BARRO (VIVIR Y MORIR EN EL PRENESTINO)

BUENO, que, ¿acabas o no? ¡Llevas media hora ahí dentro, —dijo Albertino impaciente.

Llevaba demasiado tiempo encerrado ahí dentro.

Albertino se apoyó en la puerta. Sacó los pitillos del bolsillo del chaquetón.

Chesterfield Lights.

Y encendió uno.

¡Venga! Pero bueno, ¿te falta mucho? —siguió, escupiendo humo y rabia.

—Eh, eh, amigo, tranquilo... es cuestión de concentración... Tienes que dejarme trabajar tranquilo... Debo entrar en contacto con Visnú y Ganesa. Si sigues diciéndome... te falta mucho, me entra la ansiedad... no lo consigo... Ya casi he terminado... Tú tranquilo, por Dios...

Una voz ahogada y titubeante detrás de la puerta.

«¡Qué coñazo!», pensó Albertino dando una calada.

Odiaba los encargos que le hacía el Jaguar.

Empezó a dar vueltas por la habitación, rezongando. Harto. Nervioso sobre los tacones de las botas. Se detuvo y se miró en un espejo apoyado en la pared.

Albertino era grande y gordo. Casi dos metros. Hacía músculos en el gimnasio. Hombros anchos y manos regordetas. Pelo corto, castaño, pegado a la frente. Boca ancha y ojos como faros pequeños y fríos.

Dio una vuelta completa, satisfecho.

Le gustaba cómo le caía ese chaquetón de piel vuelta Avión Game que había comprado unos días antes. Le ceñía bien los costados. También los téjanos Cotton le quedaban bien, bastante estrechos pero no tanto como para marcar el paquete. Quizá demasiado deslavados.

Se vio mirándose.

Esa mañana se sentía en forma. Un figurín enfundado en su chaqueta, en la camisa lavada y planchada, en el cárdigan escocés. Pero los téjanos se le habían arrugado en las rodillas, enseñando las botas tejanas hasta arriba.

Se los bajó meticulosamente.

Miró a su alrededor y decidió que aquella era la ratonera más cutre que conocía.

Un estercolero en el séptimo piso de un rascacielos en forma de torre. De cemento armado y plaquetas azules. Cerca había otras cuatro torres de esas. Todas iguales. Ninguna estaba terminada aún, pero ya estaban habitadas. En los últimos pisos faltaban las plaquetas azules y los marcos de las ventanas.

Especulación urbanística.

Siguió mirando a su alrededor.

En las paredes había cuadros de dioses hindúes y Bob Marley y Jimi Hendrix y Ravi Shankar, y en el suelo unos colchones llenos de pulgas y alfombras con olor a humo y a pies y ropa sucia y plantitas de maría secas.

En la cocina, en el fregadero, encajado de cualquier manera en el hormigón, pilas de platos sucios, llenos de churre, asquerosos. Una olla con arroz pegado. Una sopera con un vomitivo mejunje oriental.

Por la ventana cerrada con plástico transparente se veía, desenfocada, la Prenestina, los coches en fila, las naves de las fábricas de loza sanitaria, las grúas de acero, las huertas, las casas bajas y el cielo. Añil. Frío. Sin una sola nube.

Ese cuchitril oriental pertenecía a Antonello.

Antonello el jipioso.

Albertino odiaba a ese individuo. A muerte. No conocía a ese drogota. No sabía de dónde había salido ni tampoco por qué el baranda hacía bisnes con él.

De todos modos, si Ignazio Petroni, alias el Jaguar, le utilizaba, quería decir que bajo la apariencia de un hijo de las flores latía el corazón de un hombre cabal.

Eso era único que tenía que saber.

El caso es que a Albertino ese tío no le gustaba lo más mínimo.

Por fin se oyó que tiraban de la cadena al otro lado de la puerta.

«¡Lo conseguimos!», pensó Albertino, aliviado.

Tiro la colilla al suelo y la apagó con la puntera de la bota, sin preocuparse de la alfombra. Se puso de pie, estirándose los téjanos.

Poco después se abrió la puerta y salió el jipioso.

Iba muy desastrado.

Con esas trencitas negras y sucias de rasta barriobajero. Sudoroso. Esos ojos pequeños y fijos de salmonete. Seco como una anchoa salada. Sin afeitar. La cara marcada por todo el daño que se había hecho en sus andanzas por Oriente. Llevaba puesto un albornoz Sergio Tacchini rojo chillón abierto por delante, mostrando un pecho blanco y flaco de pichón. Los pantalones a rayas rojas y azules, ajustados en los muslos y de pata de elefante. Los pies descalzos.

Y ese rubí.

Tenía un cabrón de rubí engastado entre los dientes negruzcos. Según él molaba cantidad.

«En el Nepal, puede. En Roma, desde luego que no.»

Ese jipioso era un capullo integral.

—Bueno, ¿qué tal ha ido? —le preguntó Albertino, nervioso como un padre que espera el nacimiento de su hijo.

El jipioso llevaba algo envuelto en una toalla.

—¿Cómo quieres que vaya? ¡Bien! ¡Mira, hombre de poca fe!

Tenía una voz baja, ronca y sin tonos.

Abrió la toalla. Despacio. Como si enseñara un tesoro valiosísimo. Dentro había más de doscientas bolas, del tamaño de huevos de paloma. Blancas, y selladas con celofán y cera.

Heroína.

Todavía apestaban a mierda.

Ese tipo, además de capullo, era faquir.

—¿Cómo puedes meterte todo eso en la barriga, eh? ¿Cómo lo haces? —le preguntó Albertino.

—Es fácil, colega. Ahora te lo explico. Te sientas a orillas del Mother Ganga en la posición del loto. Y lo ves pasar delante de ti. Se te abre todo. El espíritu. El estómago. Mientras estás ahí, en meditación, empiezas a tragártelas una tras otra. Tranquilo. Despacio. No hay prisa. También comes unos plátanos. No sabes lo ricos que son, pequeños y dulces, ahí en la India. Te estás toda la noche...

—¿Y por qué comes plátanos? ¿Es que saben mal?

—¡Cemento! ¡Hacen de cemento! ¡Si no, se te revuelven dentro del estómago como bolas de billar! Y es peligroso. Muy peligroso —le contestó ese viejo gurú sabio.

Mientras hablaba sacó de un cajón un gran cilum de marfil taraceado, y lo llenó de tabaco y humo.

—Tienes que probar esta especialidad. La cagué ayer. Recién llegado. Es mi cuartelillo personal. Viene directo del Himalaya. ¡Es cojonudo!

—¿Estás loco? Si me fumo esa mierda estaré colocado todo el día. Yo trabajo... ¡Joder, y ya son las once de la mañana! —le dijo Albertino sacudiendo la cabeza.

Albertino no se fumaba un porro desde hacía más de dos años. Desde que se había casado con Selvaggia. Ella no quería. Decía que se le ponía cara de bobo y que luego en la cama parecía un zombi. Y él lo había dejado.

Por amor.

—Creo que estás estresado. No escuchas a tu Qi. Deberías hacer un poco de yoga... Haz lo que yo. Encuentra tu paz espiritual. Relájate.

Con esa chimenea en la boca que escupía un humo espeso y alucinógeno, Antonello el jipioso empezó a enredarse peor que una contorsionista mongola en un circo de provincias. Con las piernas encima de la cabeza, se sostenía con una mano y con la otra se tiraba del dedo gordo del pie izquierdo.

—Tú estás majara... La verdad, estás muy mal... —le dijo Alberto con ojo clínico.

Aquel hombre estaba más grillado que un camello bravo, demasiado para poder odiarlo realmente.

Estaba ahí, en el suelo, encogido como una cigala cocida.

—Se hace tarde. Jipi, me tengo que ir. Aquí está la tela... Me llevo el material —trató de cortar Albertino.

Tenía cosas que hacer esa mañana. No podía perder el tiempo junto a ese pirado.

Al ver el fajo de billetes Antonello se desenredó con la misma facilidad con que se había enredado.

Mientras el jipioso contaba rápidamente el dinero, Albertino puso los huevos en una bolsa y se la guardó en el chaquetón.

—Frena. ¡Tío! ¡Es poco! —le dijo el jipi con calma. Cuando hablaba, Antonello tenía un tono de gurú sabelotodo. Por su boca de santón brotaba la verdad. Eso le tocaba los cojones a Albertino.

—¿Es poco el qué?

—El dinero. No es bastante. Este talco es especial. No es la porquería de costumbre.

—Pero ¿qué dices? —le dijo Albertino refunfuñando.

—Que por esto me tienes que dar por lo menos el doble. Estas son lágrimas de dragón —decía cada chorrada el muy capullo—. Y hasta por el doble os estoy haciendo un regalo. Cuando la cortéis os daréis cuenta de que podéis sacar cinco, seis veces más... Hasta el ciento por ciento. Esto es algo que te pone derechito en órbita. Te quedas ahí como un gilipollas y ya no vuelves a aterrizar. Una pesadilla psicodélica. Se parece más a un tumor en el cerebro que a una droga. Pruébala... —prosiguió el jipioso con un tono de teletienda.

«¡No me jodas, cabrón!», pensó Albertino, y luego, gélido como un trozo de hielo:

—Olvídalo, monín. El colega ha dicho que el dinero es este. Lo coges y se acabó, ¿entendido? No tengo ganas de regatear contigo.

—Te lo juro, hermano. Es especial. Díselo tu al Jaguar.

Hasta ahora no me he quejado nunca, pero por las lágrimas de dragón tenéis que darme más. Si no, no hay trato... me quedo con él...

Al decir «me quedo con él...» el jipioso vacilo: su voz afónica se moduló de pronto, saliendo de la cadencia minimal.

Ahora, después de que ese mamón dijera que se quedaría con él, Albertino se sintió de pronto feliz.

Y tranquilo.

Tranquilo como una cobra.

Se acercó.

—¿Qué has dicho? ¿Qué vas a hacer?

Antonello ya no parecía tan tranquilo. Tan buda como de costumbre.

El miedo gasta bromas pesadas.

Tenía los ojos pequeños, hundidos en las ojeras oscuras. Dos bolas de cristal veladas por una pátina roja. Sudaba a mares. El jipioso miró un momento a ese cachas enfundado en el chaquetón Avión Game que tenía delante, alargó el cuello de pavo y luego, haciendo de tripas corazón, farfulló:

—He dicho... he dicho que me lo quedo. Puedo encontrar...

Se encontró en el suelo, chillando.

Tenía el tabique nasal roto.

Albertino, sin mediar palabra, le había sacudido. Un cabezazo. Una estocada precisa con la cabeza en plena cara, central, en la nariz. Con mala uva.

Un segundo.

Ahora Antonello estaba tendido en el suelo, y de la nariz le salía sangre y moco.

—Hay cosas que no se pueden decir. Ni en broma. Vamos a ver, siempre te hemos tratado como a un señor. Y lo sabes. Lo sabes muy bien. Ahora te rebelas como un cabrón cualquiera. Y dices que te quedas con el caballo —dijo, dando vueltas a su alrededor.

Le disgustaba haberle hecho daño.

Pero a los tipos como ese había que quitarles enseguida ciertas costumbres. A esa gente si les das un dedo te cogen el brazo, y luego siguen hasta el hombro.

El jipioso, encogido, lloraba y mascullaba algo.

—Venga, vamos. Coge la puta pasta y vete a un hospital. Me parece que te he roto la nariz. ¡Vamos! —le dijo Albertino, tirando del albornoz para levantarle.

Pero el otro seguía llorando, tumbado, farfullando en una lengua extraña.

—¿Qué dices?

—Déjame en paz... ¡Vete!

—Okey. Disculpa.

—No.

—Venga, levántate. Deja que te vea...

