9
El hombre
Nada cambió durante unas cuantas semanas, y a Josep se le hicieron tan largas que al final no pudo evitar dirigirse a Nivaldo:
–¿Y el hombre que se suponía que iba a venir? ¿Ha pasado algo? ¿Ya no vendrá?
Nivaldo estaba abriendo un pequeño barril de bacalao.
–Creo que sí vendrá. Hay que tener paciencia. – El ojo bueno lanzó una mirada a Josep-. Entonces, ¿te has decidido? ¿Quieres ser soldado?
Josep se encogió de hombros y asintió. No tenía más perspectivas.
–Yo también lo fui durante unos cuantos años. Hay algunas cosas que tener en cuenta acerca de esa clase de vida, Tigre. A veces es un trabajo muy aburrido y los hombres se dan a la bebida, y así se condenan. Y en torno a ellos se congregan las mujeres sucias, de modo que conviene protegerse del chancro. No des un mordisco al bocado del placer hasta que estés seguro de que no lleva anzuelo. – Sonrió-. Eso lo dijo un sabio alemán… o inglés.
Partió un pedacito de bacalao y mordisqueó una punta para asegurarse de que no estaba malo.
–Otro aviso: no deberías revelar que sabes leer y escribir, porque probablemente te asignarán un trabajo de oficina, y a los oficinistas se les pega el rango bajo como a los cerdos el olor. Deja que el Ejército te enseñe a ser buen soldado, porque ésa es la manera de avanzar, y diles que sabes leer y escribir sólo cuando eso suponga una ventaja. Creo que algún día te harán oficial. ¿Por qué no? Después, todo te será posible en la vida.
A veces Josep soñaba despierto y se veía en formación con otros muchos hombres, armado con una espada y urgiendo a los demás a cargar. Intentaba no pensar en posibilidades menos agradables, como tener que luchar con otros seres humanos, herirlos, matarlos, acaso recibir alguna herida dolorosa o incluso perder la vida.
No podía entender por qué Nivaldo lo llamaba Tigre. Había tantas cosas que le daban miedo.
Había trabajo pendiente en la viña. Tenía que fregar todas las cubas grandes, así como el surtido de barriles, y una pequeña parte de la mampostería de la casa requería reparaciones. Como siempre que algún trabajo implicaba esfuerzos arduos o desagradables, Donat se había escaqueado.
Aquella tarde, él y su padre se sentaron con Nivaldo en la tienda.
–Ya está aquí -dijo Nivaldo-. El hombre.
Josep notó que se le abrían mucho los ojos.
–¿Dónde?
–Se quedará en casa de los Calderón. Dormirá en su vieja leñera.
–Como Nivaldo tiene algo de experiencia con el Ejército -explicó el padre de Josep-, le he pedido que se dirija a él en nuestro nombre.
Nivaldo asintió.
–Ya hemos hablado. Está dispuesto a permitirte probarlo -dijo a Josep-. Mañana por la mañana se reunirá con algunos jóvenes locales en un claro del bosque, detrás del viñedo de los Calderón. A la hora de la primera misa.
Al día siguiente, era aún oscuro cuando Josep llegó a la viña de los Calderón. Se abrió paso lentamente entre las hileras de parras hasta el final del campo. Como no tenía la menor idea de adónde ir desde allí, se quedó donde terminaban las vides y empezaba el límite del bosque, y esperó.
Sonó una voz en la oscuridad:
–¿Cómo te llamas?
–Josep Álvarez.
El hombre apareció a su lado.
–Sígueme. – Dirigió a Josep por un estrecho sendero que se adentraba en el bosque hasta llegar a un claro-. Eres el primero en llegar. Ahora, vuelve al lugar donde te he encontrado. Tú guiarás a los demás hasta aquí.
Enseguida empezaron a llegar:
Enric Vinyes y Esteve Montroig, casi a la vez.
Manel Calderón, tropezando desde la casa y frotándose los ojos.
Xavier Miró, precedido por su coro matinal de pedos.
Jordi Arnau, tan hosco en su duermevela que ni siquiera ofreció un saludo.
El torpe Pere Mas, que tropezó con una raíz al llegar al claro.
Guillem Parera, listo, silencioso y atento.
Miquel Figueres, con una sonrisa nerviosa.
Aquellos chicos se conocían de toda la vida. Se acuclillaron en el claro bajo la luz gris del alba y contemplaron al hombre, sentado tranquilamente en el suelo y sin sonreír, con la espalda recta.
Era de mediana altura y de piel oscura, tal vez del sur de España, con un rostro enjuto, pómulos altos y una nariz ganchuda y desafiante, como de águila. Llevaba el cabello negro muy corto y su cuerpo huesudo parecía duro y fuerte. Los jóvenes percibieron su mirada fría y observadora.
Cuando llegó Lluís Julivert -el noveno que se unía al grupo-, el hombre asintió con la cabeza. Era obvio que sabía a cuántos debía esperar. Se levantó y caminó hasta el centro del claro, y Josep vio entonces lo que no había detectado mientras lo seguía en la oscuridad: caminaba con una ligera cojera.
–Soy el sargento Peña -dijo.
Se dio la vuelta al ver que otro joven entraba en el claro. Era alto y flaco, con una mata de pelos tiesos y negros, y llevaba un mosquetón largo.
–¿Qué quieres?-preguntó en voz baja el tal Peña.
Mantuvo los ojos fijos en el arma.
–¿Esto es el grupo de cazadores? – preguntó el joven flaco.
Algunos de los jóvenes se echaron a reír al ver que se trataba de Jaumet Ferrer, el Cortito.
–¿Cómo has sabido que estábamos aquí?
–He salido a cazar, me he encontrado a Lluís y le he preguntado adónde iba. Me ha dicho que a reunirse con una partida de caza, así que he decidido seguirlo porque soy el mejor cazador de Santa Eulalia.
Se volvieron a reír de él, aunque cuanto había contado era cierto. Discapacitado desde la infancia, incapaz de comprender una serie de habilidades, Jaumet Ferrer se había concentrado en la caza con entusiasmo, con buenas maneras y desde muy pronto, y la gente se había acostumbrado a ver su figura de espantapájaros cuando regresaba de cazar con una brazada de pájaros, media docena de pichones o una liebre bien gorda. La carne era muy cara y las mujeres del pueblo siempre estaban felices de quedarse aquellas piezas a cambio de algo de calderilla.
El sargento Peña alargó un brazo y cogió el mosquetón, un rifle muy viejo, alisado de tanto uso. En algunos trozos el cañón se había gastado tanto que se veía el metal azulado, pero el sargento supo ver que el arma estaba limpia y muy bien cuidada. Observó la escasa luz en los ojos del muchacho y percibió la inocente confusión en su voz.
–No, jovencito, esto no es un grupo de cazadores. ¿Se te dan muy bien las matemáticas?
–¿Matemáticas? – Jaumet lo miró asombrado-. No, señor, no entiendo las matemáticas.
–Ah. Entonces esto no te gustará, porque es el club de matemáticos. – Devolvió el mosquetón al muchacho-. Entonces, tienes que volver a cazar, ¿no?
–Sí, eso es, señor -respondió Jaumet con seriedad.
Tomó su mosquetón y se alejó del claro, seguido por las risas renovadas.
–Silencio. No se tolerará la frivolidad. – El sargento no levantaba la voz, pero sabía cómo dirigirse a sus hombres-. Sólo pueden hacer nuestro trabajo los hombres inteligentes, pues hace falta una mente despierta para recibir una orden y cumplirla. Estoy aquí porque nuestro ejército necesita buenos hombres jóvenes. Vosotros estáis porque necesitáis un empleo, pues si no me equivoco no hay en este grupo ningún primogénito. Entiendo muy bien vuestra situación. Yo mismo soy el tercer hijo de mi familia.
»Se os concede una oportunidad de ganaros la elección para servir a vuestra patria, tal vez incluso para tareas mayores. Se os tratará como a hombres. El Ejército no quiere críos.
A oídos de Josep, el catalán de aquel sargento se diluía en un acento propio de otro lugar. Tal vez Castilla, pensó.
El sargento Peña les pidió que dijeran sus nombres en voz alta y los escuchó mientras lo hacían, mirándolos intensamente.
–Vendremos aquí tres veces por semana, los lunes, miércoles y viernes por la mañana, antes de que salga el sol. El entrenamiento durará muchas horas y será un trabajo difícil. Adaptaré vuestros cuerpos a los rigores de la vida militar y prepararé vuestras mentes para que podáis pensar y actuar como soldados.
Esteve Montroig tomó la palabra con entusiasmo:
–Entonces, ¿nos enseñará a disparar armas y todo eso?
–Siempre que te dirijas a mí… ¿Tú eres Montroig? Esteve Montroig. Te dirigirás a mí correctamente, llamándome «sargento».
Se hizo un silencio. Esteve lo miró confundido y luego se dio cuenta de lo que estaba esperando.
–Sí, mi sargento.
–No tendré en cuenta las preguntas ociosas o estúpidas. Ha llegado la hora de que aprendáis a obedecer. ¡Obedecer! Sin preguntar. Sin dudas y sin la menor demora. ¿Me entendéis?
–Sí, sargento -contestaron todos, vacilantes, en un coro desordenado.
