14
Pensó en gritar. El miedo le burbujeaba en la garganta, caliente y amargo. Se le cerraba en el fondo del estómago, duro y frío. Pero vio una expresión en los ojos de Remo, una expresión serena, como si estuviera esperando a que gritara para poderla silenciar. Así que no gritó.
Al instante siguiente pensó en salir corriendo… Lanzarse en una demencial, heroica carrera por delante de él hasta la puerta. Siempre cabía la posibilidad de lograrlo. Y la posibilidad de no lograrlo.
Dio marcha atrás, con la mano todavía en el primer botón de la blusa. Su respiración rápida e irregular parecía resonar en el pequeño cuarto de baño. Aquel sonido provocó una sonrisa en Remo. Al verlo, Whitney se esforzó por recobrar el dominio de sí misma. Después de haber llegado tan lejos, después de tantos esfuerzos, ahora estaba arrinconada. Cerró los dedos sobre la porcelana del lavabo. No pensaba lloriquear. Se lo prometió a sí misma. Y tampoco suplicaría.
Al notar un movimiento detrás de Remo, Whitney desvió la mirada y se encontró con la expresión idiota y amistosa de Barns. Y supo que el miedo puede ser primitivo, irracional, como el terror que siente un ratón cuando un gato comienza golpearle juguetón con las garras. El instinto le dijo que Barns era mucho más peligroso que el hombre alto y oscuro que la apuntaba con una pistola. Había un momento para heroicidades, un momento para el miedo y un momento para lanzar los dados. Hizo un esfuerzo por relajar los dedos y rezó.
—Remo, supongo. Trabajas deprisa. —Como la mente de Whitney, que a toda velocidad calibraba opciones y vías de escape. Doug no llevaba fuera más de veinte minutos. Estaba sola.
Remo esperaba que la mujer hubiera gritado o que hubiera intentado huir, deseaba tener una razón para hacerle unas cuantas magulladuras. Todavía le escocía el orgullo por la cicatriz de la mejilla. Pero orgullos aparte, Remo le tenía demasiado miedo a Dimitri para hacerle nada a Whitney sin provocación. Sabía que a Dimitri le gustaban las mujeres sin marcas, a pesar de las condiciones en las que las dejaba una vez que acababa con ellas. Sin embargo, la intimidación era ya otra cuestión. Le puso el cañón de la pistola bajo la barbilla, presionando sobre un punto suave y vulnerable en su cuello. Al ver que Whitney se estremecía, su sonrisa se ensanchó.
—Lord. ¿Dónde está? —preguntó lacónico.
Ella se encogió de hombros porque no había pasado tanto miedo en su vida. Luego habló esforzándose por no alterar la voz, con un tono deliberadamente frío. Hasta el último atisbo de humedad se había secado en su boca.
—Le he matado.
La mentira le salió con tal facilidad, con tal rapidez, que casi la sorprendió a ella misma. Por eso y porque las mentiras fáciles suenan a verdad, Whitney siguió adelante con ella. Con un dedo apartó de su cuello el cañón de la pistola.
Remo se quedó mirándola. Su intelecto rara vez se sumergía más allá de la superficie para entrar en sutilezas, de manera que solo vio en sus ojos insolencia y no llegó a captar el miedo que había detrás. La agarró del brazo, la llevó a rastras al dormitorio y la tiró con rudeza sobre una butaca.
—¿Dónde está Lord?
Whitney se enderezó en la silla y se cepilló con la mano la manga destrozada de su blusa. No podía dejar que Remo viera que le temblaban los dedos. Iba a necesitar hasta el último ápice de astucia para salir de aquella.
—De verdad, Remo, esperaba que tuvieras un poco más de clase que un ladrón de segunda.
Remo le hizo un gesto a su compañero con un brusco movimiento de cabeza. Barns, sin dejar de sonreír, se acercó a ella con un pequeño y feo revólver.
—Bonita —dijo casi babeando—. Suave y bonita.
—Le gusta disparar a la gente en sitios como las rodillas —explicó Remo—. Ahora, ¿dónde está Lord?
Whitney se obligó a ignorar la pistola con la que Barns apuntaba a la rodilla izquierda. Si la miraba, si tan siquiera pensaba en ella, se desmoronaría hecha un guiñapo suplicante.
—Le he matado —repitió—. ¿Tienes un cigarrillo? Llevo días sin fumar.
Su tono era tan altivo, tan imponente, que Remo se había llevado la mano al tabaco antes de darse cuenta siquiera. Exasperado, la apuntó con la pistola entre los ojos. Whitney notó en ese punto un rápido palpitar que se iba extendiendo.