—Ni hablar. No hay nada que ver. Es heroína pura... Es otra cosa... Son lágrimas de dragón —lloraba el pobrecillo. Luego por fin se puso de pie, temblando, como un perro mojado, se sentó y siguió gimoteando.

Albertino encontró una camiseta tirada en la cama, y trató de taponarle la hemorragia con ella.

—¡Déjame! Ya lo hago yo —dijo el jipioso cogiendo la camiseta, y prosiguió, sollozando—: Tú no sabes lo que significa llenarse la barriga con eso. No tienes ni idea. No sabes lo que significa atravesar dos fronteras así. Se te ponen de corbata y nadie se tiene que dar cuenta. Ocho horas de avión que no se terminan nunca. Tú no lo sabes. Te cagas por las patas abajo. Te quieres morir. ¿Sabes lo que pasa si se rompe una de esas bolas de los cojones? ¡Sobredosis! Te vas derechito al otro barrio sin pasar por taquilla. Y al final del viaje llegas al aeropuerto y no has hecho más que empezar. Ahí está la pasma italiana que te conoce muy bien. Esos perros...

Albertino miró su Rolex. Tenía que irse.

—Lo sé. Una vida muy arrastrada. Me doy cuenta, colega. Pero se hace tarde. Me tengo que marchar... —le dijo Albertino conciliador.

—No. Tú no tienes ni puta idea. No puedo más.

El jipioso se puso muy rígido y le miró a los ojos.

—Escucha. Tengo casi cincuenta años. Ese dinero me lo merezco. ¿Entiendes? No tengo mujer. No tengo hijos. Mi madre, en Caserta, hace años que no me habla... ¿Que puedo decir que he hecho en la vida? Una mierda. Nada, o único que sé hacer es el correo.

—Vale, pero has conocido mundo... Has visto gente, países, cosas...

—Estoy cansado de andar rodando. De vagabundear.

—Venga, que tienes suerte. Yo sólo estuve en San Marino cuando tenía trece años. Ni siquiera me acuerdo.

La verdad es que daba pena. Con esa nariz rota. Te rompía el corazón.

La corteza de duro de Albertino vacilaba ante un desgraciado como ese. ¿Adonde había ido a parar su paz interior? ¿Bastaba con un cabezazo para desenmascararle? ¿Adonde había ido a parar Buda? Era un mierda, un charlatán como todos los demás.

Basta. Quería dejarle el dinero, guardarse los huevos y largarse de allí. Pero el otro había cogido carrerilla:

—... Sé que os reís a mis espaldas. ¿Crees que no lo sé? Mira ese jipioso... Mira ese desgraciado que se ha fumado hasta el cerebro. Pero se acabó. Estoy cansado. Me lo he currado bien. Yo también quiero tener una casa normal, un coche, telepiü... Ese cabrón del Jaguar me obliga a ir de aquí para allá todos los meses. Ya no puedo más. De modo que me tienes que dar ese dinero. Este caballo lo vale —mientras hablaba se apretaba la cara con la camiseta, que ya estaba roja.

—Estás loco. No te das cuenta de lo que dices. Acordaste un precio con el Jaguar... Ese te corta los huevos si intentas siquiera pedirle más.

—Ese caballo lo vale. Y punto. De modo que no saldrás de aquí si no me das la pasta o el caballo.

—Tranquilo... ¿Qué coj...?

El drogota se había levantado de pronto, y había cogido un cuchillo largo de encima de la mesa. Albertino lo reconoció enseguida.

Un kriss.

Un kriss malayo.

Con la hoja fina y ondulada. El puñal de los thug. Lo había visto en la serie de Sandokán y los piratas de Malasia.

Ahora Antonello cargaba con una risa siniestra, como un psicópata en el último estadio. Blandiendo el puñal y con mirada demente.

—¿Estás loco? —le gritó Albertino, echándose a un lado con un salto ágil.

El hijo de las flores, descolocado, trató de pincharle pero resbalo en la alfombra y se estampó con los brazos abiertos en la pared. De bruces. Cayó al suelo, hecho un ovillo.

—¿Estás loco? ¿Qué mosca te ha picado? —le preguntó Albertino muy alterado—. Oye, ya vale, me voy. Lo siento por ti, por tu situación. Coge el dinero y acabemos de una vez... —continuó.

Parecía que el jipioso no le oía. Inmóvil. La cara, una máscara de sangre. Los ojos cerrados.

«¿Está muerto?»

Trató de moverle con la puntera de la bota. Nada.

«¡Joder, está muerto!»

Lo mejor era largarse.

Albertino abrió la puerta de entrada, le echó un último vistazo y dijo:

—Okey. Ahí está el dinero. Hasta luego...

Estaba a punto de cerrar la puerta cuando Antonello se abalanzó otra vez sobre él. Gritaba. Se había levantado y gritaba. Gritaba y escupía baba y sangre por el labio roto. Estaba hecho un Cristo. Un monstruo. Se le echó encima gruñendo, alucinado. Blandía el kriss. La hoja pasó a su lado, desgarrándole el bolsillo derecho del Avión Game. Albertino le golpeó en la cara con un derechazo preciso, y le hizo rodar a sus pies. El jipioso temblaba, pero al mismo tiempo, con esas pinzas de bicho que tenía en vez de manos le agarraba las pantorrillas gritando palabras en una lengua extraña:

—Dek pundeleri avenire...

—¡Bastaaaa! ¡Bastaaa! —chillaba mientras tanto Albertino, dando patadas como un loco.

Luego sintió un dolor infernal justo debajo de la rodilla, y vio que estaba enganchado a los Cotton con los dientes. Le estaba destrozando los vaqueros. Un perro rabioso.

—Jódete! —gimió Albertino, y se sacó la pipa de detrás de la espalda. Una Magnum 44 de cañón corto. Se la apoyó en el cráneo, cerró los ojos y disparó.

El piso retumbó fuerte por la explosión.

La cabeza del hijo de las flores se abrió como un mejillón. El proyectil terminó su trayecto junto a la bota de Albertino, rompiendo en mil pedazos un baldosín.

El cuerpo sin vida de Antonello se derrumbó a sus pies como un saco de patatas.

—¡Tú te lo has buscado, gilipollas! ¡Gilipollas, eso es lo que eres! Jódete! —le gritaba mientras la emprendía a patadas con él.

El cadáver, encogido, apenas se movía con los golpes.

Albertino blasfemó y empezó a saltar por la habitación tratando de calmarse.

Ese anormal se lo había buscado. Debía de estar colocado con algo. Crack, heroína, cocaína, anfetaminas... todo.

¿Y ahora?

Ahora la de Dios. La cagaste, Albertino.

¿Qué le iba a decir al jefe?

Jaguar, perdona, mira, a ese payaso se le cruzaron los cables. Estaba loco, me mordía, y le dejé seco. Lo siento mucho. De verdad...

No.

El Jaguar no se iba a quedar nada contento.

Nada contento.

Ese jipioso de los cojones era su correo principal. El mejor de todos. Sus negocios se iban a ver muy reducidos. Ese tipo estaba yendo y viniendo continuamente a la India. Más que un hombre parecía un contenedor. Nadie tenía tanta sangre fría en las aduanas.

Y Albertino le había pegado un tiro.

A lo bestia.

Como siempre.

¿Y él era un hombre de confianza? Anda ya.

Había perdido el control, como si fuera un principiante.

Sintió un frío ártico que le subía por la espalda tropical que le llenaba las mejillas y la frente. Se sentó y encendió un pitillo.

No se lo podía decir al jefe. De ninguna manera.

Como mínimo le habría hecho un bonito traje de cemento.

«¡Tiene que desaparecer!»

Esto es lo que le diría al Jaguar de los cojones:

—No estaba. Ese hijoputa no estaba. Ha desaparecido. Estuve toda la mañana esperándole en el portal de su casa... Nos ha jodido el muy cabrón.

Le devolvería el dinero y...

¿Los huevos?

Albertino sonrió y los apretó contra su barriga, como una mamá babuino a su cachorro. Se puso de pie.

«¡Manos a la obra!»

Arrastró el cadáver al centro de la habitación. Le estiró las piernas y los brazos lo mejor que pudo. Luego metió lo que quedaba de la cabeza en una bolsa y la pegó con cinta adhesiva al cuello. Cogió una de las muchas alfombras y lo envolvió con ella. Una gigantesca tortilla rellena. Para más seguridad la cerró con la cinta. Se puso a gatas y con un trapo limpió la sangre que manchaba los marcos, el suelo y las paredes.

—¡No está mal la chapuza! —se dijo, satisfecho.

Luego se miró al espejo.

Estaba sudoroso. Con la cara roja. Los téjanos manchados de sangre.

Se los quitó. En chaquetón, calzoncillos de flores y calcetines escoceses abrió el armario.

Vacío.

¿Dónde cojones guardaba la ropa el jipioso? ¿No se cambiaba nunca? Probablemente. Luego encontró junto a la cama una maleta abierta que regurgitaba ropa sucia. Revolvió en su interior.

Chaquetillas con cuentas y espejitos, chalecos de colore camisetas gastadas, calzoncillos amarillentos de orina y camisetas de lino amarillas y verdes. Nada. Luego por fin encontró el único pantalón.

Se lo puso. Se miró al espejo. Se encogió, sacudido por escalofríos de vergüenza, y dijo en voz alta:

—¡No puedo salir así! ¿Y si me ve alguien? ¡Vaya facha!

El pantalón era de terciopelo rosa, y en algunas partes aparecían unas manchas amorfas violetas. Un programa de lavado equivocado. De pata de elefante. Le apretaba por todas partes. Por delante. Por detrás. Demasiado corto. Las botas tejanas asomaban por debajo como dos setas negras y deformes.

—¡Qué horror!

No debía pensar. Se metió la pistola en el pantalón. Agarró el bulto y se lo echó a la espalda. Caminó hacia la puerta tambaleándose.

—Pesa un huevo —refunfuñó.

En el gimnasio Albertino era capaz de levantar a la primera, sólo con los pectorales, 120 kilos. Ahora a duras penas lograba mantenerse derecho. Ese Antonello parecía una pluma, tenía menos chicha que el tobillo de un canario, y sin embargo... Debía de tener los huesos pesados. De plomo.

Y había que bajar siete pisos por las escaleras. En esa puta torre de los cojones aún no habían puesto el ascensor.

Soltó un juramento.

Abrió la puerta y salió al descansillo. En la escalera se escuchaban voces. Gritos, risas y conversaciones. Probablemente en el piso de abajo. Entonces dejó el fardo en la casa, entornó la puerta y bajó silenciosamente las escaleras. Bajó pegado a la pared los escalones de cemento sin terminar que giraban sobre sí mismos, bajos y anchos, dando vueltas hasta el suelo. Asomó la cabeza por la esquina que daba al sexto piso.

En el descansillo había tres niñas sentadas. Jugaban. Cada una con su cochecito. Daban la papilla a sus muñecas.

—Mira: la mía sólo come galletas Molino Blanco —decía una pequeñaja, rubita, enfundada en un anorak violeta y azul.

Desmigajaba Gran Cereales en agua y luego arrojaba la papilla a la cara de su muñeca. Las otras dos la miraban con interés.

Volvió a subir.

También del piso de arriba llegaban ruidos. Una taladradora. Golpes de maceta contra la pared. Voces.

Los albañiles. Arriba estaban los albañiles.

Ese edificio era una romería. No podía bajar con el cadáver a cuestas. Le vería un montón de gente.

Volvió a la casa y cerró la puerta.

—¿Y ahora qué coño hago? —le dijo al piso vacío—. No hay forma de salir de aquí... Joder.

Fue hasta la ventana. Miró hacia abajo.