–Escuchad con atención. La pregunta que debéis borrar de vuestras mentes para siempre como soldados es: «¿por qué?». Todo soldado, sea cual fuere su rango, tiene a alguien por encima a quien debe obediencia instantánea sin preguntar. Dejad que la persona que os da las órdenes se preocupe de los porqués. ¿Me entendéis?
–¡Sí, sargento!
–Hay mucho que aprender. Ahora, en pie.
Lo siguieron en una columna informal por el sendero que se adentraba en el bosque, hasta llegar a una pista más ancha que llevaba al campo. Allí les mandó correr y empezaron de buen ánimo, pues eran jóvenes y estaban llenos de vida. Eran todos campesinos; sus cuerpos estaban ya listos para el trabajo físico y la mayoría gozaban de buena salud, de modo que algunos sonreían mientras corrían casi a botes con sus largas zancadas.
Guillem ponía caras cómicas al sargento Peña y Manel disimulaba su risa con un resoplido.
Sin embargo, su vida diaria no les proporcionaba demasiadas razones para correr más que unos pocos metros, de modo que pronto empezaron a sonar sus respiraciones entrecortadas.
Pere Mas, que estaba, como Donat, bien entrado en carnes, se fue atrasando hasta el final de la columna desde el principio y pronto lo dejaron atrás. Los pies resonaban al ascender y caer sin cesar, con tan poca maña que se iban entorpeciendo entre ellos. De vez en cuando se daban empujones al correr. Josep empezó a sentir una punzada en el costado.
Las sonrisas fueron desapareciendo a medida que la respiración empezaba a exigir esfuerzo.
Al fin, el sargento los metió en un campo y les permitió desplomarse en el suelo por un breve instante, mientras boqueaban en silencio, con sus ropas de trabajo empapadas de sudor.
Luego los hizo poner de pie, alineados de cara a él, y les enseñó a ordenar la fila de manera que quedara recta de principio a fin.
A ponerse firmes en cuanto recibieran la orden.
A dirigirse a él todos a la vez y con fuerza cada vez que se le hiciera al grupo una pregunta que requiriese las respuestas: «¡Sí, sargento!» y «No, sargento».
Luego los puso a correr de nuevo, de vuelta al claro del bosque, tras las viñas de los Calderón.
Pere Mas llegó caminando, mucho más tarde que los demás. Le estallaba la cabeza y su cara redonda estaba enrojecida. Sólo acudió al grupo de cazadores el primer día.
Miquel Figueres asistió a una segunda reunión, pero luego confesó con alegría a Josep que se iba a vivir a Girona para trabajar en una granja de pollos con un tío que no tenía hijos.
–Un milagro. He rezado a Eulalia y, bendito sea Dios, me ha concedido este milagro, un auténtico milagro.
Llenos de envidia, buena parte de los demás se pusieron a rezar a la santa. El propio Josep le dirigió sus oraciones -largas e intensas-, pero ella se mostró sorda a sus ruegos y ya nadie más abandonó el grupo. Ninguno de los demás tenía adónde ir.
10
Órdenes extrañas
Durante todo el cálido mes de agosto y hasta bien entrado septiembre, los miembros del grupo de cazadores sudaron y se afanaron por aquel extraño taciturno y vigilante. También ellos lo vigilaban, aunque se aseguraban de no mantener contacto visual con él. La boca del sargento era un tajo recto entre los labios delgados. Pronto aprendieron que les iba mejor cuando las comisuras no se alzaban. Su rara e inescrutable sonrisa jamás contuvo rastro de humor y aparecía sólo cuando se comportaban de un modo que él considerase verdaderamente despreciable, tras lo cual les hacía trabajar sin piedad y les mandaba correr tanto, o marchar durante tanto rato, prepararse tan a fondo y corregir sus equivocaciones con tal frecuencia que los errores causantes de aquella sonrisa y de su enfado terminaban por desaparecer.
Les doblaba en edad y, sin embargo, aguantaba más que ellos corriendo, y era capaz de marchar durante horas sin dar muestras de fatiga, a pesar de su lesión. En una ocasión en que se bañaron todos en el río tras una larga y sudorosa marcha, le vieron la pierna. Tenía un agujero de bala encima de la rodilla, como un ombligo fruncido, que debía de ser antiguo, pues estaba completamente sanado. Pero en la parte exterior de la herida que le provocaba la cojera vieron una cicatriz larga y horrenda que por su apariencia debía de ser reciente y estar curándose todavía.
Los enviaba con misiones y extraños recados, a veces solos y otras en grupo, siempre con lacónicas instrucciones que resultaban estrambóticas.
–Encontrad nueve piedras planas del tamaño de vuestro puño. Cinco han de ser grises y contener vetas de minerales negros. Las otras cuatro, perfectamente blancas, sin mancha alguna.
»Encontrad árboles sanos y cortad dos docenas de tablones de madera verde: siete de roble, seis de olivo, los demás de pino. Luego les peláis la corteza. Cada pieza ha de ser perfectamente recta y medir el doble que el pie de Jordi Arnau.
Una mañana envió a Guillem Parera y a Enric Vinyes a un olivar en busca de una llave, diciéndoles que la encontrarían al pie de un árbol. Había nueve hileras de doce olivos cada una. Empezaron por el primero: a cuatro patas, rodearon dolorosamente la base del tronco, trazando círculos cada vez más anchos al tiempo que escarbaban con los dedos entre el suelo y el detritus hasta que estuvieron seguros de que la llave no estaba escondida allí.
Luego fueron al siguiente árbol.
Más de cinco horas después, seguían arrastrándose en torno al segundo árbol de la quinta hilera. Sus sucias manos estaban rasguñadas y doloridas y a Guillem le sangraban los dedos. Luego le contó a Josep que lo que le rondaba la mente era la molesta idea de que el sargento hubiera enterrado la llave más hondo de lo que alcanzaban sus dedos; quizás estuviera por debajo de los primeros 15 o 20 centímetros del suelo, junto a alguno de los árboles que ya habían inspeccionado.
Sin embargo, en el momento en que más les preocupaba ese temor, Guillem oyó que Enric lo llamaba. Había volteado una pequeña piedra, bajo la cual había un llavín de bronce.
Se preguntaron en qué cerradura podría encajar, pero cuando regresaron tuvieron el acierto de no preguntárselo al sargento Peña. Él se la quedó y se la metió en el bolsillo.
–Ese hijo de puta está loco -le dijo Enric a Josep cuando terminó la formación de aquel día, pero Guillem Parera negó con la cabeza.
–No. Las cosas que nos obliga a hacer son difíciles, pero ninguna es una locura imposible. Si lo piensas bien, a cada encargo corresponde una lección. El de encontrar piedras especiales y el de los trozos de madera: «Fijaos en los detalles menores». El de encontrar la llave: «No dejéis de intentarlo hasta que lo hayáis conseguido».
–Creo que nos está acostumbrando a obedecer sin pensar. A seguir cualquier orden -opinó Josep.
–¿Por muy peculiar que sea?
–Exactamente -respondió Josep.
Ya le había quedado claro que no tenía ni el talento ni las aptitudes necesarias para ser soldado, y estaba seguro de que pronto sería consciente de esa obviedad el propio hombre silencioso y decidido que los entrenaba.
El sargento Peña los llevó de marcha forzada en plena noche y bajo la arremetida del sol de mediodía. Una mañana los condujo al río y lo siguieron por el agua durante largo rato, tropezando con las rocas y arrastrando a los que no sabían nadar cuando llegaban a una charca. Los jóvenes se habían criado junto al río y lo conocían a fondo en un tramo de unas pocas leguas en torno al pueblo, pero él los llevó hasta zonas que no habían visitado jamás y terminó metiéndolos en una pequeña cueva. La entrada de la gruta era una apertura entre la maleza, apenas visible y, sin embargo, Peña los llevó hasta ella sin la menor cavilación, lo que hizo pensar a Josep que había estado allí antes.
Empapados y exhaustos, se desplomaron en el suelo rocoso.
–Tenéis que estar siempre atentos a este tipo de sitios -les dijo Peña-. España es tierra de cuevas. Hay muchos lugares en los que encontrar un escondrijo cuando te busca alguien que quiere matarte: un agujero oscuro, un tronco hueco, un montón de maleza. Os podéis esconder incluso en un hoyo del suelo. Tenéis que aprender a empequeñeceros detrás de una roca, a respirar sin hacer ruido.
Aquella tarde les enseñó a arrastrarse hacia un guardia y asaltarlo por detrás, tirar de su cabeza hacia atrás para que el cuello quedase estirado y luego cortarle el pescuezo de un solo tajo.
Les hizo practicar aquella técnica, turnándose para hacer de guardia y de asaltante. Usaban palos cortos a modo de navaja, con la punta señalando siempre hacia fuera de tal modo que lo que rozara el cuello de la «víctima» fuera el puño. Aun así, cuando Josep tuvo a Xavier Miró con la cabeza hacia atrás y el cuello expuesto, durante un mínimo momento de debilidad, no pudo siquiera forzarse a imitar el gesto de un navajazo.
Por si no estaba suficientemente nervioso, vio que aquellos ojos fríos y calculadores habían percibido sus dudas, y que la boca «sonreía».
–Mueve la mano -le dijo Peña.
Humillado, Josep recorrió con su mano el cuello de Xavier. El sargento sonrió.