—Solo voy a preguntártelo de buenas maneras una vez más. ¿Dónde está Lord?
Whitney lanzó un suspiro de disgusto.
—Ya te lo he dicho. Está muerto. —Sabía que Barns la seguía mirando, canturreando en voz baja. Le dio un vuelco el estómago, pero se miró las uñas con ojo crítico—. Supongo que no sabrás dónde puedo encontrar a una buena manicura en este villorrio…
—¿Cómo le mataste?
A Whitney se le aceleró el corazón. Si le preguntaba el cómo era porque empezaba a creérselo.
—De un tiro, por supuesto. —Sonrió con expresión vaga y cruzó las piernas. Remo movió de nuevo la cabeza y Barns bajó la pistola. Whitney no se permitió lanzar un suspiro de alivio—. Me parecía el método más seguro.
—¿Porqué?
—¿Por qué? —Whitney parpadeó—. ¿Por qué qué?
—¿Por qué le mataste?
—Ya no le necesitaba.
Barns se adelantó y le pasó una mano regordeta por el pelo, haciendo con la garganta un sonido que podía haber sido de aprobación. Whitney cometió el error de volver la cabeza, de manera que sus miradas se cruzaron. Lo que vio en la de Barns le heló la sangre en las venas. Manteniéndose muy quieta, luchó por no mostrar su miedo, solo repulsión.
—¿Es esta rata tu mascota, Remo? —preguntó—. Espero que sepas controlarlo.
—Quita de ahí, Barns.
Él le acarició el pelo hasta el hombro.
—Solo quiero tocar.
—¡Fuera!
Whitney captó la expresión de Barns cuando se volvió hacia Remo. La afabilidad había desaparecido. La imbecilidad en sus ojos se había tornado oscura y vil. Tragó saliva, sin saber si Barns obedecería o le pegaría un tiro a Remo sin más. Si tenía que enfrentarse a uno de ellos, no quería que fuera Barns.
—Caballeros —dijo con una voz serena y clara que impulsó a los dos hombres a mirarla—. Si vamos a tardar mucho con todo esto, agradecería un cigarrillo. Ha sido una mañana muy larga.
Remo se metió la mano izquierda en el bolsillo y le ofreció tabaco. Whitney cogió el cigarrillo entre dos dedos y le miró expectante. Remo le habría volado la tapa de los sesos sin pensárselo un instante. Pero por otra parte apreciaba los modales a la antigua. De manera que sacó el mechero y le dio fuego.
Whitney sonrió mirándole a los ojos y exhaló una nube de humo.
—Gracias.
—De nada. ¿Cómo esperas que me crea que has matado a Lord? No es ningún estúpido.
Whitney se arrellanó en la butaca, llevándose de nuevo el cigarro a los labios.
—Pues en eso no comparto tu opinión, Remo. Lord era un idiota de primera. Resulta patético, pero es muy fácil aprovecharse de un hombre que tiene el cerebro… por debajo de la cintura, por decirlo de alguna manera. —Una gota de sudor le corrió entre los omóplatos. Necesitó todas sus fuerzas para no agitarse en su silla.
Remo se quedó mirándola. Whitney tenía la expresión serena, las manos firmes. O tenía más agallas de las que él había esperado o estaba diciendo la verdad. En circunstancias normales habría agradecido que alguien le hiciera el trabajo sucio, pero en ese caso querría haber matado él mismo a Doug.
—Mira, guapa, tú estabas con Lord por voluntad propia. Le has ayudado todo el rato.
—Por supuesto. Tenía algo que yo quería. —Whitney dio una calada, agradecida de no atragantarse—. Le ayudé a salir del país, incluso le respaldé económicamente. —Le dio un delicado golpecito al cigarrillo en el cenicero que tenía al lado. Tratar de entretenerlos no era una opción, pensó. Si Doug llegaba y los encontraba allí, se habría acabado todo. Para los dos—. Tengo que confesar que durante un tiempo fue divertido, aunque Douglas no tenía clase. Es de esos hombres de los que se cansa una enseguida, no sé si me entiendes. —Whitney sonrió, mirando a Remo de arriba abajo a través de una niebla de humo—. En cualquier caso no vi ninguna razón para tener que cargar con él, ni para compartir con él el tesoro.
—Así que le mataste.
Whitney advirtió que Remo lo dijo sin una sombra de asco o repulsión. Solo con ciertas dudas.
—Por supuesto. Después de que os robáramos el jeep se puso muy arrogante, bastante estúpido. Fue muy sencillo convencerle de que parara, que se saliera un poco de la carretera. —Whitney jugueteó con el primer botón de la blusa y advirtió que Remo bajaba la vista hasta él—. Yo ya tenía los documentos y el jeep. Desde luego no le necesitaba ya para nada. Le pegué un tiro, lo dejé tirado entre la maleza y me vine a la ciudad.
