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De vuelta a casa

El día en que todo empezó, Josep estaba trabajando en el viñedo de los Mendes y a media mañana había entrado ya en una especie de trance que lo llevaba de una vid a la siguiente para podar las ramas secas y agotadas que habían soportado la fruta cosechada en octubre, cuando cada grano de uva parecía jugoso como una mujer carnosa. Podaba con mano implacable, dejando las reducidas vides que producirían la siguiente generación de uvas. Era un raro día encantador en un febrero áspero y, pese al frío, el sol parecía imponerse en el vasto cielo francés. A veces, cuando daba con un grano arrugado que había pasado inadvertido a los recolectores, rescataba la uva Fer Servadou y se deleitaba con su sabrosa dulzura. Al llegar al final de cada hilera, armaba una pira con los sarmientos podados y tomaba una rama encendida de la hoguera anterior para prender una nueva. El acre olor del humo se sumaba al placer del trabajo.

Acababa de encender una pira cuando, al alzar la mirada, vio que Léon Mendes se abría paso entre las viñas, sin detenerse a hablar con ninguno de los otros cuatro trabajadores.

–Monsieur -saludó con respeto cuando Mendes llegó a su altura.

–Señor. – Era una broma entre ellos, según la cual el propietario se dirigía a Josep como si éste lo fuera también, y no fuese sólo un simple peón. Sin embargo, Mendes no sonreía. Fue amable, pero directo como siempre-: Esta mañana he hablado con Henri Fontaine, que ha regresado hace poco de Cataluña. Josep, tengo muy malas noticias. Tu padre ha muerto.

Josep se sintió como si lo hubieran golpeado, incapaz de articular palabra. «¿Mi padre? ¿Cómo puede haber muerto mi padre?»

–¿Qué causó su muerte? – preguntó al fin, como un estúpido.

Mendes meneó la cabeza.

–Henri sólo oyó que había muerto a finales de agosto. No sabía nada más.

–…Volveré a España, monsieur.

–¿Estás seguro? – preguntó Mendes-. Al fin y al cabo, él ya no está…

–No, tengo que volver.

–¿Y podrás regresar… a salvo? – preguntó con amabilidad.

–Creo que sí, señor. Llevo mucho tiempo pensando en volver. Le agradezco su amabilidad, monsieur Mendes. Por acogerme. Y por enseñarme.

Mendes se encogió de hombros.

–No ha sido nada. Nunca se termina de aprender sobre vinos. Lamento profundamente la pérdida de tu padre, Josep. Creo recordar que tienes un hermano mayor, ¿no?

–Sí. Donat.

–En la zona de donde tú eres, ¿el primogénito es el heredero? ¿Heredará Donat la viña de tu padre?

–En nuestra zona, es costumbre que el primogénito herede dos tercios y que los siguientes se repartan lo que quede y obtengan un trabajo del que vivir. Pero en mi familia, dada la escasez de nuestras tierras, la costumbre es que el mayor se lo quede todo. Mi padre siempre dejó claro que mi futuro estaba en el Ejército o en la Iglesia. Por desgracia, no valgo para ninguno de ambos.

Mendes sonrió, aunque con tristeza.

–No puedo decir que me parezca mal. En Francia, el reparto de propiedades entre los hijos ha provocado la existencia de explotaciones ridículamente pequeñas.

–Nuestra viña se compone sólo de cuatro hectáreas. Apenas daría para mantener a una familia, teniendo en cuenta que se cultiva en ella una clase de uva que sólo sirve para hacer vinagre.

–Tu uva no está mal del todo. Tiene sabores agradables y prometedores. De hecho, es demasiado buena para hacer vinagre barato. Cuatro hectáreas, manejadas adecuadamente, pueden proporcionar una cosecha digna de un buen vino. Sin embargo, tenéis que cavar bodegas para que el caldo no se amargue con el calor del verano -explicó Mendes gentilmente.

Josep sentía un gran respeto por Mendes. Sin embargo, ¿qué sabía el vinatero francés de Cataluña, o del cultivo de uvas destinadas al vinagre?

–Monsieur, usted ha visto nuestras casitas, con sus suelos de tierra -dijo en un tono demasiado impaciente, alelado como estaba de pensar en su padre-. No tenemos grandes castillos. No hay dinero para construir grandes bodegas con sótanos para conservar el vino.

Era obvio que monsieur Mendes no quería discutir.

–Ya que no vas a heredar el viñedo, ¿a qué te dedicarás en España?

Josep se encogió de hombros.

–Buscaré trabajo.

«Casi seguro que no será con mi hermano Donat», pensó.

–¿Tal vez en otra zona? La región de La Rioja tiene unos pocos viñedos en los que deberían considerarse afortunados de poder contratarte, porque tienes un talento natural para la uva. Eres capaz de percibir sus necesidades, y tus manos son felices con el contacto de la tierra. Por supuesto, La Rioja no es Burdeos, pero allí se hacen algunos vinos aceptables -añadió en tono altivo-. Aunque si alguna vez quieres volver a trabajar aquí, enseguida encontrarás empleo conmigo.

Josep le dio de nuevo las gracias.

–No creo que vaya a La Rioja ni que vuelva a trabajar en Languedoc, monsieur. Cataluña es mi lugar.

Mendes asintió con la cabeza, demostrando que lo comprendía.

–La llamada del hogar siempre es poderosa. Ve con Dios, Josep -dijo con una sonrisa-. Y dile a tu hermano Donat que cave una bodega en el sótano.

Josep sonrió también, y meneó la cabeza. Se dijo a sí mismo que Donat no sería capaz de cavar ni un agujero para cagar.

–¿Te vas? Ah…, pues buena suerte.

Margit Fontaine, la casera de Josep, recibió la noticia de la marcha de éste con su sonrisilla íntima, casi pícara, e incluso, según sospechaba él, con cierto placer. Para ser una viuda de mediana edad, tenía aún un rostro hermoso y un cuerpo que había provocado un acelerón en el corazón de Josep al verla por primera vez, aunque estaba tan poseída de sí misma que al cabo de un tiempo había perdido todo su atractivo. Ella le había proporcionado comidas descuidadas y un lecho blando que en alguna ocasión se había dignado a compartir con desdén, tratándolo como si fuera un torpe alumno de su estricta academia sexual. «Despacio, con determinación. ¡Con suavidad! ¡Jesús, muchacho, que no estás en una carrera!» Era cierto que le había enseñado meticulosamente lo que un hombre podía hacer. A él le habían intrigado las lecciones y su belleza, pero no habían intercambiado ninguna ternura y, como ella terminó desagradándole, el placer era limitado. Sabía que ella lo veía como un huesudo joven campestre al que debía enseñar todo acerca de cómo satisfacer a una mujer, un español sin el menor interés, que hablaba mal el occitano, idioma de la región, y no conocía el francés.

Así que, sin despedidas románticas, Josep se fue a primera hora del día siguiente tal como había llegado a Francia: en silencio y sin llamar la atención, sin molestar a nadie. Llevaba al hombro una bolsa de tela que contenía salchichas, una baguete y una botella de agua. En el otro, sostenía una manta enrollada y un regalo de monsieur Mendes: una pequeña bota de vino sujeta con una correa. El sol había vuelto a desaparecer y el cielo parecía gris como el cuello de una paloma; era un día frío pero seco y la superficie del camino de tierra era firme; buenas condiciones para caminar. Por suerte, sus piernas y sus pies se habían endurecido con el trabajo. Tenía mucho camino por delante y se obligó a mantener un ritmo decidido, pero tranquilo.

Su objetivo para el primer día consistía en llegar a un castillo del pueblo de Sainte Claire. Cuando llegó, a última hora de la tarde, se detuvo en la pequeña iglesia de Saint Nazare y pidió a un sacerdote que lo orientara para llegar a la viña de un hombre llamado Charles Houdon, amigo de Léon Mendes. Tras encontrar el viñedo y transmitir al señor Houdon las felicitaciones de monsieur Mendes, obtuvo permiso para dormir aquella noche en la sala de los toneles.

Al caer el crepúsculo, se sentó en el suelo cerca de unos barriles y se comió las salchichas con pan. La limpieza de la sala de toneles de Houdon era impecable. El dulzor intenso del fermento de uvas no llegaba a imponerse al duro aroma del roble nuevo y al sulfuro que los franceses quemaban en sus barriles y botellas para mantenerlos puros. En el sur de Francia se quemaba mucho sulfuro por miedo a una serie de males, sobre todo la filoxera, una plaga que estaba arruinando los viñedos del norte, causada por un piojo minúsculo que se comía las raíces de las cepas. Aquella sala de toneles le recordó la de la bodega de los Mendes, aunque Léon hacía vino tinto y a Josep le habían contado que Houdon sólo hacía vino blanco con uva Chardonnay. Josep prefería el tinto y en aquel momento se concedió la indulgencia de dar un solo trago de la bota. Era un pequeño estallido, agudo y limpio: vin ordinaire, un vino común que en Francia podían permitirse hasta los jornaleros y, sin embargo, mejor que cualquier vino que Josep hubiera probado en su pueblo.

Había pasado dos años trabajando en las viñas de Mendes, más otro como suplente del bodeguero y un cuarto en la sala de toneles, bendecido por la oportunidad de probar vinos cuya calidad ni siquiera había imaginado jamás.

–Languedoc es conocido por producir un vin ordinaire decente. Yo hago vinos honestos, algo mejores que los comunes. De vez en cuando, por mala suerte o por estupidez, hago un vino tirando a malo -le había dicho en una ocasión monsieur Mendes-. Pero, por lo general, gracias a Dios, mi vino es bueno. Claro que nunca he producido ninguno que fuera grande de verdad, un vino que marque una era, como las cosechas que crearon míticos viticultores como Lafite y Haut-Brion.

Sin embargo, nunca había dejado de intentarlo. En su implacable búsqueda del cru definitivo -una perfección a la que se refería como «el vino de Dios»-, cuando lograba una cosecha capaz de derramar su gloria por el paladar y el gaznate, exhibía una sonrisa brillante durante una semana.

–¿Notas la fragancia? – preguntaba a Josep-. ¿Sientes la profundidad, el perfume oscuro que juguetea con el alma, el aroma floral, el sabor a ciruelas?

Mendes le había enseñado lo que el vino podía llegar a ser. Hubiera sido más compasivo dejarlo en la ignorancia. Ahora se daba cuenta de que aquel líquido claro y amargo creado por los viticultores de su pueblo era un mal vino. «Meado de caballo», se decía a sí mismo con aire taciturno; probablemente hubiera sido mejor para él quedarse en Francia con Mendes y luchar por lograr vinos mejores, en vez de correr riesgos al regresar a España. Se consoló con la certeza de que a esas alturas ya podría llegar a casa sin peligro. Habían pasado más de tres años sin la menor señal de que las autoridades españolas lo buscaran.

Le disgustaba la amarga conciencia de que varias generaciones de su familia habían pasado la vida haciendo malos vinos. Aun así, era buena gente. Gente trabajadora. Con eso, volvió a pensar en su padre. Intentó imaginarse a Marcel Álvarez, pero sólo lograba recordar algunos detalles menores, domésticos: las manos grandes de su padre, su escasez de sonrisas. Un diente caído le dejaba un hueco entre los incisivos inferiores; los dos contiguos estaban retorcidos. Su padre tenía también un dedo del pie torcido, el pequeño del izquierdo, de tanto llevar mal calzado. A veces trabajaba sin zapatos: le gustaba la sensación del suelo bajo los pies y entre sus dedos nudosos. Tumbado, Josep se dejó llevar por los recuerdos y por primera vez se permitió entrar en un verdadero estado de duelo a medida que la oscuridad se filtraba en la sala por sus dos altas ventanas. Al fin, destrozado, se durmió entre los toneles.

Al día siguiente el aire se volvió cortante. Esa noche, Josep se envolvió en su manta y se encajó en un montón de heno en una granja. El heno podrido estaba caliente y le hizo sentir una especie de comunión con todas las criaturas que se encierran en sus madrigueras a esperar que salga el sol. Esa noche tuvo dos sueños. Primero la pesadilla, un sueño terrible. Luego, afortunadamente, soñó con Teresa Gallego y al despertarse tenía un recuerdo muy claro, lleno de detalles deliciosos y torturadores. «Qué desperdicio de sueño», se dijo. Después de cuatro años, seguro que se había casado o se había ido a trabajar lejos del pueblo. O las dos cosas.

A media mañana tuvo un golpe de suerte cuando un carretero lo transportó con su carga de leña, tirada por dos bueyes con unas bolas rojas de madera clavadas en la afilada punta de sus cuernos. Si caía algún leño, Josep bajaba de un salto y lo volvía a colocar. Por lo demás, recorrió más de ocho leguas montado en la carga con un lujo relativo. Por desgracia, esa noche, la tercera que pasaba en el camino, no encontró ninguna comodidad. La oscuridad lo asaltó caminando por zonas boscosas, sin ningún pueblo ni granja a la vista.

Le parecía que había salido ya de Languedoc y que el bosque en que se encontraba pertenecía a la provincia de Rosellón. De día no le disgustaban los bosques; desde luego, mientras existió el grupo de caza él había disfrutado de sus incursiones entre los árboles. Pero la oscuridad en una zona boscosa no le gustaba demasiado. No había luna ni estrellas en el cielo y no tenía sentido recorrer el sendero del bosque sin ver nada. Al principio se sentó en el suelo con la espalda apoyada en el tronco de un pino grande, pero pronto lo amedrentó el fuerte siseo del viento al colarse entre tantos árboles y optó por trepar a las ramas bajas del pino y seguir subiendo hasta que se vio bien lejos del suelo.

