EL ZOÓLOGO
LO recuerdo bien.
La cervecería se llamaba Il becco giallo.
Era pequeña, llena de gente, y trataba de parecerse a un pub inglés con esas paredes recubiertas de madera y las jarras colocadas sobre la barra.
Estaba sentado en una mesa con profesores, adjuntos e investigadores de la Universidad de Bolonia.
No les conocía bien.
Esa mañana, en la Facultad de Ciencias Biológicas de Bolonia, había intervenido en un congreso sobre dinámicas hormonales durante la metamorfosis de los anfibios modelos.
Todo un éxito.
Después de la reunión estaba solo y con la única perspectiva de volver al hotel, a mi pequeña habitación. Mis colegas me invitaron a ir con ellos a tomar algo.
Acepté.
Bebimos mucha cerveza y acabamos hablando de la universidad, de concursos para investigadores y de doctorados. El ambiente cálido y lleno de humo de aquel lugar estimulaba la charla, las habladurías académicas.
Lo de siempre.
Si se juntan dos o más colegas, da igual a que se dediquen, geómetras, bancarios o jugadores de fútbol, siempre acabarán hablando de trabajo. .
A mi lado estaba sentado el viejo y querido profesor aun, titular de la cátedra de bioquímica. Un hombrecillo grueso con nariz de patata y dos mofletes colorados que daban ganas de pellizcárselos.
Estaba disgustado. Refunfuñaba. De pronto cogió la jarra cerveza y golpeó con ella varias veces la mesa, como el juez cuando da martillazos para pedir silencio.
—¡Por favor! No podemos hablar todos a la vez. ¡Quiero hablar yol Si no, me voy —nos espetó con su aire de morsa prepotente.
—Hable, hable, profesor —dije yo.
Miró a su alrededor, para ver si su público prestaba atención, luego alargó su cuello de tapir y dijo satisfecho:
—Al pan, pan y al vino, vino. Las cosas como son. Los estudiantes, los jóvenes, no lo quieren entender. Aquí no nos comemos una rosca. Tienen que irse. Fuera. A estudiar a cualquier parte. En Italia no se hace verdadera investigación. Es inútil. Llegamos siempre dos años después. Es terriblemente frustrante. Yo podía haber ido a Berkeley, pero mi mujer no ha querido moverse. Dice que perdería sus raíces si se marchara. De modo que me quedo aquí, buenecito, pero si fuera un poco más joven...
Entonces, después de ese «la» del barón, todos empezaron a quejarse.
Incipit lamentatio.
Todo es un asco. Las oposiciones están amañadas, trucadas, alteradas. Es la mierda italiana de siempre. Mucho antes de la convocatoria la plaza ya está dada. Se roba el dinero de la investigación. El capital privado no invierte. No hay profesionalidad. No hay nada. Es una merienda de negros.
El profesor Tauri me pidió mi opinión.
—Estoy de acuerdo con usted, creo que prácticamente no hay nada que hacer... —dije y luego, tratando de dar un tono sosegado y objetivo a mis palabras, proseguí—: Hasta los que estén dotados de una voluntad de hierro tienen, en todo caso, que enfrentarse a una estructura podrida y repartida por cuotas políticas, y adaptarse. Hay que sobrevivir. Si alguien quiere llegar a enseñar en una universidad italiana, necesita arrimarse a un profesor que tenga algún poder político o académico, que le aúpe, que le haga de rompehielos y le salve de los tiburones. Ni siquiera los estudiantes más brillantes y determinados pueden confiar exclusivamente en sus propias capacidades.
Todos estaban de acuerdo. Asentían.
Pero de pronto un extraño personaje, que hasta ese momento había permanecido callado, aparte, escuchando, me interrumpió.
—Perdone, ¿podría decir una cosa...? —dijo tímidamente
—Faltaría mas... —dije yo, y le observé.
Tenía unos ojillos oscuros y una nariz larga y afilada. En definitiva un aspecto bastante tenebroso, quizá acentuado también por el pelo largo negrísimo que le caía cubriéndole el rostro chupado.