–Lo más difícil de matar es pensar en ello. Pero cuando matar es necesario, necesario de verdad, cualquiera puede hacerlo y se vuelve muy fácil. No tengas miedo, Álvarez. La guerra te gustará -añadió, mostrando de nuevo su sonrisilla amarga, como si fuera capaz de leerle la mente-. Siempre que un joven con sangre caliente en las pelotas descubre el sabor de la guerra, le coge gusto.
Josep sintió que, pese a sus palabras, el sargento Peña había reconocido que la sangre no alcanzaba el calor necesario en sus pelotas, y lo vigilaba de cerca.
Más adelante, cuando estaban sentados en el bosque, empapados de sudor después de la última carrera del día, el hombre se dirigió a ellos:
–En algunas ocasiones, durante la guerra, el ejército avanza más allá de sus líneas de aprovisionamiento. Cuando eso ocurre, los soldados han de vivir de lo que dé la tierra. O bien obtienen comida de la población civil, o se mueren de hambre… ¿Lo entiendes, Josep Álvarez?
–Sí, sargento.
–Dentro de esta próxima semana quiero que traigas dos pollos a nuestras reuniones, Álvarez.
–¿Pollos…, sargento?
–Sí. Dos pollos. Gordos.
–Señor. Sargento. No tengo dinero para comprar pollos.
El hombre lo miró con las cejas enarcadas.
–Claro que no lo tienes. Se los robarás a algún civil. Búscalos en el campo, como se ven obligados a hacer a veces los soldados.
–Sí, señor -dijo, en tono desgraciado.
11
Los visitantes
A la mañana siguiente, Marcel Álvarez y sus hijos empezaron la recolección de su viña, cortando los gruesos racimos oscuros de uva y llenando una cesta tras otra para vaciarlas luego en dos carretas de buen tamaño. A Josep le encantaba el aroma almizclado y dulce y el peso de aquellos racimos llenos de jugo en sus manos. Se entregó a la faena, pero sus esfuerzos no le trajeron la paz mental que ansiaba.
«Por Dios. ¿De dónde voy a robar yo esos pollos, esos dos pollos gordos?»
Era una pregunta terrible. Podía nombrar de memoria a una docena de aldeanos que criaban pollos, pero lo hacían porque los huevos y la carne eran muy valiosos. Necesitaban las aves para alimentar a sus familias.
A media mañana se distrajo de sus preocupaciones porque aparecieron dos franceses muy bien vestidos en el viñedo. Con un catalán extrañamente afrancesado y cortés, se presentaron como André Fontaine y Léon Mendes, de Languedoc. Fontaine, alto y muy esbelto, con una barbilla muy cuidada y una buena melena de un acero gris y deshilachado, compraba vino para una importante cooperativa productora de vinagre. Su compañero, Mendes, era más bajo y corpulento, tenía una calva rosada, un rostro redondo y bien afeitado y unos ojos marrones serios, aunque la sonrisa los volvía más cálidos. Como su acento catalán era mejor que el de Fontaine, se encargó él de llevar la conversación.
Reveló que él también hacía vino.
–A mi amigo Fontaine este año le ha faltado uva buena -comentó Mendes-. Tal vez se hayan enterado de que este año, en primavera, tuvimos dos granizadas desastrosas en el sur de Francia. Ustedes no padecieron el mismo infortunio, ¿verdad?
–No, gracias a Dios -respondió Marcel.
–La mayor parte de las uvas de mi propia viña se libraron, y este año el viñedo Mendes dará una cosecha parecida a la habitual. Pero algunos de los campesinos y la cooperativa del vinagre han perdido mucha uva y Fontaine y yo hemos venido a España a comprar vino joven.
Marcel asintió. Él y sus hijos seguían trabajando, aunque los visitantes permanecían con ellos y hablaban amistosamente.
Fontaine sacó una pequeña navaja del bolsillo de la cintura y cortó un racimo de una cepa de Tempranillo, y luego otro de Garnacha. Probó diversos granos de cada racimo y los mascó con aire reflexivo. Luego, con los labios apretados, miró a Mendes y asintió.
Mendes había estado mirando a Josep y se había fijado en su modo ágil y certero de llenar la cesta de fruta y vaciarla una y otra vez.
-Dieu, este muchacho trabaja como una máquina de movimiento perpetuo -dijo a Marcel Álvarez-. Me encantaría tener un par de trabajadores como él.
Josep lo oyó y respiró hondo. Antes de partir a su nuevo trabajo en la granja de su tío en Girona, Miquel Figueres le había contado su agradecimiento por aquel milagro que le permitía abandonar el desempleo de Santa Eulalia. ¿Podía ser que aquel hombre regordete con su traje marrón de francés respondiera al mismo milagro y se convirtiera en fuente de trabajo para Josep?
Una de las pequeñas carretas estaba ya llena a rebosar y Marcel miró a sus hijos.
–Será mejor llevarla ya a la prensa -avisó.
Los visitantes se sumaron y ayudaron a los Álvarez a empujar la carreta llena de uva hasta la pequeña plaza.
–¿La prensa pertenece a la comunidad?
–Sí, la usamos todos. Mi padre y otros construyeron esta hermosa prensa grande hace más de cincuenta años -explicó Marcel con orgullo-. Su padre había construido una cisterna de granito para pisar la uva. Todavía existe, detrás de nuestro cobertizo. Ahora la uso para guardar provisiones. ¿En Languedoc tienen prensa propia?
–En realidad, no. Nosotros pisamos la uva. Al pisarla se produce un vino más suave con el máximo sabor, porque el pie no rompe las pepitas y así no liberan su amargura. Mientras tengamos pies, los usaremos con nuestra uva, por caro que resulte. Nos obliga a contratar mano de obra extraordinaria y convocar a los amigos para pisar las uvas de nuestras dieciocho hectáreas -explicó Mendes.
–Es más fácil y más barato hacerlo así. Y no hace falta que nadie se lave los pies -dijo Marcel.
Los visitantes se sumaron a sus risas.
Fontaine alzó uno de los racimos.
–Todavía tienen tallo, señor.
Marcel lo miró y asintió.
–Si se lo pido, ¿estaría dispuesto a cortar los tallos? – preguntó el francés.
–Los tallos no le hacen daño a nadie -dijo Marcel, lentamente-. Al fin y al cabo, señor, usted sólo quiere uva para hacer vinagre. Como nosotros.
–Hacemos un vinagre muy especial. De hecho, es un vinagre caro. Para hacerlo se necesita uva especial. Si se la comprara a usted, estaría dispuesto a pagar por el esfuerzo añadido de cortar los tallos.
Marcel se encogió de hombros y terminó por asentir.
Cuando llegaron con la carretilla hasta la prensa, los dos franceses se quedaron mirando mientras Josep y Donat iban echando paladas de uva.
Fontaine carraspeó.
–¿No hace falta lavar la prensa primero?
–Ah, la han lavado esta mañana, por supuesto. Desde entonces, no ha habido en ella más que uva.
–Pero ¡hay algo dentro! – exclamó Mendes.
Era cierto. En el fondo de la cuba había quedado un sedimento amarillo con aspecto de vómito, procedente de uvas y tallos machacados.
–Ah, mi vecino, Pau Fortuny, ha venido antes que yo y me ha dejado un regalito de uva blanca… No pasa nada, todo da su jugo -aclaró Marcel.
Fontaine vio que Donat Álvarez había encontrado media cesta de uva blanca abandonada por el descuidado Pau Fortuny y las añadía también a la prensa.
Miró a Mendes. El pequeño entendió de inmediato su mirada y expresó su lamento moviendo la cabeza.
–Bueno, amigo, le deseamos buena suerte -dijo Mendes.
Josep vio que se preparaban para irse.
–Señor -soltó de repente. Mendes se dio la vuelta y lo miró-. Me gustaría trabajar para usted y ayudarle a hacer vino en su viñedo de…, de…
–Mi viñedo está en el campo, cerca del pueblo de Roquebrun, en Languedoc. Pero… ¿trabajar para mí? Ah, lo siento. Me temo que no será posible.
–Pero, señor, usted ha dicho…, yo le he oído… que deseaba tener alguien como yo trabajando en sus vides.
–Bueno, joven… Pero sólo era una manera de hablar. Un modo de expresar un halago. – El francés había clavado su mirada en el rostro de Josep y lo que vio en él le hizo sentir vergüenza y lamentar lo que había dicho-. Eres un trabajador excelente, joven. Pero yo ya tengo mi plantilla en Languedoc, gente meritoria de Roquebrun que lleva mucho tiempo trabajando conmigo y se ha formado según mis necesidades. ¿Lo entiendes?
–Sí, señor. Por supuesto. Gente local.
Consciente de que su padre y Donat lo estaban mirando fijamente, se dio la vuelta hacia la carretilla y empezó a echar paladas de uva otra vez a la prensa.
12
Incursiones
Durante el resto de la cosecha, Josep volvió a concentrarse en pensamientos serios y prácticos, libres de contaminación de la esperanza infantil, sueños y milagros.
¿De dónde iba a sacar dos pollos?
Se dijo que si tenía que robarlos, habría de ser a un hombre rico cuya familia no sufriera por culpa del delito, y sólo conocía a un rico que criara pollos.
El alcalde.
–Ángel Casals -dijo en voz alta.
–¿Qué pasa con él? – preguntó Donat.
–Oh… Que… ha pasado con su mula para inspeccionar el pueblo -respondió Josep.
