.

Él se había mostrado amable, cortés. Le había proporcionado cada uno de sus caprichos. Whitney le había puesto a prueba expresando una vaga apetencia por un soufflé de chocolate. Se lo habían servido al final de un largo y extraordinario festín de siete platos.

Aunque se había estrujado el cerebro durante las tres horas que pasó encerrada en sus habitaciones esa tarde, no se le había ocurrido nada. No había manera de forzar las puertas, no podía saltar por la ventana y el teléfono que tenía en su salón solo servía para llamadas internas.

Cabía la posibilidad de salir corriendo durante el paseo por los jardines. Pero cuando estaba calculando la jugada, Dimitri le dio un capullo de rosa mientras le contaba lo desagradable que le resultaba tener que organizar guardias armados en torno al perímetro de los jardines. La seguridad, según añadió, era la carga del éxito.

Al llegar al límite del jardín, Dimitri señaló a uno de sus hombres, de hombros anchos, con un traje oscuro, un elegante bigote y un pequeño y letal subfusil Uzi.

Whitney decidió que prefería alguna vía de escape algo más sutil que una demencial carrera a campo abierto por el jardín.

Siguió pensando durante su encierro esa tarde. Más tarde o más temprano su padre empezaría a preocuparse por su prolongada ausencia. Pero antes de que eso sucediera, podía pasar otro mes.

Dimitri querría marcharse de la isla en algún momento. Pronto, seguramente, puesto que ya le había echado el guante al tesoro. Estaba por ver si ella le acompañaría o no (y si tendría más oportunidades de escapar). Dependía del capricho de Dimitri. Y a Whitney no le gustaba nada que su destino dependiera de los caprichos de un hombre que se ponía colorete y pagaba a otros para que mataran por él.

De manera que se pasó la tarde paseando por la habitación, ideando y rechazando planes tan básicos como hacer una cuerda con las sábanas para escaparse por la ventana, y tan complicados como cavar un túnel en la pared con el cuchillo de la mantequilla.

Al final se puso el vestido de seda color marfil que se agarraba a cada una de sus curvas y destellaba con los adornos de aljófares.

Durante casi dos horas se enfrentó a Dimitri al otro lado de una larga y elegante mesa de caoba que relumbraba bajo la luz de dos docenas de velas. Desde los caracoles hasta el soufflé y el Dom Pérignon, la cena fue exquisita en todos los detalles. Hablaron de arte y literatura con la suave música de Chopin de fondo.

No se podía negar que Dimitri era un gran entendido en esas materias y que no habría desentonado en los clubes más exclusivos. Antes de terminar la comida, habían analizado una obra de Tennessee Williams, habían discutido sobre las complejidades de los impresionistas franceses y debatido las sutilezas del Mikado.

Pero aunque el soufflé se le derretía en la boca, Whitney echaba de menos el arroz pegado y la fruta que había compartido con Doug una noche en una cueva.

Mientras la conversación con Dimitri transcurría fluidamente, recordaba todas las discusiones y peleas que había tenido con Doug. Notaba la seda del vestido fría sobre sus hombros, pero sin pensárselo siquiera habría cambiado aquel vestido de quinientos dólares por el tieso saco de algodón que llevaba en el camino hacia la costa.

Dadas las circunstancias, con su vida en juego, podría ser difícil pensar que se aburría. Pero así era. Estaba muerta de aburrimiento.

—Pareces un poco distante esta noche, querida.

—¿Sí? —Whitney se concentró en el presente—. Es una cena excelente, señor Dimitri.

—Pero tal vez falta algo de entretenimiento. Una mujer joven y vital requiere algo más emocionante. —Con una sonrisa benevolente, apretó un botón a su lado y casi al instante apareció un oriental de traje blanco—. La señorita MacAllister y yo tomaremos el café en la biblioteca. Es bastante extensa —añadió mientras el oriental se marchaba sin darle la espalda—. Me complace que compartas mi afecto por la palabra escrita.

Whitney podría haberse negado, pero si veía algo más de la casa, tal vez diera con alguna vía de escape. Nunca venía mal tener alguna ventaja, decidió. Sonrió y metió a hurtadillas el cuchillo de la cena en el bolso que había dejado junto al plato.

—Siempre es un placer pasar la velada con un hombre que sabe apreciar las cosas buenas. —Whitney se levantó cerrando el bolso y aceptó el brazo de Dimitri pensando que no tendría reparo en clavarle el cuchillo en el corazón a la más mínima oportunidad.

—Cuando uno viaja —comenzó él— suele ser necesario llevarse ciertas cosas de importancia. Buen vino, buena música, unos cuantos volúmenes de literatura. —Caminaba tranquilamente por la casa, emitiendo un ligero olor a colonia. El formal esmoquin le quedaba como un guante.

Se sentía benevolente, tolerante. Habían pasado ya muchas semanas desde la última vez que cenó con una mujer joven y hermosa. Abrió las altas puertas dobles de la biblioteca y le cedió el paso.

—Echa un vistazo si quieres, querida —le indicó, señalando los dos pisos de libros.

La sala tenía unas puertas que daban a una terraza. Whitney tomó nota de ello de inmediato. Si había alguna manera de salir de su habitación por la noche, aquella podría ser su vía de escape. Lo único que tendría que hacer entonces sería dar esquinazo a los guardias. Y a sus armas.