—Un descuido por su parte, dejar que fueras más rápida que él.
—Estaba… —Whitney deslizó hacia abajo la punta del dedo— ocupado. —Remo no se lo estaba tragando, pensó, y meneó los hombros—. Puedes perder el tiempo buscándole si quieres. Sin embargo, seguramente sabrás que me he registrado sola en el hotel. Y puesto que por lo visto conocías a Douglas, podrías considerar también el hecho de que tengo el tesoro. ¿De verdad crees que se habría fiado de mí para dejármelo?
Y señaló con elegante gesto la cómoda. Remo se acercó y abrió la tapa del cofre. Se le hizo la boca agua.
—Impresionante, ¿verdad? —Whitney volvió a tirar la ceniza del cigarrillo—. Demasiado impresionante para compartirlo con alguien de la calaña de Lord. Sin embargo… —Dejó la frase en el aire hasta que Remo la miró de nuevo—. Un hombre con cierta clase y educación sería otra cosa muy distinta.
Era tentador. Sus ojos eran oscuros y prometedores. Remo casi podía sentir el calor que se alzaba del pequeño cofre. Pero se acordó de Dimitri.
—Vas a cambiar de alojamiento.
—Muy bien. —Como si no le importara lo más mínimo, Whitney se levantó. Tenía que sacarlos de allí, y deprisa. Era mejor irse con ellos que recibir un disparo en la rodilla, o en ningún otro sitio.
Remo cogió el cofre. Dimitri estaría muy satisfecho, pensó. Muy, muy satisfecho. Esbozó una débil sonrisa.
—Barns te acompañará hasta el coche. Yo no intentaría nada… a menos que te apetezca que te rompan todos los huesos de la mano derecha.
Una mirada al rostro sonriente de Barns le produjo un escalofrío.
—No hay necesidad de ser tan crudo, Remo.
Doug no tardó mucho en comprar dos billetes de ida a París, pero las compras le llevaron más tiempo. La produjo un gran placer comprarle a Whitney vaporosa ropa interior, aunque fuera el número de su tarjeta de crédito el que aparecía en la factura. Se pasó casi una hora, para deleite de la vendedora, escogiendo un magnífico vestido de seda azul de cuerpo drapeado y falda estrecha.
Muy satisfecho, se compró para él un traje elegante y algo informal. Así era justamente como tenía intenciones de vivir, al menos por un tiempo. Informal y elegante.
Llegó al hotel silbando y cargado de cajas. Ya estaban en marcha. La tarde siguiente estarían bebiendo champán en el Maxim’s y haciendo el amor en una habitación sobre el Sena. Se habían acabado las latas de cerveza y los moteles para Doug Lord. En primera, había dicho Whitney. Doug pensaba acostumbrarse a la primera clase.
Le sorprendió ver que no había echado el cerrojo a la puerta. ¿Es que Whitney no sabía a esas alturas que él no necesitaba llave para algo tan básico como una cerradura de hotel?
—Eh, princesa, ¿lista para celebrarlo? —Dejó las cajas en la cama y alzó la botella de champán que le había costado el equivalente a setenta y cinco dólares. Mientras iba hacia el baño la iba descorchando—. ¿Todavía está caliente el agua?
Estaba fría, y la bañera vacía. Doug se quedó un momento parado, mirando el agua quieta y clara. Cediendo a la presión, el corcho saltó con un estampido de celebración. Apenas notó el líquido que le mojaba los dedos. Con el corazón en la garganta, volvió disparado al dormitorio.
La mochila de Whitney seguía allí, donde ella la había soltado en el suelo. Pero el cofre no. Doug registró la habitación con rapidez y precisión. El cofre, y todos sus contenidos, habían desaparecido. Con Whitney.
Su primera reacción fue de furia. Que le traicionara una mujer con ojos de whisky y sonrisa de suficiencia era peor, mil veces peor, que la traición de un enano de piernas torcidas. Por lo menos el enano trabajaba en el gremio. Dejó de golpe la botella en la mesa, lanzando un juramento.
¡Mujeres! Eran y habían sido su mayor problema, desde la pubertad. ¿Cuándo aprendería? Sonreían, te arrullaban, batían las pestañas y luego te desplumaban hasta el último dólar.
¿Cómo podía haber sido tan idiota? Había llegado a creer incluso que Whitney sentía algo por él. Por la manera en que le miraba cuando hacían el amor, por cómo había seguido a su lado, cómo había luchado por él. Y él se había permitido enamorarse, había caído como una piedra en un lago frío y profundo. Incluso había hecho en cierto modo planes de futuro. Y ella le había dejado tirado a la primera oportunidad.