Se encajó en una horquilla entre dos ramas y trató de taparse cuanto fuera posible con la manta, pero el intento fue vano y el viento lo derrotó mientras permanecía colgado del árbol en posición bien incómoda. Entre la oscuridad que lo rodeaba sonaba de vez en cuando algún ruido. El ulular de algún búho lejano. Un lúgubre arrullo de pichones. Un… sonido agudo que imaginó como el chillido de un conejo, o de cualquier otra criatura a punto de ser asesinada.

Luego, desde el suelo directamente a sus pies, un frotar de cuerpos entre sí. Gruñidos, resoplidos, un fuerte bufido, pezuñas que rasgaban el suelo. Sabía que eran jabalíes. No los veía. Tal vez fueran sólo unos pocos, aunque en su imaginación parecía una enorme piara. Si se caía, uno solo podía resultar letal, con aquellos terribles colmillos y sus pezuñas tan afiladas. Sin duda, las bestias habían olido las salchichas y el queso, aunque Josep sabía que podían comer cualquier cosa. Su padre le había contado en una ocasión que de joven había visto cómo unos jabalíes desgarraban las entrañas de un caballo herido en una pata para comérselo.

Josep se agarró con fuerza a la rama. Al cabo de un rato oyó que los animales se alejaban. Todo quedó de nuevo sumido en el silencio y en un gélido frío. Le pareció que la oscuridad era eterna.

Cuando al fin llegó la luz del día, no vio ni oyó ningún animal y descendió del árbol para desayunarse una salchicha mientras caminaba por el estrecho sendero. Aunque estaba agotado tras pasar la noche sin dormir, mantuvo su ritmo habitual. Hacia el mediodía, los árboles se fueron aclarando y aparecieron campos y hasta un buen atisbo de las montañas que se alzaban más allá. Al cabo de una hora, cuando ya llegaba a los Pirineos, empezó a llover con fuerza y Josep se refugió en un establo adjunto a una hermosa granja, que tenía la puerta abierta.

El padre y el hijo que se esforzaban por recoger el estiércol de los lechos de las vacas dentro del establo dejaron de trabajar y lo miraron fijamente.

–Bueno, ¿qué pasa? – preguntó bruscamente el hombre.

–Voy de paso, señor. ¿Puedo esperar un rato aquí, hasta que pase lo peor de la lluvia?

Josep vio que el hombre lo repasaba cuidadosamente con la mirada. Quedaba claro que no le complacía el regalo que le había traído la lluvia.

–Está bien -dijo el granjero, y se movió un poco para seguir usando su afilada horca sin dejar de vigilar al extraño.

Seguía diluviando. Al cabo de un ratito, en vez de permanecer quieto, Josep tomó una pala que estaba apoyada en la pared y se puso a ayudar a los otros dos. Poco después, lo escuchaban con interés mientras él les hablaba de los jabalíes.

El granjero asintió:

–Qué cabrones, esos cerdos malditos. Y se reproducen como las ratas. Están por todas partes.

Josep trabajó con ellos hasta que todo el establo quedó libre de estiércol. Para entonces el granjero ya se había ablandado y le dispensaba un trato amistoso y le dijo que, si quería, podía quedarse a dormir allí. Así que pasó aquella noche cómodo y sin pesadillas, con tres vacas grandes que lo abrigaban a un lado y un enorme montón de excrementos calientes al otro. Por la mañana, mientras llenaba su botella de agua en un manantial que corría detrás de la casa, el granjero le explicó que estaba justo al oeste de un paso muy usado para cruzar la frontera.

–Es la parte más estrecha de la montaña. Es un paso bajo y podrías cruzar la frontera caminando en tres días y medio. Si no, si vas hacia el oeste unas cinco leguas, llegarás a un paso más alto. Lo usa poca gente porque se tarda más que por el otro. Te llevará un par de días más y tendrás que caminar sobre nieve, aunque no muy espesa. Además, en el paso alto no hay guardias en la frontera -añadió el granjero, buen conocedor.

Josep temía a los guardias fronterizos. Cuatro años antes, con la intención de evitarlos, se había colado en Francia siguiendo senderos desdibujados por las montañas boscosas y había perdido mucho tiempo, convencido de que en cualquier momento se despeñaría por una sima, suponiendo que no le disparasen antes los guardias. Entonces había aprendido que la gente que vivía cerca de la frontera conocía los mejores caminos para el contrabando, y ahora aceptó el consejo de aquel hombre.

–Hay cuatro pueblos a lo largo del paso alto en los que podrás buscar comida y refugio -le explicó-. Deberías detenerte en cada uno de ellos a pasar una noche, incluso si te sobran horas de luz y te parece que podrías seguir caminando, pues fuera de esos pueblos no hay comida ni ningún lugar protegido donde dormir. El único segmento del paso en el que deberás apresurarte para evitar que te atrape la oscuridad es la larga caminata que lleva hasta el cuarto pueblo.

El granjero le explicó a Josep que por aquel paso alto entraría en España por el este de Aragón.

–Comprobarás que está libre de las milicias carlistas, aunque de vez en cuando los guerreros de la gorra roja se adentran en el territorio del Ejército español. El pasado mes de julio llegaron hasta Alpens y mataron a ochocientos soldados -dijo. Miró a Josep-. Por cierto, ¿tienes algo que ver con ese conflicto? – preguntó en tono cuidadoso.

Josep estuvo tentado de decirle que había estado a punto de llevar él mismo la gorra roja, pero negó con la cabeza y dijo:

–No.

–Bien hecho. Por Dios, los españoles no tenéis peor enemigo que vosotros mismos cuando os da por pelearos.

Josep estuvo a punto de tomarlo como una ofensa, pero, al fin y al cabo, ¿no era cierto? Se contentó con decir que la guerra civil era muy dura.

–¿A qué vienen todos esos muertos? – preguntó el hombre.

Josep se encontró dándole una lección de historia de España a aquel granjero. Durante mucho tiempo, sólo a los hijos primogénitos de los reyes se les había permitido heredar la corona. Antes de nacer Josep, el rey Fernando VII, tras ver cómo tres esposas se le morían sin descendencia, tuvo dos hijas seguidas de su cuarta esposa y persuadió a las cortes para que cambiaran la ley, de modo que pudiera designar como futura reina a su primera hija, Isabel. Eso había enloquecido de rabia a su hermano menor, el infante Carlos Maria Isidro, que hubiera heredado el trono en el caso de que Fernando no dejara sucesor.

Le contó que Carlos se había rebelado y había huido a Francia, mientras que en España sus fieles conservadores se habían unido para formar una milicia armada que desde entonces no había dejado de luchar.

Lo que no explicó Josep fue que él mismo había decidido huir de España por culpa de aquel conflicto y que eso le había costado los cuatro años más solitarios de su vida.

–Me trae sin cuidado de quién sea el culo real que se sienta en el trono -dijo con amargura.

–Ah, sí, ¿de qué le sirve a un hombre común y sensato preocuparse por esas cosas?

El granjero le vendió a muy buen precio un pequeño queso de bola hecho con leche de sus vacas.

Cuando echó a andar por los Pirineos, el paso alto resultó ser poco más que un sendero estrecho y retorcido que no hacía sino subir y bajar una y otra vez. Josep era una mota en la vastedad infinita. Las montañas se alargaban ante él, salvajes y reales, picos agudos y marrones cuyas cumbres blancas se fundían en el azul antes del horizonte. Había pinares poco densos, interrumpidos por riscos pelados, rocas tumbadas, tierra retorcida. A veces, en puntos de mucha altitud, se detenía a mirar, como si estuviera soñando, la increíble vista que se le revelaba. Temía a los osos y a los jabalíes, pero no se topó con ningún animal; una vez, desde lejos, vio dos grupos de ciervos.

El primer pueblo al que llegó no era más que un pequeño racimo de casas. Josep pagó una moneda por dormir en el suelo de la cabaña de un cabrero, cerca del fuego. Pasó una noche desgraciada por culpa de unos bichitos negros que se cebaron en él a placer. Al día siguiente, mientras caminaba, se iba rascando una docena de picaduras.

El segundo y el tercer pueblo eran mejores, más grandes. Durmió una noche cerca de una estufa de cocina y la siguiente en el banco de trabajo de un zapatero remendón, sin bichos y con el fuerte y recio aroma de cuero en las narices.

La cuarta mañana arrancó pronto y con energías, consciente de la advertencia que le había hecho el granjero. En algunas zonas era difícil seguir el sendero, aunque, tal como le había dicho aquel hombre, sólo un breve espacio, en la parte más alta, estaba cubierto de nieve. Josep no estaba acostumbrado a la nieve y no le gustaba. Imaginaba que se partía una pierna y moría congelado o de hambre en aquella horrible extensión blanca. De pie sobre la nieve hizo una única comida fría con su atesorado queso y se lo tragó todo como si ya muriera de hambre, permitiendo que cada valioso bocado se le deshiciera, delicioso, en la boca. Sin embargo, ni murió de hambre ni se partió una pierna; la nieve, poco profunda, frenó su marcha pero no supuso mayor apuro.

Le parecía que las montañas azules seguirían desfilando eternamente por delante de él.

No vio a sus enemigos, los carlistas con sus gorras rojas.

No vio a sus enemigos, las tropas gubernamentales.

Ni vio a ningún francés o español, y no tuvo ni idea de dónde estaba la frontera.

Seguía marchando por los Pirineos, como una hormiga sola en el mundo, cansado y ansioso, cuando la luz del día empezó a flojear. Sin embargo, antes del anochecer llegó a un pueblo en el que encontró a unos ancianos sentados en un banco frente a la posada, junto a dos jóvenes que lanzaban palos a un famélico perro amarillo que ni siquiera se movía.

–Ve a buscarlo, vago de mierda -gritó uno de ellos. Las palabras sonaron en la variedad de catalán propia de Josep, y así supo que estaba cerca de España.

2

El cartel

«Siete días después, un domingo por la mañana, Josep llegó al pueblo de Santa Eulalia, donde podía entrar al amparo de la oscuridad, pues conocía cada campo, masía o árbol. No parecía haber ningún cambio. Al cruzar el puentecillo de madera sobre el río Pedregós, se fijó en la escasez del hilillo de agua que corría por su lecho, resultado de media docena de años de sequía. Bajó por una calle estrecha y cruzó la pequeña plaza flanqueada por el pozo del pueblo, la prensa de vino comunal, la forja del herrero, la tienda de comestibles de Nivaldo, el amigo de su padre, y la iglesia, cuya santa patrona daba nombre al pueblo. No se cruzó con nadie, aunque algunos estaban ya en la iglesia de Santa Eulalia; al pasar por delante oyó el murmullo quedo de sus voces en misa. Más allá de la iglesia había unas pocas casas y la granja agrícola de la familia Casals. Luego, el viñedo de los Freixa. Tras éste, el de los Roca. Y al fin Josep alcanzó la viña de su padre, encajada entre el viñedo de uvas blancas de la familia Fortuny y la plantación de uvas negras de Quim Torras.

Había un pequeño cartel de madera en una estaca corta clavada en la tierra.

EN VENTA

–Ah, Donat -dijo con amargura.

Hubiera podido adivinar que su hermano no querría conservar la tierra. No empezó a enfadarse hasta que vio el estado del viñedo, pues las cepas estaban en una condición lamentable. Nadie las había podado y estaban demasiado crecidas, sin ningún control. En los abandonados espacios entre cada una de las parras campeaban la hierba, los cardos y las semillas.

Era casi seguro que la masía no había cambiado de aspecto desde que la construyera el bisabuelo de Josep. Formaba parte del paisaje, un pequeño edificio de piedras y arcilla que parecía crecer de la tierra misma, con la cocina y una pequeña despensa en la planta baja, una escalera de piedra que llevaba a las dos pequeñas habitaciones de la superior y un desván bajo cuyos aleros se almacenaba el grano. El suelo de la cocina era de tierra, mientras que en las habitaciones superiores estaba enyesado. El yeso, teñido de rojo por la sangre de los cerdos y encerado una y otra vez con el paso de los años, parecía ahora una piedra oscura y pulida. Todos los techos tenían las vigas a la vista, troncos obtenidos de los árboles que había talado José Álvarez para despejar la tierra antes de plantar las vides. El propio techo era de cañas largas y huecas que crecían en las orillas de los ríos. Una vez partidas en canal y entretejidas, constituían un buen soporte para las tejas de arcilla gris del río.

Dentro, había mugre por todas partes. Encima de la chimenea, el reloj francés de caoba -regalo del padre de Josep a su madre cuando se casaron, el 12 de diciembre de 1848- permanecía en silencio, sin que nadie le hubiera dado cuerda. Los únicos objetos de la casa a los que Josep también concedía algún valor eran el catre y el baúl de su padre; los había creado su abuelo, Enric Álvarez, y ambos estaban decorados con tallas de vid. Ahora las tallas estaban grises de tanto polvo. Había ropa de trabajo sucia en el suelo, en la mesa y en las sillas, todas de burda factura, junto a platos sucios llenos de motas dejadas por los ratones y restos de viejas comidas. Josep llevaba cuatro días caminando y estaba demasiado cansado para pensar o decir nada. Arriba, no se le ocurrió usar la habitación y la cama de su padre. Se quitó los zapatos de una patada, se dejó caer en la delgada y rugosa esterilla que su cuerpo llevaba cuatro años sin tocar y casi de inmediato lo olvidó todo.