Debajo del edificio todavía había obras. Montones de arena. La arena. Una excavadora parada y, justo debajo de la ventana, un montón de desechos: tierra, muebles, bombonas vacías y basura. Junto a él, a pocos metros, su coche nuevo. Un BMW 477 blanco hielo.

Lo había aparcado allí, lejos de la entrada, justamente para no dar el cante.

No se veía a nadie.

«Bien.»

Ahora ya sabía qué hacer.

Lo tiraría por la ventana. Al montón de basura. Junto al BMW. Luego bajaría corriendo y lo metería en el maletero. Nadie se daría cuenta. Allí la gente tiraba cualquier cosa por la ventana. Frigoríficos. Televisores. Muebles. ¿Quién se iba a fijar en una alfombra?

Genial.

Sencillamente genial.

Albertino arrastró el envoltorio hasta la ventana. Lo levantó. Lo apoyó en el borde. Y luego, con un esfuerzo bestial, lo tiró.

El torpedo cayó directo. Preciso. Un misil aire-tierra en toda regla.

Albertino vio cómo se dirigía directamente al montón de basura, y pasaba de largo.

Un «Noooo...» terrible, lleno de un dolor inconmensurable, le salió de la boca. Se tapó los ojos con una mano.

Y luego se oyó un ruido alucinante. De chapa. De lunas que estallan.

El torpedo se había clavado en el parabrisas del BMW 477.

Se volvió y se lanzó escaleras abajo, como un loco. Saltando. Rodando. Pasó al lado de niñas, señoras con la bolsa de la compra, viejas que subían renqueando, todo el mundo, y se encontró abajo, en el portal del edificio. Salió y dio la vuelta corriendo a la torre hasta donde estaba su coche.

Se apoyó en el BMW para coger resuello. Luego miró hacia arriba. Hasta lo más alto.

Nadie en las ventanas. Nadie en los balcones.

Sólo ropa tendida. Sólo cielo azul. Nada más.

Parecía que nadie se había dado cuenta.

Dio gracias a Dios.

El chorizo recto y rígido, como el cañón de un tanque, asomaba a medias por el parabrisas. La otra mitad estaba clavada en el asiento del copiloto.

La espada en la roca.

Albertino se subió al capó y se puso a tirar de la alfombra hacia arriba, haciendo fuerza con las piernas y rechinando los dientes por el esfuerzo.

Tiraba, pero nada. Permanecía inmóvil. Clavado. Parecía como si el jipioso, envuelto en la alfombra, opusiera resistencia, como si se hubiera enganchado con los dientes a la tapicería del asiento y no quisiera soltarla.

—¡Lo conseguiréeeee! —gritó Albertino, al tiempo que tiraba con todas sus fuerzas. A punto de herniarse. A punto de que le estallaran las venas de la frente.

Cedió. De golpe.

Albertino salió disparado hacia atrás. Junto con el chorizo. Dio con sus huesos en el suelo, debajo de todos esos kilos de alfombra y ex drogota.

Se levantó, dolorido, y maldijo a Dios, ese día, el cielo azul, a sí mismo, a Ignazio el Jaguar de los cojones y a Antonello el jipioso.

Lo arrastró detrás del coche. Y con un último esfuerzo lo metió en el maletero.

Con el brazo quitó lo que quedaba de la luna del parabrisas. El cristal se desperdigó por el habitáculo, un millón de microscópicos daditos. Luego sacó un gorro del salpicadero. Era de Selvaggia. De lana. Verde y rojo, con un gigantesco pompón violeta. Se lo puso en la cabeza. Se arrebujó en su Avión Game.

Se puso al volante y arrancó quemando rueda.

Se metió por dirección prohibida y a los pocos metros se encontró frente a una camioneta que transportaba cristales. El cristalero empezó a tocar la bocina con insistencia, pero Albertino ni siquiera le veía. Avanzaba por el medio de la calle, sin encomendarse a Dios ni al diablo. La camioneta se echó a un lado, frenando.

—¡Que te jodan, mamón! —dijo Albertino, haciéndole los cuernos a través del parabrisas roto.

El pobre cristalero, al verle, se asustó y le dejó pasar. Cualquiera se enfrentaba a un tipo así, con esa cara de zumbado, con ese gorro, con el parabrisas roto.

Albertino corría a 160 por la circunvalación. Dentro del habitáculo había un huracán. Un frío alucinante. Encogido en el asiento del conductor, Albertino no tenía frío. Tenía el cerebro en ebullición.

Hablaba en voz alta:

—¿Qué voy a hacer ahora? Tengo que deshacerme del cuerpo. Pero ¿dónde?

En alguna zanja. En algún lugar apartado.

Lo encontrarían. Por supuesto. Pero eso no era un problema. Todos dirían que el mamón del jipioso había decidido tomar la iniciativa y había acabado en algún círculo donde no contaba con la protección del Jaguar.

Albertino se metió la mano en la chaqueta. Los huevos estaban allí.

¿Cuánto podían valer esos huevos? Mucho. Muchísimo.

Más tarde los podría vender. Con calma. No le descubriría nadie.

¿Qué se iba a comprar con todo ese dinero?

Por lo pronto, un coche nuevo. ¿Un Saab? ¿Un Maserati? ¿Quizá un Ferrari? Luego le compraría un abrigo de cebellina a Selvaggia. Llevaba un año dándole la tabarra con el abrigo de los cojones. Luego un viaje. ¿Adonde? A las Maldivas. A las Canarias. A las Mauricio. A una bonita isla cálida.

Como un papa con su papesa.

Cuanto más pensaba en todo lo que iba a hacer con el dinero, mejor se sentía.

Ni siquiera se había percatado de que desde hacía un rato llevaba un Alfa 33 twin spark pisándole los talones, pegado como una mosca a la mierda.

Luego lo vio.

No se le despegaba.

Aceleró.

180.

Ahora el viento le clavaba al asiento y los ojos se le llenaban de lágrimas.

Se puso unas gafas de Selvaggia. A la moda. Naranjas. Con brillantes.

Miró por el retrovisor.

Todavía estaba ahí.

«¿Qué coño quiere?»

Y se puso a su lado.

Eran dos. Albertino se volvió y los miró.

La boca del estómago se le cerró.

Esos dos, con esas caras de perro, las Ray-Ban, la raya a la derecha, sin afeitar, las chupas de cuero de mala calidad, no eran guardias.

Peor.

Eran dos perros de la DIGOS.

—¡Pare! ¡Al arcén! —le gritó el que no conducía mientras pegaba la sirena azul en el techo del Alfa.

—Okeeeey, okeeeey. ¡Ya paro! —dijo Albertino sonriendo.

Pero ¿cómo iba a parar? Con un fiambre en el maletero. Con una Magnum 44 de cañón corto en el pantalón y tanta mierda encima como para que todo el público de Woodstock se pillara una sobredosis.

Albertino se arrimó a la derecha, seguido por el Alfa. Luego aminoró casi hasta parar, pero de pronto aceleró, dejándolos plantados. Giró a la derecha y con una maniobra de loco, a 160, se lanzó contra la mediana.

El BMW se empinó y cayó hacia delante golpeándose el morro, como un búfalo que tropieza. El parachoques salió volando en medio de una explosión de chispas. Fue a parar a una carretera que corría paralela a la circunvalación. Albertino gritaba.

Gritaba y conducía ese monstruo sin control que chocaba a diestro y siniestro entre mediana y barrera lateral.

Detrás de él los coches chocaban entre sí, se destrozaban en un caos de sangre y chapa.

Albertino, blasfemando, consiguió enderezar el BMW.

Los de la DIGOS seguían a su lado, sólo que entre ellos estaba la mediana. Que ahora era más alta. Insalvable.

Les había dado esquinazo.

Ellos, pistola en mano, hacían disparos de advertencia.

—¿Conocéis a Driver el escurridizo? —les gritó a esos cara de perro. Les hizo una señal de despedida y se desvió por una carretera lateral.

Pasó Torre Gaia, pasó la calle Borghesiana y entró en la aldea Finocchio.

Las casas bajas y grises, sin revocar, con los hierros redondos retorcidos y oxidados saliendo de los tejados como dedos contraídos de viejo. Los balcones de hierro. Los marcos de puertas y ventanas de plástico. Las calles tortuosas, desordenadas, llenas de barro. Las acequias. Las huertas entre las casas. Los perros flacos y bastardos. Los 127. Las cercas de ramajes y alambre espinoso.

Luego sólo campos sucios. Achicoria. Ovejas. Y basura.

Torció por un camino de barro que bajaba entre ortigas y matojos. Cuanto más avanzaba, más estrecho se hacía el camino. El chasquido de las ramas en los costados del coche. Avanzaba despacito por ese barrizal. Tramos de agua estancada. Un silencio poco natural, roto únicamente por los gorjeos de los pájaros. Luego el camino volvió a ensancharse hasta un calvero rodeado de laureles y encinas.

Albertino paró el coche. Bajó. Las botas se le hundieron en el barro. Abrió el portaequipajes. El fardo estaba doblado.

Lo sacó.

Lo arrastró agarrándolo por los pies.

El calvero estaba en cuesta, cada vez más pendiente, y terminaba en un aguazal oscuro e inmóvil rodeado de cañas y hierbajos. Lavadoras herrumbrosas, frigoríficos destripados, lavaplatos años sesenta, hornos, asomaban del agua como restos de galeones abandonados.

El cementerio de los electrodomésticos.

Algunos rayos de luz penetraban en el follaje formando manchas de sol en la superficie del agua y en los esqueletos mecánicos.

Hacía por lo menos diez años que no venía a este lugar. En esa época todavía era un chaval. Venía con una. Assuntina. Una guarra gorda y puta. Venían a follar. Ponían una manta en el suelo. Una vez, en verano, también se bañaron allí. Desnudos como gusanos.

En aquella época no era un vertedero, era sólo una acequia.

Albertino cogió el fardo y empezó a arrastrarlo por el barro. Bajó por la cuesta. Resbalaba. Las suelas de las botas se agarraban mal. Se escurrían por esa papilla blanduzca.

Acabó sentado en el barro. Resbalaba de culo, derechito al aguazal. Trató de anclarse con las manos y los pies, sin lograrlo. Formando sólo inútiles surcos a los lados. El chorizo se le echó encima, desde atrás, con todo su peso.

Cayó de bruces y acabó en una arena movediza de los pobres.

Le chupó hasta las rodillas, y ya está.

Levantó la cabeza.

No le iba muy bien esa mañana.

No daba una.

Golpeó con las manos, levantando salpicaduras de rabia. «¿Por qué a mí?»

Empapado de la cabeza a los pies se levantó y cogió la alfombra.

Se abrió, mostrando su macabro contenido.

El fiambre. Blanco. Con la cabeza destrozada. La cara con costras de sangre y barro. Los ojos abiertos de par en par. Redondos y opacos.

Una sonrisa extraña, casi de satisfacción, resaltada por el rubí, le atravesaba la boca.

—¿Estás contento, eh? ¡Cabrón! —le dijo maliciosamente Albertino.

Luego el corazón le dio un vuelco.

«¿Los huevos?»

Se metió la mano en el chaquetón. Todavía estaban ahí. Agarró el cadáver. Lo metió en un enorme frigorífico Indesit que emergía del lodo. Cerró la puerta y volvió a subir, gateando, hasta el coche.

Empapado, en aquel desastre de BMW, Albertino enfilaba derecho hacia su casa.

Sólo entre las paredes de su casa se acabaría esa pesadilla y encontraría la paz.

Pero cuanto más avanzaba más sonidos lúgubres y siniestros oía. Un delirio de sirenas.

Un verdadero concerto grosso.

El miedo le atenazo por un momento.

Pensó que estaba perdido. Destinado al fracaso. Condenado.

Empezó a temblar como una hoja.