Cada cosa a su hora, se dijo mientras pasaba el dedo por los libros encuadernados en cuero.

—Mi padre tiene una biblioteca como esta —comentó—. Siempre me pareció un lugar muy acogedor donde pasar la tarde.

—Más acogedor con café y coñac. —Dimitri sirvió el coñac él mismo mientras el oriental entraba con el servicio de plata—. Dale a Chan el cuchillo, querida. Es muy meticuloso a la hora de fregar. —Cuando Whitney se volvió, Dimitri la observaba con una pequeña sonrisa y unos ojos que le recordaron los de un reptil: inexpresivos, fríos y peligrosamente pacientes.

Sacó el cuchillo del bolso sin decir una palabra y se lo tendió al criado. Ni todos los tacos que se le agolparon en la boca ni la pataleta de rabia que apenas pudo dominar iban a ayudarla a salirse de aquella.

—¿Coñac? —preguntó Dimitri cuando Chan los dejó a solas.

—Sí, gracias. —Tan serena como él, Whitney atravesó la sala y tendió la mano.

—¿Pensabas matarme con el cuchillo de la cena, querida?

Whitney se encogió de hombros y dio un trago al coñac, que le quemó un momento el estómago antes de asentarse.

—Era una idea.

Dimitri se echó a reír, un sonido estruendoso indescriptiblemente desagradable. De nuevo pensaba en la mantis y la lucha de la polilla.

—Te admiro, Whitney. Te admiro de verdad. —Hizo chocar la copa con la de ella, dio unas vueltas al coñac y bebió—. Me imagino que te gustaría echar un buen vistazo al tesoro de nuevo. Al fin y al cabo, hoy no has tenido mucho tiempo para ello, ¿verdad?

—No, Remo tenía bastante prisa.

—Culpa mía, querida, culpa mía. —Dimitri le tocó ligeramente el hombro—. Estaba impaciente por conocerte. Para compensarte, ahora te doy todo el tiempo que quieras.

Se acercó a las estanterías de la pared oriental y sacó una sección de libros. Whitney no se sorprendió al ver la caja fuerte. Era un camuflaje bastante común. Se preguntó solo un instante cómo habría llegado Dimitri a saber de ella por los dueños. Luego bebió más coñac. Estaba segura de que no había ningún aspecto de la casa que no le hubieran revelado antes de… entregársela.

Dimitri no hizo el más mínimo esfuerzo por ocultarle la combinación cuando giraba la rueda. Muy seguro de sí mismo, pensó Whitney mientras memorizaba la secuencia. Un hombre tan seguro de sí mismo se merecía una buena patada en el culo.

—Ah. —Dimitri sacó el viejo cofre con un suspiro como si acabara de percibir el olor de algún delicioso plato. Ya había limpiado la caja y la madera relucía—. Toda una pieza de coleccionista.

—Sí. —Whitney dio vueltas al coñac en la copa. Era tan suave y cálido como el mejor licor que hubiera probado. Se preguntó si serviría de algo tirárselo a la cara—. Eso mismo pensé yo.

Dimitri lo sostenía con cuidado entre las manos, casi vacilante, como un padre con un recién nacido.

—Me resulta difícil imaginarme a alguien con unas manos tan delicadas excavando en la tierra, ni siquiera por esto.

Whitney sonrió, pensando en lo que habían pasado sus delicadas manos en la última semana.

—No tengo mucha aptitud para el trabajo manual, pero era necesario. —Dio la vuelta a la mano y se la miró con ojo crítico—. Admito que tenía pensado hacerme una manicura antes de que Remo me trajera su… invitación. Esta pequeña aventura ha sido mortal para mis manos.

—Ya dispondremos de una manicura mañana. Mientras tanto… —Dimitri dejó el cofre en la amplia mesa de la biblioteca—. Disfruta.

Tomándole la palabra, Whitney abrió el cofre. Las gemas no resultaban menos impresionantes que aquella mañana. Sacó el collar de diamantes y zafiros que Doug había admirado. No, con el que se había regodeado, recordó con una media sonrisa. Se inspiraría en eso.

—Fabuloso —suspiró—. Increíblemente fabuloso. Acaba una tan cansada de los austeros collares de perlas…

—Tienes en las manos aproximadamente un cuarto de millón de dólares.

Whitney sonrió.

—Una idea muy agradable.

A Dimitri se le aceleró un poco el corazón al verla tocando las joyas como podía haberlo hecho la reina no mucho antes de su humillación y muerte.

—Esas joyas tienen que estar sobre la piel de una mujer.

—Sí. —Con una risa, Whitney se acercó el collar. Los zafiros relucían como brillantes y oscuros ojos. Los diamantes titilaban—. Es precioso y sin duda muy caro, pero esto… —Dejó el collar en el cofre y cogió el de las muchas vueltas de diamantes—. Esto es toda una declaración de principios. ¿Cómo cree que lograría María Antonieta arrebatárselo a la condesa?

—Ah, ¿así que crees que es el famoso collar del caso del Collar de Diamantes? —Le había complacido de nuevo.