Pasó el día y la noche enteros durmiendo y se despertó a la mañana siguiente con un hambre terrible. No había ni rastro de Donat. A Josep apenas le quedaba en la botella agua suficiente para un trago. De camino a la plaza, con una cesta vacía y un balde, vio a los tres hijos del alcalde en el campo de Ángel Casals. Los dos mayores, Tonio y Jaume, estaban extendiendo el estiércol, mientras el tercero -cuyo nombre no recordaba- araba con una mula. Concentrados en el trabajo, no lo vieron pasar hacia la tienda de comestibles. En la penumbra del establecimiento estaba Nivaldo Machado, casi igual a como Josep lo recordaba, aunque no del todo. Estaba más delgado si cabe, y más calvo; el poco cabello que le quedaba se había vuelto gris por completo. Nivaldo, que estaba pasando alubias de un saco grande a unas cuantas bolsas pequeñas, se detuvo y lo miró con el ojo bueno. El malo, el izquierdo, estaba medio cerrado.

–¿Josep? ¡Alabado sea Dios! Josep, ¡estás vivo! Maldita sea, ¿eres tú, Tigre? – dijo al fin, usando el apodo que él mismo, y nadie más que él, había usado toda la vida para referirse a Josep.

Éste se animó al percibir la alegría en la voz de Nivaldo y las lágrimas que asomaban a sus ojos. Sus labios curtidos le dieron dos besos y sus brazos enjutos lo rodearon en un abrazo.

–Soy yo, Nivaldo. ¿Cómo estás?

–Mejor que nunca. ¿Sigues siendo soldado? Todos te dábamos por muerto. ¿Te han herido? ¿Has matado a medio ejército español?

–El ejército español y los carlistas están a salvo por lo que a mí respecta, Nivaldo. No he sido soldado. He estado en Francia, haciendo vino. En el Languedoc.

–¿De verdad, en el Languedoc? ¿Y qué tal?

–Muy francés. La comida estaba bien. Ahora mismo estoy muerto de hambre, Nivaldo.

Nivaldo sonrió con una alegría aparente. El anciano echó ¿os palos al fuego y arrimó una olla a la lumbre.

–Siéntate.

Josep cogió una de las dos sillas desvencijadas mientras Nivaldo ponía dos tazas en la mesa y las llenaba con una jarra.

–Salud. Bienvenido a casa.

–Gracias. Salud.

«No es tan malo», pensó Josep al probar el vino. Bueno… Era tan aguado, amargo y áspero como lo recordaba, y sin embargo, reconfortantemente familiar al mismo tiempo.

–Es el vino de tu padre.

–Sí. ¿Cómo murió, Nivaldo?

–Bueno, Marcel… Durante los últimos meses parecía muy cansado. Y entonces, una mañana, estábamos sentados aquí mismo, jugando a las damas. Le empezó a doler un brazo. Aguantó hasta ganar la partida y luego dijo que se iba a casa. Debió de caer muerto a medio trayecto. Tu hermano Donat se lo encontró por el camino.

Josep asintió con sobriedad y bebió un poco de vino.

–Donat. ¿Dónde está Donat?

–En Barcelona.

–¿Y qué hace allí?

–Vive allí. Se casó. Se quedó con una mujer que trabajaba con él en una fábrica textil. – Nivaldo lo miró-. Tu padre siempre dijo que cuando llegara la hora Donat aceptaría su responsabilidad con la viña. Bueno, llegó la hora, pero Donat no quiere la viña, Josep. Ya sabes que nunca le gustó ese trabajo.

Josep asintió. Lo sabía. El olor del guiso que Nivaldo había puesto a calentar le arañaba las tripas.

–¿Y cómo es ella? Esa mujer con la que se ha casado.

–Una hembra bastante guapa. Se llama Rosa Sert. ¿Qué puede decir un hombre de la esposa de otro, apenas tras un vistazo? Callada, más bien casera. Vino varias veces con él por aquí.

–¿De verdad quiere vendérselo?

–Quiere el dinero. – Nivaldo se encogió de hombros-. Cuando un hombre se casa, siempre necesita dinero.

Nivaldo sacó la olla de la lumbre, alzó la tapa y sirvió una buena porción de guiso en un plato. Cuando le llevó un pedazo de pan y rellenó los vasos de vino, Josep engullía ya la comida y saboreaba las alubias negras, la butifarra, la buena dosis de ajo. En verano hubiera habido guisantes, berenjena, tal vez colinabo. En cambio ahora sabía a jamón, algún pedazo de conejo correoso, cebollas, patatas. Se decía que Nivaldo casi nunca lavaba la olla porque a medida que su contenido se iba reduciendo siempre se añadían nuevos ingredientes al guiso.

Josep vació el plato y aceptó una segunda ración.

–¿Hay alguien interesado en comprar?

–Siempre hay unos cuantos que se interesan. Roca mataría por esa tierra, pero no hay ni la menor posibilidad de que logre comprarla. Lo mismo le ocurre a la mayoría: no hay dinero. Pero Ángel Casals quiere la tierra para su hijo Tonio.

–¿El alcalde? Pero ¡si Tonio es su primogénito!

–Se ha entregado al coñac y pasa la mayor parte del tiempo borracho. Ángel no se lleva bien con Tonio y no confía en él para que se encargue de la granja. Como los dos hermanos menores son buenos trabajadores, les dejará todo y está buscando tierras para Tonio.

–¿Ha hecho una oferta?

–Todavía no. Ángel está esperando y haciéndose rogar para poderse quedar la tierra al mejor precio. Ángel Casals es el único que conozco que puede permitirse comprar tierras para dejar a su hijo instalado. En este pueblo cada vez somos más pobres. Todos los hijos menores se van a vivir a otros sitios, tal como hiciste tú. Aquí ya no queda ninguno de tus amigos.

–¿Manel Calderón? – preguntó como quien no quiere la cosa.

–No. Tampoco he sabido de él desde hace tres años -contestó Nivaldo. Josep sintió un miedo conocido.

–¿Guillem Parera? – dijo, por nombrar al miembro del grupo de cazadores que en otro tiempo fuera su mejor amigo.

–Mierda, Josep. Guillem murió.

«¿Muerto?»

–Ah, no.

«Te lo dije. Tendrías que haberte quedado conmigo, jodido Guillem.»

–¿Estás bien, Tigre? – preguntó Nivaldo bruscamente.

–¿Qué le pasó? – preguntó Josep, aunque temía la respuesta.

–Es evidente que, después de irse contigo y con los otros, también dejó el Ejército. Supimos que apareció en Valencia y que encontró trabajo en la restauración de la catedral, trasladaba esos bloques enormes de piedra. Uno de ellos resbaló y lo aplastó.

–Oh… Qué mala manera de morir.

–Sí. Éste es un mundo de muerte, amigo.

Joder, pobre Guillem. Nervioso y desanimado, Josep logró al fin levantarse.

–Necesito alubias y arroz. Chorizo. Un pedazo bien grande, Nivaldo, por favor. Y aceite y manteca.

El anciano fue reuniendo lo que le había pedido y añadió a la cesta una col pequeña como regalo de bienvenida. Nunca cobraba nada por el guiso y el vino; Josep pagó unas pocas monedas de más. Con Nivaldo siempre se hacía así.

No pudo evitarlo:

–¿Teresa Gallego sigue aquí?

–No. Se casó hace un par de años con un zapatero remendón. Luis… Montres, Mondres…, algo así. Un primo de los Calderón que vino en larga visita al pueblo desde Salamanca. Llevaba un traje blanco en la boda y habla español como los portugueses. Se la llevó a Barcelona, donde tiene una zapatería en la calle Sant Doménec del Cali.

Una vez confirmado lo que temía, Josep asintió y saboreó la amargura del arrepentimiento. Replegó su sueño de Teresa y lo guardó.

–¿Recuerdas a Maria del Mar Orriols? – preguntó Nivaldo.

–¿La novia de Jordi Arnau?

–Sí. La dejó con el vientre preñado cuando se fue con vosotros. Ella tuvo un crío que se llama Francesc. Luego se casó con tu vecino, Ferran Valls, y éste dio al niño sus apellidos.

–¿Ferran?

Un hombre mayor, silencioso. Bajo, de cuerpo ancho, cabeza grande. Viudo, sin hijos.

–Ferran Valls murió también. Se cortó una mano y la fiebre se lo llevó deprisa. Aún no había pasado un año desde que se casaran.

–¿De qué vive ella?

–El viñedo de los Valls ahora es suyo. El año pasado, durante un tiempo, Tonio Casals vivió con ella. Algunos temían que se casaran, pero ella se dio cuenta pronto de que Tonio se vuelve peor que una serpiente cuando bebe. Lo echó. Ella y el niño apenas salen. Maria del Mar trabaja mucho, se ocupa de la tierra como si fuera un hombre. Cultiva uvas y las vende para hacer vinagre, como todo el mundo -explicó Nivaldo. Luego se lo quedó mirando-. Yo también me aparté del Ejército en otro tiempo. ¿Quieres que hablemos de lo que te pasó?

–No.

–En Madrid ha cambiado todo, pero no como tu padre y yo esperábamos. Te montamos en el caballo que no ganó -dijo Nivaldo con pesadumbre, y Josep asintió-. ¿Hay algo que pueda hacer para darte la bienvenida?

–No me iría mal otro plato de tu guiso -contestó Josep.

El anciano sonrió y se levantó para servírselo.

Josep fue al cementerio y encontró la tumba donde le había dicho Nivaldo. No habían podido enterrarlo junto a su madre por falta de sitio. La tumba de ella tenía el mismo aspecto de siempre.

Maria Rosa Huertas

Esposa y Madre

2 de enero de 1835 – 20 de mayo de 1860

A su padre lo habían enterrado en un extremo, en el rincón del sudeste, justo a la izquierda del cerezo. Aquel árbol ofrecía cada año unas cerezas gruesas, moradas, pura tentación. Los aldeanos las evitaban, temerosos de que se hubieran nutrido de los cuerpos que yacían en las tumbas, pero su padre y Nivaldo siempre las recogían.

La tierra bajo la que descansaba su padre había tenido tiempo ya de asentarse, pero aún no había crecido en ella la hierba. Josep se entristeció y arrancó unas pocas malas hierbas con aspecto distraído. Si estuviera ante la tumba de Guillem, podría hablar con su viejo amigo; en cambio, no sentía ninguna conexión con sus padres muertos, ambos presentes en aquel cementerio. Cuando murió su madre él tenía ocho años. Ahora se daba cuenta de que él y su padre nunca habían compartido palabras con demasiado significado.

En la tumba de su padre no había lápida. Tendría que preparar una.

Al fin salió del cementerio y se fue a la plaza. Ató su balde a la cuerda, lo soltó dentro del pozo y se fijó en lo mucho que tardaba en sonar la primera salpicadura. Tal como había observado en el río, había poca agua. Cuando recuperó el balde lleno, bebió a grandes sorbos y lo volvió a llenar para llevárselo a casa con sumo cuidado y guardar el agua en los dos cántaros que la mantendrían fresca.

Esta vez, cuando pasó por el terreno del alcalde, sí que notaron su presencia. Tonio y Jaume abandonaron lo que estuvieran haciendo y lo miraron fijamente. Jaume alzó una mano en dirección a él. Josep tenía las dos manos ocupadas con la cesta y el balde, pero gritó un alegre «¡Hola!» para saludarlos. A los pocos minutos, en cuanto soltó el balde para flexionar la mano, que ya se le acalambraba, miró hacia atrás y vio que habían enviado al más joven de los hermanos Casals -de pronto recordó que aquel muchacho se llamaba Jordi- para que lo siguiera y se asegurara de que, efectivamente, Josep Álvarez había vuelto a casa.

Al llegar a la masía de los Álvarez dejó la cesta y el balde en el suelo. No le costó arrancar el cartel de En venta para luego voltearlo por encima de su cabeza y lanzarlo al vuelo hacia un montón de espesa maleza.

Después miró camino abajo y sonrió al ver que el joven Jordi Casals se escabullía como animal en estampida para contar a su padre y a sus hermanos lo que acababa de presenciar.

3

Limpiar el nido

Aunque a Josep le molestaban las muestras del desaliño con que Donat se había ocupado de la casa, a la hora de ponerse a trabajar lo que le atrajo no fue el interior del edificio, sino la viña. Desbrozó las malas hierbas y podó las cepas, el mismo trabajo que había hecho en su etapa final en el viñedo de los Mendes, mucho más grande. Le proporcionaba un placer sobrecogedor hacer en aquella parcela de tierra pequeña y destartalada, que pertenecía a su familia desde hacía ciento ocho años, lo mismo que, en su última etapa en Francia, había hecho bien y con orgullo a cambio de un sueldo. En tiempos lejanos de la agricultura en España, sus ancestros habían sido siervos primero, y más adelante jornaleros, en los campos de cultivo de la Galicia asediada por la pobreza. En el año 1766 las cosas cambiaron para la familia Álvarez cuando el rey Carlos III se dio cuenta de que gran parte del campo se mantenía en barbecho y sin trabajadores, mientras que en las aldeas se apiñaba la gente desposeída de tierras: gente descontenta y, por lo tanto, políticamente peligrosa. El Rey había nombrado entonces al conde Pedro Pablo de Aranda, un líder militar que se había distinguido como capitán general de los ejércitos, para supervisar un programa ambicioso de reforma de la tierra que consistía en parcelar y redistribuir tierras públicas, así como algunas extensiones que habían pasado a ser propiedad de la Corona al comprar vastos terrenos de los que se deshacía la Iglesia.

