41

Cavar

El hecho de que Josep Álvarez se pasara las horas cavando en el monte pronto se convirtió en tema de conversación en Santa Eulalia. Sus vecinos apenas tenían un interés relativo, aunque unos pocos creían que se había vuelto raro y le sonreían cuando lo atisbaban por las calles del pueblo.

El invierno era tiempo de limpiar y podar. Las vides de la parcela de los Torras necesitaban trabajos cuidadosos de saneamiento y Josep se los administró; aun así, la mayor parte de los días consiguió apartar unas pocas horas para trabajar con el pico y la pala, y más adelante, cuando todas sus vides quedaron bellamente podadas, se convirtió en excavador a tiempo completo. Dentro del agujero siempre hacía algo de fresco, pero no frío, y siempre era de noche, de modo que él cavaba junto a una lámpara chisporroteante que emitía luz amarilla y sombras negras.

Nivaldo miraba el proyecto con mala cara.

–Cuando empieces a cavar más hondo te puede matar el aire estancado. Hay malos vapores y… ¿cómo los llaman? ¿Miasmas? Como pedos venenosos del vientre de la tierra; si los respiras, te mueres. Tendrías que conseguirte un pajarillo con una jaula para que te acompañe ahí dentro, como hacen los mineros. Si se muere el pájaro, echas a correr como alma que lleva el diablo.

No tenía tiempo que perder con pajaritos. Era una máquina de cavar, se desplomaba exhausto en la cama, a menudo sin tiempo de quitarse la ropa que usaba para cavar, llena de tierra, y con la peste a sudor en las narices. Los días calurosos eran una bendición, pues podía darse un buen baño en el río y tal vez incluso lavar algo de ropa. Si no, se lavaba con un cubo de agua cuando ya le disgustaba demasiado la crudeza de su propio olor.

El espacio despejado en el interior de la colina empezó a tomar forma. Parecía más un pasadizo hacia el interior del promontorio que una bodega propiamente dicha, para la que hubiera preferido una forma cuadrada, o tal vez un rectángulo más amplio. Sin embargo, Josep cavaba a lo largo de la pared de roca y bajo el techo que había encontrado al principio en la burbuja original, la madriguera del jabalí. La pared izquierda, de roca, se alargaba sin perder su forma, levemente curvada, parecida a una sección a lo largo de un tubo al que se hubiera arrancado la parte derecha siguiendo un corte irregular. La anchura del túnel quedaba determinada por el hecho de que cuando cavaba más allá del límite marcado por el techo de roca, sólo había tierra. Josep no era minero; no sabía cómo apuntalar el enorme peso de la tierra que quedaba sobre su cabeza, por lo que se limitaba a cavar el suelo a partir de los límites marcados por el techo y la pared izquierda, e iba siguiendo la forma que éstos generaban. Lentamente empezó a formarse un túnel algo más alto que Josep y más ancho que alto; la pared izquierda y el techo, ambos de roca, se unían en una curva, mientras que la pared derecha y el suelo no tenían más que la arena de la colina.

Una tarde, en el periódico de Nivaldo, Josep leyó una noticia de un hombre condenado por asalto y robo. El delincuente era un portugués llamado Carlos Cabral, un proxeneta que seducía jovencitas a las que luego mantenía en una casa de prostitución de Sant Cugat.

Josep pensó en Renata, su desgracia, su enfermedad, en aquel burdel de Sitges, y recordó el hombre que la tenía aterrorizada, un tipo corpulento que llevaba un traje blanco sucio y estaba sentado a la entrada de su habitación.

La imaginación empezó a picotearle. Nivaldo le había dicho que el hombre que se había casado con Teresa Gallego y se la había llevado era zapatero remendón.

Se llamaba Luis Mondres, o algo parecido.

Nivaldo le había dicho que llevaba un traje blanco y fumaba puros portugueses.

Bueno, ¿y qué?

Supongamos, pensaba Josep…

Supongamos que ese zapatero, ese tal Luis, era como el proxeneta del periódico, que se había casado con las cuatro mujeres para convertirlas en putas. Supongamos que Luis se había casado con Teresa para llevársela a una casa como la de Sitges. Supongamos que, incluso ahora mismo, Teresa pudiera estar en una habitación como la de Renata.

Se obligó a descartar esa idea.

Sin embargo, a veces, mientras cavaba como un topo bajo su promontorio, o cuando estaba acostado y no conseguía dormir, Teresa se le colaba en la memoria.

Recordó lo ingenua que era. En más de una ocasión se le ocurrió que, por no haber sido capaz de regresar con ella, tal vez él fuera responsable de la vida terrible que pudiera llevar Teresa.

42

El intercambio

En un punto del túnel, Josep descubrió al cavar que la pared de roca se abría hacia la izquierda en una curva cerrada de un brazo de extensión para luego torcer a la derecha una distancia similar, dejando un hueco de medio metro de profundidad, por uno de anchura. De inmediato, en su mente lo etiquetó como «el armario del vino», pues incluso mientras lo estaba excavando lo visualizó como un espacio que debía quedar lleno de estantes con cientos de botellas.

Sin embargo, tanto la pared como el techo de roca terminaban después del «armario», hecho que determinó para Josep la dimensión final de la bodega: un espacio de longitud similar a la de un vagón de tren y apenas algo más ancho.

Había esparcido más o menos la mitad de los desechos de la excavación por la superficie del camino que llevaba al río, pero había guardado con mimo todas las piedras y rocas pequeñas de tamaño adecuado para la construcción, de modo que cargó una carretilla de barro del río y empezó a revocar la pared del fondo y la de la derecha, ambas de tierra, con una superficie de piedras porque le pareció que sería el acabado idóneo para una bodega. Sin embargo, ese proyecto no llegó muy lejos, pues Josep se daba cuenta de que el invierno estaba tocando a su fin.

Pronto se colaría el calor en aquel espacio fresco que había conseguido crear con tanto esfuerzo, salvo que encontrara una buena manera de tapar la abertura de la colina.

Una mañana entró en la iglesia y esperó a que saliera a saludarlo el padre Pío.

Intercambiaron cortesías y enseguida Josep pasó a exponer el motivo de su visita.

–¿Qué se ha hecho de la puerta antigua de la iglesia, padre?

–¿La puerta antigua? Está en el trastero.

–Quisiera comprarla.

El padre Pío miró a Josep con rostro reflexivo durante el silencio que siguió a su propuesta.

–No, no está en venta -dijo al fin.

–Ah… ¿La guarda para algo?

–¿Guardarla? Pues la verdad es que no. Podría estar dispuesto a cambiarla por algo.

Josep empezó a molestarse con el cura. Como no tenía nada que ofrecer a cambio, guardó silencio.

–Si estás dispuesto a confesarte y estar presente en mis misas todos los domingos por la mañana, te permitiré que te lleves la puerta.

Josep se sintió incómodo.

–Yo no tengo… una fe verdadera, padre. – A esas alturas, daba por hecho que el sacerdote ya se había enterado de su historial, que incluía el detalle de haber sido criado por dos de los herejes más convencidos del pueblo, su padre y Nivaldo-. No soy creyente.

–No te pido que creas. Sólo que te confieses y vengas a misa.

Josep suspiró. Necesitaba la maldita puerta.

Asintió con amargura.

–Entonces, tenemos un trato -dijo el sacerdote.

Tomó la mano de Josep y la estrechó con brusquedad. Cogió la estola morada de la percha de la pared, se la puso por la cabeza y guió a Josep al confesionario, al fondo de la iglesia, en el que entró por la puerta lateral.

Josep se metió en el estrecho espacio oscuro que quedaba tras la cortina de terciopelo y dobló las rodillas hasta encontrar el reclinatorio. A la escasa luz que se colaba por la cortina pudo ver el medio panel cubierto por una celosía metálica de agujeros minúsculos, tras la que la mano invisible del padre Pío descorrió una cortina interior.

–Sí, hijo. ¿Qué deseas confesar?

Josep respiró hondo y las palabras brotaron desde el pozo de la memoria de su asustadiza infancia.

–Bendígame, padre, porque he pecado.

–¿Cuánto hace que no te confiesas?

–…Muchos años -contestó.

–…He hecho cosas con mujeres.

–¿Has hecho el acto fuera del sacramento del matrimonio? ¿Más de una vez?

–Sí, padre.

El sacerdote quiso ayudarle:

–¿También has tenido pensamientos impuros?

–Sí, padre.

–¿Con qué frecuencia?

–…Cada día.

–Repite conmigo: Dios mío, en verdad lamento haberte ofendido y detesto todos mis pecados…

Josep le siguió con voz ahogada.

–…pues temo la pérdida del Cielo y los dolores del Infierno… Pero sobre todo porque te ofenden, Dios mío, tú que eres bueno y sólo mereces mi amor… Resuelvo con firmeza, y con la ayuda de tu gracia, confesar mis pecados, hacer penitencia y corregir mi vida.

Josep terminó la letanía como un náufrago.

–Cuando llegues a casa, recita veinticinco padrenuestros. Sé cuidadoso y penitente, hijo mío. Te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Reza para que el Señor acepte tu sacrificio. Ya podemos salir del confesionario.

Al otro lado del terciopelo rojo, parpadeando para defenderse de la luz, Josep vio que el padre Pío se quitaba la estola.

–¿Tienes el carro fuera?

–Sí, padre -dijo, sobresaltado.

–Te ayudaré a cargar la puerta.

Usó algunas planchas de las cubas desmontadas para hacer el marco. Atornillarlo a la ladera de la colina fue todo un desafío. Por un lado de la entrada clavó la madera del marco a un par de gruesas raíces de un árbol viejo; por el otro lado, clavó unas púas en una grieta de la roca. La vieja puerta pesada cumplía su propósito, tras aplicar la sierra para acortarla y estrecharla. Las grietas que la desfiguraban no llegaban a cubrir toda la superficie y el estado destartalado de la madera, tan extraño para la puerta de una iglesia, quedaba bien para tapar un agujero en el monte. Además de la bisagra oxidada que había encontrado entre los despojos en casa de Quim, compró otra en el mercado de Sitges, más larga y estrecha pero cubierta por el mismo óxido. Una vez engrasadas e instaladas, las bisagras dispares funcionaban bien, apenas con algún chirrido de vez en cuando para alertar a los pequeñajos cuando Josep entraba en su mundo.

Aquel domingo se lavó con un cubo de agua bajo el frío del alba y luego se vistió con ropa limpia y echó a andar hacia la iglesia. Se sentó en la última fila. Se dio cuenta de que algunos de los que asistían a misa observaban su presencia con interés. Francesc le sonrió y le estuvo saludando con brío hasta que su madre le agarró el brazo y se lo retuvo.

Para sorpresa de Josep, era agradable estar allí. Él casi nunca tenía ocasión de sentarse a descansar en ningún lugar. Ahora, el fuerte sonido de las oraciones, la lectura de las escrituras, los salmos, los himnos, todo se convertía en una manta de sonidos que lo reconfortaban en una paz desprovista de pensamientos.

El sermón del cura sobre las palabras de san Francisco Javier lo acunó para echar una cabezada; al abrir los ojos vio la fría mirada de Maria del Mar y el rostro sonriente de su amiguito, que debía su nombre al santo.

Eduardo Montroig, con brazalete de luto en la manga, se acercó con el cepillo de las limosnas, al que Josep añadió con diligencia una moneda. Al rato todo el mundo se arrodilló en los bancos y el padre Pío se puso la estola blanca y se abrió paso entre los congregados para repartir el «Cuerpo» entre sus bocas expectantes.

–Éste es mi cuerpo. Tomad y comed.

Josep huyó de inmediato.

Se dijo a sí mismo, piadosamente, que la comunión no formaba parte del trato.

43

Sed

Josep sabía exactamente qué uvas quería usar: pequeñas y negras, henchidas de sabor, nacidas cada año de unas vides invictas que multiplicaban por cuatro su edad.

Nunca había contado las yemas de una vid antes de llegar a Francia, pero ahora, a medida que sus parras renacían, las iba revisando y descubrió que la mayoría producían unas sesenta, salvo las más viejas, en las que sólo brotaba una cuarentena.

Léon Mendes sólo permitía que en sus vides crecieran quince o veinte yemas, así que Josep se puso a recortar sus cepas más antiguas con ése número en mente. Maria del Mar fue a recoger a su hijo y se quedó parada.

–¿Qué haces? – preguntó, inquieta.

Sabía que, por cada yema que cortaba Josep, dejarían de crecer tres racimos de uva.

–Cuantas menos yemas, más fuerza y sabor tendrán las uvas. En las que queden, madurarán hasta las pepitas. Voy a hacer vino.

–Ya hacemos vino.

–Pretendo hacer vino de verdad, un vino que la gente quiera beber. Si soy capaz de hacerlo y venderlo bien, podré ganar más de lo que me dan por venderle esta basura de vino a Clemente.

–¿Y si resulta que no te sale tan bueno? Corres mucho riesgo al desperdiciar tantas uvas. Has conseguido poseer dos parcelas de tierra pese a ser el hermano menor, pero nunca te das por contento -lo riñó con severidad-. ¿Por qué te torturas con tus sueños de grandeza, como cavar una bodega? ¿Te olvidas de que eres un campesino? ¿De que todos los de Santa Eulalia somos hijos de campesinos? ¿Por qué no puedes contentarte con lo que tienes, con tu vida?

En vez de esperar sus respuestas, se acercó a Francesc, que estaba jugando a la sombra, lo tomó de la mano y se lo llevó.

Josep siguió recortando yemas de sus vides. Le dolían sus palabras, pero sabía que se equivocaba. No tenía ninguna pretensión, sólo quería hacer buen vino.

Sin embargo… Si lo pensaba bien, sabía que había algo más. Si el vino resultaba ser malo, tal vez aprendiera a hacer buen vinagre. Se dio cuenta de que anhelaba ser capaz de hacer un trabajo cuyo resultado produjera algo bueno.

La muerte de uno de los ancianos del pueblo estropeó un buen día de brisas suaves y cálidas, de nubes cruzadas en el cielo para aliviar el calor. Eugenio Rius, todo huesos y piel, encorvado, con el pelo blanco, se había convertido con el tiempo en parte integrante del banco que quedaba a la sombra, frente a la tienda de comestibles, donde se encontraba dormitando cuando se le paró el corazón. Como siempre que moría uno de sus habitantes, el pueblo entero asistió a su misa de funeral.

Rius había sido miembro del Ayuntamiento. Por ley, estaba compuesto por dos concejales y el alcalde. Tres años antes, tras la muerte del otro concejal, Jaume Caralt, Ángel Casals había cometido el error de no reemplazarlo, pero al morir el único que quedaba, el alcalde entendió que tenía que convocar elecciones para cubrir los dos puestos vacantes y notificar los resultados a la oficina del gobernador, en Barcelona.

A Ángel no le gustaba tener que ocuparse de esas cosas, que exigían planificación y esfuerzo, y comprendió de entrada la necesidad de escoger a dos candidatos que tuvieran la capacidad de adquirir sabiduría con los años, pero dotados aún de la juventud y la energía necesarias para durar mucho tiempo en el cargo.

La primera persona a quien se acercó fue a Eduardo Montroig; sobrio, serio, de comportamiento agradable, líder de los castellers del pueblo y buen trabajador, ya fuera para sí mismo o para la Iglesia. Para la segunda plaza en el Ayuntamiento, se dirigió a otro de los jóvenes terratenientes, Josep Álvarez, que se había portado bien con el asunto de la puerta de la iglesia.

A Josep le causó sorpresa y hasta cierta gracia. Aunque le halagaba, pues no recordaba que nunca nadie lo hubiera escogido para nada, no tenía el menor deseo de aceptar la nominación de Ángel. Con dos parcelas de tierra, una bodega por terminar y planes para hacer un vino decente, no deseaba más responsabilidades, de modo que caviló para encontrar un modo diplomático de rechazarlo.

–Es necesario. El pueblo te agradecerá tus servicios, Josep -dijo Ángel.

Eso frenó a Josep, pues el comentario llevaba implícita la idea de que los vecinos se molestarían si uno de los aldeanos rechazaba ayudar al pueblo. Había pasado poco tiempo desde que Maria del Mar lo acusara de haber olvidado sus orígenes, de modo que a Josep no le quedó más posibilidad que dar su reacio asentimiento y agradecer el honor al alcalde.

Ángel convocó las elecciones para el primero de junio. Por ley, sólo podían votar los terratenientes varones que supieran leer. El alcalde sabía exactamente a quién incluía ese grupo y habló con cada uno de ellos. El primero de junio, diecisiete hombres, el uno por ciento de los votantes elegibles del pueblo de Santa Eulalia, incluidos Josep Álvarez y Eduardo Montroig, escribieron los nombres de los dos únicos candidatos en los fragmentos de papel que les pasó Ángel al entrar en la iglesia.

Los dos nuevos concejales se consolaron pensando que el Ayuntamiento casi nunca se reunía y que se daba por hecho que cualquier reunión duraría apenas el tiempo necesario para que expresaran su aceptación de las decisiones de Ángel Casals.

Aquél fue un buen verano para la uva, días largos cargados de un calor dorado, noches llenas de brisas frescas que jugueteaban entre los bajos montes. Josep se mantenía atento a los cambios que se producían en sus uvas a medida que maduraban. La sensación de que algo extraño le estaba ocurriendo al agua del pozo del pueblo se impuso muy gradualmente. Al principio fue una leve reciedumbre del gusto, que Josep notaba al fondo de la garganta cuando paraba de trabajar y saciaba la sed.

Luego empezó a notar, cada vez que bebía, un sabor más fuerte, casi como de pescado.

Cuando el agua empezó a apestar, la mayor parte de los habitantes del pueblo estaban arrasados por una convulsión que los mantenía a todas horas en el retrete, débiles y boqueando por los terribles calambres.

Una cola continua de aldeanos empezó a pasar por la viña de Josep, siguiendo el sendero que llevaba al río Pedregós, con botellas y jarras para obtener agua potable del río, tal como habían hecho los fundadores de Santa Eulalia antes de cavar el pozo.

El alcalde y los dos concejales se turnaban para mirar hacia el fondo del pozo, pero el agua quedaba diez metros más abajo y no veían más que oscuridad. Josep ató una lámpara encendida a una cuerda, y los tres miraron mientras descendía.

–Hay algo que flota -dijo-. ¿Lo veis?

–No -contestó Eduardo, que tenía mala vista.

–Sí -dijo Ángel-. ¿Qué es?

No lo sabían.

Josep siguió mirando. No parecía más alarmante que el agujero de la colina.

–Me voy a meter en el pozo.

–No, será más fácil enviar a un chiquillo fuerte -propuso Ángel.

Escogió a Bernat, hermano menor de Briel Taulé, que tenía catorce años. Lo ataron por debajo de los brazos con una buena cuerda, lo colocaron dentro del pozo y empezaron a soltar cuerda lenta y cuidadosamente.

–Ya basta -les dijo al cabo de un rato.

Mantuvieron fija la cuerda a ese nivel. Bernat había bajado con un cubo y la cuerda se les empezó a mover y tironear en las manos como si sostuvieran un sedal en el que hubiera picado un pez, hasta que llegó un grito hueco:

–¡Lo tengo!

Mientras lo subían les llegó un fuerte hedor y luego, al enseñarles el cubo, vieron una masa móvil de gusanos en un amasijo de plumas blancas empapadas que en algún momento había sido una paloma.

Los dos se sentaron en el banco, delante de la tienda de comestibles.

–Tenemos que vaciar el pozo para sacar el agua podrida, cubo a cubo. Nos llevará mucho tiempo -dijo Ángel.

–Creo que no es una buena idea -respondió Josep. Los otros dos lo miraron-. Podría volver a pasar lo mismo. El pozo es nuestra única fuente de agua. No podemos depender del río para tener agua potable cuando haya sequía o alguna crecida. Creo que deberíamos tapar el pozo para proteger el agua, e instalar una bomba.

–Demasiado dinero -dijo Ángel de inmediato.

–¿Cuánto dinero tiene el pueblo? – preguntó Josep.

–…Un poco. Sólo para urgencias.

–Esto es una urgencia -insistió Josep.

Se quedaron los tres sentados en silencio.

Eduardo se aclaró la garganta.

–¿Cuánto tiene el pueblo exactamente, alcalde?

Ángel se lo dijo.

No era gran cosa, pero…

–Es probable que sobre. En ese caso, creo que deberíamos comprar una bomba -insistió Josep.

–Yo también -apoyó Eduardo.

Hablaba en voz baja, pero firme.

Ángel les lanzó una dura mirada a cada uno. Luchó contra el motín apenas un instante, pero luego se rindió.

–¿De dónde sacamos una bomba?

Josep se encogió de hombros.

–Tal vez de Sitges. O de Barcelona.

–Ve tú. La idea ha sido tuya -concluyó el alcalde, malhumorado.

A la mañana siguiente, el día más caluroso del año cayó sobre Santa Eulalia. En días así, el trabajo provocaba una gran sed, así que mientras trotaba a lomos de Orejuda por la carretera de Barcelona, Josep se concentró en el deseo de que el agua del río se mantuviera limpia.

En Sitges acudió sin perder tiempo a la tonelería, su infalible fuente de buenos consejos.

–En este pueblecito de pescadores no hay ningún lugar donde comprar una bomba -le explicó Emilio Rivera-. Tienes que ir a Barcelona. – Le contó que allí sí había bombas de agua-. Hay una empresa que trabaja justo detrás de la Boquería, pero no son buenos, no pierdas el tiempo con ellos. La mejor se llama Terradas, en la calle de la Fusteria.

De modo que Josep siguió camino hasta Barcelona en busca de la tienda que le había recomendado Emilio. Encontró la empresa Terradas en un taller abarrotado de maquinaria que desprendía olor a metal, aceite lubricante y pintura. Un hombre de mirada soñolienta escuchó su historia tras un alto escritorio, preguntó por la profundidad del pozo, hizo algunos cálculos en un papel y luego se lo pasó con una cifra rodeada por un círculo, tras cuya lectura Josep sintió alivio.

–¿Cuándo pueden instalarla en Santa Eulalia?

El hombre puso una mueca.

–Tenemos tres equipos, y los tres están ocupados.

–Tiene que entenderlo -insistió Josep-. Un pueblo entero se ha quedado sin agua. Con este tiempo…

El hombre asintió, cogió un dietario encuadernado en piel, lo abrió y pasó unas cuantas páginas.

–Mala situación. Lo entiendo. Puedo entregar la bomba e instalarla dentro de tres días.

Era lo máximo que podía hacer. Josep asintió y se estrecharon las manos para sellar el acuerdo.

Una vez cumplido el encargo podía volver a casa, pero mientras cruzaba el barrio se descubrió guiando a Orejuda hacia Sant Doménec del Cali y, una vez allí, recorrió lentamente la calle observando las tiendas.

Casi pasó de largo sin mirar el pequeño cartel pegado a un lado del edificio.

Reparación de calzado.

Montrés

Un taller minúsculo en el lado sombreado de la calle, con la puerta abierta por el calor.

Bueno. La tienda, al menos, existía de verdad.

Josep hizo seguir a Orejuda un par de puertas más, desmontó y la ató a un poste. Caminó hasta la panadería de enfrente, fingió observar los panes y cuando pudo lanzó un rápido vistazo por la puerta abierta del zapatero remendón.

Luis Montrés, si es que era él, estaba sentado en un banco, recortando esquirlas de cuero de la suela nueva de un zapato. Josep se fijó en su barba desaliñada y descuidada, los ojos medio cerrados, el tranquilo rostro bronceado y concentrado en la labor. No llevaba traje blanco, sino ropa de faena bajo un delantal azul harapiento, y una gorra marrón blanda. Bajo la mirada de Josep, se puso una fila de tachuelas entre los labios y las fue sacando de una en una con rapidez para clavarlas en la suela con un golpe seco y fuerte de martillo.

Incómodo ante la posibilidad de que lo descubrieran mirando, Josep se alejó.

Regresó hasta donde había dejado a Orejuda y, al darse la vuelta, vio a una mujer que doblaba una esquina cercana con una cesta. Bajó por la calle Sant Doménec en dirección al taller, y Josep tardó un instante en darse cuenta de que era Teresa Gallego.

Volvió a ocupar un lugar desde el que pudiera mirar hacia el taller, oyó el saludo de Teresa y vio que el marido contestaba con un golpe de cabeza. Josep la vio sacar de la cesta el almuerzo del zapatero.

Montrés dejó a un lado el trabajo y empezó a comer justo cuando entraba en el taller una mujer mayor. Josep vio que Teresa se colocaba tras el pequeño mostrador y recibía un par de zapatos. Habló brevemente con la clienta y luego, cuando ésta se hubo ido, enseñó los zapatos al hombre, que asintió mientras ella los dejaba en un estante.

Teresa parecía tranquila, muy distinta de la chiquilla que recordaba Josep. Mayor, por supuesto. Y más gruesa, como si el matrimonio la hubiera vuelto rolliza; o tal vez, pensó, estaría esperando… Decidió que parecía contenta. Recordó haber tocado sus rincones secretos y por alguna razón se sintió como un adúltero.

Para su sorpresa, se dio cuenta de que aquella mujer era una absoluta extraña para él. Sin duda, ya no era la sensual criatura de sus sueños.

Dentro del taller, el hombre terminó de comer enseguida. Josep vio que Teresa volvía a meterlo todo en la cesta y se disponía a salir; él regresó hacia Orejuda, presa del pánico. Montó en ella y se alejó al paso, huyendo sin prisas para no llamar la atención.