—Prefiero creerlo. —Whitney dejó que el collar se deslizara entre sus dedos atrapando la luz. Era, como Doug había dicho una vez hablando del Sydney, como tener en la mano fuego y hielo al mismo tiempo—. Me gusta creer que fue bastante inteligente para volver las tornas contra la gente que había intentado utilizarla. —Se probó una pulsera de rubíes, pensativa—. Gerald Lebrun vivió como un mendigo con el rescate de una reina escondido bajo su suelo. Es increíble, ¿no le parece?

—La lealtad es algo increíble, a menos que esté realzada por el miedo. —Dimitri le quitó el collar para examinarlo. Por primera vez Whitney vio la codicia sin tapujos. Sus ojos brillaban, como brillaban los de Barns cuando la apuntaba a la rodilla con la pistola. Dimitri sacó la lengua despacio para humedecerse los labios. Cuando volvió a hablar, su voz tenía la resonancia, el fervor de un evangelista—. La misma Revolución es un fascinante período de agitación, muerte, represalias. ¿No lo sientes al tocar estas joyas? Sangre, desesperación, codicia, poder. Campesinos y políticos derrocando una monarquía de siglos. ¿Cómo? —Dimitri la miró sonriendo con los diamantes reluciendo entre sus manos y la fiebre ardiéndole en los ojos—. El miedo. No hay nombre más apropiado que el Reinado del Terror. Ni más apropiado botín de guerra que la vanidad de una reina muerta.

Le entusiasmaba. Whitney se lo notaba en los ojos. Lo que ambicionaba no eran solo las joyas, sino la sangre que había en ellas. Notó que su miedo se desvanecía bajo oleadas de repulsión. Doug tenía razón, pensó. Lo importante era ganar. Y ella todavía no había perdido.

—Un hombre como Lord habría vendido todo esto a cualquier perista por una fracción de su valor. Era un palurdo. —Whitney se llevó de nuevo la copa a los labios—. Un hombre como usted tendrá otros planes.

—Perspicaz además de hermosa. —Dimitri se había casado con su segunda mujer porque su piel era tan pura como la nata fresca. Se había librado de ella porque su cerebro tenía más o menos la misma consistencia. Whitney le resultaba cada vez más interesante. Más sereno, se pasó el collar entre las manos—. Tengo intenciones de disfrutar del tesoro. Su valor en efectivo significa poco para mí. Soy un hombre muy rico. —No lo dijo bruscamente, sino saboreándolo. El dinero era tan importante como la virilidad, como el intelecto. Más, pensó, porque el dinero podía disimular la falta de ambas cosas—. Coleccionar cosas se ha convertido en un pasatiempo —comentó, pasando el dedo sobre la pulsera que llevaba Whitney hasta tocarle la muñeca—. A veces, un pasatiempo muy obsesivo.

Podía llamarlo un pasatiempo, pensó ella. Había matado una y otra vez por aquel cofre y sus contenidos, y a pesar de todo para él no significaba más que un puñado de piedras de colores para un niño. Hizo un esfuerzo por disimular la repulsión que quería asomar a su rostro y el tono acusatorio de su voz.

—¿Me consideraría mala perdedora si le dijera que en esta ocasión preferiría que no hubiera sido usted tan hábil con su pasatiempo? —Con un suspiro, Whitney pasó la mano por las relumbrantes joyas—. Me había encariñado con la idea de poseer todo esto.

—Al contrarío, admiro tu sinceridad. —Dejándola junto al cofre, Dimitri fue a servir el café—. Y entiendo que has hecho muchos esfuerzos por conseguir el tesoro de María Antonieta.

—Sí, yo… —Whitney se interrumpió un momento—. Tengo curiosidad, señor Dimitri, ¿cómo se enteró usted de la existencia del tesoro?

—Es mi trabajo. ¿Leche, querida?

—No, gracias. Lo tomo solo. —Esforzándose por contener su impaciencia, Whitney atravesó la sala hasta el servicio de café.

—¿Te habló Lord de Whitaker? —le preguntó su anfitrión.

Whitney aceptó el café y se obligó a sentarse.

—Solo me contó que había adquirido los documentos y que luego decidió sacarlos al mercado.

—Whitaker era algo estúpido, pero a veces tenía algún destello de inteligencia. En una ocasión había sido socio de Harold R. Bennett. ¿Has oído hablar de él?

—Por supuesto —replicó ella al instante, mientras pensaba frenética a toda velocidad. ¿No había mencionado Doug a un general? Sí, un general que estuvo negociando con lady Smythe-Wright por la compra de los documentos—. Bennett es un general jubilado y gran hombre de negocios. Ha tenido algún trato con mi padre, tanto profesionalmente como en los campos de golf, lo cual casi viene a ser la misma cosa.

—Yo siempre he preferido el ajedrez al golf —comentó Dimitri. Con el vestido de seda color marfil, Whitney resplandecía de tal manera que podría haber reemplazado a la dama de cristal que él mismo había hecho añicos. Recordó lo bien que se ajustaba a su mano—. Así que conoces la reputación del general Bennett.

—Es bien conocido como mecenas de las artes y coleccionista de antigüedades y piezas únicas. Hace unos años dirigió una expedición por el Caribe y descubrió un galeón español hundido. Recobró unos cinco millones y medio de dólares en objetos, monedas y joyas. Bennett hacía lo que Whitaker fingía hacer. Y con mucho éxito.