Una de las primeras transacciones de esa clase incluía 51 hectáreas de montes aislados y ondulados junto al río Pedregós, en Cataluña. Eran tierras deshabitadas y Aranda ordenó que se dividieran en doce secciones de cuatro hectáreas cada una, quedando las tres sobrantes alrededor de un pequeño edificio de piedra, el priorato de Santa Eulalia, abandonado desde hacía mucho tiempo, y designado por él como iglesia local. Como receptores de las tierras, el capitán general escogió a doce combatientes veteranos retirados, sargentos ancianos que habían dirigido tropas bajo su mando. En su juventud, todos ellos habían luchado en escaramuzas y en insurrecciones sangrientas. A todos aquellos sargentos se les debían pagas atrasadas. No eran grandes cantidades, pero sumadas alcanzaban un monto respetable. Salvo por pequeñas prestaciones entregadas a cada nuevo agricultor para que pudiera plantar el primer cultivo, los pactos de entrega de las tierras implicaban la renuncia a reclamar aquellos pagos atrasados, consecuencia derivada del programa que complacía mucho a Aranda en un año de dificultades financieras para la Corona.

Sólo una de las doce parcelas destacaba verdaderamente por su potencial como tierra de cultivo. Ese único campo bueno estaba situado en el rincón del sudoeste del nuevo pueblo, en el antiguo curso del río. Durante siglos, en los raros años de abundancia de agua, las corrientes crecidas habían arrastrado las capas superiores del suelo de la parte anterior de su curso y las habían depositado en un recodo del río, creando así una espesa capa de rica tierra de aluvión. El primer beneficiado que inspeccionó la nueva aldea fue Pere-Felip Casals, quien escogió aquel rincón fértil con entusiasmo y sin ninguna duda, asegurando así una prosperidad que había conferido a sus descendientes el suficiente poder político para convertirse, una generación tras otra, en alcaldes de Santa Eulalia.

El abuelo de Josep, José Álvarez, fue el cuarto soldado retirado que inspeccionó Santa Eulalia y aceptó las tierras. Soñaba con convertirse en un próspero granjero de trigo, pero tanto él como los demás sargentos, todos de origen campesino, eran capaces de reconocer un buen suelo y habían comprobado que todas las tierras restantes eran pizarrosas o estaban llenas de tierra caliza, un medio calcáreo y pedroso.

Hablaron mucho y con gravedad acerca de aquel asunto. Pere-Felip Casals había empezado ya a plantar patatas y cebada en su parcela fértil. Los demás sabían que tendrían que pasar penurias:

–No hay muchos cultivos que puedan prosperar en una mierda tan inhóspita como ésta -dijo un cansino José Álvarez. Los demás sargentos estaban de acuerdo.

Desde la primera plantación, todos ellos habían cultivado una planta que prosperaba bajo el sol ardiente del verano y se renovaba en el descanso ofrecido por los suaves inviernos del norte de España. Una planta que podía hundirse en aquella tierra seca y pedregosa hasta que sus raíces lograran chupar y tragar la exigua humedad que hubiera retenido la tierra.

Todos plantaron vides.

La reforma de la tierra no llegó muy lejos. Pronto, la Corona decidió apoyar un sistema que concedía grandes extensiones a terratenientes que a su vez arrendaban fragmentos minúsculos a campesinos indigentes. Al cabo de menos de dos años, Aranda había dejado ya de regalar tierras, pero los campesinos de Santa Eulalia habían recibido sus títulos formales y eran, por lo tanto, propietarios.

Ahora, más de un siglo después del reparto de tierras, menos de la mitad de las parcelas de Santa Eulalia pertenecían todavía a los descendientes de aquellos soldados jubilados. Las demás las tierras se habían vendido a propietarios que las dejaban en manos de los payeses, cultivadores de viñas que pagaban por el uso de aquellos pedazos de tierra. Las condiciones de vida apenas diferían entre quienes poseían las tierras y quienes las habían arrendado, salvo en que -además de ocuparse de tierras más extensas- los que tenían título de propiedad disfrutaban al menos de la seguridad de que no había un dueño que pudiera subirles el arriendo y obligarlos, en consecuencia, a abandonar la tierra. Con las rodillas hincadas en el suelo para arrancar las malas hierbas, Josep hundió los dedos en la arcilla cálida y llena de guijarros y bendijo la sensación que le producía el tacto arenoso bajo las uñas. «Esta tierra.» Qué maravilla ser el dueño de aquella extensión, desde la superficie tostada por el sol hasta cualquier profundidad que pudiera alcanzarse con una pala. No le importó que esa tierra produjera vino amargo en vez de trigo. Ser propietario implicaba poseer un fragmento de España, un pedazo del mundo.

A última hora de la tarde entró en la casa y empezó a ponerla en condiciones. Sacó los platos y cubiertos sucios y los fregó para arrancarles la suciedad y el moho, primero con un puñado de arena y luego con agua jabonosa. Dio cuerda al reloj francés y, para ponerlo en hora, recordó la última que había visto en el reloj de la tienda de Nivaldo y le sumó los minutos que calculaba haber tardado en llegar a casa. Luego barrió los suelos, aquella tierra apisonada que los Álvarez habían ido puliendo con sus pisadas durante un siglo. Se dijo que al día siguiente iría a lavar su ropa al Pedregós, así como toda la ropa sucia que había dejado Donat. Era consciente de que su cuerpo apestaba. El aire no era ya muy cálido, pero Josep necesitaba concederse el lujo de un baño completo. Al recoger la escoba se dio cuenta de que los mangos de madera de los aperos de la viña estaban secos y se tomó el tiempo necesario para engrasarlos cuidadosamente. Sólo entonces, con el sol ya en retirada, se permitió coger la exigua pastilla de jabón oscuro y encaminarse hacia el río.

Al pasar por el terreno de los Torras vio que aún lo cultivaba alguien, aunque con pocos cuidados. Las vides, muchas de ellas sin podar, parecían pedir fertilizante a gritos.

El siguiente viñedo era el que había pertenecido antaño a Ferran Valls. Había cuatro olivos grandes y retorcidos al borde de la carretera, con raíces gruesas como un brazo de Josep. Un crío jugaba entre las raíces del segundo árbol.

El muchacho lo miró acercarse. Era un crío hermoso, de ojos azules y cabello oscuro, con unos brazos finos, huesudos y bronceados. Josep se fijó en que llevaba el pelo muy largo, casi como una niña.

Se detuvo y carraspeó.

–Buenas tardes. Supongo que eres Francesc. Yo soy Josep.

Sin embargo, el niño se levantó de un salto y se escabulló por detrás de los árboles. Corría un tanto ladeado; algo le pasaba en las piernas. Al pasar junto al último árbol, Josep obtuvo una mejor vista de la viña y pudo comprobar que el muchacho progresaba torpemente hacia una figura que trabajaba entre las vides con su azada.

Maria del Mar Orriols. La llamaban Marimar. «La muchacha a la que recordaba como novia de Jordi es ahora su viuda», pensó. Y se sintió extraño.

Cuando el muchacho señaló hacia él, la madre detuvo su actividad y miró fijamente al hombre que se acercaba por el camino. Parecía más fornida de lo que él recordaba, casi como un hombre, salvo por el vestido manchado y el pañuelo que le cubría la cabeza.

–¡Hola, Maria del Mar! – saludó.

Sin embargo, ella no respondió. Era obvio que no reconocía su figura. Josep se detuvo y esperó un momento, pero ella no dio un paso hacia él, ni le habló ni dio muestra alguna de desear que se acercara.

Josep se despidió con la mano y siguió andando hacia el río. Al final del terreno de Maria del Mar, un recodo en el camino le llevó hacia la orilla del Pedregós, donde ella no podía verle.

4

La santa de las vírgenes

En Santa Eulalia, Josep veía a Teresa Gallego donde quiera que mirase. Se llevaban un año de diferencia. Cuando eran pequeños, Teresa era una más entre los muchos críos que correteaban por el pueblo y que empezaron a trabajar en las tierras siendo aún muy jóvenes. Su padre, Eusebi Gallego, tenía una hectárea arrendada y a duras penas se ganaba la vida cultivando uva blanca. Josep la había visto siempre por ahí, pero no la registró en su conciencia, a pesar de lo pequeño que era el pueblo, hasta los siete años. Prieta para su edad, pero rápida y fuerte, era la mascota de los castellers de Santa Eulalia. Joven favorita de la comunidad, era la criatura que todos hubieran escogido -¡si llega a ser varón!– para coronar la estructura humana de los castellers que, vestidos con camisa verde y pantalón rojo, honraban en ocasiones públicas a Dios y a Cataluña alzándose hacia el cielo sobre el soporte recíproco de sus hombros.

Había quien decía que los castellers recuperaban la figura de la ascensión de Cristo. Mientras los músicos tocaban antiguas canciones con sus tambores y ese oboe tradicional catalán al que llaman gralla, aparecía primero un cuarteto de hombres fornidos. Envueltos en fajines con una apretura de ahogo para reforzar la espalda y el abdomen, los rodeaban cientos de entusiastas voluntarios, una multitud que se apretujaba con ellos y los sostenía, docenas de manos que los mantenían en su lugar para reforzar la firmeza de la base, que en la jerga de los castellers se llamaba baixos. Otros cuatro hombres fuertes se aupaban sobre los primeros, con los pies descalzos apoyados en sus hombros. Luego subían otros cuatro, y aún cuatro más. Así seguían hasta lograr ocho capas de hombres, cada una algo más ligera que la anterior porque también era menor el peso que iba a soportar. Los niveles superiores estaban conformados por jóvenes y el último en ascender el castillo era un niño al que llamaban enxaneta, la cumbre.

La pequeña Teresa Gallego era fuerte y ágil como un mono, mucho mejor que cualquier chico del pueblo cuando se trataba de ascender. Asistía a todos los ensayos de los castellers porque su padre, Eusebi, aportaba su impagable fuerza en el cuarto nivel. Aunque una mujer no podía subir a la cumbre, la pequeña Teresa era querida y admirada y a veces le permitían coronar el quinto nivel durante los ensayos; escalaba una altura de cuatro cuerpos como si cada uno de ellos fuera una escalera, pisando pantorrillas, nalgas, espaldas, brazos estirados, sin hacer ningún movimiento brusco que provocara el cimbreo del castillo, aunque a menudo se cimbreaba igualmente y se estremecía mientras ella subía. Una rápida orden de retirada voceada por el director del grupo desde el suelo la obligaba a bajar, deslizándose de nuevo sobre las espaldas y los brazos mientras el castillo temblaba y se torcía. Una vez, en un ensayo, se desplomó la estructura y ella cayó al suelo, como una pequeña fruta humana desprendida entre los golpes sordos de los duros cuerpos de los adultos. La caída le provocó lesiones menores, pero Dios la protegió de cualquier daño importante.

Aunque se sabía que era la mejor escaladora entre los niños, en los espléndidos momentos de éxito en público durante las apariciones de los castellers programadas en festivales, siempre subía algún muchacho más lento y menos talentoso para alcanzar lo más alto, convirtiéndose en el noveno nivel tras subir por la última espalda del octavo y levantar un brazo en señal de victoria, convertido en la cumbre, como la guinda de un pastel de muchas capas, mientras la muchedumbre lanzaba vítores enloquecidos. En esos momentos, Teresa permanecía firme en la tierra y miraba hacia arriba con frustración y anhelo, al tiempo que la música de los tambores y las grallas le provocaba escalofríos y todo el castillo humano se deshacía triunfante hacia abajo, victorioso y perfectamente ordenado, capa a capa.

Teresa ascendió en los ensayos durante sólo dos años. A mitad de la segunda temporada, su padre empezó a dar signos de precoz flaqueza de salud y cada vez le costaba más aguantar el peso en la torre. Fue reemplazado y Teresa dejó de ir a los ensayos. Había ido perdiendo encanto a medida que crecía y ya no era la niña mimada por todos, pero Josep seguía estudiándola de lejos.

No tenía ni idea de por qué la encontraba tan interesante. La vio cambiar desde la infancia a medida que se iba volviendo alta y fuerte. Al cumplir los dieciséis años tenía el pecho pequeño, pero su cuerpo era femenino, y Josep empezó a mirarla fijamente cuando creía que ella no se daba cuenta; rápidos vistazos a las piernas cuando la veía encajar el borde de la falda en la cintura para que no la ensuciaran las vides. Ella sabía que Josep la observaba, pero nunca hablaron.

Entonces, ese mismo año, el día de Santa Eulalia, se encontraron los dos junto a la forja del herrero viendo pasar la procesión.

Había una cierta controversia con respecto al día de la patrona, pues había dos santas llamadas Eulalia: la patrona de Barcelona y santa Eulalia de Mérida. No se ponían de acuerdo al respecto de cuál de ellas había dado su nombre al pueblo. Ambas habían sido mártires y habían sufrido muertes agónicas por su fe. Santa Eulalia de Mérida era el 10 de diciembre, pero el pueblo celebraba sus fiestas el 12 de febrero, día de la patrona de Barcelona, sólo porque esta ciudad quedaba más cerca que Mérida. Algunos aldeanos terminaban mezclando en sus mentes los estimables poderes de ambas santas para crear una santa Eulalia propia, resultado de una combinación más poderosa que cualquiera de las otras dos. La Eulalia del pueblo era la santa patrona de toda una serie de cosas: la lluvia, las viudas, los pescadores, la virginidad y la protección contra los abortos espontáneos. Uno podía rezarle a santa Eulalia por casi todos los problemas importantes de la vida.