Yo sabia de sobra quién era, pero no le conocía personalmente. Ni siquiera había hablado con él.
Cornelio Balsamo.
Un embriólogo experimental bastante afamado. Estudiaba la regeneración de los miembros en los varanos de Komodo. Sabía que había amputado las patas a mas de mil lagartones para estudiar el fenómeno de la cicatrización. Se había dado a conocer precisamente con esos experimentos truculentos. El WWF y las demás organizaciones contra la vivisección se le habían echado encima y habían logrado, en cierto modo, detener esa carnicería.
—No estoy de acuerdo. No siempre es así —dijo Balsamo con palabras lapidarias.
Tenía una voz baja y armoniosa.
—¿Por qué? ¿Cómo es, entonces? —insistí yo.
Debía de ser un acontecimiento bastante raro oírle hablar, porque los demás, que hasta entonces habían cotorreado quitándose la palabra, superponiéndose, callaron y prestaron atención a lo que decía el misterioso personaje.
—Yo creo que el que está movido por un deseo obstinado, por un amor inquebrantable a lo que estudia, puede llegar muy, pero que muy alto en las jerarquías académicas, y los obstáculos que encuentre en su camino desaparecerán como por ensalmo...
He aquí a un verdadero optimista, pensé.
El embriólogo parecía cohibido con todo ese público. Habló manteniendo la mirada baja, dirigida a su jarra de cerveza.
Ese tipo despertó mi curiosidad. Le pregunté si conocía a alguien que lo hubiera logrado. .
Bebió otro vaso, mientras nosotros le rodeábamos en silencio, esperando su respuesta.
Dijo que conocía una historia que iba a cambiar nuestras opiniones.
La historia es esta, y trataré de contarla igual que me la contó el profesor Cornelio Balsamo esa velada de febrero en Bolonia. Es una historia verdadera, y cambiaré intencionadamente los nombres de los protagonistas para proteger su anonimato.
Andrea Milozzi estudiaba ciencias biológicas en la Universidad de Roma. Estaba matriculado libre en tercero, y el suyo no era un historial académico muy brillante.
Había tenido problemas con todos los exámenes difíciles. Matemáticas, física, química y química orgánica habían sido duros escollos para su determinación de ser biólogo.
Repitió asignaturas, recibió costosas clases particulares, y después de varios intentos logró superarlos.
No es que no le gustara lo que estudiaba, pero la idea de encerrarse en casa durante horas y horas con esos áridos textos no le seducía en absoluto.
No era ningún tonto, sólo un joven que prefería salir, divertirse con los amigos, leer tebeos y novelas de aventuras.
Ahora, por fin, había llegado al último y más difícil examen de su larga carrera universitaria.
El escollo final. El más duro. Después, sólo la tesis y el ansiado doctorado.
El examen de zoología.
Una terrible barrera que se interponía entre él y el final. Un obstáculo insuperable, gigantesco.
Andrea lo había intentado tres veces, pero las tres le habían rechazado, suspendido, mandado a casa.
¿Por qué no conseguía aprobar?
Porque aprenderse los nombres de todos esos bichejos insignificantes le costaba más trabajo que descargar bultos en el mercado central. Se le revolvía el estómago cuando se enfrentaba a la taxonomía de los crustáceos, se le erizaba la piel cuando tenía que aprenderse la anatomía de los cirrípedos. La razón por la que más detestaba esa asignatura árida como un desierto de piedra era que sólo requería un esfuerzo mnemotécnico, y nada más.
Diez mil nombres en latín, dos mil órganos con las mismas funciones pero llamados de manera distinta en cada organismo, a propósito para desanimar a los jóvenes estudiantes.
En una palabra, un examen más adecuado para un ordenador que para un ser humano.
A pesar de todo había empollado de firme, y se había impuesto lograrlo. El último mes había dejado de salir, de ver a Paola, su chica, de hacer todo lo demás.
Quería aprobar a toda costa.
Andrea corría en su ciclomotor Ciao en medio de la noche helada.
