11

Delante del café del desayuno, Whitney añadió a sus cuentas los cincuenta dólares de Jacques y sumó el total de la deuda de Doug. Por lo visto una caza del tesoro tenía muchísimos gastos.

Mientras que los otros dormían durante la noche, Doug a su lado en la tienda y Jacques bajo las estrellas, Whitney estuvo despierta un rato, repasando el viaje. En muchos aspectos habían sido unas divertidas y excitantes aunque retorcidas vacaciones, incluso con souvenirs y unas cuantas comidas exóticas. Si no llegaban a dar con el tesoro, lo consideraría justo eso, unas vacaciones; excepto por el recuerdo de un joven camarero que había muerto solo por estar en el lugar equivocado.

Algunas personas nacen con una cierta y cómoda ingenuidad que jamás les abandona, sobre todo porque sus vidas son siempre cómodas. El dinero puede provocar el cinismo o suavizarlo.

Tal vez su dinero la había protegido hasta cierto punto, pero Whitney nunca había sido ingenua. Contaba el dinero no porque tuviera que preocuparse por él, sino porque conocía el valor de las cosas. Aceptaba los cumplidos con elegancia… y cierto escepticismo. Y sabía que para algunos la vida es muy barata.

La muerte podía ser el medio para un fin, algo buscado por venganza, por diversión o por una tarifa. La tarifa podía variar: la vida de un hombre de Estado desde luego valía más en el mercado que la vida de un traficante de drogas del gueto. Una persona podía no tener más valor que el precio de un chute de heroína mientras que otra podía valer cientos de miles de limpios francos suizos.

Era un negocio. Para algunos, el intercambio de vidas por ganancias había alcanzado un alto nivel y la rutina de una agencia de corredores de bolsa. Whitney lo sabía y siempre lo había considerado una más entre las muchas enfermedades sociales. Desde lejos. Pero ahora se había enfrentado a ello personalmente. Un hombre inocente había muerto y ella podía haber matado a un hombre también. No había manera de saber cuántas vidas más se habían perdido o comprado y vendido en la búsqueda de aquel tesoro en particular.

Dólares y centavos, reflexionó, mirando las pulcras columnas y cifras en el cuaderno. Pero se había convertido en mucho más que eso. Tal vez, como tanta gente con dinero, había surcado muchas veces la superficie de la vida sin ver las corrientes y remolinos contra los que tenían que luchar otros menos afortunados. Tal vez siempre había dado por garantizadas ciertas cosas, como tener comida y techo. Hasta hacía muy poco. Y tal vez su propia visión de la moral dependía a menudo de las circunstancias y de su propio capricho. Pero tenía las ideas muy claras sobre el bien y el mal.

Doug Lord podía ser un ladrón, y tal vez en su vida había cometido incontables actos que los cánones sociales considerarían incorrectos. Pero a Whitney no le importaban los cánones sociales. Estaba convencida de que Doug era intrínsecamente bueno, igual que pensaba que Dimitri era intrínsecamente malo. Y lo pensaba no de manera ingenua, sino profundamente, con toda la inteligencia y la intuición con la que había nacido.

Y había hecho algo más mientras los otros dormían. Como estaba inquieta, al final decidió echar un vistazo a los libros que Doug había sacado de la biblioteca de Washington. Para pasar el tiempo, se dijo, mientras encendía una linterna para ir a buscarlos. Comenzó a leer sobre las joyas, las piedras preciosas que se habían perdido a lo largo de los siglos, y acabó fascinada por la lectura. Las ilustraciones no la habían impresionado mucho. Los diamantes y los rubíes significaban más en tres dimensiones. Pero la habían hecho pensar.

Al leer la historia de un collar o un diamante comprendió personalmente que lo que para algunos era un adorno para otros era algo por lo que morir. Codicia, deseo, ansia. Eran cosas que Whitney era capaz de comprender, pero pasiones que le resultaban demasiado huecas para morir por ellas.

Pero ¿y la lealtad? Whitney pensó en lo que había leído en la carta de Magdaline. Hablaba del dolor de su marido por la muerte de la reina, pero más aún, de su obligación para con ella. ¿Cuánto había sacrificado Gerald por lealtad, y qué guardaba en un cofre de madera? Las joyas. Había guardado su herencia en una caja de madera y había llorado por una forma de vida que jamás podría recuperar.

¿Era dinero, era arte, era historia? Al cerrar el libro no estaba segura de nada. Whitney había respetado a lady Smythe-Wright, aunque jamás llegó a comprender su fervor. Ahora estaba muerta por poco más que creer que la historia, ya estuviera escrita en polvorientos volúmenes, o brillantes y resplandecientes, era patrimonio de todos.

María Antonieta había perdido la vida en la guillotina, junto con otros cientos de personas, ante una justicia inclemente. Sacaban a la gente de sus casas, la perseguían, la asesinaban. Otros habían muerto de hambre en las calles. ¿Por un ideal? No, Whitney dudaba que la gente muriera por sus ideales, como no creía que verdaderamente lucharan por ellos. Habían muerto porque se vieron sumergidos en una corriente que se los llevó por delante quisieran o no. ¿Qué habrían significado un puñado de joyas para una mujer que subía los escalones del cadalso?