Una vez fuera de la ciudad, se detuvo varias veces para que el animal pudiera descansar y pastar. Josep estaba tranquilo y contento, pues ahora sabía que su imaginación le había engañado. Fuera lo que fuese lo que el futuro le deparaba a Teresa Gallego, había visto lo suficiente para saber que él no le había arruinado la vida, y al fin se sentía como si pudiera permitirse cerrar una puerta de la que siempre había dejado una rendija abierta.

Cuando llegó a Sitges ya anochecía. Tanto él como la mula estaban muy cansados, y Josep decidió que era razonable quedarse a dormir allí aquella noche y terminar el viaje al día siguiente. Con un crudo y acalorado impulso se le ocurrió que podía compartir el lecho de Juliana Lozano, aunque no había vuelto a entablar contacto con ella desde su única experiencia, y cabalgó hacia el café en el que trabajaba, donde ató a Orejuda a un poste.

Encontró una mesa disponible dentro del local abarrotado y ruidoso. Juliana lo vio desde el otro lado de la sala y se le acercó con una sonrisa.

–¿Cómo estás, Josep? Me alegro de verte.

–¿Y tú? ¿Qué tal tú, Juliana?

–Tenemos que hablar. Te quiero contar una cosa -dijo ella-. Pero déjame que te traiga algo antes.

–Un vino -pidió él.

Se quedó mirando sus anchas caderas mientras ella iba a buscarlo.

«¿Noticias que compartir?», pensó con cierta incomodidad.

Para cuando le trajo el vaso lleno había tenido tiempo ya de empezar a preocuparse.

–¿Qué es eso que me tienes que contar?

Ella se inclinó hacia delante y susurró:

–Me voy a casar.

–¿De verdad? – contestó, con la esperanza de que ella malinterpretara su alivio y lo interpretara como un lamento-. ¿Y quién es el afortunado?

–Ése -dijo Juliana, señalando hacia una mesa en la que tres hombres bien rollizos tomaban sus bebidas.

Uno de ellos, al ver que Juliana lo señalaba, exhibió una gran sonrisa y saludó con la mano.

–Se llama Víctor Barceló. Es arriero en la curtiduría.

–Ah -dijo Josep.

Miró hacia el hombre, al otro lado de la sala, y alzó la copa. Víctor Barceló mostró una amplia sonrisa y devolvió el gesto.

Cuando al fin salió del café, llevó a Orejuda hasta la orilla y siguió un estrecho sendero entre varias playas abiertas hasta que llegó a una cueva en la que los pescadores habían subido sus botes sobre la arena. Ató la mula a un amarre y extendió su manta entre dos barcas. Se durmió casi de inmediato y se despertó varias veces a lo largo de la noche para añadir al mar su propia agua salada. No salió la luna. Todo estaba en silencio, oscuro y cálido, y Josep se sintió a gusto en el mundo.

Cuando llegaron a Santa Eulalia los operarios de Barcelona, tres hombres que conocían bien su trabajo, se pusieron a la faena con rapidez y eficacia. Instalaron a toda prisa el cabestrante, la soga y la estructura de madera del pozo. Luego, uno de ellos bajó por el hueco y se aseguró de que el mecanismo quedara bien colocado bajo el agua. Después, instalaron la cañería por secciones y quedó un tubo que surgía de la tierra como si fuera a crecer.

Los mecánicos habían llevado una losa para tapar el puente. En el centro tenía un agujero del tamaño justo para que pasara por él la tubería. Algunos de los hombres fuertes que cargaban con la plataforma de la santa en las procesiones fueron escogidos ahora para ayudar en el momento más delicado de la instalación. Tenían que sostener la pesada losa sobre el puente, mientras otros pasaban el tubo por el agujero y lo encajaban en las cañerías del interior del pozo, para luego bajar la losa en torno al tubo sin dañarlo.

La caja protectora exterior y la larga manivela de hierro estaban pintadas de un azul denso. Una vez instalada, los mecánicos hicieron una demostración de cómo había que subir y bajar varias veces la manivela para que entrase agua en la cámara. El primer tirón provocaba un suspiro mecánico; el segundo, un chirrido indignado y, al fin, sonaba el chorro con suavidad.

Al principio, por supuesto, el agua apestaba. Primero hicieron turnos los concejales para purgar el pozo, y luego bombearon otros hombres. De vez en cuando, el alcalde ponía una mano bajo el chorro que salía del caño, olisqueaba y torcía el gesto.

Al fin, tras olerse la mano, se volvió hacia Josep y enarcó las cejas. Eduardo y Josep ahuecaron las manos, recogieron algo de agua y la olieron.

–Tal vez un poco más… -dijo Eduardo.

Josep asintió y ocupó su lugar junto a la bomba. Al poco cogió una taza, la sostuvo bajo el chorro y se la llevó a los labios para probarla con cuidado. Luego vació la taza de agua dulce y fresca, la aclaró y se la pasó al alcalde, quien bebió a su vez y asintió con el rostro iluminado por una sonrisa.

Cuando Eduardo se llevó la taza a los labios y empezó a beber, los aldeanos los rodearon, esperando cada uno su turno para conseguir agua y dando las gracias al alcalde.

–Decidí que esto no podía volver a pasar. Siempre cuidaré de vosotros -dijo Ángel Casals, con modestia-. Qué contento estoy de haber encontrado una solución duradera al problema.

Por encima del borde de la taza, Eduardo clavó sus ojos en los de Josep. Su cara permanecía insulsa y seria como siempre, pero para cuando paró de beber sus ojos mantenían ya una divertida camaradería con los de Josep.

44

Torres

La casa de Eduardo Montroig daba a la plaza y cada mañana, en cuanto se despertaba, salía corriendo a preparar la bomba. Josep fue entablando una cómoda amistad con él, aunque no pasaban demasiado tiempo juntos porque los dos dedicaban largas y duras jornadas al trabajo. Eduardo no era pomposo, pero había en su rostro una expresión de solemne responsabilidad que lo convertía en un líder natural. Era el cap de colla de los castellers del pueblo -el que capitaneaba y dirigía al grupo- y reclutó a su colega concejal para sus filas. La buena intención hacía más agradables sus rasgos, no muy agraciados y marcados por la extensión de la mandíbula. Parecía sorprenderle que Josep no aceptara la invitación a la primera.

–Es que te necesitamos. Te necesitamos, Josep.

Resultó que lo necesitaban en el cuarto nivel. Él recordaba de su juventud que era precisamente al cuarto nivel al que ascendía Eusebi Gallego, el padre de Teresa.

Tuvo sus dudas, pero acudió a los ensayos y descubrió que la construcción de un castillo humano empezaba con un ritual.

Los miembros del grupo iban uniformados: pies descalzos, pantalones blancos abolsados, camisas infladas, pañuelos atados con fuerza en torno a la cabeza para proteger las orejas. Se ayudaban mutuamente para ceñirse la faja. Los fajines eran largos, de unos tres metros; el ayudante lo mantenía estirado, bien tenso, mientras el otro pegaba el otro extremo a su cuerpo y luego giraba como una peonza, vuelta a vuelta, hasta quedar envuelto en un apretado corsé de tela que proporcionaba un rígido soporte para la columna vertebral, además de ofrecer un buen agarre a los otros escaladores.

Eduardo pasaba muchas horas planificando la torre sobre el papel, asignando las posiciones en función de las fortalezas y debilidades de cada escalador y analizando constantemente para hacer cambios. Insistía en que hubiera música en todos los ensayos, de modo que las grallas emitían su sonido estridente en cuanto él daba la orden de empezar la escalada.

Enseguida los llamó:

–Los del cuarto, venga.

Y Josep, Albert Flores y Marc Rubio ascendieron por las espaldas de los tres niveles anteriores.

Josep no daba crédito. Cuando ascendía para ocupar su lugar, el castillo había alcanzado sólo la mitad de su altura final, pero aun así él se sentía alto como un pájaro. Se tambaleó un instante, aterrorizado, pero los fuertes brazos de Marc lo sostuvieron y recuperó a la vez el equilibrio y la confianza.

Pasó un segundo y se agarraron todos con fuerza mientras los siguientes escaladores subían por sus espaldas y los pies y el peso de Briel Taulé se asentaban sobre los hombros de Josep.

El problema llegó con el quinto nivel, y Josep lo percibió al principio como una onda que le llegaba desde arriba, luego una sacudida que amenazaba con arrancar su mano del hombro de Marc y finalmente un tirón de las manos que hasta entonces lo habían equilibrado. Notó que las uñas de los pies de Briel le rascaban la mejilla y oyó el grito gutural de Albert:

-Merda!

Cayeron todos juntos, cuerpo sobre cuerpo.

Josep quedó durante un momento desagradable con su cara bajo la axila de alguien, pero todo el mundo se desenredó deprisa, entre maldiciones y risas, cada uno según su personalidad. Había muchos rasguños, pero Eduardo tardó poco en comprobar que no había ninguna lesión seria.

«Qué extraño pasatiempo», pensó Josep. Sin embargo, incluso mientras lo pensaba, percibió una nueva certeza: acababa de descubrir algo que le iba a encantar.

Una cálida mañana de domingo, Donat llegó al pueblo y se sentaron los dos en el banco, cerca de la viña, a comerse un salchichón duro con un pan algo pasado.

Estaba claro que a Donat le parecía propio de un lunático cavar una bodega, pero le causó una impresión tremenda que Josep hubiera comprado las tierras de su vecino.

–Papá no se lo creería -dijo.

–Sí. Bueno, pero… no os voy a dar el pago de este cuatrimestre -dijo Josep en tono cuidadoso.

Donat lo miró alarmado.

–Tengo poco dinero, pero será como quedó arreglado en el contrato. Cuando haga el próximo pago, después de la cosecha, os daré también éste, más el diez por ciento.

–Rosa se va a enfadar -dijo Donat, con nervios.

–Tienes que explicarle que saldréis ganando con la espera, pues vais a recibir la penalización adicional.

Donat adoptó una actitud fría y distante.

–No lo entiendes. Tú no estás casado -dijo.

Josep no se lo discutió.

–¿Tienes más salchichón? – preguntó Donat, de mal humor.

–No, pero ven y pasaremos por la tienda de Nivaldo para que te quedes un buen pedazo de chorizo y te lo puedas comer de camino a casa -respondió Josep, al tiempo que daba una palmada en la espalda a su hermano.

45

Vides

Aquel verano el tiempo fue precisamente tal como lo hubiera encargado Josep si eso fuera posible: días de un calor tolerable y noches más frescas. Pasó muchas horas en la viña, deambulando entre las parras cuando terminaba el trabajo, rondando las cepas viejas cuyas yemas había seccionado, inspeccionándolo todo como si sus ojos pudieran asegurar que la uva crecería mejor en todas sus fases. Aquellas cepas daban unas uvas muy pequeñas. En cuanto empezó a oscurecerse, Josep fue tomando muestras y comprobando sabores inmaduros todavía, pero muy prometedores.

Concentrado en otros proyectos, trabajó poco en la bodega. En julio vació la cisterna de piedra que usara antaño su bisabuelo para pisar la uva, llevó a la casa de Quim todo lo que se había almacenado dentro -herramientas, cubos y bolsas de cal- y luego fregó la cisterna y la aclaró con agua del río, tras calentarla y mezclarla con sulfuro. La cisterna aún podía rendir buen servicio, pero la espita dispuesta para vaciar el mosto de las uvas pisadas se encontraba en mal estado y Josep entendió que debía cambiarla. Acudió varios viernes al mercado de Sitges en busca de una canilla usada, pero al final se rindió y compró una nueva, de bronce brillante.

Ya entrado el mes de agosto, aparecieron Emilio y Juan en la viña con el gran carromato de la tonelería, y Josep los ayudó a descargar las dos grandes cubas de madera de roble nuevas; olían tan bien que no podía creer que fueran suyas. Era la primera vez que veía cubas nuevas, y una vez colocadas en su lugar, junto a la casa de Quim, su aspecto era todavía mejor que su olor. Pagó una a Emilio, tal como habían acordado y, aunque eso suponía una severa disminución de sus ahorros y un aumento de su deuda, estaba tan emocionado que llamó a Maria del Mar para pedirle un favor. Ella fue corriendo a la granja de Ángel, compró huevos, patatas y cebollas y, mientras los toneleros se sentaban con Josep a beber su vino malo, encendió un fuego y preparó una enorme tortilla que al poco compartieron todos con deleite.

Josep estaba agradecido a Emilio y a Juan y lo pasaba bien en su compañía, pero estaba impaciente porque se fueran. Cuando al fin arrancaron con su carromato, regresó corriendo a la parcela de los Torras y se quedó un buen rato plantado ante sus cubas nuevas, sin más tarea que contemplarlas.

A medida que pasaban los días, Josep se ponía más ansioso e inquieto, con una conciencia aguda de los riesgos que había asumido. Estudiaba mucho el cielo, en espera de que la naturaleza lo torturara con granizo, chaparrones fuertes o cualquier otra calamidad, pero sólo en una ocasión cayó la lluvia, un gentil chubasco, y permaneció un tiempo de días calurosos y noches cada vez más frescas.

Maria del Mar disfrutaba de la tradición otoñal que habían establecido y tenía ganas de jugarse de nuevo a la carta más alta el orden en que vendimiarían las viñas, pero Josep le explicó que quería recoger antes las de ella porque en sus cepas más antiguas la uva no había madurado aún lo suficiente.

–Podríamos esperar hasta que maduren del todo, y entonces pasamos a mis tierras y cosechamos toda mi uva a la vez -propuso.

Ella lo aceptó.

Como siempre, Josep disfrutó trabajando con aquella mujer. Era una viticultora tremenda, con una energía increíble, y a veces él se tenía que esforzar para seguirle el ritmo a medida que avanzaban entre las hileras, recogiendo la uva a toda velocidad.

Descubrió que disfrutaba de su proximidad y la comparó con las demás mujeres que había conocido. Era más bella que Teresa y mucho más interesante. Tuvo que admitir que era más deseable que Juliana Lozano, Renata o Margit Fontaine, y que estar con ella le resultaba mucho más fácil que con cualquiera de las demás, siempre que no lo riñera por algo.

Cuando terminaron de prensar la uva, Josep y Maria del Mar pasaron a las tierras de él y cosecharon los racimos cuyo mosto iba destinado a hacer vinagre, cargándolos hasta la prensa como habían hecho siempre. Casi toda la cosecha correspondía a la tierra de los Álvarez y con ella llenó de mosto sus viejas cubas. Aunque muchas de las vides viejas de Garnacha y Cariñena a las que había recortado las yemas estaban en sus propias tierras, las Tempranillo, más antiguas todavía, estaban en la parcela de los Torras, y Josep deambulaba entre ellas, escogiendo alguna uva de aquí y de allá para mordisquearla con aires reflexivos.

–Ya están maduras -le decía Maria del Mar.

Pero él meneaba la cabeza.

–Todavía no -negaba.

Al día siguiente, el mismo veredicto.

–Estás esperando demasiado. Se te van a pasar, Josep -insistió Maria del Mar.

–Todavía no -repitió él con firmeza.

Maria del Mar miró al cielo. Estaba despejado y azul, pero ambos sabían que el tiempo podía cambiar y traer una terrible tormenta o un viento destructor.

–Es como si retaras a Dios -dijo la mujer con frustración en la voz.

Josep no supo qué contestar. Pensó que tal vez tuviera razón. Sin embargo, respondió:

–Creo que Dios lo entenderá.

Al día siguiente, cuando se llevó una Tempranillo a la boca y los dientes partieron la gruesa piel, el sabor del zumo de aquel único grano le invadió el paladar. Josep asintió:

–Ahora sí que las recogemos -dijo.

Josep, Maria del Mar y Briel Taulé empezaron a cosechar la uva con la primera luz grisácea del día para luego esparcir todas las cestas de racimos sobre una mesa, a la sombra, y escoger las uvas de una en una, en un trabajo lento y proceloso. Si hubieran estado más verdes, Josep les hubiera pedido que cortaran todos los tallos, pero como las vides estaban tan maduras les explicó que era conveniente dejar alguno de vez en cuando. Apartaron con mucho cuidado todos los granos estropeados y los trocitos de suciedad antes de verter aquel hermoso tesoro oscuro con delicadeza en la cisterna de piedra.

Habían empezado a vendimiar con el frescor del alba y luego continuaron a última hora de la tarde, trabajando rápido y duro hasta la hora del crepúsculo para ganarle la partida a la oscuridad. Cuando ya no quedaba luz, justo antes de las diez, Josep instaló lámparas y antorchas en torno a la cisterna de piedra, y Maria del Mar llevó en brazos a su hijo y lo dejó, dormido, en la manta que Josep había extendido para tenerlo a la vista.

Se sentaron al borde de la cisterna y se lavaron los pies y las piernas antes de meterse dentro. Josep había pasado la mayor parte de su vida en aquel viñedo, pero nunca había visto pisar la uva hasta que llegó a Francia. Ahora, la húmeda sensación de las uvas estallando bajo sus pies le resultaba deliciosamente familiar y sonrió al ver la expresión en el rostro de Maria del Mar.

–¿Qué hemos de hacer? – preguntó Briel.

–Caminar, nada más -respondió Josep.

Durante una hora, resultó un placer caminar por dentro de la cisterna, al fresco, seis pasos a lo largo, tres a lo ancho. Los dos hombres iban descamisados, con las perneras del pantalón enrolladas hasta arriba, y Maria del Mar llevaba los bajos de la falda sujetos a la cintura. Al cabo de un rato se volvió más difícil y se les fueron cansando las piernas, y cada paso quedaba marcado por el sonido de succión que emitía aquel mosto de olor dulce que casi parecía lamentarse cuando los pies lo abandonaban.

Caminaban en fila para no entorpecerse. Al rato, Briel empezó a cantar una canción sobre una urraca ladrona que le robaba uvas a la mujer de un campesino. El ritmo de la música los ayudaba a caminar y, cuando el joven terminó su canción, Maria del Mar se arrancó a cantar en tono poco melodioso una canción sobre el brillo de la luna reflejado en una mujer que añora a su amante. No entonaba bien, pero fue valiente y la cantó entera, con todos sus versos, y luego Briel retomó su turno con otra canción sobre amantes, aunque esta vez no se trataba de una letra romántica como la de ella. Hablaba de un muchacho regordete que se desmayaba de pura excitación cada vez que se disponía a hacer el amor. El principio de la canción era muy divertido y los tres se echaron a reír, pero a Josep le pareció que Briel le estaba faltando el respeto a Maria del Mar.

–Creo que ya está bien de cantar -dijo con sequedad. Briel guardó silencio.

Al llegar al límite de la cisterna y darse la vuelta, Josep vio que Maria del Mar lo miraba con una sonrisa burlona, como si le hubiera leído el pensamiento.

Ya amanecía cuando Josep consideró que las uvas estaban bien pisadas. Con las luces grises del alba, Maria del Mar tomó en brazos a su hijo dormido y se lo llevó a casa, pero a Josep y a Briel aún les quedaba trabajo. Llevando un balde en cada viaje, pasaron todo el mosto de las uvas pisadas a una de las cubas instaladas en lo alto. Luego engancharon la mula a la carreta, cargaron agua del río y enjuagaron cuidadosamente la cisterna de piedra.

Cuando Josep se desplomó en la cama, el sol lucía en lo alto y apenas le quedaban unas pocas horas para dormir antes de empezar a recoger la Garnacha.

El tercer día, cuando vendimiaron las cepas de Cariñena, estaban agotados y Briel tenía un doloroso rasguño en la planta del pie izquierdo; cuando empezaron a pisar uvas en la cisterna, el joven estaba dolorido y cojeaba mucho, de modo que Josep lo envió a su casa.

Aún peor, Francesc no podía dormir y correteaba en la oscuridad. Maria del Mar suspiró.

–Hoy, mi hijo tiene que dormir en casa.

Josep asintió de buena gana.

–Las uvas de Cariñena tienen menos de la mitad de volumen que las de Tempranillo o las de Garnacha -contestó-. Puedo pisarlas yo solo.

Sin embargo, cuando ella se fue con el crío a su casa, Josep no se enfrentó precisamente con placer a la larga noche que tenía por delante. No se veía la luna. Había mucho silencio; a lo lejos ladraba un perro. El día había sido más bien caluroso, pero la noche había traído una brisa fresca que Josep agradeció, pues le habían contado que los movimientos del aire aportaban a las cubas levaduras naturales que colaboraban en el proceso de fermentación para convertir el mosto en vino.

Se agachó, tomó un puñado del dulce amasijo y lo masticó mientras pisoteaba. Agotado, caminaba cansino y a solas en la suave oscuridad, con la mente tan obtusa que apenas estaba consciente, el mundo reducido a seis pasos a lo largo, tres a lo ancho; seis a lo largo, tres a lo ancho; seis a lo…

Pasó mucho tiempo.

Josep no se había dado ni cuenta de su llegada, pero Maria del Mar estaba allí, pisando el amasijo con cuidado.

–Por fin se ha dormido.

–A ti también te hacía falta -contestó Josep, pero ella se encogió de hombros.

Caminaron juntos en silencio hasta que en una ocasión, al darse la vuelta, chocaron.

–Jesús -dijo él.

Alargó un brazo sólo para ayudarla, pero al instante se encontró besándola.

–Sabes a uva -dijo ella.

Volvieron a besarse un largo rato.

–Marimar.

Le habló con sus manos y ella tuvo un leve estremecimiento.

–Aquí, en el mosto, no -dijo.

Cuando la ayudó a salir de la cisterna, ya no estaba cansado.

A la mañana siguiente, tras recoger el mosto y los pellejos, se sentaron a la mesa. Josep sabía lo suficiente de cafés para entender que el de Maria del Mar era malo, pero eso no impidió que se tomaran varias tazas mientras hablaban.

–Al fin y al cabo, es una necesidad natural -dijo Maria del Mar.

–¿Crees que el hombre y la mujer lo necesitan por igual?

–¿Igual? – Se encogió de hombros-. No soy un hombre, pero… la mujer también lo necesita mucho. ¿No estás de acuerdo?

Josep le sonrió y se encogió de hombros.

–En estos momentos, tú no tienes a nadie y yo tampoco -dijo-. Así que… está bien que podamos consolarnos mutuamente. Como amigos.

–Pero que no sea muy a menudo -dijo ella con timidez-. A lo mejor tendríamos que esperar a que la necesidad sea muy fuerte, para que cuando al fin estemos juntos… Bueno, ya me entiendes, ¿no?

Él asintió con cierto recelo y bebió un sorbo de café.

Maria del Mar se acercó a la ventana y echó un vistazo.

–Francesc está trepando a los árboles -anunció.

Estuvieron de acuerdo en que era una buena oportunidad. Al fin y al cabo, tal vez pasara bastante tiempo antes de que volviera a ocurrir.

46

Pequeños sorbos

Ahora sí que Josep se permitió a sí mismo un estado de extremo nerviosismo, porque había puesto todo su sustento en manos de la naturaleza y debía esperar a que terminara el misterioso proceso que transmutaba el mosto en vino. Tenía que hacer unas cuantas cosas vitales para echar una mano. El contenido del mosto que no era puro zumo -pieles, semillas y tallos- flotaba en la superficie del líquido y formaba una capa que enseguida se secaba. Cada pocas horas, Josep vaciaba algo de líquido de la parte inferior de la cuba, se subía a una escalerilla para poder derramarlo por encima de los residuos sólidos que flotaban y, de vez en cuando, usaba un rastrillo para empujar la capa hacia el fondo y mezclarla con el líquido.

Tenía que hacer eso una y otra vez a lo largo del día y también, si se despertaba en plena noche, iba a las cubas y repetía el ritual en la oscuridad, casi dormido.

El tiempo fresco se alargó, retrasando el proceso del jugo de las uvas, pero al cabo de una semana Josep empezó a sacar unos pocos centímetros cúbicos de las cubas cada día para probarlo.

Como estaba malhumorado y voluble no era muy buena compañía, así que Maria del Mar lo dejaba solo. Ella había vivido siempre entre vides y no hacía falta que nadie le explicara que ahora se reducía todo a una cuestión de fechas. Si Josep interrumpía demasiado pronto el proceso, se cargaría la coloración del vino y su potencial envejecimiento; pero si esperaba demasiado, sólo obtendría una materia pobre y llana. Así que ella se mantuvo en la retaguardia y confinó a Francesc en su propia viña con severidad.

Josep esperaba y los días se le hacían interminables: humedecía la capa superior y la hundía, probaba una muestra tras otra y cada trago le revelaba la creciente fortaleza de aquellos jugos y las diferencias entre ellos.

Cuando el mosto prensado llevaba dos semanas en las cubas, los azúcares que contenía se convirtieron en alcohol. Si hubiera hecho calor, el amasijo de Tempranillo se hubiera vuelto demasiado fuerte, pero la temperatura fresca había moderado la producción de alcohol y el dulzor resultante era fresco y agradable. La Tempranillo carecía de acidez, pero sus Garnachas eran ácidas y briosas, mientras que la Cariñena tenía esa fuerza verdeante y casi amarga que, Josep lo sabía perfectamente, resulta necesaria para cualquier vino que pretenda envejecer bien.

Catorce días después de llenar las cubas de zumo, estaba sentado a primera hora de la mañana a la mesa de la cocina con tres cuencos llenos y uno vacío, una jarra de agua, un vaso grande, otro muy pequeño, papel y pluma.

Para empezar llenó el vaso pequeño de Tempranillo hasta la mitad y lo vertió en el grande, al que añadió luego la misma medida de Cariñena y de Garnacha y lo mezcló todo con una cuchara. Luego dio un sorbo, se enjuagó con él la boca un buen rato y lo escupió en el cuenco vacío. Se quedó pensando un momento antes de aclararse la boca con agua y anotar su opinión sobre la mezcla.

Para obligarse a esperar hasta que el sabor de aquella muestra se diluyera en la boca, salió y se mantuvo ocupado en faenas sin importancia antes de regresar y probar una nueva mezcla que ahora sólo contenía Garnacha y Cariñena.