Donat siguió cortando racimos de uva.
–¿Y a mí qué me importa?
Era peligroso. Ángel Casals tenía un rifle del que se mostraba orgulloso, un arma larga con la culata de madera, y lo conservaba engrasado y pulido como una joya. Cuando Josep era todavía un crío, el alcalde había usado el rifle para matar a un zorro que pretendía comerse sus pollos. Los niños del pueblo habían descubierto el cadáver; Josep recordaba claramente la belleza de aquel animal, la suavidad perfecta de su pellejo lustroso, de un marrón rojizo, y la piel sedosa y blanca de la tripa, así como los ojos amarillos, inmóviles por la muerte.
Estaba seguro de que Ángel dispararía a cualquier ladrón con la misma facilidad con que había disparado al zorro.
El robo de pollos tendría que darse en plena noche, cuando todo el pueblo estuviera durmiendo profundamente el sueño propio de los trabajadores honrados. Josep pensó que todo saldría bien una vez lograra colarse en el gallinero. Las aves debían de estar acostumbradas a que los hijos del alcalde entraran a recoger huevos; si se movía despacio y en silencio, con un poco de suerte los pollos no armarían demasiado lío.
El problema más serio se presentaba justo antes de entrar en el gallinero. Ángel tenía un mastín negro, grande, malvado y ladrador. La mejor manera de encargarse del perro era matarlo, pero Josep sabía que matar a un perro le resultaría tan imposible como rajarle el gaznate a un hombre.
Y el perro le daba miedo.
Durante varios días, a la hora de cenar se comía sólo la mitad de su chorizo para guardar los restos en un bolsillo, pero pronto se dio cuenta de que no sería suficiente. Al terminar la cosecha, cuando él y Donat cogieron el barril que contenía el zumo de la última carga de uva y lo añadieron a los toneles de fermentación del cobertizo de su padre, oscurecidos por el tiempo, Josep se fue a la tienda de Nivaldo y le preguntó si le quedaba alguna salchicha tan estropeada ya que no se pudiera vender.
–¿Y para qué quieres una salchicha podrida? – preguntó Nivaldo de mal humor.
Josep le explicó que la necesitaba para un ejercicio de talla de madera que se había inventado el sargento y que requería cebo para trampas para animales. El hombre llevó a Josep hasta su almacén, donde guardaba un surtido de butifarras colgadas de una viga con cuerdas formando una hilera para secarse; algunas estaban enteras, otras con algún trozo cortado y vendido ya. Había morcillas de cebolla y pimentón, lomo con pimienta roja y sin ella, salchichón, sobrasada. Josep señaló un pedazo de lomo que empezaba claramente a verdearse, pero Nivaldo meneó la cabeza.
–¿Estás de broma? Eso es un excelente trozo de cerdo que lleva mucho tiempo adobado. Se corta la punta y el resto está espléndido. No, ese trozo es demasiado bueno para tirarlo. Espera y verás.
Se abrió paso entre una montaña de sacos de alubias y una caja de patatas arrugadas. Josep lo oyó gruñir tras el montón de alubias mientras movía sacos y cajas, y al fin regresó con un largo trozo de… algo que parecía cubierto de una capa blanca.
–Huy… ¿Y crees que a los animales…? Bueno, ya sabes. ¿Les gustará?
Nivaldo cerró los ojos.
–¿Que si les gustará? ¿Una morcilla de arroz? Es demasiado buena para ellos. Una morcilla olvidada tanto tiempo. Es justo lo que andan buscando, Tigre.
De pequeño, a Josep le había mordido un perro callejero, un chucho huesudo y amarillo de la familia Figueres. Cada vez que pasaba por su viña, el perro saltaba hacia él, ladrando como un loco. Aterrado, intentaba intimidar al animal gritándole y clavándole una mirada de supuesta amenaza en aquellos ojos que parecían la encarnación del mal, pero eso sólo servía para que el perro se excitara más todavía. Un día, cuando se le acercó gruñendo, Josep soltó una patada y el perro le clavó sus dientes aterradores y afilados en el tobillo con tal fuerza que, cuando logró soltar la pierna de un tirón, ya empezaba a sangrar. Durante dos años, hasta que murió el perro, Josep evitó acercarse a las tierras de los Figueres.
Nivaldo le había dado algunos consejos:
–Nunca mires a los ojos a un perro que no sea tuyo. Los perros entienden la mirada de un extraño como un desafío y si son fieros, responden atacando, incluso puede que quieran matarte. Hay que mirarlos sólo un instante y luego desviar la mirada sin mostrar miedo ni huir, y hablarles con calma y suavidad.
Josep no tenía ni idea de si las teorías de Nivaldo funcionaban, pero las recordó mientras frotaba la morcilla con todas sus fuerzas con un puñado de hierba para arrancarle el moho blanco. La cortó en trozos pequeños y aquella tarde, cuando caía el crepúsculo en Santa Eulalia, fue andando hasta la plaza, más allá del campo de cultivo de los Casals. El gallinero quedaba en un extremo del campo, donde el fértil suelo estaba abonado, pero sin arar. El perro, atado con una cuerda muy larga a la destartalada estructura, dormía tumbado delante de los pollos como un dragón que vigilara su castillo.
El gallinero quedaba a la vista de la casa del alcalde, a poco más de la mitad de la extensión de sus tierras.
Josep deambuló hasta que cayó del todo la noche y entonces volvió a la tierra de los Casals.
Esta vez, sin apartar la vista del farol prendido en la ventana de la casa, caminó despacio por la viña en dirección al perro, que pronto empezó a ladrar. Aún no se había acercado lo suficiente para poderlo ver, cuando el perro se lanzó hacia él, retenido tan sólo por las limitaciones de su correa. El alcalde, agotado por las faenas del campo y de la administración, al igual que sus hijos, debía de dormir profundamente, pero Josep sabía que si el perro seguía ladrando no tardaría en acercarse alguien de la casa.
–Ya, ya, tranquilo, así está bien, guapo. Sólo he venido de visita, monstruo, perro de mierda, bestia horrorosa -añadió en un tono amistoso que hubiera aprobado el propio Nivaldo, al tiempo que sacaba un trozo de morcilla del bolsillo.
Cuando se lo lanzó, el perro lo esquivó como si le hubieran tirado una piedra, pero el fuerte olor de la morcilla llamó su atención. Devoró el pedazo de un solo bocado. Josep le tiró otro, que desapareció con la misma rapidez. Cuando se dio la vuelta y empezó a alejarse, sonaron de nuevo los ladridos, pero estaba vez duraron poco, y cuando Josep abandonó aquellas tierras el silencio reinaba ya en la noche.
Volvió pasada la medianoche. Para entonces brillaba tanto la luna en lo alto que cualquiera que estuviera mirando lo habría visto, pero la casa permanecía a oscuras. Esta vez el perro volvió a ladrar al principio, aunque parecía esperar los dos trozos de morcilla que Josep le dio enseguida. Se sentó en el suelo justo al límite de longitud de la correa. Josep y el perro se miraron. Se puso a hablarle un buen rato en voz muy baja y sin pensar lo que decía, sobre uvas y cuerpos de mujer y santas patronas y el tamaño del miembro de los animales, picor de huevos y sequía, y luego le dio otro trozo de morcilla -pequeño, pues tenía que racionar las provisiones- y se fue a casa.
Volvió otras dos veces a los campos del alcalde la noche siguiente. La primera, el perro soltó dos ladridos antes de que Josep empezara a hablar. Cuando acudió por segunda vez, el animal lo esperaba en silencio.
A la noche siguiente, el perro no ladró. Cuando le llegó la hora de irse, Josep se acercó tanto a él que podría haberle mordido, sin dejar de hablarle con tono lento y regular.
–Cosa buena, horrenda bestia fea preciosa, si quieres ser mi amigo, yo quiero ser amigo tuyo…
Sacó un trozo de morcilla y se lo mostró, y la criatura reaccionó a su gesto brusco con un gruñido grave y feo. Al instante, lanzó su gran cabeza negra hacia la mano de Josep. Primero notó el morro y luego su gruesa lengua, húmeda, cosquillosa y rasposa, como si un león le lamiera la mano, hasta que no quedó ni rastro de la olorosa morcilla.
Alguien se había percatado de sus incursiones nocturnas. Josep sabía por las sonrisillas taimadas que le mostraba por la mañana, que su padre daba por hecho que él se escabullía para estar con Teresa Gallego, y no dijo nada que pudiera contradecir su convicción. Aquella noche esperó hasta que el reloj francés emitiera dos campanadas amables y asmáticas antes de abandonar su esterilla de dormir y abandonar la casa en silencio.
Vagó por la oscuridad como un espíritu. Al cabo de dos o tres horas, el pueblo empezaría a desperezarse, pero en ese momento el mundo entero dormía.
Incluso el perro.
El gallinero no tenía cerradura, pues en Santa Eulalia nadie robaba a nadie. Sólo un palito encajado entre dos arandelas de hierro mantenía la puerta cerrada. En un instante estuvo dentro.
Hacía calor y el olor a excrementos de ave era fuerte y agudo. La mitad superior de una de las paredes era un enrejado de alambre a través del cual filtraba la luna su pálido brillo. La mayor parte de los pollos dormían, bultos oscuros bajo la luz de la luna, pero algunos escarbaban y picoteaban entre la paja del suelo. Uno miró a Josep y cloqueó con curiosidad, pero pronto perdió el interés.