Ante aquello, la caza del tesoro parecía una estupidez. A no ser… A no ser que tuviera una razón moral. Tal vez ya iba siendo hora de que Whitney descubriera la suya.

Por aquello y por un joven camarero llamado Juan, Whitney estaba decidida a encontrar el tesoro y darle así a Dimitri una patada en las narices.

Se enfrentó a la mañana con confianza. No, no era ingenua. A pesar de todo, Whitney tenía la firme creencia de que el bien acabaría por vencer al mal. Sobre todo si el bien era muy listo.

—¿Qué demonios vas a hacer cuando a eso se le acabe la batería?

Whitney sonrió a Doug y metió la pequeña calculadora y el cuaderno de nuevo en su bolsa. Se preguntó qué pensaría si supiera que se había pasado varias horas de la noche analizándole, a él y lo que estaban haciendo.

—Son Duracell —contestó con dulzura—. ¿Te apetece un café?

—Sí. —Se sentó un poco receloso de la alegría con la que Whitney le servía.

Estaba exquisita. Doug había pensado que después de unos cuantos días de viaje estaría algo demacrada, un poco desaliñada. Él mismo se pasó la mano por el mentón sin afeitar. Pero no, Whitney estaba radiante. Su rubísimo pelo brillaba cayéndole ondeado por la espalda. El sol le había caldeado la piel, arrancándole unos tonos rosados que no hacían sino acentuar su tersura y las líneas clásicas de su rostro. No, Whitney parecía cualquier cosa menos demacrada. Doug aceptó el café y bebió un largo trago.

—Este sitio es precioso —comentó Whitney, doblando las rodillas para rodeárselas con los brazos.

Doug miró en torno a él. El agua caía desde las hojas con un suave goteo. El suelo estaba húmedo y era mullido. Le dio un palmetazo a un mosquito preguntándose cuánto duraría el repelente de insectos. La bruma se alzaba formando pequeños dedos, como el vapor en un baño turco.

—Si te gustan las saunas…

Whitney enarcó una ceja.

—Te has levantado con el pie izquierdo, ¿eh?

Él lanzó un gruñido por toda respuesta. Se había despertado irritado, como le pasaría a cualquiera que pasara la noche junto a una mujer sin poder permitirse el lujo de dejar que las cosas alcanzaran su conclusión natural.

—Míralo así, Douglas. Si existiera algo así en Manhattan, la gente se daría de bofetadas por entrar y se apilarían unos encima de otros. —Whitney alzó las manos con las palmas hacia arriba. Los trinos de los pájaros eran un éxtasis de sonido. Un camaleón trepó a una roca gris y se desvaneció lentamente en ella. Las flores parecían alfombrar el suelo y el verdor de la vegetación todavía húmeda de rocío lo hacía todo exuberante—. Y aquí lo tenemos para nosotros solos.

Doug se sirvió otro café.

—Yo pensaba que una mujer como tú preferiría las multitudes.

—Hay un tiempo y un lugar para todo, Douglas —murmuró ella. Y esbozó una sonrisa tan sencilla, tan exquisita, que a Doug se le paró el corazón—. Me gusta estar aquí contigo.

El café le quemó la lengua, pero no se dio ni cuenta. Se lo tragó sin dejar de mirarla. Jamás había tenido problemas con las mujeres. Soltaba a chorros el encanto algo tosco y arrogante que, como había aprendido desde muy joven, ellas lo encontraban muy atractivo. Pero ahora que tanta falta le hacía, no lo encontraba por ninguna parte.

—¿Ah, sí? —logró contestar.

Whitney asintió con la cabeza, divertida al ver que podía descolocarle con tanta facilidad.

—Sí. Lo he pensado un poco. —Se inclinó y le dio un beso muy ligero—. ¿Qué te parece a ti?

Doug podía caerse, pero los años de experiencia le habían enseñado a aterrizar de pie. Tendió la mano y le cogió el pelo.

—Bueno, a lo mejor deberíamos… —Y ahí le rozó el labio con los suyos— discutirlo.

A ella le gustó cómo la besó sin llegar a besarla, cómo la abrazaba sin llegar a abrazarla. Se acordó de lo que sintió cuando sí le hizo ambas cosas a conciencia.

—A lo mejor.

Sus labios no hacían sino tentarse. Se rozaban con los ojos abiertos, probando, provocando. No se tocaban. Los dos estaban acostumbrados a llevar las riendas. Los dos consideraban que perder esa ventaja era un error básico, tanto en cuestiones amorosas como monetarias. Mientras tuvieran las riendas en la mano, aunque fueran sueltas, los dos estaban convencidos de que no irían a donde no querían ir.

Los labios se caldeaban, los pensamientos se nublaban, las prioridades cambiaban.

La mano de Doug se tensó en su pelo, las de ella le agarraron la camisa. Y ambos quedaron atrapados en ese raro instante fuera del tiempo. Su necesidad se convirtió en guía y el deseo era el mapa. Y ambos se rindieron sin vacilar ni lamentarse.

De pronto, más allá del denso y húmedo follaje se oyó la brillante y burbujeante voz de Cyndi Lauper.

Como niños a los que hubieran sorprendido con la mano en el tarro de la mermelada, Whitney y Doug se separaron de un brinco. La clara voz de tenor de Jacques se mezclaba con la de Cyndi. Los dos carraspearon.