Volvió a mirar la mochila en el suelo. Whitney la había llevado a la espalda, caminando kilómetros, riéndose, refunfuñando, burlándose de él. Y entonces… Sin pensarlo, Doug alzó la mochila. Dentro estaban sus cosas, una parte de ella: la ropa interior de encaje, el maquillaje, un cepillo. Percibía su olor.
No. La negación le asaltó afilada y brusca. Doug lanzó la mochila contra la pared. Whitney no le habría abandonado. Aunque se equivocara con respecto a sus sentimientos, tenía demasiada clase para romper así un trato.
Así que si no había huido, se la habían llevado.
Se quedó allí parado, con el cepillo en la mano, invadido por el miedo. Se la habían llevado. Se dio cuenta de que prefería que le hubiera traicionado. Prefería creer que ya estaba en un avión en dirección a Tahití, riéndose de él.
Dimitri. El cepillo se partió en dos por la presión de sus manos. Dimitri tenía a su chica. Doug tiró los dos trozos del cepillo. No iba a tenerla mucho tiempo.
Se marchó deprisa. Y ya no silbaba.
La casa era magnífica. Pero claro, supuso Whitney, no debía haber esperado menos de un hombre con la reputación de Dimitri. Por fuera era elegante, casi femenina, blanca y limpia, con balcones de hierro forjado y unas preciosas vistas sobre la bahía. Los jardines eran grandes y bien cuidados, sombreados por las palmeras y abundantes en vistosas flores tropicales. Whitney los contempló con creciente terror.
Remo detuvo el coche al final de un camino particular de grava blanca. Whitney notó que el valor comenzaba a fallarle, pero luchó por encontrarlo de nuevo. Un hombre capaz de adquirir un sitio como aquel tenía cerebro. Y con un cerebro se podía tratar.
Quien la preocupaba era Barns, con sus ojos negros y voraces y su sonrisa ansiosa.
—Bueno, tengo que decir que esto es preferible a un hotel. —Whitney bajó del coche con el aire de quien va a una fiesta. Arrancó un hibisco y se encaminó hacia la puerta de la casa dándole vueltas bajo la nariz.
En cuanto Remo llamó, abrió la puerta otro hombre de traje oscuro. Dimitri insistía en que sus empleados presentaran una imagen cuidada y formal. Todos tenían que llevar corbata junto con la pistola del 45. El hombre, al sonreír, dejó ver un incisivo partido. Whitney no podía saber que se había roto el diente al estrellarse contra el escaparate de Godiva Chocolatiers.
—Así que la has cogido. —A diferencia de Remo, el hombre consideraba el diente roto como gajes del oficio. Tenía que admirar a una mujer capaz de conducir como una lunática con tanta sangre fría. Pero no sentía la misma tolerancia hacia Doug—. ¿Dónde está Lord?
Remo no le miró siquiera. Solo respondía ante un hombre.
—No la pierdas de vista —le ordenó, dejando allí a Whitney para ir directamente a Dimitri. Como llevaba el tesoro, caminaba deprisa, con el aire de quien está al mando. La última vez que se presentó ante su jefe casi iba arrastrándose.
—Bueno, cuéntame qué ha pasado, Barns. —El hombre del traje oscuro miró largo rato a Whitney. Una dama hermosa. Imaginó que Dimitri tenía planes interesantes para ella—. ¿Se te han olvidado las orejas de Lord para el jefe?
La risita de Barns le puso a Whitney todos los pelos de punta.
—Ella le ha matado —replicó él alegremente.
—¿Ah, sí?
Whitney captó su expresión interesada y se echó el pelo atrás con la mano.
—Así es. ¿Hay alguna forma de conseguir aquí una copa?
Y sin esperar respuesta, echó a andar por el amplio pasillo blanco y se metió en la primera habitación.
Era evidentemente un salón formal. El decorador había tendido hacia lo recargado. Whitney podría haber elegido algo mucho más alegre.
Las ventanas, dos veces más altas que ella, estaban adornadas con brocado dorado. Whitney atravesó la sala preguntándose si le resultaría posible abrirlas y escapar. Doug estaría ya de vuelta en el hotel, calculó mientras pasaba el dedo por una mesita redonda muy ornamentada. Pero no podía contar con que acudiera en su rescate en plan Séptimo de Caballería. Cualquier movimiento que hiciera, tendría que hacerlo sola.