Había algunas aves en unas baldas sujetas en la pared. Josep pensó que serían las gallinas ponedoras. No quería llevarse por error ningún gallo de buenos espolones. Sabía que el menor sonido que produjera al moverse podía provocar un desastre ruidoso: cloqueos, cacareos, ladridos del perro en la puerta. Bajó las manos hacia uno de los nidos. Mientras cerraba con fuerza la mano derecha en torno al cuello para evitar que el pollo graznara, con la izquierda lo apretó contra su propio cuerpo para impedir que batiera las alas. Esforzándose por no pensar en lo que hacía, retorció el cuello plumoso. Esperaba oír algo parecido a un crujido cuando se partiera, pero fue más bien un crepitar, producido por la fractura rápida de muchos huesillos. El ave se resistió unos instantes, pataleando para librarse de su agarre, pero Josep siguió retorciéndole el cuello como si pretendiera arrancarle la cabeza y al fin el pollo se estremeció y murió. Volvió a dejarlo en el nido y trató de aquietar la respiración.
Cuando cogió el segundo pollo, todo empezó como con el primero, pero con una diferencia importante. Lo apoyó en el pecho, y no en el abdomen, lo cual provocó que su mano quedara en un ángulo que le restringía los movimientos, de tal modo que apenas podía retorcer el cuello hasta un punto que resultó no bastar para que se partiera. No podía hacer más que sujetar el pollo con fuerza y seguir retorciendo el cuello plumoso con tanta fuerza que de repente empezaron a dolerle los dedos. El ave se resistió con mucha fuerza al principio y luego ya más débilmente. Las alas latían contra el cuerpo de Josep, agitadas. Cada vez más débil… Ah, Dios, le estaba estrangulando el futuro a aquella criatura. Pudo percibir cómo se ausentaba la vida, notó que el último latido de su vaga existencia ascendía por el cuello y palpitaba contra su mano de hierro como una burbuja al ascender dentro de una botella. Luego, se fue.
Se arriesgó a cambiar de posición la mano en el cuello con rapidez y lo retorció firmemente, aunque ya no era necesario.
Al salir del gallinero, el gran perro negro estaba plantado delante de él. Josep sostuvo los dos pollos bajo un brazo como si cargara con un bebé y sacó los restos de morcilla del bolsillo, seis o siete trozos que lanzó al perro del alcalde.
Se alejó con las piernas temblorosas y flojas, como un ladrón asesino en la negrura de la noche. A su alrededor, todos dormían -su padre, su hermano, Teresa, el pueblo, el mundo entero-, puros e inocentes. Sintió que había cruzado un abismo del que salía cambiado, y de repente el significado de aquella orden del sargento Peña le pareció bien claro: «Ve y mata a algún ser vivo».
Cuando el grupo de cazadores se reunió a la mañana siguiente, lo encontraron en el claro, ocupándose de dos pequeñas hogueras en las que crepitaban los dos pollos sobre dos espetones de madera sostenidos por estacas en forma de «Y».
El sargento revisó la escena con rostro meditabundo, pero los chicos estaban encantados.
Josep cortó los pollos y los repartió con generosidad, aunque se quemó un poco los dedos con la grasa ardiente.
Peña aceptó un muslo.
–Muy crujiente la piel, Álvarez.
–Los he embadurnado con un poco de aceite, sargento.
–Bien hecho.
Josep se quedó un pedazo y le pareció que aquella carne era deliciosa. Todos los jóvenes comieron y se relajaron, entre carcajadas y bocados, para disfrutar del inesperado banquete.
Cuando hubieron terminado, se limpiaron las manos de grasa en el suelo del bosque y se tumbaron despatarrados, con la espalda apoyada en los troncos de los árboles. Henchidos de bienestar, eructaban y se quejaban de los pedos de Xavier. Era como estar de vacaciones. No les hubiera sorprendido que el sargento repartiera caramelos.
En vez de eso, Peña mandó a Guillem Parera y a Josep que lo siguieran. Los guió hasta la choza en que se alojaba y les dio unas cajas para que cargaran con ellas de vuelta al claro del bosque. Eran de madera, más o menos de un metro por lado, y sorprendentemente pesadas. Al llegar al claro, el sargento abrió la caja que llevaba Josep y sacó unos paquetes abultados, envueltos en un algodón muy grasiento y rodeados de áspera cuerda de yute.
Cuando cada uno de los jóvenes hubo recibido su paquete, Peña ordenó que retirasen la cuerda y desenvolvieran la tela engrasada. Josep desató el suyo con cuidado y se metió el cordón en el bolsillo. Descubrió que bajo el envoltorio exterior había otras dos capas.
Bajo el tercer envoltorio -ahí dentro, esperando ser descubierta como el fruto seco dentro de su cáscara-, había un arma.
13
Armas
–Es el arma adecuada para un soldado -explicó el sargento-. Un Colt del 44. Hoy en día se ven muchos como éste, restos de la guerra de secesión americana. Hace unos agujeros tremendos y el peso no está mal para cargarla… Un kilo, o un pelo más. Si sólo disparase una bala, sería una pistola. Pero esta arma dispone de seis balas, cargadas en un cilindro giratorio, o sea, que es un revólver. ¿Entendido?
Les enseñó a quitar la pequeña cuña que había delante de la cámara, lo que permitía desencajar el barril para limpiarlo. La caja que había cargado Guillem contenía trapos y enseguida los jóvenes se concentraron en frotar la capa grasienta que hasta entonces había protegido las armas.
Josep frotó con su trapo aquel metal que había pasado ya tantas veces por los procesos sucesivos de uso y limpieza que casi la mitad de la pátina había desaparecido en manos ajenas. Experimentó la incómoda sensación instintiva de que aquella arma había sido disparada en combate, instrumento letal que había herido y matado a otros hombres, y le tuvo más miedo que al perro de Ángel.
El sargento repartió más provisiones de la caja de Guillem: dio a cada joven un calcetín relleno de pólvora; un pesado saquito de balas de plomo; un tubo de cuero vacío y cerrado por un extremo; un cuenquito de madera lleno de sebo; una varilla para limpiar; una bolsa llena de unos objetos minúsculos que parecían tazas pero apenas medían lo mismo que la uña del meñique de Josep; dos extrañas herramientas metálicas, una de las cuales tenía la punta afilada.
Todos esos objetos, incluidas las armas, quedaron guardados en bolsas de tela. Con las bolsas colgadas del cuello por medio de cintas de tela, los jóvenes se alejaron del claro del bosque aledaño a la viña de los Calderón. Como vestían ropas de trabajo en vez de uniforme, todavía parecían torpes y nada marciales, pero cargar con las armas les hacía sentir poderosos e importantes. El sargento les mandó marchar durante una hora para alejarse del pueblo hasta que llegaron a otro claro en un bosque, donde el sonido de los disparos no provocaría alarma ni comentarios.
Una vez allí, les enseñó a tirar del martillo hasta llegar al primer tope para poner así el seguro del gatillo, de modo que no pudiera dispararse.
–Para que una bala de plomo salga disparada del cañón, hace falta que estallen treinta granos de pólvora -explicó el sargento-. En mitad de un tiroteo no tendréis tiempo de contar los granos ni de bailar una sardana, así que… -Mostró el tubo medidor de cuero-. Echáis a toda prisa la pólvora en este saco, en el que cabe la cantidad correcta, y luego lo vaciáis en la cámara del arma. A continuación metéis en la cámara la bala de plomo y apretáis la palanca de carga para que se hunda firmemente entre la pólvora. Un toque de grasa por encima de la pólvora y de la bala, y luego estas tacitas, que son los pistones que estallan al recibir el golpe del martillo, se colocan por encima de la bala por medio de la herramienta destinada a tal uso. Podéis rodar el cilindro a mano y cargar todas las cámaras, de uno en uno.
»En pleno combate, un soldado ha de ser capaz de cargar las seis cámaras en menos de un minuto. Tenéis que practicarlo una y otra vez. Que cada uno empiece a cargar la suya.
Eran lentos y torpes y se sentían condenados al fracaso. Peña caminaba entre ellos mientras seguían todo el proceso, y a unos cuantos les obligó a vaciar las cámaras y a cargarlas de nuevo. Cuando quedó satisfecho de que todas las armas estuvieran correctamente cargadas, sacó una navaja y marcó el tronco de un árbol con un tajo. Luego se plantó a unos seis o siete metros, alzó su arma y disparó seis rápidos tiros. Aparecieron seis agujeros en el tronco. Varios de ellos habían quedado juntos y entre los demás no había más de dos dedos de separación.
–Xavier Miró. Ahora, tú -ordenó el sargento.
Xavier ocupó su lugar de cara al árbol, con el rostro pálido. Al levantar el arma, le temblaba la mano.
–Has de sostener el arma con firmeza y, sin embargo, aplicar sólo una leve presión en el gatillo. Piensa en una mariposa que se posa sobre una hoja. Piensa que la yema de tu dedo acaricia levemente a una mujer.
Aquellas palabras no funcionaban con Xavier. El dedo dio seis tirones del gatillo, el arma se sacudió y se zarandeó en su mano destemplada y las balas se hundieron en la maleza, esparcidas.
Jordi Arnau fue el siguiente y tampoco se le dio mucho mejor. Una de las balas aterrizó en el tronco, acaso por casualidad.
