26

Viñas pintadas

El primer otoño tras su regreso a casa, Josep sintió una nueva felicidad cuando las vides de Santa Eulalia empezaron a cambiar. Era algo que no ocurría cada año y él no sabía qué provocaba aquella transformación: ¿las cálidas tardes de finales de otoño en España, sumadas a las noches más frías? ¿Cierta combinación del sol, el viento y la lluvia? Fuera lo que fuese, aquel octubre volvió a pasar y algo en su interior reaccionó al cambio. Las hojas de Tempranillo adquirían de pronto una variedad de tonos que iba del naranja al rojo brillante; las de Garnacha, de un verde resplandeciente, se volvían amarillas con los peciolos marrones; en las de Samso la hoja aumentaba el verdor y el peciolo se volvía rojo. Parecía como si las viñas desafiaran la muerte cercana, aunque para él era sólo un nuevo principio y se dedicaba a caminar entre las hileras dominado por un quedo entusiasmo.

Su primer cultivo propio en sus propias tierras fue mayor y más pesado de lo habitual en aquellas viñas apretujadas de su padre, pues muchas de las uvas adquirieron el grosor de un pulgar, con un oscuro color morado, y en todas las variedades estallaba el jugo aportado por la abundancia de lluvias caídas exactamente en los momentos menos apropiados. A los campesinos que vendían su vino joven a granel y bien barato no les importaba demasiado que el mosto fermentado no fuera exactamente maravilloso. Nivaldo hacía buen negocio en la tienda y aquellos con quienes Josep se cruzaba en el pueblo parecían sonreír más de lo habitual y caminaban con pasos enérgicos.

Josep habló con Quim Torras sobre la posibilidad de organizarse para trabajar juntos en la cosecha, y el vecino se encogió de hombros:

–¿Por qué no?

Tras mucha reflexión e indecisión, también se atrevió a entrar en el viñedo de los Valls, más allá del de Quim, y a hacer la misma proposición a Maria del Mar. Tardó bien poco en estar de acuerdo y, tanto por su afán como por el modo en que se le despejaba la cara, Josep supo que la perspectiva de cosechar y pisar la uva sin ayuda se le hacía muy dura.

De modo que los tres se pusieron a recoger la uva en equipo, sorteando a la carta más alta el orden en que abordarían las viñas. Quim sacó la jota de corazones, Maria del Mar el nueve de picas y Josep el siete de diamantes, de modo que corría el mayor riesgo de que una tormenta tardía de granizo, o una lluvia muy fuerte, le estropeara la fruta sin darle tiempo a pasarla por la prensa.

Sin embargo, el tiempo aguantó y empezaron a vendimiar las uvas de Quim. Aunque los tres tenían la misma extensión de tierra, la de los Torras dio una cosecha más ligera. Como agricultor, era malo y perezoso. Los hierbajos asfixiaban las vides y él siempre tenía algo que hacer que le impedía tomar la azada: pasear y jugar con su buen amigo, el padre Ricardo, o vadear el río para comprobar cuánto había bajado el agua, o sentarse en la plaza y discutir sobre lo que convenía hacer para arreglar la fea puerta de la iglesia. La mitad de sus cepas eran de Garnacha, vides muy viejas que daban una uva negra muy pequeña. Cuando Josep arrancó algunas para saciar la sed le pareció que el sabor era profundo y delicioso, pero notó que Maria del Mar se esforzaba por disimular el desdén cuando las miraba. Los tres vecinos ignoraron la asfixiante abundancia de malas hierbas; cortaron los racimos y empujaron las escasas carretillas de fruta hasta la prensa comunitaria, y Quim se dio por satisfecho.

El viñedo de Maria del Mar tenía aún mejor aspecto que cuando era Ferran Valls quien lo trabajaba, pese a que el difunto marido había sido un buen peón. Josep había arado los caminos entre las vides con la mula y Maria del Mar se había encargado de mantener las hileras libres de malas hierbas con su azada. Obtuvo una buena cosecha de uvas y trabajaron mucho para recolectarla. Francesc, tan joven que apenas recordaba nada de la cosecha del año anterior, caminaba entre ellos mirándolo todo. En más de una ocasión su madre le habló con brusquedad.

–No pasa nada con el niño, Marimar. A mí me gusta que esté por aquí -le dijo Quim Torras, exhibiendo su sonrisa fácil mientras vaciaba una cesta en la carretilla.

Ella no le devolvió la sonrisa.

–Tiene que aprender a no pisotearlo todo.

No mimaba a Francesc, pero Josep la había visto abrazarlo y hablarle con ternura. Pensó que se las arreglaba muy bien para criar al muchacho sin un padre y sin dejar de trabajar constantemente con dureza.

Poco después, cuando Quim se fue a su retrete, Josep se dirigió a ella:

–Me han dicho que el comprador de vino te tima.

Agachada sobre una parra sobrecargada de fruta, ella estiró la espalda y lo miró sin ninguna expresión.

Josep siguió adelante:

–Bueno. Cuando Clemente Ramírez venga a Santa Eulalia con sus barriles de vinagre vacíos, me gustaría decirle que he comprado la tierra de los Valls, además de las viñas de mi padre. Así, tendrá que pagar la tarifa normal por tu vino.

–¿Y por qué quieres hacer eso?

Josep meneó la cabeza y se encogió de hombros.

–¿Y por qué no?

Ella lo miró directamente a los ojos y le hizo sentir incómodo.

–No quiero nada a cambio -dijo con brusquedad-. Ni dinero ni… nada. Clemente es malvado. Me haría feliz hacerle pagar.

–¡Soy tan buena campesina como cualquier hombre! – dijo ella con amargura.

–Mejor que muchos. Cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver cuánto trabajas y lo bien que te va.

–Vale -dijo ella al fin, y se dio la vuelta.

Josep sintió un curioso alivio al volver al trabajo, aunque pensó con amargura que no hubiera estado de más una simple palabra de agradecimiento.

Dos días después, por la mañana llovió durante varias horas cuando empezaban a recolectar la cosecha de Josep, pero no era más que una suave humedad que perlaba las uvas y las embellecía. Los tres vecinos colaboraron con amabilidad, familiarizados ya con sus respectivos ritmos. Acostumbrado a trabajar solo, Josep casi lamentó que todos sus racimos hubieran pasado ya por la gran prensa y el mosto estuviera a salvo en las viejas cubas de fermentación del cobertizo que quedaba detrás de su casa. Dio las gracias a sus vecinos y se dijo que tanto él como sus pequeñajos habían tenido un buen comienzo.

Cuando Ramírez y sus dos ayudantes aparecieron con su gran carromato cargado de toneles, el comprador de vino se mostró torpe en sus palabras de condolencia y efusivo al felicitar al nuevo dueño del viñedo.

Josep le dio las gracias.

–De hecho, también me he quedado la viña de los Valls.

Clemente echó atrás la cabeza y lo miró fijamente, con los labios apretados.

Josep asintió.

–Ah… ¿Tú y ella…?

–No. Le he comprado la viña.

–Y entonces, ¿adónde irá ella?

–A ningún lado. Seguirá cultivando uva aquí.

–Ah. ¿O sea que trabajará para ti?

–Eso es.

Clemente lo miró de soslayo y sonrió. Abrió la boca para decir algo más, pero captó algo en el rostro de Josep.

–Bueno -concluyó-. Voy a vaciar primero estas cubas. Tendré que hacer varios viajes y luego hay que ir a la viña de los Valls. Será mejor empezar a bombear el mosto, ¿eh?

A mediodía, cuando él y sus hombres estaban sentados a la sombra del carromato masticando pan, Josep pasó a su lado.

–¿Sabías que en una de las cubas hay un trozo de madera podrido? – le comentó con alegría.

–No -contestó Josep.

Clemente se lo enseñó, en unos cuantos listones de la cuba de roble. Era normal que no lo hubieran visto, pues toda la madera estaba oscurecida por el paso del tiempo.

–Puede que aguante sin gotear una o dos temporadas más.

–Eso espero -respondió Josep, en tono sombrío.

Maria del Mar, ocupada en sus viñas cuando llegaron a la tierra de los Valls, los saludó con un movimiento de cabeza y siguió trabajando.

Tras cargar el último mosto de las cubas, Ramírez dejó sus caballos a un lado de la carretera, y él y Josep se apoyaron en el carromato para arreglar sus asuntos. Josep repasó las cuentas varias veces antes de aceptar el fajo de billetes.

Unas cuantas horas después, cuando llegó al viñedo de los Valls, Maria de Mar seguía arrodillada en medio de una hilera de vides.

Josep puso mucho cuidado en apartar correctamente la parte de dinero que le correspondía a ella. Marimar asintió sin mirarlo y aceptó los billetes con un silencio que él entendió como una prueba más de su rabia y frialdad, tras lo cual murmuró una despedida y se alejó.

A la mañana siguiente, al salir de casa para empezar la jornada estuvo a punto de tropezar con algo que alguien había dejado ante su puerta. Era un plato grande y llano, lleno de tortilla de patatas, caliente todavía, tan recién hecha que aún olía a cebolla y a huevo. Un trozo de papel, sujeto con una piedra pequeña, descansaba sobre la tela limpia que envolvía la tortilla.

Por un lado del papel había un recibo en el que constaban los 92 céntimos que el marido de Marimar había pagado por un rastrillo de hoja estrecha en una tienda de Vilafranca.

En el centro del dorso había seis palabras garabateadas con la caligrafía apretujada e inclinada, propia de una mujer que raramente necesitaba escribir:

Gracias de parte de los dos.

Una mañana de invierno, Josep iba cargando tres cubos en cada mano para fregarlos en el río cuando vio a Francesc sentado al sol en la parte delantera de la propiedad de su madre.

Al muchacho se le iluminó la cara:

–¡Hola, Josep!

–Hola, Francesc. ¿Qué tal estás hoy?

–Estoy bien, Josep. Esperando que maduren las olivas para poder escalar los árboles otra vez.

–Ya lo veo -contestó Josep con gravedad.

Quienes cultivaban aceitunas de variedades tempraneras llevaban recogiéndolas desde noviembre o diciembre, pero aquéllas eran tardías. Los grandes olivos se cargaban mucho de frutos sólo cada seis o siete años, y éste era uno de los que apenas tendrían una exigua recolecta de olivas cuyos colores iban del verde claro a un morado negruzco cuando maduraban. No eran para hacer aceite, sino para comer. Maria del Mar había extendido unas telas debajo de cada árbol para capturar las que maduraban y caían al suelo, y luego usaría un palo para varear y recoger las que quedaran en los árboles. Era el modo más eficaz de recogerlas cuando ya estaban listas para conservar en sal o en salmuera, pero a Josep se le ocurrió que aquel proceso de maduración tenía que resultar de una lentitud mortificante para un muchacho que se moría de ganas de trepar por los olivos.

27

Invierno

–¿Me puedo sentar un rato contigo? – preguntó, siguiendo un impulso repentino.

Al ver que Francesc asentía, soltó los cubos y se dejó caer al suelo.

–Necesito estos árboles. Tengo que practicar la escalada porque algún día espero ser el enxaneta de los castellers -dijo Francesc, con seriedad.

–La cumbre -respondió Josep, preguntándose si, habida cuenta la deformidad de la cadera del chico, se trataba de una ambición realista-. Espero que lo consigas. – Echó un vistazo en busca de Maria del Mar, a la que no vio por ninguna parte-. ¿Y a tu madre qué le parece esa idea?

–Dice que todo es posible si se practica mucho. Y mientras tanto, me encargo de vigilar las olivas.

–Estos árboles tardan mucho en soltarlas, ¿no?

–Sí. En cambio, son buenos para trepar.

Era cierto. Aquellos olivos eran viejos y enormes, con troncos gruesos y ramas retorcidas.

–Son muy especiales. Hay quien cree que los más viejos los plantaron los romanos.

–¿Los romanos?

–Una gente que vino a España hace mucho tiempo. Eran guerreros, pero también plantaban olivas y viñas y construían carreteras y puentes.

–¿Hace mucho tiempo?

–Mucho, casi en tiempos de Jesús.

–¿Jesucristo?

–Sí.

–Mi madre me ha hablado de él.

–Ah, ¿sí?

–Josep… ¿Jesús era un padre?

Josep sonrió y abrió la boca para decir que no, pero cuando bajó la mirada y vio en la carita del niño que estaba perplejo por el alcance de su propia ignorancia, contestó:

–No lo sé. – Luego alargó una mano con gesto de sorpresa y le tocó la cara. Era un chiquillo flaco, pero allí, justo encima de la mandíbula, tenía la cara carnosa-. ¿Te gustaría venir al río conmigo? ¿Por qué no le preguntas a tu madre si puedes venir al río para ayudarme a lavar los cubos? – sugirió.

Al ver lo rápido que era capaz de correr el niño con su renquera, sonrió. Francesc regresó en breve.

–Ha dicho que no, que no y que no -explicó con seriedad-. Dice que tengo que vigilar las olivas. Que ése es mi trabajo.

Josep le sonrió.

–Es bueno tener trabajo, Francesc -contestó.

Recogió los cubos y se fue al río a lavarlos.

Una mañana se encontró con Jaumet Ferrer, que regresaba de cazar con dos perdices recién cobradas, y se detuvieron a hablar. Jaumet seguía tal como lo recordaba Josep, un muchacho de buen carácter y mente lenta que se había convertido en un hombre de buen carácter y mente lenta.

Jaumet no le preguntó nada. No dio muestras de ser consciente de que Josep había pasado mucho tiempo fuera del pueblo. Charlaron sobre las perdices, destinadas a la mesa de la señora Figueres para el domingo, y sobre el tiempo. Luego Jaumet sonrió y siguió su camino.

Tanto Jaumet como el gordo Pere Mas habían mostrado interés en pertenecer al grupo de cazadores, pero no reunían las condiciones para superar la formación.

¡Qué suerte habían tenido!

Aquella tarde Josep llevó a la tienda de comestibles una jarra de vino joven que se había guardado para su propio consumo antes de que Clemente Ramírez vaciara las cubas. Mientras Nivaldo cocinaba los huevos con pimientos y cebolla, bebieron el vino sin demasiada alegría, pues además de no ser buena la materia prima se había amargado ya con el calor.

–Aaagg -exclamó Josep.

Nivaldo asintió diplomáticamente.

–Bueno, no es un caldo excelente, pero… Es una buena inversión. Te da dinero para pagar a tu hermano y a Rosa, te permite financiar la cosecha del año que viene y comprar comida. Hablando de eso, Tigre, tengo que decirte que te alimentas como un animal estúpido. Sólo te concedes una comida decente cuando vienes a verme. Si no, te mantienes vivo a base de chorizo, pan duro y trozos de queso. Eres el cliente que más chorizo me compra.

Josep pensó en la tortilla de patatas, de la que había sacado dos comidas enteras.

–Soy un trabajador sin mujer en casa. No tengo tiempo que perder en comidas complicadas.

Nivaldo resopló.

–Deberías buscarte una mujer. De todas formas, yo soy un hombre que vive sin esposa y, sin embargo, cocino. Nadie necesita una mujer para preparar una comida decente. Los hombres sensatos pescan, cazan aves, aprenden a cocinar.

–…¿Qué se ha hecho de Pere Mas? No lo veo por el pueblo -dijo Josep para cambiar de asunto.

–No. Pere ha encontrado trabajo en una fábrica textil, como Donat. En Sabadell -respondió Nivaldo.

–Ah.

A Josep le parecía que estaba tan solo en Santa Eulalia como lo había estado en Languedoc. Los primogénitos de todo el pueblo estaban muy ocupados con sus propios asuntos. Los mejores amigos de su generación, segundos hijos de las familias, se habían ido.

–No veo que ningún hombre venga a ver a Maria del Mar.

–Creo que no ha habido nadie desde Tonio. ¿Quién sabe? A lo mejor está esperando que Jordi Arnau vuelva con ella.

–Jordi Arnau está muerto -respondió Josep.

–¿Estás seguro?

–Lo estoy, aunque a ella no se lo he dicho. No me he atrevido.

Nivaldo asintió, sin juzgarle.

–En cualquier caso, ella sabe que algunos sí vuelven -dijo, pensativo-. Tú has vuelto, ¿no? – añadió antes de beber otro sorbo del vino amargo.