Sabiendo que los dos hombres observaban al detalle cada uno de sus pasos, se acercó a una licorera de Waterford y se sirvió una copa. Tenía los dedos adormecidos y húmedos.
Una pequeña inyección de valor no le vendría mal, decidió. Sobre todo cuando todavía no sabía a qué se enfrentaba. Como si tuviera todo el tiempo del mundo, se sentó en una silla Reina Ana de alto respaldo y bebió un sorbo del muy suave vermut.
Su padre siempre decía que con un hombre que tenía una buena bodega siempre se podía negociar. Whitney bebió de nuevo, esperando que su padre tuviera razón.
Pasaron los minutos. Whitney seguía sentada, bebiendo, intentando ignorar el terror que crecía en su interior. Al fin y al cabo, razonó, si Dimitri fuera sencillamente a matarla, ya lo habría hecho. ¿No? ¿No era más probable que pidiera por ella un rescate? Puede que no le sentara muy bien que la intercambiaran por unos cientos de miles de dólares, pero era mucho mejor destino que un balazo.
Doug había hablado de tortura como si fuera el pasatiempo de Dimitri. Empulgueras y Chaucer. Bebió más vermut, sabiendo que si pensaba demasiado en el hombre de quien ahora dependía su vida, perdería la cabeza.
Doug estaba a salvo. Por lo menos de momento. Whitney se concentró en eso.
Cuando Remo volvió, se le tensó todo el cuerpo, músculo a músculo. Con deliberado cuidado, se llevó de nuevo la copa a los labios.
—Es muy grosero tener esperando a un invitado más de diez minutos —comentó como si nada.
Remo se tocó la cicatriz de la mejilla. A Whitney no se le pasó por alto el gesto.
—Al señor Dimitri le gustaría que le acompañaras a almorzar. Ha pensado que te gustaría bañarte y cambiarte antes.
Un aplazamiento.
—Muy considerado. —Se levantó y dejó el vaso—. Sin embargo, me temo que con las prisas no me dejaste coger mi equipaje. No tengo nada que ponerme.
—El señor Dimitri ya se ha encargado de eso. —Cogiéndola del brazo, con demasiada firmeza para su tranquilidad, Remo la sacó al pasillo y la llevó escalera arriba hasta la segunda planta. No era solo el pasillo lo que olía a funeraria, advirtió Whitney, sino toda la casa. Remo abrió una puerta.
—Tienes una hora. Estate lista, no le gusta que le hagan esperar.
Whitney entró y oyó a sus espaldas que cerraban la puerta con llave.
Se cubrió la cara con las manos un momento, porque no podía controlar los temblores. Un minuto, se dijo, respirando hondo. Solo necesitaba un minuto. Estaba viva. Eso era en lo que tenía que concentrarse. Por fin bajó despacio las manos y miró alrededor.
Dimitri no era tacaño, pensó. La suite que le había asignado era tan elegante como prometía el exterior de la casa. El salón era amplio, con abundancia de jarrones de porcelana con flores. Los colores eran femeninos, rosa y gris perla en el papel de seda de la pared, a juego con los tonos de una alfombra oriental en el suelo. El sofá cama era de un color más oscuro y estaba cubierto de cojines cosidos a mano. En general, decidió con ojo profesional, un buen trabajo, elegante. Luego fue a abrir las ventanas.
Con un solo vistazo se dio cuenta de que era inútil. Había una caída de casi treinta metros desde el recargado balcón. No cabía la posibilidad de saltar por allí, como habían hecho en el hostal de la costa. Cerró de nuevo las ventanas y se puso a explorar la suite en busca de otras posibilidades.
El dormitorio era precioso, con una enorme cama de Chippendale y delicadas lámparas de porcelana. El armario de palisandro estaba abierto, dejando al descubierto una selección de ropa a la que ninguna mujer con sangre en las venas habría hecho ascos. Tocó la seda color marfil de una manga y se dio la vuelta. Por lo visto, Dimitri esperaba tenerla en la casa algún tiempo. Podía tomarlo como una buena señal, o podía preocuparse por ello.
Al volver la cabeza, Whitney se vio en un espejo de pie y se acercó. Estaba pálida, con la ropa sucia y rota. Sus ojos mostraban de nuevo miedo. Disgustada, comenzó a quitarse la blusa.
No iba a permitir que Dimitri viera a una mujer temblorosa y deshecha durante el almuerzo. Aunque no pudiera hacer otra cosa, de eso sí podía encargarse. Whitney MacAllister sabía vestir para cada ocasión.
Comprobó todas las puertas que daban a su suite y encontró que estaban firmemente cerradas por fuera. Todas las ventanas que abrió no hicieron sino confirmar su certeza de que estaba atrapada. De momento.