Cincuenta años antes, algunos habitantes del pueblo habían observado que los restos de una de esas Eulalias estaban enterrados en la catedral de Barcelona, mientras que los adeptos de Mérida tenían reliquias de su santa en la basílica de su iglesia. Los habitantes de Santa Eulalia también querían honrar a su santa, pero no tenían reliquia alguna, ni siquiera un simple hueso de un dedo, así que juntaron sus precarios ahorros y encargaron una estatua para su iglesia. El escultor al que contrataron se dedicaba a esculpir lápidas y era un hombre de talento limitado. La estatua le quedó larga y torpe, con un feo rostro de disgusto que la hacía muy humana, pero estaba pintada con colores brillantes y el pueblo se enorgullecía de ella. Cada día de Santa Eulalia, las mujeres vestían a la santa con una bata blanca adornada por muchas campanillas de sonido agudo. Los hombres más fuertes de la región, incluidos aquellos que conformaban la base de las torres humanas, llevaban la estatua a empujones hasta una plataforma cuadrada, hecha de sólidos tablones. Mientras los hombres de la parte frontal de la plataforma caminaban hacia delante entre gruñidos y gemidos, los de la parte trasera caminaban de espaldas: iban despacio y se tambaleaban de un extremo a otro del pueblo para dar luego dos vueltas a la plaza mientras las campanillas de la estatua tañían su santa aprobación. Los niños y los perros se perseguían tras la estela de la plataforma. Berreaban los críos, los perros ladraban entre la marea de aplausos que señalaba el avance de Santa Eulalia, procedente de una multitud de gente que había acudido vestida de domingo, algunos de ellos desde distancias considerables, para unirse a las fiestas y rendir homenaje a la santa.

Josep era muy consciente de que la chica estaba a su lado. Ambos permanecían sin hablar, él con la vista decididamente fija en un edificio del otro lado de la estrecha calle para no mirarla a ella; tal vez Teresa estuviera tan embrujada como él. Cuando quisieron darse cuenta de que se acercaba la santa, ya casi se les había echado encima. La calle era muy angosta en esa parte. Apenas quedaban unos pocos centímetros a cada lado de la plataforma, que a veces rozaba estrepitosamente las paredes de piedra de los edificios hasta que sus portadores conseguían hacer las mínimas correcciones necesarias para pasar limpiamente.

Josep miró hacia delante y vio de inmediato que más allá de la forja la calle se ensanchaba, aunque ya estaba ocupada por una multitud de mirones.

–Señorita -dijo para avisarle, dirigiéndose a ella por primera vez.

En la pared de la forja del herrero había un hueco estrecho, y Josep, tomando a la chica del brazo, la empujó hacia allí y se apretó con ella justo cuando la plataforma pasaba a su altura. Si llegan a estar todavía al nivel de la calle, el peso brutal de la plataforma los hubiera aplastado y machacado. Pese a estar refugiados, notó que el borde de la plataforma le rozaba el pantalón en la parte trasera de los muslos. Si alguien le daba un empujón, podían lesionarse.

Sin embargo, apenas se daba cuenta del peligro. Estaba apretujado contra el cuerpo de la chica, tan cerca de ella, increíblemente consciente de todas sus sensaciones.

Por primera vez le examinó la cara de cerca y sin verse obligado a apartar la mirada a los dos segundos. Se dijo que nadie la tomaría por una de las famosas bellezas del mundo. Sin embargo, para él su cara era incluso algo mejor que eso.

Tenía los ojos de un tamaño corriente, de un marrón suave; las pestañas eran largas, las cejas amplias y oscuras. La nariz, pequeña y recta, con las fosas finas. Los labios eran gruesos; el superior, rasgado. Los dientes, fuertes y blancos, más bien grandes. Olió el ajo que Teresa había comido. Tenía una barbilla muy agradable. Bajo la mandíbula, en el lado izquierdo, había un lunar marrón casi redondo y Josep quiso tocarlo.

Quería tocar todo lo que veía.

Ella no pestañeó. Sus ojos se encadenaron. No había nada más que mirar.

Santa Eulalia ya había pasado. Josep dio un paso atrás. Sin decir palabra, la chica se escabulló y huyó calle abajo.

Josep se quedó quieto, sin saber adónde mirar, seguro de que todo el vecindario lo observaba fijamente por haber apretado su endurecida virilidad contra la pureza de aquella hembra. Pero cuando alzó los ojos avergonzados y miró en derredor, vio que nadie lo estaba mirando con ningún interés ni parecía haberse dado cuenta de nada, así que procedió a alejarse también de allí.

Durante las semanas siguientes evitó a la niña, incapaz de enfrentarse a su mirada. Pensó que era inevitable que ella no deseara tener nada que ver con él. Lamentó amargamente haber ido a la forja el día de la santa, hasta que una mañana Teresa Gallego y él se encontraron en el pozo de la plaza. Mientras iban sacando agua se pusieron a hablar.

Se miraron a los ojos y pasaron mucho rato hablando, en voz baja y con seriedad, como corresponde a dos personas unidas por santa Eulalia.

5

Un asunto entre hermanos

Exactamente una semana después del regreso de Josep, su hermano Donat acudió a la masía con su mujer, Rosa Sert. Llevaba en la cara una curiosa mezcla de bienvenida y recelo. Donat siempre había sido rollizo, pero ahora le colgaba la papada bajo la mandíbula y el abdomen se le había hinchado como si tuviera levadura. Josep se dio cuenta de que Donat sería pronto un hombre gordo de verdad.

Su hermano mayor, un semidesconocido que vivía en la ciudad.

Intercambió besos con ambos. Rosa era baja y rellena, una mujer de aspecto agradable. Lo miraba todo con atención, pero le dedicó una sonrisa tentativa.

–Papá dijo que te habías hecho soldado, probablemente en el País Vasco -dijo Donat-. ¿No era ése el propósito de aquel grupo de cazadores? ¿Formarte como soldado?

–Luego no salió así.

Josep no ofreció explicaciones, pero sí les habló de sus cuatro años de trabajo en el Languedoc. Sirvió un trago, lo último que le quedaba en la bota que se había llevado de Francia, y ellos devolvieron el cumplido con vin ordinaire, aunque ya hacía tiempo que estaba picado.

–¿Así que trabajas en una fábrica textil? ¿Te gusta el trabajo?

–Lo suficiente. Da dinero dos veces al mes, haya granizo o sequía, o cualquier otra calamidad.

Josep asintió.

–Es bueno tener ingresos fijos. ¿Y en qué consiste tu trabajo?

–Ayudo a un operario que se encarga de vigilar los carretes de los que obtienen el hilo los telares. Si se rompe el hilo, lo reanudamos con nudos de tejedor. Cambio los carretes antes de que se les acabe el hilo. Es una fábrica grande, con muchos telares que funcionan con vapor. Hay posibilidades de prosperar. Espero llegar a ser algún día mecánico de los telares o de las máquinas de vapor.

–¿Y tú, Rosa?

–¿Yo? Examino la ropa y remiendo los defectos. Me ocupo de las manchas, y cosas por el estilo. A veces hay una imperfección o un agujerillo, y entonces uso aguja e hilo para zurcirlo y que no se vea.

–Tiene mucha maña -dijo Donat con orgullo-, pero a las mujeres hábiles les pagan menos que a un hombre torpe.

Josep asintió. Hubo una tregua momentánea.

–Bueno, ¿y ahora qué vas a hacer tú? – preguntó Donat.

Josep sabía que debían de haberse dado cuenta de que el cartel de En venta había desaparecido.

–Cultivar uvas. Hacer vino para vinagre.

–¿Dónde?

–Aquí.

Los dos lo miraron horrorizados.

–Gano menos de dos pesetas al día -dijo Donat-. Durante dos años cobraré sólo media paga mientras aprenda el oficio, y necesitaré dinero. Voy a vender la tierra.

–Y yo la voy a comprar.

Donat tenía la boca abierta y Rosa los labios tan apretados que su boca se reducía a una línea de preocupación.

Josep dio explicaciones con toda la paciencia posible.

–Sólo hay una persona que quiera comprar esta tierra: Casals, que te daría un precio de pacotilla. Y de esa calderilla del alcalde, un tercio me corresponde a mí en tanto que hijo menor.

–Papá siempre lo dejó claro. ¡Todo el viñedo era para mí!

Era cierto que siempre lo había dejado claro.

–La tierra te correspondía sin reparto porque sólo una familia puede vivir de ella cultivando uvas para hacer vinagre. Pero padre no te dejó la tierra para que pudieras venderla, como sabes. Como sabes bien. Como sabes perfectamente y sin ninguna duda, Donat. – Se clavaron las miradas y fue su hermano quien la desvió primero-. De modo que debe aplicarse la regla: dos tercios para el primogénito, uno para el segundo. Te pagaré a un buen precio, mejor que Ángel Casals. A esa suma le restaremos un tercio, porque no te voy a pagar por lo que ya es mío.

–¿Y de dónde vas a sacar el dinero? – preguntó Donat, en voz demasiado baja.

–Venderé la uva, como siempre hizo padre. Te haré un pago cada tres meses hasta que haya cubierto el total.

Se quedaron los tres sentados en silencio, mirándose.

–Durante mis cuatro años de duro trabajo en Francia he ahorrado la mayor parte de mi salario. Te puedo dar el primer pago ahora mismo. Durante mucho tiempo, cada tres meses tendrás un ingreso extraordinario. Sumado a lo que podáis ganar entre los dos, las cosas os resultarán más fáciles. Y la tierra seguirá perteneciendo a la familia Álvarez.

Donat miró a Rosa y ésta se encogió de hombros.

–Tienes que firmar un papel -dijo a Josep.

–¿Un papel? ¿Por qué? Esto es un asunto entre hermanos.

–Aun así, hay que hacerlo de la manera adecuada -dijo, con tono decidido.

–¿Desde cuándo se necesita un papel entre hermanos? – preguntó Josep a Donat. Se dejó llevar por el enfado-. ¿Por qué razón tendrían que dar dinero dos hermanos a un leguleyo?

Donat guardó silencio.

–Estas cosas se hacen así -insistió Rosa-. Mi primo Carles es abogado y se encargará de los papeles por muy poco dinero.

Los dos se miraron con terquedad, y esta vez fue Josep quien desvió la mirada y se encogió de hombros.

–Muy bien. Pues traedme el maldito papel -respondió.

Volvieron al domingo siguiente. El documento era un papel blanco y terso, de aspecto importante. Donat lo sostuvo como si fuera una serpiente y se lo pasó, aliviado, a Josep.

Intentó leerlo, pero estaba demasiado nervioso e irritado: las palabras de aquellas dos páginas le flotaban ante los ojos y supo qué debía hacer.

–Esperadme aquí -dijo en tono cortante.

Los dejó sentados a la mesa que él todavía consideraba propiedad de su padre.

Nivaldo estaba en su piso, encima de la tienda, con el periódico El Cascabel abierto. Los domingos no abría el negocio hasta que terminaba la misa, cuando se acercaban los feligreses a comprar víveres para toda la semana. Tenía el ojo malo cerrado y achinaba ferozmente el otro ante el periódico, como hacía siempre que leía algo. A Josep le recordaba a un halcón.

Josep no había conocido a ningún hombre más listo que Nivaldo. Lo consideraba capaz de llegar a ser cualquier cosa que se propusiera. Una vez le había dicho que no recordaba haber ido a la escuela. La misma semana de 1812 en que los británicos forzaban a José Bonaparte a abandonar Madrid, Nivaldo había huido de los campos de azúcar de su Cuba natal. A sus doce años, se escondió en un bote que partía hacia Maracaibo. Fue gaucho en Argentina y soldado en el Ejército español, del cual -según había confesado a Josep su padre- había desertado. Había trabajado en barcos veleros. Por algún comentario enigmático que hacía de vez en cuando, Josep estaba seguro de que Nivaldo había sido corsario antes de instalarse como tendero en Cataluña. Josep no sabía dónde aquel hombre había aprendido a leer y escribir, pero ambas cosas se le daban tan bien que había podido enseñar a Josep y a Donat cuando eran pequeños; sentados a su mesita, les daba clases interrumpidas a veces por algún cliente que entraba en la tienda en busca de un pedazo de chorizo o unas tajadas de queso.

–¿Qué pasa, Nivaldo?

El hombre suspiró y plegó El Cascabel.

–Son malos tiempos para el Ejército del Gobierno, que ha sufrido una de sus peores derrotas. Tras una batalla en el norte, los carlistas han tomado dos mil prisioneros entre sus tropas. Y hay problemas en Cuba. Los americanos están regalando armas y provisiones a los rebeldes. Los americanos casi pueden mear en Cuba desde Florida, y no se contentarán hasta que la isla sea suya. No soportan que una joya como Cuba se dirija desde un país tan lejano como España. – Plegó El Cascabel-. Bueno, ¿qué te trae por aquí? – preguntó, malhumorado.

Josep adelantó la mano con el papel del abogado.

Nivaldo lo leyó en silencio.

–Ah, compras la viña. Está muy bien.

Volvió a leer el documento y lo estudió de nuevo desde el principio. Luego suspiró.

–¿Lo has leído?

–La verdad es que no.

–Jesús. – Se lo devolvió-. Léelo con cuidado. Y luego, lo vuelves a leer.

Esperó con paciencia hasta que Josep lo hubo terminado, y entonces cogió el papel.

–Aquí. – Su índice torcido señalaba un párrafo-. Su abogado dice que, si te saltas un solo pago, Donat recupera la tierra y la masía.

Josep gruñó.

–Tienes que decirle que hay que cambiar esa parte. Si te van a sacar el dinero, por lo menos diles que sólo perderás la tierra cuando te hayas saltado tres pagos seguidos.

–Que se vayan al diablo. Firmaré el maldito documento tal como está. Regatear y reñir con mi hermano por la tierra de la familia me hace sentir sucio.

Nivaldo se inclinó hacia delante, agarró a Josep con fuerza por la muñeca y lo miró a los ojos.

–Escúchame, Tigre -dijo con amabilidad-. Ya no eres un niño. No eres tonto. Tienes que protegerte.

Josep se sentía como un crío.

–¿Y si no aceptan el cambio? – preguntó en tono sombrío.