Cada pocas horas probaba una nueva mezcla, reflexionaba y tomaba breves notas, renovando cada vez el vino de los cuencos para que la excesiva exposición al aire no le falseara la información.

A la mañana del decimoséptimo día de fermentación, supo que los vinos estaban listos y que aquella misma tarde debía pasarlos a los toneles. Sobre la mesa había tres hojas con sus notas, aunque él sabía que todavía se podían hacer muchas más combinaciones. Para empezar el día hizo una mezcla nueva: sesenta por ciento de Tempranillo, treinta de Garnacha y diez de Cariñena. Dio un sorbo, lo hizo circular por la boca y lo escupió.

Se quedó sentado un momento, volvió a preparar la misma mezcla y repitió el ejercicio.

Esperó un poco más antes de volver a hacer exactamente lo mismo que las dos veces anteriores, con una sola excepción: en esta tercera prueba no pudo obligarse a escupir la muestra.

Había encontrado prometedoras las otras mezclas, pero aquel vino parecía llenarle la boca. Josep cerró los ojos y saboreó los mismos aromas de zarzas y ciruelas que había encontrado en los intentos anteriores. Sin embargo, aquí había también cerezas negras, un lametazo de piedra, un atisbo de salvia y el olorcillo de la madera de las cubas. Tenía almacenados en la memoria algunos de aquellos aromas, mientras que había otros rastros minúsculos de dulzura y acidez que descubría por primera vez. La mezcla tenía una nueva plenitud y Josep dejó que extendiera su suavidad por la cara interior de los carrillos, se deslizara bajo la lengua y se derramara por encima hasta que un hilillo de vino goteó garganta abajo y le administró una cálida caricia.

Al tragar, la bebida florecía por completo mientras descendía por su cuerpo, de modo que Josep se sentó y observó con atención cómo crecía su propio placer. El sabor se alargaba más y más en su boca tras desaparecer el líquido.

Los aromas ascendieron por la nariz y permanecieron allí, y Josep se echó a temblar como si le hubiera ocurrido algo malo, como si lo invadiera el vino, como si no acabara de darse cuenta de que había hecho vino de verdad.

A última hora seguía sentado a la mesa sin hacer más que contemplar el vino, como si al estudiarlo dentro del cuenco pudiera aprender sus secretos y su sabiduría. Era fuerte y oscuro, de un rojo escarlata, un color cedido por los gruesos pellejos de la uva empapada en jugos fermentados durante dos semanas y media.

Le parecía hermoso.

Y le atormentaba una necesidad abrumadora de enseñárselo a alguien.

Ojalá pudiera llenar una botella de aquel vino y enseñárselo a su padre, pensó. Quizá debiera llevárselo a Nivaldo.

Sin embargo, llenó de vino su taza manchada de café y lo llevó, por entre las hileras de vides, hasta la puerta de Maria del Mar, donde llamó con cautela para no despertar al crío.

Al fin ella abrió la puerta y pestañeó malhumorada, con preocupación en la mirada y el cabello alborotado por la almohada. Josep la siguió hasta la lámpara de aceite que prendía en la mesa antes de darle la taza, pues quería verle la cara cuando bebiera.

47

Como un hermano

Josep encendió una hoguera pequeña pero potente y sostuvo sobre el fuego todos los barriles vacíos de cien litros para chamuscarlos y tostarlos, tal como había visto hacer a los viticultores en Francia. Con la mezcla de vinos llenó catorce de aquellos toneles pequeños, así como dos de los cuatro de 225 litros que poseía. De vez en cuando tenía que sacar vino de los toneles grandes y rellenar los pequeños, pues la madera nueva de éstos se tragaba el líquido como un hombre sediento y, si hubiera quedado algo de aire en el interior, el vino se habría estropeado. Tras vaciar las tres cubas grandes, Josep y Briel llevaron los pellejos restantes a la prensa del pueblo y aún exprimieron medio barril más de vino. Añadida al vino sin mezclar de la uva pisada, esa segunda prensa le dio casi un barril de vino ordinario que no tenía tanta calidad como el mezclado, pero que seguía siendo mucho mejor que cualquiera que hubiese hecho su padre.

Josep y Briel empezaban a cargar los barriles hacia la bodega cuando apareció Donat caminando por la carretera; Josep lo saludó con amabilidad, aunque con un cierta cautela, pues conocía el propósito de su visita.

–Deja que te eche una mano -propuso Donat.

–No, tú siéntate a descansar. Has hecho un viaje largo -contestó Josep.

De hecho, incluso los toneles más grandes y pesados se manejaban mejor con un solo hombre a cada lado, y la presencia de un tercero no hubiera hecho más que molestar. Sin embargo, Donat los siguió mientras arrastraban un barril y examinó los detalles de la bodega.

–Esta bodega te ha dado mucho trabajo. ¿No te parece que a padre le asombraría ver algo así en esta colina?

Josep sonrió y asintió. Donat señaló el revoque de piedras, a medio terminar, de la pared de tierra:

–Si pudiera librarme del trabajo unos cuantos días, te echaría una mano con esta faena.

–Ah, no. Gracias, Donat, pero me encanta trabajar con las piedras. Lo voy haciendo a ratos -explicó Josep.

El hermano se entretuvo y los observó mientras ellos cargaban el resto de los barriles; al fin la visita se enderezó cuando Josep sacó una jarra del vino recién mezclado y se fueron con él a la tienda de Nivaldo.

El vino impresionó al anciano, que parecía encantado de estar con los dos hermanos, y los tres pasaron varias horas sentados en buena compañía junto al vino y más de un cuenco del guiso de Nivaldo. Éste dio a Donat algo de queso para que se lo llevara a Rosa.

Josep y su hermano regresaron andando a casa bajo el tranquilo frescor del anochecer.

–Qué pacífico -dijo Donat-. Buen pueblo este, ¿eh?

–Sí.

Preparó una estera con una manta y una almohada, y Donat, afectado por el vino, se instaló en ella enseguida.

–Buenas noches, Josep -se despidió con voz cariñosa.

–Que duermas bien, Donat.

Josep lavó y secó la jarra, y al subir las escaleras oyó el sonido familiar de los ronquidos de su hermano.

Por la mañana comieron pan con queso duro; Donat eructó, se apartó de la mesa y se puso en pie.

–Será mejor que me ponga en marcha ahora que empieza a haber tráfico, así encontraré alguien que me lleve. – Josep asintió-. Bueno, el dinero.

–Ah, ¿los pagos? Aún no tengo el dinero.

A Donat se le enrojeció el rostro.

–¿Qué quieres decir? Me dijiste: «Dos pagos después de la cosecha».

–Bueno, ya he hecho el vino. Ahora lo venderé y conseguiré el dinero.

Donat lo miró.

–¿A quién se lo vas a vender? ¿Y cuándo?

–Todavía no lo sé. Tengo que enterarme. No te preocupes, Donat. Has visto el vino y lo has probado. Es como si ya tuvieras el dinero en el bolsillo, con el diez por ciento.

–Rosa se pondrá como loca -dijo Donat con mucho genio. Cogió una silla y se volvió a sentar-. Te está costando mucho cumplir con los pagos, ¿verdad?

–Son tiempos difíciles -explicó Josep-. He tenido gastos imprevistos. Pero puedo cumplir. Sólo tienes que esperar un poco para cobrar, nada más.

–Se me ha ocurrido algo que tal vez te facilite las cosas… Me gustaría volver al pueblo. Quiero ser tu socio.

Se miraron.

–No, Donat -contestó Josep en tono amable.

–Entonces…, ¿cómo lo hacemos? Tienes dos parcelas. Nos das una a Rosa y a mí, no me importa cuál, para cancelar la deuda que tienes con nosotros. Estaría bien que fuéramos vecinos, Josep. Si quieres que hagamos buen vino, te ayudaré, así podemos trabajar los dos juntos y vender la mayor parte para vinagre, como dos hermanos que se ganan la vida.

Josep se obligó a menear la cabeza.

–¿Qué se ha hecho de tus planes? – preguntó-. Creía que te encantaba trabajar en la fábrica.

–Tengo problemas con un capataz -dijo Donat con amargura-. Me provoca, ha convertido mi vida en una desgracia. Nunca me darán la oportunidad de convertirme en mecánico. Y las malditas máquinas me están destrozando el oído. – Suspiró-. Mira, si hace falta trabajaré para ti por un salario.

Algo se estremeció en el interior de Josep al recordar los viejos tiempos en que, aparte de las riñas constantes, él tenía que hacer siempre el trabajo de Donat además del propio.

–No funcionaría -dijo, y vio que la mirada de su hermano se endurecía-. Te voy a dar un poco del vino de segunda prensa para que te lo lleves a casa -propuso, y se ocupó de limpiar una botella y buscar un tapón de corcho.

Donat fue con él hasta donde estaba el vino.

–¿No valemos tanto como para que nos des del bueno? – preguntó con brusquedad.

Josep se sintió culpable.

–Ayer quería que probaras la mezcla, pero ni yo mismo lo bebo, y tampoco lo regalo -explicó-. Lo tengo que vender todo para poder pagarte.

Donat metió la botella llena en una bolsa y se dio la vuelta.

¿Qué significaba aquel gruñido? ¿Mezquino cabrón? ¿Gracias? ¿Adiós?

Mientras miraba a su hermano caminar lentamente por el sendero que llevaba hasta la carretera, Josep pensó que Donat andaba como un hombre cansado que pisara uvas.

48

La visita

Los castellers de Santa Eulalia no se habían reunido durante buena parte del otoño, pero en cuanto se terminó la vendimia Eduardo convocó a sus miembros.

Josep asistió encantado al ensayo, aunque ni él mismo entendía por qué le gustaba tanto. Se preguntó qué podía hacer que a un hombre le encantara sostenerse sobre los hombros de otro, a la máxima altura posible, para construir una torre hecha de carne y hueso, en vez de piedras y mortero, y disfrutar haciéndolo una y otra vez.

Era inevitable que se produjeran percances por algún descuido momentáneo, un segundo de falta de atención, un movimiento descuidado, una agitación desesperada y seguida de un desplome masivo.

–Las caídas se pueden evitar -dijo Eduardo a sus castellers- si todo el mundo sabe exactamente qué debe hacer y lo hace con precisión, cada vez de la misma manera. Escuchadme y sólo conseguiremos éxitos. Necesitamos fuerza, equilibrio, valor y sentido común. Quiero que subáis y bajéis en silencio, rápidamente, con ánimo, sin perder ni un segundo, y que cada uno se ocupe de sí mismo.

»Pero si vais a caer… -Hizo una pausa, pues quería que lo escucharan bien-. Si vais a caer, intentad no hacerlo lejos de la torre, porque así es como se producen las lesiones. Caed a la base del castillo, donde la piña y el folre atenuarán la caída.

En la parte baja del castillo, los hombres fuertes que soportaban la mayor parte del peso estaban rodeados por una muchedumbre que se apretujaba en torno a ellos para formar la piña. Sobre los hombros de ésta se instalaba otro grupo de gente que recibía el nombre de folre, y que también empujaba hacia delante para añadir más soporte al segundo y tercer nivel de trepadores.

A Josep, la piña y el folre le parecían como un enorme amasijo de raíces que prestaba su fuerza al tronco de un árbol para que se alzara hacia el cielo.

Se había aprendido los nombres enseguida. Una estructura formada por tres o más hombres en cada nivel era un castillo. Si eran dos hombres, se llamaba torre; si uno, pilar.

–Tenemos una invitación -les dijo Eduardo-. Los castellers de Sitges nos han desafiado para una competición, con castillos de tres hombres por nivel, que tendrá lugar en su mercado el primer viernes después del lunes de Pascua: los pescadores de Sitges contra los viticultores de Santa Eulalia.

Sonaron algunos murmullos de aprobación y un rápido aplauso, pero Eduardo sonrió y alzó una mano admonitoria.

–Los pescadores ofrecerán una dura competencia, porque desde niños no hacen más que balancearse en sus barcas agitadas por el mar.

Eduardo había dibujado ya los castillos en un papel y empezó a vociferar nombres; cuando sonaba el suyo, cada escalador ocupaba la posición asignada y se empezaba a levantar el castillo a ritmo lento e irregular.

A Josep le tocó una de las plazas del cuarto nivel y participó en el proceso de montar y desmontar tres veces el mismo castillo, mientras Eduardo estudiaba a los que iban trepando y hacía más de un cambio o sustitución.

Durante una pausa en el ensayo, Josep se dio cuenta de que Maria del Mar había acudido con Francesc. Se quedó al lado de Eduardo, hablando muy de cerca y con el rostro serio, hasta que él asintió.

–Súbete a mí -dijo a Francesc, mostrándole la espalda.

Francesc echó a correr con poco equilibrio y Josep notó que se le hacía un nudo en la garganta. El muchacho tenía mal aspecto, con sus trompicones de cangrejo. Sin embargo, fue cogiendo inercia, se lanzó sobre la espalda de Eduardo y trepó hasta sus hombros.

Eduardo quedó satisfecho. Se dio la vuelta, agarró a Francesc con firmeza y ordenó que se volvieran a armar las cuatro primeras capas para poder poner a prueba al muchacho.

Tras ocupar su posición, Josep ya no podía ver a Francesc. La gente charlaba con los demás miembros de su grupo relajadamente, pero los tambores y las grallas empezaron a sonar con brío, como si en vez de una prueba para evaluar a un escalador muy joven se tratara de una actuación ante la realeza.

Al poco, Josep sintió que unas manos pequeñas se agarraban a sus pantalones y se encontró al crío montado en él como si fuera un pequeño chimpancé. Francesc le rodeó el cuello con los brazos y Josep pudo oír su leve voz:

–¡Josep! – Sonó con alegría en su oído.

Luego Francesc descendió a toda prisa.

El sábado por la tarde, Josep estaba trasladando una carretilla llena de grava desde la excavación de la bodega para esparcirla por la carretera cuando observó que se acercaba un carruaje ligero tirado por un caballo gris y montado por un hombre y una mujer.

Cuando se acercaron vio que la mujer era Rosa Sert, su cuñada. El hombre era alguien a quien no había visto jamás. Rosa lo saludó con un leve movimiento de la mano mientras su acompañante dirigía el caballo hacia la viña.

–Hola -saludó Josep, y abandonó lo que estaba haciendo.

–Hola, Josep -respondió Rosa-. Éste es mi primo, Caries Sert. Están reparando las máquinas de la fábrica y me ha quedado algo de tiempo libre, y Carles quería pasar un día en el campo, así que…

Josep la miró y asintió sin más comentarios.

Su primo Carles. El abogado.

Los llevó al banco, sacó agua fresca y esperó a que se la hubieran bebido.

–Tú sigue con tu trabajo -dijo Rosa, agitando la mano en el aire-. No te preocupes por nosotros.

De modo que Josep cargó de nuevo la carretilla con grava y se fue de nuevo a esparcirla por la carretera. De vez en cuando echaba un vistazo para no perderlos de vista. Rosa le estaba enseñando la propiedad al abogado. El hombre no decía gran cosa, pero ella no paraba de hablar. Desaparecieron entre las vides y luego volvieron a aparecer y se fueron a la masía. Se detuvieron a evaluar la casa desde lejos y para terminar dieron una vuelta completa alrededor de ella, mirándola con atención.

–Qué diablos -gruñó Josep al ver que el abogado le daba un vaivén a la puerta para comprobar su solidez.

Esparció la grava y se fue a por ellos.

–Quiero que os larguéis de aquí. Ahora mismo.

–No hace falta ser desagradable -dijo el primo con frialdad.

–Estáis poniendo el carro delante de los bueyes. Tu prima puede esperar hasta que yo incumpla el tercer pago para tomar posesión. Mientras tanto, largo de mis tierras.

Se fueron sin volver a mirarle o a dirigirle la palabra. Rosa apretaba la boca en una mueca fría, como si pretendiera afearle a Josep que no supiera hablar con gente civilizada. El abogado dio un tirón de las riendas, el caballo gris arrancó y Josep se quedó junto a la casa viendo cómo desaparecían.

«¿Y ahora qué hago?», se preguntó.

49

Un viaje al mercado

Josep había heredado treinta y una botellas vacías, abandonadas por Quim, pero sólo catorce tenían la forma adecuada y una capacidad de tres cuartos de litro. Encontró otras cuatro botellas viejas guardadas entre sus herramientas y, cuando envió a Briel Taulé a recorrer el pueblo para ver cuántas conseguía recoger, el joven volvió con otras once. En total, podía usar veintinueve.

Las fregó y enjuagó hasta arrancarles brillo, las llenó con el vino oscuro y encajó los tapones de corcho con mucho cuidado. Marimar acudió en su ayuda para hacer las etiquetas. La visión de las botellas llenas tuvo el extraño efecto de ponerlos nerviosos a los dos.

–¿Dónde las vas a vender?

–Lo intentaré en Sitges. Mañana es día de mercado. Pensaba llevarme al crío, si te parece bien -propuso.

Ella accedió.

–Ah, le gustará… ¿Qué quieres que ponga en estas etiquetas?

–No sé… ¿Finca Álvarez? ¿Bodega Álvarez? No, suena demasiado pretencioso. ¿Tal vez Viña Álvarez?

Ella torció el gesto.

–No suenan del todo bien.

El plumín, con la punta recién mojada en la tinta, rasgó el papel mientras Marimar dibujaba unos círculos y un tallo.

Cuando sostuvo la etiqueta en alto, Josep la miró y se encogió de hombros. Pero estaba sonriendo.

Vides de Josep

1877

A primera hora de la mañana siguiente, Josep envolvió todas las botellas de una en una con varias hojas de periódico sacadas de ejemplares antiguos de El Cascabel de Nivaldo, y preparó un nido de mantas harapientas para acolchar el vino durante el viaje a Sitges. Metió pan y chorizo en un saco de tela y lo echó también al carromato, junto con un cubo y dos tazas.

Aún estaba oscuro cuando dirigió a Orejuda hacia la viña de los Valls, pero Francesc lo esperaba ya vestido. Llevándose la taza de café a los labios, Maria del Mar los vio partir; el chico iba sentado junto a Josep en el asiento del carro.

Francesc iba callado, pero nunca había salido de Santa Eulalia y su rostro delataba la emoción. Enseguida entraron en territorios nuevos para él y Josep vio que no paraba de mirarlo todo para registrar las masías que aparecían de vez en cuando, los campos desconocidos, las viñas y los olivares, tres toros negros detrás de una cerca y la visión lejana de Montserrat, alzándose hacia el cielo.

Cuando salió el sol, resultaba muy agradable ir sentado en el carro con el muchacho mientras Orejuda avanzaba hacia el norte, haciendo resonar los cascos.

–Tengo que mear -dijo Josep al rato-. ¿Quieres mear?

Francesc asintió y Josep se detuvo junto a unos pinos. Bajó a Francesc del carro y los dos se plantaron juntos en la cuneta, dos hombres regando las plantas. Tal vez fuera su imaginación, pero a Josep le pareció notar cierto orgullo en la cojera de Francesc cuando caminaba de vuelta hacia el carro.

El sol lucía ya en lo alto cuando llegaron a Sitges; el mercado estaba abarrotado de vendedores, de modo que Josep hubo de contentarse con un espacio al fondo de todo, junto a una caseta que emitía agradables olores a calamares, gambas asadas y guiso de pescado con mucho ajo.

Uno de los dos fornidos cocineros atendía a un cliente, pero el otro se acercó al carro con una sonrisa en el rostro.

–Hola -dijo, echando un vistazo a las botellas envueltas en hojas de periódico-. ¿Qué anda vendiendo?

–Vino.

–¡Vino! ¿Es bueno?

–Bueno es poco. Especial.

–Ahhh. ¿Ya cuánto sale ese vino tan especial? – preguntó, fingiendo una mueca de terror.

Cuando Josep le dijo el precio, cerró los ojos y estiró la boca hacia abajo.

–Es el doble de lo que se suele pagar por una botella de vino.

Josep sabía que eso era cierto, pero era el precio al que necesitaba venderlo, contando con que se deshiciera de todas las botellas, para poder pagar su deuda a Rosa y Donat.

–No, es el doble de lo que se suele pagar por el vino común de la región, que es meado de mula. Esto es vino de verdad.

–¿Y dónde se hace ese vino tan maravilloso?

–Santa Eulalia.

–¿Santa Eulalia? Yo soy de los castellers de Sitges. Pronto competiremos con los de Santa Eulalia.

Josep asintió.

–Lo sé. Yo soy casteller de Santa Eulalia.

–¿De verdad? – Le dedicó una sonrisa burlona-. Ah, les vamos a destrozar, señor.

Josep le devolvió la sonrisa.

–A lo mejor no, señor.

–Me llamo Frederic Fuxá y ese que está sirviendo la comida es mi hermano Efrén. Es el ayudante del jefe de nuestro equipo, y tanto él como yo participamos en el tercer nivel de nuestros castillos.

¿Tercer nivel? Josep se asombró. Aquel hombre y su hermano eran enormes. Si les colocaban en el tercer nivel, ¿qué aspecto tendrían los de los dos primeros?

–Yo estoy en el cuarto. Me llamo Josep Álvarez y éste es Francesc Valls, que se está preparando para ser nuestro enxaneta.

–¿El enxaneta? Ah, es un trabajo muy importante. Nadie puede ganar una competición de castillos sin un excelente enxaneta para llegar a la cumbre -dijo Fuxá a Francesc. Éste le contestó con una sonrisa-. Bueno, que tenga buena suerte hoy.

–Gracias, señor. ¿Le interesa comprar mi vino?

–Es demasiado caro. Soy un pescador que ha de trabajar mucho, señor Álvarez, no un rico viticultor de Santa Eulalia -respondió Fuxá con buen humor antes de regresar a su caseta.

Josep llenó el cubo con agua de la fuente pública y lo colocó en el fondo del carromato.

–Tu trabajo será aclarar las copas cuando alguien pruebe el vino -dijo.

Francesc asintió.

–¿Y ahora qué hacemos, Josep?

–¿Ahora? Esperar -contestó éste.

El chico volvió a asentir y se quedó sentado con expresión expectante, sujetando una taza en cada mano.

El tiempo pasaba muy despacio.

Había mucho ajetreo en los callejones interiores del mercado, pero poca gente caminaba hasta la última fila, en la que estaban aún vacíos la mayor parte de los espacios.

Josep miró hacia el puesto de comida, donde una mujer corpulenta compraba una ración de tortilla.

–¿Una botella de buen vino, señora? – la llamó, pero ella negó con la cabeza y se alejó.

Pocos minutos después, dos hombres compraron calamar y se lo comieron de pie ahí mismo.

–¿Una buena botella de vino? – exclamó Josep, y se acercaron caminando hasta su carro.

–¿Cuánto? – preguntó uno, sin dejar de masticar.

Cuando Josep le dijo el precio, el hombre tragó lo que mascaba y meneó la cabeza.

–Demasiado -dijo.

Su compañero se mostró de acuerdo y ambos se dieron la vuelta.

–Pruébenlo antes de irse.

Josep desenvolvió una botella y buscó su sacacorchos. Sirvió el vino cuidadosamente en las dos tazas, una cuarta parte de la dosis normal para una copa.

Los hombres aceptaron las tazas y bebieron en dos lentos tragos.

–Bueno -dijo uno de ellos a regañadientes.

Su amigo gruñó.

Se miraron.

–Si nos da un precio mejor, podríamos llevarnos una botella cada uno.

Josep sonrió, pero negó con la cabeza.

–No, no puedo.

–Entonces…

El hombre se encogió de hombros y su compañero meneó la cabeza mientras ambos devolvían las tazas.

Frederic Fuxá lo había visto todo desde su caseta y le guiñó un ojo con tristeza. «¿Lo ves? ¿No te lo había dicho?»

–Ya puedes hacer tu trabajo -dijo Josep a Francesc.

El muchacho abrió la boca en una gran sonrisa y enjuagó las tazas usadas en el cubo de agua.

Al cabo de una hora habían dado a probar otras cuatro muestras, pero no habían vendido nada y Josep empezaba a preguntarse si funcionaría el plan de vender el vino en el mercado.

Sin embargo, los dos primeros en probarlo volvieron del paseo.

–Estaba bueno, pero no estamos seguros -dijo uno de ellos-. Necesito otro traguito.

Su compañero estuvo de acuerdo.

–Ah, lo siento. Sólo puedo dar una muestra a cada cliente -contestó Josep.

–Pero luego… podríamos comprarte el vino.

–No. Lo siento, de verdad.

El hombre parecía molesto, pero su compañero intervino:

–No pasa nada. Me voy a quedar una botella.

El primero suspiró.

–Yo también me llevo una -dijo al fin.

Josep les pasó dos botellas envueltas en periódico y aceptó su dinero con manos temblorosas, sintiendo que le subía la sangre a la cara. Llevaba toda la vida acostumbrado a que su familia produjera un vino que luego recogía Clemente Ramírez, en una rutina constante y anodina. Pero aquélla era la primera ocasión en que alguien le compraba su vino por elección y le pagaba un dinero por haber conseguido una cosecha deseable.

–Gracias, señores. Espero que disfruten con mi vino -les dijo.

Frederic Fuxá lo había escuchado todo desde su caseta y se acercó al carro para felicitar a Josep.

–La primera venta del día. Pero… ¿te importa que te dé un consejo?

–Claro que no.

–Mi hermano y yo venimos desde hace diecinueve años. Somos pescadores y capturamos nosotros mismos todo lo que cocinamos en el mercado. Nos conoce todo el mundo y no necesitamos demostrar que nuestra comida es fresca y buena. En cambio, usted es nuevo en el mercado. Aquí la gente no lo conoce. ¿Qué pierde por regalar una segunda muestra de vino?