—Estás bien informada. Eso me gusta. —Dimitri se echó leche y dos generosas cucharadas de azúcar en el café—. A Bennett le gusta la caza, digámoslo así. Egipto, Nueva Zelanda, el Congo… siempre ha buscado y ha encontrado lo más valioso. Según Whitaker, estaba en las primeras etapas de llegar a un acuerdo con lady Smythe-Wright por unos documentos que ella había heredado. Whitaker tenía sus contactos y un cierto encanto con las mujeres. Le birló a Bennett el negocio bajo sus mismas narices. Pero por desgracia, era un aficionado.

A Whitney le dio un brinco el corazón al recordar lo sucedido.

—De manera que supo usted por él dónde estaban los documentos y contrató a Douglas para que los robara.

—Los adquiriera —la corrigió él con delicadeza—. Whitaker se negó, incluso bajo la mayor presión, a informarme de los contenidos de todos los documentos, pero sí me contó que el interés de Bennett se centraba principalmente en el valor cultural del tesoro, en su historia. Naturalmente la idea de adquirir un tesoro que había pertenecido a María Antonieta, a quien yo admiraba particularmente por su opulencia y su ambición, me resultó irresistible.

—Por supuesto. Si no tiene intención de vender los contenidos del cofre, señor Dimitri, ¿qué piensa hacer con ellos?

—Pues quedármelos, Whitney —contestó sonriendo—. Acariciarlos, mirarlos. Poseerlos.

Aunque la actitud de Doug la había exasperado, por lo menos la comprendía. Doug consideraba el tesoro como el medio para un fin. Dimitri lo veía como una posesión personal. Una docena de argumentos saltaron en su mente. Los reprimió todos.

—Estoy segura de que María Antonieta lo hubiera aprobado.

Dimitri se quedó pensándolo con la mirada en el techo. La realeza era otro de los temas que le fascinaban.

—Sí, lo habría aprobado. La codicia está considerada uno de los siete pecados capitales, pero muy pocos comprenden el básico placer que proporciona. —Se enjugó la boca con una servilleta de lino y se levantó—. Espero que me disculpes, querida, pero estoy acostumbrado a retirarme temprano. —Apretó un pequeño botón hábilmente disimulado en el tallado de la repisa de la chimenea—. Remo te acompañará a tu habitación. Que duermas bien.

—Gracias. —Whitney dejó la taza de café y se levantó también, pero no había dado dos pasos cuando la mano de Dimitri le aferró la muñeca. Ella bajó la vista hacia las bruñidas uñas y el muñón—. La pulsera, querida. —Los dedos apretaron lo suficiente para llegar al hueso. Whitney no hizo ni un gesto.

—Lo siento —replicó, tendiendo la mano.

Dimitri le desabrochó la pulsera de oro y rubíes.

—Me acompañarás en el desayuno, espero.

—Naturalmente. —Whitney se encaminó a la puerta y aguardó un momento a que Dimitri se la abriera. Se encontraba atrapada entre él y Remo—. Buenas noches.

—Buenas noches, Whitney.

Mantuvo un silencio gélido hasta que la puerta de su habitación se cerró tras ella.

—Hijo de puta. —Se quitó asqueada los delicados zapatos italianos que le habían dado y los tiró contra la pared.

Estaba atrapada, pensó. Encerrada igual que el cofre del tesoro: algo que admirar, de lo que disfrutar. Era un objeto más.

—Y una mierda —dijo en voz alta. Quería llorar y chillar y emprenderla a puñetazos contra la puerta. Pero se quitó el vestido de seda y lo dejó hecho un guiñapo antes de entrar al dormitorio.

Encontraría la manera de escapar, se prometió. Buscaría una salida y luego Dimitri pagaría por cada minuto que la había tenido prisionera.

Apoyó un momento la cabeza contra el armario, porque las ganas de llorar eran demasiado fuertes. Una vez recuperó el control, sacó un quimono azul. Necesitaba pensar, nada más. Solo necesitaba pensar. El olor a flores impregnaba la habitación. Le hacía falta un poco de aire, decidió, y se acercó a las puertas de cristal que daban al pequeño balcón.

Las abrió de golpe, apretando los dientes. Iba a llover. Bien, la lluvia y el viento la ayudarían a aclararse la mente. Apoyó las manos en la barandilla y se inclinó mirando hacia la bahía.

¿Cómo se había metido en aquel lío?, se preguntó. La respuesta era muy sencilla, de dos palabras: Doug Lord.

Al fin y al cabo ella iba a lo suyo cuando él irrumpió en su vida y la involucró en una trama de cazas del tesoro, asesinos y ladrones. De no ser por él, en lugar de estar prisionera como Rapunzel, estaría sentada en algún agradable club lleno de humo, viendo cómo la gente presumía de su ropa o sus peinados nuevos. Lo normal, pensó sombría.

Pero no. Estaba atrapada en una casa de Madagascar con un sonriente asesino de mediana edad y su séquito. En Nueva York era ella la que tenía un séquito, y nadie se habría atrevido a encerrarla bajo llave.

—Doug Lord —murmuró en voz alta, y de pronto bajó la vista al notar que una mano le cogía la suya en la barandilla. Justo cuando iba a lanzar un grito, asomó una cabeza.