–Seguro que no lo aceptan. Ellos esperan que regatees. Diles… que si alguna vez te atrasas con algún pago, estás dispuesto a añadir el diez por ciento en el siguiente.

–¿Te parece que eso lo aceptarán?

Nivaldo asintió.

–Creo que sí.

Josep le dio las gracias y se levantó para salir.

–Tenéis que redactar ese cambio y luego Donat y tú tenéis que firmar con vuestro nombre junto a la corrección. Espera. – Nivaldo sacó el vino y dos vasos. Tomó la mano de Josep y la estrechó-. Te doy mi bendición. Ojalá tengas buena suerte, Josep.

Éste se lo agradeció. Se bebió el vino deprisa, como no debe beberse, y luego volvió a la masía.

Donat dio por hecho que Josep había ido a consultar a Nivaldo, a quien respetaba tanto como su hermano, y no era proclive a discutir por el cambio que le proponía. Pero, tal como esperaba Josep, Rosa objetó de inmediato:

–Es necesario que sepas que has de pagar sin falta -le dijo en tono severo.

–Y ya lo sé -gruñó él.

Cuando ofreció a cambio el pago de una penalización del diez por ciento, ella pensó un largo y doloroso rato antes de asentir.

Ellos lo miraron mientras anotaba trabajosamente los cambios y estampaba su firma dos veces en cada una de las dos copias.

–Mi primo Caries, el abogado, nos dijo que si había cambios, tenía que leerlos él antes de que firmase Donat -dijo Rosa-. Vendrás a Barcelona a recoger tu copia?

Josep sabía que quería decir: «A pagarnos nuestro dinero». No tenía ningunas ganas de ir a Barcelona.

–Acabo de venir andando desde Francia -contestó fríamente.

Donat parecía avergonzado. Estaba claro que deseaba aplacar a su hermano.

–Yo volveré al pueblo cada tres meses a recoger tus pagos. Pero… ¿por qué no vienes a visitarnos el próximo sábado por la noche? – propuso a Josep-. Puedes recoger tu copia firmada, darnos el primer pago y luego montamos una buena fiesta. Te enseñaremos cómo se celebran las cosas en Barcelona.

Josep estaba harto. Sólo quería perderlos de vista y accedió a visitarlos a finales de la semana.

Cuando se fueron, se quedó sentado a la mesa en la casa silenciosa, como aturdido.

Al fin se levantó, salió y se puso a trabajar en las viñas.

Era como si de repente se hubiera transformado en el hijo mayor. Sabía que debía sentir entusiasmo y alegría, pero las dudas le pesaban como un lastre.

Caminó arriba y abajo por las hileras de vides, estudiándolas. No estaban separadas con mimo para crear líneas inmaculadas como en el viñedo de los Mendes, y trazaban curvas y se retorcían como serpientes en vez de alargarse en rectas razonables. Habían sido plantadas sin cuidado, en un batiburrillo de variedades: sus ojos distinguieron diversos grupos, mayores o menores, de Garnacha, Samso y Tempranillo, todas mezcladas. Durante generaciones, sus antepasados habían hecho vino con ellas para obtener luego un vinagre burdo e impersonal. A sus ancestros no les habían importado las variedades, siempre que se tratara de uvas negras que produjeran mosto abundante.

Así habían sobrevivido. Se dijo que él tenía que ser capaz de lograrlo del mismo modo. Pero estaba preocupado: le parecía que aquel cambio de destino había sucedido con demasiada facilidad. ¿Sería capaz de superar los retos de aquella responsabilidad?

Se dijo que no tenía familia que mantener y que, más allá de los más humildes alimentos, tenía muy pocas necesidades. Pero la viña acarrearía gastos. Se preguntó si podría permitirse comprar una mula. Su padre había vendido la suya cuando los dos hijos tuvieron la edad suficiente para cumplir con su trabajo de hombres. Con tres adultos en la viña, podían ocuparse del trabajo sin necesidad de cargar con las complicaciones que suponía el cuidado de un animal.

Pero ahora no tenía más fuerza de trabajo que la propia, y una mula sería como un regalo de los cielos.

Con el paso de los años, se habían plantado vides en todas las zonas de la tierra que resultaban fáciles de trabajar. Sin embargo, mientras caminaba vio que el último sol de la tarde acariciaba la cumbre del monte que conformaba la auténtica frontera de su propiedad. La viña llegaba sólo hasta la mitad de la cuesta; la inclinación se acercaba mucho al ángulo que, según le había contado Mendes, superaba los cuarenta y cinco grados. Demasiado para trabajar con una mula, pero el propio Josep había dedicado muchas horas en Francia a plantar y cuidar vides con sus propias manos en cuestas igual de empinadas.

La mayor parte de las vides más viejas eran de Tempranillo. En cambio, había una sección del monte en la que se había plantado Garnacha, y Josep subió a la parte en que las parras eran hermosas y ya antiguas, tal vez de unos cien años, con la parte baja retorcida y gruesa como un muslo. Había un puñado de uvas endurecidas, aferradas a los zarcillos secos y tras arrancarlas y llevárselas a la boca, descubrió que aún estaban henchidas de un sabor duradero.

Siguió subiendo y en más de una ocasión se vio obligado a hincar una rodilla en el suelo porque sus pies no encontraban agarre suficiente en la aspereza del monte. Se iba deteniendo aquí y allá para arrancar aulagas y hierbajos. ¡Cuántas vides podían plantarse ahí! Podía aumentar considerablemente la producción de uva.

Constató que tal vez había aprendido algunas cosas que su padre ignoraba. Y estaba dispuesto a trabajar como un animal y a experimentar cosas que él ni siquiera se hubiera atrevido a probar.

A partir de esa noche dormiría en la cama de su padre.

Se dio cuenta de que lo que le había ocurrido era un milagro, tan importante para él como el día en que el Rey y el general Pedro Pablo de Aranda le habían entregado la tierra al sargento José Álvarez. En ese momento lo abandonaron las dudas y se sintió invadido por la felicidad que hasta entonces lo había eludido. Lleno de agradecimiento, se sentó en la tierra cálida de la colina y contempló cómo el sol emborronaba de rojo el horizonte antes de desaparecer entre dos colinas. Al poco, el crepúsculo se adueñó del pequeño valle de Santa Eulalia, cubierto de viñas, y empezó a caer la noche sobre su tierra.

6

Un viaje a Barcelona

El sábado por la mañana, Josep pasó la azada y cavó durante dos horas, hurgando la tierra en torno a una hilera mediocre, en la que las uvas Tempranillo estaban escuálidas y la tierra endurecida, desportillada como una piedra. Sin embargo, dejó de trabajar cuando aún era pronto, pues ignoraba cuánto le iba a costar llegar a la fábrica textil en la que trabajaba Donat. Echó a andar por la carretera hacia Barcelona. Aún tenía fresca en la memoria la larga caminata desde Francia y no quería llegar andando hasta la ciudad. Así que se detuvo y esperó a que pasara algún vehículo conveniente. Dejó pasar varios carruajes particulares; luego, al ver un carromato grande cargado de barriles nuevos y tirado por cuatro enormes caballos, alzó la mano y señaló carretera adelante.

El conductor, un hombre de complexión tan generosa como la de sus caballos y con las mejillas enrojecidas, tiró de las riendas el tiempo justo para que él trepara al carro y le deseó un buen día en tono afable. Fue un viaje afortunado. Los caballos hacían resonar con brío sus cascos y el arriero era un alma de buen carácter, contento de pasar las horas del día con una conversación ociosa que acortara el viaje. Dijo que se llamaba Emilio Rivera y que su tonelería estaba en Sitges.

–Buenos barriles -dijo Josep, tras echar una mirada a la carga que llevaban detrás-. ¿Son para algún viticultor?

Rivera sonrió.

–No. – Explicó que no vendía a los vinateros, aunque sí aportaba toneles al negocio del vinagre-. Éstos van para los pescadores de la costa de Barcelona. Llenan mis barriles con merluza, pargo, atún, arenques… A veces, sardinas o anchoas. Y sólo de vez en cuando con anguilas, porque suelen venderlas frescas. A mí me encantan pequeñitas.

Ninguno de los dos mencionó la guerra; era imposible saber si un desconocido era un carlista conservador o un liberal que apoyaba al Gobierno. Cuando Josep hizo algún comentario admirativo sobre los caballos, la conversación derivó hacia los animales de carga.

–Creo que pronto voy a necesitar una mula joven y fuerte -dijo Josep.

–Pues tienes que ir a la feria de caballos de Castelldefels, que se celebrará dentro de cuatro semanas. Mi primo, Eusebi Serrat, compra caballos y mulas. Por una módica suma te ayudará a escoger lo mejor que se venda -dijo el carretero.

Josep asintió, pensativo, y archivó el nombre en su cabeza.

Los caballos de Rivera avanzaban con buena marcha. Cuando llegaron al lugar en que se encontraba la fábrica textil, justo a las afueras de Barcelona, había pasado ya el mediodía. Sin embargo, como Josep había quedado en encontrarse con Donat a las cinco, siguió el camino con el señor Rivera hasta más allá de la población. Cuando saltó del carro del tonelero en la Plaça de la Seu, las campanas de la catedral anunciaban que ya eran las dos de la tarde.

Paseó por la basílica y por sus galerías abovedadas, se comió su pan con queso en los claustros y echó un mendrugo al grupo de ocas que picoteaban tras los nísperos, magnolias y palmeras del jardín de la catedral. Luego se sentó en un escalón de la entrada y disfrutó del fino sol que calentaba el frío aire de principios de primavera.

Sabía que estaba a escasa distancia del vecindario en el que, según Nivaldo, tenía su zapatería el marido de Teresa.

Le ponía nervioso la posibilidad de encontrársela por la calle. ¿Qué podía decirle?

Sin embargo, ella no apareció. Josep se quedó sentado y contempló a la gente que entraba y salía de la catedral: sacerdotes, miembros de las clases altas ataviados con finas ropas, monjas con distintos hábitos, obreros de rostro ajado, niños con los pies sucios. Las sombras se alargaban ya cuando abandonó la catedral y se abrió camino entre callejones y patios.

Oyó el ruido de la fábrica antes de verla. Al principio, el rugido era como una marea lejana que llenaba sus oídos con un sonido quedo y ahogado que le provocaba una extraña e incómoda aprensión.

Donat lo abrazó, alegre y deseoso de mostrarle dónde trabajaba.

–Ven -le dijo.

La fábrica era un edificio grande de ladrillos rojos y lisos. En la entrada, el rugido era más insistente. Un hombre vestido con chaqueta negra de fina confección y chaleco gris miró a Donat.

–¡Tú! Hay una bala de lana estropeada cerca de los cardadores. Está podrida y no se puede usar. Deshazte de ella, por favor.

Josep sabía que su hermano llevaba trabajando desde las cuatro de la mañana, pero Donat asintió.

–Sí, señor Serna, yo me encargo de ella. Señor, ¿puedo presentarle a mi hermano, Josep Álvarez? He terminado ya mi turno y me disponía a enseñarle nuestra fábrica.

–Sí, sí, enséñasela, pero antes deshazte de la lana estropeada. Entonces, ¿tu hermano busca trabajo?

–No, señor -contestó Josep.

El hombre se alejó con desdén.

Donat se detuvo ante un contenedor lleno de lana sin procesar y enseñó a Josep a arrancar un fragmento y metérselo en la oreja.

–Es para protegernos del ruido.

A pesar de aquellos tapones, el sonido les estalló encima en cuanto pasaron por unas puertas. Entraron en una balconada que se asomaba a la amplia planta de cemento en la que infinitas hileras de máquinas generaban un pandemonio de chasquidos que rebotaban en la piel de Josep y le rellenaban todos los huecos del cuerpo. Donat le dio un golpecito en el brazo para llamar su atención.

–Hilanderas… y… telares -silabeó sin emitir sonido alguno-. Y… más cosas.

–¿Cuántas?

–¡Trescientas!

Guió a Josep y se sumergieron en aquel mar de ruidos. Donat fue explicando por gestos cómo los carreteros vertían el carbón directamente desde sus carretas en una tolva por la que descendía hasta las dos calderas, en las que cuatro fogoneros medio desnudos echaban paladas de combustible sin pausa para generar el vapor que mantenía en marcha el enorme motor de los telares. Por un pasillo enladrillado se llegaba a una sala en la que la lana cruda se sacaba de los fardos y se separaba en función de su calidad y la largura de su fibra -Donat especificó que la de fibra más larga era mejor-, antes de introducirse en unas mesas mecánicas que la agitaban para que el polvo cayera a un contenedor inferior por medio de una rejilla. Unas máquinas batidoras lavaban la lana y la encogían para que después las cardadoras estirasen la fibra y la preparasen para hilar. En la sala de cardadoras, Donat tocó el brazo de un amigo y le sonrió.

–Mi… hermano.

Su compañero sonrió a Josep y le estrechó la mano. Luego se tocó la cara y se dio la vuelta. Josep tardó poco en descubrir que era una señal entre los trabajadores, y significaba que había algún jefe mirando. Vio al vigilante -sentado tras una mesa en una pequeña plataforma elevada en el centro de la sala-, que los miraba fijamente. A su lado, un cartel grande proclamaba:

¡Trabaja en silencio!

¡Si hablas, tu trabajo no saldrá perfecto!

Donat lo sacó enseguida de aquella sala. Siguieron el mismo camino que la lana a través de los muchos procesos que llevaban del hilado de carretes al tejido y teñido de la tela. Josep estaba mareado por el ruido y la combinación de hedores de lana cruda, grasa de los motores y lámparas de carbón, más el sudor de un millar de trabajadores en acción. Mientras Donat le instaba con orgullo a acariciar los rodillos ya terminados de telas de ricos colores, Josep estaba temblando, dispuesto a hacer y decir cualquier cosa que le permitiera abandonar aquel incesante chillido combinado de maquinarias.