Puesto que era el siguiente paso lógico, Whitney se permitió el lujo de darse un baño en la honda bañera de mármol, perfumado generosamente con los aceites que Dimitri le había proporcionado. En el tocador había todo tipo de maquillaje, de sus tonos y marcas favoritos.
Así que era un hombre concienzudo, se dijo mientras se pintaba. El anfitrión perfecto. En un frasco de cristal de amatista encontró su perfume. Se cepilló el pelo recién lavado y se lo retiró de la cara con dos peinetas de nácar. Otro regalo de su anfitrión.
Delante del armario, dedicó a la elección del vestido el mismo cuidado y atención que dedicaría un guerrero a la selección de su armadura. En su posición lo consideraba igualmente importante. Eligió un vestido de tirantes color verde menta con metros y metros de falda y sin espalda, y lo remató con el detalle de un pañuelo de seda atado a la cintura.
Esta vez, cuando se miró al espejo, asintió satisfecha. Estaba preparada para cualquier cosa.
Cuando sonaron unos golpes a la puerta del salón, respondió audazmente y dedicó a Remo la mirada de gélida princesa que Doug tanto admiraba.
—El señor Dimitri está esperando.
Whitney pasó por delante de él sin una palabra. Tenía las manos húmedas, pero se resistió al impulso de cerrar los puños. En lugar de eso, deslizó los dedos ligeramente por la barandilla mientras bajaba por la escalera. Si se dirigía hacia su ejecución, pensó, por lo menos lo haría con clase. Apretando los labios solo un instante, siguió a Remo por la casa hasta salir a un amplio porche bordeado de flores.
—Señorita MacAllister, por fin.
No sabía muy bien qué esperaba. Desde luego, después de las historias de terror que había oído y que había vivido, esperaba a alguien fiero y cruel, de gigantesca presencia. El hombre que se levantó de la mesa de mimbre y cristal ahumado era pálido, pequeño, poco impresionante. Tenía la cara redonda, afable, y el pelo oscuro peinado hacia atrás raleaba. Su piel era blanca, tan blanca que parecía no haber visto jamás el sol. A Whitney se le vino de pronto a la cabeza la fugaz idea de que si le tocaba con un dedo en la mejilla, esta se hundiría como una pasta blanda y cálida. Sus ojos eran casi incoloros, de un azul muy claro y acuoso bajo unas cejas oscuras, inofensivas. Whitney no podía calcular si tenía cuarenta o sesenta años o alguna edad intermedia.
Tenía la boca fina, la nariz pequeña y sus redondas mejillas, a menos que Whitney se equivocara, estaban un poco retocadas con colorete.
El traje blanco que llevaba, muy pulcro, no disimulaba del todo su barriga. Podía ser tentador tomarle por un hombrecillo estúpido, pero Whitney advirtió las nueve uñas relucientes y pulidas y el muñón del meñique.
La deformidad chocaba estrepitosamente con su aspecto rechoncho y relumbrante. Dimitri tendió la mano, con la palma hacia fuera, de manera que Whitney pudo ver la piel áspera y gruesa de la cicatriz. La palma era tan tersa como la de una niña.
Fuera cual fuese su apariencia, no debía olvidar que Dimitri era tan peligroso y astuto como un bicho salido de una ciénaga. Puede que el aliento de su poder no fuera evidente en la superficie, pero era cierto que hizo marchar al larguirucho de Remo con no más que una mirada.
—Me alegro mucho de poder contar con usted, querida. No hay nada tan deprimente como comer solo. Tengo un Campary magnífico. —Alzó otra pieza de Waterford—. ¿Podría tentarla para que lo pruebe?
Whitney abrió la boca para contestar y no le salió una palabra. Fue la chispa de placer en los ojos de Dimitri lo que le dio fuerzas.
—Me encantaría. —A medida que se acercaba a la mesa, el miedo iba creciendo. Era irracional, pensó. Dimitri no parecía más que un hombrecillo pomposo e inofensivo. Pero el miedo crecía. Sus ojos, advirtió Whitney, jamás parpadeaban. No hacían más que mirar fijamente, mirar, mirar. Tuvo que concentrarse en mantener firme la mano cuando la tendió hacia el vaso—. Su casa, señor Dimitri, es una verdadera joya.
—Considero eso un enorme cumplido viniendo de alguien con su reputación profesional. Tuve mucha suerte de encontrarla con tan poco tiempo. —Dio un sorbo a la bebida y se enjugó la boca delicadamente con una servilleta de lino blanco—. Los propietarios tuvieron el amable detalle de dejármela durante unas semanas. Me gustan mucho los jardines. Son un agradable alivio a este calor pegajoso. —Con gesto distinguido se acercó a retirarle la silla. Whitney tuvo que reprimir una oleada de pánico y repulsión—. Seguro que tendrá hambre, después del viaje.