28

Cocinar

El primer invierno de Josep como propietario de las tierras empezó con un clima insulso, y el brillo de la satisfacción por haber obtenido su primera cosecha fue atenuándose hasta desaparecer. Las vides habían perdido casi todas sus bellas hojas y se habían convertido en esqueletos secos y quebradizos. Estaba llegando la hora de empezar a podar en serio. Caminó hasta la viña y la miró con espíritu crítico. Vio que había cometido algunos errores y se concentró en aprender de ellos.

Por ejemplo, las vides que con tanta petulancia había plantado en la sección vacía de la ladera empinada, creyéndose más imaginativo y listo que su padre y sus antepasados, se habían secado bajo el ardiente calor del verano, pues -tal como sin duda había entendido su padre- en esa zona la insustancial capa de suelo cultivable quedaba directamente encima de una roca impenetrable. Para que las cepas sobrevivieran allí había que montar un regadío, y tanto el río como el pozo del pueblo quedaban demasiado lejos para que tal pretensión fuera pragmática.

Josep se preguntó qué otras cosas había sido incapaz de aprender sobre la tierra al hacerse mayor, de entre las muchas que su padre sí conocía.

No tenía ningún deseo de dedicarse a cazar, pero cuando volvió a encontrarse con Jaumet recordó el sermón de Nivaldo sobre la necesidad de comer mejor.

–¿Me puedes conseguir un conejo? – le preguntó.

Jaumet exhibió su lenta sonrisa y asintió. A la tarde siguiente apareció en su casa con un conejo pequeño al que había disparado en el cuello y pareció quedarse encantado con las monedas que Josep le dio a cambio. Le enseñó a despellejarlo y prepararlo.

–¿A ti cómo te gusta guisarlos? – le preguntó Josep.

–Los frío en manteca -respondió Jaumet.

Al irse, se llevó la cabeza y el pellejo como premio. Josep recordó lo que su padre solía hacer con los conejos. Fue a la tienda de comestibles y compró ajo, una zanahoria y un pimiento rojo picante bien grande. Nivaldo enarcó las cejas mientras le cobraba.

–Qué, cocinando, ¿no?

De vuelta en casa, empapó una tela en vino agrio y frotó todo el cuerpo por dentro y por fuera antes de cuartearlo. Dispuso las piezas en una olla con vino y aceite de oliva, añadió media docena de dientes de ajo aplastados y cortó las verduras antes de dejar la olla encima de una pequeña hoguera para que arrancara a hervir a fuego lento.

Horas más tarde, cuando se comió dos piezas del guiso, la carne era tan tierna y sabrosa que se sintió santificado. Rebañó la salsa especiada, permitiendo que los trozos de pan duro se ablandaran hasta quedar casi líquidos y tan suculentos que casi se los tragaba sin masticar.

Cuando hubo terminado de comer llevó la olla a la tienda, donde Nivaldo picaba una col para su guiso.

–Para que lo pruebes -le dijo.

Mientras Nivaldo comía, Josep leyó El Cascabel.

A su pesar, como consecuencia de aquellos sucesos en los que se había visto enredado, tenía ahora más interés en cuestiones de política relacionadas con la monarquía. Siempre leía el periódico con atención, pero casi nunca encontraba la información que buscaba. Poco después de su regreso al pueblo, El Cascabel había publicado una noticia sobre el general Prim coincidiendo con el cuarto aniversario de su asesinato. El artículo revelaba que después del asesinato habían detenido a mucha gente, pero que la policía los había soltado después de interrogarlos.

Nivaldo masticaba y tragaba muy afanosamente.

–Aún no he leído el periódico. ¿Hay algo interesante?

–…Sigue habiendo duras luchas. Podemos dar gracias de que no hayan llegado hasta aquí. En Navarra, los carlistas atacaron a las fuerzas armadas y se hicieron con armas y piezas de artillería, además de tomar trescientos prisioneros. ¡Por Dios! – Agitó el periódico-. Casi capturan a nuestro nuevo Rey.

Nivaldo lanzó una mirada a Josep.

–¿Y entonces? ¿Qué hace el rey Alfonso con sus tropas?

–Dice que se formó en Sandhurst, la escuela militar británica, y que participará activamente en los intentos de sofocar la guerra civil.

–Ah, ¿sí? Qué interesante -concedió Nivaldo.

Se comió el último pedazo de carne y, para mayor satisfacción de Nivaldo, empezó a chupar los huesos.

La mayor parte del tiempo que Maria del Mar pasaba trabajando en sus tierras, Francesc quedaba libre para entretenerse a su aire y con frecuencia aparecía en el viñedo de los Álvarez para seguir a Josep como una sombra. Al principio apenas conversaban; cuando sí lo hacían, siempre era acerca de cosas simples: la forma de una nube, el color de una flor, o sobre por qué no se podía permitir que las malas hierbas prosperaran y creciesen. A menudo Josep trabajaba en silencio y el chiquillo lo miraba embelesado, aunque había visto a su madre ocuparse de tareas similares una y otra vez en su propio viñedo.

Cuando parecía claro que Josep estaba a punto de terminar alguna tarea, el niño siempre decía lo mismo:

–¿Y ahora qué hacemos, Josep?

–Ahora arrancamos algunos hierbajos -contestaba Josep.

O bien «engrasamos las herramientas».

O «desenterramos una piedra».

Cualquiera que fuera su respuesta, el crío asentía como si le diera permiso y pasaban ambos a la siguiente tarea.

Josep sospechaba que, además de necesitar compañía, a Francesc le atraía oír la voz de un hombre. A veces le hablaba libre y tranquilamente sobre cosas que el niño era demasiado joven para entender, en el mismo tono en que algunas personas hablan consigo mismas mientras trabajan.

Una mañana le explicó por qué estaba trasplantando los rosales silvestres para que quedaran plantados a ambos extremos de cada hilera de las vides.

–Es algo que vi en Francia. Las flores son bonitas, pero además cumplen la función de dar la alarma. Las rosas no son tan fuertes como las vides, así que si algo está mal, si hay algún problema con el suelo, por ejemplo, las rosas darán las primeras muestras de debilidad y yo tendré tiempo de pensar en cómo arreglarlo antes de que afecte a las cepas -explicó.

El muchacho lo miró con seriedad hasta que hubo terminado de trasplantar.

–¿Y ahora qué hacemos, Josep?

Maria del Mar se acostumbró a dar por hecho que, si no veía a su hijo en casa, lo más probable era que estuviera en el viñedo de los Álvarez.

–Cuando te moleste, lo tienes que enviar a casa -le dijo.

Sin embargo, él era sincero cuando le respondió que disfrutaba con la compañía de Francesc. Josep se daba cuenta de que Maria del Mar albergaba algún resentimiento contra él. No entendía la razón, pero sabía que ella desconfiaba de aceptarle ningún favor por pura desconfianza. Él había decidido adoptar el estricto papel de vecino, una relación que los dos parecían aceptar de buen grado.

Josep se dijo que Nivaldo tenía razón. Necesitaba una esposa. En el pueblo había viudas y mujeres solteras. Tenía que dedicar atención al asunto hasta que encontrara una mujer capaz de compartir el trabajo de las viñas, llevar la casa y cocinarle comidas de verdad. Darle hijos, compartir su cama.

¡Ah, compartir su cama!

Solo y deseoso, un día echó a andar por el campo hacia la casa torcida de Nuria, pero la encontró desierta, con la puerta abierta al viento y a cualquier animal que quisiera entrar. Un hombre que esparcía fertilizante en un campo cercano le dijo que Nuria había muerto dos años antes.

–¿Y su hija Renata?

–La muerte de su madre la liberó. Se largó.

El hombre se encogió de hombros. Le contó que en aquel campo cultivaba alubias.

–El suelo es muy fino, pero tengo mucha mierda de cabra de los Llobet. ¿Conoces su granja?

–No -respondió Josep, con un repentino interés.

–Es un corral de cabras. Muy antiguo. – Sonrió-. Tienen muchas cabras, y muy grandes, y se ahogan en sus excrementos, viejos y nuevos, los tienen apilados en sus campos. Ya no tienen dónde almacenarlos. Saben que en el futuro tendrán todavía más mierda de cabra. Mucha más. Cuando vamos y nos llevamos una carga, nos besan las manos.

–¿Dónde está esa granja?

–Es un paseo corto hacia el sur, al otro lado de la colina.

Josep dio las gracias al cultivador de alubias, cuya información aceptó como un golpe de suerte, mucho mejor que si hubiera encontrado a Nuria y a Renata viviendo todavía en la casa.

29

Orejuda

En las raras ocasiones en que su padre había encontrado algún fertilizante, había pedido prestado un caballo y un carro para llevarlo hasta sus tierras, pero Josep no mantenía con los amigos de su padre una relación que permitiera dar por hechos esa clase de favores. Sabía que no podía seguir usando la mula de Maria del Mar indefinidamente, y el éxito de su primera cosecha le había dado el valor de gastar algo de dinero, aunque con prudencia, de modo que una mañana emprendió el camino hacia Sitges y buscó la tonelería de Emilio Rivera. La encontró en un largo edificio bajo lleno de troncos descortezados, apilados en el almacén. Junto a uno de esos troncos encontró a Rivera, el tonelero de rostro encarnado, en compañía de un peón mayor con el que partía troncos por medio de cuñas de acero y unas mazas muy pesadas. Rivera no se acordó de Josep hasta que éste le recordó aquella mañana en la que había tenido la amabilidad de llevar a un extraño a Barcelona.

–Le dije que necesitaba comprar una mula y usted me habló de su primo, que se dedica a comprar caballos.

–Ah, sí, mi primo, Eusebi Serrat. Vive en Castelldefels.

–Sí, en Castelldefels. Me habló de una feria que se celebra allí. Entonces no pude ir, pero ahora…

–La feria se celebra cuatro veces al año y la próxima será dentro de tres semanas. Siempre tiene lugar los viernes, día de mercado. – Sonrió-. Dígale a Eusebi que va de mi parte. Por una módica cantidad le ayudará a comprar una buena mula.

–Gracias, señor -se despidió Josep.

Sin embargo, no emprendió la marcha.

–¿Algo más? – preguntó Rivera.

–Me dedico a hacer vino. Tengo una vieja cuba de fermentación en la que se están pudriendo dos listones y los he de cambiar. ¿Usted hace ese tipo de reparaciones?

Rivera parecía apenado.

–Bueno, pero… ¿no me puede traer la cuba?

–No, es muy grande.

–Y yo soy un tonelero muy ocupado, con encargos que cumplir. Si fuera con usted, le costaría demasiado. – Se volvió hacia el peón-. Juan, ya puedes empezar a apilar los troncos cuarteados… Además -dijo, dirigiéndose de nuevo a Josep-, no tengo tiempo que perder.

Josep asintió.

–Señor…, ¿cree que podría aconsejarme para que lo repare yo mismo?

Rivera meneó la cabeza.

–Imposible. Para eso hace falta mucha experiencia. No conseguiría que le quedaran bien tirantes y pronto gotearían. Ni siquiera se pueden usar planchas de troncos serrados. Las planchas han de venir de troncos como éste, partidos con los nudos íntegros para que la madera sea impermeable. – Vio la cara que ponía Josep y soltó el martillo-. Le diré lo que podemos hacer. Dígame exactamente cómo llegar a su pueblo. Algún día, cuando tenga que pasar por esa zona, me acercaré y le repararé la cuba.

–Tiene que estar arreglada en otoño, cuando prense mis uvas.

«Si no, estoy perdido.» No abrió la boca para decirlo, pero el tonelero pareció entenderlo.

–Entonces, tenemos meses por delante. Es probable que me dé tiempo.

La palabra «probable» incomodó a Josep, pero se dio cuenta de que no podía hacer nada más.

–¿Puedes usar unos buenos toneles de segunda mano, de 225 litros? Antes contenían arenques -dijo Rivera.

Josep se echó a reír.

–No. Bastante malo es ya mi vino sin necesidad de que apeste a arenque -dijo, arrancando una sonrisa al tonelero.

Castelldefels era un pueblo de mediano tamaño que se había convertido en sede de una gran feria de caballos. Allí donde Josep mirase, había animales de cuatro patas rodeados de hombres enfrascados en charlas. Consiguió no pisar los excrementos de caballo que había por todas partes, con un hedor fuerte y agudo.

La feria empezó mal para él. Se fijó en un hombre que se alejaba de él cojeando. Su manera de andar le pareció familiar, así como la estructura de su cuerpo, la forma de su cabeza y el color del pelo.

Tuvo un miedo tan fuerte que se sorprendió.

Quería huir, pero se obligó a rodear el grupo de comerciantes de caballos al que se acababa de unir aquel hombre.

Aquel tipo le llevaría como unos quince años. Tenía una complexión jovial y rojiza y la nariz larga y gruesa.

Su cara no se parecía en nada a la de Peña.

Necesitó un buen rato para calmarse. Deambuló por el recinto de la feria, perdido y anónimo entre la multitud, y al fin recuperó el control de sí mismo.

Fue una suerte que le costara un largo rato y muchas preguntas localizar la pista de Eusebi Serrat.

Le maravilló que Serrat y Emilio Rivera tuvieran alguna relación, pues en contraste con el tonelero campechano y con pinta de trabajador, su primo parecía un aristócrata digno y seguro de sí mismo, con aquel traje gris, su sombrero elegante y su camisa nívea adornada por una corbata negra de lazo.

Aun así, Serrat escuchó a Josep con educación y enseguida aceptó guiarle en su compra, a cambio de una cantidad menor. Durante las siguientes horas fueron a ver a ocho vendedores de mulas. Aunque examinaron con atención trece animales, Serrat dijo que sólo tres de ellos merecían ser tenidos en cuenta por Josep.

–Pero antes de que decidas quiero que veas una más -le dijo.

Guió a Josep entre el amasijo de hombres, caballos y mulas hasta llegar a un animal marrón con tres medias y el morro pintados de blanco.

–Un poco más grande que las demás, ¿no? – dijo Josep.

–Las otras eran mulas en sentido estricto, hijas de yeguas fecundadas por mulos. Ésta es un burdégano, cruce de una asna con un semental árabe. La conozco desde que nació y sé que es amable y capaz de trabajar más que dos caballos. Cuesta un poco más que las otras que hemos visto, pero yo le recomiendo que la compre, señor Álvarez.

–También he de comprar un carro y mis ahorros son limitados -dijo Josep, lentamente.

–¿Cuánto dinero tiene? – Al oír la respuesta de Josep, Serrat frunció el ceño-. Creo que tiene sentido gastar la mayor parte en la mula. Vale lo que cuesta. A ver qué podemos hacer.

Josep observó a Serrat mientras éste entablaba una agradable conversación con el dueño de la mula. El primo del señor Rivera era amistoso y tranquilo. No hubo nada del estridente regateo que Josep había presenciado entre otros vendedores y sus clientes. Cuando el mulero mencionó una cantidad, el rostro de Serrat mostró un educado lamento y se renovó la conversación con calma.

Al fin Serrat se acercó a él y le comunicó el precio más bajo del vendedor: más de lo que había previsto Josep, pero tampoco exageradamente.

–Y le regalará el arnés -añadió Serrat, con una sonrisa al ver que Josep asentía.

Éste entregó el dinero y recibió a cambio un recibo firmado.

–Hay algo más que quiero enseñarle -dijo Serrat.

Llevó a Josep hasta la sección de equipamientos de la feria, en la que se exhibían carromatos, carros y arados. Cuando se detuvieron ante un objeto que quedaba detrás de una caseta, Josep creyó que se trataba de una broma. El lecho de madera quedaba liso sobre el suelo. En otro tiempo habría sido el tipo de carromato que buscaba, un carro de tiro resistente con los paneles bajos. Pero había un amplio espacio abierto en el fondo porque faltaba una plancha, y la contigua al agujero tenía dos amplias rajas.

–Sólo necesita un par de tablas -dijo Serrat.

–¡No tiene ejes ni ruedas!

Se quedó mirando mientras Serrat se abría paso hasta un vendedor y hablaba con él. El comerciante escuchó, asintió y despachó a dos ayudantes.

Al cabo de pocos minutos, Josep oyó un fuerte chirrido, como de animal dolorido, y reaparecieron los ayudantes, empujando cada uno un eje unido a dos ruedas de vagón, que emitían a cada vuelta una protesta estridente.

Cuando los dos hombres acercaron más las ruedas, Serrat metió una mano en el bolsillo y sacó una navajita. La abrió, rasgó el eje y asintió.

–Óxido superficial. El metal suena bien por debajo. Durará años.