–Sólo puedo regalar dos botellas en total -explicó Josep-. Si no consigo vender todas las demás, tendré un problema terrible.

Fuxá apretó los labios y sonrió. Como hombre de negocios, podía entender la situación sin necesidad de más palabras.

–Me gustaría probar su vino, señor.

Josep vertió vino en las dos tazas.

–Llévele una a su hermano.

Frederic le compró dos botellas y luego Efrén Fuxá fue a por otra.

Media hora después llegaron dos hombres y una mujer a la caseta de comidas.

–Hola a los Bocabella. ¿Qué tal va hoy por vuestra zona? ¿Vendéis mucho? – preguntó Efrén.

–No va mal -contestó la mujer-. ¿Y vosotros?

Efrén apretó los labios y asintió.

–Nos han contado que alguien da muestras de vino -dijo uno de los hombres.

Frederic señaló hacia el carro de Josep.

–Bueno de verdad. Nosotros se lo acabamos de comprar para la Semana Santa.

Se acercaron y pidieron probarlo. La mujer chasqueó los labios.

–Muy bueno. Pero nuestro tío hace vino.

–Aaaarg. El vino que hace el tío no te lo beberías si no estuviera él delante -terció uno de los hombres, y se echaron a reír los tres.

Compraron una botella cada uno.

Frederic los miró alejarse.

–Ésa ha sido una venta afortunada. Son primos, agricultores de una familia importante de Sitges y les encanta hablar. En los días de mercado se turnan para hablar con otros vendedores e intercambiar cotilleos. Mencionarán su vino a mucha gente.

Durante la siguiente hora, media docena de personas probaron el vino sin comprar. Luego llegaron dos mercaderes a la vez, y un tercero se acercó mientras éstos probaban el vino. Josep se había dado cuenta de que los compradores del mercado tendían a detenerse donde veían que ya había gente, acaso por la necesidad humana de investigar aquello que parece agradable a los demás. En ese momento funcionó, porque se formó una corta hilera de clientes detrás de aquellos mercaderes, y la cola ya no se deshizo durante varias horas.

A media tarde, cuando Josep y Francesc consiguieron comerse el pan con chorizo, aquél había cambiado dos veces el agua en que aclaraban las tazas y al final había optado por vaciar el cubo. Pese a la norma de impedir que se repitieran las pruebas, había gastado ya las dos botellas que tenía previsto destinar a tal uso y aún le quedaban nueve por vender. Sin embargo, a esas alturas el rumor acerca de la presencia de un vendedor de vino en el mercado ya había circulado, y Josep vendió su última botella a última hora de la tarde, varias horas antes del cierre del mercado. Compró a Francesc un plato de calamares para celebrar la victoria y, mientras el muchacho se lo comía, él se fue a ver a un vendedor de objetos de segunda mano y le compró cuatro botellas de vino vacías.

De camino a casa, Francesc se sentó en el regazo de Josep y éste le enseñó a sostener las riendas. El niño se durmió mientras conducía. Durante media hora, Josep condujo el carro con aquella figurita huesuda pegada al pecho; luego, Francesc se despertó lo suficiente para que lo cambiara de sitio y durante el resto del viaje durmió entre mantas en la parte trasera del carro, junto a las botellas vacías.

El domingo volvió a entrar el abogado con el caballo gris en la viña, y esta vez iba con Donat.

El abogado se quedó sentado en el carro y no miró a Josep, quien notó que llevaba un maletín de cuero en el asiento. Pensó que sin duda contendría papeles que pensaban entregarle para tomar posesión de las tierras por impago.

El hermano lo saludó con nerviosismo.

–¿Tienes el dinero, Josep?

–Lo tengo -contestó en voz baja.

Tenía los billetes contados y listos para ellos, de modo que salió de casa con sus propios papeles, recibos aparte por cada uno de los dos pagos que se había saltado y un tercero para el que se cumplía ese mismo día. Se los dio a Donat y éste los pasó al abogado tras leerlos rápidamente.

–¿Carles?

El abogado los leyó, se encogió de hombros y asintió. Sin duda estaba decepcionado, pero se esforzó por mantener un rostro inexpresivo.

En cambio, el de Donat expresaba un inconfundible alivio mientras aceptaba y contaba el dinero. Josep sacó plumilla y tinta y Donat firmó los tres recibos.

–Lamento todo este follón, Josep -dijo, pero su hermano no respondió.

Donat se dio la vuelta y echó a andar hacia el carro, pero luego se detuvo y volvió atrás.

–No es una mala mujer. Ya sé que lo parece. Lo que pasa es que a veces nuestra situación la supera.

Josep se dio cuenta de que al primo de Rosa no le gustaban las disculpas; la desaprobación había sustituido a la inexpresividad en su rostro.

–Adiós, Donat -dijo, al tiempo que su hermano asentía y montaba en el asiento al lado de Carles Sert.

Josep se quedó junto a la casa, viéndolos partir. Le pareció extraño poder sentirse bien y mal al mismo tiempo.

50

Una decisión

Eduardo Montroig se tomaba muy en serio las competiciones de castellers y el ambiente en las sesiones de ensayo del grupo de Santa Eulalia empezaba a parecer más formal, con menos bromas y más esfuerzo por perfeccionar el equilibrio, el ritmo y la precisión de sus tareas.

Eduardo tenía mucha información sobre los castellers de Sitges, que eran muy expertos y consumados, y estaba convencido de que Santa Eulalia sólo podía ganar la competición si era capaz de añadir algo especial a su castillo. Diseñó un elemento nuevo para su estructura, que requería ensayos más frecuentes y vigorosos por parte del equipo, y advirtió a sus hombres que debían mantenerlo en secreto para que supusiera una verdadera sorpresa cuando al fin se desvelara en Sitges.

Maria del Mar llevó a su hijo a varios ensayos, hasta que Josep sugirió que podía encargarse él; como tenía que acudir de todos modos, ella aceptó encantada.

Para Josep, el momento álgido de cada ensayo llegaba cuando Francesc trepaba sobre los tres primeros niveles y terminaba montado en su espalda el tiempo suficiente para susurrarle su nombre al oído. Francesc soñaba con el día en que sería capaz de ascender muchas capas formadas por adultos y jóvenes y llegar a la cumbre de un castillo ya armado del todo para alzar el brazo en señal de victoria. Josep estaba preocupado por él, porque un crío tan pequeño y frágil resultaba especialmente vulnerable si el castillo se colapsaba. Pero Eduardo iba enseñando a Francesc poco a poco y Josep sabía que el líder era un hombre equilibrado y sensato, incapaz de correr riesgos innecesarios.

Un día, sin mayores comentarios ni aspavientos, Eduardo llegó al fin de su periodo de luto y se quitó los brazaletes negros que llevaba siempre en las mangas. Mantuvo su calmosa dignidad, pero la gente del pueblo percibió un cambio -una mayor ligereza de carácter, o al menos un alivio- y empezaron a comentar con ironía que pronto estaría buscando nueva esposa.

Varias tardes más adelante, Josep estaba podando las vides cuando vio que Eduardo se acercaba por la carretera. Dejó de trabajar encantado, pues le apetecía la idea de recibir una visita. Sin embargo, para su sorpresa, Eduardo se limitó a alzar una mano para saludarlo y siguió andando.

En el camino que iba más allá de las tierras de Josep no había nada, salvo la casa y la viña de Maria del Mar. Josep se mantuvo ocupado en sus parras, sin perder de vista la carretera.

Esperó mucho rato. Ya era oscuro cuando vio que Eduardo desandaba el camino. Josep observó que Francesc lo acompañaba mientras avanzaba por el sendero.

–¡Buenas tardes, Josep! – saludó Eduardo.

–¡Buenas tardes, Josep! – repitió Francesc.

–Buenas tardes, Eduardo; buenas tardes, Francesc -contestó efusivamente, mientras su cuchillo daba tajos demasiado rápidos, casi ciegos, y dañaba una vid perfectamente sana.

Pasó casi toda la noche despierto, contemplando la oscuridad.

Intentó convencerse de que debía alegrarse por Maria del Mar. En alguna ocasión, ella le había hablado sobre el tipo de hombre que deseaba ver aparecer en su vida. Alguien que fuera amable y la tratara con bondad. Un hombre equilibrado que no saliera huyendo. Alguien bueno para el trabajo, alguien que se convirtiera en un buen padre para su hijo.

En resumen, el serio Eduardo Montroig. Quizá no tuviera demasiado sentido del humor, pero era buena persona, un líder de la comunidad, un hombre con ascendente sobre el pueblo.

Por la mañana, Josep reemprendió la poda, pero la desesperación y la furia le iban creciendo por dentro, implacables como una marea, y a media mañana soltó el cuchillo y caminó a grandes zancadas hacia la viña de Maria del Mar.

Como no la veía por sus tierras, llamó a la puerta.

Cuando le abrió, Josep no contestó a su saludo.

–Quiero compartir tu vida. En todos los sentidos. Ella lo miró perpleja.

–Siento… Siento cosas muy fuertes por ti. ¡Las más fuertes!

Se dio cuenta de que ahora sí le entendía. Le temblaba la boca. ¿Estaría reprimiendo una carcajada?, pensó Josep con pánico. Entonces ella cerró los ojos.

Josep siguió hablando con la voz rota, tan incapaz de controlar sus emociones o sus palabras como un toro de frenar su torpe embestida contra la punta de la espada.

–Te admiro. Quiero trabajar contigo cada día y dormir contigo cada noche. Todas las noches. No quiero volver a follar como si nos estuviéramos haciendo un favor entre amigos. Quiero compartir a tu hijo, al que también amo. Te daré más hijos. Quiero llenarte el vientre de hijos. Te ofrezco la mitad de mis dos parcelas. Están cargadas de deudas, pero son valiosas, como ya sabes. Te necesito, Marimar. Te necesito y quiero que seas mi esposa.

Ella estaba muy pálida. Josep vio que reunía fuerzas y se preparaba para destrozarlo. Sus ojos estaban húmedos, pero le contestó con voz firme:

–Ay, Josep… Claro que sí.

Él se había preparado para el rechazo y al principio fue incapaz de aceptar sus palabras.

–Tienes que calmarte, Josep. Claro que te quiero. Seguro que ya lo sabes -le dijo.

Le sonrió con un temblor en la boca y durante el resto de su vida Josep no sería capaz de decidir si aquella sonrisa era de pura ternura o si contenía también el brillo de la victoria.

51

Planes

Sostuvo sus dos manos, incapaz de soltarlas, y le cubrió el rostro con la clase de besos de aprecio que una mujer suele recibir de su padre o de su hermano. Lo que esos besos le decían era nuevo, y por eso resultaba excitante, aunque cuando al fin se encontraron sus bocas, no quedó la menor duda de que se besaban como amantes.

–Hemos de ir a ver al cura -dijo ella con un hilillo de voz-. Quiero que quedes comprometido conmigo de algún modo antes de que recuperes el sentido y te dé por huir.

Su sonrisa, sin embargo, revelaba que no le preocupaba tal posibilidad.

El padre Pío asintió sorprendido cuando le dijeron que se querían casar.

–¿Habéis sido bautizados?

Volvió a asentir cuando ambos le dijeron habían recibido el bautismo en aquella misma iglesia.

–¿Corre prisa? – preguntó a Maria del Mar, sin bajar la mirada.

–No, padre.

–Bien. En la Iglesia hay quien cree que, cuando es posible, el compromiso entre católicos rigurosos ha de durar un año entero -explicó el sacerdote.

Maria del Mar guardó silencio. Josep gruñó y meneó la cabeza lentamente. Sostuvo la mirada del padre Pío sin retarlo, pero sin timidez. El cura se encogió de hombros.

–Cuando un matrimonio implica a un viudo, la necesidad de mantener un noviazgo largo no es tan importante -dijo con frialdad-. Pero ya llevamos dos tercios de la Cuaresma. El 2 de abril es Domingo de Pascua. Entre ahora y el final de la Semana Santa estaremos en el periodo más solemne de rezos y contemplaciones. No es una etapa en la que yo desee celebrar compromisos ni bodas.

–Entonces, ¿cuándo podrá casarnos?

–Puedo leer las amonestaciones después de Semana Santa… Supongamos que nos ponemos de acuerdo en que os casaréis el último sábado de abril -propuso el padre Pío.

Maria del Mar frunció el ceño.

–Ya estaremos metidos en la temporada en que hay más trabajo en la viña por la primavera. No quiero parar de trabajar para casarnos y luego tener que volver corriendo a las viñas.

–¿Cuándo preferirías? – preguntó el sacerdote.

–El primer sábado de junio -contestó ella.

–¿Entendéis que entre ahora y entonces no debéis habitar juntos ni mantener relaciones como hombre y mujer? – preguntó con severidad.

–Sí, padre -dijo Maria del Mar-. ¿Te parece bien la fecha? – preguntó a Josep.

–Si a ti te lo parece… -contestó él.

Estaba experimentando una sensación totalmente desconocida y le impresionó darse cuenta de que era felicidad.

Sin embargo, cuando estuvieron solos de nuevo se enfrentaron al hecho de que el tiempo de espera les iba a resultar difícil. Se dieron un casto abrazo.

–Faltan diez semanas para el 2 de junio. Es mucho tiempo.

–Ya lo sé.

Ella le lanzó una mirada mientras jugueteaba con dos piedras redondas que había a sus pies, sobre la arena, y se acercó para hablarle al oído.

–Creo que a Francesc le iría bien tener un hermano pequeño para que lo vigile mientras nosotros trabajamos, ¿no?

Él se mostró de acuerdo.

–Me encantaría tener otro hijo ya mismo.

Mientras se miraban a los ojos, Josep se permitió algunos pensamientos que no hubiera podido compartir con el sacerdote.

Tal vez ella estuviera pensando en lo mismo.

–Creo que por ahora no deberíamos pasar demasiado tiempo juntos -propuso-. Será mejor que pongamos límites a la tentación, o nos dejaremos llevar y tendremos que ir a confesarnos antes de la boda.

Él accedió, reacio, convencido de que Marimar tenía razón.

–¿Cómo se llama lo que hacen los ricos cuando ponen dinero en un negocio? – preguntó ella.

Josep estaba perplejo.

–¿Una inversión?

Ella asintió. Ésa era la palabra.

–La espera será nuestra inversión -dijo.

A Josep le caía bien Eduardo Montroig y quería tratarlo con respeto. Esa tarde se acercó a la viña de Eduardo y le dijo claramente y con tranquilidad que él y Maria del Mar habían ido a ver al cura y habían planificado su boda.

A Eduardo lo traicionó una brevísima mueca, pero luego se acarició el largo mentón y permitió que una extraña sonrisa aportara calidez a su rostro llano.

–Será una buena esposa. Os deseo buena suerte a los dos -dijo.

Josep sólo contó la novedad a otra persona, Nivaldo, que brindó con él por las buenas noticias. Su amigo estaba encantado.

52

Una competición en Sitges

El primer domingo después de la Semana Santa, Josep y Marimar se sentaron en la iglesia con Francesc entre los dos y escucharon al padre Pío.

–Doy por leídas las amonestaciones entre Josep Álvarez, miembro de esta parroquia, y Maria del Mar Orriols, viuda y asimismo miembro de la parroquia. Si alguien sabe de algún impedimento para que estas dos personas sean unidas en sagrado matrimonio, que hable ahora.

»Lo pregunto por primera vez.

Había publicado las amonestaciones en la puerta de la iglesia y las iba a leer de nuevo los dos domingos siguientes, tras lo cual quedarían comprometidos formalmente.

Después del servicio, mientras el sacerdote permanecía a la puerta de la iglesia para saludar a los feligreses, con Francesc sentado en el banco de delante de la tienda de comestibles para comerse una salchicha, Josep y Marimar se sentaron en la plaza y recibieron buenos deseos, abrazos y besos de los demás aldeanos.

Josep se entregó a una dosis regular de trabajo para llenar su vida durante los largos e impacientes días de compromiso. Terminó el trabajo en las vides y regresó a la bodega, donde completó tres cuartas partes de la pared de piedras antes del primero de abril, día de la competición de castellers. Había merodeado por los mercados para encontrar otras treinta botellas vacías de vino. Una vez limpias, llenas de vino oscuro y etiquetadas, las tenía envueltas en papeles de periódico y guardadas entre mantas en la parte trasera del carro, donde compartían espacio con Francesc. Marimar se sentó junto a él para acudir al mercado de Sitges.

Era el mismo viaje que Josep había hecho en otra ocasión con el niño, pero había diferencias notorias. Al llegar al pinar, Josep frenó a la mula, pero esta vez se llevó a Francesc hasta los árboles para poder orinar en privado. Cuando regresaron al carro le tocó a Marimar visitar el refugio de la intimidad de los pinos.

El viaje fue agradable. Marimar le aportaba una buena y tranquila compañía, con espíritu festivo. De alguna manera, su actitud hacía que Josep se sintiera como si ya perteneciera a una familia, y ese papel le deleitaba.

Cuando llegaron a Sitges, guió a Orejuda directamente al puesto cercano a la caseta de comidas de los hermanos Fuxá, que lo saludaron cálidamente, aunque con joviales descripciones de cómo pensaban aniquilar a los castellers de Santa Eulalia en la inminente competición.

–Te estábamos esperando -dijo Frederic-, porque hemos consumido el vino durante las fiestas.

Cada uno de ellos le compró dos botellas casi sin darle tiempo a situar su carromato, y esta vez no tuvo que esperar demasiado a que llegaran otros clientes, pues varios vendedores se acercaron a comprar su vino y atrajeron a un pequeño grupo de clientes. Maria del Mar ayudó a Josep a vender, tarea que cumplía con naturalidad, como si hubiera pasado la vida entera vendiendo desde un carromato.

Mucha gente de Santa Eulalia había acudido al mercado. Por supuesto, una gran cantidad de aldeanos eran miembros del grupo de castellers, o formaban parte de la piña y los bajos, de la multitud que aguantaba los dos niveles inferiores de los castillos. La mayor parte de los vecinos de Josep habían acudido a presenciar la competición, o incluso a participar en ella, y se acercaron a ver cómo vendía el vino hecho en su pueblo.

Tenía algunos conocidos en Sitges que habían acudido para apoyar a sus castellers, y algunos se acercaron al carromato para saludarlo y que les presentara a Maria del Mar y Francesc. Juliana Lozano y su marido le compraron una botella y Emilio Rivera se llevó tres.

Josep vendió la última botella de vino bastante antes de que todos los puestos quedaran cerrados durante una hora para la competición de castellers. Él, Marimar y Francesc se sentaron al borde de la zona de carga del carromato y se comieron el guiso de pescado de los Fuxá mientras contemplaban cómo los hermanos se ayudaban mutuamente a ponerse la faja.

Después de comer, Marimar sostuvo un extremo de la faja y Josep dio una vuelta tras otra hasta envolverse en un soporte tan apretado que apenas le dejaba espacio para respirar.

Mientras se abrían paso entre la muchedumbre, los músicos de Sitges empezaron a tocar y Francesc se cogió de la mano de Josep.

Enseguida sonó una melodía quejumbrosa para convocar la base del castillo de Sitges y, en cuanto estuvo montado, los escaladores empezaron a subir.

Josep vio enseguida que Eduardo había acertado con sus previsiones sobre cómo se desarrollaría la competición. Los castellers de Sitges ascendían sin perder un segundo y sin hacer ningún movimiento innecesario, y su castillo se alzó con una rápida eficacia hasta que el niño que hacía de enxaneta trepó para coronar la octava capa, alzó un brazo triunfante y descendió por el otro lado. A su paso, los castellers iban desarmando la estructura con la misma suavidad con que la habían alzado, en medio de vítores y ovaciones.

Los músicos de Santa Eulalia, ya listos en su sitio, empezaron a tocar. Las grallas llamaron a Josep, que se quitó los zapatos y se los dio a Francesc mientras Marimar le deseaba buena suerte.

La base se formó con rapidez y pronto le llegó el turno a Josep. Subió ágilmente y con facilidad, tal como había hecho tantas veces en los ensayos, y pronto se encontró montado sobre los hombros de Leopoldo Flaquer y rodeando con sus brazos a Albert Flores y Marc Rubió, en un intercambio mutuo de equilibrio.

Luego Briel Taulé se plantó sobre sus hombros.

El cuarto nivel no era demasiado alto, pero concedía a Josep una vista aventajada. No podía ver a Maria del Mar ni a Francesc, pero bajo el espacio que le concedía el brazo alzado de Marc vio rostros vueltos hacia ellos y, más allá, gente que se movía en torno al perímetro de la muchedumbre.

Vio a un par de monjas, una bajita y la otra más alta, con hábitos negros de griñón blanco.

Un chico con la melena alocada que tiraba de un reticente perro amarillo.

Un gordo con una barra larga de pan.

Un hombre con la espalda bien tiesa, traje gris, acaso un hombre de negocios, con un sombrero de ala ancha en la mano. Cojeaba un poco.

… Josep lo conocía.

También conocía el miedo repentino que le recorrió el cuerpo mientras miraba aquella cojera familiar.

Quería correr, pero ni siquiera podía moverse, cautivo y vulnerable por completo, prisionero en pleno aire. De pronto le flaquearon tanto las piernas que tuvo que cogerse con más fuerza a sus compañeros, provocando que Albert lo mirase:

–¿Estás bien, Josep? – le preguntó.

Pero Josep no respondió.

El hombre parecía conservar su pelo negro, aunque había un pequeño círculo de calvicie en la coronilla. Bueno, habían pasado siete anos.

Y desapareció.

Josep agachó la cabeza tanto como pudo sin soltarse del abrazo de los demás, mirando por debajo del brazo de Marc con la intención de no perder de vista a aquel hombre.

En vano.

–¿Pasa algo? – preguntó Marc con brusquedad.

Josep negó con la cabeza y se agarró fuerte.

Sonó un murmullo y la gente empezó a señalar hacia arriba, donde se desarrollaba la sorpresa de Eduardo -un nivel más de escaladores-, y luego el enxaneta trepó hacia el cielo sobre la espalda de Marc.

Josep supo que el muchacho había alzado el brazo al llegar al noveno nivel y había empezado a bajar porque se armó un murmullo entre la muchedumbre, seguido de aplausos.

Fue Bernat Taulé, el hermano de Briel, desde el séptimo nivel, quien puso demasiado afán en bajar. Al perder el equilibrio se agarró al compañero que le quedaba más cerca, Valentí Margal. Éste lo sostuvo y evitó que cayera, mientras el castillo se agitaba un instante y se cimbreaba. Eduardo les había enseñado bien. Mantuvieron el equilibrio, Bernat se recuperó y bajó algo más despacio de lo normal y el castillo se terminó de desarmar sin más incidentes.

Al tocar el suelo con los pies, en vez de echar a correr, Josep se metió descalzo entre la multitud, siguiendo la misma dirección que había tomado aquel hombre para intentar verlo de nuevo.

Buscó por todo el mercado durante media hora, pero no volvió a ver a Peña. Apenas se enteró de que los jueces habían discutido. El grupo de Sitges había ejecutado una maniobra impecable para levantar ocho niveles, pero el de Santa Eulalia había logrado armar y desarmar con éxito un castillo de nueve. Al fin, los jueces se pusieron de acuerdo para declarar un empate.

La mayoría de la gente parecía satisfecha con esa decisión.

De vuelta a casa, Francesc durmió en la parte trasera del carromato y Josep y Marimar hablaron poco. Josep guiaba la mula con aire aturdido. Marimar estaba feliz de viajar cómodamente con su hijo y su prometido, tras un día entretenido y satisfactorio. Cuando se dirigía a Josep, él daba respuestas breves. Se dio cuenta de que a ella no le parecía extraño, acaso porque daba por hecho que lo invadía la misma alegría que a ella.

Se le ocurrió que tal vez se estuviera volviendo loco.

53

La responsabilidad de Josep

Se sentó en el banco de la viña bajo el sol alimonado de principios de primavera con los ojos cerrados, obligando a su mente a trabajar, esforzándose por encontrar la salida de aquel pánico que le paralizaba el pensamiento.

Uno: ¿estaba seguro de que aquel hombre era Peña?

Lo estaba. Lo estaba.

Dos: ¿Peña lo había visto a él, y lo había reconocido?

Aunque con reticencias, Josep decidió que debía dar por hecho que Peña lo había visto. No podía permitirse el lujo de creer en la casualidad. Lo más probable era que Peña hubiera ido a la competición de Sitges con la esperanza de atisbarlo. Tal vez se hubiera enterado de algún modo de que Josep Álvarez había regresado a Santa Eulalia y necesitara determinar si se trataba del mismo Josep Álvarez al que había conocido y entrenado, al que llevaba tiempo buscando, el único de los muchachos del pueblo que se le había escapado.

«Escapado, de momento», se dijo Josep, desanimado.

De momento.

Tres: bueno. Alguien iría en su busca.

Cuatro: ¿qué opciones tenía?

Recordó lo terrible que había sido sentirse perseguido, sin hogar, deambulando.

Pensó que tal vez pudiera vender el vino, conseguir dinero en metálico y pagarse un billete en una diligencia de pasajeros en vez de tener que huir en el vagón de carga.

Pero sabía que no le iba a dar tiempo.

No podía pedir a Maria del Mar y Francesc que huyeran con él y compartieran su vida de fugitivo. Sin embargo, si los dejaba atrás, su vida sería un desconsuelo. Dio un respingo sólo de pensar en el dolor que provocaría a Marimar un nuevo abandono.

Sólo le quedaba una opción.

Recordó la lección que Peña había logrado enseñarle: cuando es necesario matar, cualquiera puede hacerlo. Cuando es en verdad necesario, matar se vuelve muy fácil.