–Álvarez.
Josep se encaró al árbol que hacía las veces de diana. Cuando estiró el brazo, lo hizo en posición rígida de tanto como odiaba el arma, pero oyó de nuevo en su mente las palabras del sargento y pensó en Teresa al acariciar el gatillo. Tras cada detonación saltaban chispas, humo y fuego del cañón, como si Josep fuera Dios, como si su mano arrojara relámpagos para acompañar aquellos truenos. Cuatro agujeros nuevos se sumaron al grupo que había formado el sargento Peña con sus disparos. Otros dos quedaron a no más de tres centímetros.
Josep se quedó plantado, quieto.
Estaba asombrado y avergonzado por la sensación repentina de que en sus pantalones había un bulto claramente visible para los demás, pero nadie se rió.
Lo más inquietante de todo: cuando Josep miró al sargento Peña, vio que el hombre lo estudiaba con atento interés.
14
Mayor alcance
–Lo que mejor recuerdo de cuando era soldado son los compañeros -contó Nivaldo a Josep una noche en su tienda-. Cuando luchábamos contra gente que pretendía matarnos, me sentía muy cerca de ellos, incluso de los que no me caían del todo bien.
Josep podía contar a Manel Calderón y Guillem Parera entre sus buenos amigos, y casi todos los demás miembros del grupo de cazadores le caían bastante bien, pero con algunos de aquellos jóvenes no tenía ningún deseo de congeniar.
Como Jordi Arnau.
Teresa, que en esos tiempos estaba malhumorada y quejosa, se sirvió de Jordi para hacerle saber sus deseos a Josep:
–Jordi Arnau y Maria del Mar Orriols se van a casar pronto.
–Ya lo sé -respondió Josep.
–Marimar me ha dicho que se podrán casar porque pronto Jordi será soldado. Como tú.
–No es seguro que ninguno de nosotros vaya a ser soldado. Nos tienen que elegir. Si Jordi y Marimar se van a casar pronto, es porque ella está embarazada.
Ella asintió.
–Me lo ha dicho.
–Jordi se está ufanando delante de todo el mundo. Es muy estúpido.
–No se la merece. Pero, si no lo eligen para el ejército…, ¿qué van a hacer?
Josep se encogió de hombros con gravedad. El embarazo no era ningún escándalo; muchas de las novias que recorrían el pasillo de la iglesia del pueblo lo hacían con el vientre henchido. El padre Felipe López, sacerdote del pueblo, no agravaba la situación con reprimendas; prefería darles una rápida bendición y pasar la mayor parte del tiempo con su íntimo y querido amigo Quim Torras, vecino de Josep.
Sin embargo, aunque las parejas que se unían en matrimonio «necesario» no sufrían demasiadas recriminaciones, la pretensión de formar familia sin ningún trabajo disponible era una locura y Josep sabía que para los aspirantes del grupo de cazadores el futuro estaba lleno de dudas.
Los jóvenes no tenían ni idea de quiénes serían elegidos y quiénes rechazados, ni de cómo funcionaría el proceso de selección.
–Hay… Hay algo extraño -le dijo Guillem a Josep-. A estas alturas, el sargento ya ha tenido ocasión de evaluarnos uno por uno. Nos ha estudiado a todos de cerca. Sin embargo, no ha eliminado a nadie. Se tiene que haber dado cuenta enseguida, por ejemplo, de que Enric siempre es el más torpe y lento del grupo. Parece que a Peña no le importe.
–A lo mejor está esperando hasta el final de la formación y luego decidirá quién puede entrar en el Ejército -opinó Manel.
–A mí me parece un tipo raro -dijo Guillem-. Me gustaría saber más de él. Me pregunto dónde y cómo se hizo esa herida.
–No responde a ninguna pregunta. No es nada amistoso -dijo Manel-. Desde que vive en nuestra choza, mi padre lo ha invitado varias veces a la mesa, pero siempre come solo y luego se sienta a solas junto a la choza y se fuma unos cigarrillos largos, negros y muy estrechos que huelen a pis. Mi padre tiene que comprarle cada noche una jarra de coñac del tonel de Nivaldo.
–A lo mejor necesita una mujer -apuntó Guillem.
–Creo que visita a una que hay por ahí -respondió Manel-. Al menos, a veces no pasa la noche en la choza. Yo lo veo regresar a primera hora de la mañana.
–Bueno, pues ella no cumple bien su función. Tendría que aprender a hacer algo que lo deje de mejor humor -concluyó Guillem, y los tres se echaron a reír.
Hubo cinco sesiones de tiro con los revólveres Colt, cada una de ellas precedida por prácticas de carga y seguida del aprendizaje necesario para limpiarlos. Cada vez eran más rápidos y hábiles, pero nunca lo suficiente para complacer al sargento Peña.
En la sexta sesión, el sargento ordenó a Josep y a Guillem que le entregaran sus Colt. Cuando los hubo recibido, sacó otras armas de un saco.
–Éstas son sólo para vosotros dos. Seréis nuestros tiradores.
El arma nueva era más pesada que la otra y, al sostenerla en sus manos, Josep experimentó una sensación de grandeza e importancia. No sabía nada de armas de fuego, pero incluso a él le resultaba evidente que aquélla era distinta del Colt. Tenía dos cañones. El de arriba era largo y parecido al del Colt, pero justo debajo había otro más grueso y corto.
El sargento les contó que era un revólver LeMat, hecho en París.
–Tiene nueve cámaras giratorias en vez de seis, y las balas salen por el cañón superior. – Les enseñó que en la parte alta del martillo había un pivote detonador que al girar accionaba el cañón inferior, que podía llenarse de metralla para disparar hacia un objetivo amplio-. De hecho, el cañón inferior es una escopeta recortada -aclaró Peña.
Anunció que esperaba que aprendieran a cargar las nueve cámaras en el mismo tiempo que le costaba a los demás cargar seis.
El LeMat provocaba sensaciones similares al Colt cuando se disparaba por el cañón superior. Pero cuando Josep probó por primera vez el inferior se sintió como si un gigante hubiera apoyado la palma en la boca del arma para darle un empujón, de modo que el tiro salió desviado y roció de perdigones de plomo las ramas altas de un pino.
Guillem tuvo la ventaja de haberlo observado y por eso usó las dos manos cuando le llegó el turno, con los brazos bien estirados antes de apretar el gatillo.
Les asombró el amplio alcance de disparo con el barril inferior. Agujereaba los troncos de cuatro pinos, en vez de uno.
–Recordadlo cuando disparéis el LeMat -dijo el sargento-. No hay excusa que justifique fallar con esta arma.
15
El sargento
Nadie vio llegar al desconocido con su caballo negro. Un miércoles por la mañana, cuando los miembros del grupo de cazadores iban caminando hacia el claro del bosque, observaron que el caballo estaba atado junto a la choza y, cuando salió el sargento para reunirse con ellos, vieron que lo acompañaba un hombre de mediana edad. Eran como un estudio de contrastes. Peña, alto y en buena forma, llevaba ropa de trabajo sucia y hecha jirones en algunas zonas. Portaba una daga enfundada en su vaina y atada a la pantorrilla izquierda por encima de la bota y en su cadera destacaba un arma de fuego grande con pistolera de cuero. El recién llegado era una cabeza más bajo que el sargento, y muy fornido. Su traje negro estaba arrugado por la cabalgata, pero se veía de buen corte y material, y a Josep le pareció que su bombín era el sombrero más elegante que había visto jamás.
El sargento Peña no lo presentó.
El hombre caminó junto a Peña mientras éste guiaba al grupo hacia el claro más lejano, en el que hacían las prácticas de tiro, y luego observó mientras se turnaban para apuntar a dianas instaladas en un árbol.
El sargento pidió a Josep y a Guillem que disparasen más rato que los demás; cuando ambos habían descargado dos veces las cámaras de los LeMat, usando ambos cañones, el desconocido habló en voz baja con el sargento y éste les ordenó que volvieran a cargar y disparasen otra ronda. Mientras lo hacían, Peña y el hombre fornido miraron fijamente sin decir palabra.
Luego el sargento ordenó descansar al grupo. Se alejó unos pasos con el visitante, que hablaba en tono grave y urgente, y los jóvenes se alegraron de poder holgazanear en el suelo.
Cuando regresaron los dos, Peña hizo marchar al grupo de regreso al bosque cercano a la propiedad de los Calderón. Mientras se preparaban para limpiar sus armas, los jóvenes vieron que el sargento se cuadraba ante el civil, no de manera afectada como tendían a hacer ellos, sino con un solo movimiento fluido y tan automático que casi les pareció descuidado. El otro hombre pareció asustado ante aquel gesto, o quizás incluso avergonzado. Asintió secamente con un golpe de cabeza, se llevó una mano al elegante sombrero negro, montó en su caballo y se alejó. Ninguno de aquellos jóvenes volvió a verlo jamás.
16
Órdenes
Durante las siguientes semanas de diciembre el tiempo se volvió frío y húmedo y la lluvia se convirtió en una bruma tan fina que apenas aportaba humedad al suelo. Todo el mundo se puso una capa más de ropa para defenderse de la crudeza del invierno y trató de ocuparse en faenas que no le obligaran a salir. Josep barría la casa, quitaba el polvo y se sentaba a la mesa a afilar los machetes, azadones y palas con una lima de grano fino.