Le habían echado encima una jauría de lecheras impresionante.

¿Le estaban buscando a él?

¿A quién más podían buscar si no?

Debía de haber causado un follón tremendo en el enlace. Quién sabe los muertos que habría habido en ese accidente.

Así no podía seguir adelante. Tenía que deshacerse del coche. Lo que conducía no era un coche, sino una carroza de carnaval. Todos se daban la vuelta al verlo pasar. Los lados abollados. El parabrisas roto. Sin parachoques. Lleno de barro.

Se metió en un callejón sin salida, entre edificios de tres pisos. Perros gruñones al otro lado de las vegas verdes. Metió el coche en un garaje, detrás de una pila de leña.

Le encargaría a Selvaggia que denunciara el robo del BMW. El coche estaba a su nombre.

Se dirigió hacia su casa, pensativo. No estaba» lejos. Sólo un par de kilómetros.

Desde luego, se dijo mientras caminaba, menuda gilipollez había hecho al matar al hijo de las flores.

¿Qué mosca le había picado? ¿Por qué había reaccionado así?

Pero siempre hay una forma de salir de apuros. Basta con no dejarse llevar por el pánico. Y razonar.

Al final se sale ganando. Esos huevos eran dinero contante y sonante. Cash. Ahora sólo le quedaba enfrentarse al Jaguar de los cojones.

Recitar como un gran actor.

¡Se dice pronto!

Ese tío, con una mirada, te escudriñaba los recovecos más oscuros del corazón. Era una de las características que le hacían excepcional, un gran boss del crimen organizado. Tenía un sexto sentido para los soplones, los chungos y los traidores.

Traidores como él.

Eso es lo que era. Ni más ni menos.

Traidor de quien le había sacado del arroyo, de un trabajo de mudanzas donde ganaba millón y medio de liras al mes, en fin, de una mierda de vida, sin un céntimo y sin futuro.

Albertino apreciaba a su jefe. Hacía ya cuatro años que era su hombre de confianza. Y esa confianza se la tuvo que ganar. Con esfuerzo.

Pero el Jaguar no admitía errores.

Y el que había cometido Albertino era de los gordos.

«Quizá debería decírselo... Contárselo todo.»

Puede que le perdonara. Puede que no.

«A veces tiene mala leche. Muy mala.»

Albertino no estaba dispuesto a intentarlo. A jugarse la vida.

Entraría en el mundo de los chungos con tal de salvar el pellejo. Prometió no hacer más tonterías.

Faltaba poco para casa.

Ahora Albertino tenía frío. Estaba completamente mojado y embarrado. El pantalón le apretaba.

Un pordiosero.

Ya habían pasado a su lado tres lecheras. Afortunadamente, no le habían visto. Se había escondido detrás de los coches aparcados.

Empezó a caminar más deprisa.

La calle se ensanchaba, y las señales de prohibido aparcar le dejaban sin escondites.

Un campo minado.

Avanzó conteniendo la respiración. No corría, pero sentía que las piernas se le estremecían.

Luego, a lo lejos, al principio de la calle, vio un Alfa 33 negro.

Venía hacia él.

—Joder. Joder. Joder. Nooo —murmuró, deshecho por esa visión.

Otra vez ellos. Los de la digos.

Habían venido a sacarle de su cubil.

«¡Maldita sea mi estampa!»

Albertino se paró. El cerebro a dos mil. Miro a su alrededor en busca de atajos, callejones, una escapatoria.

Nada de nada. Ni un puto escondrijo.

Los edificios se sucedían uno tras otro sin solución de continuidad hasta el final de la calle. A ambos lados.

No tardarían en verle. Le iban a trincar.

Albertino estaba a punto de echar a correr, e sacar pipa y liarse a tiros, cuando de pronto vio, delante de él, una salida.

Una puerta de cristal.

La Universidad del Sandwich.

Se coló dentro.

La Universidad del Sandwich era un barucho pequeño, revestido, como si fuera un mausoleo, de travertino negro. Espejos de forma triangular interrumpían esa negrura. Anuncios luminosos iluminaban millones de sandwiches colocados en pilas ordenadas en la barra de cristal.

Sandwiches más clásicos, como el de jamón y queso, el de ensalada de pollo o el de setas estaban rodeados de otros más atrevidos, a la vanguardia en ese campo gastronómico.

El Labrador (patatas, lechuga rizada y salchicha), el Primavera (zanahorias, apio, cordero lechal, Jeta, aceitunas), y el Campesino (pan integral, coppa, lomo, mayonesa, panceta) eran sólo algunos ejemplos.

Un par de parroquianos en la barra. Tres albañiles con sus monos polvorientos sentados en una mesa redonda.

Albertino también se sentó. Con la mirada fija, de conejo, dirigida al otro lado de la puerta de cristal. A la calle.

El Alfa 33 negro ya había pasado dos veces. Ahora dos coches de carabineros se pusieron uno al lado de otro, justo delante del bar. Los carabineros hablaban entre ellos a través de las ventanillas abiertas. Uno atendía a la radio.

Un terror nuevo, imposible de expresar, se apoderó de Albertino.

Se vio perdido. Encerrado en el trullo. Reconocido como ladrón y traidor y liquidado por uno de los hombres del puto Jaguar en una celda de la cárcel de Regina Coeli.

Los cojones en la boca. La polla en el culo.

Bastaba con que esos de ahí fuera entraran en el bar y le registraran.

Tenía que esconder la metralla lo antes posible.

—¿Sí, diga?

Una voz interrumpió la película de muerte y sangre que se estaba proyectando en el cerebro de Albertino.

—¿Qué pasa? —dijo, pegando un bote en la silla.

Un camarero joven, narizón y Heno de granos le miraba con asco.

Aquel no era un bar para vagabundos muertos de hambre.

—¿Qué desea?

—¿Qué hay para comer?

—Bueno... ¡sandwiches!

Albertino no escuchaba. Acababa de tener una inspiración súbita. Diez mil bombillas se le habían encendido a la vez en el cerebro. Una voz, quizá el mismo Dios, le había indicado el camino.

En su boca apareció una sonrisa espontánea.

—¡Plátanos! ¿Tienen plátanos? —le preguntó al granujiento, mirándole a los ojos por primera vez.

—Pues... no. Plátanos no. Bueno, sí. Tenemos el Malindi. —¿Qué?

—El Malindi. Nuestro sandwich tropical. Pan integral, plátano, papaya y aguacate.

Podía servir lo mismo.

—De acuerdo, tráigame seis... o mejor siete.

—¿Para llevar?

—No. Me los comeré enseguida.

El camarero, estupefacto, se dirigió a la barra.

Albertino seguía mirando lo que pasaba fuera. Otra lechera se había parado junto a las demás.

¿Qué estaban haciendo? ¿Celebraban una reunión extraordinaria? ¿Un mitin? ¿Qué?

El joven volvió con una fuente en la mano. En ella estaban los emparedados. Albertino los cogió todos a la vez, como si fueran un gigantesco sandwich especial. Se levanto y preguntó:

—¿Dónde está el servicio?

—Esa puerta... —dijo el granujiento, boquiabierto, señalándola.

Albertino atravesó el local con aire receloso. Abrió la puerta. Se encerró dentro.

El retrete era pequeño, pero no estaba mal. Limpio. Azulejos negros. Espejo. Un minúsculo ventanuco daba a un patio interior, oscuro y lleno de cajas de cerveza y Coca—Cola.

Albertino bajó la tapa del inodoro y se sentó encima. Cogió la pistola y la puso en el lavabo. Luego sacó la bolsita del Avion Game. Lo abrió y miró dentro.

«¡Hay un montón!»

Dio un mordisco al primer sandwich.

Horrible. Dulce. Y además Albertino tenía cualquier cosa menos hambre en ese momento. Su barriga era un manojo de nervios estirados.

Sacó un huevo de la bolsa.

Tampoco era tan pequeño. Como una bola de flipper.

Se lo acercó a la nariz.

—¡Qué asco! —masculló entre dientes, y luego, titubeando, se lo metió en la boca. Se acercó al grifo y tragó. Notó cómo bajaba al estómago y se quedaba allí.

Siguió haciendo lo mismo un buen rato. Un bocado. Una bolita. Un trago de agua, asqueado por lo que estaba haciendo.

Las palabras de Antonello le resonaban, siniestras, en el cerebro:

«Sentado a orillas del Ganges... Te estás toda la noche...»

Albertino tenía más prisa. Dentro de ese retrete de la Universidad del Sandwich, en veinte minutos ya se había echado al coleto por lo menos cien. Qué Ganges ni qué niño muerto.

No quería pensar en ello.

Alguien llamó a la puerta insistentemente.

«¡La policía!»

Sentado en la taza, bocado en boca, pistola en mano, Albertino preguntó titubeando:

—¿Quién es?

—Soy el camarero... ¿Va todo bien?

—¡Sí!

—¿Seguro?

Tenía una voz perpleja e inquisidora. De espía.

A saber qué cojones se estaría imaginando el carapicada de ahí fuera que estaba haciendo.

—¡Sí! ¡No moleste!

—Perdone...

Albertino ahora se metía dos o tres huevos a la vez en la boca. Una burrada.

¿Por qué el jipioso tardaba toda la noche?

«¿Es peligroso tragárselos de este modo?»

Prefería no saberlo.

Por fin, con esfuerzo, se metió en la boca el último huevo. Hacía rato que se había terminado los emparedados.

Se puso de pie y eructó ruidosamente.

Tenía un balón de baloncesto en vez de barriga. Hinchado y duro como un tambor senegalés. Volvió a eructar. Luego cogió la Magnum y, de mala gana, la metió en la cisterna, con cuidado de que no le impidiera descargar.

Volvería a por ella lo antes posible.

Salió tambaleándose.

Se sentía pesado. Pesado a más no poder.

Peor que después de una cena de nochevieja.

Albertino enfiló el camino de casa. Alzó los brazos al cielo y luego se agachó y besó el asfalto.

Lo había conseguido.

Había dado esquinazo a esa panda de cabrones.

¿Qué es lo que hay que hacer?

Te tragas doscientas bolitas y ya no hay nada que temer.

Recorrió el camino desde la Universidad del Sandwich hasta su casa más ligero por fuera, ya no llevaba nada encima, pero mucho más pesado por dentro.

Nadie le paró.

Siguió adelante, tranquilamente, por su calle.

Y si le hubieran parado, ¿qué?

Pero ahora se sentía a punto de reventar.

Llegó frente a un edificio de tres pisos. Moderno. Bien acabado. Residencial. Abetos a los lados. Una pista de tenis comunitaria. Entró. Subió al segundo piso.

Abrió la puerta.

Se sintió mejor en cuanto se vio envuelto por la atmósfera doméstica. Abrió la boca y respiró de nuevo. Llevaba tres horas sin resuello.

Se quitó el chaquetón.

Se oía música en el cuarto de estar.

Selvaggia.

Selvaggia estaba en casa. Entró en el cuarto de estar.

Una habitación grande. Suelo de mármol. Una chimenea rústica de madera y ladrillo. Plata sobre los muebles. Dos colmillos de elefante en la pared. Ventanas amplias. Cortinas rojas y grandes sofás de piel roja, mullidos y cómodos.

Tumbada delante del televisor, Selvaggia, en bikini atigrado, levantaba y bajaba un muslo al compás de la música.

En la pantalla Sydne Rome hacía lo mismo.

—Y arriba y abajo. Y arriba y abajo. Y uno y dos —decía Sydne.

Selvaggia tenía un cuerpo macizo, mediterráneo, todo curvas, y se lo trabajaba para mantenerlo así. Piernas largas y delgadas. Un culo rollizo y duro. Una barriga plana. Musculosa. Dos melones grandes y orondos apretados en ese sostén salvaje. El pelo largo, leonino. Entre rubio sabana y castaño. A lo Tina Turner, en una palabra.