Faltaban menos de doce horas para el examen, y sentía que la angustia le subía, lenta e inexorable como una marea en los países del norte. Volvía de casa de un compañero de universidad que vivía en Monteverde. Exactamente en la otra punta de la ciudad. Había estado allí todo el día, y al final el repaso se había convertido en una especie de test enrevesado que no tenía nada que envidiar a Lascia o raddoppia.
Miró el reloj.
Las doce y veinte.
«¡Tarde!»
La ciudad dormía en silencio, y sólo unos pocos coches pasaban como flechas en el frío de la noche.
Se detuvo en un semáforo rojo.
Repasó mentalmente las pruebas que había aportado Darwin para demostrar la evolución de las especies. Luego pasó a exponerse la teoría de la deriva genética.
Verde.
Estaba arrancando cuando de pronto oyó unos lamentos, unas peticiones de socorro que rompían el silencio.
Al principio no se había dado cuenta, absorto en la fecha de publicación de El origen de las especies. ¿Era 1859 o 1863?
Prestó atención.
Los lamentos procedían de un callejón lateral sumido en una oscuridad impenetrable. Voces.
—A ver si así dejas de venir a dormir aquí, andrajoso de mierda, negro de los cojones. Toma esto... y esto.
—Por favor... ¿Qué os he hecho yo? Ahhhh ahhhh, por favor, dejadme, no volveré a dormir... lo juro. Ahhhhh-ahhhh —una voz con acento extranjero.
Le estaban pegando a alguien.
Andrea se dio cuenta enseguida.
¿Qué debía hacer? ¿Seguir su camino? ¿O ir a ver lo que pasaba?
«¡Sigue! ¡No es asunto tuyo!»
En situaciones como esta es lo primero que se nos ocurre.
«Mañana tengo el examen. El más importante de mi vida.»
Notó que el miedo le invadía las tramas de los tejidos y se le hacía un ovillo en el estómago.
Sí, lo mejor sería pasar del asunto.
—¡Socorro, socorro! Por favor... —se oyó otra vez.
Avanzó unos metros, pero se detuvo.
«No seas cobarde. Ve a ver qué pasa.»
Volvió atrás, apagó el ciclomotor y lo apoyó en el soporte.
Puede que Andrea no fuera un estudiante excepcional, pero era buena persona. No soportaba la violencia, y por inclinación se ponía de parte del más débil.
Los gritos seguían, y las voces también. Eran más de uno, probablemente un grupo.
—Vamos, dale más.
—Mira cómo se arrastra... Levántate. Sé hombre.
Andrea se acercó lentamente. Miró hacia el interior del callejón. No se veía nada. Avanzó con pasos inseguros. Luego, a través de las tinieblas, entrevió tres figuras, oscuras, en corro, alrededor de un cuerpo tendido en el suelo.
Se acercó más.
Sólo el resplandor de la ciudad reflejado por las nubes iluminaba un poco la escena. Caminó, lentamente, poco seguro e querer continuar. La adrenalina le excitaba el corazón La calleja era estrecha y estaba llena de cajas de cartón y basura que obstruían el paso. La única función de esa calle era dividir los dos edificios que formaban sus lados.
Los tres seguían pateando al que estaba en el suelo. Ahora ya parecía más un fardo sin vida que un ser humano.
—¡Eh! ¿Qué estáis haciendo? Dejadle en paz... —dijo Andrea con voz indecisa y temblorosa.
Se asombró de haber hablado. Esas palabras le habían salido sin darse cuenta.
Los tres se detuvieron, se dieron la vuelta, sorprendidos, y le vieron.
Silencio.
Parecían incrédulos.
¿Cómo cojones era posible que alguien les pudiera molestar mientras limpiaban las calles de basura humana?
—Venga, joder, dejadle en paz. ¿Es que no veis que es sólo un vagabundo? —repitió Andrea, haciendo de tripas corazón y sintiendo vibrar su voz como una cuerda de violín.
—¿Qué quieres? Esto no es asunto tuyo, será mejor que te largues —dijo uno alto, con la cabeza rapada, téjanos y una chupa abombada y negra.