—Sí, soy yo —dijo Doug entre dientes—. Y ahora ayúdame a subir, maldita sea.

Whitney olvidó todo lo que había estado pensando sobre él y se inclinó para cubrirle la cara de besos. ¿Quién había dicho que no existía el Séptimo de Caballería?

—Oye, princesa, te agradezco la bienvenida, pero me estoy cayendo. Échame una mano.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó ella mientras le ayudaba a trepar por encima de la barandilla—. Creí que no vendrías nunca. Ahí fuera hay vigilantes con unos subfusiles muy feos. Me han encerrado bajo llave y…

—Joder, si llego a acordarme de que hablabas tanto no me habría molestado. —Doug aterrizó ligero sobre sus pies.

—Douglas. —Whitney tenía de nuevo ganas de llorar, pero contuvo las lágrimas—. Cómo me alegro de que hayas venido.

—¿Sí? —Doug entró en el opulento dormitorio—. Bueno, no estaba muy seguro de que quisieras compañía… sobre todo después de esa cena tan íntima con Dimitri.

—¿Me estabas vigilando?

—He andado por aquí. —Se dio la vuelta y tocó la fina seda de la solapa del quimono—. ¿También te ha dado esto?

Whitney entornó los ojos y alzó el mentón al oír su tono de voz.

—¿Qué pretendes insinuar?

—Parece que te ha instalado a todo tren. —Se acercó a la cómoda y destapó un frasco de perfume—. Con todas las comodidades, ¿no?

—No me gusta constatar lo evidente, pero eres un gilipollas.

—¿Y tú no? —Doug volvió a cerrar el frasco bruscamente—. Paseándote por ahí con los bonitos vestidos de seda que Dimitri te ha comprado, bebiendo champán con él, dejando que te ponga la mano encima…

—¿La mano encima? —Whitney habló muy despacio, dejando que las palabras cayeran una a una.

Doug le pasó la mirada desde sus piernas desnudas hasta la piel lechosa del cuello.

—Desde luego sabes cómo sonreír a un hombre, ¿verdad, guapa? ¿Cuál es tu tajada?

Midiendo cada paso, Whitney se acercó, alzó la mano y le abofeteó con todas sus fuerzas. Durante un largo momento no se oyó más que el rumor de su respiración y el viento contra las ventanas abiertas.

—Voy a perdonarte eso una vez —replicó Doug suavemente, mientras le pasaba el dorso de la mano por la mejilla—. No lo intentes de nuevo. Yo no soy un caballero, como tu Dimitri.

—Lárgate —susurró Whitney—. Lárgate ahora mismo. No te necesito.

Doug sufrió una puñalada que superaba con creces el escozor de su mejilla.

—¿Te crees que no lo veo?

—Tú no ves nada.

—Voy a decirte lo que he visto, princesa. He visto una habitación de hotel vacía. Vi que el cofre y tú habíais desaparecido. Y te he visto aquí, lamiéndole la mano a ese hijo de puta por unas chuletas de cordero.

—Ya veo que habrías preferido encontrarme atada a la cama con astillas de bambú clavadas en las uñas. —Whitney se dio media vuelta—. Siento decepcionarte.

—Bueno, pues ¿por qué no me explicas entonces qué coño está pasando aquí?

—¿Y por qué iba a explicártelo? —Whitney se enjugó furiosa una lágrima con el dorso de la mano. Maldita sea, odiaba llorar. Y todavía aborrecía más llorar por un hombre—. Tú ya te has hecho tu composición de lugar, con tu cerebro de hormiga.

Doug se pasó la mano por el pelo, deseando poder beberse una copa.

—Mira, llevo horas volviéndome loco. Me ha llevado casi toda la tarde encontrar esta casa. Luego tuve que burlar a los guardias. —Y uno de ellos, aunque eso no lo mencionó, yacía entre los matorrales con un tajo en el cuello—. Y cuando llego te encuentro vestida como una princesa, cenando con Dimitri y sonriendo como si fuera tu mejor amigo.

—¿Y qué demonios querías que hiciera? ¿Correr por ahí desnuda, escupirle en el ojo? Maldita sea, mi vida está en juego. Si tengo que seguirle la corriente hasta encontrar la forma de escapar, estoy más que dispuesta. Llámame cobarde si quieres. Pero no puta. —Whitney se volvió de nuevo, con sus ojos oscuros, húmedos y furiosos—. No me llames puta, ¿entiendes?

Doug se sintió como si acabara de agredir a un animalillo indefenso. No sabía con seguridad si iba a encontrarla con vida, y cuando dio con ella, la encontró tan serena, tan hermosa. Y lo que era peor: con un perfecto dominio de sí misma. Pero ¿no debería conocerla ya?

—No quería decir todo eso. Lo siento. —Se puso a caminar nervioso de un lado para otro. Sacó una rosa de un jarrón y la partió por la mitad—. Joder, es que no sé ni lo que digo. Desde que llegué al hotel y vi que no estabas he perdido la cabeza. Me he imaginado de todo. Y pensaba que llegaría demasiado tarde para hacer nada.