El LeMat estaba tal como lo había dejado, detrás de un saco de grano bajo el alero del ático. Sólo cuatro de sus nueve cámaras estaban cargadas y Josep no tenía más pólvora. Así que tendría que arreglárselas con cuatro tiros y un cuchillo bien afilado.

Para sobrevivir al miedo, se entregó ciegamente al trabajo, que siempre había sido su mejor remedio cuando se enfrentaba a algún problema. Trabajó sin cesar para levantar un trozo más del muro de piedras que recorría el lateral inacabado de la bodega, y a última hora de la tarde pasó a la poda de sus vides. Tenía siempre a mano el LeMat, aunque no esperaba que Peña desfilara por el pueblo y le atacara a plena luz del día.

Al llegar el crepúsculo, la penumbra reunida en torno a la casa contribuyó a magnificar su miedo, así que sacó el LeMat y subió al monte, hasta un lugar que, a la clara luz de la luna, le permitía ver el trozo del sendero que llegaba hasta su viña. Casi daba gusto estar sentado allí, hasta que se dio cuenta de que, si llegaba alguien, lo más probable era que no lo hiciera por el camino. Lo más fácil era que alguien formado por Peña rodeara el pueblo para acercarse desde la colina. Josep se dio la vuelta y miró ladera arriba, sintiéndose expuesto y desprotegido.

Al fin regresó a la casa en busca de mantas y se las llevó a la bodega, donde las extendió junto a los toneles de vino y cerca de la carretilla, llena de arcilla del río. Se tumbó con la cabeza entre los ejes de la carreta, pero al poco rato notó que las piedras del suelo se le clavaban en la espalda y que la bodega era un dormitorio gélido, adecuado para el vino, pero inhóspito para la carne humana. Además, se le ocurrió que, si se presentaba algún problema, no parecía sabio enfrentarse a él como un animal acobardado en un agujero en la tierra.

De modo que cogió sus mantas y el arma y regresó nervioso a casa, donde se metió en la cama en busca de un descanso limitado e inquieto.

La calidad del sueño no varió durante las dos noches siguientes. Al alba de la tercera logró al fin alcanzar un sueño más profundo, pero al rato lo despertó una llamada a la puerta.

Consiguió ponerse los pantalones de trabajo y, sosteniendo el arma, bajó por la escalera de piedra mientras el reloj francés daba las cinco, su hora normal para despertarse. Intentó obligarse a pensar con claridad.

Se dijo que un asesino no llamaría a la puerta.

¿Era Marimar? ¿Y si el niño estaba enfermo otra vez?

Pero no conseguía atreverse a abrir la puerta.

–¿Quién es?

–¡Josep! ¡Josep! Soy Nivaldo.

Tal vez hubiera alguien detrás de él, con un arma en la mano.

Descorrió el cerrojo de la puerta, abrió apenas una rendija y miró hacia fuera, pero el cielo estaba nublado y aún era de noche, de modo que casi no se veía nada. Nivaldo metió una mano temblorosa por la rendija y le agarró la muñeca.

–Ven -le dijo.

Nivaldo meneaba la cabeza y se negaba a responder a sus preguntas mientras se apresuraban por el sendero y cruzaban la plaza. Apestaba a coñac. Antes de conseguir abrir la puerta de su tienda, chocó varias veces la llave con la cerradura.

Cuando Nivaldo rasgó una cerilla para encender la lámpara, Josep vio una botella vacía en el mostrador y luego descubrió de inmediato la causa del nerviosismo de su amigo.

El hombre estaba tumbado en el suelo, como si durmiera, pero era evidente que no se iba a despertar, por el forzado ángulo en que estaba doblado su cuello.

–Nivaldo -dijo Josep con suavidad.

Cogió la lámpara que sostenía el otro y se agachó sobre el cuerpo del suelo.

Peña estaba junto a la silla en que se había sentado, ahora caída por el suelo. No parecía el próspero hombre de negocios que Josep había creído ver en el mercado de Sitges; más bien, un soldado muerto, vestido tal como lo recordaba Josep, con su ropa de trabajo raída, botas militares de piel buena pero gastadas y una navaja enfundada en el cinto. Tenía los ojos cerrados. La cabeza colgaba en un ángulo imposible de noventa grados y un moratón enorme recubría todo un lado del cuello, de un color morado, casi negro, como el de las uvas Tempranillo, con una herida abierta en carne viva y llena de sangre coagulada.

–¿Quién se lo ha hecho?

–Yo -respondió Nivaldo.

–¿Tú? ¿Cómo?

–Con esto.

Nivaldo señaló una gruesa barra de hierro, apoyada en la pared. Siempre había formado parte de la tienda; el mismo Josep la había usado más de una vez para ayudar a Nivaldo a abrir un tonel de harina o una caja de café.

–Nada de preguntas ahora. Tienes que sacármelo de aquí.

–¿Adónde lo llevo? – preguntó Josep, como un estúpido.

–No lo sé. No lo quiero saber, no lo quiero saber -dijo Nivaldo, enloquecido. Estaba medio borracho-. Te lo tienes que llevar ahora mismo. Yo he de limpiar todo y dejar cada cosa en su sitio antes de que empiece a entrar gente por esa puerta.

Ofuscado, Josep se lo quedó mirando.

–¡Josep! ¡Te he dicho que lo saques de aquí!

El carro y la mula eran demasiado ruidosos. Se fue corriendo a casa. La carretilla estaba llena de arcilla en la bodega, pero la que había heredado de Quim, más grande, estaba vacía. Las ruedas oxidadas chirriaron en cuanto la movió, así que se vio obligado a perder un tiempo precioso en engrasarla antes de poderla empujar hasta la tienda entre la oscuridad.

Envolvieron a Peña en una manta sucia y luego Nivaldo lo agarró por los pies y Josep por los hombros. Como su cuerpo tenía ya la rigidez de la muerte, al soltarlo en la carretilla estaba tan tieso que quedó apoyado en el borde, de donde era fácil que se cayera. Josep le empujó por la cintura y, pese a la rigidez, encontró la flexibilidad suficiente para conseguir que las nalgas se encajaran en la cavidad de la carretilla.

Nivaldo entró en la tienda y cerró la puerta, y Josep se fue empujando su carga.

Todavía estaba bastante oscuro, pero los trabajadores de las viñas de todo el pueblo empezaban ya a abandonar la cama, y Josep agonizó de preocupación al pensar en la posibilidad de encontrarse con alguien que se hubiera levantado pronto y estuviera dispuesto a pasar cinco minutos de charla. En más de una ocasión había visto a Quim Torras empujar alegre y ruidosamente a su rollizo amor sacerdotal con aquella misma carretilla, dando vueltas y vueltas a la plaza. Pasó por delante de la casa de Eduardo tan rápido como pudo, muy consciente de cada ruido que producía. Las ruedas engrasadas ya no chirriaban, pero al ser de metal emitían un tintineo suave y rápido sobre los adoquines de la plaza y, una vez superada la zona pavimentada, hacían volar los guijarros del camino.

Cuando pasó por las tierras de Ángel, grajo un cuervo y el perro del alcalde, sucesor del que una vez fuera engañado por Josep, muerto tiempo ha, soltó sus alocados ladridos.

Cállate, cállate, cállate.

Avanzó aún más deprisa y al fin entró en su viña con gran alivio, pero de repente se detuvo.

¿Y ahora?

Aún faltaban horas para la primera luz grisácea del día, pero si Josep había de cumplir con la extraña responsabilidad que le había adjudicado Nivaldo, no podía enterrar el cuerpo en un lugar poco profundo o descuidado. Tampoco sabía cómo cavar una tumba si en cualquier momento podía acercarse alguien por el camino que llevaba al río o podía acudir Marimar en su busca.

Tenía que encontrar la manera de hacer que Peña desapareciera de la vista.

Llegó a la bodega, abrió la puerta y empujó la carretilla hasta dentro.

Cuando encontró la lámpara en la oscuridad y encendió una cerilla, ya sabía lo que había que hacer.

Metió las manos por debajo de los hombros de Peña y arrastró el cuerpo para sacarlo de la carretilla. El hueco curvo de la pared de piedra que en otro tiempo le había parecido como un armario brindado por la naturaleza ya no iba a contener estantes llenos de botellas de vino. Peña era un hombre alto y musculoso, de modo que Josep gruñó mientras lo encajaba de pie en aquel hueco, con la espalda apoyada en la suave pared de piedra, la cabeza suelta y la parte alta del pecho rozando una piedra nudosa que salía hacia la pared contraria, más burda. El cuerpo seguía algo doblado por la cintura, pero Josep no andaba buscando precisamente su mejor compostura.

La tarde anterior había añadido agua a la arcilla del río que había en su carreta, pero a la luz de la linterna vio que la superficie se había secado y estaba llena de grietas. Le echó el agua que conservaba para beber en un cántaro en la bodega y la amasó con la pala; mezcló la capa superficial con el interior, más húmedo. Luego llenó un cubo de arcilla, cogió un poco con la llana y lo extendió al borde del hueco. Buscó una buena piedra grande, la apretó contra la arcilla y la emparejó con otra, sirviéndose de la llana con pericia para retirar el exceso de barro en la junta, trabajando con la misma lentitud y el mismo cuidado que había aplicado para construir la pared de piedras en las demás partes de la bodega.

Después de levantar tres capas de piedras desde la parte baja del hueco, la más alta llegaba a la altura de las rodillas de Peña. Josep cogió la carretilla de Quim y salió de la bodega para recoger el montón de tierra excavada que había pensado en esparcir por el camino. Mientras llenaba la carretilla, las primeras luces del alba iluminaron el cielo.

Ya de vuelta en la bodega, echó a paladas la gravilla por detrás del cuerpo. Tiró de él para que no quedara apoyado en la pared y colocó el relleno, echándolo con cuidado por los lados de las piernas; luego lo apisonó con firmeza para que Peña permaneciera como un muerto en pie, algo torcido pero sostenido en alto como un árbol por la tierra que rodea las raíces.

Luego empezó a colocar piedras de nuevo.

La pared llegaba ya casi a la altura de la cintura de Peña cuando Josep oyó la clara y aguda voz que sonaba al otro lado de la puerta.

–Josep.

Francesc.

–Josep, Josep.

El niño lo buscaba a voces.

Dejó de trabajar en la pared, se incorporó y escuchó. Francesc seguía llamándolo, pero la voz menguó enseguida y luego desapareció. Unos instantes después, Josep volvía a colocar piedras.

A medida que iba creciendo la pared, más o menos a cada metro, Josep añadía grava de relleno hasta llegar a la última fila de piedras que hubiera colocado, y luego la presionaba. Cuando se vació la carretilla de grava, salió con mucha cautela pero no vio a nadie bajo el brillante sol del mediodía y pudo llenarla y regresar con ella a la fría oscuridad, iluminada apenas por su lámpara.

Trabajaba con metódica severidad para rellenar el espacio y levantar la pared, despreciando el hambre y la sed. Parecía que la tierra ascendiera en torno al cadáver como una lenta marea; costaba mucho llenar una tumba, por muy vertical que fuera. Josep intentaba no mirar al sargento Peña. Cuando no podía evitarlo, veía la cabeza apoyada en el hombro derecho, tapando así el horrendo moratón y la herida del cuello. No quería fijarse en el punto de calvicie propio de la mediana edad ni en los pocos cabellos plateados; eso hacía de Peña alguien demasiado humano, una víctima. Dadas las circunstancias, Josep prefería recordarlo como un cabrón asesino.

Para cuando llegó a la altura de los hombros trabajaba ya más despacio, subido a una escalerilla. Añadió una hilera más de piedras a la pared y luego echó con la pala algo de tierra mezclada con grava. Los guijarros y la arena taparon el cabello ralo y negro de Peña y escondieron para siempre la coronilla calva. Josep enterró la cabeza, añadió unos centímetros más de tierra y la apisonó.

La pared nueva llegaba sólo hasta un metro por debajo del techo de piedra cuando se le acabó la arcilla, pero ahora ya le parecía que podía salir a buscar más con una tranquilidad razonable, pues si alguien entraba en la bodega, no vería nada extraño.

Al salir vio por el sol que ya llegaba el fin de la tarde. Estaba sin comer ni beber desde el día anterior y, al bajar con la carretilla de Quim por el camino que llevaba hacia la viña de Marimar, se sintió aturdido y mareado.

Se arrodilló en la orilla del río y se lavó las manos. Se puso a beber agua fría sin parar y notó que las manos le sabían a arcilla, pero no le dio importancia. Se salpicó agua a la cara y luego echó una larga meada junto a un árbol.

La orilla de donde recogía el fango quedaba a cierta distancia del final del camino, corriente abajo, y una espesa maleza impedía el paso. Josep se quitó los zapatos, se enrolló las perneras del pantalón y empujó la carreta por el río, poco profundo. Tuvo que subirlo a pulso sobre algunas piedras, pero al poco rato lo estaba llenando de arcilla.

De vuelta, cuando pasaba por la viña de Marimar, salió ella desde detrás de su casa y lo vio empujar una carga más de barro o piedras del río, como tantas otras veces. Lo saludó con una sonrisa y Josep se la devolvió, pero no se detuvo.

Ya en sus tierras, cargó también grava para rellenar y luego volvió al trabajo, resuelto y con firmeza.

Sólo paró una vez. Siguiendo un impulso, bajó de la escalerilla y se acercó al LeMat, que descansaba en un tonel. Cogió el arma, la metió encima de la última capa de relleno y añadió varias paladas de grava.

Cuando el relleno de tierra llegó al fin hasta el techo, colocó las últimas piedras, remozó con finura el emplasto de arcilla con la llana y se bajó de la escalera.

La pared rocosa empezaba a la izquierda de la puerta y se extendía hasta el punto en que pasaba a ser un muro de piedras, donde antes había un hueco. El muro se alzaba unos tres metros hasta el techo, también rocoso, trazaba una curva hacia la derecha para tapar toda la extensión de la bodega y luego volvía a torcerse. Así, todo el lado derecho estaba alineado por piedras salvo por una estrecha sección cerca de la puerta, aún sin terminar.

Toda la mampostería parecía regular, de modo que la bodega exudaba inocencia cuando Josep la examinó a la luz de la lámpara.

–Todo tuyo -dijo en voz alta, tembloroso.

Cuando cerró la puerta al salir, no sabía si se lo había dicho a uno de los pequeñajos o a Dios.

54

Una conversación con Nivaldo

–Tú también estás implicado -dijo Josep.

Nivaldo lo miró.

–¿Quieres un poco de guiso?

–No.

Josep había comido y dormido, se había despertado, se había lavado, había vuelto a comer. Y a dormir otra vez.

Si uno sabía dónde mirar, se podía ver el lugar en que el suelo de tierra estaba rascado para eliminar los restos de sangre derramada. Josep se preguntó qué habría hecho Nivaldo con aquella tierra. Quizá la hubiera enterrado. Pensó que sí él tenía que deshacerse alguna vez de arena manchada de sangre, la tiraría por el agujero del retrete.

Nivaldo tenía los ojos inyectados de sangre, pero le habían desaparecido los temblores. Parecía sobrio y controlado.

–¿Quieres café?

–Quiero información.

Nivaldo asintió.

–Siéntate.

Se sentaron los dos a la mesa pequeña y se miraron.

–Vino hacia la una de la noche, como solía hacer antaño. Yo estaba despierto todavía, leyendo el periódico. Se sentó donde estás tú ahora y dijo que tenía hambre, así que le abrí una botella de coñac y le dije que le iba a calentar el guiso. Sabía que había venido a matarme. – Nivaldo hablaba en tono bajo y sombrío-. Me daba miedo usar un cuchillo porque tenía que acercarme mucho. Estoy viejo y enfermo, y él era mucho más fuerte que yo. Pero aún me quedan fuerzas para usar la barra de hierro y me fui directo a buscarla. Me acerqué por detrás cuando estaba bebiendo y le di con todas mis fuerzas. Sabía que no me iba a conceder una segunda oportunidad. Luego me senté a la mesa y me terminé la botella de coñac. Estaba borracho y no sabía qué hacer, hasta que se me ocurrió ir a buscarte. Me alegro de habérmelo cargado.

–¿De qué sirve? Vendrá algún otro asesino a buscarnos y cumplirá con su trabajo -dijo Josep con amargura.

Nivaldo negó con la cabeza.

–No, no vendrá nadie más. Si hubiera implicado a más gente, si los hubiera enviado a matarnos, luego habría tenido que cargárselos a todos. Por eso vino solo. Éramos los dos últimos hombres que podíamos causarle problemas. Vino a Santa Eulalia para librarse de ti, pero entendió que yo lo relacionaría con tu muerte y, como yo sabía unas cuantas cosas de él, también le convenía mi desaparición. – Nivaldo suspiró-. De hecho, no sé tanto sobre él. Cuando lo conocí dijo que era un capitán, herido en el 69 cuando luchaba bajo el mando de Valeriano Weyler contra los criollos en Cuba. Una vez nos emborrachamos juntos y me contó que el general Weyler supervisaba su carrera militar de vez en cuando, pues los dos habían asistido a la Escuela Militar de Toledo. Es cierto que estuvo en Cuba, porque sabía muchas cosas de la isla. Cuando se enteró de que yo era de allí, nos pusimos a hablar de política. Al final, hablábamos bastante.

–¿Cuál era el verdadero nombre de Peña?

Nivaldo se encogió de hombros.

–¿Cómo os conocisteis?

–En una reunión.

–¿De qué clase?

–Una reunión carlista.

–Entonces, era carlista.

Nivaldo se frotó la cara con las manos.

–Bueno, a muchos oficiales y soldados carlistas les concedieron la amnistía y los pasaron al ejército gubernamental después de las dos primeras guerras. Algunos desertaron y se volvieron a pasar a los carlistas, otros se quedaron en el Ejército y trabajaron para ellos desde dentro. Unos cuantos pasaron a ser conversos políticos y espiaban a sus viejos camaradas para el Gobierno. En aquellos tiempos yo aceptaba a Peña como carlista. Ahora… Ahora ya no sé a qué bando pertenecía. Sólo sé que acudía a reuniones carlistas. Él fue quien nos informó de que para la tercera rebelión los jefes carlistas iban a reunir un verdadero ejército en el País Vasco, y me hizo saber que andaba en busca de jóvenes catalanes a los que pudiera convertir en soldados para llevar la boina roja.

–¿Tú conocías sus planes para los miembros del grupo de cazadores?

Nivaldo dudó.

–Exactamente, no. Sólo soy un tendero de pueblo, alguien que hacía cosas cuando él se lo pedía, pero sí sabía que a ti te entrenaba para algo especial. Cuando leí el asesinato del general Prim en el periódico y supe del grupo que había detenido su carruaje, me dio un escalofrío. Los tiempos coincidían. Estuve seguro de que nuestros chicos de Santa Eulalia tenían algo que ver.

Josep lo miró.

–Manel, Guillem, Jordi, Esteve, Enric, Xavier. Todos muertos. Nivaldo asintió.

–Triste. Pero se fueron para ser soldados y murieron como tales. En mis tiempos conocí a muchos soldados muertos.

–No murieron como soldados… Tú nos entregaste a Peña como si fuéramos carne sin valor alguno. ¿Por qué no nos contaste lo que sabías para que pudiéramos elegir?

–Piénsalo bien, Josep. Puede que algunos os hubierais apuntado, pero tal vez no. No erais más que una panda de jóvenes vaquillas torpes, sin la menor idea política.

–Creíste que yo también había muerto. ¿Cómo te sentías?

–¡Se me partió el corazón, idiota! Pero estaba tremendamente orgulloso. Prim era tan malo para este país… De acuerdo, nos libró de Isabel, esa puta real, una desgraciada, pero invitó a Amadeo, el italiano, a quedarse con el trono. Pensar que tú y yo habíamos cambiado la historia y habíamos contribuido a la desaparición de Prim me hacía sentir tremendamente orgulloso. Patriótico. – Su ojo bueno se clavó en él como un rayo-. Entregué a España a la persona que más amaba del mundo, ¿sabes?

Josep estaba helado y mareado hasta la náusea.

–Maldita sea, no podías entregarme a nadie porque yo no era tuyo. ¡No eres mi padre!

–Fui más padre para ti y para Donat de lo que jamás pudo serlo Marcel, y lo sabes bien.

A Josep le pareció que podía romper a llorar.

–¿Cómo te metiste en algo así? Ni siquiera eres español, ni muchos menos catalán.

–¿Te parece manera de hablarme? ¡He sido el doble de español y catalán que tú, cabrón ignorante!

De repente, Josep ya no tenía ganas de llorar. Observó la furia que brillaba en aquel único ojo bueno.

–Te puedes ir al Infierno, Nivaldo -dijo.

Durante tres días no fue capaz de entrar en la bodega. Luego, llegó el momento de comprobar los toneles para ver si había que filtrar el vino y, como no estaba dispuesto a poner su caldo en peligro, entró e hizo lo que tenía que hacer. No había más que la pared limpiamente construida en lo que antes era un espacio vacío. Al otro lado de la pared -de tres de las paredes de aquella bodega- se alzaba la vasta y profunda solidez de la colina, de la tierra. Se dijo que la tierra contenía tantos misterios -ya fuera naturales o creados por el hombre- que no merecía la pena detenerse a pensar en ellos.

Necesitaba terminar el trabajo en la bodega. Había usado ya todas las piedras que había ido guardando durante la excavación, así que llevó la carreta de Quim al río y recogió una buena carga de piedras. Le costó menos de media jornada completar la pequeña sección de pared que había quedado sin cubrir.

Luego se quedó ahí plantado y examinó el lugar: el techo y casi una pared entera, tal como las había conformado la naturaleza; las otras, tal como las había construido él, piedra a piedra; y sus barriles de vino, en una fila ordenada sobre el suelo de tierra. Sintió una desvergonzada satisfacción, así como alivio, al saber que ya nunca más se le haría difícil trabajar allí.

De algún modo, pensó, se parecía mucho a la capacidad de comerse las cerezas que crecían en el árbol del cementerio, detrás de la iglesia.

55

La unión

Aquella primavera empezó a llover muy pronto y con la intensidad adecuada, y hacia el mes de mayo el aire se había suavizado ya de tal modo que parecía besarle las mejillas, fresco pero cálido, cada mañana cuando salía de casa y se metía entre las verdes hileras. Unos pocos días antes de terminar el mes llegó el calor de verdad. La noche del primer viernes de junio, Marimar le dijo que se cuidara mucho de no comer de la olla, porque todo el mundo sabía que comer de la olla provocaba lluvias.

A la mañana siguiente, el aire ya parecía caluroso incluso antes de salir el sol, y Josep tomó el camino, se sentó en el río y se frotó bien para lavarse. Después de enjabonarse la cabeza, se tapó la nariz con los dedos y se tumbó en la corriente del río con los ojos abiertos, contemplando la esperanzadora y relumbrante luz del sol saliente más allá de las burbujas del agua. El río le discurría por la cara como si pretendiera llevarse a rastras su vida anterior.

Al volver a casa se puso los pantalones de misa, las botas embetunadas y una camisa nueva de traje y, pese al calor, añadió la corbata ancha, de un azul ligero, y la chaqueta azul oscuro que le había llevado Marimar.

Francesc llegó algo pronto, saltaba de pura excitación, y se agarró a la mano de Josep para caminar por el sendero, cruzar la plaza y entrar en la iglesia, donde esperaron inquietos hasta que Briel Taulé apareció conduciendo el carro de Josep, tirado por su mula y llevando a Marimar.

Ella no era buena con la aguja, pero había pagado a Beatriu Corberó, tía de Briel, que era costurera, para que le hiciera un vestido de un azul oscuro que casi igualaba al de la chaqueta de Josep; Maria del Mar creía que el color azul les daría buena suerte. Era una compra sensata, que podía llevar durante muchos años en ocasiones especiales, un vestido pudoroso, con el cuello alto y unas mangas sencillas y de corte cómodo, algo más anchas en la muñeca. Una doble hilera de botones negros recorría la parte frontal del camisero, presionado por la amplitud de sus pechos, y aunque se había reído de la sugerencia de Beatriu acerca de que el vestido debía incluir miriñaque, la falda, al estrecharse en su caída de la cintura a las rodillas, mostraba la belleza natural de sus flancos antes de ensancharse de nuevo. Iba tocada con un sombrero negro de paja con una pequeña escarapela roja y llevaba un ramito de flores blancas de vid que Josep y Francesc habían recogido el día anterior. Josep, que nunca la había visto vestida con nada que no fuera la ropa común de trabajo, se quedó casi alelado al verla.

La iglesia se llenó enseguida: el pueblo de Santa Eulalia se volcaba en bodas y funerales. Antes de que empezara el servicio, Josep vio entrar a Nivaldo -le pareció que cojeaba- y tomar un asiento en la última fila de bancos.

Ante el padre Pío, Josep apenas oyó las palabras entonadas, sobrecogido como estaba por la sensación de haber tenido una gran fortuna, pero pronto recuperó la atención al ver que el sacerdote cogía dos velas y les mandaba encender una cada uno. Les explicó que cada vela representaba sus vidas individuales y luego las tomó y les dio una tercera para que la encendieran juntos como símbolo de su unión. Apagó las dos primeras y anunció que desde aquel momento sus vidas quedaban fundidas.

Luego el cura los bendijo y los declaró marido y mujer, y Marimar dejó su ramo a los pies de Santa Eulalia.

Mientras recorrían el pasillo desde el altar, Josep echó un vistazo al sitio que había ocupado Nivaldo y vio que ya estaba vacío.