Whitney miró por encima de su hombro y se forzó a sonreír.
—La verdad es que anoche cené bastante bien, de nuevo gracias a su hospitalidad.
Una vaga curiosidad asomó al rostro de Dimitri mientras volvía a su propia silla.
—¿Ah, sí?
—En el jeep que Douglas y yo adquirimos gracias a sus… ¿empleados? —Dimitri asintió con la cabeza y ella prosiguió—: Había un champán magnífico y una cena muy agradable. Me gusta mucho el caviar.
Justo a su lado había un montículo de caviar, negro y reluciente, sobre hielo. Whitney se sirvió.
—Ya veo.
No sabía muy bien si estaba molesto o divertido. Whitney probó el caviar y sonrió.
—Debo decir que tiene usted una despensa muy bien surtida.
—Espero que continúe encontrando de su gusto mi hospitalidad. Tiene que probar la sopa de langosta, querida. Deje que le sirva. —Con una elegancia y una economía de movimientos que ella no habría esperado, Dimitri hundió un cazo de plata en la sopera—. Remo me informa de que ha dispuesto usted del señor Lord.
—Gracias. Huele de maravilla. —Whitney se tomó su tiempo, probando la sopa—. Douglas se estaba convirtiendo en un verdadero incordio. —Todo aquello era un juego, se dijo. Y no había hecho más que empezar. La concha que llevaba al cuello osciló ligeramente en su cadena cuando se inclinó para coger su vaso. Había que jugar para ganar—. Estoy segura de que lo entiende.
—Desde luego. —Dimitri comía despacio y con delicadeza—. El señor Lord ha sido para mí un incordio durante algún tiempo.
—Eso de robarle los documentos en sus mismas narices… —Whitney vio que los dedos blancos de fina manicura se tensaban sobre la cuchara. Le había tocado una fibra, pensó. No se tomaría muy a bien que se rieran de él. Resistió la urgencia de tragar saliva y en lugar de eso sonrió—. Douglas era listo, a su manera —comentó sin inmutarse—. Lástima que fuera tan grosero.
—Supongo que habrá que admitir su inteligencia, hasta cierto punto —convino Dimitri—. A menos que la culpa la tengan mis propios hombres, por ineptos.
—Tal vez ambas cosas son ciertas.
Dimitri asintió con el más ligero movimiento de cabeza.
—Claro que además te tenía a ti, Whitney. ¿Puedo llamarte Whitney?
—Por supuesto. Admito que le ayudé. Siempre me ha gustado conocer el terreno antes de tomar una decisión.
—Muy inteligente.
—Hubo varias veces en las que… —Whitney dejó la frase en el aire, volviendo a su sopa—. No me gusta hablar mal de los muertos, señor Dimitri, pero Douglas solía ser impetuoso e ilógico. Sin embargo, era fácil de manipular.
Dimitri la observó mientras comía, admirando sus manos finas, la tersura de la piel joven y sana contra el vestido verde. Sería una lástima estropearla. Se la imaginó instalada en su casa de Connecticut, digna y elegante en las comidas, sumisa y obediente en la cama.
—Y joven y con un rudo atractivo, ¿no estás de acuerdo? —preguntó.
—Pues sí. —Whitney logró sonreír de nuevo—. Durante unas semanas fue una interesante diversión. Pero a la larga prefiero a un hombre con clase, antes que con un atractivo físico. ¿Le apetece algo de caviar, señor Dimitri?
—Gracias. —Al tomar la fuente de sus manos, dejó que sus dedos la rozaran y notó que ella se tensaba al contacto de su mano deforme. Aquella pequeña muestra de debilidad le excitó. Recordó el placer que sentía al observar a una mantis religiosa capturar una polilla, cómo el delgado e inteligente insecto atraía a su frenética presa, esperando con paciencia a que cejara en sus forcejeos, a que se debilitara, hasta por fin devorar las brillantes y frágiles alas. Más tarde o más temprano, los jóvenes, los débiles y los delicados acababan por rendirse. Dimitri, igual que la mantis, tenía paciencia, clase y crueldad.
—Confieso que me resulta difícil creer que una mujer con tu sensibilidad sea capaz de disparar a un hombre. Esta ensalada es muy fresca, estoy seguro de que te gustará. —Mientras hablaba servía la lechuga en un cuenco grande.