Miró con frialdad la diminuta gota de sangre allí donde se había pinchado con una espina. Tuvo que respirar hondo antes de decir suavemente:

—Maldita sea, Whitney. Es que me importas. Me importas y mucho. No sabía lo que iba a encontrarme al llegar.

Whitney se enjugó otra lágrima y sorbió por la nariz.

—¿Estabas preocupado por mí?

—Sí. —Doug se encogió de hombros y tiró la rosa rota al suelo. No había manera de explicarle, ni a ella ni siquiera a sí mismo, el pánico, la culpa, el sufrimiento que había vivido aquellas horas interminables—. No quería atacarte de esa manera.

—¿Es eso una disculpa?

—Sí, joder. —Se volvió bruscamente con expresión furiosa y exasperada—. ¿Quieres que me ponga de rodillas?

—Puede. —Whitney sonrió y se acercó a él—. Más tarde.

—Dios. —Doug no tenía el pulso muy firme cuando fue a tocarle la cara, pero su boca sí era firme, y un poco desesperada—. Pensé que no volvería a verte.

—Ya lo sé. —Whitney se estrechó contra él, loca de alivio—. Abrázame.

—Cuando salgamos de aquí te abrazaré todo el tiempo que quieras. —Doug la cogió por los hombros para apartarla—. Tienes que contarme lo que ha pasado, y de qué va todo esto.

Whitney asintió y se dejó caer al borde de la cama. ¿Porqué se le habían hecho agua las rodillas ahora que había una esperanza?

—Vinieron al hotel Remo y ese tipejo, Barns. —Doug vio que tragaba saliva con gesto nervioso y se maldijo una vez más.

—¿Te hicieron daño?

—No. No hacía mucho que tú te habías ido. Solo me había dado tiempo a preparar un baño.

—¿Y por qué no te retuvieron allí hasta que yo volviera?

Whitney alzó un pie y se miró las uñas.

—Porque les dije que te había matado.

El rostro de Doug, por un instante, fue el vivo retrato de la incredulidad.

—¿Qué?

—Bueno, no fue muy difícil convencerles de que soy mucho más inteligente que tú, y de que te había metido una bala en la cabeza para quedarme yo sola con el tesoro. Al fin y al cabo, ellos habrían hecho lo mismo a la primera ocasión, y estuve muy convincente.

—¿Más inteligente que yo?

—No te ofendas, cariño.

—¿Y se lo tragaron? —No muy contento, Doug hundió las manos en los bolsillos—. Se creyeron que una tía flaca me la había pegado. ¡A mí, que soy un profesional!

—Siento haber tenido que manchar tu reputación, pero en aquel momento me pareció una buena idea.

—¿Y Dimitri también se lo ha tragado?

—Por lo visto. Decidí jugar el papel de la mujer sin corazón, materialista y oportunista. Creo que está encantado conmigo.

—Seguro.

—Tenía ganas de escupirle en el ojo —añadió ella con tal fiereza que Doug enarcó una ceja—. Y todavía quiero hacerlo. Ni siquiera es humano, ese tío se arrastra de un sitio a otro dejando un rastro de babosa, babeando su amor por las cosas más finas. Quiere acaparar el tesoro como un niño pequeño acapararía chocolatinas. Quiere abrir el cofre, mirar las joyas, acariciarlas pensando en los gritos de la gente cuando caía la guillotina. Quiere revivir el miedo, ver la sangre. Así representa más para él. Todas las vidas que se ha llevado por delante para conseguirlo no significan nada. —Whitney apretó la concha de Jacques—. No significan absolutamente nada para él.

Doug se acercó y se arrodilló delante de ella.

—Vamos a escupirle. —Por primera vez, él también cerró el puño sobre la mano de Whitney y la concha—. Te lo prometo. ¿Sabes dónde lo tiene?

—¿El tesoro? —Una fría sonrisa asomó a su rostro—. Desde luego, casi se muere de gusto enseñándomelo. Está muy seguro de sí mismo, muy seguro de que me tiene atrapada.

Doug la levantó.

—Pues vamos a por él, princesa.

Tardó poco menos de dos minutos en forzar la cerradura. Abrió una rendija y miró si había guardias en el pasillo.

—Vale, ahora hay que actuar deprisa y en silencio.

Whitney le dio la mano y salió al pasillo.

La casa estaba tranquila. Por lo visto, cuando Dimitri se retiraba, se retiraban todos. Bajaron a oscuras hasta el primer piso. En el aire flotaba un denso olor a funeraria, flores y pulimento. Whitney hizo un gesto con la mano para indicar el camino, y poco a poco, pegados a la pared, llegaron a la biblioteca.

Dimitri no se había molestado en cerrarla con llave. Doug se sintió un poco decepcionado, y algo suspicaz de que todo resultara tan fácil. Entraron. La lluvia comenzaba a martillear en las ventanas. Whitney fue directamente a las estanterías de la pared oriental y sacó la sección de libros.

—Está aquí —susurró—. La combinación es cincuenta y dos derecha, treinta y seis izquierda…

—¿Cómo sabes la combinación?

—Le vi abrirla.

Doug tendió la mano hacia la rueda, algo inquieto.

—¿Por qué demonios va dejando tantas pistas? —masculló mientras la giraba—. Vale, ¿y luego?