Dos semanas después de la visita del extraño dejó de llover, pero cuando los cazadores se reunieron en el bosque ninguno de ellos se sentó en la tierra húmeda.
Era el día después de Navidad; muchos seguían con ánimo vacacional y habían asistido a misa a primera hora.
El sargento Peña los asombró con un anuncio:
–Vuestra formación en Santa Eulalia ha llegado a su fin. Mañana nos iremos de aquí para participar en un ejercicio. Luego, os convertiréis en soldados. No necesitaréis vuestras armas. Engrasadlas con una fina capa de sebo y envolvedlas con tres capas de hule, tal como estaban cuando las recibisteis. Haced otro paquete con la munición y los utensilios, con otras tres capas de la tela que os proporcionaré. Sugiero que enterréis los dos paquetes en algún lugar al que no pueda acceder el agua, porque si se cancela el ejercicio, volveremos aquí y las necesitaréis.
Jordi Arnau carraspeó y se atrevió a preguntar:
–¿Vamos todos a la milicia?
El sargento Peña exhibió su sonrisilla.
–Todos. Lo habéis hecho muy bien -dijo en tono sardónico.
Aquella noche Josep engrasó el arma y la enterró desmontada. Reposa en paz. La zona de tierra más seca que conocía quedaba detrás de la viña de los Torras, contigua a la suya, un metro más allá de donde terminaba la propiedad de su padre. Su vecino, Quim Torras, era un campesino malo y vago y pasaba tanto tiempo con el padre López que su amistad se había convertido en un escándalo para todo el pueblo. Quim trabajaba el suelo de su viña lo mínimo posible y Josep sabía que no se tomaría la molestia de remover la tierra de aquel rincón seco y olvidado.
Su familia recibió la noticia de su inminente partida con evidente asombro, como si nunca hubieran llegado a creer de verdad que el grupo de cazadores fuera a llevar a algo. Josep percibió el alivio en el rostro de Donat; siempre había sido consciente de que no le resultaba fácil tener un hermano menor que a todas luces trabajaba mejor que él. Su padre le dio una gruesa chaqueta marrón de lana que apenas tenía un año.
–Para protegerte del frío -le dijo en tono áspero.
Josep la aceptó con agradecimiento para llevarla bajo su chaqueta de abrigo. Le iba apenas un poco grande y conservaba un leve olor a Marcel Álvarez, cosa que lo reconfortó. Marcel fue también a buscar la jarra que guardaba detrás del reloj y apareció con un pequeño fajo de billetes, ocho pesetas en total, que puso en manos de Josep «para alguna emergencia».
Cuando pasó por la tienda de comestibles para despedirse, Nivaldo también le dio dinero, otras seis pesetas.
–Ahí tienes un pequeño regalo de temporada. Feliz Navidad. Págate una buena experiencia cualquier noche y piensa en este viejo soldado -dijo, al tiempo que le daba un largo abrazo.
A Josep se le hacían difíciles todas las despedidas, pero lo más duro fue enfrentarse a Teresa, que empalideció al oír sus palabras.
–Nunca volverás conmigo.
–¿Por qué dices eso? – El dolor de Teresa magnificaba el miedo a la incertidumbre ante el futuro que sentía el propio Josep y convertía su lamento en rabia-. Es nuestra oportunidad -dijo bruscamente-. En la milicia ganaré dinero y regresaré a por ti en cuanto pueda, o enviaré a buscarte. En cuanto sea capaz, te haré llegar noticias.
Le resultaba imposible aceptar que estaba abandonando cuanto tuviera que ver con ella: su bondad, su presencia y espíritu práctico, aquel olor secreto a almizcle y la tierna voluptuosidad de la piel, fina como la de un bebé, que adornaba sus hombros, sus pechos, sus caderas. Cuando la besó, ella respondió con fiereza e intentó devorarlo, pero sus lágrimas le empapaban la mejilla y cuando quiso reclamar un seno con sus manos, ella lo empujó y salió corriendo hacia la viña de su padre.
A primera hora de la mañana siguiente, Peña apareció en la viña de los Calderón con un par de carros de dos ruedas, cubiertas por aros de mimbre con lonas tensadas: una nueva de color azul y la otra de un rojo desvaído y remendado. Cada uno de los carros iba tirado por dos mulas dispuestas en fila y sostenía dos bancos cortos de madera detrás del cochero, en los que cabían cuatro pasajeros. Peña se sentó en uno de los carros con Manel, Xavier, Guillem y Lluís después de instalar en el otro a Enric, Jordi, Josep y Esteve.
Así partieron de Santa Eulalia.
Lo último que Josep vio de su pueblo entre el flamear de la tela que cubría el carro fue un atisbo de Quim Torras. En vez de trabajar en sus vides esmirriadas, que necesitaban tanta ayuda como fuera posible, Quim se esforzaba por empujar al cura gordo, el padre Felipe López, tumbado en el puente de su carromato, ambos convulsos de la risa.
El último ruido que oyó de Santa Eulalia fue el ronco y gutural ladrido de su buen amigo, el perro del alcalde.
17
Nueve en un tren
Cuando los carros se detuvieron en la estación de tren de Barcelona, los jóvenes estaban muertos de hambre. Peña los llevó en tropel hasta un café de obreros y les compró pan y una sopa de col que consumieron con afán, disfrutando de una sensación casi vacacional en medio de la excitación por aquel cambio repentino de rutina. Luego, en el andén de la estación, Josep observó con nervios cómo se acercaba la locomotora, que se les echó encima como si fuera un dragón increíblemente estridente, eructando nubes. De todos los jóvenes, sólo Enric había tomado alguna vez un tren, así que se metieron en los vagones de tercera clase con los ojos bien abiertos. Esta vez Josep compartió uno de los bancos de listones de madera con Guillem, y Manel se sentó delante de ellos en una butaca.
Mientras el tren se estremecía y se lanzaba de nuevo hacia delante, el revisor los advirtió de que no abrieran las ventanillas para que no entraran en el vagón las centellas y el humo que soltaba la locomotora, cargado de hollín. Como hacía frío, no les molestó mantenerlas cerradas. Al cabo de poco rato, ajenos al tableteo de las ruedas y al balanceo del vagón, los jóvenes miraban embelesados el paisaje catalán que iba desfilando por la ventana.
Mucho antes de que la oscuridad empezara a clausurar el mundo, Josep se hartó de mirar por encima de la cara de su amigo Guillem, que iba sentado junto a la ventana. Peña había llevado pan y butifarras al tren y al fin les dio de comer. Pronto apareció el revisor para encender las lámparas de gas, que chisporrotearon y lanzaron por todo el vagón sombras temblorosas que Josep se dedicó a estudiar hasta que se apoderó de él un piadoso sueño.
La tensión lo había agotado más que una dura jornada de trabajo. Se fue despertando a ratos durante la incómoda noche y la última vez vio que amanecía un oscuro e inhóspito día mientras el tren traqueteaba para abandonar la estación de Guadalajara.
Peña distribuyó más butifarras y pan hasta que se terminó la provisión y ellos lo devoraron con agua del tren, que sabía a carbón y crujía entre los dientes. No hicieron más que aburrirse hasta que, tres horas después de dejar atrás Guadalajara, Enric Vinyes miró por la ventanilla y soltó un grito:
–¡Nieve!
En todos los vagones se pegaron a las ventanas para contemplar los copos blancos que caían del cielo gris. Apenas habían visto nieve unas pocas veces en toda la vida y tan sólo los breves instantes antes de que se fundiera. Ahora, dejó de caer cuando aún no se habían cansado de contemplarla, pero tres horas después, cuando se bajaron del tren en Madrid, había una fina capa blanca en el suelo.
Era obvio que Peña conocía bien la ciudad. Los guió desde la estación por un amplio paseo de edificios majestuosos hasta un laberinto de viejas callejuelas que se retorcían oscuras entre casas de piedra. En una plaza pequeña había un mercado y Peña consiguió apartar a dos vendedores del fuego en que se calentaban el tiempo suficiente para comprarles pan, queso y dos botellas de vino. Luego llevó a los muchachos por un callejón cercano hasta una puerta que se abría a un vestíbulo destartalado con una escalera tan estrecha que sólo cabía una persona por vez. Subieron al tercer piso y Peña llamó tres veces a una puerta marcada por un cartel pequeño: Pensión Excelsior.
Les abrió un anciano que asintió al ver a Peña.
Era difícil acomodar a tanta gente en la habitación destinada a los miembros del grupo de cazadores, pero se repartieron el espacio para sentarse en las camas y en el suelo. Peña dividió y repartió el pan y el queso y luego desapareció para regresar al poco con una pava humeante y una bandeja llena de tazas. Sirvió unos dedos de vino en cada taza y luego las llenó hasta arriba de agua caliente, y los muchachos, congelados, se bebieron la mezcla con entusiasmo.
Cuando Peña los dejó, se quedaron sentados en aquella pensión lúgubre, esperando que pasaran las horas de aquella tarde larga y extraña.
Al regresar el sargento, la luz había empezado a perder intensidad al otro lado de las ventanas. Se plantó en el centro de la habitación:
–Escuchad con atención -les dijo-. Ahora tenéis la ocasión de demostrar que podéis ser útiles. Esta noche, un traidor de nuestra causa será apresado. Vosotros ayudaréis a capturarlo.