El precio total se ajustaba al presupuesto de Josep. Ayudó a un grupo de hombres a cargar el destartalado fondo y a encajarle los ejes y luego miró mientras le engrasaban las ruedas. Al poco rato, la mula estaba ya en el arnés y Josep se sentó en el banco y tomó las riendas. Serrat montó y le estrechó la mano.

–Lléveselo a mi primo Emilio. Él lo arreglará.

El señor Rivera y Juan estaban trabajando en el almacén cuando Josep llegó a la tonelería. Se acercaron al carro y lo inspeccionaron.

–¿Hay algún objeto relacionado con su viña que no esté roto? – preguntó Rivera.

Josep le sonrió.

–Mi fe en la humanidad, señor. Y en usted, pues el señor Serrat ha dicho que me arreglaría el carro.

Rivera parecía molesto.

–Eso ha dicho, ¿eh?

Hizo señas a Juan para que lo siguiera y se alejaron los dos.

Josep creyó que lo habían abandonado, pero al poco rato regresaron cargados con dos gruesas planchas.

–Tenemos algunas tablas que no sirven para los toneles, pero sí para carros. Hago un precio especial a los clientes antiguos y valiosos.

Juan tomó medidas y fue cantando números, y Rivera cortó las planchas con rapidez. El ayudante perforó los agujeros y luego atornillaron bien las planchas.

Poco después Josep abandonaba la tonelería al mando de un robusto carromato que daba la sensación de poder con cualquier carga, con apenas un mínimo chirrido en las ruedas al girar y la mula sensible a sus órdenes y manteniendo la pista con dulzura y tranquilidad. Sintió crecer el ánimo. Entre ser un muchacho montado en el carro que alguien había prestado a su padre en acto de caridad y un hombre al mando de su propio carromato, había una diferencia. Le pareció que era similar a la que se produce entre ser un joven desempleado sin perspectivas o ser el dueño de un viñedo ocupado en trabajar su propia tierra.

Cuando estaba soltando el carromato y metiendo a la mula bajo el refugio de sombra que proporcionaba el alero del tejado de la parte trasera de la casa, apareció Francesc.

–¿Es tuya?

–Sí. ¿Te gusta?

Francesc asintió.

–Es como la nuestra. El color es distinto y tiene las orejas un poco más grandes, pero por lo demás es como la nuestra. ¿Puede ser padre?

–No, no puede ser padre.

–¿No? Mi mamá dice que la nuestra tampoco. ¿Cómo se llama?

–Bueno… No lo sé. ¿La tuya tiene nombre? – preguntó, pese a que había usado la mula de Marimar para arar durante meses.

–Sí, la nuestra se llama Mula.

–Ya. Bueno, y a ésta… ¿por qué no la llamamos Orejuda?

–Es un buen nombre. ¿Tú puedes ser padre, Josep?

–Eh… Creo que sí.

–Eso está bien -respondió Francesc-. ¿Y qué hacemos ahora, Josep?

30

Una llamada a la puerta

A primera hora de la mañana siguiente salió con el carromato al campo, en busca de la granja de cabras de los Llobet. Oyó y olió la granja mucho antes de verla y se dejó guiar por los abundantes balidos y por un leve y acre tufillo que fueron creciendo a medida que se acercaba. Tal como le habían dicho, había estiércol disponible y los dueños de la granja estaban encantados de que se lo llevara.

En el viñedo, descargó el estiércol con una carretilla y lo esparció a paladas entre las hileras de las vides. Era viejo ya y se desmenuzaba, un material fino que no quemaría sus viñas, pero pese a la abundancia de provisiones apenas esparció una capa mínima. Su padre le había enseñado que era bueno nutrir las plantas, pero bastaba el menor exceso de fertilizante para estropearlas. También había oído a Léon Mendes decir que las vides requerían «un poco de adversidad para reafirmar su personalidad».

Al fin de una sola jornada de trabajo había fertilizado ya todo su viñedo, de modo que al día siguiente ató el arado a la mula y mezcló bien el abono con la tierra. Luego ajustó la reja del arado para que levantara un caballón de tierra contra la parte baja de cada vid a medida que él iba arando; a veces en invierno había escarcha en Santa Eulalia, y así sus plantas estarían protegidas hasta que llegara el calor.

Sólo entonces, por fin, pudo dedicarse Josep a la poda que tanto amaba, y a medida que iba avanzando el invierno lo pasó animado y con la seguridad de que iba progresando.

Una noche, a mediados de febrero, una llamada a la puerta lo sacó del sopor en que dormía sin soñar y, tras bajar a trompicones en ropa interior por los escalones de piedra, se encontró a Maria del Mar al otro lado de la puerta con una mirada salvaje y el cabello enloquecido.

–Francesc.

Tres cuartos de luna convertían el mundo en una mezcla recortada de sombras y luz derramada. Josep corrió a casa de Marimar por el camino más corto, cruzando su viñedo y el de Quim. Dentro de la casa, subió una escalera de piedra similar a la suya y encontró al chiquillo en una habitación pequeña. Maria del Mar llegó tras él justo cuando se arrodillaba sobre el catre en que dormía Francesc. El muchacho tenía la cabeza muy caliente y se puso a temblar y a agitar las extremidades.

Maria del Mar emitió un sonido ahogado.

–Es una convulsión por la fiebre -explicó Josep.

–¿De dónde le viene? Parecía contento y se ha tomado su cena. Luego lo ha vomitado todo y se ha puesto enfermo de repente.

Josep observó al niño tembloroso. No tenía ni la menor idea de qué podía hacer para ayudarle. No había médico al que llamar. A media hora de distancia vivía un veterinario que a veces trataba a los humanos, pero era un triste recurso; la gente solía decir que bastaba que él tratara a un caballo para que se muriese.

–Dame vino y un trapo.

Cuando se lo llevó, Josep le quitó el camisón a Francesc. Empapó el trapo en vino y se puso a bañar al muchacho, que parecía un conejo recién despellejado. Se vertió un poco de vino en las manos y masajeó a Francesc, presionándole los brazos y las piernas. Su cuerpo pequeño y huesudo, con la cadera deformada, lo llenaba de tristeza e inquietud.

–¿Por qué haces eso?

–Recuerdo que mi madre me lo hacía cuando caía enfermo.

Masajeó con gentileza, pero con brío, el pecho y la espalda de Francesc con el vino y luego lo secó y volvió a ponerle el camisón. Francesc parecía dormir ahora con normalidad y Josep lo arrebujó con la manta.

–¿Le volverán a dar esos temblores?

–No lo sé. Creo que a veces se repiten. Recuerdo que Donat tuvo convulsiones cuando éramos pequeños. Los dos tuvimos fiebre varias veces.

Ella suspiró.

–Tengo café. Voy a prepararlo.

Él asintió y se instaló junto al catre. Francesc hizo algún ruidillo un par de veces; no eran gemidos, sino quedas protestas. Cuando regresó su madre, había empezado ya la segunda convulsión, algo más fuerte y larga que la anterior, y tuvo que dejar las tazas de café, coger al chiquillo, besarle la cabeza y la cara y abrazarlo y mecerlo con fuerza hasta que pasaron los temblores.

Luego Josep lo volvió a bañar con vino y lo masajeó, y esta vez Francesc se sumergió en el sueño, con la quietud total de los perros y los gatos que duermen junto al fuego, sin emitir ruido ni agitación alguna.

El café estaba frío, pero se lo bebieron igualmente y se sentaron a contemplar al muchacho un largo rato.

–Se va a quedar pegajoso e incómodo -dijo ella.

Se levantó, se marchó un momento y regresó con un balde de agua y más trapos. Josep la miró mientras bañaba a su hijo, lo secaba y le cambiaba el camisón. Tenía unos dedos largos y sensibles, con uñas oscuras, cortas y limpias.

–No puede dormir con estas sábanas -añadió.

Volvió a desaparecer y Josep la oyó en la habitación contigua, quitándole las sábanas a su propia cama. Cuando volvió, él levantó a Francesc sin que se despertara y ella puso la sábana limpia en el catre. Josep acostó de nuevo al niño y ella se arrodilló, lo tapó bien y luego se tumbó a su lado. Miró a Josep. Vocalizó la palabra «gracias» sin pronunciarla.

–De nada -susurró Josep.

Se los quedó mirando un momento y luego, entendiendo que a partir de aquel momento se convertía en un intruso, murmuró «buenas noches» y se fue a casa.

Al día siguiente esperó a que Francesc se le acercara en el viñedo, pero el niño no apareció.

Josep temió que hubiera empeorado y al caer la tarde se acercó a la casa de los Valls y llamó a la puerta.

Maria del Mar tardó un poco en responder a la llamada.

–Buenas noches. Quería saber cómo va el niño.

–Está mejor. Pasa, pasa. – Josep la siguió hasta la cocina-. La fiebre y los temblores han desaparecido. Lo he tenido cerca todo el día y ha echado varias cabezadas. Ahora duerme como siempre.

–Buena señal.

–Sí. – Maria del Mar vaciló-. Estaba a punto de preparar una cafetera. ¿Quieres un poco?

–Sí, por favor.

El café estaba en un bote de barro, en un estante alto. Se puso de puntillas para estirarse y alcanzarlo, pero él estaba tan sólo un paso detrás y alzó una mano para bajar el bote. Cuando se lo iba a pasar, ella se dio la vuelta; sin pensarlo siquiera, Josep le dio un beso.

No fue gran cosa, pues a ambos les llegó como una sorpresa. Josep esperaba que ella lo apartara de un empujón y lo echara de casa, pero se quedaron mirándose un largo rato. Luego, sabiendo ahora perfectamente lo que hacía, la volvió a besar.

Esta vez, ella le devolvió el beso.

A los pocos segundos se besaban ambos frenéticamente, al tiempo que se exploraban con las cuatro manos, entre sonoros jadeos.

Poco después se dejaron caer al suelo. Él debió de hacer algún ruido.

–No lo despiertes -susurró ella con fuerza.

Josep asintió y siguió con lo que estaba haciendo.

Se sentaron a la mesa y se tomaron el café, que sabía a chicoria.

–¿Por qué no volviste con Teresa Gallego?

Josep esperó un momento antes de contestar.

–No podía.

–Ah, ¿no? Ella pasó un infierno esperándote. Puedes creerme.

–Lamento haberle causado tanto dolor.

–¿De verdad? ¿Y qué le impidió volver, señor?

La voz sonaba débil, pero controlada.

–…Eso no te lo puedo contar, Maria del Mar.

–Pues deja que te lo cuente yo -respondió, como si se le hubieran escapado las palabras-. Estabas solo, conociste a una mujer, tal vez a muchas, y eran más guapas que ella, quizá tenían la cara más hermosa, o mejores… -Agitó los hombros-. O tal vez sólo fuera porque estaban más disponibles. Y te dijiste que Teresa Gallego estaba muy lejos, en Santa Eulalia, y que en realidad tampoco era para tanto. ¿Por qué ibas a volver?

Al menos, ahora ya sabía de dónde venía aquel resentimiento.

–No, no fue así para nada.

–¿No? Pues cuéntame cómo fue.

Josep bebió un sorbo de café y la miró.

–No te lo voy a contar -contestó en voz baja.

–Mira, Josep. Anoche te fui a buscar porque eres el vecino que me queda más cerca, y ayudaste a mi hijo. Te lo agradezco. Te lo agradezco mucho. Pero lo que acaba de pasar… Te pido que lo olvides para siempre.

Josep sintió alivio; se dio cuenta de que era lo mismo que quería él. Maria del Mar era como su café: tan amarga que no había manera de disfrutar de ella.

–De acuerdo -contestó.

–Quiero un hombre en mi vida. Me han tocado algunos malos y creo que la próxima vez me merezco uno bueno, uno que me trate bien. Creo que tú eres peligroso, el tipo de hombre capaz de desaparecer como el humo.

Josep no encontró razón alguna para defenderse.

–¿Sabes si Jordi sigue vivo? – preguntó ella.

Quería decirle que había muerto. Ella merecía saberlo, pero Josep se dio cuenta de que esa información provocaría demasiadas preguntas, demasiados riesgos. Se encogió de hombros.

–Me da la sensación de que no.

No se le ocurría una respuesta mejor.

–Creo que si estuviera vivo, hubiera vuelto para ver al niño. Jordi tenía buen corazón.

–Sí -concedió Josep, acaso con demasiada sequedad.

–Tú no le caías bien -dijo Maria del Mar.

Quería decirle que a él tampoco le gustaba Jordi, pero al mirarla se dio cuenta de que estaba viendo una herida demasiado abierta. Se levantó y le dijo en tono amable que no dejara de acudir a él si Francesc lo necesitaba para algo.

Al cabo de un par de días, Francesc volvía a visitarlo con regularidad, tan enérgico como siempre. A Josep le gustaba aquel niño, pero la situación era incómoda. Él y Maria del Mar se preocupaban de parecer amistosos en presencia de terceros, pero él creía que Clemente Ramírez había corrido la voz de que estaban relacionados de algún modo, y el pueblo tomó nota de que Josep pasaba mucho rato con el crío.

El pueblo se apresuraba mucho a sacar conclusiones, así fueran erradas.

Un atardecer, de camino hacia la tienda de Nivaldo, Josep se topó con Tonio Casals, que pasaba el rato delante de la iglesia con Eduardo Montroig, hermano mayor de Esteve. A Josep, Eduardo le parecía simpático, aunque demasiado serio para alguien todavía joven. Eduardo apenas sonreía y Josep pensó que en aquel momento parecía particularmente incómodo mientras Tonio le sermoneaba con voz resonante y truculenta. Tonio Casals era un hombre alto y guapo, como su padre, pero allí terminaba la similitud, pues a menudo tenía mal beber. Josep no tenía ganas de sumarse a su conversación, así que saludó con un gesto, les deseó buenas noches y se dispuso a pasar de largo.

Tonio sonrió.

–Ah, el pródigo. ¿Qué tal te sientes ahora que vuelves a arar tu propias tierras, Álvarez?

–Muy bien, Tonio.

31

Viejas deudas

–¿Y arando a una mujer en la que han entrado otros mejores?

Josep se tomó un instante para conservar la calma.

–Después de pasar el trocito pequeño que ya está usado, es una maravilla, Tonio -contestó con simpatía.

Tonio se le echó encima y le golpeó junto a la boca con su gran puño. Josep se revolvió furioso con dos puñetazos rápidos y duros: el puño izquierdo golpeó la mandíbula de Tonio y el derecho encontró con solvencia un punto bajo su ojo izquierdo. Tonio cayó casi de inmediato y, aunque luego se avergonzaría de ello, Josep echó un pie atrás para darle una patada. Después le escupió, igual que hubiera hecho un crío enrabietado.

–¡Eh, Josep, no, no! – exclamó Eduardo Montroig, agarrándole el brazo con mano precavida.

Miraron a Tonio. Josep notó que le sangraba la boca y se lamió los labios. Le contó a Montroig sus razones para engañar al comprador de vino.

–Maria del Mar y yo sólo somos vecinos, Eduardo. Por favor, díselo a la gente.

Eduardo asintió con seriedad.

–Maria del Mar es buena gente. Ay, Dios. Qué desagradable es éste, ¿no? Mira que era buen tipo cuando éramos jóvenes. – ¿Intentamos llevarlo a su casa?

Montroig negó con la cabeza.

–Tú vete. Yo iré a buscar a su padre y a sus hermanos. – Soltó un suspiro-. Por desgracia, ya están acostumbrados a ocuparse de Tonio cuando se pone así.

A la mañana siguiente, Josep estaba podando sus viñas cuando llegó a sus tierras Ángel Casals.

–Buenos días, alcalde.

–Buenos días, Josep.

Entre jadeos, el alcalde sacó un pañuelo rojo del bolsillo y sé lo pasó por la cara.

–Le voy a traer un poco de vino -propuso Josep, pero el anciano meneó la cabeza.

–Es demasiado pronto.

–Entonces…, ¿un poco de agua?

–Sí, agua estaría bien, por favor.

Josep entró en la casa y salió con dos vasos y un cántaro. Señaló con un movimiento de cabeza el banco que había junto a la puerta y los dos se sentaron a beber allí.

–He venido para asegurarme de que estás bien.

–Ah, no pasa nada, alcalde.

–¿Tu boca?

–No es nada, sólo una señal para avergonzarme. No tenía que haberle pegado, porque estaba borracho. Tendría que haberme alejado.