—Tenemos compañía —comentó Doug, sacando un cigarrillo.

—Sí. —Whitney se incorporó y se sacudió los finos y amplios pantalones. Estaban un poco húmedos del rocío, pero el calor ya estaba secando el suelo. El sol hendía las copas de los cipreses—. Como te decía, un lugar así siempre atrae a la gente. Bueno, creo que… —Pero se interrumpió sorprendida cuando él le agarró el tobillo.

—Whitney. —Su mirada era intensa, como se tornaba cuando menos se lo esperaba uno. Sus dedos eran muy firmes—. Un día vamos a terminar esto.

Whitney no estaba acostumbrada a que le dijeran lo que tenía que hacer, y no veía razón para empezar entonces, de manera que le clavó una larga mirada inexpresiva.

—Puede.

—Con total seguridad.

La mirada inexpresiva se convirtió en un atisbo de sonrisa.

—Douglas, vas a descubrir que me gusta mucho llevar la contraria.

—Y tú vas a descubrir que siempre consigo lo que quiero —replicó él suavemente. La sonrisa de Whitney se desvaneció—. Es mi trabajo.

—Vaya, vaya, hemos conseguido unos cocos. —Jacques surgió de la maleza sacudiendo la bolsa de red que llevaba. Sacó un coco y se lo tiró a Whitney.

Ella se echó a reír.

—¿Alguien tiene un sacacorchos?

—No hay problema. —Jacques golpeó el coco con fuerza contra una pierda. El camaleón salió disparado sin hacer ruido. Luego el joven le tendió a Whitney la fruta partida en dos.

—Qué ingenioso.

—Con un poco de ron podríamos hacer pina colada.

Whitney le pasó la mitad del coco a Doug enarcando una ceja.

—No seas cascarrabias, cariño. Seguro que tú también podías haber trepado a una palmera.

Jacques, sonriendo, cortó un trozo de coco con una navaja.

—Es fady comer algo blanco en miércoles —comentó con una sencillez que hizo que Whitney le mirara con más atención. Jacques se metió el coco en la boca con una expresión de deleite y algo culpable—. Pero es peor no comer nada.

Whitney se fijó en la gorra de béisbol, la camiseta y la radio. Le costaba recordar que era malgache y formaba parte de una antigua tribu. Con Louis, entre los merina, había sido fácil porque tenía toda la pinta. Pero con Jacques se podía haber cruzado por Broadway o la calle Cuarenta y dos.

—¿Eres supersticioso, Jacques?

Él movió los hombros.

—Pido perdón a los dioses y los espíritus. Los tengo contentos. —Se sacó del bolsillo delantero lo que parecía una pequeña concha en una cadena.

—Un ody —explicó Doug, divertido y tolerante. No creía en talismanes sino en que cada uno se crea su propia suerte. Tampoco creía en robarle la suerte a los demás—. Es como un amuleto.

Whitney lo miró intrigada por los contrastes entré la ropa y el lenguaje americanizado de Jacques y sus arraigadas creencias en espíritus y tabúes.

—¿Para darte suerte? —preguntó.

—Como protección. Los dioses tienen mal humor. —Jacques frotó la concha entre los dedos y se la tendió a Whitney—. Llévala tú hoy.

—Vale. —Whitney se puso la cadena al cuello. Al fin y al cabo, pensó, no era tan raro. Su padre llevaba una pata de conejo pintada de azul celeste. El amuleto era más o menos lo mismo, o más bien más parecido a una medalla de San Cristóbal—. Como protección.

—Oye, ya seguiréis más tarde con el intercambio cultural —terció Doug—. Ahora hay que irse. —Se levantó y le tiró el coco a Jacques.

Whitney le guiñó un ojo al joven.

—Ya te dije que suele ser muy grosero.

—No pasa nada —repitió Jacques. A continuación se sacó del bolsillo trasero una flor que se había guardado por el tallo y se la ofreció a Whitney—. Una orquídea. —Era blanca, pura, espectacular, tan delicada que parecía que pudiera disolverse en su mano.

—¡Jacques! Es exquisita. —La rozó con la mejilla y luego se la enganchó en el pelo encima de la oreja—. Gracias. —Cuando le dio un beso, oyó el chasquido de su nuez al tragar saliva.

—Te queda muy bien. —Jacques se puso a recoger muy deprisa—. Aquí en Madagascar hay muchas flores. Cualquier flor que quieras la encontrarás aquí. —Sin dejar de parlotear, empezó a llevar las cosas a la canoa.

—Si querías una flor —masculló Doug— no tenías más que agacharte a cogerla.

Whitney se tocó los pétalos sobre la oreja.

—Algunos hombres saben lo que es un detalle —comentó— y otros no. —Con estas palabras cogió su mochila y siguió a Jacques.

—Detalles —gruñó Doug, forcejeando con el resto del equipaje—. Me persigue una manada de lobos y ella quiere detalles. —Todavía mascullando, dispersó a patadas los restos del fuego de campamento—. Yo mismo le podría haber dado una maldita flor. Una docena. —De pronto volvió la cabeza al oír la risa de Whitney—. «¡Jacques! Es exquisita.» —la imitó. Resoplando disgustado comprobó el seguro de la pistola antes de ponérsela en el cinto—. Y yo también sé abrir un maldito coco. —Le dio una última patada al fuego, cogió el resto de las cosas y echó a andar hacia la canoa.