—Cinco a la izquierda, doce derecha. —Whitney contuvo el aliento mientras Doug bajaba el tirador. La caja fuerte se abrió sin un ruido.

—Ven con papá —murmuró Doug, sacando el cofre. Lo sopesó un instante y miró sonriendo a Whitney. Quería abrir, echarle otro vistazo. Regodearse. Pero ya habría tiempo—. Y ahora nos vamos.

—Me parece una idea excelente. —Cogiéndole del brazo se encaminó hacia la terraza—. ¿Salimos por aquí para no molestar a nuestro anfitrión?

—Muy considerada. —Pero justo cuando tendía la mano hacia el pomo, las puertas se abrieron de golpe y se encontraron de frente a tres hombres. Las pistolas relumbraban mojadas bajo la lluvia. En el centro, Remo sonreía.

—El señor Dimitri no quiere que os vayáis sin ofreceros antes una copa.

—Desde luego. —Se abrieron las puertas de la biblioteca y apareció Dimitri, todavía con su esmoquin blanco—. No puedo permitir que mis invitados salgan con esta lluvia. Pasad y sentaos. —Siempre el perfecto anfitrión, se acercó al bar para servir coñac—. Querida, ese color es soberbio, te sienta de maravilla.

Doug notó el cañón de la pistola de Remo en la espalda.

—No me gustaría molestar…

—En absoluto. —Dimitri se volvió dando vueltas al coñac en la copa. Con un gesto suyo, la habitación se inundó de luz. Whitney podría haber jurado en ese momento que sus ojos eran del todo incoloros—. Sentaos. —La queda orden tenía todo el encanto del siseo de una serpiente.

Presionado por el cañón de la pistola, Doug se adelantó con el cofre en una mano y la mano de Whitney en la otra.

—No hay nada como un coñac una noche de lluvia.

—Justamente. —Dimitri les pasó dos copas gentilmente—. Whitney… —suspiró, señalando una silla—. Me has decepcionado.

—No le he dado elección —terció Doug, clavándole una mirada arrogante—. A una mujer como ella le preocupa su piel.

—Admiro la caballerosidad, sobre todo viniendo de quien uno menos se lo esperaría. —E inclinó la copa hacia Doug antes de beber un sorbo—. Me temo que siempre he conocido la infortunada atracción de Whitney hacia usted. Querida, ¿de verdad pensabas que me había creído el cuento de que habías matado al señor Lord?

Ella se encogió de hombros y, con las manos húmedas, bebió de su copa.

—Supongo que tendré que aprender a mentir mejor.

—Desde luego. Tienes unos ojos muy expresivos. «Incluso en los cristales de vuestros ojos veo un corazón herido» —citó de Ricardo II con su suave voz de poeta—. A pesar de todo, disfruté mucho de nuestra velada.

Whitney se pasó la mano por la corta falda del quimono.

—Pues yo me temo que me aburrí como una ostra.

Dimitri enseñó los dientes. Todo el mundo en la habitación, todos y cada uno, sabía que solo hacía falta una palabra de Dimitri, solo una palabra, y Whitney estaría muerta. Pero él prefirió soltar una risita.

—Las mujeres son criaturas de lo más inestable, ¿no está de acuerdo, señor Lord?

—Algunas demuestran un particular buen gusto.

—Me sorprende que alguien con tanta clase como la señorita MacAllister pueda albergar sentimiento alguno por una persona de su calaña. Pero —aquí movió los hombros— el amor siempre ha sido un misterio para mí. Remo, recoge el cofre que tiene el señor Lord, por favor. Y sus armas. De momento déjalas en la mesa. —Mientras se cumplían sus órdenes, Dimitri bebía coñac y parecía sumido en hondos pensamientos—. Corrí el riesgo de que quisiera recuperar tanto a la señorita MacAllister como el cofre. Después de tanto tiempo, después de esta interesante partida de ajedrez que hemos jugado, debo decir que me decepciona haberle dado el jaque mate con tanta facilidad. Esperaba algo más de fuegos artificiales al final.

—Si quieres, diles a tus chicos que se larguen y seguro que algo se nos ocurre.

Dimitri se echó a reír de nuevo. Fue como el chasquido del hielo contra el hielo.

—Me temo que se acabaron mis días de combate cuerpo a cuerpo, señor Lord. Me inclino a solventar las disputas con métodos más sutiles.

—¿La puñalada trapera? —terció Whitney.

Dimitri se limitó a enarcar una ceja.

—Me veo obligado a admitir que en combate singular no sería rival para usted, señor Lord. Al fin y al cabo es joven y ágil. Tengo que confesar que necesito apoyarme en mi equipo. Ahora… —Dimitri se llevó el dedo a los labios—. ¿Qué vamos a hacer con esta situación?

Estaba disfrutando, pensó Whitney sombría. Era como una araña, tejiendo alegremente su red para atrapar moscas y chuparles la sangre. Quería verles sudar de miedo.

Puesto que no había escapatoria posible, Whitney apretó la mano de Doug. No iban a arrastrarse. Y por nada del mundo mostrarían miedo.

—Tal como yo lo veo, señor Lord, su destino está muy claro. En esencia, hace ya semanas que es hombre muerto. Se trata sencillamente de una cuestión de método.

Doug dio un trago al coñac y sonrió.