–Creo que no hubieras podido. He hablado con Eduardo y conozco bien a mi hijo Tonio. Te pido perdón en su nombre. Mi hijo… Para él, cada trago de coñac es una maldición. Basta con que lo pruebe un poco para que su alma y su cuerpo le pidan más a gritos, pero con un solo trago, por desgracia, se vuelve loco y se comporta como una bestia. Le ha tocado esa cruz. A él y a su familia.

–Yo estoy bien, alcalde. Espero no haberle hecho daño de verdad.

–Él también se curará. Se le ha hinchado el ojo. Tiene peor aspecto que tú.

Compungido, Josep sonrió y notó un dolor en el labio.

–Sospecho que si alguna vez peleáramos y él estuviera sobrio, yo saldría mal parado.

–No volverás a pelear con él. Se va de Santa Eulalia.

–Ah, ¿sí?

–Sí. Como no es capaz de asumir en nuestra granja las responsabilidades propias del hijo mayor, cada día que pasa aquí es un recordatorio de su debilidad. Tengo un amigo de toda la vida, Ignasi de Balcells, que tiene un olivar en el pueblo de Las Granyas. Durante muchos años, don Ignasi fue el alcalde de ese pueblo. Ahora es el juez de guardia y también hace las veces de alguacil, pues dirige la cárcel local. Conoce a mi hijo Tonio de toda la vida y lo adora. Ignasi está acostumbrado a tratar con las debilidades de los hombres y se ha ofrecido a acoger a Tonio en su casa. Le enseñará a cultivar olivos y a hacer aceite, y además trabajará en la cárcel. Y esperamos con ilusión que también aprenda a disciplinarse. – El alcalde sonrió-. Entre nosotros, Álvarez… Mi amigo Ignasi tiene un incentivo para arreglar a mi hijo. Tiene una hija soltera, buena chica, pero que ya ha superado la edad de merecer. Yo no me chupo el dedo. Creo que Ignasi intentará convertir a mi hijo en su yerno.

–Espero que le salga bien -respondió Josep, incómodo.

–Te creo, y te lo agradezco. – Ángel Casals alzó la cabeza y lanzó una mirada de aprobación a las vides limpiamente podadas, los rosales recién plantados, la tierra arada y acumulada en la base de las cepas-. Tú eres un campesino de verdad, Josep -opinó-. No como ese al que no voy a nombrar, que en vez de campesino parece una maldita mariposa -añadió el alcalde en tono seco, al tiempo que miraba más allá de las tierras de Josep, hacia la enmarañada y vulgar viña de Quim Torras.

Josep guardó silencio. Se sabía que al alcalde le daba rabia la relación de Quim con el cura del pueblo, pero Josep no quería hablar con Ángel Casals ni de Quim ni del padre López.

Casals se levantó del banco y Josep lo imitó.

–Un segundo más, alcalde, si no le importa -le pidió.

Entró en la casa, salió con unas monedas y se las puso en la mano a Ángel.

–Y… ¿esto?

–En pago de dos pollos… -Ángel echó la cabeza hacia atrás-…que le robé hace cinco años.

–Y una mierda -dijo Ángel con rabia-. ¿Por qué me robaste?

–Necesitaba los pollos desesperadamente y no tenía con qué pagárselos.

–¿Y por qué me los pagas ahora?

Josep se encogió de hombros y le dijo la verdad.

–Por que no soporto ni siquiera pasar junto a su maldito gallinero.

–¡Pues vaya ladrón tan sensible! – El alcalde miró las monedas-. Me estás pagando demasiado -dijo con seriedad. Echó la mano al bolsillo, buscó una moneda pequeña y se la dio-. Por honesto que sea un ladrón, no debe robarse a sí mismo, Álvarez -concluyó antes de derramar una carcajada.

32

El intruso

A finales de febrero aparecieron las primeras yemas pálidas, de un amarillo verdoso, y en cuanto el invierno cedió paso a la primavera Josep empezó a pasar largas jornadas de trabajo en la viña para terminar de podar y retirar la tierra acumulada en la base de las vides. Al llegar abril, las tiernas hojillas estaban ya abiertas y poco después el sol empezó a calentar con más ardor y las flores llenaron la viña de un aroma embriagador.

Su padre siempre había dicho que la uva estaba lista para la recolección cien días después de la aparición de las flores. Su salida atraía a los insectos, que las polinizaban y hacían posible el nacimiento de las uvas, pero aquellas vides verdes también atraían a algunos animales perjudiciales.

Francesc estaba con él la mañana en que Josep descubrió unas cuantas parras destrozadas, con las raíces levantadas y mordisqueadas. El desastre había ocurrido en la parte trasera de su propiedad, junto a la base de la colina. Había huellas en la tierra.

–Maldita sea -murmuró.

Tuvo que frenarse para no decir algo peor en presencia del crío.

–¿Por qué están destrozadas las parras, Josep?

–Jabalíes -le respondió.

Quim Torras había perdido algunas vides también, unas ocho, pero Maria del Mar no. Aquella noche Josep salió a buscar a Jaumet Ferrer y le pidió que cazara aquel jabalí antes de que destrozara más viñas.

Jaumet pasó por allí y se acuclilló junto a las vides destrozadas.

–Son huellas de un cerdo salvaje, creo que sólo era uno. Las cerdas y los… ¿cómo se llaman?

–¿Las crías? – sugirió Josep.

–Crías. – Jaumet saboreó la palabra-. Las cerdas y las crías se juntan. Los machos deambulan en solitario. Es probable que éste se mueva por la zona del río debido a la sequía. Atacó las raíces de tus vides. Los cerdos se comen cualquier cosa. Carne muerta. Un cordero vivo o un becerro.

Josep pidió a Maria del Mar que, durante un tiempo, mantuviera a Francesc en casa y a la vista.

Jaumet apareció antes del amanecer con su larga escopeta de caza y patrulló las viñas todo el día bajo el sol ardiente. Al llegar el crepúsculo, cuando se hizo demasiado oscuro, se fue a casa.

Regresó al alba el día siguiente, y el otro. Sin embargo, explicó a Josep que al tercer día se iría a cazar conejos y aves.

–Puede que el jabalí no vuelva a molestarte.

–Ah -respondió Josep con cautela-. Puede.

A la mañana siguiente, Josep salió de casa muy temprano y al entrar en la viña oyó ruidos de algún animal entre las vides, al fondo de la plantación. Agarró una piedra en cada mano y echó a correr. Debió de hacer demasiado ruido, porque al llegar a la hilera de las vides asaltada apenas tuvo tiempo de ver el trasero y la larga cola borlada del jabalí, que huía hacia la viña de Quim.

Le tiró las dos piedras y corrió tras él, gritando cosas sin sentido, pero casi enseguida lo perdió de vista. Cuando entró corriendo en la viña de los Valls asustó a Maria del Mar y a Francesc, que no habían visto al animal.

Maria del Mar frunció el ceño mientras escuchaba la descripción de la bestia.

–Nos va a salir caro. ¿Qué hacemos? ¿Volvemos a llamar a Jaumet?

–No. Jaumet no se puede pasar la vida en nuestras viñas.

–¿Y entonces?

–Ya pensaré algo -respondió Josep.

Recordaba exactamente dónde cavar en busca de los dos paquetes que había enterrado, en aquel rincón olvidado y arenoso en que sus tierras se juntaban con las de Quim. Los encontró llamativamente intactos por las escasas lluvias que se habían drenado en aquella zona a través del suelo poroso. Cepilló los paquetes cuidadosamente con la mano para retirar la burda arena y luego se los llevó a casa, cortó el cordel y los desenvolvió encima de la mesa. La capa exterior se había oscurecido por el contacto con los minerales del suelo, pero las dos capas internas de hule parecían totalmente intactas y en excelente estado, igual que el contenido de ambos paquetes. Las piezas del revólver Le-Mat estaban tan cubiertas de grasa que no consiguió limpiarlas del todo hasta bien entrada la noche, pese a que usó todos los trapos que tenía y luego incluso sacrificó una camisa vieja, algo andrajosa pero llevable todavía. La desgarró, y apenas le quedaba un retal limpio cuando al fin tuvo el arma libre de grasa, limpia, brillante y aterradora, pues hubiera deseado no volver a verla jamás.

Extendió el contenido del segundo paquete y cargó los cartuchos lenta y cuidadosamente, inseguro al principio de recordar exactamente cómo se hacía; echó la pólvora del saco en el tubo medidor y de allí a una de las cámaras vacías.

El arma y el acto de cargarla le traían recuerdos que prefería evitar, y tuvo que parar un rato porque le temblaban las manos, pero al fin logró meter una bala de plomo en la cámara y tirar del cargador para hundirla en la pólvora. Luego echó algo de sebo por encima de la bala y la pólvora y se sirvió de la herramienta idónea para colocar una cápsula percutora por encima del conjunto. Después movió el cilindro con la mano libre y cargó todas las demás cámaras menos dos, pues descubrió que no tenía pólvora suficiente en el saco para cargar las siete.

Recogió la mesa y colocó el LeMat en la repisa de la chimenea, junto al reloj de su madre. Luego subió al piso de arriba y pasó mucho rato despierto en la cama, temeroso de que lo asaltaran los sueños si se dormía.

33

Grietas

Durante casi una semana el jabalí que destrozaba las parras se convirtió en tema de conversación cada vez que se encontraban dos aldeanos, pero no volvió a aparecer y pronto fue reemplazado en sus charlas por las acaloradas discusiones sobre la puerta de la iglesia, que estaba abollada, agujereada y destartalada. Según la leyenda local, la habían destrozado las culatas de los mosquetes de los soldados de Napoleón, pero el padre de Josep le había contado, con conocimiento de causa, la historia de un borracho del pueblo y la piedra que sostenía en su mano. La madera tenía también una grieta larga y dentada, una abertura superficial que no afectaba a la integridad estructural de la puerta pero sí amenazaba con dividir en dos la comunidad del pueblo. Los parroquianos habían intentado rellenarla varias veces con argamasas de diversos materiales, pero la brecha era demasiado amplia y profunda, y todos aquellos antiestéticos intentos habían fracasado. La iglesia tenía dinero suficiente para comprar una puerta nueva y algunos consideraban que debía hacerlo, mientras que otros se negaban a gastar los fondos si no se trataba de alguna urgencia de importancia mayor. Una minoría dirigida por Quim Torras consideraba que un sacerdote tan sensible como el padre López merecía que su iglesia tuviera una puerta más elegante. Quim propuso una puerta artística con tallas de motivos religiosos, y urgió al pueblo entero a reunir fondos para pagarla.

Una mañana, Josep iba buscar agua al pozo y se encontró con Ángel Casals.

–Bueno, ¿qué opinas tú sobre la puerta de la iglesia?

Josep se frotó la nariz. En verdad, había dedicado poco tiempo a pensar en eso, pero la mera idea de que sus exiguos fondos sufrieran una derrama inesperada le asustaba. La gente decía que durante años Ángel había conservado unos pequeños ahorros del pueblo sin hacer pública la cantidad de dinero que atesoraba y sin querer gastar jamás un céntimo, porque ninguna urgencia le parecía suficientemente grave para disponer de ella.

–No creo que deba haber un impuesto para recoger fondos, alcalde.

–¡Nada de impuestos para financiar a la iglesia! – gruñó Ángel-. Nadie lo quiere pagar. Es como intentar sacar vino de una piedra.

–Creo que no necesitamos una puerta de catedral. Tenemos una bonita iglesia campestre. Necesita una puerta lisa de madera, robusta y de buen aspecto. Si dependiera de mí, gastaría algo de dinero para comprar madera. Deberíamos ser capaces de hacer una puerta adecuada y que la iglesia conserve una parte de sus ahorros.

El alcalde lo miró con interés.

–¡Tienes razón, Álvarez! ¡Mucha razón! ¿Sabes dónde comprar la madera?

–Creo que sí -respondió Josep-. Al menos, sé dónde preguntar.

–Pues pregunta, por favor -concluyó Ángel con satisfacción.

A última hora de la tarde siguiente, cuando el sol bajaba ya por el cielo y el cuerpo de Josep le advertía que pronto sería buen momento para poner fin a una larga jornada de trabajo, oyó el temido ruido.

Paró de podar de inmediato y se quedó totalmente quieto. Escuchó…

Escuchó y volvió a oír el mismo ruido, un crujido enérgico de la vegetación que le hizo salir corriendo al instante hacia la casa. Nadie había tocado el LeMat desde que lo dejara sobre la repisa de la chimenea. Llevó el revólver a la viña y empezó a recorrer aquella hilera tan silenciosamente como pudo. El ruido le llegaba ahora algo más quedo. Llevaba el revólver apuntando hacia abajo, listo para tirar, pero se dijo que tampoco debía disparar demasiado rápido, por si acaso era Francesc, o tal vez Quim, el responsable de aquel ruido.

Sin embargo, al instante siguiente vio al jabalí, más grande de lo que había imaginado por el atisbo de la última vez.

El jabalí tenía un pellejo grueso, de un negro amarronado, distinto del de los cerdos domésticos. El cuerpo era rollizo y denso, la cabeza aterradoramente desproporcionaba y las piernas cortas pero gruesas y de aspecto fuerte. El animal lo miró fijamente, sin miedo aparente pero atento, con sus ojos pequeños y oscuros, justo encima de la parte plana del hocico de piel negra.

«Sólo es un cerdo», se dijo Josep.

¡Colmillos!

Josep los vio con claridad, dos colmillos pequeños que apuntaban hacia abajo desde la mandíbula superior, y otros dos más largos que se alzaban desde la inferior, de unos doce o quince centímetros, curvados y rematados por puntas malvadas. El jabalí soltó un gruñido parecido a una tos y alzó la cabeza con un largo empujón. Josep sabía que solían luchar así, sirviéndose de los colmillos para destripar a sus víctimas.

El jabalí arrancó hacia un lado para salir huyendo, pero de repente Josep se comportó con una frialdad y una crueldad perfectas.

Apenas siguió al animal, con el brazo rígido y bajo control, y el dedo apenas acarició el gatillo. El estallido fue estridente. Vio que la bala agujereaba la piel justo detrás del hombro izquierdo antes de que el jabalí se detuviera para darse la vuelta y dar un paso en su dirección, momento en que Josep le disparó de frente otros dos tiros del revólver.

Tres disparos.

«Estallidos secos como ladridos. El hombre del carruaje asaltado, con la condena ya escrita en el rostro, retorciéndose y haciendo muecas de dolor mientras las balas encontraban el camino hacia su cuerpo. Corcoveo de caballos, el carruaje inclinado. El chillido estridente de Enric, como una mujer. Correr, todo el mundo a correr.»

Había olvidado el penacho de humo que salía después de cada disparo y el olor a quemado.

El cerdo salvaje se dio la vuelta y salió corriendo hacia la única cobertura disponible, un montón de maleza al pie de la colina. De pronto se hizo un gran silencio. Josep se quedó plantado, tembloroso, y miró fijamente hacia la zona de maleza por donde había desaparecido el animal.

El tiempo pasaba muy despacio, quizá llevara media hora con la mirada nerviosamente fija en la maleza y el arma lista. Pero el jabalí no salió.

Al poco apareció por allí Jaumet con su rifle.

–He oído los disparos. – Jaumet observó el rastro de sangre brillante que se dirigía hacia la maleza-. Será mejor que esperemos.

Josep asintió, aliviado por su presencia.

–Juntos -susurró al fin Jaumet, gesticulando con el rifle.

Con las dos armas apuntadas, ambos caminaron hacia la espesura.

A Josep le latía con fuerza el corazón. Se imaginó al jabalí a punto de cargar contra ellos en cuanto Jaumet abriera el follaje.

Pero allí no había nada.

Desde la maleza, el rastro de sangre llevaba a la base de la colina, donde vieron un hueco bajo un saledizo de rocas y tierra. Jaumet señaló el refugio.

–Una especie de madriguera. Está ahí dentro.

–¿Crees que estará vivo? – Jaumet se encogió de hombros-. Dentro de un par de horas será de noche.

Estaba preocupado. Si el jabalí herido seguía vivo y se les escapaba durante la noche, podía ser muy peligroso.

–Necesitamos una vara -dijo Jaumet.

Josep fue a su casa y cogió el hacha. Caminó hasta el río, taló un pimpollo y le dio forma.

Al ver la vara, Jaumet asintió. Dejó el rifle apoyado en una parra y gesticuló para que Josep lo siguiera hasta la madriguera.

–Estate listo -dijo antes de agacharse delante del hueco.

Metió la vara, empujó y pegó un salto hacia atrás. Luego se rió, retomó la posición y empujó una y otra vez con la vara.