La boca grande, hinchada de colágeno, la nariz respingona y los ojos grandes, muy oscuros. Pero lo más impresionante era el color de la piel. Chocolate. Selvaggia se achicharraba con rayos uva todo el santo día.

Se volvió y vio a un hombre inmóvil, horroroso, que la miraba.

Dio un brinco.

¿Un ladrón? ¿Un monstruo? ¿Un violador?

Luego le reconoció. El que tenía delante era Alby. Su Alby. Su marido. Sólo que llevaba puesto un pantalón rosa espantoso, estaba empapado, con el pelo lleno de barro y cara de ido.

—Dios mió... Dios mío... ¿qué te ha pasado? —le preguntó poniéndose una mano delante de la boca.

—¡Pestecita! ¡Pestecita mía! Ven aquí —contestó él, casi ladrando de alegría.

Ella corrió a su encuentro, dando saltitos, y le abrazó. Él la estrechó con fuerza en sus brazos. Y empezó a besarla por todas partes, en el cuello, en la boca. Mientras tanto murmuraba con voz infantil:

—Pestecita. Cosita mía... No sabes... No sabes...

—Alby, ¿qué te ha pasado, Alby? —maullaba ella mientras tanto.

Albertino le contó una historia extraña, complicada, absurda. Le contó la muerte del jipioso, las bolas, la destrucción del BMW.

En una palabra, una historia sin pies ni cabeza.

Selvaggia apenas sabía a qué se dedicaba su marido. Entre el desinterés y las ganas de no saber, se fiaba de lo que le decía. Llevaba dinero a casa, que es lo importante. Albertino le había contado que ayudaba a Ignazio Petroni en su actividad de cultivador de plantas de interior. Esa era la pantalla del Jaguar. En efecto, de vez en cuando Albertino llegaba a casa con syngonium, ficus y helechos.

Selvaggia siempre se las arreglaba para que se marchitaran. Toda una manazas.

—Cariño, ve enseguida a ducharte... Mira qué pinta tienes. Te habrás resfriado... ¡Mientras tanto te prepararé un buen plato de ñoquis a la sorrentina! —le dijo Selvaggia mientras le abrazaba, zalamera.

Albertino retrocedió:

—¡No! ¡No! ¡Por favor! ¡Ñoquis no!

—¿Ves cómo estás malo? Desde que te conozco es la primera vez que no quieres ñoquis. Los ñoquis de tu Pestecita.

—¡No vuelvas a pronunciar esa palabra! —le gritó él, presa de unas náuseas titánicas.

La soga en casa del ahorcado.

Estaba muerto. Si se metía en la boca un ñoqui, uno solo, un ñoqui chorreando salsa de tomate y mozzarella, la palmaba en el acto.

Fue al cuarto de baño a recuperarse.

Lo miró con cariño.

Qué distinto del de la Universidad del Sandwich.

Ese era su reino. El lugar más bonito de la casa.

Se había gastado un ojo de la cara para hacerlo así. Pero había valido la pena. Se lo había diseñado una decoradora famosa. Una condesa rusa exiliada.

La aristócrata tenía un hijo drogota que le debía dinero a Albertino. Este le perdonó la deuda a cambio de que su madre le reformara el baño.

Ahora las paredes estaban tapizadas con un papel azul con palmeras verdes. Las hojas de oro. El lavabo de travertino. Los espejos. Las columnas hechas con cañas de bambú auténtico. Y luego la bañera. De perspex. Transparente.

Súper.

Albertino se desnudó y se metió en la ducha. Bajo el chorro caliente enseguida se sintió mejor. El hielo que se le había colado por los huesos empezó a fundirse. Los músculos a relajarse.

«¡Lo conseguí!»

Había logrado sobrevivir. Pero había tenido que pelear. Esa ducha purificadora lo demostraba.

Se secó deprisa. Comprobó que la puerta estaba bien cerrada.

Estaba listo.

«¡Adelante con la operación purga! Afuera con ellos.»

Se puso en cuclillas sobre la cesta de plástico.

No quería arriesgarse a que se perdieran en el tigre.

Empezó a empujar, a resoplar, a retorcerse, a exprimirse sobre la cesta. Diez minutos. Un cuarto de hora.

Nada.

Ni una triste cagarruta así de pequeña.

Parecía que dentro del intestino no se movía nada.

Esos Malindi que se había tragado debían de haber causa do un buen empacho en el estómago.

Se levanto, sudoroso. Le dolía la espalda y le dolían las piernas.

Tenía que intervenir de una forma más drástica.

Abrió el cajón de las medicinas. Revolvió en su interior y encontró lo que necesitaba.

Un purgante.

Cogió dos pastillas.

Era absolutamente necesario que cagara esa pesadilla que reposaba en su barriga. Absolutamente.

Se tiró en la cama, lleno de zozobra. Con la tripa hinchada.

¿Programa?

«Dormir y esperar a que el purgante haga efecto.»

Selvaggia entró desnuda en la habitación.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó, tumbándose a su lado.

—Vaya... —masculló Albertino.

—Yo me encargo de ti... —le sopló al oído.

Selvaggia había leído en una revista que hacer el amor es una de las mejores gimnasias que existen. Algunos músculos del cuerpo sólo se usan durante el coito. La respiración también cambia. Una verdadera tabla de gimnasia. De modo que le gustaba completar el aerobic con el ejercicio sexual. Así lo llamaban en la revista.

Pero ese día Albertino no quería colaborar. Cuanto más le sobaba, le tocaba en los puntos adecuados, le metía la cabeza entre las tetas, más muerto le parecía.

Hasta se le cerraban los ojos.

Decidió usar el último as que tenía. Capaz de resucitar a un muerto.

Se montó sobre su barriga. Y empezó a restregarse sobre el estómago.

—¡Baja de ahí inmediatamente! ¿Te has vuelto loca. ¡as a hacer que reviente! —le dijo, como si despertara de un coma.

—Alby, ¿ni siquiera esto? Pues sí que estás mal... ¿Llamo al médico?

—No, por favor, Pestecita, y déjame descansar...

Pestecita, desconcertada, se levantó, y después de ponerse un salto de cama transparente muy provocativo, fue a la cocina a prepararse un batido de plátano. Puede que Alby también quisiera un poco.

Mientras tanto Albertino intentaba dormir. No lo conseguía. En cuanto cerraba los ojos veía una escena inquietante.

La acequia silenciosa.

La nevera Indesit que se abría y Antonello salía medio congelado. Los pelos como espárragos ultracongelados. Se echaba a reír. A mandíbula batiente. El rubí brillaba.

—¿Sabes lo que te pasa si se te abre una lágrima de dragón en la barriga? Te vas derechito al otro barrio. Ja ja ja! —reía, muy contento.

El timbre del teléfono le libró de ese horror.

Abrió los ojos y vio a Selvaggia delante. Llevaba el teléfono portátil. Tapaba el receptor con la palma de la mano.

—¿Quién es?

—¡Es el Panocha! Quiere hablar contigo. Le he dicho que estabas durmiendo. Ha insistido en que te despierte.

La realidad se le cayó encima a Albertino con más fuerza que ese sueño. Se había olvidado de ir a ver al Jaguar. No es que se hubiera olvidado. Simplemente había decidido no pensar en esa otra angustia.

«Cada cosa a su tiempo. Por favor.»

El Panocha era uno de los acólitos del Jaguar. Un cruce de jefe subalterno y secretaria.

—¡Pásamelo!

Selvaggia, con expresión contrariada, le alargó el teléfono.

—¿Sí?

—¿Sí, Albertino?

—Dime.

—¿Dónde te has metido?

—He vuelto a casa. No me encuentro muy católico.

—El jefe pregunta por ti continuamente. Se está mosqueando. Recuerda que hoy es la confirmación de Federica.

—¡Coño! ¡La confirmación de Federica! Dile que estoy en camino.

—De acuerdo.

—En seguida estoy allí.

Colgó.

¿Dónde tenía la cabeza? Se había olvidado de la confirmación de la condenada hija del Jaguar. Se le había borrado por completo de la cabeza.

Gravísimo.

«¡Qué gilipollas soy!»

Sacó el terno azul marino Ralph Lauren del armario. Una camisa con pequeños rombos ocres y negros. Una corbata violeta de lana. Mocasines con borlas.

Empezó a vestirse a toda prisa.

El Jaguar le daba mucha importancia a esas cosas. Quería que todos los muchachos estuvieran a su lado en las ocasiones señaladas. Quería que ellos también formaran parte de la familia. No ir era una ofensa gravísima. Inconcebible.

Y él se había olvidado.

¿Acaso quería morir?

Corrió al comedor. Selvaggia le vio de punta en blanco.

—¿Adonde vas? —le preguntó, turbada.

—Voy a la confirmación de la hija de Ignazio.

—¡No puedes ir! ¡Estás malo!

—Tengo que ir. No sabes la que se arma si no voy.

—Alby, cada vez que te llama no puedes ir corriendo a su lado como un esclavo, no es justo. ¡No eres su esclavo! —maulló Selvaggia.

—Olvídalo... Tengo que irme.

—¡Vuelve a llamarle!

—Pero qué dices...

Mientras hablaba, Albertino se estaba poniendo el abrigo de lana negra y la bufanda Versace. Cogió un manojo de llaves de la mesita de la entrada. Ya estaba listo.

—Escucha, Pestecita. Tarde o temprano se acabara todo esto. Te lo prometo. Es más, ¿por qué no vas a la agencia y miras los viajes a islas tropicales? Una bien calida, Tu misma.

La cara de Selvaggia se iluminó como por un rayo de sol. Con una sonrisa de oreja a oreja suspiró:

—¿De veras? ¿Un viaje?

—Lo que oyes. Luego nos vemos...

La besó. Se quedó ahí quieta, turulata. Mientras salía él le dijo:

—¡Te cojo el Scarabeo!

Y luego cerró.

Albertino, montado en el Scarabeo, corría por la Prenestina.

Esa jornada se hacía interminable.

El viento le cortaba la cara.

Cuanto más avanzaba más se daba cuenta de que no iba a ninguna confirmación, sino a un puto examen. A un examen en toda regla. Un examen en el que se jugaba la vida.

Seguro que el Jaguar le preguntaba cómo le había ido con el jipioso.

Y él, ¿qué le contestaría?

Repasó mentalmente la historia. Construyó un diálogo imaginario con el boss. Recitó.

«¿Se lo tragará?»

Contaba con la fiesta, el barullo, la gente. El Jaguar no tendría mucho tiempo para escucharle. Puede que hasta le diera igual que Antonello no hubiera acudido a la cita.

«¿Y si le dijera la verdad?»

Otro pensamiento terrible le laceraba como un bisturí afilado en las carnes. Le pesaba como la nieve de una avalancha.

Los huevos.

«¿Y si se me abren los huevos en la barriga? No tienen por qué resistir también a mis jugos gástricos.»

Habían pasado ya por el estómago de Antonello. Puede que el plástico que los envolvía se estuviera agujereando.

Esos jugos que tenemos en el estómago son capaces de hacer papilla cualquier cosa. ¿Por qué no los huevos?

Puede que en ese momento se estuvieran abriendo. Despacio. No todos a la vez. Soltaban heroína en su estómago.

Puede que estuviera ya alterado sin saberlo. Puede que estuviera ya colocado sin saberlo. Puede que por eso se le agolparan en la cabeza todos esos horribles pensamientos Puede...

Se sentía raro. Muy raro.

¿Qué era?

¿Sugestión o los efectos de la droga?

¿Qué era?

Desde luego, él no lo podía saber. Esas cosas no las había hecho nunca. Ni una sola papelina. Ni de caballo ni de coca. Ni de ácido, ni de éxtasis. Nada.