Cuando Remo tocó los restos de la hoguera con un zapato muy caro, no era sino una pila de ceniza fría. El sol estaba muy alto en el cielo y la sombra no ofrecía ningún alivio al calor. Se había quitado la chaqueta y la corbata, algo que jamás había hecho delante de Dimitri en horas de trabajo. Su camisa de Arrow, antes impecable, estaba empapada en sudor. Seguir a Lord se había convertido en un auténtico quebradero de cabeza.

—Parece que han pasado la noche aquí. —Weis, un hombre alto con pinta de banquero al que le habían partido la nariz con una botella de whisky, se enjugó el sudor de la frente. Tenía en el cuello una hilera de picaduras de insecto que no dejaban de escocer—. Calculo que nos llevan unas cuatro horas.

—¿Qué pasa, que eres medio apache? —Remo le dio una violenta patada a la hoguera y se dio la vuelta. Clavó la vista en Barns, cuya cara de luna llena era toda sonrisas—. ¿Y tú de qué te ríes, gilipollas?

Pero Barns no había dejado de sonreír desde que le habían dejado encargarse del policía malgache. Remo sabía que había hecho el trabajo, pero ni siquiera un hombre de su experiencia quería enterarse de los detalles. Era de todos sabido que Dimitri tenía afecto por Barns, como uno le puede tener cariño a un perro medio idiota que te deja a los pies gallinas mutiladas y ratones medio destrozados. También sabía que Dimitri solía dejar que Barns se encargara de los empleados a los que despedía. Dimitri no creía en eso de cobrar el paro.

—Vámonos —dijo lacónico—. Los atraparemos antes del atardecer.

Whitney estaba cómodamente instalada entre las mochilas. Las sombras alargadas de los cipreses y eucaliptos caían sobre las dunas a lo largo del canal y en la densa vegetación de la otra orilla. Los juncos marrones oscilaban con la corriente. De vez en cuando una garceta sobresaltada doblaba las patas y se alzaba de entre la vegetación con un rumor de alas y hojas. Había flores por todas partes, en algunos lugares más que en otros, rojas, naranjas, amarillas. Las orquídeas crecían como amapolas en una pradera. Las mariposas, a veces solas, a veces en grupos, revoloteaban en torno a los pétalos. Sus tonos destacaban vivos contra la vegetación y el color marrón del canal. Aquí y allá se veían cocodrilos en las orillas tomando el sol. La mayoría de ellos apenas volvía la cabeza al pasar la canoa. El aroma que se alzaba sobre el olor del río era pesado y denso.

Con la visera de la gorra de Jacques protegiéndole los ojos, Whitney estaba medio dormida, tumbada de través en la canoa, con los pies apoyados en la borda. La larga caña de pescar que Jacques había fabricado descansaba entre sus manos.

Pensó que acababa de descubrir por qué a Huck Finn le gustaba tanto ir flotando por el Mississippi. En gran parte se debía a esa laxitud que penetraba hasta los huesos, y el resto era la maravillosa aventura que suponía. Era una deliciosa combinación.

—¿Y qué piensas hacer si a un pez se le ocurre picar en el imperdible doblado?

Whitney estiró los hombros tomándose su tiempo.

—Pues echártelo encima, Douglas. Seguro que tú sabes exactamente qué hay que hacer con un pez.

—Tú los cocinas muy bien. —Jacques remaba con largas paladas que habrían hecho palidecer de envidia a los estudiantes de Yale. Tina Turner le ayudaba a mantener el ritmo—. Yo cocino… —Movió la cabeza—. Muy mal. Cuando me case tendrá que ser con alguien que cocine bien. Como mi madre.

Whitney lanzó un resoplido bajo la gorra. Una mosca aterrizó en su rodilla, pero espantarla suponía demasiado esfuerzo.

—Otro que tiene el corazón en el estómago.

—Oye, que el chico lleva razón. Comer es importante.

—Para ti es más bien una religión. O se hace con el ritual y el respeto adecuados o no se hace. —Whitney movió la visera para poder ver mejor a Jacques. Era joven, pensó, con una cara atractiva que transmitía buen humor, y un cuerpo musculoso. No iba a tener problema alguno para atraer a las chicas—. Así que pones el estómago al mismo nivel que tu corazón. ¿Y si te enamoras de una chica que no sabe cocinar?

Jacques se quedó pensando. Solo tenía veinte años y las respuestas eran tan básicas y sencillas como la vida misma. Le dedicó una sonrisa joven, inocente y al mismo tiempo tan ufana que Whitney lanzó una risita.

—La llevaré con mi madre para que aprenda.

—Muy sensato —convino Doug. Rompió un momento el ritmo para llevarse a la boca un trozo de coco.

—Supongo que no se te habrá pasado por la cabeza aprender a cocinar —comentó Whitney.

Jacques se quedó pensando sin dejar de remar con sus fuertes brazos. Whitney, sonriéndole, pasó el dedo sobre la concha que colgaba entre sus pechos.

—En Madagascar es la mujer la que cocina.

—Mientras cuida de la casa, de los niños y cultiva los campos, me imagino —terció Whitney.

Jacques asintió sonriendo.

—Pero también se hace cargo del dinero.