Ayudó a Donat a deshacerse del fardo de lana podrida en un vertedero detrás de la fábrica. El sonido de las máquinas continuaba, pero agradeció haberse alejado.

–¿Me puedo quedar una bolsa de este material? Creo que me serviría.

Donat se rió.

–¿Por qué no? Esta masa apestosa no nos sirve para nada. Puedes quedarte tanta como seas capaz de cargar.

Llenó una bolsa de tela con la lana y sonrió con indulgencia mientras su extravagante hermano cargaba con ella para alejarse del vertedero.

Donat y Rosa vivían en el conglomerado de viviendas de la fábrica, en una de las llamadas «casas baratas» que los trabajadores alquilaban por poco dinero a la compañía. Una de las muchas idénticas, ordenadas en hileras. Cada una tenía dos habitaciones minúsculas -un dormitorio y una mezcla de cocina y sala de estar-, y compartía un retrete exterior con el vecino. Rosa recibió a Josep con muestras de cariño y sacó enseguida una de las dos copias del documento de venta.

–Mi primo Carles, el abogado, dio el visto bueno a los cambios -dijo.

Miró con atención mientras su marido firmaba ambas copias. Cuando Josep aceptó una de las copias y entregó a Rosa los billetes de su primer pago por la tierra, ambos sonrieron encantados.

–Vamos a celebrarlo -propuso Donat, y se largó a toda prisa para comprar los víveres necesarios para un banquete.

Mientras él estaba fuera, Rosa dejó solo a Josep en la casa, pero regresó enseguida, acompañada por una joven de mucho pecho.

–Mi amiga Ana Zulema, de Andalucía.

Era evidente que ambas se habían preparado para la ocasión y llevaban faldas oscuras y blusas blancas almidonadas casi idénticas.

Donat volvió pronto con comida y bebida.

–He ido a la tienda de la compañía. También tenemos iglesia y sacerdote. Y un colegio para los niños. Ya ves, aquí tenemos todo lo que necesitamos. No nos hace falta salir. – Dispuso la carne adobada, las ensaladas, el bacalao, el pan y las olivas. Josep comprobó que debía de haberse gastado buena parte del primer pago en comida-. He comprado coñac y vinagre hecho por aquella gente que solía comprarle el vino a padre. ¡Puede que esta misma botella se hiciera con sus uvas!

Donat bebió un buen trago de coñac. Pese a estar en casa, parecía incapaz de dejar de hablar del trabajo.

–Esto es un mundo nuevo. Los trabajadores de esta fábrica vienen de toda España. Muchos han llegado del sur porque allí no hay trabajo. Otros vieron sus vidas truncadas por la locura de la guerra: casas arruinadas por los carlistas, cultivos quemados, comida robada por los soldados, hijos muertos de hambre. Aquí encuentran un nuevo principio, un buen futuro para ellos y para mí con todas estas máquinas. ¿No te parecen maravillosas?

–Sí, lo son -afirmó Josep, aunque vacilante, pues a él las máquinas lo intimidaban.

–Seré sólo un aprendiz hasta que lleve dos años en la fábrica y luego me convertiré en tejedor. – Donat admitió que la vida no resultaba fácil para los trabajadores-. Las normas son duras. Hay que ser prudente y pasar el tiempo necesario en el retrete. No tenemos pausa para comer, así que yo me llevo un pedazo de queso o algo de carne en el bolsillo y me lo como mientras trabajo. – Explicó que la fábrica funcionaba las veinticuatro horas, con dos largos turnos-. Sólo se detiene los domingos, para reparar y engrasar las máquinas. A eso me gustaría dedicarme algún día.

Cuando se hubieron terminado la botella de coñac entre los cuatro, Donat bostezó, tomó a su mujer de la mano y anunció que había llegado la hora de acostarse.

Josep también había bebido coñac y tenía la cabeza pesada. Se encontró tumbado al lado de Ana en el catre que Donat había desenrollado para él en el suelo. Al otro lado de la fina puerta de madera, Donat y Rosa hacían el amor con mucho ruido. Ana soltó una risilla y se acercó a él. Llevaba un maquillaje facial muy perfumado. Cuando se besaron, le pasó una pierna por encima.

Habían pasado varios meses desde que Josep estuviera por última vez con Margit en Languedoc y la fuerte necesidad de alivio debilitaba su cuerpo. Ana intentó atraerlo hacia sí, pero Josep estaba imaginando la pesadilla de que aquella extraña quedara embarazada: una boda precipitada en la iglesia de la fábrica, un empleo para él como peón en aquella fábrica rugiente y resonante.

–¿Josep?-preguntó ella al fin.

Él se obligó a hacerse el dormido y al poco rato la mujer se levantó y abandonó la casa.

Josep pasó toda la noche despierto, deseando que ella volviera y apenado por haberla dejado marchar. Escuchó la rabia de las máquinas, cargado de preocupación por la deuda que había establecido con su hermano y su cuñada. Antes del amanecer abandonó el catre, recogió la bolsa de lana de donde la habían dejado, junto a la puerta de entrada, y echó a andar de vuelta a casa.

Llegó la última hora de la tarde antes de que alcanzara Santa Eulalia. Había conseguido transporte en cinco ocasiones, y entre una y otra había caminado. Estaba cansado, pero se fue directamente a la hilera de vides en cuya tierra endurecida había trabajado el día anterior. Derramó puñados generosos de lana en amplios círculos en torno a las vides de Tempranillo y luego cavó para enterrar el material en el fino suelo. Le parecía que la lana, ya casi podrida, podía alimentar algunos elementos que a su vez ayudarían a las parras. En cualquier caso, aquella lana mullida esponjaría el suelo y permitiría que el aire y el agua se abrieran paso hasta las raíces. Trabajó hasta vaciar el saco y lamentó no haber cargado más lana de vuelta a casa. Pensó que tal vez podría convencer a Donat para que le llevara otro saco.

Al caer el crepúsculo, entró en la vieja casa, que de pronto le parecía sólida y fiable, y cogió un trozo de chorizo, un pedazo de pan y una bota de vino. Ascendió la cuesta hasta media altura, se sentó en una piedra, se comió la cena y se echó un chorro de vino amargo a la boca. El atardecer era fresco y limpio; faltaban ya pocos días para que el aire se llenara del perfume de los cultivos verdes.

De pequeño, Nivaldo le había contado que en la profundidad de la tierra, más allá de los terrenos de su padre, vivía una población de criaturas peludas que no eran hombres ni animales: los pequeñajos. Aquellas criaturas se ocupaban de aportar humedad y alimento a las raíces de las vides de su padre, muertas de hambre y sed, según Nivaldo, y tenían como misión producir granos de uva regularmente para las parras, año tras año. A menudo Josep se las imaginaba al acostarse -asustado, pero también fascinado-: criaturas pequeñas y hurgonas, como niños, pero con pellejo y uñas duras para poder cavar, se comunicaban con chillidos y gruñidos mientras trabajaban sin cesar en la oscuridad de la tierra.

Echó un chorro de vino al suelo en sacrificio ofrecido a los pequeñajos, y mientras miraba pasó una lechuza por el cielo.

Durante un instante fugaz su silueta se recortó contra la luna, con las plumas de la punta de las alas abiertas como dedos. Luego desapareció. Quedó todo tan callado que el silencio se podía escuchar; en ese momento, Josep supo, con un tremendo alivio, que había obtenido una espléndida ganga con Donat y Rosa.

7

Vecinos

Caminaba despacio entre sus hileras para disfrutar de la visión de las pálidas protuberancias y los enérgicos zarcillos de las vides que empezaban a despertar, mientras buscaba caracoles o cualquier señal de alguna plaga que exigiera tratamiento con sulfuro.

Oyó que Maria del Mar Orriols llamaba desde su viñedo: -Francesc, Francesc, ¿dónde estás?

Al principio lo llamaba cada dos minutos, pero pronto se puso a gritar con más frecuencia desde el camino, con voz inquieta:

–¡Fra-a-an-ce-e-esc!

Josep vio que el chiquillo lo miraba desde el otro extremo de la hilera de vides, como el diablillo imaginario de un jardín.

El crío no había llegado allí desde la carretera. Josep sabía que tenía que haber entrado desde la parte trasera de las tierras de su madre, pasando por los terrenos de los Torras, hasta llegar a su propia viña. No había vallas. Entre los cultivos de un agricultor y los de su vecino apenas había una separación de anchura suficiente para que cupiera una persona; todos conocían de sobra los límites de sus propiedades.

–Hola -saludó Josep, pero el niño no contestó-. Estoy caminando entre mis vides. Aprendo a reconocerlas de nuevo. Me ocupo del negocio, ¿ves?

Los ojos grandes del niño no abandonaban el rostro de Josep. Llevaba una camisa y pantalones raídos, pero cuidadosamente remendados, sin duda cosidos por su madre con los mejores retales de la ropa de alguna persona mayor, ya demasiado usada. Una de las rodilleras estaba manchada de tierra y en la otra había un desgarrón.

–¡Frannn-ce-e-sc! ¡Fra-a-nn-ce-e-scc!

–Está aquí. Está aquí, conmigo -gritó Josep. Se agachó y tomó al crío de la manita-. Será mejor que te llevemos con mamá.

Aunque Francesc no parecía distinto de cualquier otro crío de campo, en cuanto echaron a andar Josep experimentó con pena su pronunciada cojera. La pierna derecha era más corta que la otra. Cada vez que daba un paso con la pierna corta, la cabeza tiraba con fuerza hacia la derecha; luego el paso siguiente, con la izquierda, volvía a tirar de ella hacia el centro.

Se juntaron con su madre a medio camino. Josep no la conocía bien, pero pudo ver que era claramente distinta de la muchacha que recordaba. Mayor, más flaca… Más dura, con una reservada cautela en los ojos, como si en todo momento esperase malas noticias o un comportamiento desagradable por parte de los demás. Tenía buena pose. Su cuerpo parecía henchido y grande, sus largas piernas escondidas bajo una falda negra y sucia, con las rodillas enlodadas; algún esfuerzo agotador acababa de desordenarle el pelo y le había dejado la cara sonrojada y sudorosa. Cuando se arrodilló junto al niño, Josep vio un círculo oscuro y húmedo en la parte trasera de su blusa de trabajo, entre los omóplatos. Ella tomó a Francesc de la mano.

–Te he dicho que te quedes en nuestra tierra mientras yo trabajo. ¿Por qué no lo has hecho? – preguntó a su hijo con severidad.

El chiquillo sonrió.

–Hola, Maria del Mar.

–Hola, Josep.

Temía que le preguntara por Jordi. Jordi estaba muerto. Josep lo había visto por última vez con el pescuezo recién cortado. Sin embargo, cuando Maria del Mar lo miró, no había en sus ojos pregunta alguna ni nada personal.

–Si te ha molestado, lo siento -dijo.

–No, es un chico agradable, puede venir cuando quiera… Desde ahora trabajaré en las tierras de mi padre.

Ella asintió. Sin duda, a esas alturas todo el pueblo debía de saber que Josep se había convertido en propietario.

–Te deseo buena suerte -dijo ella en voz baja.

–Gracias.

Ella se dirigió de nuevo a su hijo:

–Bueno, ya sabes qué has de hacer, Francesc. Mientras yo trabajo, tienes que quedarte cerca.

Se despidió de Josep con un ademán, tomó a Francesc de la mano y se lo llevó. El hombre notó que, pese a la impaciencia, no caminaba deprisa para adaptarse al impedimento del muchacho. Al verlos alejarse se sintió conmovido.

Aquella tarde se sentó con Nivaldo a beber café y rumiar un poco.

–Nuestras mujeres no nos esperaron demasiado, ¿verdad?

–¿Qué te hace pensar que os podían esperar? – preguntó Nivaldo, con razón-. Os fuisteis sin decirles cuándo volveríais. Luego, no dijisteis ni palabra a nadie, así fuera sólo para anunciar que estabais vivos. En el pueblo todo el mundo creía que habíais desaparecido para siempre.

Josep sabía que el anciano tenía razón.

–No creo que ninguno de nosotros pudiera haber enviado unas palabras. Yo no pude. Había… razones.

Nivaldo esperó un poco por si aparecía más información. Al ver que no era así, asintió.

Si alguien podía entenderlo, era Nivaldo. Había en su propia vida cosas de las que el cubano no podía hablar.

–Bueno, a lo hecho, pecho -dijo Nivaldo-. La capacidad de un hombre y una mujer para seguir formando pareja cuando están separados tiene un límite.

Josep no quería hablar de Teresa, pero no pudo evitar una observación llena de amargura:

–Desde luego, Maria del Mar tardó poco en casarse.

–¡Por Dios, Josep! Tuvo que inventarse una manera de sobrevivir. Su padre había muerto mucho antes y la madre estaba enferma de tisis. Apenas tenía para comer, como sin duda recordarás.

Lo recordaba.

–Su madre murió poco después de irte tú. Ella no tenía más que un cuerpo sano y un chiquillo. Muchas mujeres se hubieran ido a cualquier ciudad y lo habrían vendido en un parque. Ella escogió aceptar la oferta de matrimonio de Ferran Valls. Y tiene mucho valor esa chica, trabaja como una mula. Desde que murió Ferran, cultiva la viña ella sola. Trabaja mejor que muchos hombres, pero ha tenido una vida dura. Mucha gente cree que está bien que una mujer trabaje en el campo, pero cuando ven que es la jefa, que intenta dirigir su propio negocio… Eso no lo pueden soportar y los muy cabrones, de puros celos, dicen que es una zorra ambiciosa.