Andrea no lograba verle la cara.
—¿Qué os ha hecho?
—Me parece que no has oído bien. Largo —dijo otro, vestido del mismo modo, pero más bajo y más oscuro.
—Sois tres contra uno que es más débil que vosotros, ¿no os da vergüenza...?
No eran más que unos fachas callejeros.
—¡Ven aquí, tontolaba! ¡Que te veamos! —dijo el alto, y luego, dirigiéndose al que estaba en el suelo—: ¿Has visto, negro de mierda? ¿Estás contento? Ha llegado tu salvador. Hiciste bien pidiendo socorro. Vas a ver lo que le hacemos al Charles Bronson éste...
Los tres intercambiaron una mirada de complicidad, y luego gritaron al unísono:
—¡A por él!
Y se lanzaron en su persecución.
Andrea se dio la vuelta y salió disparado hacia la calle más grande. Oía el ruido de las botas militares detrás de él, golpeando con fuerza el adoquinado.
tum tum tum tum.
En la avenida Regio Elena Andrea miró a ver si había alguien que pudiera ayudarle.
En Roma, por la noche, las calles están desiertas, y desde luego había que ser un ingenuo o estar aterrorizado, como Andrea en ese momento, para creer que podía haber alguien que le echara una mano.
«¡Nadie te ayuda!»
En efecto, dos o tres coches pasaron rápidamente, y seguramente vieron a Andrea perseguido por los rapados, pero no pararon.
«¡Normal! Primera regla de supervivencia: no te metas en líos.»
Andrea notaba que le estaban pisando los talones. Esos fachas corrían como condenados.
En esa calle desde hacía días los obreros trataban de reparar una fuga en las cañerías del agua, y habían cavado una zanja larga y profunda, olvidándose de iluminarla.
Fue allí donde cayó Andrea, torciéndose un tobillo.
Trató de levantarse, de volver a correr, sin importarle el dolor lacerante, pero la pierna no le respondía. Un inútil apéndice de orangután.
Los tres pararon a su lado, rendidos por la carrera, recuperando el resuello.
—¿Qué, te paras? ¿Ya no puedes más? ¿Tú también, como el culo negro, has empezado a arrastrarte? —dijo el más alto jadeando.
Debía de ser el jefe.
—¿Qué me vais a hacer? —dijo Andrea con la voz quebrada por el miedo.
—¡Machacarte! —contestó el más bajo, con una sonrisa de niño bueno.
Le sacaron agarrándole de los pelos, y le arrastraron como un saco hasta el callejón.
No querían que les vieran.
Le llevaron jumo al negro, que todavía estaba en el suelo tratando de levantarse.
Cuando el pobrecillo les vio otra vez avanzando en la oscuridad, marciales, malvados, creyó que habían vuelto a por el, a terminar el trabajo que habían dejado a medias.
Suplicó que no le mataran.
—Lo he entendido. Lo he entendido. ¡Lo juro! —repetía gimoteando.
Pero no habían vuelto por él.
Habían vuelto por Andrea, querían enseñarle la regla número uno, ocúpate de tus asuntos.
Andrea trató de zafarse sin lograrlo. El larguirucho le tenía cogido por el pelo.
Las punzadas de dolor le recorrían la pierna como trenes enloquecidos. Le dejaban sin aliento. Debía de haberse roto el dichoso tobillo.
Y el miedo le estaba inmovilizando, como un conejo ante los faros de un coche.
Le patearon, rompiéndole un par de costillas, y luego, con una cadena, le golpearon en la espalda.
Sin piedad.
Andrea, tercamente, mientras le golpeaban, intentaba arrastrarse hacia la calle principal como una tortuga hacia el mar.
Le levantaron, como si en un momento dado se hubieran arrepentido y quisieran ayudarle.
Pero no, el más alto sacó una larga navaja afilada, riendo a mandíbula batiente y enseñando sus dientes torcidos. Cuando Andrea vio lo que tenía en la mano se le nublo la vista, y también el cerebro.
Cerró los ojos.