Whitney notó el bulto de su cartera en el bolsillo trasero.

—Eso sí que es sensato —convino, mirando sonriente a Doug.

Él tenía el sobre en el bolsillo.

—Ya me imaginé que te gustaría.

—Bueno, se trata de que cada uno haga lo que se le da mejor. —Whitney iba a relajarse otra vez cuando de pronto el sedal se tensó. Se incorporó de un brinco, con los ojos como platos—. ¡Dios mío! ¡Creo que tengo uno!

—¿Un qué?

—¡Un pez! —Agarró con fuerza la caña, viendo que el corcho se hundía—. Un pez —repitió—. ¡Un pez enorme!

Una enorme sonrisa apareció en el rostro de Doug al ver el sedal tenso.

—Me cago en la mar. Ahora tranquila —advirtió, mientras ella se ponía de rodillas apresuradamente, haciendo zozobrar la canoa—. No lo pierdas, que es la cena de esta noche.

—No voy a perderlo —replicó ella con los dientes apretados. Y no lo perdería, pero no tenía ni idea de qué hacer a continuación. Después de forcejear otro rato, se volvió hacia Jacques—. ¿Y ahora qué?

—Súbelo despacio. Es un bicho enorme. —Jacques metió el remo en la canoa y se acercó a ella con movimientos suaves que no movieron el barco—. Sí señor. Esta noche cenamos. Va a luchar. —Le apoyó una mano en el hombro mientras miraba por la borda—. Está pensando en la sartén.

—Vamos, princesa, que tú puedes. —Doug dejó los remos y fue al centro de la canoa—. Tú súbelo. —Y él lo haría filetes, lo cocinaría y lo serviría en un lecho de esponjoso arroz.

Atolondrada, excitada, decidida, Whitney se mordió la lengua. Si alguno de los dos hombres se hubiera ofrecido para coger la caña, le habría soltado un ladrido. Utilizando músculos que solo recordaba de algún ocasional y breve partido de tenis, sacó a la presa del agua.

El pez, agitándose al extremo del sedal, atrapó la luz del sol de la tarde. Era una sencilla trucha que batallaba frenética, pero por un instante pareció regia, un destello de plata contra el oscuro azul del cielo. Whitney lanzó un grito de guerra y se cayó de culo.

—¡Que no se te caiga ahora!

—No se caerá. —Jacques tendió la mano, cogió el sedal con los dedos y lo acercó suavemente. La trucha se agitaba como una bandera al viento—. Ha cogido un pez gordo y orondo —comentó. Y con un rápido movimiento le quitó el anzuelo y alzó la pesca—. ¿Qué os parece? Menuda suerte. —Y sonrió con el pescado en la mano, mientras Tina Turner cantaba con voz áspera en el estéreo a su espalda.

Todo sucedió muy deprisa. Mientras viviera, Whitney recordaría ese instante como si hubiera sido grabado fotograma a fotograma en una película. Jacques estaba de pie, reluciente de sudor, radiante y triunfal. La risa de ella todavía flotaba en el aire. Y de pronto Jacques cayó al agua. Whitney ni siquiera llegó a oír el estampido.

—¿Jacques? —Se incorporó aturdida, poniéndose de rodillas.

—Abajo. —Doug se le echó encima, aplastándola hasta casi dejarla sin respiración. Y así la mantuvo mientras el barco cabeceaba, rezando porque no llegara a volcar.

—¿Doug?

—No te muevas, ¿entendido? —Pero Doug no la miraba. Con la cabeza a pocos centímetros de la de Whitney, miraba la orilla a cada lado del canal. La vegetación era tan densa que podría ocultar a un ejército. ¿Dónde demonios estaban? Moviéndose muy despacio, cogió la pistola que llevaba al cinto.

Cuando Whitney la vio, movió la cabeza buscando a Jacques.

—¿Se ha caído? Me pareció oír un… —Al ver la respuesta en los ojos de Doug, se tensó como un arco—. ¡No! —Se puso a forcejear de tal manera para levantarse que casi le tira la pistola—. ¡Jacques! ¡Dios mío!

—Quédate en el suelo —ordenó él entre dientes, rodeándole las piernas con las suyas—. Ahora ya no puedes hacer nada por él. —Al ver que Whitney seguía agitándose, le hundió los dedos hasta hacerle un moretón—. Está muerto, maldita sea. Estaba muerto antes de tocar el agua.

Whitney le miró con ojos enormes, anegados. Luego los cerró sin decir una palabra y se quedó quieta.

Si Doug se sentía culpable, si sentía dolor, ya se enfrentaría a eso más tarde. Ahora tenía que dedicar su atención a la primera prioridad: seguir con vida.

Lo único que oía era el suave chapoteo del agua. La canoa flotaba en la corriente. Podían estar en cualquiera de las orillas. Lo que no sabía era por qué no habían ametrallado la canoa sin más. El fino casco no les ofrecería ninguna protección.

Tenían órdenes de atraparlos vivos. Doug miró a Whitney, que seguía inmóvil, pasiva, con los ojos cerrados. O de atrapar vivo a uno de ellos, pensó.