Marimar había preparado comida por adelantado y había previsto pasar el primer día de casada tranquila y feliz con su marido y su hijo, pero la gente del pueblo no estaba dispuesta a aceptarlo. Eduardo encendió petardos en la plaza cuando salieron de la iglesia y los estallidos persiguieron al carromato mientras Josep los conducía a casa.

Habían instalado cuatro mesas prestadas en la viña de Marimar, cargadas con los regalos de sus vecinos y amigos: tortillas, ensaladas, chorizo y una abundancia de platos de pollo y carne. Pronto empezó a aparecer gente por el camino y se reunieron en torno a ellos. Los músicos de los castellers habían dejado en casa las grallas y los tambores, pero dos llevaban sus guitarras. Al cabo de media hora hacía tanto calor que Marimar tuvo que entrar en casa, quitarse su vestido nuevo y elegante y ponerse ropa de diario, y Josep se quitó la chaqueta y la corbata y se arremangó.

Contempló el rostro de Maria del Mar, en el que se alternaba la emoción con una reposada alegría, y supo que aquélla era la boda que ella siempre había deseado.

Los vecinos, con sus parabienes, llegaban y se iban, algunos para regresar más tarde. Cuando se fue el último, entre besos y abrazos, estaba ya bien entrada la noche. Francesc se había dormido un rato antes y cuando Josep lo pasó a su catre roncaba profundamente.

Fueron juntos hasta la habitación y se despojaron de la ropa. Josep dejó la lámpara encendida junto al lecho y se inspeccionaron con los ojos, con el tacto, con la humedad de sus besos y luego se echaron uno sobre el otro, en silencio pero hambrientos. Ambos se daban cuenta de que aquella vez era distinto; cuando ella notó que se acercaba el clímax lo abrazó con fuerza y lo atrajo hacia sí con las manos para impedir la retirada que en ocasiones anteriores les había parecido necesaria.

Cuando Josep la dejó sola para ir a ver si el niño dormía, había pasado una hora. Al volver a la cama no tenía sueño; Marimar se rió con suavidad cuando Josep se volvió hacia ella para hacerle de nuevo el amor lentamente. Era una unión poderosa, y en cierta medida se volvía más intensamente íntima por la imposibilidad de gritar y revolcarse, en medio de un silencio absoluto salvo por los renovados ritmos del apareamiento y un gemido ahogado, como el sonido de una agonía prolongada y jubilosa, que no despertó al muchacho.

56

Cambios

Maria del Mar no sentía gran afecto por la casa en la que ella y su hijo habían convivido con Ferran Valls después del matrimonio. Le costó bien poco trasladar sus pertenencias a la masía de Josep. Como la mesa de la cocina de Marimar era mejor que la de Josep, algo más grande y fuerte, las cambiaron. Ella admiraba el reloj francés y las tallas de madera del dormitorio de Josep, y no se llevó más muebles de la casa de los Valls, de modo que sólo hubo que cargar tres cuchillos, algunos platos, unas pocas ollas y sartenes, su ropa y la de Francesc.

Dejó todos sus aperos. Cuando Josep necesitara un azadón o una pala, irían en busca del que quedara más cerca del lugar donde estuvieran trabajando.

–Somos ricos en aperos -dijo ella con satisfacción. Los cambios en su modo de vida se dieron con naturalidad. Dos días después de la boda, ella salió de casa tras el desayuno, anduvo hasta su viña y se puso a arrancar hierbajos. Al poco apareció Josep con su azadón y empezó a trabajar cerca de ella. Por la tarde pasaron juntos a la parcela de los Torras para podar algunos racimos recién salidos en una hilera a la que Josep no había podido acceder mientras recortaba las yemas de las vides a principio de primavera, actividad que se prolongó al día siguiente, cuando ella pasó a trabajar en la viña de los Álvarez.

Sin ninguna discusión, trabajando juntos o separados según hiciera falta, lo unieron todo para hacer suya la bodega.

Unos cuantos días después de la boda, Josep fue a la tienda de comestibles. Sabía que tendría que seguir comprando allí. Era impensable desplazarse en busca de provisiones y, además, no quería incitar rumores permitiendo que el pueblo apreciara ningún cambio en su relación con Nivaldo.

Intercambiaron un saludo como si fueran desconocidos y Josep pidió lo que quería. Era la primera vez que compraba comida y provisiones para una familia, en vez de para una persona sola, pero ni él ni Nivaldo hicieron el menor comentario. En cuanto Nivaldo dejó las provisiones sobre el mostrador, Josep se las llevó al carro: manteca, sal, un saco de harina, un saco de alubias, otro de mijo, uno de café y unos cuantos caramelos para el niño.

Mientras Nivaldo preparaba las cosas, Josep notó que estaba más pálido y demacrado y que la cojera era más pronunciada, pero no le preguntó por su salud.

Nivaldo le llevó un queso pequeño y redondo, envuelto en cera, de Toledo.

–Felicidades -dijo en tono formal.

Un regalo de boda.

Josep tenía el rechazo en la punta de la lengua, pero supo que no debía hacerlo. Era normal que Nivaldo tuviera un pequeño gesto con ellos, y a Marimar le hubiera parecido extraño que no les regalara nada.

–Gracias -se obligó a decir.

Pagó la cuenta y aceptó el cambio con un mero asentimiento. De camino a casa, iba dividido entre sentimientos contradictorios.

Peña era un ser malvado y Josep estaba encantado de que hubiera desaparecido, de no tener que temerlo ya. Pero le afectaba profundamente su muerte. Creía que, si les descubrían, Nivaldo y él compartirían condena. Ya no tenía terribles pesadillas sobre el asesinato del general Prim, sino que experimentaba momentos horrendos mientras estaba despierto. En su imaginación veía hordas de policías que caían sobre su viña y destrozaban los muros de su bodega mientras Maria del Mar y Francesc eran testigos de su vergüenza y su culpa.

En Barcelona sometían a los asesinos al garrote vil, o los colgaban de las horcas instaladas en la plaza de Sant Jaume.

Durante el tiempo más caluroso del verano se ahorró los viajes a Sitges para vender, pues no quería cocer el vino al sol, pero siguió embotellándolo en la fresca penumbra de la bodega y, a medida que las botellas se iban acumulando sobre el suelo de tierra, decidió que necesitaba poner estantes. Tenía una buena provisión de madera rescatada de las cubas desmontadas, pero le faltaban clavos. Un día, a primera hora, montó en Orejuda a paso tranquilo, aún en plena oscuridad, y pasó la mañana en Sitges escogiendo botellas viejas, de las que consiguió comprar diez, así como tinta en polvo, papel para hacer más etiquetas y una bolsa de clavos.

Al pasar por la terraza de un café vio un ejemplar de El Cascabel abandonado en una mesa y de inmediato maneó a Orejuda en un lugar cercano, a la sombra. Como lamentaba mucho no tener ya acceso al periódico de Nivaldo, pidió un café y se sentó a leer con ansias.

Mucho después de vaciar la taza, seguía con la atención puesta en las noticias. Tal como ya sabía, hacía tiempo que se había acabado la guerra. Los carlistas no habían perseverado y todo parecía calmarse a lo largo del país.

En Cuba seguían las luchas encarnizadas.

Antonio Cánovas del Castillo, primer ministro, había formado en Madrid un Gobierno de coalición entre las alas moderadas de conservadores y liberales, que resultaba opresor para todos sus rivales. Por su propia cuenta, había instaurado una comisión para que redactara una Constitución nueva, ratificada a continuación por las cortes y apoyada por el trono. Alfonso XII quería encabezar una monarquía constitucional estable y lo había conseguido. Un editorial del periódico observaba que, aunque no todo el mundo estaba de acuerdo con Cánovas, para el pueblo suponía un alivio olvidarse de la lucha y el derramamiento de sangre. Otro editorial comentaba la popularidad del Rey.

Aquel día, al caer la noche, Josep estaba en la plaza del pueblo, comentando con Eduardo algunos de los cambios políticos.

–Cánovas ha hecho aprobar un nuevo impuesto anual para terratenientes y hombres de negocios -dijo Josep-. Ahora los agricultores han de pagar 25 pesetas, 50 los tenderos, para que se les permita votar.

–Ya te puedes imaginar lo popular que resultará -contestó Eduardo con sequedad.

Josep asintió con una sonrisa. Eduardo también se había dado cuenta de que la salud de Nivaldo parecía empeorar y se lo comentó a Josep.

–La generación de los mayores del pueblo está desapareciendo muy rápido -dijo-. Ángel Casals sufre mucho últimamente. Ahora ya tiene gota en las dos piernas y le produce unos dolores terribles. – Dirigió una mirada incómoda a Josep-. Tuvimos una conversación interesante hace unos días. Él cree que le ha llegado la hora de renunciar como alcalde.

Josep se sorprendió. En toda su vida no había conocido otro alcalde de Santa Eulalia que Ángel Casals.

–Han pasado cuarenta y ocho años desde que sucedió a su padre en el cargo. Le gustaría seguir un año más. Pero se da cuenta de que sus hijos no tienen la edad ni la experiencia suficientes para sucederle. – Eduardo se sonrojó-. Josep…, quiere que lo sustituya yo.

–¡Eso sería perfecto! – contestó.

–¿No te lo tomas como una ofensa? – preguntó Eduardo con ansiedad.

–Por supuesto que no.

–Ángel te admira mucho. Dice que se ha debatido durante mucho tiempo, tratando de escoger entre tú y yo, y que finalmente me escogió a mí porque soy el mayor de los dos. – Eduardo sonrió-. Y tiene la esperanza de que eso me haga algo más maduro. Sin embargo, no tenemos por qué dejar que sea él quien escoja a su sucesor. Si quieres ser tú el alcalde del pueblo, yo te apoyaré con la mayor alegría -concluyó Eduardo, y Josep supo que era sincero.

Le sonrió y meneó la cabeza para negar.

–Me hizo prometer que ocuparía el cargo durante al menos cinco años -añadió Eduardo-. Dijo que luego tal vez te tocaría a ti o a uno de sus hijos…

–Necesito que me prometas que lo ocuparás durante al menos cuarenta y cinco años. Durante ese tiempo, me gustaría seguir siendo concejal, porque será un placer trabajar contigo -dijo Josep.

Se dieron un abrazo.

Aquel encuentro animó a Josep. Le alegraba genuinamente que Eduardo se convirtiera en alcalde. Había llegado a entender que, tanto si uno era el dueño de una gran fábrica como un pequeño viticultor, el alimento y la savia de la vida dependían de tener un buen alcalde, un gobernador competente, unas cortes honestas y un primer ministro y un rey verdaderamente preocupados por la condición y el futuro de su pueblo.

Josep preparó para la bodega unos estantes capaces de soportar varios cientos de botellas de vino, pero renunció a cualquier intento de crear un mueble atractivo. Colocó las botellas tumbadas y juntas en los estantes y disfrutó al ver su disposición, con el intenso brillo del vino oscuro dentro del cristal, a la luz de la lámpara.

Un día, estaba trabajando entre las parras a última hora de la tarde cuando llegó un hombre a caballo y tomó el camino de su viñedo.

–¿Ésta es la viña de Josep?

–Sí.

–¿Josep es usted?

–Lo soy.

El hombre desmontó y se presentó como Bru Fuxá, del pueblo de Vilanova. Iba de camino a Sitges, a visitar a sus parientes.

–La última vez que fui a ver a mi primo, Frederic Fuxá, a quien usted conoce, nos terminamos juntos los últimos sorbos de una botella de su excelente vino, y ahora me gustaría mucho comprar cuatro botellas para llevárselas de regalo.

No era un día demasiado caluroso, pero Josep echó un vistazo al sol con preocupación. Ya no estaba en lo más alto del cielo, pero la combinación de calor y vino…

–¿Por qué no se queda un rato y descansa una hora conmigo? Luego podrá seguir hacia Sitges con el tiempo agradable del atardecer, cuando las brisas frescas soplan por la carretera de Barcelona.

Bru Fuxá se encogió de hombros, sonrió y ató su caballo junto a Orejuda, a la sombra del alero del tejado.

Se sentó en el banco de la viña y Josep le llevó agua fresca. El visitante contó que era olivarero y charlaron amistosamente sobre el cultivo de olivos. Josep lo acompañó a inspeccionar los tres olivos viejos de la parcela de los Valls, y el señor Fuxá consideró que estaban bien atendidos.

Cuando ya el sol había bajado lo suficiente, Josep lo llevó a la bodega, envolvió cuidadosamente cuatro botellas con algunas de las escasas hojas de periódico que conservaba y luego las guardaron en las alforjas.

Fuxá pagó y montó en su caballo. Mientras saludaba y daba la vuelta al caballo, le dirigió una sonrisa.

–Una hermosa bodega, señor. Una hermosa bodega. Pero… -Se inclinó hacia delante-. Le falta un cartel.

A la mañana siguiente, Josep cortó un trozo cuadrado de plancha de roble y lo clavó a un poste estrecho y corto. Pidió a Marimar que se encargara ella de las letras, pues no confiaba en hacerlo con la suficiente limpieza. El resultado fue un cartel que no lucía demasiado elegante, pues se parecía al que en su tiempo había puesto Donat con la leyenda En venta, destruido por el propio Josep. Sin embargo, cumplía su función, que no era otra que advertir a los extraños exactamente adónde habían llegado.

Vides de Josep

Un miércoles por la tarde, Josep fue a la tienda de comestibles a comprar chorizo y vio a su hermano -a quien imaginaba entre aquella maquinaria sonora y traqueteante- plantado tras el mostrador con un delantal blanco, sirviendo harina a la señora Corberó.

En cuanto ésta se fue, Donat se volvió hacia Josep.

–Nivaldo está enfermo. Nos hizo llamar ayer. Entendí que eso significaba que se encontraba muy mal y vinimos de inmediato. Rosa intenta cuidar de él, mientras yo me ocupo de la tienda.

Josep trató de pensar en algo apropiado para decir en aquellas circunstancias, pero no lo consiguió.

–Sólo necesito un poco de chorizo.

Donat asintió.

–¿Cuánto quieres?

–Un cuarto de kilo.

Donat cortó un trozo, lo pesó, añadió otra rodaja, lo envolvió en El Cascabel, periódico que todos usaban para tal efecto, el amigo de los comerciantes. Aceptó el dinero de Josep y contó el cambio.

–¿Quieres subir a verlo?

–…No, creo que no.

Donat lo miró fijamente.

–¿Por qué no? Madre de Dios, ¿con él también estás enfadado?

Josep no contestó. Recogió el paquete del chorizo y se dio la vuelta, dispuesto a irse.

–A ti nadie te cae bien, ¿verdad? – dijo Donat.

57

Extremaunción

Era la época del año en que la uva empieza a cumplir su promesa, se llena de color y comienza a saber como debe, la estación en que Josep empezaba a coger de vez en cuando un racimo para echárselo a la boca y ver qué tal progresaba la vid.

La estación para estudiar el cielo, para preocuparse ante la perspectiva de que llueva demasiado, caiga el granizo o se alargue la sequía.

Josep atribuyó su malhumor a la incertidumbre estacional acerca del destino de la uva.

Pero Marimar fue de paseo a la plaza con Francesc y al regresar le dijo que se había encontrado a Rosa. Ella le había dicho que el sacerdote llevaba casi todo el día con Nivaldo.

Cuando Josep fue a la tienda de comestibles, notó que Donat tenía los ojos enrojecidos.

–¿Está muy enfermo?

–Mucho.

–¿… Puedo verlo?

Donat se encogió de hombros con gesto cansino y señaló hacia los tres escalones que llevaban al altillo, encima del almacén, espacio reservado para la vivienda de Nivaldo.

Josep caminó por el oscuro pasillo y se detuvo junto al dormitorio. El anciano estaba tumbado boca arriba, mirando el techo. El padre Pío estaba inclinado sobre él y movía los labios casi en silencio.

–Nivaldo -dijo Josep.

El sacerdote no dio muestras de haberse percatado de su presencia, pues parecía estar lejos de allí, murmurando palabras tan quedas que Josep no conseguía distinguirlas. Sostenía una taza en una mano y un cepillito en la otra. Ante la mirada de Josep, mojó el cepillo y trazó con él una crucecita en la oreja de Nivaldo, otra en los labios y una última en la nariz.

Destapó la manta, revelando las piernas de Nivaldo, arqueadas, peludas y huesudas, y le ungió el aceite en las manos y en los pies. ¡Por Dios, en la entrepierna también!

–Nivaldo, soy Josep -dijo éste en voz alta.

Sin embargo, el sacerdote ya había alargado una mano para cerrar los ojos quietos de Nivaldo.

La mano del padre Pío tuvo que repetir el gesto para bajar el párpado del ojo malo, y luego trazó la última cruz con el cepillo.

Durante años, todos los habitantes del pueblo habían acudido regularmente a la tienda de comestibles y la mayoría tenía buena opinión de Nivaldo. Incluso aquellos que no le tenían gran estima asistieron a su funeral y siguieron el ataúd hasta el cementerio.

Josep, Maria del Mar y Francesc caminaron hasta su tumba con los demás.

En el camposanto se encontró de pie junto a su hermano y Rosa. Ella lo miró con nerviosismo.

–Te acompaño en el sentimiento, Josep.

Él asintió.

–Lo mismo digo.

–Qué pena, ¿no? Que no hayan encontrado una tumba más cerca de la de padre -dijo Donat a Josep en voz baja.

«¿Por qué te da pena? – hubiera querido espetar Josep-. ¿Crees que él y padre querrán juntarse a menudo para jugar a las damas?»

Se tragó el sarcasmo, pero no estaba de humor para hablar con Donat y Rosa, y a los pocos minutos los dejó y se acercó al punto en que se celebraba el entierro.

Su mente era un torbellino; nunca había estado tan agotado y confuso. Quisiera haber sido capaz de sostener la mano de Nivaldo en su lecho de muerte, lamentaba no haber tenido la sabiduría suficiente para ofrecerle la reconciliación y algún pequeño consuelo. Una parte de él rebullía de rabia aún al pensar en el insurgente obsesionado y manipulador, el viejo loco que había enviado a unos cuantos jóvenes a la muerte, el que entregaba a los hijos ajenos a la guerra, como un regalo personal. Pero la otra parte recordaba con claridad al amigo encantador y afectuoso de su padre, al que le había contado las historias de los pequeñajos en la infancia, el que le había enseñado a leer y escribir, el que había ayudado a aquel torpe joven a deshacerse de las cargas de la inocencia. Josep sabía que aquel hombre le había querido toda la vida, y se apartó de Marimar y Francesc para llorar por Nivaldo.

58

El legado

Dos días después, todo el pueblo sabía ya que Nivaldo Machado había dejado a Ángel Casals como albacea de su testamento, y al tercer día supieron todos que la tienda de comestibles quedaba en manos de Donat Álvarez y de Rosa, su mujer.

La gente aceptó la noticia sin sorprenderse y no hubo ningún revuelo en el pueblo hasta tres semanas más tarde, cuando Donat trasladó el banco de su lugar de siempre, junto a la puerta de la tienda. Ahora quedaba en la plaza, justo antes de los últimos metros del territorio de la tienda, tan cerca de la iglesia como era posible sin llegar a invadir la propiedad de ésta. Justo enfrente de la tienda, Donat instaló una mesa redonda y pequeña de Nivaldo, y otra, igualmente redonda pero más grande, con unas sillas. Rosa dijo a la gente que las mesas de la calle quedarían descubiertas, salvo en los días festivos, en los que las pensaba cubrir con manteles.

Josep se contaba entre los que refunfuñaron.

–Nivaldo apenas se ha enfriado todavía. ¿No podrían tener la decencia de esperar un poco antes de hacer cambios?

–Se dedican a llevar un negocio, no un monumento -contestó Maria del Mar-. Me gustan los cambios que han hecho. La tienda nunca había estado tan impecable. Incluso huele mejor, ahora que han limpiado el almacén.

–No durará mucho. Mi hermano es un holgazán.

–Ya, pero su esposa no. Es una mujer enérgica y los dos trabajan mucho cada día.

–¿Te das cuenta de que tanto el banco como las mesas están en la plaza, que es terreno público? No tienen derecho…

–El banco siempre ha estado en la plaza -señaló María del Mar-. Y creo que es agradable que haya unas mesas ahí. Alegran la plaza y le dan una apariencia más festiva.

Era evidente que mucha gente del pueblo estaba de acuerdo con ella. Al poco tiempo, cuando pasaba por la plaza, Josep empezó a encontrar normal que una de las dos mesas, si no ambas, estuvieran ocupadas por gente que tomaba café o un plato de queso y chorizo.

Al cabo de dos semanas, Donat había añadido ya una tercera mesa y nadie del pueblo se acercó al alcalde con ninguna objeción.

En el ensayo de los castellers de Santa Eulalia, Eduardo dijo a Francesc que estaba progresando bien. A partir de primeros de año, añadió, le permitirían escalar hasta el sexto nivel en los ensayos y luego ya se convertiría en la cumbre.

Francesc estaba visiblemente exultante. Cuando le llegó la hora de ensayar, ascendió a toda prisa y Josep notó sus brazos en torno al cuello. Esperó lo que ya había empezado a convertirse en un ritual, el momento en que el niño le diría su nombre al oído, pero esta vez oyó algo distinto.

Una palabra apenas pronunciada, un aliento, un suspiro, una mínima bocanada sonora, como el fantasma de un mundo sostenido por la brisa:

–Padre.

Aquella noche, cuando los tres se sentaron a la mesa de la cocina para cenar, Josep miró a Francesc.

–Me gustaría pedirte una cosa, Francesc. Un favor.

La mujer y el niño lo miraron con atención.

–Me gustaría mucho que en vez de llamarme Josep empezaras a llamarme padre. ¿Crees que será posible?

Francesc no miró a ninguno de los dos. Al contrario, miraba hacia delante y se le había subido el color a la cara. Tenía la boca llena de pan y, mientras asentía, se echó aún otro bocado.

Maria del Mar miró a su marido y sonrió.

59

Hablar y escuchar

Sus ratos de intimidad, los momentos más propios y preciados del día, llegaban cuando Francesc dormía profundamente. Una noche, Josep hizo salir a Maria del Mar a la oscuridad y se quedaron sentados juntos en el banco de la viña para charlar.

Le contó cosas de aquel grupo de jóvenes desempleados, a los que ella recordaba bien, pues se había criado con ellos. Los chicos del grupo de cazadores. Le habló de la llegada del sargento Peña al pueblo de Santa Eulalia.

Le recordó la formación militar y las promesas, y luego le contó cosas que ella ignoraba. Marimar escuchó la historia de cómo habían usado a los chicos del pueblo como peones; cómo, sin saberlo, habían ayudado a los asesinos de un político sin identificar, por razones que ni siquiera podían aspirar a comprender.

Le contó que él y Guillem habían presenciado cómo mataban al padre de su hijo.

–¿Estás seguro de que Jordi murió?

–Le cortaron el pescuezo.

No lloró; haría mucho ya que daba por muerto a Jordi. Sin embargo, se aferró a él con una mano.

Josep le contó los detalles de su vida de fugitivo.

–Soy el único que queda -afirmó.

–¿Corres peligro?

–No. Sólo había dos hombres que podían percibirme como una amenaza, y los dos han desaparecido. Murieron en combate -añadió, una cómoda mentira.

Sólo le contó eso. Sabía que nunca sería capaz de revelarle nada más.

–Me encanta que ya no haya más secretos entre nosotros -contestó su mujer, y le dio un beso fuerte en los labios.

Josep odiaba que hubiera zonas oscuras que nunca podría mostrarle.

Se juró a sí mismo que la compensaría tratándola siempre, sin excepción, con amor y ternura. Los secretos que aún conservaba le pesaban en la espalda como una joroba y anhelaba poder contárselos a alguien. Deshacerse de la carga.

Pero no tenía con quién.

Un sábado por la tarde, sin terminar de creerse lo que estaba haciendo, pero incapaz de resistirse, abrió la puerta de la iglesia y entró en ella.

Había ocho personas esperando, hombres y mujeres piadosos y fieles. Algunos iban a confesarse todos los sábados por la tarde para acudir a misa el domingo con el alma limpia antes de aceptar la eucaristía.

Aunque la gruesa cortina roja de terciopelo del confesionario tapaba los sonidos, con una sensibilidad dispuesta a asegurarse de que sus perversidades se mantendrían en privado, los que esperaban turno se sentaban en la última fila de bancos, tan lejos del confesionario como era posible. Josep encontró un sitio entre ellos.

Cuando le llegó el turno, se adentró en la penumbra e hincó las rodillas.

–Perdóneme, padre, porque he pecado.

–¿Cuándo te confesaste por última vez?

–Hace seis… No, siete semanas.

–¿De qué naturaleza son tus pecados?

–Alguien que me resultaba… cercano… mató a un hombre. Yo le ayudé.

–¿Le ayudaste a matarlo?

–No, padre. Pero me deshice del cadáver.

–¿Por qué lo mató?

La pregunta desconcertó a Josep; no parecía tener relación alguna con su confesión.

–Vino al pueblo a matar a mi amigo. Y a mí también me habría matado.

–Entonces, ¿tu amigo lo mató para salvar su propia vida?

–Sí.

–¿Y tal vez la tuya? ¿Acaso, incluso, para evitar que tuvieras que matarlo tú?

–…Tal vez.

–En ese caso, su asesinato podría ser considerado como un acto de amor, ¿no? ¿Un acto de amor hacia ti?

Josep se dio cuenta de que el cura lo sabía.

Tal vez el sacerdote supiera más sobre Peña que el propio Josep. El padre Pío había pasado casi un día entero con Nivaldo antes de su muerte, previa confesión.

–¿Enterraste el cadáver?

Enterrado en pie, pensó Josep con un punto de locura, pero sin duda enterrado.

–Sí, padre.

–Entonces, ¿cuál es tu pecado, hijo?