–El gamberro ha muerto.

–¿Estás seguro?

Jaumet alargó un brazo dentro del agujero y se puso a tironear, gruñendo de tanto esfuerzo.

Josep mantenía el LeMat apuntado hacia el cuerpo que empezaba a asomar por el agujero; primero las pezuñas de las patas traseras y la cola, luego la grupa hirsuta.

Miraron las heridas ensangrentadas.

No cabía duda de que el jabalí estaba muerto, pero de algún modo parecía inconquistable y feroz, y Josep seguía temiéndolo. Sus dientes eran verdes y parecían muy afilados. Uno de los colmillos inferiores estaba rajado como la puerta de la iglesia, con una brecha que iba desde la punta afilada hasta hundirse en la carne.

–Ese colmillo debía de dolerle -dijo Josep.

Jaumet asintió.

–Su carne es buena, Josep.

–No es buena temporada para descuartizar. Todo el mundo está ocupado en las viñas. Yo mismo lo estoy. Y si mañana hace calor…

Jaumet asintió. Sacó su navaja grande de la vaina. Josep lo observó mientras practicaba un largo corte en diagonal por la espalda del jabalí, luego dos verticales; luego arrancó un buen retal del pellejo y una capa de grasa. Recortó de debajo dos generosos fragmentos cuadrados de carne rosada.

–El lomo, la mejor parte. Una pieza para ti, la otra para mí.

Los restos ensangrentados, con dos boquetes en la espalda, parecían maltratados. Sin embargo, cuando Josep entró en su casa para guardar la carne, Jaumet encontró dos palas entre sus utensilios y lo esperaba ya para que escogiera en qué parte de su propiedad se podía cavar.

Josep dio su trozo de carne a Maria del Mar, quien al principio no parecía encantada de recibirlo. También ella había tenido una dura jornada de trabajo y no le entusiasmaba la idea de cocinar el cerdo. Sin embargo, no dejaba de suponer un alivio que hubiera desaparecido la amenaza del jabalí, o sea que fue sincera en su agradecimiento.

–Ven mañana y te lo comes con nosotros -le propuso a regañadientes.

Así que a la mañana siguiente Josep se sentó a la mesa con Maria del Mar y Francesc. Ella había estofado el lomo con tubérculos y ciruelas pasas y Josep tuvo que admitir que el resultado era incluso mejor que el obtenido por él con el conejo.

34

Madera

Una tarde, caminando por Santa Eulalia, vio a un grupo de muchachos que reían, se intercambiaban insultos y se peleaban por el suelo como animales. Eran jóvenes que se adentraban a trompicones en el límite de la primera juventud, niños todavía en muchos aspectos; los que no fueran primogénitos se enfrentarían bien pronto al desempleo, a la dureza de la vida y a los problemas de afrontar el futuro.

Esa noche soñó que los muchachos del pueblo se desafiaban y armaban jaleo, pero eran «sus» muchachos. Esteve, con su sonrisa retorcida; el hosco Jordi; el serio Xavier, con su cara redonda; Manel se reía de Enric mientras lo aferraba contra el suelo; Guillem, tan espabilado, los miraba a todos en silencio. Cuando se despertó, se quedó tumbado en la cama y se preguntó por qué habían desaparecido todos, por qué habían quedado para siempre como muchachos, mientras que él había sobrevivido para pasar a preocuparse de las cosas cotidianas.

Aquella tarde estaba trabajando a la vista de la carretera y, para su sorpresa y gran placer, Emilio Rivera apareció con una pequeña carreta tirada por un solo caballo.

–Vaya, ¿o sea que tenías algo de trabajo por aquí? – dijo Josep, tras el intercambio de saludos.

Rivera negó con la cabeza.

–Ha sido por el bello tiempo de primavera -dijo con algo de vergüenza-. Tras olisquear la cálida brisa del mar, sabía que no me podía quedar dentro de la tonelería. Qué diablos, he pensado, me voy a pasear por esas hermosas colinas y arreglaré esa cuba que tanto preocupa al joven Álvarez.

Cuando Josep lo acompañó ante la cuba en cuestión, Rivera la examinó y asintió. Llevaba algunos tablones en el carro, partidos con los nudos enteros y ya laminados y hendidos. Poco después, mientras retomaba su trabajo en la viña, Josep escuchó los reconfortantes ruidos de sierras y martillos que le llegaban desde el cobertizo que quedaba detrás de su casa.

Rivera tuvo que trabajar varias horas antes de salir a la viña y dar la cuba por reparada, con garantías de que no iba a perder. Teniendo en cuenta el viaje y la cantidad de horas de trabajo de aquel hombre, Josep se preparó para recibir malas noticias cuando le preguntó qué le debía, pero la respuesta lo dejó agradecido y sintió que quedaba en deuda con Rivera. Hubiera deseado cocinarle algo al tonelero como muestra de gratitud, un conejo o un pollo, pero en su defecto le ofreció lo mejor que tenía disponible, de modo que al poco estaban los dos sentados a la mesita de Nivaldo, bebiendo vino agrio con el tendero y comiéndose un buen cuenco de su guiso.

–Hay algo que me gustaría enseñarle -dijo Josep al terminar.

Se llevó a Rivera a la puerta contigua para que examinara la destrozada entrada de la iglesia.

–¿Cuánto costaría la madera para reparar esa puerta?

Rivera gruñó:

–¡Álvarez, Álvarez! ¿Tienes alguna propuesta que me salga rentable?

Josep sonrió.

–Tal vez algún día. Tendría que haberle servido más vino antes de enseñarle esa puerta.

–¿Dices que sólo quieres la madera? ¿La mano de obra la ponéis vosotros?

–Sólo la madera.

–Bueno, tengo unas cuantas tablas de roble bueno. Son más caras que la plancha lisa que usamos para tu carro. Éstas hay que cepillarlas a fondo para poderlas lijar y teñir bien después, de manera que la puerta quede bonita… Pero, como se trata de una iglesia, os haré un buen precio por la madera.

–¿Y cómo lo hago para juntar las tablas?

–¿Que cómo las juntas? – Rivera lo miró fijamente y meneó la cabeza-. Bueno, por un poco más de dinero Juan podría cortar unos canales rectos en los costados de las planchas y hacer unas tiras de madera que se llaman espigas, del doble de anchura que los canales. Encolas un canal y le encajas la espiga. Luego, revistes el canal de otro tablón y lo encajas con la parte que aún queda libre de la espiga y lo golpeas con suavidad hasta que los bordes de los dos tablones queden bien unidos.

Josep apretó los labios y asintió.

–Luego les pones unos buenos sargentos, bien grandes, y las dejas así toda la noche, hasta que se seque la cola.

–¿Sargentos grandes?

–Sí, grandes y fuertes. ¿Hay alguien en el pueblo que tenga sargentos grandes?

–No.

Se miraron en silencio.

–…¿Usted sí los tiene?

–Los sargentos grandes son muy caros -dijo Rivera en tono adusto-. Nunca permito que los míos salgan de la tonelería. – Suspiró-. Bueno, maldita sea. Yo los necesito durante las próximas dos semanas. Pero si pasas por la tonelería a partir de entonces… Y ven solo, por el amor de Dios, no me traigas un comité de la iglesia a la tonelería. Esa semana no me harán falta y te dejaré trabajar sin molestar, tú sólito en un rincón. Allí podrás ensamblar las tablas y terminar la puerta tú mismo. Juan y yo estaremos atentos para que no te metas en un buen lío, pero, por lo demás, no nos vas a molestar. ¿De acuerdo?

–Vale, de acuerdo, señor -dijo Josep.

Durante las cuatro semanas siguientes trabajó en su viña con nuevas energías, pues tenía que terminar el grueso de su trabajo para luego poder dedicarle tiempo a la puerta.

El día en que habían quedado salió de los altiplanos montado en Orejuda y llegó a la fábrica de toneles a mediodía.

Rivera lo recibió de malas maneras, pero a esas alturas Josep ya se había acostumbrado a su personalidad. El tonelero había cortado unas cuerdas según las medidas de la vieja puerta de la iglesia antes de irse de Santa Eulalia, y tenía cinco tablones bien cepillados y con los canales laterales listos para él, así como cuatro espigas y un recibo para que Josep lo entregara en la iglesia. El precio de las tablas era razonable, pero cuando las tuvo apiladas sobre una mesa y en un rincón, tal como había prometido, las examinó con ansiedad y se dio cuenta de que si alguna se estropeaba por su impericia, sería responsable de su desperdicio.

De todas formas, Rivera le había dejado el material de tal manera que era difícil destrozarlo. Le sorprendió el poco tiempo que le había costado unir las dos primeras tablas según las precisas instrucciones del tonelero. Tanto al amartillar la espiga, como al unirle luego el segundo tablón, tomó la precaución de interponer un pedazo de madera abollada para que absorbiera los golpes del martillo sin estropear la madera de las tablas. Rivera no le hizo ni caso, pero Juan echó un vistazo a lo que había hecho y luego le enseñó a colocar los pesados sargentos, necesarios para que las dos tablas se mantuvieran unidas bajo presión mientras se secaba la cola. Cuando Josep abandonó la tonelería aún le quedaban unas cuantas horas a la tarde.

Ahora que ya sabía cuánto rato debía trabajar cada día en la puerta, podía dedicar cinco o seis horas a su viña antes de partir hacia Sitges. Eso implicaba que normalmente ya caía el crepúsculo cuando él salía de la tonelería y montaba en Orejuda para regresar hacia el sur, pero le compensaban aquellas horas de más entre sus vides y le gustaba el regreso al pueblo bajo la oscuridad y el frío aire de la noche.

La tercera noche, al salir de Sitges la ruta lo llevó por unas casitas que se alineaban ante el mar. La mayoría eran residencias de pescadores, pero delante de algunas había mujeres que invitaban a los hombres a entrar con dulces palabras.

Era fuerte la tentación, pero también el desprecio, pues la mayoría eran recias y nada atractivas y ni siquiera sus estridentes maquillajes podían disimular los maltratos que les había dispensado la vida. Sin embargo, después de pasar junto a una de aquellas mujeres, algo de sus rasgos le despertó un recuerdo y volteó a Orejuda para regresar hacia ella.

–¿Está solo, señor?

–¿Renata? ¿Eres tú?

Llevaba un vestido negro arrugado que se le pegaba al cuerpo y un pañuelo negro en la cabeza. Había adelgazado y su cuerpo parecía más seductor, aunque representaba más edad de la que tenía y parecía terriblemente cansada.

–Sí, soy Renata. – Lo miró con curiosidad-. ¿Y tú quién eres?

–Josep Álvarez. De Santa Eulalia.

–De Santa Eulalia. ¿Quiere mi compañía, Josep?

–Sí.

–Pues entre en mi habitación, mi amor.

Renata lo esperó mientras ataba a Orejuda a una baranda, delante de una casa contigua, y luego Josep la siguió por unas escaleras impregnadas de olor a orina. Sentado a una mesa, al final de la escalera, había un hombre de traje blanco que hizo un gesto a Renata cuando los vio pasar.

La habitación era pequeña y estaba descuidada: un catre, una lámpara de aceite, ropa sucia apilada en los rincones.

–He pasado algunos años fuera. Al volver, te fui a buscar, pero ya no estabas.

–Sí.

Renata estaba nerviosa. Hablaba rápido y le iba. diciendo lo que le iba a hacer para darle placer. Era obvio que no se acordaba de él.

–Fui a tu casa para estar contigo, con Nivaldo Machado, el tendero de Santa Eulalia.

–¡Con Nivaldo!

Josep había empezado a desnudarse y vio que Renata se acercaba a la lámpara.

–No, déjala encendida, por favor, así será igual que entonces -propuso.

Ella lo miró y se encogió de hombros. Se subió los bajos de la falda por encima de las caderas y se sentó a esperarlo en el catre.

–¿No vas a quitarte el pañuelo de la cabeza, por lo menos? – dijo.

Lo había preguntado medio en broma, pero en verdad le molestaba, así que alargó un brazo hacia ella y, como la mano con que Renata pretendía evitarlo llegó tarde, le arrancó el pañuelo.

La parte delantera del cuello cabelludo era totalmente calva, brillante de sudor, mientras que el cabello del resto estaba mortecino e irregular, como si fuera tierra seca.

–¿Qué te pasa?

–No lo sé. Alguna enfermedad sin importancia que no se te va a contagiar por estar una sola vez conmigo -dijo en tono sombrío.

Se acercó para quitarle los pantalones, pero él se apartó.

En las piernas de Renata había una erupción sanguinolenta.

–Renata… Renata, voy a esperar.

Dio otro paso atrás y vio que a ella se le contorsionaba el rostro y se le empezaban a agitar los hombros, aunque no hizo el menor ruido.

–Por favor… -Renata miró hacia la puerta-. Es que él se enfada tanto…

Josep echó mano al bolsillo y sacó todas las monedas que llevaba, y ella cerró su mano sobre la de él.

–Señor -le dijo, secándose los ojos-, esto no durará mucho. No creo que sea el chancro, pero incluso si lo fuera, es algo que se cura al cabo de uno o dos meses y luego todo queda bien, perfecto. ¿Me vendrá a ver cuando se me haya curado?

–Claro, Renata. Claro que sí.

Salió de la habitación, bajó por la escalera y, tras montar de nuevo en Orejuda, le clavó los talones para que arrancara al trote y lo llevara bien lejos del pueblo.

Cuando las juntas de la puerta quedaron terminadas, Josep dedicó horas y horas de trabajo a lijar la madera hasta que quedó una superficie lisa e ininterrumpida. Luego la tiñó de un denso y opulento verde, el único color que Rivera pudo ofrecerle, y la terminó con tres capas de barniz, pulidas una a una con una lija fina hasta que la capa final relucía como si fuera de cristal.

Llevó al pueblo la puerta ya terminada dentro de su carro, sobre un lecho de mantas. Tras conseguir que llegara intacta, dejó que la gente de la iglesia asumiera la responsabilidad de colgarla, cosa que hicieron con presteza por medio de los mismos soportes de bronce que habían sostenido la puerta antigua.

Josep recuperó lo que había pagado por la madera y se celebró una pequeña ceremonia de inauguración. El padre Felipe aceptó la puerta y dio las gracias con una bendición, y el alcalde habló con calidez de la contribución de Josep en tiempo y energía, con unas palabras que lo avergonzaron.

–¿Por qué lo has hecho? – le preguntó Maria del Mar al día siguiente, cuando se lo encontró por la calle-. ¡Ni siquiera vas a misa!

Josep meneó la cabeza y se encogió de hombros, incapaz de explicarle eso, como tantas otras cosas.

Para su propia sorpresa, la respuesta a aquella pregunta se le ocurrió de repente. No lo había hecho por la iglesia.

Lo había hecho por su pueblo.

35

Cambios

Cinco días después de la inauguración de la puerta nueva, llegaron al pueblo dos clérigos de mediana edad en un carruaje tirado por un par de caballos. Entraron en la iglesia y pasaron medio día dentro con el padre Felipe López, tras lo cual salieron solos y se fueron a la tienda de comestibles con el cochero. Los tres comieron pan con butifarra y bebieron agua del pozo antes de meterse de nuevo en su carruaje y desaparecer.

Aquella tarde, Nivaldo le contó a Josep la visita de los sacerdotes, pero ninguno de los dos supo nada nuevo hasta que, al cabo de tres días, el padre Felipe se despidió de algunas personas y, tras doce años de servicios como cura de la iglesia del pueblo, abandonó Santa Eulalia para siempre.

El rumor corrió enseguida y asombró a todo el pueblo. Los visitantes eran monseñores de la Oficina de Vocaciones de la diócesis de Barcelona. Aquellos prelados habían acudido a decirle al padre Felipe que se lo transfería sumariamente, y se le daba una nueva asignación para convertirse en confesor de la congregación de religiosas del convento de las reales descalzas, en la diócesis de Madrid.

Durante cinco días no hubo sacerdote en la iglesia, hasta que una tarde cruzó el puente un carro de silla de alquiler, tirado por un viejo caballo cansado y cargado con un sacerdote flaco y taciturno tocado con sombrero negro de ala ancha. Cuando se bajó del carruaje, sus ojos, tras los gruesos cristales de sus anteojos, inspeccionaron lentamente la plaza antes de entrar con su bolsa en la iglesia.