Dimitri tendría curiosidad por una mujer como Whitney MacAllister. Seguramente a esas alturas ya sabría de ella todo lo que había que saber. No, no la querría muerta. Le gustaría tenerla de invitada un tiempo, entretenerse con ella, y luego cobrar un rescate. No dispararían a la canoa, sino sencillamente les esperarían. Así pues, lo primero era averiguar dónde les esperaban. Doug sentía el sudor encharcarse entre sus omóplatos.

—¿Eres tú, Remo? —gritó—. Todavía te pones demasiada colonia. Se te huele desde aquí. —Esperó un momento, atento a cualquier sonido—. ¿Sabe Dimitri que te he tenido corriendo en círculos?

—Aquí el único que corre eres tú, Lord.

A la izquierda. No sabía todavía cómo iba a hacerlo, pero tenía que llegar a la otra orilla.

—Sí, puede que me esté haciendo lento. —Mientras miraba en distintas direcciones, Doug seguía hablando. Los pájaros que habían huido chillando espantados al oír el disparo, se estaban calmando. Unos cuantos habían reanudado sus perezosos trinos. Whitney había abierto de nuevo los ojos, pero no se movía—. Puede que haya llegado el momento de hacer un trato, Remo. Con lo que tengo podrías llenar una piscina de esa colonia francesa que usas. ¿No has pensado nunca en hacerte independiente, Remo? Tú eres inteligente. ¿No estás ya cansado de recibir órdenes y hacer el trabajo sucio de otros?

—Si quieres hablar, Lord, ven a tierra, que celebraremos una agradable reunión de negocios.

—Si me acerco me pegarás un tiro en la cabeza, Remo. Vamos, hombre, no nos tomemos por tontos. —A lo mejor, con un poco de suerte, podría meter una de las pértigas en el agua para guiar la canoa. Si pudiera esperar a que anocheciera, tal vez tuvieran una oportunidad.

—El que quiere negociar eres tú, Lord. ¿Qué tenías pensado?

—Tengo los documentos, Remo. —Abrió despacio la mochila. También tenía una caja de balas—. Y tengo una dama con mucha clase. Ambas cosas valen mucho más dinero del que tú has visto en toda tu vida. —Echó una mirada a Whitney, que a su vez le miraba, muy pálida y con los ojos secos—. ¿Te ha contado Dimitri que tengo en mis manos a una heredera, Remo? MacAllister. Ya sabes, el helado MacAllister. El mejor helado de toda Norteamérica. ¿Sabes cuántos millones sacan solo con el helado de caramelo, Remo? ¿Sabes cuánto estaría dispuesto a pagar su padre por recuperarla de una pieza?

Siempre bajo la mirada de Whitney, se metió la caja de balas en el bolsillo.

—Sígueme la corriente, princesa —le dijo, comprobando que tenía la pistola cargada—. Puede que salgamos ambos con vida. Voy a darle una lista de tus atributos. Cuando lo haga, quiero que empieces a insultarme, a bambolear la canoa, a montar toda una escenita, vaya. Y mientras estás en ello, coge la pértiga, ¿de acuerdo?

Ella asintió sin expresión alguna.

—No es que tenga mucha carne donde agarrarse, pero sabe calentar las sábanas, Remo. Y no le importa mucho con quién las calienta. ¿Sabes lo que te digo? Yo no tengo ningún problema en que compartamos beneficios.

—¡Asqueroso hijo de puta! —Whitney se levantó con un chillido del que habría estado orgullosa cualquier verdulera. Doug no pretendía que se pusiera al alcance de las balas y quiso agarrarla. Pero ella, muy metida en el papel, le apartó la mano de un golpe—. ¡No tienes ninguna clase! —gritó, muy erguida—. ¡Ni la más mínima! ¡Antes que meterme contigo en la cama me acostaría con una babosa!

Estaba magnífica en la luz del ocaso, apasionada, con el pelo cayendo a su espalda, los ojos oscuros. Doug no albergaba duda alguna de que Remo tendría toda su atención puesta en ella.

—Agarra la pértiga y no te lo tomes tan a pecho —masculló.

—¿Tú te crees que puedes hablarme así, cerdo? —Agarró bruscamente la pértiga y la alzó sobre su cabeza.

—Bien, ahora tranquila… —Pero Doug se interrumpió al verle la expresión. Conocía muy bien la expresión vengativa en los ojos de una mujer. Automáticamente alzó una mano—. Oye, un momento… —Pero Whitney ya había descargado el golpe, la pértiga bajaba con fuerza. Doug se apartó rodando justo a tiempo de ver a Weis que abordaba la canoa desde una pequeña y oscura balsa. Habrían volcado entonces si Whitney no hubiera perdido el equilibrio para caer al otro extremo, enderezando de nuevo la canoa—. ¡Joder, agáchate! —Pero la advertencia acabó en una exclamación cuando Weis se le echó encima.

Whitney le había golpeado con el palo en el hombro, haciéndole perder la pistola, pero enfureciéndole más que hiriéndole. Y Weis recordaba muy bien la sensación de cuando le partieron la nariz. Whitney volvió a alzar la pértiga y habría dado el golpe, pero Doug estaba ahora encima de Weis. La canoa osciló y entró agua. Whitney vio el cuerpo de Jacques flotando en el canal y tuvo que congelar el corazón para luchar por su vida.

—¡Por Dios, aparta para que pueda darle! —gritó. Y se tambaleó hacia atrás con una sacudida del barco.