—Es perfecta para un día bochornoso —convino ella—. La sensibilidad —prosiguió, contemplando el líquido en su vaso— debe supeditarse siempre a la necesidad, ¿no le parece, señor Dimitri? Al fin y al cabo, soy una mujer de negocios. Y como ya le he dicho, Douglas empezaba a ser molesto. Yo creo en las oportunidades. —Alzó el vaso sonriendo—. Vi la oportunidad de librarme de una molestia y conseguir los documentos. Me limité a aprovecharla. Al fin y al cabo, Douglas no era más que un ladrón.
—Precisamente. —Dimitri comenzaba a admirarla. Aunque no estaba del todo convencido de que su frío y sereno comportamiento fuera sincero, no se podía negar que tenía mucha clase. Siendo él mismo hijo ilegítimo de una fanática religiosa y un músico ambulante, sentía un hondo respeto y envidia de la gente con clase. A lo largo de los años había tenido que conformarse con lo que más se le parecía: el poder.
—¿Así que te llevaste los documentos y encontraste el tesoro tú sola?
—Resultó bastante sencillo. Los papeles eran muy claros. ¿Los ha visto?
—No. —De nuevo se le tensaron los dedos—. Solamente una muestra.
—Ah, bueno, de todas formas ya han cumplido su función. —Whitney hundió el tenedor en la ensalada.
—Todavía no los he visto todos —repitió él suavemente, mirándola a los ojos.
Whitney pensó por un instante que los documentos seguían en el jeep, con Doug.
—Pues me temo que ya no los verá —respondió, dejando que la satisfacción de la verdad calmara sus nervios—. Los destruí cuando terminé con ellos. No me gusta dejar cabos sueltos.
—Muy inteligente. ¿Y qué pensabas hacer con el tesoro?
—¿Hacer? —Whitney alzó la cabeza sorprendida—. Pues disfrutarlo, por supuesto.
—Exacto —convino él complacido—. Y ahora lo tengo yo. Y a ti.
Whitney aguardó un instante, sosteniéndole la mirada. La ensalada casi se le atascó en la garganta.
—Cuando se juega hay que aceptar la posibilidad de perder, por muy desagradable que sea.
—Bien dicho.
—Ahora dependo de su hospitalidad.
—Ves las cosas con mucha claridad, Whitney. Eso me gusta. También me gusta tener cosas bellas al alcance de la mano.
La comida brincó incómodamente en el estómago de Whitney. Alzó el vaso y aguardó a que él lo llenara casi hasta el borde.
—Espero que no le parezca una grosería por mi parte si le pregunto cuánto tiempo piensa agasajarme con su hospitalidad.
Dimitri llenó también su vaso y brindó con ella.
—En absoluto. Hasta que me apetezca.
Sabiendo que si se echaba algo más al estómago podría no ser capaz de mantenerlo allí, Whitney pasó el dedo por el borde del vaso.
—Se me ha ocurrido pensar que podría considerar pedirle un rescate a mi padre.
—Por favor, querida. —Dimitri esbozó una ligera sonrisa con un toque de desaprobación—. Me parece que estos temas no son apropiados para hablarlos en la mesa.
—Era solo una idea.
—Te suplico que no te preocupes por esos asuntos. Preferiría que te relajaras y disfrutaras de tu estancia. Confío en que hayas encontrado aceptables tus habitaciones.
—Son magníficas. —Whitney tenía más ganas de gritar que cuando se enfrentó a Barns. Los claros ojos de Dimitri seguían muy abiertos e inmóviles, como los de un pez. O los de un muerto. Whitney bajó un instante las pestañas—. No le he dado las gracias por el guardarropa. Precisamente estaba muy necesitada en ese aspecto.
—No tiene importancia. Tal vez te gustaría dar un paseo por los jardines. —Dimitri se acercó para retirarle la silla—. Luego me imagino que querrás dormir una siesta. Al mediodía el calor es opresivo.
—Es usted muy considerado. —Whitney le puso la mano en el brazo, haciendo un gran esfuerzo por no tensar los dedos.
—Eres mi invitada, querida. Una invitada muy grata.
—Invitada. —La sonrisa de Whitney era serena y fría de nuevo. Su tono, aunque ella misma se sorprendió de lograrlo, era irónico—. ¿Tiene por costumbre encerrar a sus invitados en sus habitaciones, señor Dimitri?
—Es mi costumbre guardar con llave las cosas valiosas —replicó él, llevándose a los labios la mano de Whitney.
Whitney se echó el pelo hacia atrás. Encontraría la forma de escapar. Mientras sonreía, se prometió que encontraría la forma de escapar. Porque, de lo contrarío —todavía sentía el frío roce de sus labios en la piel—, era mujer muerta.
—Por supuesto.