El alcalde se apresuró a pasar por la casa de la parroquia para saludarlo en cuanto supo de su llegada; luego fue a la tienda de comestibles e informó a Nivaldo y a unos cuantos clientes allí presentes de que el nuevo sacerdote se llamaba Pío Domínguez, era nacido en Salamanca y llegaba a Santa Eulalia tras pasar un decenio en Girona como adjunto de una iglesia.

Aquel domingo, a los que fueron a misa les resultó extraño comprobar que la figura de negro que consagraba la eucaristía era un extraño alto y esbelto, en vez de la visión ya familiar del orondo padre Felipe. En lugar del estilo de éste, que iba de lo alegre a lo untuoso, el cura nuevo hablaba con sobriedad y contó en su homilía una historia desconcertante sobre cómo la virgen Maria había enviado en una ocasión un ángel de visita a una familia pobre para transmitir a todos el amor de Jesús por medio de una jarra de agua que se convertía en vino.

Fue una mañana de domingo como otra cualquiera, salvo por el hecho de que el cura que se plantó junto a la puerta mientras la gente abandonaba la iglesia no era el de siempre. Sorprendentemente, no pareció que eso importara a muchos habitantes de Santa Eulalia.

Durante la semana siguiente, el alcalde acompañó al padre Pío a todas las casas para visitar a las familias del pueblo de una en una. Llegaron a la de Josep el tercer día, cuando aún tenía a medias el trabajo de la tarde. Aun así, abandonó lo que estaba haciendo y los invitó a sentarse en el banco. Les sirvió vino y se fijó en el rostro del cura mientras éste bebía los primeros sorbos. El padre Pío bebía como un hombre, pero Josep comprobó con satisfacción que no intentaba halagar su terrible calado.

–Padre, creo que sería una bendición que la Madre del Señor convirtiera nuestra agua en vino de vez en cuando -le dijo.

El sacerdote no sonrió, pero sus ojos emitieron un brillo.

–Creo que usted no estaba en la iglesia el domingo, señor.

No era una acusación, sino la mera constatación de un hecho.

–No, padre, no estaba.

–Y sin embargo ¿te refieres a mi homilía?

–En este pueblo, cualquier noticia se comparte como el buen pan.

–Josep fue el que hizo la puerta nueva de nuestra iglesia __explicó Ángel-. Bonita puerta, ¿verdad, padre?

–Bonita, sí. Una puerta excelente. Y su trabajo, una generosa contribución. – Ahora sí que sonreía el sacerdote-. Espero que recuerde que esa puerta se abre de par en par. – Se terminó el vino como un valiente y se levantó-. Le vamos a dejar que retome su trabajo, señor Álvarez -dijo, como si le estuviera leyendo la mente.

Ángel movió la cabeza en dirección a las tierras de Quim.

–¿Sabes cuándo volverá? Hemos llamado a su casa, pero no ha contestado nadie.

Josep se encogió de hombros.

–No lo sé, alcalde.

–Bueno -dijo Ángel al sacerdote, en tono desagradable-, seguro que lo verá con frecuencia, padre, porque es un hombre muy religioso.

A Josep le gustaba recorrer a pie por la noche aquellas vides en las que pasaba los días trabajando. Por eso aquella noche se encontraba al borde de la viña de su familia en plena oscuridad cuando oyó aquel sonido extraño. Durante un momento le entró el pánico y creyó que se trataba de otro jabalí, pero pronto se dio cuenta de que era un sollozo amargo, un sonido humano, y salió de sus tierras para localizarlo.

Estuvo a punto de tropezar con el cuerpo entre las malas hierbas.

–Ahh, por Dios. – Las palabras sonaban heridas.

Josep conocía esa voz ronca.

–¿Quim? – El hombre siguió sollozando. Josep notó el olor a coñac y se arrodilló a su lado-. Ven, Quim. Vamos, viejo amigo, déjame llevarte a tu casa.

Josep alzó a Quim con dificultad. Medio arrastrándolo y medio cediéndole apoyo, logró trasladarlo hasta su casa pese a que las piernas de Quim, caídas como pesos muertos, no ayudaban nada. Una vez dentro, Josep tanteó en la oscuridad hasta que encontró una lámpara de aceite, pero no se le ocurrió subir a Quim al piso de arriba. Al contrario, subió él mismo a su fétida habitación, bajó con la estera de dormir y la estiró en el suelo de la cocina.

Quim había dejado de lloriquear. Se sentó con la espalda apoyada en la pared y observó con rostro inexpresivo mientras Josep armaba una pequeña hoguera, la encendía y colocaba la olla de café, acaso del día anterior, sobre una rejilla. En la panera había un mendrugo seco. Quim cogió el pan cuando se lo pasó Josep y lo sostuvo en la mano, pero no se lo comió. Cuando estuvo caliente el café, Josep sirvió una taza, sopló hasta que le pareció que ya estaba bebible y la acercó a la boca de aquel hombre.

Quim bebió un sorbo y gruñó.

Josep sabía que aquel café debía de ser horrendo, pero no apartó la taza.

–Sólo un trago más -dijo-. Y un mordisco de pan.

Pero Quim sollozaba de nuevo, ahora en silencio y con el rostro vuelto. Al cabo de un rato suspiró y se frotó los ojos con el puño que aún sostenía el pan.

–Ha sido el maldito Ángel Casals.

Josep estaba perplejo.

–¿El qué?

–Ángel Casals, ese pedazo de mierda. Fue él quien se encargó de que transfiriesen al padre Felipe.

–¡No! ¿Ángel?

–Sí, sí, el alcalde, ese ignorante, sucio, viejo cabrón que no soportaba vernos. Nosotros lo sabíamos.

–No puedes estar seguro -dijo Josep.

–¡Lo estoy! El alcalde quería que nos largáramos del pueblo. Conoce a alguien que conoce a alguien que es un pez gordo de la Iglesia en Barcelona. Con eso le bastó. Me lo han contado.

–Lo siento, Quim. – Josep se sentía incapaz de ofrecerle la curación de sus males o siquiera un consuelo-. Has de intentar hacerte fuerte, Quim. Mañana pasaré y te llamaré a la puerta. ¿Estarás bien si te dejo solo?

Quim no contestó. Luego miró a Josep y asintió con la cabeza.

Josep se dio la vuelta para irse. Le sobrevino una imagen en la que Quim tiraba la lámpara y derramaba el aceite hirviendo, y decidió recogerla. La apagó al llegar a la entrada y la dejó en un lugar seguro y apartado.

–Vale, buenas noches, Quim -se despidió antes de cerrar la puerta y salir a la silenciosa oscuridad.

Por la mañana fue a primera hora a la tienda de comestibles, compró pan, queso y olivas y dejó la comida y una jarra de agua fresca ante la puerta de Quim. De camino a casa pasó por el lugar en el que había encontrado a su vecino borracho, derramando sus penas entre las vides. Cerca de allí encontró los fragmentos de una botella vacía de coñac que se había roto al chocar con una piedra, y los recogió antes de permitirse el bendito alivio de ponerse a cumplir con su trabajo.

36

Una charla con Quim

Josep le encantaba comprobar los efectos de la llegada del verano a sus viñas. En Languedoc había podado variedades de uvas que no eran tan robustas como las características de España. Las parras francesas tenían que sujetarse a un tutor en cada hilera, con un alambre que resultaba caro. En sus tierras, Josep podaba según se había hecho siempre en su familia con las uvas españolas, de tal modo que cada parra se aguantaba por sí misma y adquiría forma como si fueran grandes jarrones verdes llenos de ramas que se alzaban hacia el sol.

En contraste con su viñedo, atendido con tantos cuidados, el de Quim era una jungla, con las vides maltratadas a tajos, u olvidadas, y las malas hierbas crecían y campaban a sus anchas. Quim parecía evitar a Josep, quizá por vergüenza. Nivaldo le explicó que su vecino comía en su tienda con cierta regularidad. Josep se lo encontró dos veces por el camino y se detuvo como si fueran a hablar, pero Quim siguió andando con paso apresurado, los ojos rojos y la mirada esquiva; en ambos casos, Josep se percató de que sus andares no eran muy estables.

Por eso se llevó una sorpresa agradable cuando una tarde, a última hora, Quim llamó a su puerta y se presentó serio y sobrio. Josep lo saludó con amabilidad y le hizo pasar. Le ofreció pan, chorizo y queso, pero Quim lo rechazó con un gesto y le dio las gracias con voz débil.

–Necesito que hablemos de una cosa.

–Por supuesto.

Quim parecía buscar el modo idóneo de comenzar. Al fin, suspiró y soltó las palabras como un estallido:

–Me voy de Santa Eulalia.

–¿Te vas por ahí? ¿Cuántos días?

Quim exhibió una leve sonrisa.

–Para siempre.

–¿Qué? – Josep lo miró, preocupado-. ¿Adónde vas?

–Tengo una prima en San Lorenzo del Escorial, una buena mujer a la que adoro. Tiene una lavandería en San Lorenzo, donde lava la ropa para los nobles y los ricos, un buen negocio. Se está haciendo mayor. El año pasado me insistió en que me fuera a vivir con ella y la ayudara a llevar la lavandería. Entonces le dije que no podía ir, pero ahora…

–¿Vas a permitir que Ángel te eche del pueblo?

Josep se llevaba bien con Ángel, pero no admiraba su manera de tratar a Quim.

Éste despreció la idea agitando una mano en el aire.

–Ángel Casals no tiene ninguna importancia. – Miró a Josep-. San Lorenzo no está cerca de Madrid, pero tampoco demasiado lejos, y eso me permitirá ver al padre Felipe de vez en cuando. ¿Lo entiendes?

Josep lo entendía.

–…¿Y qué se hará de tu viña, Quim?

–La venderé.

Josep creyó entender.

–¿Quieres que negocie con Ángel en tu nombre?

–¿Ángel? Él ya no busca tierras para Tonio. Además, ese cabrón nunca se va a quedar con mi tierra.

–Pero… No hay nadie más.

–Estás tú.

Josep no sabía si reírse o romper a llorar.

–¡No tengo dinero para comprar tu tierra! – Molesto, pensó que sin duda Quim ya lo sabía-. Para cumplir con los pagos que le debo a mi hermano y a su mujer me gasto hasta la última moneda -añadió con amargura-. Después de vender la uva apenas me queda para algunos lujos, como comprar comida. ¡Despierta, hombre!

Quim lo miró con terquedad.

–Trabaja mis tierras como lo haces con las tuyas y vende la uva. Eso no te complicará mucho la vida. Ahora necesito un poco de dinero, y otro poco cuando recolectes la primera cosecha de uva de mi tierra, para que me pueda instalar en San Lorenzo. A partir de entonces, siempre que te sobre un poco, me lo envías. No me importa si te cuesta muchos años pagarme la viña.

Josep se asustó ante aquella nueva complicación, y tanteó los peligros que implicaba. Deseó que Quim no hubiera llamado a su puerta.

–¿Estás borracho, Quim? ¿Seguro que sabes lo que estás haciendo?

Quim sonrió.

–No estoy borracho. Ah, no lo estoy. – Le palmeó un brazo-. Tampoco es que tenga muchos compradores para elegir -dijo en voz baja.

Josep había aprendido algo de Rosa.

–Hay que hacer un papel. Tenemos que firmar los dos.

Quim se encogió de hombros.

–Vale, pues tráemelo -contestó.

Pasó la mayor parte de la noche sentado a la mesa, bajo la luz amarillenta de la lámpara de aceite, rodeado por el baile loco de las sombras por la habitación cada vez que cambiaba de posición en la silla, mientras leía y estudiaba su copia del acuerdo que le había permitido comprarle la tierra a Rosa y a Donat.

Al fin fue a buscar tinta en polvo, una plumilla gastada con portaplumas de madera y dos hojas de papel, todo sacado de la caja pequeña en que lo había guardado su padre, a saber cuántos años antes. Una de las hojas estaba blanca; la otra, marrón y algo arrugada. No le importaba demasiado cuál debía entregar a Quim y cuál se quedaría él. Puso un poco de polvo de tinta en una taza, añadió agua y lo removió con un palito de sarmiento seco hasta que obtuvo la tinta líquida.

Luego empezó a copiar la mayor parte del documento que había preparado el primo abogado de Rosa. Josep no era un escriba experimentado. Agarraba la pluma casi con desesperación. A veces la punta de la plumilla se enganchaba en la superficie del papel y rociaba una salpicadura de tinta en torno a la palabra que estaba escribiendo, y varias veces olvidó rozar la punta contra el borde de la taza después de empaparla, dejando luego gruesas gotas negras sobre el papel que en dos ocasiones llegaron a ocultar media palabra, de modo que se veía obligado a tachar las letras restantes y escribirla de nuevo. Aún no había llegado a transcribir la mitad de la primera copia y ya estaba sudando y malhumorado en exceso.

37

Ritos de paso

Dedicó mucho rato a pensar cuál sería el precio justo de la tierra de Quim. Varias generaciones de agricultores habían abandonado y desatendido la viña de los Torras, así que no le pareció justo que aquella parcela costara lo mismo que su propia tierra, cultivada con mimo. Al mismo tiempo, sabía que Quim le estaba traspasando su tierra en condiciones de increíble generosidad. Al fin, valoró la viña de los Torras al mismo precio que había pagado por la de su padre, sin el descuento fraternal que había exigido y recibido de Donat como derecho de la parte que le tocaba, y copió el primer acuerdo de venta palabra por palabra, salvo por cuatro cambios. Los nombres del comprador y del vendedor cambiaban, también la fecha, y omitió cualquier mención a la frecuencia en que debían cumplirse los pagos y la indicación de que, en su ausencia, se estableciera penalización alguna.

Quim no sabía leer. Josep le leyó el documento lentamente, en voz demasiado alta. De vez en cuando se paraba y le preguntaba si tenía alguna duda, pero no tuvo ninguna. Quim había aprendido a escribir su nombre y, cuando Josep terminó de leer, cogió la pluma, mojó la punta en la tinta y garabateó las letras en las dos copias.

Josep firmó también y después contó los billetes del primer pago y se los pasó. La transacción parecía irreal y acaso injustificada; se sentía culpable, como si le estuviera estafando a su vecino la propiedad de la familia Torras.

–¿Estás seguro, Quim? Aún estamos a tiempo de romperlo y olvidarnos de esto.

–Estoy seguro.

Josep dio a Quim la copia escrita en el papel más blanco y se quedó la amarronada.

Dos días después, ató a Orejuda al arnés y llevó a Quim a Sitges, donde éste pensaba tomar la diligencia tirada por bueyes que salía hacia el oeste. Hacía muchas paradas y era bastante más lenta que el tren, pero también resultaba mucho más barata. La conducía su propietario, Faustino Cadafalch, viejo amigo de Quim, que se encargó de presentarlos.

–Cuando quieras hacerme llegar un mensaje -le dijo, y Josep entendió que quería decir cuando pretendiera hacerle un pago-, se lo das a Faustino y él se encargará de que llegue a mis manos.

Nunca habían sido grandes amigos, pero Josep sintió una curiosa emoción cuando se despidieron. Como agricultor, Quim era malo y descuidado, además de borrachín, pero también era buena gente, de espíritu alegre, vecino indulgente y cómodo, y representaba un eslabón en la cadena que lo unía a su padre y a su infancia. Intercambiaron un largo y fuerte abrazo.

Luego Quim dio a Faustino su bolsa y montó en la diligencia junto con otro hombre y un par de monjas ancianas. Faustino trepó a su asiento, tomó las riendas, hizo restallar el látigo y los bueyes empezaron a tirar del carruaje.

Al volver a casa, Josep se encargó de acomodar a Orejuda y luego entró en la viña.

Era extraño.

Un papel firmado, un poco de dinero que cambiaba de manos, y la invisible frontera entre la viña de los Álvarez y la de los Torras había desaparecido.

Sin embargo, sabía en su interior que aquella frontera permanecería allí para siempre, aunque su presencia fuera más leve y ya no implicara prohibición alguna, y seguiría marcando una división entre la tierra de su padre…

… Y su propia tierra.

Se aventuró en la viña que hasta entonces había pertenecido a su vecino e inspeccionó la ciénaga de hierbajos crecidos con renovado desánimo. Una cosa era percibir con un rechazo desapasionado el maltrato de una cosecha ajena, y otra bien distinta enfrentarse al hecho de que ahora la responsabilidad de aquellas malas hierbas desenfrenadas que chupaban la humedad y el alimento de las vides era suya.

Quim se había ido, dejando atrás múltiples problemas, con sus aperos desafilados y desengrasados, la casa hecha un apestoso desastre y las vides boqueando en busca de aire y luz.