Remo, en la orilla, apartó a Barns de un empujón.

—Lord es mío, hijo de puta. Que no se te olvide. —Sacó la pistola, se concentró y esperó.

Parecía un juego, pensó Whitney mientras movía la cabeza para despejarse. Dos niños grandes peleándose en un barco. En cualquier momento alguno gritaría «me rindo», se sacudirían la ropa y se irían a jugar a otra cosa.

Intentó ponerse de nuevo en pie, pero casi se cayó por la borda. Vio que Doug todavía tenía la pistola en la mano, pero el otro hombre pesaba por lo menos treinta kilos más que él. Cogió de nuevo el palo, de rodillas en el barco.

—Maldita sea, Doug, ¿cómo voy a darle si estás encima de él? ¡Aparta!

—Claro. —Doug, jadeando, logró apartar de su cuello la mano de Weis—. Dame un momento. —Pero en ese instante Weis le lanzó un puñetazo al mentón y notó la sangre en la boca.

—¡Me partiste la nariz! —exclamó Weis, levantando a Doug a la fuerza.

—Ah, ¿eras tú?

Estaban ya de pie cuando Weis comenzó a doblar la mano de Doug poco a poco, hasta que el cañón le apuntó a la cara.

—Sí, y ahora voy a volarte la tuya.

—Oye, que no fue nada personal. —Al afianzar los pies en el suelo, Doug estuvo seguro de notar que algo se le desgarraba por dentro en el hombro izquierdo. Ya pensaría en ello más tarde, cuando no tuviera delante de las narices el cañón de la pistola.

Forcejeaba sudando para impedir que los dedos de Weis llegaran al gatillo. Vio su sonrisa y maldijo pensando que sería lo último que iba a ver. De pronto, Weis abrió mucho los ojos y exhaló bruscamente. Whitney le había hundido el palo en el estómago.

Weis se tambaleó, agarrándose a Doug. Y al instante su cuerpo dio una sacudida. Se había convertido en un escudo humano del disparo que lanzó Remo desde la orilla. Con una expresión de sorpresa, el hombretón cayó como una piedra contra el costado de la canoa. Lo siguiente que supo Whitney era que estaba tragando agua.

Salió a la superficie con el primer ataque de pánico, escupiendo y sacudiéndose.

—Coge las mochilas —le gritó Doug, tirándoselas desde el agua al lado de la canoa volcada. Dos balas pasaron a pocos centímetros de su cabeza—. ¡Mierda! —Vio las fauces del primer cocodrilo que se abrían y se cerraban en torno al torso de Weis y oyó el espantoso crujido de los huesos rotos. Tendiendo el brazo frenético, logró agarrar la correa de una mochila. La otra flotaba fuera de su alcance—. ¡Vete! —gritó de nuevo—. ¡Nada! ¡Vete a la orilla!

Whitney también vio lo que quedaba de Weis y empezó a nadar ciegamente. Una opaca niebla roja flotaba en el agua marrón del río. Lo que Whitney no vio hasta que lo tuvo prácticamente encima fue el segundo cocodrilo.

—¡Doug!

Él se volvió a tiempo de verle abrir las fauces. Pegó cinco tiros antes de que las volviera a cerrar y se hundiera en un charco rojo.

Había más. Doug buscó a tientas la caja de balas, sabiendo que jamás podría con todos. En un intento desesperado, se lanzó entre Whitney y otro cocodrilo, alzando la pistola para darle un culatazo. Esperó el impacto, el dolor. Estaba preparado, los labios fruncidos en una mueca. De pronto la cabeza del cocodrilo explotó cuando estaba a menos de un brazo de distancia. Antes de que Doug pudiera reaccionar, otros tres cocodrilos se hundieron agitando las colas. La sangre se arremolinaba en torno a él.

Los disparos no eran de Remo, Doug lo supo antes de volverse hacia la orilla. Provenían de mucho más al sur. O tenían un ángel de la guarda o alguien más estaba tras su rastro. Captó un movimiento y el atisbo de un panamá blanco. Pero al ver a Whitney justo detrás de él, no se paró a pensarlo.

—¡Vete, maldita sea! —La agarró del brazo y tiró de ella hacia la orilla. Whitney no miró atrás, se limitó a obligar a sus piernas a dar patadas en el agua.

Doug medio la arrastró sobre los juncos mojados de la orilla y hasta la maleza. Jadeando, dolorido, él mismo se alzó sobre el tronco de un árbol.

—¡Todavía tengo los papeles, hijo de puta! —gritó al otro lado del canal—. Todavía los tengo. ¿Por qué no vienes nadando e intentas quitármelos? —Cerró los ojos un instante y se concentró en recuperar el resuello. A su lado, Whitney estaba escupiendo agua del canal—. Dile a Dimitri que los tengo, y dile que le debo una. —Se enjugó la sangre de la boca y chilló—. ¿Lo has entendido, Remo? Dile que se la debo. Y por Dios te aseguro que no he terminado con él. —Con un respingo de dolor se frotó el hombro que se había dislocado en la pelea con Weis. Tenía la ropa pegada al cuerpo, mojada, llena de sangre y apestando a lodo. A unos metros, en el río, los cocodrilos se alimentaban en pleno frenesí. Doug todavía tenía la pistola en la mano, vacía. Sacó la caja de balas y la volvió a cargar.