–Padre… Está enterrado en tierra non santa. Sin sacramentos.

–A estas alturas, ese hombre ya se ha encontrado con su Creador y ha sido juzgado. A ti no te corresponde asegurarte de que todo el mundo reciba los últimos sacramentos. Estoy seguro de que la policía contemplaría tus actos de un modo distinto, pero yo no trabajo para la policía, sino para Dios y la Iglesia católica. Y te digo que no cometiste ningún pecado. Hiciste un trabajo físico, fruto de la piedad. Enterrar a los muertos es una obligación sagrada, de modo que no hubo pecado alguno y, por lo tanto, no puedo escuchar tu confesión -concluyó el sacerdote-. Puedes irte en paz, hijo. Ve a casa y no te atormentes más.

Al otro lado de la fina celosía, con su miríada de agujeritos minúsculos, sonó un suave pero definitivo crujido que señalaba el fin de la conversación al cerrarse la partición interior. Allí se terminaba el intento de confesión de Josep.

60

La Guardia Civil

A media mañana del tercer miércoles de agosto, Josep estaba sentado en una de las mesas exteriores de la tienda de comestibles leyendo el periódico, mientras su hermano limpiaba las otras mesas. Los dos alzaron la vista al oír el chacoloteo de tres jinetes que cruzaban el puente en dirección a la plaza. Los tres parecían haber viajado mucho bajo el sol cobrizo. Los dos primeros, que cabalgaban a la par, eran oficiales de la Guardia Civil. Josep había visto otros guardias en Barcelona, siempre de dos en dos y cargados con escopetas, con el aspecto aterrador que les daba el tricornio, las túnicas negras de cuello alto, los pantalones de un blanco níveo y las botas relucientes. Aquellos dos llevaban tricornio, pero iban vestidos con ropa de trabajo verde y polvorienta, llena de corros húmedos y oscuros en las axilas y en la mitad de la espalda, donde cada uno llevaba su arma sujeta por una correa de cuero.

Los seguía un hombre montado en una mula. Josep se dio cuenta de que lo conocía.

–¡Hola, Tonio! – saludó Donat.

El hijo mayor de Ángel Casals dirigió una rápida mirada a Josep, y saludó con un vaivén de cabeza a Donat, pero no contestó. Cabalgaba tieso y con la espalda recta, como si imitara a los dos hombres que lo precedían.

Josep los miró por encima del periódico. Donat se quedó plantado con la bayeta en la mano y los siguió con la mirada hasta que se detuvieron cerca de la prensa de vino y ataron sus animales al raíl. Fueron directos a la bomba del pozo. Los oficiales se turnaron para beber mientras el otro sostenía las dos armas y luego esperaron a que Tonio también bebiera y se echara agua a la cara y al pelo.

–Ya que estamos aquí, empecemos por aquí -dijo Tonio-. Es esa casa, la primera después de la iglesia -añadió, señalando-. A estas horas, puede estar en casa o en la viña. Si prefieren, podemos mirar primero en la viña.

Uno de los oficiales asintió, se descargó la escopeta de la espalda y agitó los hombros.

Mientras Donat limpiaba la mesa por cuarta vez, Josep vio que los tres cruzaban la plaza y desaparecían por detrás de la casa de Eduardo Montroig.

Dos horas después, Josep y Eduardo se encontraron con Maria del Mar y Francesc entre las hileras de vid y le contaron lo de los visitantes.

–Dos oficiales de la Guardia Civil, y traían de guía a Tonio Casals -explicó Eduardo-. Me han hecho las preguntas más extrañas. Han revisado toda la casa, aunque no sé qué buscaban. El maldito Tonio, mi camarada de infancia, ha cavado dos agujeros en mis tierras. En mi viña hay dos hoyos naturales y le han dicho que cavara ahí.

»Desde mis tierras, se han ido a la viña de Ángel, hará una media hora. Cuando hemos pasado Josep y yo, ahora mismo, estaban todos sentados mirando a Tonio, que rellenaba un hoyo que había cavado cerca del gallinero. ¿Te lo imaginas? ¿Cavar en las tierras de su propio padre? ¿Qué andarán buscando?

Maria del Mar estaba mirando hacia el camino y, de repente, desvió la mirada más allá de ellos.

–Oh. Ahí están. Vienen hacia aquí -dijo.

–¿Qué buscan? – volvió a preguntar Eduardo.

Josep se obligó a no darse la vuelta para mirarlos.

–No lo sé -contestó.

Uno de los guardias era más fornido que el otro, y un palmo más bajo. Aunque era visiblemente mayor, tenía una buena melena, mientras que el más joven lucía ya algo de calvicie en la coronilla. Ninguno de los dos uniformados sonreía, pero en ningún momento fueron rudos, cosa que los volvía más amenazadores si cabe.

–¿Señor Álvarez? ¿Señora? Soy el cabo Bagés y éste es el agente Manso. Creo que ya conocen al señor Casals.

Josep asintió y Tonio lo miró sin dirigirle la palabra.

–Hola, Maria del Mar.

–Hola, Tonio -respondió ella en voz baja.

–Nos gustaría echarle un vistazo a sus propiedades, señor. ¿Tiene alguna objeción?

Josep sabía que no era en verdad una pregunta. No podía negarles el permiso y, aunque hubiera podido, lo habrían tomado como señal de culpabilidad. Con la Guardia Civil no se jugaba. Tenían todo el poder legal y se contaban muchas historias sobre los daños, tanto físicos como económicos, que algunos de aquellos agentes habían provocado en su celo por mantener la paz.

–Por supuesto que no -contestó Josep.

Empezaron por las casas. El cabo envió al agente más joven a revisar la de los Valls con Maria del Mar, mientras él mismo inspeccionaba la de la familia Álvarez, acompañado por Josep.

En aquella casa pequeña no había demasiados lugares que se antojaran como posibles escondrijos. El cabo Bagés metió la cabeza en la chimenea para mirar por la campana, revisó debajo de la cama y movió de sitio la estera en que dormía Francesc. Hacía más frío dentro de la casa de piedra que fuera, pero en el desván hacía más calor y el guardia y Josep se pusieron a sudar mientras trasladaban sacos de grano para que el agente pudiera inspeccionar los rincones que quedaban debajo del alero.

–¿Cuánto hace que conoce al coronel Julián Carmora?

Josep lamentó oír el nombre, pues había mantenido la esperanza de no conocer nunca la verdadera identidad de Peña. No quería pensar en él.

Pero miró al cabo con perplejidad.

–¿Cuál era la naturaleza de su relación con el coronel Carmora? – preguntó el cabo Bagés.

–Lo siento. No conozco a nadie que se llame así.

El guardia le sostuvo la mirada.

–¿Está seguro, señor?

–Lo estoy. Nunca he conocido a ningún coronel.

–Ja. Entonces, puede considerarse afortunado -respondió el cabo.

Cuando regresaron a la viña, Maria del Mar y Francesc estaban sentados en el banco con Eduardo.

–¿Dónde está el agente Manso? – preguntó el cabo.

–Hemos revisado juntos la casa -explicó Maria del Mar-. La otra, la del medio, está llena de aperos, dos arados, viejos arneses de cuero…, toda clase de aperos. Lo he dejado allí, repasándolo todo cuidadosamente. Esa casa, la de allí -dijo, al tiempo que señalaba.

El guardia asintió y echó a andar.

Lo vieron alejarse.

–¿Te has enterado de algo? – preguntó Eduardo.

Josep movió la cabeza para responder que no.

Poco después apareció Tonio Casals entre las hileras de parras y se acercó a ellos. Se arrodilló delante del muchacho.

–Hola, Francesc. Soy Tonio Casals. ¿Te acuerdas de mí? ¿De Tonio?

Francesc estudió su rostro y luego negó con la cabeza.

–Bueno, ha pasado mucho tiempo, pero yo te conocí cuando eras muy pequeño.

–¿Y qué tal te va ahora, Tonio? – preguntó Maria del Mar con amabilidad.

–Me va… bien, Maria del Mar. Soy ayudante del alguacil de la cárcel regional que hay en las afueras de Las Granyas y me gusta ese trabajo.

–Tu padre dice que también trabajas en el negocio de la aceituna -dijo Eduardo.

–Sí, bueno, pero cultivar olivos no es más que otra forma de ser campesino. A mí no me gusta la agricultura y mi jefe es un hombre desagradable… En parte, la vida siempre es difícil, ¿no?

Eduardo se mostró de acuerdo en un susurro.

–¿Y trabajas a menudo con los guardias civiles? – preguntó a su viejo amigo.

–No, no. Pero los conozco a todos y ellos me conocen a mí, porque en algún momento han de traer algún prisionero a mi cárcel, o vienen a llevárselo para un interrogatorio. De hecho, me estoy planteando convertirme en guardia yo mismo. Es difícil porque hay muchas solicitudes y hay que tomar clases y pasar exámenes. Pero, como te iba diciendo, ahora conozco a muchos guardias, y su trabajo se parece a mi experiencia en la cárcel.

»Estos dos sabían que soy de Santa Eulalia. Cuando los enviaron aquí, me invitaron como guía y ayudante, así que puedo asegurar a todo el pueblo que no traen mala intención.

–Pero…, Tonio -dijo Marimar con ansiedad-, ¿por qué revisan nuestras tierras?

Tonio vaciló.

–No te preocupes -contestó.

Marimar abrió mucho los ojos.

–¿Por qué me han preguntado si conocía a no sé qué coronel? – susurró.

El rostro de Tonio reveló el orgullo que sentía al ejercer la autoridad. Echó un vistazo para asegurarse de que los dos guardias estaban fuera de la vista.

–Ha desaparecido un coronel con despacho en el Ministerio de Guerra. El cabo Bagés dice que es un oficial prometedor con rango temporal de brigadista y que algún día será general.

–Pero… ¿por qué lo buscan aquí? – preguntó Eduardo. Tonio hizo una mueca.

–Por razones poco sólidas. Entre los papeles que se encontraron en su escritorio había una lista del distrito de Cataluña con nombres de los concejales de pueblos y aldeas de la región. El nombre de Santa Eulalia, además del de los tres miembros del Ayuntamiento, estaba rodeado por un círculo.

«Concejal del Ayuntamiento. Así me encontró», pensó Josep.

–¿Sólo por eso? ¿Un círculo dibujado en una lista de pueblos? – preguntó Eduardo, incrédulo.

Tonio asintió.

–Cuando me lo dijeron, me eché a reír. Dije que a lo mejor el coronel estaba planificando la jubilación al final de su carrera y que había pensado en instalarse en este pueblo para cultivar uva. O que tal vez planeara enviar tropas por aquí de maniobras, o quizá, quizá, quizá. Pero insistieron en enviar agentes, así que… ¡He tenido que cavar un hoyo en la tierra de mi propio padre! Es que no se les pasa nada por alto, ni el más nimio detalle. Por eso tienen tanto éxito, por eso son los mejores. – Sonrió a Marimar-. Pero ten paciencia, pronto se habrán ido.

Al poco regresó el cabo Bagés.

–Señor -dijo a Josep-. ¿Puede acompañarme?

Guió a Josep hasta la puerta encajada en el monte.

–¿Qué es esto?

–Mi bodega de vino.

–Si no le importa… -dijo.

Josep abrió la puerta y entraron en la oscuridad.

En un instante Josep encendió una cerilla, prendió con ella la lámpara y permanecieron bajo su luz temblorosa.

–Ah -dijo el guardia, con voz suave. Era un sonido de placer-. Qué fresco hace aquí. ¿Por qué no viven aquí dentro?

Josep le dirigió una sonrisa forzada.

–Porque no queremos calentar el vino -contestó.

El cabo alargó una mano y cogió la lámpara. La sostuvo en lo alto y examinó lo que tenía delante: la pared y el techo rocosos, la mampostería que empezaba detrás de la hilera de botellas llenas.

Acercó la lámpara a la mampostería y la miró intensamente, estudiándola, y Josep se percató de algo con un desánimo repentino. Se iba a notar la distinta coloración de la argamasa que sujetaba las piedras en función del tiempo que llevaba secándose. La arcilla se volvía de un gris claro al secarse, casi del mismo tono que muchas de las piedras, mientras que en estado húmedo era mucho más oscura y tenía vetas marrones.

Se podían detectar las dos últimas secciones.

El corazón le daba martillazos. Sabía exactamente qué iba a ocurrir a continuación. El cabo observaría la arcilla y empezaría a quitar las piedras de colocación más reciente.

El hombre acercó la lámpara a la pared, dio un paso adelante y en ese momento se abrió la puerta de la bodega y entró el otro oficial.

–Creo que hemos encontrado algo -dijo el agente Manso.

El cabo dio la lámpara a Josep y se fue con su colega. Josep oyó las palabras susurradas:

–Una tumba excavada.

La puerta se había quedado abierta de par en par y estaba entrando calor.

–Señores, por favor… La puerta -consiguió decir.

Pero los guardias no lo oyeron, se marcharon a toda prisa, de modo que Josep apagó la lámpara y los siguió, tras cerrar firmemente la puerta.

No era un día extremadamente caluroso para el clima catalán, pero el contraste con la frescura de la bodega resultaba mareante.

Vio que todos se habían reunido en el límite trasero del este de la parcela de los Álvarez, incluso Ángel Casals, que debía de haberse acercado cojeando lentamente desde sus tierras. El alcalde parecía acabado y se apoyaba en Marimar.

Se oía el ruido de una pala y los leves gruñidos de quien la usaba.

Al acercarse, Josep vio que estaban todos mirando a Tonio Casals, que permanecía dentro del gran hoyo que acababa de excavar.

Josep se unió a los demás, con un histérico regocijo interno, pues la situación era exactamente la misma que había imaginado con terror, con su mujer y su hijo y los vecinos presentes como testigos del desastre y la desgracia en el momento en que se cernían sobre él.

–Aquí hay algo -dijo Tonio.

Soltó la pala y se agachó para coger algo y dar algunos tirones hasta que emergieron del suelo dos huesos unidos con trozos de tierra y de materia todavía pegados.

–Creo que es una pierna -dijo Tonio. A Josep le pareció que se daba demasiada importancia. Sin embargo, enseguida soltó un gritito-: ¡Madre de Dios! – Tiró al suelo aquel objeto espeluznante-. ¡Una pezuña hendida! ¡Es una pierna del demonio!

–No, señor -sonó la voz juvenil, emocionada y aguda de Francesc-. No es un demonio, es un cerdo.

En el breve silencio que siguió, Josep vio que Eduardo se echaba a temblar. Se le agitaban los hombros y su cara seria se retorcía.

Eduardo gruñó, con un sonido que parecía venir de una bomba de agua, y luego Eduardo vio y oyó por primera vez en su vida la verdadera risa de Eduardo Montroig. La carcajada era suave y aspirada, como el ladrido de un perro asmático después de correr mucho.

Casi al instante se sumaron los demás, incluso los guardias, seducidos a la vez por la irrefrenable alegría de Eduardo y por la situación. A Josep le resultó fácil rendirse a la histeria y a las risas que estallaron de nuevo mientras Tonio volvía a enterrar el jabalí.

Preocupado por el aspecto que lucía el alcalde, Josep lo acompañó al banco y le llevó agua fresca.

Tonio siguió ignorando a Josep, pero se dirigió a Marimar:

–Me gustaría probar vuestro vino -dijo.

Ella vaciló mientras buscaba el modo de evitar tener que servirle, pero Ángel Casals se dirigió a su hijo con brusquedad:

–Y a mí me gustaría que me llevaras a casa ahora mismo. He contratado a Beatriu Corberó para que nos cocine su paella de verano, con butifarra y verduras, una cena de pueblo para ti y tus amigos, y tengo que ir a ver cómo va.

Así que Eduardo ayudó al alcalde a montar en la mula de su hijo y Tonio se lo llevó.

Aturdido, Josep llenó una jarra del barril de vino común, ya casi vacío, y usó las copas de Quim para servírselo a los dos guardias, a Marimar y a Eduardo.

Los guardias civiles no tenían prisa por irse. Bebieron despacio, felicitaron a Josep por el vino y se dejaron convencer de que no pasaba nada porque se tomaran otra ronda, a la que él mismo se sumó.

Luego le estrecharon la mano, le desearon una cosecha abundante, montaron en sus caballos y se fueron.

61

Monsieur

A principios de septiembre había aparecido bastante gente en busca de la bodega para comprar vino, y cuando Josep vio que un jinete entraba en su viña desde el camino creyó que se trataba de otro cliente. Pero al acercarse vio que el hombre tiraba de las riendas para examinar el cartel.

Y entonces reconoció su cara, que lucía una sonrisa bien amplia.

–¡Monsieur! ¡Monsieur! – lo llamó.

«¡El señor Mendes podrá probar mi vino!», pensó de inmediato, con una mezcla de alegría y terror.

–Señor -le respondió Mendes.

Le encantaba poder presentar a Maria del Mar y a Francesc a Léon Mendes.

Había hablado mucho de él con su esposa y ella sabía lo que el francés significaba para él. Una vez hechas las presentaciones, Marimar se llevó a Francesc de la mano y corrió a la granja de los Casals a comprar un pollo, así como a la tienda de comestibles en busca de otros ingredientes, consciente ya de que se iba a pasar la tarde entera preparando la cena.

Josep desensilló el caballo. Cuando él estaba en Languedoc, monsieur Mendes llevaba una muy buena yegua árabe negra. Ésta también era yegua, pero se trataba de un animal marrón, de lomo jorobado y dudoso linaje, un caballo propio de sirvientes, alquilado por Mendes en Barcelona al bajar del tren. Josep se encargó de alimentarlo y darle agua. Puso dos sillas a la sombra y llevó a su visitante unos trapos mojados para que se humedeciera la cara y las manos y se quitara el polvo del camino.

Luego sacó un cántaro y dos tazas, se sentaron los dos a beber agua y empezaron a charlar.

Josep le contó a Mendes la historia de cómo había conseguido su viñedo. Que su hermano y su cuñada habían decidido vender la tierra de los Álvarez y él la había comprado. Explicó que el vecino, poseído de amor, le había forzado a asumir la responsabilidad de las tierras contiguas, de los Torras, y que al casarse con Marimar habían fundido sus propiedades.

Mendes lo escuchaba con atención y hacía alguna que otra pregunta, con los ojos abiertos de satisfacción.

Josep no quería abalanzarse sobre el francés sin darle antes la bienvenida durante el tiempo suficiente, pero le resultó imposible contenerse más.

–¿Una copa de vino, tal vez? – preguntó.

Mendes sonrió.

–Una copa de vino será bienvenida.

Sacó dos copas y fue corriendo a la bodega en busca del vino. Mendes miró la etiqueta y enarcó las cejas mientras le devolvía la botella para que la abriese.

–A ver qué le parece, monsieur -dijo Josep, mientras lo servía.

Ni se les ocurrió brindar por su recíproca salud. Ambos sabían que se trataba de una cata.

Mendes alzó el vaso para observar el color del vino, lo movió trazando leves círculos y estudió los finos rastros translúcidos que dejaba el líquido en el cristal al arremolinarse. Lo acercó a la nariz y cerró los ojos. Bebió un sorbo, conservó el vino en la boca e inspiró con los labios un poco abiertos para que el aire lo atravesara de camino a la garganta.

Luego se lo tragó y se quedó sentado con los ojos cerrados, el rostro pétreo y muy serio. Josep no podía adivinar casi nada por su expresión.

Abrió los ojos y bebió otro trago. Sólo entonces miró a Josep.

–Ah, sí -dijo suavemente.

–Es muy delicado, como sin duda sabrás ya. Es intenso y afrutado, y al mismo tiempo bastante seco. ¿La uva es Tempranillo?

Josep estaba exultante, pero se limitó a asentir como quien no quiere la cosa.

–Sí, nuestra Tempranillo. Y algo de Garnacha. Y una cantidad menor de Cariñena.

–Tiene mucho cuerpo, pero es elegante y conserva el espíritu mucho después de tragarlo. Si yo hubiera hecho este vino, estaría enormemente orgulloso -dijo Léon Mendes.

–En cierta medida sí que lo ha hecho usted, monsieur -respondió Josep-. He intentado recordar cómo lo hacía, paso a paso.

–En ese caso, estoy orgulloso. ¿Lo vendes?

–Claro, por Dios.

–Me refiero a que me lo vendas a mí, a granel.

–Sí, monsieur.

–Enséñame tu viña -pidió Mendes.

Recorrieron juntos las parras, y recogieron de vez en cuando una uva para probar su creciente madurez y comentar cuál sería el momento óptimo de vendimia. Cuando llegaron a la puerta encajada en el monte, Josep la abrió e hizo entrar a su invitado.

A la luz de la lámpara, Léon Mendes estudió hasta el último detalle de la bodega.

–¿La has cavado tú solo?

–Sí.

Josep le contó el descubrimiento del agujero en la roca.

Mendes miró los catorce barriles de cien litros, más los tres de 225.

–¿Es todo el vino que has hecho?

Josep asintió.

–Para financiar esto tuve que vender el resto de la uva para hacer vinagre.

–¿Has hecho una segunda etiqueta?

–Sólo un barril. – Guardaba una taza encima del barril para sacar vino y, para darle una muestra a Mendes, tuvo que inclinar el tonel-. Ya sólo quedan los restos -advirtió.

Sin embargo, Mendes lo cató con atención y proclamó que se trataba de un vin ordinaire perfectamente correcto.

–Bueno, volvamos a nuestras sillas a la sombra -dijo-. Tenemos mucho de qué hablar.

–¿Has vendido algo de tu vino bueno?

–Relativamente pocas botellas hasta la fecha en el mercado de Sitges, desde la parte trasera del carromato.

Cuando Josep dijo a Mendes cuánto cobraba, el hombre suspiró.

–Has rebajado un vino excelente. Bueno. – Tamborileó con los dedos sobre el muslo mientras pensaba-. Me gustaría comprarte once toneles de cien litros. Te doblaré el precio que pedías para venderlo desde tu carro. – Sonrió al ver la expresión pintada en el rostro de Josep-. No es por generosidad, es el precio de mercado. En los años que han pasado desde que te fuiste de Languedoc, la filoxera lo ha invadido todo. Esa pulguilla cabrona ha destruido tres cuartas partes de los viñedos de Francia. Hay un clamor en busca de vinos bebibles, el precio está muy alto y sigue subiendo. Después de pagar el embotellado y el transporte, podré vender tu vino con excelentes beneficios. Desde un punto de vista egoísta, podría comprarte hasta la última gota, pero te dejo lo suficiente para llenar unas 900 botellas, y deberías servirte de eso para empezar a crear una clientela en tu propio territorio.

»Para vender tu buen vino has de comprar botellas nuevas y buscar una imprenta para las etiquetas. Consigue una caseta pequeña en alguno de los mercados cubiertos de Barcelona y multiplica por dos y medio el precio que pusiste en Sitges. En Barcelona hay compradores de medios reducidos, igual que en los pueblos de pescadores, pero también hay prósperos hombres de negocios y una rica aristocracia que compra lo mejor y siempre anda en busca de algo nuevo. Venderás tu vino muy rápido. ¿Cuánto planeas prensar en la próxima cosecha?

Josep frunció el ceño.

–Un poco más que el año pasado, pero volveré a vender la mayor parte del zumo fermentado para hacer vinagre. Necesito dinero en efectivo.

–Sacarás mucho más si lo vendes para vino que para vinagre.

–No tengo suficiente dinero para pasar el año, monsieur.

–Te adelantaré el dinero que necesites para trabajar, a cambio del derecho exclusivo sobre dos tercios de tus toneles de vino. – Miró a Josep-. He de decirte que si no aceptas mi oferta, no tardarás en recibir otras. Me he encontrado con una docena de viticultores franceses que intentaban comprar vino por aquí. De ahora en adelante será muy común verlos en Cataluña y en todo el resto de España.

La mente de Josep era un torbellino.

–He de tomar decisiones importantes. ¿Le importa que le deje solo un rato y me lo piense un poco?

–Claro que no -contestó Mendes-. Daré una vuelta por el resto de tu viñedo y me entretendré.

El hombre sonrió, y Josep pensó que monsieur Mendes sabía perfectamente a qué iba a dedicar él aquel intervalo.

La casa olía a ajo, hierbas y guiso de pollo.

Josep encontró a Marimar en la cocina, desvainando judías y con un copo de harina en la nariz.

–Ángel sólo ha querido venderme una vieja gallina que ya no le pone huevos -dijo-. Pero quedará bien. La estoy estofando a fuego lento con ciruelas y un poco de vino y aceite, y luego tomaremos una tortilla de espinacas con salsa de tomate, pimienta y ajo.

Se sentó con él y escuchó atentamente su descripción de la oferta de monsieur Mendes. Le interrumpió con alguna pregunta, pero se esforzó por absorber todo lo que le contaba Josep.

–Es una oportunidad para establecernos como productores de vino. Deberíamos aprovechar la situación. La filoxera, la carestía de vino en Francia…

Josep se interrumpió y la miró.

Tenía cierta aprehensión, porque sabía que ella temía los cambios y que se sentía segura en las rutinas familiares, por dolorosas que fueran.

–Tú quieres hacerlo, ¿verdad? – dijo ella al fin.

–Ah, sí. La verdad es que lo quiero hacer.

–Entonces, lo tenemos que hacer -contestó Marimar. Y siguió desvainando judías.

Fue una cena muy agradable. Cuando el visitante felicitó a Marimar y alabó con especial calidez las pastitas que había servido con el café, ella se echó a reír y le dijo con sequedad que eran de la panadería local, cuya dueña tenía mucho talento.

Cuando Francesc, adormilado, les dio las buenas noches y se fue a dormir a su catre, la conversación retomó el asunto del vino rápidamente.