»Clemente Ramírez, que compra para la compañía del vinagre, le paga menos que a los hombres por su vino. He intentado hablar con él, pero le da por reír. Y ella no puede vender su uva a nadie más. Incluso si pudiera contactar con otra compañía, sabe que la timarían igualmente. Una mujer sin marido está a su merced. Tiene que aceptar lo que le den para dar de comer al niño.

Josep se quedó pensando.

–Me sorprende que no haya vuelto a casarse.

Nivaldo meneó la cabeza.

–No creo que quiera nada de ningún hombre, no sé si me entiendes. Ferran ya era viejo cuando se casaron. Estoy seguro de que lo que quería era sobre todo una trabajadora fuerte y dispuesta a no cobrar. Cuando murió, ella se juntó con Tonio Casals y él se quedó a vivir la mayor parte del año pasado en casa de Maria del Mar. Tonio es de esos que hacen cosas terribles a sus mulas y a las mujeres. Ella debió de ver bien pronto que sería un terrible ejemplo para el crío y al final se libró de él.

»Así que, piénsalo bien. Primero Jordi la dejó preñada y la abandonó. Luego Ferran la aceptó sólo porque es capaz de trabajar sin descanso. Y después Tonio Casals… Seguro que la maltrataba. Con un pasado así, supongo que considera una bendición no tener ningún hombre a su lado, ¿no te parece?

Josep se lo pensó y no tuvo más remedio que asentir.

El verano, como suele suceder, se deshizo de la primavera con un estallido de calor. La ola duró cinco semanas, forzó la apertura de las yemas y luego chamuscó las flores, lo que hizo presagiar otra sesión de sequía y escasa cosecha. Josep vagaba por la viña y contemplaba de cerca sus plantas. Sabía que, en su búsqueda constante de humedad, las viejas vides habían hundido sus raíces serpenteantes. Gracias a ellas lograban sobrevivir, pero al cabo del tiempo algunas empezaban a desarrollar flacidez en las puntas de los sarmientos y las hojas basales se amarilleaban, dando muestras de un intenso agotamiento.

Y entonces, una mañana lo despertó un trueno en medio de una inundación. La lluvia fustigó sin pausa durante tres días, seguida por el regreso de un calor pesado. Las parras más duras sobrevivieron y el calor y la lluvia se combinaron para producir yemas nuevas y más adelante una profusión de flores que terminarían por dar una cosecha abundante de frutos de tamaño extraordinario. Josep sabía que, si el tiempo se había comportado igual en Languedoc, Léon Mendes estaría bien triste, pues aquellas uvas grandes de crecimiento vigoroso tenían una personalidad y un sabor inferiores y eran un pobre material para elaborar vino. Pero lo que en Languedoc era una mala noticia se volvía bueno en Santa Eulalia, donde el aumento de tamaño y peso de las uvas implicaba mayor cantidad de vino para vender a las compañías productoras de vinagre y coñac. Josep sabía que aquellas condiciones climáticas le permitirían ganar dinero en su primera temporada como propietario de la viña, y estaba agradecido. Aun así, se percató de que, en la hilera de Tempranillo en la que había enterrado la lana para airear el duro suelo, las vides estaban densamente cargadas de racimos. No pudo resistirse a tratar aquella hilera tal como sabía que lo hubiera hecho Mendes, recortándola y arrancando algunas hojas para que la esencia de cada planta se concentrara en las uvas que quedaban.

El clima lozano y la humedad habían provocado que las malas hierbas también florecieran, de modo que pronto quedó cubierto de ellas todo el espacio entre hileras. Cultivar el viñedo a mano parecía una tarea infinita. La feria de caballos de Castelldefels había pasado ya y Josep se había resistido al impulso de comprar una mula. De manera lenta pero segura, su pequeña provisión de dinero se iba reduciendo y sabía que debía conservar los ahorros.

Sin embargo, Maria del Mar Orriols tenía una mula. Se obligó a ir hasta su viñedo y abordarla.

–Buenos días, Marimar.

–Buenos días.

–Qué fuertes están las malas hierbas, ¿no? – Ella lo miró fijamente-. Si me dejas usar tu mula para arar, arrancaré las tuyas también.

Ella se lo pensó un momento y luego asintió.

–Bien -dijo Josep.

Se lo quedó mirando mientras él iba en busca del animal. Cuando se disponía a llevarse la mula, Marimar alzó una mano.

–Haz primero las mías -dijo con frialdad.

8

Una organización social

En otro tiempo, Josep y Teresa Gallego habían sido inseparables, lo habían tenido todo claro, el mundo y el futuro eran fáciles de contemplar, como las carreteras de un mapa sencillo. Marcel Álvarez parecía fuerte como un roble; Josep creía que su padre iba a vivir largo tiempo. Sabía vagamente que, cuando al fin muriera, Donat se quedaría con el viñedo y era más o menos consciente de que tendría que buscar una manera de ganarse la vida. Él y Teresa encontrarían la manera de casarse, tener hijos, trabajar mucho para ganarse el pan y luego morir, como todo el mundo, Dios nos proteja. En eso no había complicación alguna. Ambos entendían muy bien qué era posible en la vida y qué era necesario.

La gente del pueblo estaba acostumbrada a verlos juntos siempre que no estaban trabajando en las viñas de sus respectivos padres. Era más fácil mantener el comportamiento apropiado durante el día, cuando todos los ojos del pueblo hacían de testigos. Por la noche, bajo el manto de la oscuridad, era más difícil porque la llamada de la carne se volvía más fuerte. Empezaron a tomarse de la mano mientras caminaban, un primer contacto erótico que les hizo querer más. La oscuridad era el cuarto privado que permitía a Josep abrazarla y darle torpes besos. Se apretujaban de tal manera que cada uno aprendía del otro por el rastro táctil del muslo, el pecho, la entrepierna, y se besaban largamente mientras pasaba el tiempo, hasta tal punto que se familiarizaron el uno con el otro.

Una noche de agosto, mientras el pueblo boqueaba bajo el aire caliente y pesado, fueron al río, se quitaron la ropa, se sentaron uniendo las cinturas en el fluir amable del agua y se exploraron mutuamente con un asombro excitado, tocándose por todas partes el vello, la desnudez, músculos y curvas, suaves pliegues de la piel, duras uñas de los pies, duricias y callos, fruto del penoso trabajo. Ella lo acunó como a un niño. Él descubrió y tocó suavemente el dique, que probaba su inocencia, como si una araña hubiera entrado allí para tejer una tela virginal de fina y cálida carne. Amantes nada mundanos, disfrutaron de aquella novedad prohibida, pero no sabían muy bien qué hacer con ella. Habían visto acoplarse a los animales, pero cuando intentaron emularlo Teresa se volvió categóricamente irritada y asustada.

–¡No! No, no sería capaz de mirar a Santa Eulalia -dijo en tono violento.

Josep movió la mano de ella hasta que brotaron de él suficientes semillas para repoblar una aldea entera y luego flotaron corriente abajo en el río Pedregós. No era el gran destino sensual que, según sabían por instinto, los esperaba en el horizonte. Pero reconocieron haber pasado un mojón en el camino y de momento les satisfizo aquella insatisfacción.

La quemazón disolvió bien pronto su complacencia en el futuro. Él sabía que la respuesta a su dilema era una boda urgente, pero para conseguirlo necesitaba encontrar trabajo. En una aldea rural de minúsculos terrenos agrícolas era imposible, pues prácticamente todos los campesinos tenían su propia mano de obra y los hijos jóvenes competirían salvajemente con Josep en el improbable caso de que apareciera alguna posibilidad de trabajar.

Anhelaba huir de aquel pueblo que lo mantenía prisionero sin esperanzas y soñaba encontrar algún lugar en el que se le permitiera trabajar con entusiasmo y aplicar todas sus fuerzas a ganarse la vida.

Mientras tanto, a Josep y a Teresa les costaba quitarse las manos de encima.

Josep se volvió irritable y tenía los ojos rojos. Tal vez su padre lo notó, porque habló con Nivaldo.

–Josep, quiero que vengas conmigo mañana por la noche -dijo Nivaldo a Josep.

Éste asintió.

–¿Adónde?

–Ya lo verás -respondió Nivaldo.

Al anochecer del día siguiente caminaron juntos cuatro leguas desde el pueblo hasta llegar a un camino desierto que llevaba a una pequeña estructura asimétrica de piedra enyesada.

–La casa de Nuria -dijo Nivaldo-. Hace años que vengo. Ahora que se ha retirado, visitamos a su hija.

Dentro, los recibió amablemente una mujer de más de mediana edad que detuvo la calceta el tiempo suficiente para aceptar de Nivaldo una botella de vino y un billete.

–Aquí está mi amigo Nivaldo, o sea que es el cuarto jueves del mes. Y… ¿dónde está Marcel Álvarez?

Nivaldo echó una mirada velada a Josep.

–No ha podido venir esta noche. Éste es su hijo, mi amigo Josep.

La mujer miró a Josep y asintió.

–¡Niña! – llamó.

Una mujer más joven abrió la tela que separaba las dos habitaciones de la casita. Al ver a Nivaldo junto a su madre, y a Josep solo y aparte, lo llamó con un dedo. Nivaldo le dio un empujón en la espalda.

La pequeña habitación que se abría tras la cortina tenía dos esterillas.

–Me llamo Renata -dijo la chica.

Tenía un cuerpo rechoncho, el cabello largo y negruzco, la cara redonda con una nariz larga.

–Yo, Josep.

Cuando la chica sonrió, Josep vio que tenía los dientes cuadrados y anchos, con algunos huecos. Pensó que tendría más o menos la misma edad que él. Se quedaron mirándose un rato, hasta que ella se quitó el vestido negro con un solo movimiento, como si fuera una segunda piel.

–Venga. Quítatelo todo. Es más divertido, ¿no?

Era una chica fea y amable. Sus pechos gruesos tenían grandes pezones. Consciente de que los otros podían oírlo todo desde el otro lado de la cortina, Josep se desnudó. Cuando ella se tumbó en el catre arrugado y abrió sus cortas piernas, él no fue capaz de mirar aquella mancha oscura. La chica lo guió con destreza para que entrase en ella y todo terminó casi de inmediato.

Luego Nivaldo aprovechó su turno en la pequeña habitación, bromeó con Renata y se rió a carcajadas mientras Josep, sentado, lo oía todo y miraba a la madre. Mientras hacía punto, Nuria tarareaba cantos religiosos, de los cuales Josep reconocía algunos.

Cuando volvían de camino a casa, Josep dio las gracias a Nivaldo.

–De nada -respondió éste-. Eres un buen muchacho, Josep. Sabemos que es duro ser el segundo hijo, con una dulce chiquilla que te vuelve loco y sin trabajo.

Guardaron silencio un rato. Josep sentía el cuerpo más relajado y aliviado, pero su mente seguía preocupada y confusa.

–Están empezando a pasar cosas importantes -explicó Nivaldo-. Habrá guerra civil, de las grandes. La reina Isabel ha huido a Francia y Carlos VII está reuniendo un ejército, una milicia que se dividirá en regimientos tocados de gorras rojas. El movimiento tiene el apoyo del pueblo por toda España y también de la Iglesia, así como de muchos soldados y oficiales del Ejército español.

Josep asintió. Apenas le interesaba la política. Nivaldo lo sabía, y lo miró atentamente.

–Esto te va a afectar -le dijo-. Afectará a toda Cataluña.

Hace ciento cincuenta años, Felipe V… -Hizo una pausa para escupir-. Felipe V prohibió el catalán, revocó la constitución catalana y se cargó el fuero, la carta que establecía los derechos y privilegios y la ley particular de Cataluña. Carlos VII ha prometido restaurar los fueros de Cataluña, Valencia y Aragón.

»El Ejército español está ocupado con los levantamientos de Cuba. Creo que Carlos tiene muchas opciones de imponerse. Si lo hace, la milicia se convertirá en ejército nacional en el futuro y ofrecerá buenas opciones para tu carrera.

»Tu padre y yo… -añadió Nivaldo con cuidado- hemos oído que va a venir un hombre a Santa Eulalia, un oficial herido al que envían al campo para que se recupere. Mientras esté aquí, buscará hombres jóvenes que puedan convertirse en buenos soldados carlistas.

El padre de Josep le había explicado que su futuro tendría que estar en la Iglesia o en el Ejército. Nunca había deseado ser soldado, pero por otro lado tampoco anhelaba ser sacerdote.

–¿Y cuándo viene este hombre? – preguntó con cautela.

Nivaldo se encogió de hombros.

–Si me convirtiera en soldado, abandonaría el pueblo. Iría a servir en algún otro lado, ¿no?

–Bueno, claro… He oído que los regimientos de milicianos se están formando en el País Vasco.

«Bien», se dijo Josep, taciturno. Odiaba aquel pueblo que no le ofrecía nada.

–…Pero no enseguida. Primero te han de aceptar. Ese hombre… trabajará con un grupo de jóvenes y sólo escogerá a los mejores del grupo para que se conviertan en soldados. Busca jóvenes a los que pueda formar para que luego enseñen a los demás lo que hayan aprendido. Estoy seguro de que podrías conseguirlo. Creo que es una buena oportunidad, porque si uno entra en un ejército cuando está empezando a existir y luego consta en su historial que fue escogido de ese modo, por sus propios méritos, asciende de rango con rapidez.

»Los carlistas no quieren llamar la atención con su reclutamiento -continuó Nivaldo-. Cuando los jóvenes se entrenen en Santa Eulalia, irán todos juntos como si acudieran a una reunión de amigos.

–¿Una reunión de amigos?

Nivaldo asintió.

–Dicen que es una organización social. Un grupo de cazadores.