Josep tendría que encargarse de todo, pero sabía bien cuál era su prioridad. Encontró en su cuarto de herramientas una guadaña y una lima y la afiló tanto que ya resultaba peligroso pasar el dedo por el filo para comprobarlo.

Luego se quitó la camisa y cargó con la guadaña hasta la viña de Quim. Pronto empezó a desbrozar. Alzaba bien la cuchilla y trazaba un arco con los brazos para emitir luego un zumbido al descender y cortar; levantaba de nuevo mientras la guadaña pasaba por los hierbajos y la volvía a alzar, a punto ya de dibujar un nuevo arco. Josep se movía con suavidad: zuuum… zuuum… zuuum. Avanzó lenta y regularmente, dejando a sus espaldas un espacio despejado entre las hileras de las vides.

Al día siguiente, enganchó el arado a Orejuda y removió y labró la tierra en las zonas que había segado. Sólo entonces pudo dedicarse a la faena más laboriosa, arrancar a mano las hierbas y la maleza que habían crecido más cerca de las vides. Poco a poco, las plantas iban saliendo a medida que él tironeaba sin cesar, y le sorprendió comprobar lo viejas que eran en su mayoría. La mayor parte de los agricultores que él conocía renovaban las cepas más o menos cada veinticinco años, cuando -desde la perspectiva de una vida humana- habían alcanzado la mediana edad y habían ofrecido ya sus años de mayor producción de uva. Su padre las había cambiado en las hileras de más fácil acceso y había conservado las antiguas en las zonas a las que resultaba difícil llegar, por empinadas o arrinconadas. La familia de Quim apenas había renovado ninguna planta. Josep estimó que algunas de las parras que iba liberando de malas hierbas tendrían cien años. Aunque todavía producían uvas pequeñas con un sabor asombrosamente profundo, las vides estaban retorcidas y llenas de nudos, como esos troncos que la marea abandona en las playas tras deslucirlos, como ancianos tumbados a tomar el sol.

Le costó unos cuantos días desbrozar a mano hasta que llegó al límite de la viña. Se detuvo para sacar un pañuelo del bolsillo y secarse el sudor de la cara, y miró hacia atrás con satisfacción al ver la viña transformada, con sus parras liberadas ya de la jungla.

Echó un vistazo al viñedo contiguo, a la limpieza de la propiedad de los Valls, similar a la suya. No había rastro de Maria del Mar ni de Francesc. El día anterior había visto cómo ella paraba de trabajar para mirarlo, y se habían saludado de lejos. Debía de estar muerta de ganas de saber por qué Josep se ocupaba ahora de la viña de los Torras, y acaso preocupada por la posibilidad de que a Quim le hubiera ocurrido alguna calamidad. Josep sabía que, si se volvían a ver, la mujer se acercaría a preguntarle. Tenía curiosidad por saber cómo se sentiría ella al saber que ahora eran vecinos.

Ahora que tenía doble faena, se acostumbró pronto a caminar por las largas hileras sin detenerse al llegar al fin de la viña de los Álvarez y a entrar en aquellas tierras que para él siempre serían de los Torras.

A medida que los días se iban volviendo más largos y calurosos, mientras crecían y se formaban las uvas, Josep entendió que era mejor enfrentarse a la casa abandonada de Quim antes de que se le echara encima la ansiosa estación de la vendimia.

La casa era un desastre.

Arrastró la basura de un sitio a otro: una cesta llena de uva estropeada y fermentada en el desván, ropa sucia, trapos tan renegridos que no merecía la pena lavarlos, dos esteras de dormir apestosas. Todo fue a parar a una pila a la que prendió fuego tras rociarla de aceite. Afiló los aperos de Quim y engrasó los mangos de azadas, palas y rastrillos. Salvó lo que pudo: un par de barriles que parecían enteros, pedazos de madera partidos para echar a la lumbre en invierno, una cesta llena de clavos, tornillos, dos punzones, un dedal y una bisagra oxidada; un saco grande medio lleno de corchos; una ollita de cobre y una sartén de hierro oxidada; y treinta y una botellas de formas y diseños distintos, algunas recubiertas todavía de lodo del río, de donde las había sacado Quim. Luego encontró una caja con siete copas de vino llenas de polvo. Una vez limpias, le parecieron antiguas y hermosas, de un frágil cristal verde. Una tenía una grieta y se vio obligado a tirarla. Guardó las otras seis como un tesoro.

Cuando la casa de Quim quedó vacía, dejó la puerta y las ventanas abiertas de par en par durante diez días y luego empezó a usarla como una mezcla de taller de herramientas y almacén. Le resultaría práctico tener más a mano lo que necesitara mientras trabajaba en la parcela de los Torras.

Fue a Sitges a comprar un saco de sulfuro y se encontró con Juan, el anciano operario de la tonelería de Emilio Rivera, y se detuvo educadamente para intercambiar un saludo. Juan habló de los aprietos del trabajo en la tonelería, del calor propio de la estación, de la falta de lluvia. Miró intensamente a Josep.

–Me dijo Emilio que no estás casado. – Josep le devolvió la mirada-. Tengo una sobrina. Pasó seis años de matrimonio, y ahora lleva seis de viuda. Juliana.

Josep carraspeó.

–¿Hijos?

–No, por desgracia.

–Eh…¿Edad?

–Joven todavía. Fuerte. Aún puede tener hijos, entiéndeme. Puede ayudar a un hombre a trabajar. Es muy buena trabajadora, Juliana… Le he hablado de ti.

Josep lo miró estupefacto.

–¿Qué? ¿Te gustaría verla?

–Bueno…, ¿por qué no?

–Bien. Trabaja de camarera en un café, muy cerca de aquí. Te invito a un vino -propuso Juan en tono grandilocuente.

Josep lo siguió con nerviosismo.

Era un café de obreros, y estaba lleno. Juan lo llevó hasta una mesa llena de marcas y, al cabo de un rato le tocó una mano.

–Psst.

Josep observó que era mayor que él, con un cuerpo voluptuoso que ya había empezado a decaer y un rostro agradable y jovial. La observó mientras ella intercambiaba chanzas con cuatro hombres en una mesa cercana. Tenía una risa aguda y tosca.

Cuando se volvió hacia ellos, Josep sintió un pánico creciente.

Intentó decirse a sí mismo que se trataba de una oportunidad. Hacía tiempo que quería conocer a una mujer nueva.

Ella saludó a Juan con dos besos cálidos y lo trató de tío. Él los presentó con brusquedad.

–Juliana Lozano. Josep Álvarez.

Ella asintió, sonrió y dio una pequeña cabezada a modo de reverencia. Cuando le pidieron vino, se fue enseguida y volvió con él.

–¿Te gusta el potaje de alubias blancas? – preguntó a Josep.

Él asintió, aunque no tenía hambre. Pero ella no se refería al menú del café.

–Mañana por la noche. Te haré potaje de alubias blancas, ¿vale?

Le dedicó una sonrisa cálida y natural, y Josep se la devolvió.

–Sí.

–Bien. La casa de la acera de enfrente, segundo piso -dijo ella. Al ver que Josep asentía, añadió-: La puerta del medio.

A la noche siguiente, las nubes ocultaban la luna. La calle estaba apenas iluminada por una farola temblorosa y la escalera de la casa de Juliana resultó ser aún más oscura. Cargado con una gran hogaza de pan como contribución a la cena, subió las escaleras en penumbra hasta llegar a un pasillo estrecho, donde llamó a la puerta del medio.

Juliana le dio la bienvenida de buen humor, aceptó el pan, lo partió con un par de tirones y lo dejó en la mesa.

Le hizo sentar sin ceremonias y sirvió de inmediato la especiada sopa de alubias, que ambos comieron con entusiasmo. Josep alabó sus habilidades culinarias y ella sonrió.

–La he traído del café -aclaró, y se echaron a reír los dos.

Hablaron con moderación de su tío Juan, y Josep contó la amabilidad que le había demostrado en la tonelería.

Muy pronto, antes incluso de que él se acercara a besarla, Juliana lo llevó a la habitación con la misma naturalidad con que le había servido la sopa.

Antes de la medianoche iba ya de camino a casa, con el cuerpo ligero y aliviado, pero la mente curiosamente cargada. Le parecía que había sido algo parecido a comerse una pieza de fruta y comprobar que era comestible y sin defecto alguno, pero indiscutiblemente menos que dulce, así pues, cabalgó encorvado y pensativo a medida que se abría camino a lomos de Orejuda por la carretera que lo llevaba de vuelta al campo.

38

La cosecha

Josep entendía el desconcierto de algunos habitantes del pueblo. Se había ido de Santa Eulalia sin trabajo. Al volver, para sorpresa de todos, había obtenido el control del viñedo de su padre, y ahora sumaba también la propiedad del de los Torras.

–¿Serás capaz de cultivar las dos tierras tú solo? – le preguntó Maria del Mar, con la voz llena de dudas.

Él mismo lo había estado pensando.

–Si tú y yo seguimos trabajando juntos para cosechar, como hicimos el año pasado, contrataré a alguien para recoger las uvas de Quim. Debería bastar con un vendimiador, pues la cosecha de la tierra de Torras será mucho menor que las nuestras -propuso.

Marimar estuvo de acuerdo.

Podía escoger a cualquier hijo del pueblo que no fuera primogénito y se quedó con Gabriel Taulé, un muchacho de diecisiete años, tranquilo y equilibrado, que tenía tres hermanos mayores. El joven, conocido por todos como Briel, se quedó pasmado cuando Josep se le acercó con su oferta de trabajo, y la aceptó con entusiasmo.

Josep fregó sus cubas de vino y luego se dedicó a los depósitos situados bajo un alero del tejado de la casa de Quim. Lo que vio cuando empezaba a limpiarlos le preocupó, pues dos de ellos tenían zonas que le recordaban desagradablemente al trozo podrido que no había tenido más remedio que reparar con la ayuda de Emilio Rivera. Sin embargo, se dijo que no tenía sentido preocuparse por un problema sin estar siquiera seguro de que existía y limpió los depósitos con una solución de agua y sulfuro y los preparó para recibir el jugo de las uvas.

A medida que el verano cedía paso al invierno y los racimos de uvas se iban volviendo pesados y adquirían un tono amoratado en las vides, Josep caminaba entre sus hileras todos los días, tomando muestras y probándolas: aquí la cálida sazón de una uva pequeña de una cepa Garnacha; allá la afrutada y compleja promesa de una Tempranillo; también la ácida aspereza de una de las Sumoll.

Una mañana, Josep y Maria del Mar se pusieron de acuerdo en que, en general, las uvas habían llegado a un estado de madurez perfecta, así que convocó a Briel Taulé y le dio a Orejuda y la carreta para que trabajara en la tierra de los Torras.

Él, Maria del Mar y Quim habían trabajado juntos, pero Josep descubrió que era incluso mejor trabajar a solas con ella, pues tenían la misma opinión sobre las tareas que debían hacer, cosechaban bien en tándem y apenas hablaban. Habían enganchado la mula de Marimar a la carreta de Josep. Sólo se oía el snic, snic, snic de sus afiladas cuchillas a medida que iban cortando racimos de las vides para soltarlos en sus cestas. Laboraban bajo un sol radiante y pronto se les pegaba la ropa al cuerpo para revelar manchas oscuras e íntimas. Francesc rondaba por ahí y les llevaba de vez en cuando un vaso de agua del cántaro de barro que mantenían a la sombra de la carreta, o cojeaba tras ellos cuando llevaban la carreta a la prensa, o iba montado a lomos de la mula.

En algunos momentos, Briel, a solas y absorto en el trabajo, se permitía estallar con canto fuerte y desafinado, más cercano al grito y al alarido que a una canción. Al principio, cuando les llegó aquel sonido, Josep y Maria de Mar intercambiaron sonrisas sardónicas. El carro grande representaba un lujo; pese a que tanto Marimar como Josep cortaban más rápido que Briel, la carretilla del joven se llenaba muy deprisa. Cada vez que eso ocurría, daba una voz y Josep se veía obligado a soltar el cuchillo y a apresurarse a ayudarlo a llevar la carga hasta la prensa.

Josep era consciente de que, durante sus frecuentes viajes a la prensa con la uva de la parcela de los Torras, Marimar seguía trabajando sola en su viña, una contribución de tiempo y energía que superaba con mucho los términos del acuerdo que tenían. Le pareció que debía compensarla y, al fin del día, después de enviar a Briel a su casa, cuando Maria del Mar había soltado ya a la mula y le había dejado lista la cena a su hijo, Josep siguió trabajando impasiblemente y a solas en la viña de su vecina.

Al cabo de una hora, cuando ella salió de casa para echar a los pájaros las migas del mantel, vio a Josep inclinado sobre una vid y blandiendo el cuchillo. Caminó hasta él.

–¿Qué haces?

–Mi parte del trabajo.

Al mirarla comprobó que estaba rígida de la rabia.

–Me ofendes.

–¿En qué sentido?

–Cuando necesitaba ayuda para conseguir un precio justo por mi trabajo, tú lo conseguiste. Entonces dijiste que hacías lo que hubiera hecho cualquier hombre, ésas fueron tus palabras exactas. En cambio, no permites que una mujer te ofrezca ni la mínima ayuda.

–No, no es así.

–Es exactamente así. Me faltas al respeto de un modo que no harías con un hombre -insistió ella-. Quiero que salgas de mi viña y no vuelvas hasta mañana.

Josep también sintió rabia. Aquella maldita mujer, pensó, lo retorcía todo para confundirle, como siempre.

Estaba disgustado, pero también cansado y sucio y no le quedaban ánimos para discusiones estúpidas, así que maldijo en silencio, echó la cesta al carro y se fue a casa.

A la mañana siguiente, durante apenas un rato hubo cierta incomodidad entre ellos, pero los ritmos del trabajo compartido pronto disiparon las palabras irritadas que habían intercambiado la noche anterior. Josep siguió abandonando el trabajo cada vez que Briel le advertía que necesitaba ayuda, pero él y Maria del Mar funcionaban muy bien juntos y él estaba contento con la cosecha de uva que estaban obteniendo.

A media mañana, Briel caminó hasta la viña de Maria del Mar y, nada más verlo, Josep supo por su cara que ocurría algo malo.

–¿Qué?

–Es la cuba, señor -dijo Briel.

Cuando Josep vio la cuba, le dio un vuelco el corazón. No perdía a chorros, pero sí rezumaba una pérdida permanente de mosto que iba dejando su rastro por la cara exterior del contenedor. Había cinco cubas alineadas en el lado de sombra de la casa de Quim, y Josep las observó y luego señaló una que parecía menos sospechosa, aunque apenas se diferenciaban.

–Usa ésta -dijo.

A última hora de la tarde, mientras trabajaba, vio que Clemente Ramírez bajaba con su gran carromato por el sendero que llevaba al río para enjuagar sus barriles.

–Hola, Clemente -lo llamó.

Echó a correr para interceptar el carro y llevar a Clemente a que inspeccionara sus cubas estropeadas.

Ramírez examinó los contenedores de madera con atención y luego meneó la cabeza.

–Estas dos ya no sirven -señaló-. Repararlas sería como tirar el dinero. Creo que Quim Torras puede usar esta otra durante años. Puedo venir mañana y llevarme el mosto de aquí a primera hora para que fermente en la planta de vinagre. Por supuesto, eso significa que tendré que pagarle un poco menos a Quim, pero… -Se encogió de hombros.

–Quim se ha ido.

Clemente pareció visiblemente impresionado al saber que Josep era ahora el dueño de las tierras de los Torras, además de las de los Álvarez.

–Por Dios, tengo que tratarte bien, porque a este paso acabarás siendo un gran terrateniente y mandarás sobre nosotros.

Josep no se sentía como un terrateniente ni como un mandatario cuando regresó al trabajo. Acababa de descubrir que le iba a costar unas cuantas temporadas empezar a obtener rendimiento de las tierras de los Torras. Ahora, sus ingresos de la cosecha de aquel año serían incluso menores de lo que había calculado, y la información que Clemente le había dado acerca de las cubas era la peor posible.

Las cubas nuevas eran muy caras.

No tenía dinero para cubas nuevas.

Maldijo el día en que había prestado atención a las súplicas de Quim y había aceptado comprarle la viña. Era un idiota por haberse compadecido de un vecino que no era más que un borracho de toda la vida y un granjero pésimo y fracasado, se dijo con amargura, y ahora temía que Quim Torras lo hubiera arruinado antes incluso de tener ocasión de ser un verdadero agricultor de uva.