Lo miraron todos en silencio y nerviosos.
Metió la mano bajo una de las camas y sacó una caja que resultó contener cerillas largas con gruesas cabezas de sulfuro. Pasó unas cuantas a Josep, junto con un trocito cuadrado de lija para rasparlas.
–Tienes que guardártelas en el bolsillo, donde no puedan mojarse, Álvarez. Iremos a un lugar donde ese hombre va a montar en un carruaje y lo seguiremos cuando se aleje. Si dobla alguna esquina, nos meteremos en la misma calle y cada vez que doble encenderás una cerilla. – Encendió una, que produjo un olor acre-. Cuando yo dé la señal, el grupo se movilizará para rodear el carruaje de tal manera que podamos apresarlo. Guillem Parera y Esteve Montroig, cada uno de vosotros agarrará una de las riendas y evitará que los caballos sigan andando.
»Si nos separamos, id a la estación y yo os recogeré allí. Cuando esto termine, recibiréis una distinción de honor, se os aceptará para uniros al regimiento y vuestras carreras militares habrán comenzado.
Al poco rato les hizo salir de la pensión por las escaleras y los metió por callejones estrechos. Había caído una nieve ligera a ratos durante todo el día y en aquel momento las ráfagas de copos leves arreciaban con más regularidad. En el mercado de la plaza, la acumulación había apagado el fuego y los vendedores habían dado por terminada la jornada. Josep miró fijamente los copos, cuya blancura refulgía en contraste con el cabello de Peña, negro como los cuervos. Siguiendo al sargento, el grupo de cazadores se abría camino por aquel mundo extrañamente perlado.
Pronto abandonaron los barrios antiguos y empezaron a cruzar avenidas flanqueadas por grandes estructuras. En la carrera de San Jerónimo, Peña se agachó ante un edificio grande e imponente. Cerca de la entrada, parejas de hombres y pequeños grupos charlaban en voz baja a la temblorosa luz de una farola de gas. El portero apenas dirigió una mirada por encima a los jóvenes reunidos en torno a Peña.
La pesada puerta de entrada se abrió y Josep oyó voces masculinas que sonaban al otro lado. Alguien dio unas señas y el volumen de voz subía y bajaba. En algunos momentos, cuando se callaba, sonaban gritos; a Josep le resultó imposible saber si eran expresiones de asentimiento o de rabia. En una ocasión sonó un rugido colectivo; dos veces se oyeron risas.
El grupo de cazadores esperó bajo el frío de la nieve y pasó lentamente casi una hora.
18
El espía
Dentro del edificio, los hombres rugieron y aplaudieron.
Una anciana se metió renqueando en el campo de visión de Josep, con su cabello gris, envuelta en dos chales harapientos, y sus ojillos oscuros en medio de una cara que parecía una manzana oscura y arrugada. Con pasos cuidadosos se acercó al hombre que le quedaba más cerca y sacó una cesta.
–Una limosna… Una limosna. Deme algo, por el amor de Dios, señor… Tenga piedad, en nombre de Jesús.
Su interlocutor meneó la cabeza como si esquivara una mosca, se dio la vuelta y siguió hablando. Impertérrita, la anciana se acercó al siguiente grupo, mostró la cesta y entonó su petición. Esta vez fue premiada con una moneda y agradeció la caridad con una bendición. Durante un rato, Josep la miró abrirse paso hacia él cojeando como un animal herido.
Salieron dos hombres del edificio.
–Sí -dijo Peña en voz baja.
Uno de ellos era, evidentemente, un caballero. De mediana edad, llevaba una barba cuidada e iba vestido con una capa pesada y de aspecto fino para defenderse del frío, así como un sombrero alto y formal. Era bajo y fornido, pero de porte erguido y orgulloso.
El otro hombre, que caminaba un paso por detrás de él, era mucho más joven y vestía con sencillez. ¿Quién era el traidor? Josep estaba desconcertado.
–¿Un carruaje, excelencia?
Cuando el caballero asintió, el portero se adelantó hacia la farola y, bajo su luz, alzó un brazo. Un carruaje se apartó de la fila de vehículos que esperaban al fondo de la calle y sus dos caballos se detuvieron delante del edificio. El portero se movió para abrir la puerta, pero el hombre de ropa sencilla se le adelantó. El sirviente -no había duda de que lo era por su manera de bajar la cabeza en señal de reverencia cuando el otro hombre montó en el carruaje- cerró entonces la puerta y regresó al edificio.
Josep lo contemplaba asombrado. El carruaje iba ricamente adornado y parecía enorme. Apenas conseguía ver a su ocupante a través de las dos ventanillas altas y estrechas. Cerca, un hombre tosió, encendió una cerilla y la sostuvo en alto antes de encender su pipa. Sobresaltado, el portero echó un rápido vistazo y luego se acercó a la silla del cochero y, cuando éste se inclinó hacia él, le susurró algo al oído. Después golpeó suavemente la puerta del carruaje con los nudillos y la abrió.
–Mis más sinceras disculpas, excelencia. Parece que hay algún problema con un eje. Si me perdona la molestia, iré a buscarle otro carruaje de inmediato.
Si el hombre contestó desde dentro, Josep no lo oyó. Mientras los pasajeros desmontaban, el portero se acercó a toda prisa a la fila de carruajes y pronto llegó con un segundo transporte, aún más adornado que el anterior, pero más estrecho y con las ventanas más grandes. Antes de que el caballero montara en el nuevo vehículo, Josep vio su mirada de agotamiento y su rostro demacrado; llevaba maquillaje en las mejillas, lo cual provocaba que su rostro pareciera tan artificial como el de la estatua de Santa Eulalia.
Dos hombres procedentes del edificio se acercaron entonces al carruaje. Su elegante atuendo no dejaba lugar a dudas: se trataba de dos caballeros. Uno de ellos abrió la puerta del carruaje.
–¿Excelencia? – dijo en voz queda-. Se ha hecho lo que usted nos pidió.
El hombre del interior murmuró algo ininteligible, y los otros dos entraron en el carruaje, cerrando la puerta tras ellos. Se sentaron frente al primer ocupante, acercando todos sus cabezas. A pesar del silencio de aquellos que los observaban desde el exterior, apenas se podía oír nada, ya que los ocupantes del carruaje se expresaban en voz queda.
Hablaron largo y tendido, durante una media hora aproximada, por lo que pudo estimar Josep. Entonces, uno de los hombres hizo una inclinación de cabeza, abrió la puerta y bajó del carruaje acompañado de su compañero. Juntos volvieron al edificio.
Casi de inmediato, regresó el sirviente que había acomodado a los caballeros en el carruaje, esta vez acompañado de un segundo lacayo. Golpeó de modo discreto la puerta con los nudillos, esperó a recibir permiso, abrió la puerta y, tras intercambiar unas palabras con el cochero, entró con su compañero en el carruaje.
Había poco tráfico por culpa del tiempo, pero los caballos, por falta de costumbre de pisar los adoquines cubiertos de nieve, echaron a andar lentamente.
A Peña y al grupo de cazadores no les costó mucho mantener el paso mientras seguían al carruaje carrera de San Jerónimo abajo. Pasaron junto a la pedigüeña, que ya se iba, y la dejaron atrás. Cuando los caballos tiraron del carruaje en la primera esquina para meterse en la calle del Sordo, Josep cumplió sus instrucciones. Le temblaron las manos cuando encendió la cerilla y la sostuvo en lo alto, un chispeante círculo azul.
Siguieron a los lentos caballos hasta que doblaron de nuevo por la calle del Turco, donde Josep encendió otra cerilla. Era más estrecha y oscura, salvo por la única luz que ofrecía una farola.
–Ahora -dijo Peña justo antes de que el carruaje entrara en la zona iluminada.
Guillem y Esteve saltaron a la calzada y agarraron las riendas mientras los demás miembros del grupo de cazadores rodeaban el carruaje. De dos carruajes, así como de la oscuridad del otro lado de la calle, surgieron otras figuras y varias se acercaron al punto en que Josep permanecía mirando fijamente la cara asustada del hombre que iba dentro. El cochero del carruaje bloqueado se puso de pie y comenzó a fustigar a Esteve con el látigo.
Al ver a los recién llegados, Josep creyó que serían agentes de la milicia y, como tres de ellos llevaban las armas listas, dio un paso atrás para dejarles el camino libre hasta la puerta.
Pero ellos apuntaron sus armas.
… Una serie de estallidos secos como toses.
El hombre del carruaje se había vuelto hacia la ventana y ofrecía un blanco fácil; dio una sacudida al recibir un disparo en el hombro izquierdo, tocándoselo con la mano del mismo costado. La mano derecha se alzó como si fuera a protestar y Josep vio cómo volaba parte del dedo anular. Luego otra bala le acertó el pecho y dejó un mordisco pequeño y oscuro en la capa, igual que los cientos de agujeros que el grupo de cazadores había marcado en los árboles.
A Josep le sorprendió observar la amargura que mostraba el rostro del hombre al darse cuenta de lo que estaba pasando.
Alguien gritó:
–¡Jesús!
Y luego soltó un chillido largo y femenino. Al principio Josep creyó que procedía de una mujer, pero luego se dio cuenta de que era la voz de Enric. De pronto todo el mundo corría en la oscuridad y Josep echó a correr también sobre el suelo nevado, alejándose de los caballos, que al respingar inclinaban el carruaje.