—Vale, Whitney, vamos…

Whitney estaba doblada a su lado, con la cabeza en las rodillas. Aunque no hacía el más mínimo sonido, Doug supo que estaba llorando. Sin saber qué hacer, le pasó la mano por el pelo chorreando de agua.

—Eh, Whitney, no llores.

Ella no se movía, no hablaba. Doug miró la pistola que tenía en la mano y con un violento gesto se la metió en el cinto.

—Vamos, cariño. Tenemos que irnos. —Quiso rodearla con los brazos, pero ella se apartó de un respingo. Aunque las lágrimas le surcaban el rostro, clavó en él unos ojos que echaban fuego.

—No me toques. Muévete tú, Lord. Para eso estás hecho, para correr, para huir. ¿Por qué no coges ese sobre tan importante y te largas? Toma. —Se metió la mano en el bolsillo y forcejeó para sacar la cartera de los pantalones. Luego se la tiró—. Llévate esto también. Es lo único que te importa, lo único en lo que piensas. Dinero. —No se molestó en enjugarse las lágrimas—. No queda mucho en efectivo, unos cientos de dólares. Pero hay tarjetas de sobra. Llévatelo todo.

Era lo que Doug siempre había querido, ¿no? El dinero, el tesoro y no tener ningún socio. Estaba más cerca que nunca, y solo llegaría antes y se quedaría con todo el botín. Era lo que había querido desde el principio.

Doug le tiró la cartera en el regazo y la cogió de la mano.

—Vámonos.

—No iré contigo. Vete solo a por tu tesoro, Douglas. —Las náuseas le sacudieron el estómago y subieron hasta la garganta. Whitney tragó saliva—. A ver si ahora puedes vivir con ello.

—No pienso dejarte aquí sola.

—¿Por qué no? A Jacques sí le dejaste en el río. —Whitney miró hacia el canal y empezó a temblar—. Le dejaste. Déjame. ¿Cuál es la diferencia?

Él la agarró de los hombros con tal fuerza que ella dio un respingo de dolor.

—Jacques estaba muerto. No podíamos hacer nada por él.

—Le hemos matado nosotros.

Aquella idea ya se le había ocurrido a él. Tal vez por eso la agarró todavía con más fuerza.

—No. Ya llevo encima bastante equipaje para cargar también con eso. Le mató Dimitri como mataría a una mosca que le molestara. Porque para él no significa nada más que eso. Le mató sin conocer siquiera su nombre, porque matar no le cuesta nada, no le pone enfermo. Ni siquiera le lleva a plantearse cuándo le tocará a él.

—¿Y tú?

Doug se quedó inmóvil un momento, con el agua chorreándole del pelo.

—Sí, joder. Yo sí me lo planteo.

—Era tan joven. —Whitney le agarró la camisa con la respiración entrecortada—. Lo único que quería era ir a Nueva York. Ahora no irá nunca. —De nuevo fluyeron las lágrimas, pero esta vez Whitney sollozó con ellas—. Nunca irá a ninguna parte. Y todo por culpa de ese sobre. ¿Cuánta gente ha muerto ya por él? —En ese momento notó la concha, el ody de Jacques (de protección, de suerte, de tradición). Estuvo llorando hasta no poder más, pero el dolor no se iba—. Murió por culpa de esos documentos y ni siquiera sabía de su existencia.

—Mira, vamos a seguir adelante —le dijo Doug abrazándola—. Y vamos a ganar.

—¿Por qué demonios importa tanto?

—¿Quieres razones? —La atrajo hasta tener su rostro a pocos centímetros del suyo. La mirada de Doug era dura, su respiración, rápida—. Hay muchas razones. Porque ha muerto gente por ese tesoro. Porque Dimitri lo quiere. Vamos a ganar, Whitney, porque no vamos a dejar que Dimitri nos venza. Porque ese chico está muerto y no dejaremos que haya muerto por nada. Ahora ya no es cuestión de dinero. Mierda, nunca es solo una cuestión de dinero, ¿no lo entiendes? Es el hecho de ganar. Siempre se trata de ganar, y hacer que Dimitri sude porque hemos ganado.

Whitney dejó que Doug la abrazara.

—Ganar.

—Cuando ya no te importa ganar, es que estás muerto.

Eso sí lo entendía, porque ella también sentía esa necesidad.

—Ya no habrá fadamihana para Jacques —murmuró—. No habrá festival para él.

—Le celebraremos uno. —Doug le acarició el pelo recordando la imagen de Jacques con el pez en la mano—. Una auténtica fiesta neoyorquina.

Whitney asintió con la cabeza, hundiéndole la cara en el cuello.

—Dimitri no va a quedar impune por esto, Doug. Con esto no. Vamos a vencerle.

—Sí, vamos a vencerle. —Doug se levantó. Su mochila se la había llevado el río, de manera que habían perdido la tienda y los utensilios de cocina. Cogió la mochila de Whitney y se la colocó a la espalda. Estaban mojados, cansados y dolidos por Jacques. Doug tendió la mano—. Menea el culo, princesa.

Ella se levantó agotada y volvió a meterse la cartera en el bolsillo. Sorbió por la nariz con muy poca elegancia.

—Que te den, Lord.

Y echaron a andar hacia el norte bajo la tenue luz del crepúsculo.