39

Problemas

Sumido en una bruma de apagada desesperanza, Josep terminó de cosechar en otros cuatro días, durante los cuales se obligó a no pensar en sus problemas. Sin embargo, al día siguiente de recolectar y prensar las últimas uvas se marchó a Sitges a lomos de Orejuda y encontró a Emilio Rivera comiendo en la tonelería, con una expresión de placer en el rudo rostro mientras se echaba a la barbuda boca cucharadas de una merluza a la sidra bien cargada de ajo. Emilio le señaló una silla y Josep se sentó y esperó, incómodo, a que el hombre terminara de comer.

–¿Y? – preguntó Emilio.

Josep le contó la historia entera. La marcha de Quim, su pacto y el desastroso descubrimiento de que las cubas de fermentación estaban podridas.

Emilio lo miró con gravedad.

–Ya. ¿Tan estropeadas que no merece la pena arreglarlas?

–Sí.

–¿Del mismo tamaño que la que te arreglé?

–El mismo… ¿Cuánto costarían dos cubas nuevas?

Cuando Emilio se lo dijo, cerró los ojos.

–Y es el mejor precio que puedo hacerte.

Josep meneó la cabeza.

–No tengo ese dinero. Si pudiera cambiarlas antes de la cosecha del año que viene, podría pagarle entonces -propuso.

«Creo que podría pagarle», corrigió mentalmente.

Emilio apartó el plato vacío.

–Hay algo que tienes que entender, Josep. Una cosa es que yo te eche una mano para arreglar un carro, o que te ayude a cambiar la puerta de la iglesia. Eso lo hice encantado porque vi que eras un buen tipo y me caíste bien. Pero… Yo no soy rico. Trabajo mucho para ganarme la vida, como tú. Ni aunque fueras hijo de mi hermana podría gastar mi madera de roble buena para hacer dos cubas sin recibir a cambio algo de dinero. Y -añadió con delicadeza- no eres el hijo de mi hermana.

Josep asintió.

Se quedaron sentados con la desgracia pintada en la cara. Emilio suspiró.

–Esto es lo mejor que puedo hacer por ti. Si me pagas ahora una de las cubas por adelantado, de modo que pueda usar el dinero para pagar la madera…, te haré las dos cubas y la segunda me la pagas después de la cosecha del próximo año.

Josep asintió en silencio un buen rato.

Cuando se levantó para irse, quiso dar las gracias a Emilio. El tonelero lo despidió con un gesto, pero luego salió tras él antes de que llegara a la puerta.

–Espera un momento. Ven conmigo -le dijo. Guio a Josep por la tonelería hasta un almacén abarrotado-. ¿Éstos te sirven de algo? – preguntó, señalando una pila de barriles de la mitad del tamaño habitual.

–Hombre, podría usarlos. Pero…

–Hay catorce, de cien litros cada uno. Los construí hace dos años para un hombre que los quería para conservar anchoas. Se murió y desde entonces los tengo aquí. Todo el mundo quiere barriles de 225 litros, nadie parece dispuesto a llevarse los de cien. Si te sirven de algo, sólo te cobraré un poco más.

–En realidad no los necesito. Y no me puedo permitir el gasto.

–Tampoco te puedes permitir rechazarlos, porque prácticamente te los voy a regalar. – Emilio cogió uno de los barriles pequeños y se lo puso en las manos-. He dicho un poco. Será muy poquito. Sácamelos de aquí de una maldita vez antes de irte -dijo con brusquedad, esforzándose por sonar como si estuviera acostumbrado al duro regateo.

Pasaron otras tres semanas antes de que Clemente Ramírez volviera para llevarse el resto del vino de Josep. Cuando le hubo pagado, Josep entregó su parte a Maria del Mar y viajó de inmediato a Sitges para pagar a Emilio el adelanto en metálico que habían acordado.

Tuvo una breve lucha con su conciencia a propósito del segundo pago a Quim Torras. Al fin y al cabo, era él quien le había metido en aquel problema financiero que ahora le impedía dormir por las noches. Sin embargo, le había dejado bien claro que necesitaba aquel dinero para lograr ciertos cambios en su vida, y Josep sabía que la responsabilidad derivada de no haber examinado las cubas y la casa antes de quedarse con la viña era suya.

Le preocupaba entregar el pago de manera tan confiada a Faustino Cadafalch, el amigo de Quim. Al fin y al cabo, el cochero era un desconocido para él: pero Quim había dicho que era su amigo; así pues, Josep, no viendo otra alternativa posible, fue a buscarlo a la estación.

Contó el dinero antes de ponerlo en manos de Cadafalch y luego le dio un recibo que había preparado para la transacción. También le dio unas pocas pesetas de más.

–Por favor, pídale a Quim que firme el recibo y tráigamelo de vuelta -le pidió-. Y yo le haré un pago adicional por traérmelo.

Cadafalch lo miró vivamente, pero luego mostró una sonrisa llena de dientes para demostrarle que entendía su situación. Asintió, sin darse por ofendido, metió el dinero y el recibo con cuidado en un bolso de piel y deseó un buen día a Josep.

Aquella noche Josep se sentó a la mesa y puso ante sí todo su dinero. Primero separó del montoncillo los pagos que tendría que hacer a Donat y a Rosa antes de la cosecha del año siguiente; luego, una cantidad menor para comprar provisiones y comida.

Vio que lo que quedaba era escaso, insuficiente para cualquier urgencia verdadera que pudiera presentarse, y se quedó sentado mucho rato antes de echarse el dinero a la gorra con cara de disgusto y echar a andar hasta la cama.

A la tarde siguiente, se sentó en su banco y se dispuso a probar el vino que se había quedado para su propio consumo después de prensar el mosto, con la esperanza de que se hubiera producido un milagro que lo volviera espléndido. Cuando trabajaba en Languedoc, Léon Mendes había insistido con frecuencia en practicar el mismo ejercicio después de cada cosecha. Cada trabajador recibía una copa de vino y a cada sorbo anunciaban por turnos algún sabor sutil que detectara su boca o su nariz.

«Fresa.»

«Heno recién cortado.»

«Menta.

«Café.

«Ciruelas negras.»

Ahora, Josep bebió su propio vino y descubrió que ya estaba estropeado, agrio y desagradable, con un sabor fuerte a ceniza y la acidez de los limones podridos. También sabía a desencanto, aunque no había tenido demasiadas expectativas. Mientras devolvía a la jarra el resto del vino que quedaba en el vaso, el primer tañido de la campana de la iglesia se coló en su conciencia, estridente y alarmante.

Luego sonó otro. Y otro.

Un doblar lento, solemne, advertía a los aldeanos de Santa Eulalia que la vida era dura, fugaz y triste, y que alguien como ellos había abandonado la comunidad de las almas.

Hizo lo que había hecho toda la vida al oír el toque de muertos; fue andando a la iglesia.

La puerta tenía ya un primer agujero que estropeaba su acabado, pues alguien había enganchado allí la nota que comunicaba el fallecimiento. Bastante gente la había leído y se había dado la vuelta. Cuando llegó Josep, vio que el nuevo sacerdote, con caligrafía fina y legible, había notificado la muerte de Carme Riera, la mujer de Eduardo Montroig.

Carme Riera había tenido tres abortos espontáneos y un cuarto embarazo en tres años y medio de matrimonio. En aquella tranquila mañana de otoño había empezado a sangrar sin dolor y al rato había dado a luz una mancha de tejido sanguinolento, de dos meses, y después el fluido claro que brotaba de su cuerpo se había convertido en un suave chorro rojo. Le había pasado lo mismo al perder el segundo hijo, pero en esta ocasión la sangre no se detuvo y murió a última hora de la tarde.

Esa noche, Josep fue a casa de los Montroig, la primera de las cuatro situadas en la plaza, justo detrás de la iglesia. Maria del Mar estaba entre la gente que, sentada en silencio en la cocina, hacía sentir su presencia.

A la luz amarillenta, emitida por dos velas a la cabeza y otras dos a los pies, Carme yacía en su cama, transformada en féretro por medio de telas negras que la iglesia conservaba para usarlas sucesivamente en las casas en que se producía algún infortunio. Tenía cinco años menos que Josep, quien apenas la conocía. Había sido una chica más bien atractiva, con algo de bizquera y mucho pecho desde la adolescencia, y ahora parecía como si fuera a bostezar en cualquier momento, con su pelo limpio y peinado, la cara blanca y dulce. La pequeña habitación estaba abarrotada por el marido y unos cuantos parientes que iban a pasar la noche sentados en torno a ella, además de un par de plañideras.

Al cabo de un rato, Josep dejó espacio a otros que quisieran verla y regresó a sentarse rígidamente en una habitación que en algunos momentos albergaba susurros estridentes y voces ahogadas. Maria del Mar se había ido ya. El espacio era limitado y había pocas sillas, así que no se quedó demasiado tiempo.

Josep estaba triste. Le caía bien Eduardo y le había resultado duro ver el dolor que contorsionaba su rostro solemne, de amplia mandíbula, desprovisto por una vez de la usual serenidad.

A la mañana siguiente nadie trabajó. La mayor parte de los aldeanos caminaron detrás del ataúd en el corto recorrido hasta la iglesia para el primer funeral que celebraba el padre Pío en Santa Eulalia. Josep se sentó en la última fila durante la larga misa de difuntos. Cuando la voz tranquila y sonora del sacerdote recitó el rosario en latín y las palabras de plegaria fueron repetidas por las voces ahogadas de Eduardo y del padre de Carme, así como de su hermana y de sus tres hermanos, los problemas de Josep ya se habían empequeñecido.

40

Lo que sabía el cerdo

Su primera tarea en la limpieza general que siempre seguía a la cosecha fue desmontar las dos cubas defectuosas. Las desarmó con el mismo cuidado con que habían sido armadas en su tiempo, probablemente por algún antepasado de los Torras dotado de mucha más habilidad que él. Aquel hombre había usado muy pocos clavos y Josep se esforzó mucho por no doblarlos al arrancarlos de la madera. Si alguno se torcía, lo enderezaba y lo guardaba, porque aquellos clavos -pedazos de hierro torneados a mano para que resultaran duros y eficaces, como la vida de un campesino- eran caros.

A medida que iba liberando tablas, las separaba en dos pilas. Pensaba cortar las que estaban teñidas por la putrefacción para alimentar con ellas el fuego en invierno, pero había unas cuantas sanas y las amontonó aparte, tal como había visto a Emilio apilar la madera en la tonelería, las separó con unos palitos para que el aire las mantuviera secas y sanas.

En menos de un día desaparecieron las dos cubas estropeadas y Josep quedó liberado para empezar la faena que más le gustaba, caminar detrás del arado para dirigir la cuchilla mientras Orejuda tiraba de ella sobre el suelo pedregoso.

Casi había terminado de arar la parcela de los Álvarez cuando pasó por el cúmulo de maleza y cardos en que se había escondido el jabalí después de recibir sus disparos, y entonces se dio cuenta de que quería trabajar allí, desbrozar el animoso sotobosque y arar el suelo para poder plantar unas cuantas vides más; y, ya puestos, apisonar bien el suelo en el espacio que quedaba debajo del saliente para que ninguna criatura salvaje pudiera volver a refugiarse allí y amenazar sus uvas.

Se puso a trabajar con la guadaña en la maleza, tan resistente que, cuando al fin terminó, se alegró de poder descansar. Recordó que el agujero era lo suficientemente grande como para que hubiera cabido el jabalí entero en su interior y se dio cuenta de que tendría que echarle muchas palas de tierra y luego apisonarla bien.

Se puso de rodillas, dobló la cabeza y echó un vistazo al interior, pero sólo alcanzó a ver unos pocos palmos en los que entraba la luz del día. Más allá, todo quedaba a oscuras.

Le llegó un frescor a la cara.

La vara que Jaumet había usado para atosigar al jabalí muerto estaba tirada en el suelo. Josep la empujó bajo el saliente y cupo entera en el agujero.

Algo extraño: cuando alzó la mano tanto como pudo en la oscuridad y flexionó la muñeca, pudo apuntar la vara hacia abajo, más de lo que esperaba.

Cuando apoyó la muñeca en el suelo y movió la vara para apuntar hacia arriba, también recorrió con ella una distancia considerable.

–¡Hola!

Su voz le sonó hueca.

Orejuda, con el arnés puesto todavía y atada al arado, rebuznó para protestar y Josep se obligó a alejarse de la madriguera para soltar al animal y asegurarse de que estuviera cómodo, cosa que le dio algo de tiempo para pensar. El agujero del monte era emocionante, interesante y alarmante, todo al mismo tiempo; quería compartirlo con alguien, tal vez con Jaumet. Pero también sabía que no debía dirigirse a Jaumet siempre que tuviera un problema al que no quisiera enfrentarse solo.

Fue al taller de herramientas, buscó una lámpara, se aseguró de que tuviera aceite, estiró la mecha, encendió una cerilla y salió con ella, a plena luz del día, hasta la ladera del monte. Cuando se tumbó boca abajo y la metió por el agujero, la luz llegaba bastante más allá.

El saliente natural tenía más o menos el doble de anchura que los hombros de Josep y terminaba a poco más de la distancia de un brazo. Luego empezaba un agujero bastante redondo, que se alargaba tal vez un metro.

Y más allá había un espacio negro, más ancho aún.

Probablemente había hueco suficiente para arrastrarse hacia el interior, empujando la lámpara por delante. Se dijo que el jabalí era tan ancho como él, y más gordo. Sin embargo, la mera idea de quedarse atascado en un espacio tan estrecho, solo y sin ayuda, le helaba la sangre.

Había algunas piedras visibles en el saledizo, pero por lo general parecía compuesto de tierra pedregosa, de la que brotaba toda una variedad de hierbajos. Josep fue a su casa y regresó con una barra de hierro, un cubo, un azadón y una pala, y empezó a cavar.

Tras ampliar el agujero lo suficiente para poder entrar en él de rodillas, se detuvo en la entrada, adelantó la lámpara y miró intensamente el…, ¿el qué?

Se obligó a arrastrarse hacia el interior.

Enseguida, el suelo iniciaba una leve bajada. A medida que Josep avanzaba, la tierra se iba llenando de piedras, pero consiguió levantarse, tembloroso.

No era una cueva. La lámpara revelaba un lugar más reducido que su habitación, no tan grande como para merecer el nombre de gruta: una pequeña burbuja rocosa en la colina hueca, del mismo tamaño que una cuba de fermentación. La pared que quedaba a su izquierda era de una piedra grisácea y trazaba un arco al alzarse.

La luz de la lámpara dibujó sombras alocadas cuando Josep se dio la vuelta, esforzándose por ver, consciente de que allí dentro podía haber criaturas salvajes. Serpientes.

Allí de pie, en aquella caja natural hundida en la tierra, era posible creer que las pequeñas criaturas peludas podían vivir en aquel agujero cuando no estaban ocupadas en cuidar las raíces de las parras.

Se dio la vuelta, se encaró de nuevo hacia el agujero y salió al mundo.

Fuera, el aire era más suave y cálido y empezaba a caer el crepúsculo. Josep se puso en pie, contempló asombrado el agujero y luego sopló la lámpara y recogió los aperos.

Esa noche durmió unas pocas horas y luego pasó largos ratos tumbado, pensando en el agujero de la colina. En cuanto la luz de la siguiente mañana empezó a disolver la oscuridad, se apresuró a confirmar que no había sido un sueño.

La apertura seguía allí.

La pequeña burbuja de la colina era tan pequeña que no le servía de nada.

Pero era un buen lugar para empezar. Y Josep se tomó aquel descubrimiento como un mensaje de que debía ponerse a trabajar.

Regresó a la casa, sacó las herramientas y luego estudió con una nueva mirada el monte que se alzaba sobre el agujero. Era normal y corriente hasta la altura de los ojos, donde una roca grande, más larga que un hombre pero fina y lisa, se alargaba en perpendicular, un soporte natural para el suelo que quedaría por encima del umbral. Empezó a excavar por debajo del montículo de piedra, consciente de que la puerta habría de tener la anchura suficiente para que cupiese su carreta.

Se puso a trabajar con el azadón y, cuando apareció Francesc, estaba ya ocupado en recoger la tierra suelta con la pala. Se saludaron y el muchacho se sentó en el suelo y lo miró trabajar.

–¿Qué haces, Josep? – preguntó al fin Francesc.

–Estoy cavando una bodega -respondió Josep.