—Por mí no tengas prisa.

—No, no, he estado pensando mucho en el tema. Por desgracia no dispongo aquí de las instalaciones necesarias para concluir el asunto con el estilo que prefiero. Pero creo que Remo tiene muchas ganas de ocuparse él mismo. Aunque ha dado bastantes palos de ciego en este proyecto, creo que al final el éxito merece una recompensa. —Dimitri sacó uno de sus puros negros—. Remo, te entrego al señor Lord. —Encendió el puro y los miró a través de la fina niebla de humo—. Mátalo despacio.

Doug sintió el frío cañón de la pistola debajo de la oreja izquierda.

—¿Te importa si termino primero el coñac?

—Por supuesto. —Con un gentil cabeceo Dimitri se volvió hacia Whitney—. En cuanto a ti, querida, habría preferido pasar unos días más en tu compañía. Pensé que tal vez podríamos compartir placeres mutuos. Sin embargo… —Dio unos golpecitos al puro en un cenicero de cristal—. Dadas las circunstancias eso añadiría complicaciones. Uno de mis hombres te ha admirado desde que le enseñé tu fotografía. Un caso de amor a primera vista. —Dimitri se apartó el ralo pelo de la frente—. Barns, puedes quedártela. Pero esta vez no ensucies demasiado.

—¡No! —Doug se levantó de un salto. Al instante le habían inmovilizado los brazos a la espalda y tenía una pistola clavada en el cuello. Al oír las risitas de Barns, forcejeó no obstante—. Vale mucho más que eso —aventuró a la desesperada—. Su padre te pagaría un millón, dos millones por ella. No seas estúpido, Dimitri. Si se la das a este retrasado no te valdrá de nada.

—No todos pensamos en términos económicos, señor Lord —replicó Dimitri tranquilamente—. Esto es más bien una cuestión de principios, ¿entiende? Creo en las recompensas con la misma firmeza que creo en la disciplina. —Bajó la vista un instante a su mano mutilada—. Sí, con la misma firmeza. Llévatelo, Remo, está armando demasiado jaleo.

—¡Quítame las manos de encima! —Whitney se levantó de un brinco y le tiró a Barns el coñac a la cara. Impulsada por la furia, le lanzó a continuación un puñetazo a la nariz. El chorro de sangre le ofreció una momentánea satisfacción. Barns soltó un chillido.

Doug aprovechó la circunstancia. Tensándose contra el hombre que tenía a la espalda, se inclinó y lanzó una patada al mentón del que tenía enfrente. Podrían haberlos acribillado en ese mismo instante si Dimitri no hubiera hecho una señal. Disfrutaba viendo forcejear a los condenados. Se sacó con mucha calma la Derringer del bolsillo interior y disparó hacia el techo.

—Ya está bien —dijo, como si hablara con adolescentes revoltosos. Contempló con expresión tolerante la escena mientras Doug tiraba de Whitney hacia él. Le gustaban sobre todo las tragedias de Shakespeare que hablaban de amantes desventurados, no solo por la belleza de sus palabras, sino por lo desesperado de su situación—. Soy un hombre razonable y un romántico en el fondo. Para concederos un poco más de tiempo juntos, la señorita MacAllister puede estar presente cuando Remo proceda con la ejecución.

—¡Ejecución! —exclamó Whitney, con todo el veneno de que es capaz una mujer desesperada—. Dimitri, el asesinato no tiene unas connotaciones tan limpias. Te engañas si crees que eres un hombre culto y refinado. ¿Te crees que un esmoquin de seda puede ocultar lo que eres, y lo que nunca serás? No eres más que un cuervo, Dimitri, un cuervo comiendo carroña. Ni siquiera matas por tu propia mano.

—Normalmente no. —Su voz era ahora gélida. Aquellos de sus hombres que le habían oído antes aquel tono se tensaron—. En este caso, sin embargo, tal vez debería hacer una excepción. —Y bajó la pistola.

En aquel instante se abrieron de golpe las puertas de la terraza, haciéndose añicos los cristales.

—¡Soltad las armas! —Fue una orden autoritaria, pronunciada en inglés con un elegante acento francés. Doug no esperó a ver el resultado de todo aquello: empujó a Whitney detrás de una butaca.

Barns fue a coger su pistola y le volaron la sonrisa de la cara.

—La casa está rodeada. —Diez hombres de uniforme irrumpieron en la biblioteca con los rifles en ristre—. Franco Dimitri, estás detenido por asesinato, conspiración de asesinato, secuestro…

—Joder… —murmuró Whitney, mientras la lista se iba alargando—. Es de verdad la caballería.

—Sí. —Doug lanzó un suspiro de alivio, abrazándola a su lado. También era la policía, pensó. No era probable que él mismo saliera de allí oliendo a rosas.

Con una sensación de repugnancia y resignación, vio entrar de pronto al hombre del sombrero blanco de panamá.

—Debería haber olido a poli —masculló. Otro hombre con una abundante cabellera blanca entró detrás con aire de impaciencia.

—Bueno, ¿dónde está esa niña?

Whitney abrió unos ojos como platos que parecían ocuparle toda la cara. Y de pronto, con una risa floja, se levantó de un brinco detrás de la butaca.

—¡Papá!