«Es un caballo que te corta las piernas, que te mata.»

El siempre había rehusado. No era su estilo. Era un traficante serio. Aplicado. Ese era su trabajo. Y él lo hacía bien.

«Si empiezas a chutarte la jodiste.»

Empiezas a usar esa mierda para joderte la vida, en vez de para venderla.

Y acabas en el otro barrio. Como todos esos colgados, entre los drogotas. Mendigando, tironeando, viviendo como las moscas.

Rechazado por todos. Como los demás. Un fracasado.

Pero ahora sentía no haberse hecho ni siquiera una raya, no haberse pegado un viaje.

Por lo menos sabría si estaba colocado o no. Si la mente se le había nublado por su cuenta o ayudada por esos putos huevos.

Él conocía bien a los drogotas, les reconocía por los ojos, por la cara. Eran su pan de cada día. Les conocía bien.

Se miró en el retrovisor.

Ojos rojos.

«¡Es el frío!»

Boca pastosa. Sudor.

«¡Es el canguelo!»

Y además, lo que tenía en la barriga no era un caballo cualquiera. Era cien por cien puro. Las lágrimas de dragón.

Ahora sí que se lo creía. Tenía la barriga llena de lagrimas de dragón.

¿Cómo decía el jipioso?

—Es una pesadilla psicodélica. Es un tumor en el cerebro.

«¡Dios mío!»

Se paró.

Estaba a un lado de la calle. Encogido. Y caminaba como un viejo. Con las manos en la boca. El cerebro vacío.

«¿Y en este estado tengo que ir a hablar con el Jaguar de los cojones?

»Ni hablar.»

Tenía que ir al hospital. A hacerse un lavado de estómago. A curarse.

¿Y luego?

«Luego qué más da.»

No. No podía. Después le darían el pasaporte.

Se sentó en el capó de un coche.

«Reflexiona. Tranquilízate. Ese jipioso conocía bien su oficio. Hacía las cosas bien. Tranquilízate. Están cubiertos de cera. De plástico. Tranquilo, son indestructibles», se repetía, como si fuese una oración.

Poco a poco se fue relajando. El corazón le latió más despacio. Recuperó el aliento. Volvió a montar en el ciclomotor y arrancó.

«¡Un ataque de pánico!

»Sólo es un ataque de pánico.»

La residencia del Jaguar era un palacete de dos pisos. Blanco e imponente. Con una vega de hierro forjado con águilas de mármol que sujetaban serpientes venenosas entre sus garras. Delante había una explanada de gravilla. Aparcados en fila se veían Jaguar, Range Rover, Alfa 164, Thema. A ambos lados había lomitas de pradera inglesa. Más lejos un jardín a la italiana. La piscina vacía. El trampolín. El minigolf.

Albertino paró el Scarabeo y se miró la cara en el retrovisor. Ahora tenía mejor pinta. Se atusó el pelo con una mano. Se apretó el nudo de la corbata.

Tomó aliento y subió la escalinata de mármol que llevaba a la puerta de entrada.

Entro.

Atravesó un largo pasillo con frescos de la vida pompeyana antes de la erupción. Hombres con toga. Mujeres con velo y cantaros en la cabeza. Niños jugando en corro. Pavos reales. El golfo con barquitas. Unos focos dorados iluminaban la pintura mural con una luz cálida y dorada.

Un par de gorilas fumaban un cigarrillo a un lado. El bulto de la artillería bajo las chaquetas.

La pequeña sala de té había sido transformada en guardarropa.

Pellizas, abrigos de camello, capas de señora, mantones, estaban amontonados en la mesa oval, en las cómodas, en los divanes imperio.

Albertino también dejó el suyo.

Respiró hondo y entró en el comedor.

Lo habían transformado para la ocasión.

La sala enorme, llena de dorados, cortinas adamascadas y arañas de cristal, estaba llena de mesas redondas. Cubiertos de plata. En el centro de cada una había ramos de rosas rojas.

Muchísima gente.

Familias enteras alrededor de las mesas. Viejos acurrucados en las sillas. Los cinturones flojos. Madres dando de comer a sus niños. Viejas enjoyadas y marchitas. El pelo teñido. Mujeres elegantemente vestidas. Unas de largo. Otras con minifalda. Otras con las pellizas puestas. Otras con escotes de vértigo. Grupos de hombres en camisa y corbata riendo fuerte. Cochecitos con recién nacidos dentro.

Llantos. Gritos. Charlas. Y un ruido ensordecedor de cubiertos.

Los camareros con uniformes carmesí. Bandejas de carne.

Guarniciones. Pasta. Entremeses.

Albertino avanzaba decididamente entre los chavales vestidos de fiesta, los hombres en esmoquin y las mujeres con largos vestidos blancos, que se perseguían entre las mesas. En un rincón, sobre un tablado, vio una orquesta que tocaba. Una cantante rubia con la piel estirada y un vestido azul de lentejuelas, cantaba colgada del micrófono.

—Todos a la playa. Todos a la playa. A enseñar las nalgas claras.

Un anfiteatro de sillas alrededor. Algunos seguían el ritmo dando palmas. Otros bailaban. Una serpiente humana daba vueltas, bailando, por la sala.

—¡Estás aquí! ¡Menos mal! —oyó a su espalda.

Albertino se volvió.

El Panocha.

También estaba vestido de fiesta, la mar de contento. Un terno de franela gris. El pelo rojo peinado hacia atrás con brillantina. Un alfiler de oro y plata atravesaba su corbata naranja.

—¿Dónde está? —le preguntó Albertino sin aliento.

—Allí.

—Voy.

Avanzó conteniendo la respiración. El corazón le latía en el pecho enloquecido. Se abrió paso entre la muchedumbre que bailaba. Al fondo del salón, bajo un largo óleo de la campiña romana, habían colocado una mesa más grande, bien aderezada. La ocupaban los parientes cercanos y los hombres de confianza.

Esta sentado allí, en medio de los demás. En el centro de la mesa.

El Jaguar.

Ignazio Petroni alias el Jaguar. Albertino le vio con otros ojos. Ya no le quedaba nada de ese letal depredador.

De joven sí.

Entonces sí que era un jodido Jaguar de los cojones.

En esa época tenía una nariz pequeña y felina. Una boca ancha. Los ojos rasgados, oscuros y malignos. Y las garras.

Luego había empezado a engordar.

Con regularidad. A los dieciocho pesaba ochenta kilos. A los treinta y cinco ya pesaba ciento treinta. A los cuarenta y cinco pesaba ciento sesenta. Ahora que tenía sesenta años se había estabilizado en los ciento ochenta, kilo más kilo menos.

Hipófisis.

La hipófisis de Ignazio había empezado a fallarle cuando tenía veinte años. A llenarle de grasa, sin respetar la forma, la armonía ni las proporciones. Sin piedad. Su pobre esqueleto se había convertido en un frágil andamiaje para ese montón de grasa y tejidos.

Los tratamientos a los que se sometió no sirvieron para nada. Le bombardearon con hormonas reguladoras como si fuese un conejillo de Indias. Nada. Su cuerpo no se daba por enterado. Seguía engordando. La panza le creció hasta el punto de que, sentado, ya no se veía las piernas ni los pies. Se movía con dificultad. Más que caminar rodaba. Un león marino en una playa boreal. Los brazos y las piernas eran rollos de chicha sin articulaciones. Por la noche, por miedo a ahogarse bajo el peso de su propia tripa, dormía en una bañera con termostato.

El corazón había empezado a darle sustos. Arritmias, fibrilaciones, espasmos. Pobrecillo, no tenía la culpa. Era como un motor de un 600 en un camión TIR.

Tres infartos. En diez años.

El Jaguar fue a Estados Unidos. Quería que le pusieran un corazón nuevo. Los donantes los encontraba él. Para eso no había problema.

Manadas de médicos le estudiaron. Luego le dijeron que era imposible. Cualquier aparato cardiaco tendría dificultades en esa estructura biológica.

Quizá el de un buey le sirviera.

Le operaron cuatro veces. Doce by-pass.

Ahora estaba sentado delante de esa mesa llena hasta arriba de comida, y más que un noble jaguar parecía una ballena. Una ballena ártica repantingada en una butaca de terciopelo rojo. Llevaba una bata azul marino del tamaño del spinnaker del Moro di Venezia, una camisa blanca desabrochada encima de una camiseta tan grande como una sabana de matrimonio. De su pecho salían los tubos transparentes y unos hilos de colores que confluían en un aparato eléctrico que estaba encima de la mesa, entre los asados y la pasta.

Vio a Albertino. Y los ojillos oscuros se le iluminaron. Esos ojos, residuo de jaguar. Sacó dos especies de aletas.

—¡Ah, cabrón, cabrón! No querías venir, ¿eh? ¡Dilo, que no querías venir! ¡Ven aquí enseguida! —le ordenó con su voz profunda, cavernosa, de barítono.

—He venido. He venido. ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy! —acertó a decir Albertino con un hilo de voz.

Dio la vuelta a la mesa.

—Siéntate a mi lado, me cago en la leche. Mal rayo te parta... ¿Qué coño hacías en casa, eh?

Uno de los hombres ya le había acercado una silla. Se sentó a su lado.

—¿Has visto qué fiesta? Mira cuánta gente... Cuántas cosas... Y tú no querías venir, desgraciado...

Los que se sentaban al lado seguían atentamente todo lo que decía el Jaguar con una sonrisa esclava en la boca. Bajaban la cabeza.

—No es que no quisiera venir. Es que... no me siento muy bien...

—Pero si estás como un toro... —dijo el Jaguar, y luego, girando su cuello de elefante hacia su mujer, añadió:

—¡Mariarosaria, mira quién ha venido!

Mariarosaria comía mientras charlaba con su vecina, una regordeta enjoyada.

Era una mujer pequeña, delgada. Con el pelo recogido y estirado en un complicado peinado. La nariz pequeña y redonda. Arrugas por todas partes. Ojos grises y opacos.

Cada vez que Albertino la veía no podía dejar de imaginar el polvo monstruoso que tenían que haber echado esos dos para concebir a Federica. Entre sus hombres corría el rumor de que su jefe lo hacía en la bañera con termostato, igual que las ballenas.

—Albertino. ¡Por fin! Ignazio no paraba de decir: ¿dónde está Albertino? ¿Dónde está Albertino? Ya verás cómo ese hijo de su madre no viene. Menos mal. Estoy muy contenta —le dijo con una mueca, y luego le besó sonoramente en las mejillas.

—Pues ya ves, aquí estoy... —añadió Albertino con una sonrisa de conveniencia en la boca.

No lograba ser él mismo. Se sentía raro, fuera de lugar. Todo lo que decía le sonaba falso, engolado. Todos sus gestos le parecían afectados. Una marioneta colgada, obligada a representar una escena de la que no recordaba su parte.

Todo ese barullo le ensordecía. Quería volver a casa. —Come. Mira qué hermosura. Cochinillo de Ariccia... Flores de calabacín fritas... Prueba estos bucatini a la amatriciana... Desde hace una semana en esta casa no se ha hecho otra cosa que cocinar.

Luego, con esos chorizos que tenía en lugar de dedos, cogió un plato rebosante hasta arriba de pasta y se lo plantó delante.

Al verlo, Albertino se puso pálido.

¡Toda esa salsa aceitosa! Ese parmesano. La panceta grasienta.

Se le revolvía el estómago.

Estaba a punto de vomitar. Sintió que la papilla le subía decididamente por el esófago.

—Gracias. No puedo... —susurró con disgusto.

—¿Cómo? Eso no le va a gustar nada a Mariarosaria... No sabes lo ricos que están. ¡También hay queso de oveja! —le dijo el Jaguar torciendo el gesto, con un tono que le hizo temblar como un flan de chocolate, y luego gritó—: ¡Mariarosaria! ¡Mariarosaria!