–¿Corre peligro su viñedo? – preguntó Josep.

Mendes asintió.

–Tal vez nos alcance la filoxera el año que viene, o el otro.

–¿No se puede hacer nada? – quiso saber Maria del Mar.

–Sí. La plaga llegó a Europa en parras importadas de América, pero hay una cepa americana cuyas raíces los áfidos no comen. Tal vez contengan algún elemento que les resulta venenoso, o a lo mejor sencillamente no les gusta su sabor. Cuando injertamos nuestras vides condenadas con esas raíces americanas, los áfidos no las atacan.

»Durante los últimos tres años he sustituido cada año el 25 por ciento de mis viñas con cepas injertadas. Para conseguir una cosecha entera hacen falta cuatro años -explicó Mendes-. Tal vez te interese reconvertir tu propio viñedo.

–Pero, monsieur…, ¿para qué íbamos a hacerlo? – preguntó Maria del Mar lentamente-. La filoxera es un problema francés, ¿no?

–Ah, madame, pronto será medio español.

–Dudo que los áfidos sean capaces de cruzar los Pirineos -opinó Josep.

–La mayoría de los expertos creen que es inevitable -contestó Mendes-. Los áfidos no son águilas, pero con sus alitas minúsculas avanzan unas veinte leguas al año. Si hay vientos fuertes, los insectos pueden esparcirse a todo lo largo y ancho del territorio. Y el hombre los ayuda con sus viajes. Cada año, mucha gente cruza la frontera. Los áfidos se esconden en cualquier lugar, bajo el collar de un abrigo o en la crin de un caballo. Tal vez, quién sabe, haya algunos ya en algún rincón de España.

–Entonces, parece que no tenemos alternativa -dijo Josep, preocupado.

Mendes asintió con lástima.

–En cualquier caso, es algo que merece la pena pensar con atención -concluyó.

Aquella noche hicieron la cama de la casa de los Valls con sábanas limpias y Mendes durmió allí. A la mañana siguiente se levantó pronto y anunció que saldría pronto hacia Barcelona para de ahí partir hacia Francia. Mientras Maria del Mar preparaba una tortilla para desayunar, Mendes y Josep pasearon juntos por la viña bajo el fresco aire de la mañana.

Josep contó a Mendes que pensaba comprar barriles de 225 litros y guardarlos a ambos lados de la bodega, en amplios estantes.

Mendes asintió.

–Eso te servirá de momento, porque me puedes enviar los barriles cuando estén llenos, en relativamente poco tiempo. Pero el precio del vino seguirá alto durante unos cuantos años y llegará un día en que querrás embotellar hasta la última gota de vino tú mismo y venderlo embotellado. Cuando eso ocurra, necesitarás cavar otra bodega en la colina, al menos del mismo tamaño que la que tienes ahora.

Josep hizo una mueca.

–Tanto cavar…

Mendes dejó de caminar.

–Hay una cosa que tienes que aprender, quizá la lección más dura e importante. A veces has de confiar en los demás para encargarles lo que quieres hacer. Cuando la viña alcanza cierto tamaño, uno no se puede permitir el lujo de hacer todo el trabajo personalmente -concluyó.

Después de desayunar, Josep ensilló el caballo de alquiler y; los dos hombres se dieron un abrazo.

–¡Monsieur! – Marimar salió corriendo de la masía con una bolsa en la que había guardado una botella de vino bueno y una porción de tortilla para que se la comiera en el tren-. Le deseo un buen viaje de regreso, monsieur.

Léon Mendes hizo una reverencia.

–Gracias. Usted y su marido han creado una bodega maravillosa, señora.

62

La discrepancia

Tres semanas más adelante, Josep y Maria del Mar tuvieron la primera discusión seria de su vida de casados.

Ambos habían trabajado mucho y llevaban horas hablando de los problemas de la bodega y de sus planes para el futuro.

Habían decidido empezar a replantar la viña después de la cosecha del año siguiente. Iban a sustituir cada año, durante los cuatro siguientes, el 25 por ciento de las vides por cepas injertadas, tal como había hecho Mendes en Languedoc. A Josep le gustaba la idea de que, de esa manera, dispondrían de toda la cosecha de uva para la vendimia de aquel año y el siguiente. Luego, como las cepas injertadas tardarían cuatro años en ofrecer uva para la vendimia, la cosecha se reduciría en un 25 por ciento cada año. Al llegar el cuarto no habría nada que vendimiar, pero con aquellos precios tan altos habrían acumulado mucho capital para invertir. Se habían puesto de acuerdo en que dedicarían aquel cuarto año a hacer ciertas mejoras en el viñedo. Sería entonces cuando cavaran la nueva bodega en algún lugar del terreno de los Álvarez. Con tanto fregar y enjuagar, por no hablar del regadío cuando se volvía necesario, cargar agua del río representaba un malgasto constante de tiempo y esfuerzos. Una viña necesitaba tener un pozo.

Qué nuevo y extraño placer suponía tener dinero para hacer las cosas necesarias.

Una tarde, Marimar regresó de un paseo por el pueblo con un cotilleo.

–Rosa y Donat están buscando casa.

–Ah, ¿sí? – dijo Josep. Apenas la escuchaba a medias, pues estaba pensando cuándo le entregarían unas botellas que había encargado-. ¿Y para qué necesitan una casa?

–Rosa quiere poner mesas en las habitaciones del altillo de la tienda de comestibles e instalar un auténtico café en el que puedan servir comida de verdad. Es una maravillosa cocinera y pastelera. Ya viste cómo le encantaron sus pastas a monsieur Mendes.

Ausente, Josep asintió. Al fin y al cabo, iba pensando, durante muchas semanas no necesitaría aquellas botellas. Era más urgente decidir qué sección de la viña iba a cosechar antes. Para pisar tanta uva había que seguir un claro plan de vendimia. Tendría que discutirlo con Marimar.

Ella interrumpió sus meditaciones.

–Me gustaría darles la casa de los Valls.

–¿A quién?

–A Rosa y a Donat. Me gustaría darles la casa de los Valls.

–De ninguna manera -resopló Josep.

Ella lo miró fijamente.

–Donat es tu hermano.

–Y su mujer quería quedarse mis tierras. Y mi casa. Y mis vides. Y mi pastilla de jabón y mi taza. No lo olvidaré nunca.

–Rosa estaba desesperada. No tenía nada y pretendía proteger la herencia de su marido. Ahora nuestra situación es muy distinta. Creo -afirmó- que, si te tomas el esfuerzo de conocerla, te caerá bien. Es interesante. Una mujer muy trabajadora, con genio y muchas habilidades diferentes.

–Que se vaya al Infierno.

–También está embarazada -añadió Marimar. Esperó y se lo quedó mirando-. Escúchame, Josep. No tenemos más parientes. Quiero que mis hijos crezcan con una familia. La bodega tiene tres casas. Nosotros vivimos en ésta y necesitamos la de Quim para almacenar cosas. Pero mi vieja casa está vacía y se la quiero dar a ellos.

–Ya no es tu casa -dijo él con brusquedad-. La mitad me pertenece, igual que a ti te pertenece la mitad de ésta y de la de Quim. Y escúchame bien: no puedes regalar algo que me pertenece a mí.

Vio que la expresión de su mujer cambiaba. Su cara parecía amarga, reservada y hasta algo mayor, con el mismo aspecto que había tenido cuando Josep regresó a Santa Eulalia. Él ya había olvidado aquella expresión.

Al poco le oyó subir la escalera de piedra hacia su habitación.

Josep se quedó sentado, recapacitando.

Ella le importaba profundamente. Recordó que había hecho un voto, una promesa de no tratarla jamás con crueldad, ni con sus actos ni con sus palabras, como habían hecho otros antes que él. Se dio cuenta de que tenía poder para hacerle daño, tal vez más incluso que aquellos otros cabrones.

Mientras permanecía allí sentado, sintiéndose podrido, acusándose, repasó mentalmente las palabras de su esposa y estiró la espalda.

¿De verdad había dicho que Rosa estaba embarazada «también»?

Y, si así era, ¿se había equivocado? ¿O quería decir que, además, estaba embarazada?

Abandonó la silla y subió a saltos la escalera para reunirse con su esposa.

Unos días después, un jueves por la mañana, llegó un carro de carga tirado por dos pares de caballos. Josep guió al arriero hacia la casa de Quim y le ayudó a descargar 42 cajas de listones de madera llenas de botellas y a subirlas por la escalera. Apiladas en dos filas, ocupaban casi la mitad de lo que en otro tiempo fuera el pequeño dormitorio de Quim. Cuando se fue el conductor, Josep abrió una de las cajas y sacó una botella brillante y virginal, idéntica a las demás, todas a la espera de que él las llenara de vino.

Al abandonar la casa convertida en almacén, oyó voces. Atraído por su sonido, caminó hasta la casa de los Valls y se encontró a su hermano con Maria del Mar.

–Cuando te acuestes y cuando te despiertes -decía Maria del Mar- en esta masía, oirás el río.

–Hola -saludó Josep.

Incómodo, Donat devolvió el saludo.

–Esta mañana le estaba contando a Rosa -explicó Marimar- que quedaría precioso si plantáramos más rosales salvajes cerca de la casa. También estaría bien hacer lo mismo en la nuestra, Josep. ¿Te parece que ya has trasplantado demasiados rosales de la orilla del río?

–El río es largo -contestó Josep-. Tal vez tenga que andar un poco, pero hay muchos rosales.

–Iré contigo a arrancarlos -propuso enseguida Donat.

–A Rosa le encantan esas flores sencillas -explicó Maria del Mar-. Que se las quede todas. Yo prefiero las pequeñas, blancas, para nuestra casa.

Donat se rió.

–Tendremos que esperar a que florezcan en abril para saber cuál es cuál -dijo, pero Josep meneó la cabeza.

–Yo las distingo. La planta de las rosas es más grande. Las podemos coger en invierno, cuando tendremos más tiempo libre.

Donat asintió.

–Bueno, será mejor que vuelva a la tienda con Rosa. Sólo quería echar un vistazo a una hilera de piedras que hay que reparar en la parte trasera de la casa.

–¿Qué hilera de piedras? – preguntó Josep.

Fueron a la parte trasera y Josep vio y contó ocho piedras de buen tamaño esparcidas por el suelo.

–Yo sabía que había una piedra suelta en esa pared -dijo Maria del Mar-. Te lo pensaba contar, pero… ¿cómo ha pasado esto?

–Creo que fueron los guardias -dijo Josep-. Debieron de notar que había una piedra suelta y la sacaron, y luego arrancaron las otras para asegurarse de que no hubiera nada escondido. La verdad es que no pasan nada por alto.

–Ya lo repararé -se ofreció Donat.

Pero Josep meneó la cabeza.

–Lo haré yo esta tarde -dijo-. Me encanta la mampostería.

Donat asintió y se dio la vuelta para irse.

–Gracias, Josep -dijo.

Por primera vez, Josep le dedicó una buena mirada.

Vio a una persona corpulenta y afable. Donat tenía la mirada clara, el rostro tranquilo y, mientras se disponía a regresar a un trabajo que le gustaba, parecía lleno de determinación.

Su hermano.

Algo en el interior de Josep -algo pequeño, frío y pesado, un gélido pecado que había cargado en su corazón sin saberlo- se derritió y desapareció.

–De nada, Donat -contestó.

El frío llegó al pueblo desde muy lejos, de las montañas, del mar. ¿Traería el viento aullidos y destrozos? ¿Acarrearía granizo, o pequeñas motas aladas? Llovió tres veces en otoño, pero siempre era una lluvia gentil y piadosa. El sol lució la mayor parte de los días para alejar con su calor el frescor de la noche, y las uvas siguieron madurando.

Se dio cuenta de que la replantación sería una buena oportunidad para colocar las cepas en grandes grupos de la misma variedad, pues hasta entonces tenía que sufrir por el descuido de sus antepasados e ir de aquí para allá entre las hileras mezcladas para vendimiar según la variedad de cada parra.

Josep quería que toda la cosecha alcanzara la mayor madurez posible, pero no deseaba que se pasaran las uvas en la parra, de manera que planificó el orden de vendimia como si fuera un general a punto de entrar en la batalla.

Las plantas más antiguas, con las uvas más pequeñas, parecían madurar más tarde, acaso por el terreno en que estaban plantadas. Eran las mismas cepas de las que había hecho su vino mezclado y sentía un cariño especial por aquellas vides arrugadas y muy viejas, que no pensaba replantar mientras no dieran muestras de estar condenadas. De momento, les concedió unos días más de maduración.

Así fue que una mañana, a primera hora, empezó a cosechar recogiendo la fruta de las vides normales, las mismas que, hasta aquel año, habían ofrecido su uva cada año sólo para que se convirtiera en vinagre.

Tenía mucha ayuda. Donat había hecho saber a todo el pueblo que durante la semana de la vendimia la tienda de comestibles sólo estaría abierta desde el mediodía hasta las cuatro, y él y Rosa se habían sumado a los vendimiadores y pensaban pasar las noches pisando uva. Briel Taulé estaba allí, como siempre, y Marimar también había contratado a Ignasi Febrer y a Adrià Taulé, primo de Briel, para vendimiar y pisar.

A última hora de la tarde, Josep llegó al abrevadero lleno de uvas y se lavó los pies y las piernas.

Pronto se le sumarían otros y establecerían turnos de trabajos, unos para cosechar y seleccionar la uva, mientras los otros la pisaban. Pero de momento estaba solo y se regocijó en la escena. El depósito estaba abarrotado de uvas de un negro amoratado, brillantes. Cerca había una mesa llena de tortillas y pastas de Rosa, cubiertas con trapos, y vasos y cántaros de agua. Había leña en una ordinaria chimenea de piedra, esperando que alguien la encendiera, y lámparas y antorchas colocadas en torno a la cisterna de piedra para aportar su calor y su luz contra el oscuro frescor cuando llegara la noche.

Apareció Francesc, con su correr disparejo, y contempló cómo Josep metía un pie primero, y luego el otro, entre las uvas.

–Yo también quiero -le dijo.

Josep sabía que el montón de uvas era tan alto que Francesc no podría ni moverse entre ellas.

–El año que viene ya habrás crecido lo suficiente -le contestó.

Lo invadió un lamento repentino por el hecho de que su padre no hubiera vivido lo suficiente para conocer a aquel muchacho y a su madre. Que su padre no hubiera sido testigo de todo lo que había pasado en la viña de los Álvarez.

Que Marcel Álvarez no fuera a probar su vino jamás.

Sabía que se sostenía sobre los hombros de su padre, así como sobre los de quienes le habían precedido. Durante tal vez mil generaciones, su gente había trabajado la tierra de España, como peones en los campos de Galicia, y antes de eso como siervos.

Tuvo una visión repentina y mareante de todos sus antepasados en un castillo humano en el que cada generación lo alzaba a él más y más arriba sobre sus hombros hasta un punto en que ya no le alcanzaba el sonido de las grallas y de los tambores. Un castillo de mil pisos.

–Y Francesc es nuestro enxaneta, la cumbre -dijo.

Agarró al chiquillo y se lo subió a los hombros. Francesc se quedó sentado, con los pies colgados a ambos lados de la cabeza de Josep. Le agarró el pelo con las dos manos y gritó:

–¿Y ahora qué hacemos, padre?

–¿Ahora?

Josep dio los primeros pasos. Pensó en las esperanzas, en los sueños y en el duro trabajo dedicados a la uva, el esfuerzo constante para convertirla en vino. Aspiró su aroma y notó cómo se quebraban los granos bajo su peso, sintió que el jugo vital corría en libertad y lo llamaba, que apenas una capa de piel separaba la sangre de la uva de su propia sangre.

–Ahora, caminar y cantar, Francesc. ¡Caminar y cantar!

Agradecimientos

Este libro es mi carta de amor a un país. No descubrí las glorias del buen vino hasta que, siendo ya un hombre de mediana edad, empecé a viajar a España, donde pronto desarrollé un profundo afecto por la gente, su cultura y sus vinos.

Cuando decidí escribir una historia sobre ellos, escogí centrarme en la mitad del siglo xix porque fue el período de la plaga de la filoxera y de las Guerras Carlistas. Ubiqué mi viña ficticia en el Penedés porque, viviendo allí, mi protagonista tenía acceso al mismo tiempo a Barcelona y a las regiones vinícolas del sur de Francia.

¿Historia o imaginación?

Es importante señalar qué elementos de esta novela se basan en hechos históricos y cuáles derivan de la invención del autor. Por desgracia las guerras carlistas corresponden a la realidad, así como el desastre de la filoxera, mientras que el pueblo de Santa Eulalia y el río Pedregós sólo existen en La bodega.

Los miembros de la realeza proceden de la historia y el general Juan Prim pasó la mayor parte de su vida como militar, convertido en político y hombre de Estado cuando lo mataron. Para aprender sobre su asesinato acudí al profesor Pere Anguera, autor de la biografía definitiva del general Prim. Intenté plasmar la escena del asesinato tal como me la recreó el profesor Anguera. Los detalles -la sustitución de un carro de caballos por otro, las cerillas encendidas cada vez que el coche tomaba una nueva calle, la manera en que el paso quedó bloqueado por dos carricoches y una banda desde la que los pistoleros dispararon al presidente del Gobierno español- se presentan con la mayor cercanía posible a los hechos que tan generosamente Pere Anguera compartió conmigo. Le agradezco el haberme facilitado dicha información, así como por su posterior revisión de los pasajes dedicados al tiroteo.

Dado que el drama del asesinato en la vida real nunca concluyó con la condena y castigo de los asesinos, me sentí libre para, en la novela, añadir mis propios personajes ficticios a la escena. Es pura ficción, sin otro origen que mi imaginación, que unos jóvenes de un pueblo llamado Santa Eulalia se contaran entre la banda de asesinos.

Otros que me ayudaron

Doy las gracias a Maria Josep Estanyol, profesora de Historia de la Universidad de Barcelona, por sus respuestas a muchas preguntas.

Para documentarme sobre la fe católica me dirigí a nuestra amiga Denise Jane Buckloh, antigua hermana Miriam de la Eucaristía, OCD, a quien estoy agradecido por ello.

Asimismo, agradezco al catedrático Pheme Perkins del Boston College por responder a mis preguntas acerca de la concepción católica de temas como el entierro, el pecado y la penitencia.

La primera visita a una bodega española para la investigación -en compañía de Lorraine, mi esposa, y de mi hijo Michael Seay Gordon- tuvo lugar en el viñedo de los Torres en el Penedés, región en que se encuentra la viña de la novela. Fue un inicio prometedor: Albert Fornos, que ha pasado allí su carrera como viticultor, nos preparó una espléndida gira y Miguel Torres Maczassek presidió una cena en la que, para acompañar cada uno de los cinco platos, se sirvieron deliciosos vinos Torres y Jean Léon.

Michael y yo hicimos varios viajes al Priorat y al Montsant, tierras de vino. He descubierto que, de modo casi infalible, las viñas suelen encontrarse en lugares hermosos a los que, a su vez, vuelven aun más impresionantes. Encajado en un pequeño y adorable valle, encontramos Mas Martinet Viticultors, la bodega de la familia Pérez. Sara Pérez Ovejero y su marido, René Barbier, cuyos padres respectivos obtuvieron premios como pioneros del vino, mantienen con esfuerzo la tradición familiar y hacen vinos deliciosos con éxito. Sara Pérez ha preparado diversos volúmenes en los que incluye y describe las hojas de las distintas variedades de uva, de modo que sus hijos puedan empezar a educarse en el cultivo de la uva desde muy pronto. Sin dejar de masticar un queso español y beber tragos de su buen vino, me convertí en un muy atento alumno mientras repasaba con ella esos libros.

En distintas ocasiones Michael y yo recorrimos una carretera estrecha y precaria que bordea un valle algo más grande y termina remontando una pequeña pero pronunciada montaña para llegar al pueblo de Torroja del Priorat, donde en 1984 María Ángeles Torra fundó la bodega de su familia en un antiguo monasterio. Lo llevan sus hijos, Albert y Jordi. Sus vides están plantadas cerca de allí, algunas en laderas pronunciadas, y algunos de sus muy preciados vinos se obtienen de uvas cuyas parras han perseverado durante más de cien años en suelos pizarrosos. Agradezco extremadamente a los hermanos Albert y Jordi Rotllan Torra su lectura del manuscrito de este libro.

En junio de 2006 obtuve un premio literario especial que otorgaba la ciudad de Zaragoza y, mientras estaba en la zona, el novelista y periodista Juan Bolea me aportó su amistad y su orientación, además de su ayuda para visitar dos bodegas. Estoy agradecido a Juan; a los miembros de la Asociación Internacional de Escritores de Misterio, que me hicieron sitio -junto con el pequeño grupo que me acompañaba- en su autobús; y a Santiago Begué Gil, presidente de la Denominación de Origen de Cariñena, por su hospitalidad y su sabiduría acerca del vino.

En la finca Aylés, una vasta propiedad de 3.100 acres en la que se empezó a hacer vino en el siglo xii, la Bodega Señorío de Aylés ha plantado 70 hectáreas de uva y los rosales señalan ambos extremos de cada hilera. Me emocionó ver águilas en repetidas ocasiones, así como saber, por boca de su dueño, Federico Ramón, que ese lugar encantador ha sido designado por la Unión Europea como zona especial para la protección de pájaros. Le agradezco su hospitalidad.

En un valle enorme que me recordaba algunos de los grandes del oeste norteamericano, visitamos las Bodegas Victoria. Agradezco a José Manuel Segura Cortés, presidente del Grupo Segura Serrano, que nos invitara a un almuerzo de comidas regionales y nos mostrara su viñedo.

Agradezco a Alfonso Mateo-Sagasta, premiado autor madrileño de novelas históricas, la información sobre cómo se celebraban las elecciones en los pueblos en el siglo xix.

Agradezco a Delia Martínez Díaz que me llevara a la ciudad de Terrassa, donde pasé algún tiempo en uno de los museos más especiales que he conocido. Alojado en los desparramados edificios de ladrillo visto de una antigua fábrica textil, el Museu de la Ciencia i de la Técnica de Catalunya pone al visitante en contacto directo con la revolución tecnológica. Se puede caminar entre objetos expuestos que en su momento representaron las entrañas y la maquinaria de una fábrica antigua, y tuve la ocasión de ver cómo la llegada de las máquinas de vapor había generado trabajos parecidos al que desempeñaba Donat. Por su infinita paciencia a la hora de responder a mis preguntas, doy las gracias al director del museo, Eusebi Casanelles i Rahola, a la conservadora Contxa Bayó i Soler, y a todo su personal.

Agradezco a Meritxell Planas Girona, miembro de los Minyons de Terrassa, sus respuestas a mis consultas sobre los castellers.

Ángel Pujol Escoda respondió con dulce paciencia incontables preguntas sobre caza y naturaleza, mientras que su esposa, Magdalena Guasch i Poquet, me explicó distintas maneras de cocinar un conejo.

En el maravilloso mercado central de Sabadell, María Pérez Navarro robó tiempo a su negocio de charcutería, Cal Prat, para hacerme un dibujo y aclararme en qué parte exacta de un jabalí podían encontrar Josep y Jaumet la mejor pieza de carne.

Lorraine Gordon convivió conmigo y me aportó un sustento mejor que cualquier comida.

Mi hija Lise Gordon, se convirtió una vez más en mi primera editora, aportando razonamientos, su capacidad para pulir y sus soberbias habilidades para la corrección, gracias a las cuales este libro es mejor.

Mi hijo Michael es el mejor compañero para el camino, alegre a veces, siempre responsable, con una mente entusiasta y razonadora, además de un brazo fuerte. Nunca le da pereza hacer una llamada para averiguar algo, o perseguir un dato.

Mi hija Jaime Beth Gordon, Lorraine, Michael y mi amigo Charlie Ritz leyeron también el manuscrito y aportaron comentarios y sugerencias.

Mi nuera, Maria Palma Castillón, nunca rehuyó la investigación de un dato y le agradezco, así como al Centre de Promoció de la Cultura Popular i Tradicional Catalana, en Barcelona, las respuestas a cuantas preguntas ella les hizo en mi nombre, que podían versar sobre las campanadas de una iglesia a la práctica de contratar plañideras.

Roger Weiss, yerno y experto en tecnología, mantuvo en buen funcionamiento mi ordenador y, de vez en cuando, me rescató del fracaso y la desesperanza. Agradezco sus conocimientos y su disposición a responder a mis peticiones de auxilio.

Dan Tuccini, espléndido ebanista, me describió el proceso de creación de una puerta.

Agradezco a mis agentes literarios, Samuel Pinkus en Estados Unidos y Montse Yánez en España, su paciencia y su orientación.

Cuando acudí a España por primera vez, la directora de la editorial era una mujer inteligente, profesional y gentil llamada Blanca Rosa Roca. Ahora, como directora de su propia editorial, se ha convertido de nuevo en responsable de mis libros. Además, se ha rodeado de una serie de gente que me permite disfrutar de una reunión editorial de amigos. Enrique de Hériz, a quien conocí por primera vez como intérprete y más adelante como director editorial, y que hoy se ha convertido en escritor premiado, me hizo el honor de traducir este libro del inglés original. Silvia Fernández Álvarez, reina de las relaciones públicas, trabaja en mi nombre con la prensa, como ha hecho ya en tantas otras ocasiones. Mi antigua y valiosa editora, Cristina Hernández Johansson, vuelve a ser mi editora española, y cuando voy a España mi intérprete es Mercé Diago, con quien he compartido ya unas cuantas campañas promocionales.

Todas las personas mencionadas hasta aquí me han ayudado. Sin embargo, este libro es mío y, si contiene defectos o errores, míos serán también. Ofrezco esta historia a cada uno de mis lectores con amor y respeto.