Todos se habían callado de pronto.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó ella intrigada.

—¡Albertino! ¡Albertino no come!

Mariarosaria abrió los faros apagados que tenía por ojos.

—¡Albertino! ¿Qué te pasa? ¿Te andas con cumplidos? ¿No te gustan los bucatini que he preparado con mis propias manos?

Sudaba. Le parecía que todos le estaban mirando con severidad. La mirada del Jaguar estaba clavada en él.

Hizo un esfuerzo para parecer decidido:

—No, señora, sus bucatini me encantan. Quiero decir que normalmente me doy un atracón, pero es que ahora no me siento muy bien...

—Pues come, hombre, que se te pasará... No te andes con cumplidos —le animó el boss.

Albertino asintió con la cabeza.

Un escolar diligente.

Era imposible negarse.

Debía. Debía. Debía.

Sería muy raro, insólito, que no comiera. Despertaría sospechas.

De pronto se encontró solo. Como no lo había estado en toda su vida. Estaban ahí, el plato de pasta y él. Lo demás ya no contaba. Desenfocados, a lo lejos, unos ojos atentos le miraban.

Clavó el tenedor en los bucatini. Le parecían lombrices gigantescas. Lombrices muertas y viscosas, cubiertas de sangre y carne. Despacio, muy despacio, enrolló los hilos en el tenedor. Lo miró y luego se lo metió en la boca. Empezó a masticar.

Se sentía fatal.

—¿Cómo está? —le preguntó el Jaguar desde otro mundo.

—¡Rico! —dijo él, con la boca llena y poniéndose el índice en la mejilla.

No bajaban. Era fisiológicamente imposible. Se habían situado en la boca del estómago, y de ahí no pasaban.

Llegó Federica, la hija del Jaguar, y le salvó. Trece años. Alta. Espinillas. Culona. Expresión porcina. Embutida en un vestido de velo blanco. Con guantes blancos. Salía a su padre.

Albertino la felicitó, le dijo que estaba preciosa y luego, en cuanto el Jaguar se dio la vuelta, escupió los bucatini en el plato del vecino.

Nadie se dio cuenta.

Le parecía que estaba delante del condenado televisor.

Le hubiera gustado tener un mando a distancia para apagar esa puta fiesta. Esa barahúnda que tenía delante no iba con él. Veía a la gente comer, atiborrarse como cerdos, reír con la boca llena.

Tenia que marcharse. Encontrar una excusa. Y marcharse a casa.

Largo.

Si se quedaba podía ser peor.

—Bueno, ¿cómo te ha ido? —le dijo el jaguar, después de comprobar que nadie les oía.

—¿Qué?

—¡Con el jipioso! ¿Cómo te ha ido?

Albertino no lograba articular palabra. Lo intentaba pero no le salía nada. Mientras tanto el Jaguar cogía con las manos lonchas de vitel tonné, las mojaba en la salsera y se las metía en la boca. Manchas de salsa en la camiseta, en la camisa, en la barbilla insensible.

—¿Y bien?

—No llegó...

La voz le titubeaba.

—¿Cómo?

—No estaba... Estuve toda la mañana esperándole en su casa. No estaba.

—¡No es posible! Anoche hablé con él.

—No estaba. También le llamé por teléfono... nada.

—No es posible.

—Pregunté. Nadie le ha visto. Pregunté a los vecinos...

Albertino estaba hablando, pero no era él. Era como si hablara algún otro. El estaba distante y se veía hablando, equivocándose, sudando. Veía que ahora en los ojos del Jaguar había desaparecido la alegría de la fiesta y que su mirada se había vuelto de pronto sombría.

—¿Estás seguro?

—Sí. ¡No estaba! —trató de decir Albertino con tono seguro. Seguro y contrariado.

El Jaguar parecía hinchado. De rabia. Se puso rojo. Dilató las pequeñas ventanas de la nariz, como un búfalo que carga, y luego dijo:

—¡Ese jipi me está tocando los cojones! Nos quiere joder. Se quiere quedar la mierda. La otra vez ya se había andado con hostias. Quería más dinero. No ha entendido que esta jugando con fuego. No ha entendido que le puedo dar hormigón de desayuno. Ese hijo de puta habrá decidido venderlo por su cuenta...

—Quizá... no se haya acordado... —dejó caer Albertino.

—¿Pero qué coño estás diciendo? ¿A ti también se te han cruzado los cables? ¿O sea, que uno no se acuerda de que su vida cuelga de un puto hilo que se puede romper?

El Jaguar echaba humo por las orejas.

—¡Ya... claro! Y ahora, ¿qué hacemos?

—¿Ahora qué hacemos? Vamos a dar con él enseguida. Antes de que su culo haya ido a parar a algún país de Oriente, y recuperamos el caballo. Luego le daremos lo suyo. Le sacudiremos el polvo.

Albertino se sentía mal. Fatal. Su tripa era un puñado de vísceras doloridas. Se había puesto muy pálido. Blanco como un cirio. Con los ojos pasmados y rojos. Perlas de sudor en la frente. Se dobló sobre la mesa. Tenía que salir.

Si no, iba a vomitar sobre la mesa toda la verdad.

Esta vez parecía que el boss se había dado cuenta:

—¿Qué coño te pasa? —le preguntó, mirándole de hito en hito.

—Me siento mal. Te lo dije...

—Ya veo. ¿Qué es lo que sientes?

—Tengo un dolor de estómago brutal... Habré cogido frío. Un virus... Por el aire flota de todo, basta con que te pasees un instante más de lo debido... Yo qué sé... ¡Me siento mal!

La cabeza le daba vueltas. Las náuseas le arrastraban como un barco a la deriva.

—¡Tendrás la gripe! Qué otra cosa puede ser. ¿Te acuerdas de cómo estaba yo la otra semana? Fiebre, escalofríos. Me metí tres días en la cama y se me pasó. Vete a casa. Venga. Animo. Que te cuide Selvaggia. Dile que la mataré si no te pones bueno pronto.

—No. No quisiera marcharme. Una fiesta tan bonita...

—No te preocupes... Sobreviviremos sin ti. La fiesta continúa.

—Disculpa... —logró murmurar Albertino.

—Venga, mueve el culo. Túmbate, y verás cómo mañana te encuentras como una rosa. No quiero que mi mejor hombre enferme. Los próximos días tenemos trabajo...

—Mañana ya estaré otra vez en forma, como un toro... —le sonrió Albertino.

El Jaguar abrió los brazos y le estrechó con fuerza contra su pecho de tiranosaurio.

Olía a talco y sudor.

—Hazme un favor. Ve a ver al Triste. Total, te pilla de camino. Dile que encuentre enseguida a ese mamón del jipioso. Que le haga cagar esas bolas y le ponga en su sitio —le dijo.

—¿En qué sentido?

—¿En qué coño de sentido crees? —le dijo el tiburón con malicia.

—Ah, entiendo. Está bien.

«¡Qué bien he hecho! ¡Qué bien he hecho al no decirle nada!», pensó, más relajado.

Se despidió de Mariarosaria. Volvió a felicitar a Federica. Al Panocha le explicó que no se sentía bien, y luego le dio el sobre con el dinero.

Atravesó la gran sala mientras la fiesta estaba en su apogeo.

Aún no habían llegado a los postres.

El frío y el aire le ayudaron a recuperarse.

Montó en el Scarabeo y arrancó. Tenía frío. Sentía que algo se le movía en el estómago. El purgante empezaba a hacer efecto. Apretó los dientes.

El Jaguar se lo había tragado.

«Ese plato de bucatini —reflexionó— me ha salvado.»

—¡Qué asco! —dijo cuando se acordó de la panceta.

Ahora sólo le quedaba cagar el botín.

Lo sentía un poco por el Triste. Perdería un montón de tiempo buscando a alguien que ya era pasto de los gusanos, metido en un ataúd Indesit.

«¡Que se joda!», pensó luego.

Al Triste le pagaban por esos trabajitos.

Siguió corriendo, como un loco, a toda pastilla, hacia su casa. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

Aceleró.

Paró delante de la pastelería Bella Palermo.

Apagó el Scarabeo y entró corriendo.

La pastelería Bella Palermo estaba especializada en dulces sicilianos. A un lado estaba el largo mostrador con baldas llenas de tartas de requesón, cañas, tartas de crema y de limón. Al otro dos grandes frigoríficos con tartas heladas, sorbetes y postres fríos. En la pared había un mosaico en el que se veía un carrito de colorines tirado por un borrico.

Albertino trató de no detener la mirada en los dulces.

Detrás del mostrador estaba Laura, la mujer del Triste. Era una mujer gorda, de poco más de metro y medio de altura. Llevaba el pelo gris recogido con una redecilla. Gafas, pequeñas, de oro, apoyadas en la punta de la nariz. Bata blanca.

Estaba adornando una tarta de chocolate con la pistola de la crema.

—¡Hola, Laura! ¿Dónde está tu marido?

La mujer levantó la vista de lo que estaba haciendo y sonrió al reconocerle.

—Albertino. Dichosos los ojos... Franco está en el horno... ¿Cómo te va?

—Bien. Bien. ¿Y a ti? —dijo Albertino apresuradamente.

—Eh, no nos quejamos... ¡Se trabaja! ¿Selvaggia?

—Está en casa.

Laura Capuozzo era prima segunda de Selvaggia. Al igual que la mujer de Albertino, era siciliana. De Palermo.

—¿Por qué no venís nunca a vernos? No llamáis nunca. Dentro de unos días se gradúa Enrico... ¡Tenéis que venir a la fiesta!

—¡Cuenta con ello!

—Ve, ve, ya veo que tienes prisa... —le dijo por fin la pastelera. Veía que Albertino casi no la escuchaba. Que estaba en ascuas.

—Te doy un beso cuando salga... —dijo Albertino abriendo una de las puertas blancas de vaivén que separaban la pastelería del obrador.

Albertino se encontró en un local grande. Con azulejos blancos. En el centro había una mesa grande de acero. Encima de ella unos moldes, también de acero. Llenos de pasta. Una fila de tartas de requesón sicilianas recién hechas. Máquinas para montar la nata. A un lado, grandes hornos de ladrillo. Y luego las pilas de loza.

Orden.

Franco Capuozzo, alias el Triste, estaba inclinado sobre una bandeja de horno, colocando unos dulces pequeños para cocer. Era un hombre de unos sesenta años, algo encorvado, flaco y enjuto. En medio de dos ojos redondos tenía una nariz ganchuda de halcón. Una barba rala y descuidada le cubría a trozos las mejillas y el mentón. El pelo, muy negro, se le pegaba en la frente, de modo que parecía un cuervo viejo y despeluchado.

Toda su fisonomía, su voz baja, sus gestos medidos pero impetuosos, y esos ojos de viejo resignado le daban aspecto de abatido, en una palabra, de triste, de alguien muy maltratado por la vida.

Pero era un sicario con lo que hay que tener. Máximo respeto. Un profesional. Difícil de esquivar. Tosco en los métodos pero eficaz en los resultados. No miraba a nadie a la cara. Se ponía detrás de ti como una puta ladilla, y cuando menos te lo esperabas te descargaba en la espalda un cargador de su ametralladora Uzi.

Nada espectacular. Nada divertido.

Ahora allí, inclinado sobre esa bandeja de dulces, con las gafas de montura pesada, con la bufanda escocesa en el cuello, parecía sólo un viejo.

Volvió su cabeza de tortuga hacia la puerta y vio a Albertino. Se le cerraron un poco más los ojos y una sonrisa estrecha apareció en su boca.

—¡Bien hallado! —dijo con una voz que todavía tenía siciliano dentro, y luego se acercó a Albertino.

Se abrazaron fuerte y se besaron.

—¡Qué extraño, precisamente estaba pensando en ti! Hace un montón de tiempo que no nos vemos. ¿Qué hay de nuevo? —prosiguió el Triste contento.

—Nada de particular... tengo que darte un recado de parte del Jaguar...

—¡En cambio yo tengo grandes novedades que contarte! Enrico se gradúa —le interrumpió.

—Lo sé. Me lo ha dicho tu mujer.

El Triste cogió una silla y se la acercó a Albertino:

—Siéntate un poco, vamos. Luego hablamos del trabajo.

Albertino, a pesar suyo, se sentó.

El Triste había sacado del horno gran cantidad de petisús calientes bañados con chocolate. Los colocó en la mesa.

—¿Quieres uno, Albertino? ¡Están ricos!

—No, gracias. No me siento bien.

—¿Seguro?

—¡Seguro!

—Entonces te prepararé un paquete. Se los llevas a Selvaggia.

—¡Gracias! —dijo Albertino, reacio.

¿Por qué ese día estaban todos empeñados en que comiera?

—Imagínate, un doctor en la familia... —siguió Albertino.

—Sí, lo ha conseguido... Es un chico listo. Ha estudiado una barbaridad.

—¿Y en qué se licencia?

—En económicas. Quiere ir a América a completar los estudios.

—¿Pero qué estudia?

—No lo sé muy bien. Rollos de economía. Balances, cosas así...

El Triste rebosaba de satisfacción. Como un palomo que arrulla. Parecía como si disfrutara diciendo que no entendía nada de lo que estudiaba su hijo. Cosas de genios. Que no eran para él, ni menos aún para el ignorante de Albertino.

—Estoy contento... —continuó, como si hablara consigo mismo—. Muy contento... —y luego, mirando de nuevo a Albertino—: ¿Sabes que Enrico y tú tenéis la misma edad?

Albertino lo sabía de sobra. Habían ido juntos al colegio. Se acordaba de él. Estuvieron un curso juntos. Era un fiera Un empollón de mucho cuidado. De los que levantaban la mano a cada pregunta de la profesora.

—¿Cuál es el río más largo de Italia?

Y él levantaba la dichosa mano.

Albertino y sus amigos le puteaban de lo lindo. ¡Pelota! ¡Lameculos de los profesores! Puede que alguna vez le llegara a sacudir. Luego a Albertino le suspendieron.

El no estudiaba.

Robaba motos y jugaba al billar.

Ahora Enrico se iba a América.

—Sí, lo sé...

—En cambio tú, ¿qué intenciones tienes?

—¿En qué sentido?

—¿Qué piensas hacer en el futuro?

¿A qué venían esas preguntas? Se parecía al cura de su parroquia. Que te preguntaba sin pestañear cuál es el sentido de la existencia.

—Y yo qué sé... Bah. Normal. Lo que hago todos los días.

No sabía qué decirle. No lograba ver un futuro distinto del presente. A veces se veía como un eterno lacayo del Jaguar. Otras se imaginaba como un colega, el sucesor. Otras apartado de esa vida mafiosa. A veces pensaba en ello. Quizá no estaba hecho para esa vida. Luego vio lo que realmente quería hacer.

Muy sencillo:

—Un viaje. Sí, quiero irme de viaje. Con Selvaggia. Solos. Hacer lo que me salga de los huevos... Pero no una semana. Más. Yo qué sé... dos, tres meses. Ella y yo en una isla del Caribe. Calentitos. Me han dicho que hay islas donde puedes vivir en una cabaña, como un indígena. Te tumbas en la playa. Pescas, te bronceas, qué sé yo... —Albertino dio rienda suelta a sus pensamientos.

Sí, no estaría nada mal.

El Triste frunció la boca en una sonrisa de resignación y luego dijo en voz baja:

—¡Toréale! ¡Tienes que torearle!

—¿A quién?

—¡Al Jaguar! Tienes que escabullirte. No así, de golpe. Poco a poco. Sin que se note. Día tras día. Trata de no destacar. De esconderte entre los demás. Quédate atrás. Deja que suban los demás. No seas el primero de la clase.

—¿Por qué?

—Porque ese te chupa hasta el tuétano. Es un puto parásito. Te tiene cogido por los huevos con sus garras invisibles. Cuando quiere, aprieta. Y si le eres indispensable, si le sirves, si tienes cojones, no te soltará nunca. ¿Lo sabías? ¿Sabías eso?

Albertino asintió con la cabeza. Vaya si lo sabía. Pero hasta entonces era lo que había deseado siempre. Ser indispensable para el boss. Eso conllevaba un montón de cosas buenas. Que no le desagradaban en absoluto.

Dinero. Poder. Respeto en la calle.

El Triste continuó:

—Yo ya estoy cansado de limpiarle la mierda al Jaguar. Me gustaría trabajar aquí, haciendo dulces, con mi mujer, la pastelería no va nada mal, pero ese cabrón me tiene pillado. No tengo escapatoria. Si me largo manda a uno de los suyos para que me mate. Te lo podría encargar a ti. Y tú, ¿qué ibas a hacer? ¿No matarme? Imposible. ¿Te das cuenta de que estoy pillado? Tengo que seguir matando hasta que él quiera. Hasta que las cosas se tuerzan y otro más joven y más duro me llene la barriga de plomo. ¿Quieres saber una cosa?

—¿Qué?

—Tengo miedo. Ya no consigo mantener la frialdad de antes. Me cuesta un trabajo enorme. Me pasa como a esos corredores que les entra la pájara y de pronto ven la pista de otro modo. Y el otro día, ¿sabes lo que me dijo el muy cabrón? Me he enterado de que tu hijo se marcha a América. Allí podría hacer algún trabajito. Nada peligroso. Contactar con gente. ¿Comprendes? Ese canalla quería meter en esto a mi hijo. Bola de mierda. Le dije que Enrico había elegido otro camino. Que le dejara en paz. Que él es distinto. No me contestó nada. Sólo me miró.

A Albertino le dolía la tripa. Tenía que cagar. Enseguida. Y no quería hacerlo allí. Tenía que irse a casa. Sentía que las palabras del Triste se le clavaban por dentro como un sacacorchos gigante.

Por suerte sonó el teléfono.

El Triste se levantó y fue a contestar. Se encaramó en una silla junto al aparato.

—Pastelería Bella Palermo —dijo con voz profesional—. Sí... sííí...

Albertino aprovechó para levantarse. Estaba abotonándose el abrigo cuando se acordó de que no había ido allí a oír las bobadas del Triste y se volvió a sentar, refunfuñando... Tenía que darle el recado.

—Sí... entendido... Sí, está aquí. Vale. Vale. Ahora te lo paso —terminó el Triste. Le alcanzó el teléfono a Albertino.

—¿Quién es?

—¡Él!

Albertino tuvo un desfallecimiento. Cogió el teléfono como un autómata.

—Sí. ¿Qué hay?

—Soy yo, el Jaguar. Oye, ¿sabes lo que hacen los cabrones? ¿Eh? ¿Sabes lo que hacen los cabrones?

No hablaba, bramaba al teléfono.

¿Qué quería? Qué quería decir esa pregunta.

—Se lo piensan. Y yo soy muy cabrón. Soy más cornudo que un jodido alce. Cuando te marchaste le hinqué el diente a una chuleta a la milanesa. Sabes que las chuletas me vuelven loco. Y no digamos las que prepara Mariarosaria. Poco grasientas, crujientes. Bueno, ¿quieres saber una cosa? No era capaz de tragarla. Había algo que me había dejado sin apetito. No lograba entender qué era. Luego, de pronto, lo vi c aro. Fuiste tú. Fuiste tú quien me quitó el hambre. Tu cara. Tus modales. Dime una cosa, ¿por qué has tratado de jugármela.

Albertino tenía la nada en la cabeza. Una oscuridad total. El teléfono le pesaba en las manos como si fuese de granito. Sentía la garganta atascada con un tapón de gomaespuma.

¿Qué le tenía que decir?

—¿... Me la querías jugar? ¿A mí? ¿A quien te ha querido más que a un hijo? —le gritaba el Jaguar.

Albertino quería hablar, pero las palabras se le morían en el paladar como salmones en la fuente.

—¿Me la querías jugar? Querías quedarte el material. Robar al que te ha dado de comer. Al que te ha dado una dignidad.

—No... No... No es verdad.

—¿Creías que era fácil? Pero para hacer esas cosas hay que tenerlos más gordos que balones de baloncesto. Y tú no tienes.

—Déjame hablar...

—Cállate.

—No es culpa mía. Fue un accidente. No te la quería jugar. Lo juro por Dios... Te juro que...

—Pásame al Triste.

—No, espera. He metido la pata, pero no te quería engañar... Fue el jipi, que trató de matarme.

—No quiero oírte más. Pásame al Triste.

—No, por favor. Deja que te explique...

—¡Pásamelo! —le chilló el Jaguar.

Albertino se volvió y vio al Triste frente a él. Le estaba apuntando con su Uzi.

—Quiere hablar contigo... —dijo, mientras las palabras se le morían en la boca.

Entregó mecánicamente el teléfono al sicario.

Sentía las piernas muy blandas y la cabeza pesada.

—¿Sí...? —dijo el Triste, y a continuación—: De acuerdo...

Albertino miró al sicario a los ojos. Dentro vio toda la tristeza, la melancolía y el sentimiento del mundo.

El mote nunca le había cuadrado tan bien como en ese momento.

Albertino volvió en sí de ese extraño encantamiento en el que había caído. Rápidamente se llevó la mano detrás de la espalda. Pero sabía que sólo era un gesto mecánico, dictado por el instinto de supervivencia y no por la razón.

Su Magnum 44 no estaba ahí.

Estaba en el fondo de la cisterna de un mísero retrete de un bar de las afueras.

Hielo.

Calor.

El sicario abrió fuego. Con el teléfono todavía en la mano.

Cuatro veces.

Los proyectiles se hundieron en el vientre de Albertino. Uno en el estómago, dos en el intestino y otro, el más mortífero de todos, en el hígado.

Albertino permaneció un momento en equilibrio, como si no supiera si derrumbarse hacia delante o hacia atrás. Se tambaleó un instante sobre las piernas de madera y luego cayó de lado, sobre la bandeja de los dulces, aplastándolos con la cabeza.

El Triste se inclinó sobre él y le acercó el teléfono al oído manchado de crema y sangre.

—¿Por qué me la has jugado? ¿Por qué? ¿Por qué?

Albertino ya no oía.

Nada.

Ni siquiera sentía el dolor.

Quizá sólo, por primera vez en aquel día, un sentido de liberación nuevo.

Paz.

Estaba en el suelo y miraba los estantes llenos de tartas de requesón. Sus colores. El verde del mazapán. El blanco del azúcar de lustre. El rojo de las guindas confitadas. Eran preciosos.

Se sorprendió de sus pensamientos.

Pequeños.

Siempre había creído que el que moría tenía pensamientos grandes. Grandes como la vida que le abandonaba, en cambio él se estaba muriendo con esos estúpidos dulces en la cabeza.

A él ni siquiera le gustaba la tarta de requesón.

Una sombra le cubrió. Volvió lentamente la cabeza. El sabor de la sangre en la boca.

El Triste le miraba.

Albertino le sonrió. Ya no tenía cuerpo. Estaba en un mar líquido e inconsistente y caliente. En un arcoiris de babás, cañas y profiteroles.

Debían de ser esas putas bolitas. Ahora sí que se habían abierto.

No cabía duda.

Vio que el Triste le apuntaba con la Uzi.

Pero le daba igual.

Cerró los ojos y por un momento aparecieron él y Selvaggia y la isla tropical.

La cabeza le estalló.