—Ahora muere, monada —dijo el flaco con risa burlona, le hundió hasta las cachas la afilada hoja de la navaja en el estómago.
Un líquido viscoso y espeso se escurrió por la camisa y el vientre de Andrea. Más que el dolor, notó el calor pegajoso de su sangre calentarle la barriga.
Andrea se derrumbó, sin fuerzas.
Cansados y contentos de haber rematado la faena, los tres nazis se despidieron de él y se marcharon, dejándolo moribundo.
El flaco debía de haberle cortado una arteria principal, pues Andrea sentía que la sangre invadía zonas que no le pertenecían, llenaba cavidades de su aparato digestivo, le llenaba el esófago, la garganta, hasta el paladar, con su sabor salado y amargo.
Mientras los primeros espasmos cardiacos sacudían su cuerpo exangüe, Andrea pensó en la zoología, en el hecho de que esta vez no había conseguido aprobar el maldito examen, y recordó que los gusanos planos no tienen aparato circulatorio ni sangre.
«Ojalá fuera un gusano plano... No me habrían hecho nada.»
La muerte le invadió en el suelo, despacio, como un gas impalpable, mientras él repetía para sus adentros:
«Braquiópodos, ostrácodos, copépodos, cirrípedos.»
El cuerpo sin vida de Andrea estaba tirado en el asfalto negro. El hombre de color, tumbado en el suelo a poca distancia, trató de taponarse la sangre que le salía por la nariz con un papel de periódico.
Se la habían roto. También tenía el hombro dislocado, pero por lo demás estaba bien.
Se acercó a ese cuerpo acurrucado junto a él, despacio, procurando no hacer movimientos bruscos.
Intentó levantarle un brazo, pero volvió a caer al suelo como el de una marioneta con los hilos cortados. También el corazón callaba, y de su boca no salía ningún aliento.
Estaba muerto.
La expresión de la cara de ese joven era extraña. Fruncida. Como si la muerte le hubiera sorprendido concentrado recordando algo. Las cejas estaban arrugadas en un esfuerzo imposible.
El hombre apoyo la cabeza en el pecho del cadáver y lloro.
Lloro de miedo y de tristeza. Ese muchacho había muerto por salvarle, y eso le confundía.
Había ido a parar a un mundo muy raro.
Unos trataban de matarle sólo porque dormía debajo de unos cartones, y otros, sin conocerle siquiera, perdían la vida por ayudarle.
Karim, que asi se llamaba, procedía de un país lejano.
Un pequeño país de África occidental.
Nada más llegar había buscado trabajo inútilmente.
No había.
Tienes ganas de buscar trabajo cuando no lo hay.
Sólo en el verano pudo encontrar algo, en Villa Literno. Recogía tomates. Le pagaban en especie. En otoño, con el frío, se terminó el trabajo. Volvió a Roma y empezó la vida del vagabundo, por las noches cenaba en el comedor de Caritas y cuando hacía frío dormía en la estación, o sobre los respiraderos por donde sale aire caliente.
Una noche los carabineros hicieron una redada y él acabó con todos los demás en comisaría. Faltó poco para que le pusieran en la frontera.
Ahora tenía miedo. Y para dormir había encontrado ese callejón escondido y solitario.
Karim lloró un buen rato, silenciosamente, junto al cadáver, sacudido por los sollozos.
Lo había perdido todo, hasta la dignidad, eso era lo que más le dolía.
Se sentía indefenso.
En África, en su tribu, había sido un hombre importante. Respetado por todos. Era el hombre de la medicina y la magia. Había aprendido las artes mágicas de su padre, que as había aprendido de su abuelo y así hasta el principio de los tiempos. Había aprendido los secretos de la medicina y los de las hierbas, cómo hablar con los muertos, haciéndoles volver de su sueño. Se había convertido en el sacerdote de la ultratumba, en sus trances había visto las orillas rocosas del infierno.
Por todo eso había sido poderoso, sólo superado por el jefe del poblado.
Pero el conocimiento de los ritos y los encantamientos no le sirvieron para defenderse de la sequía, de las llamas. Como todos los demás, se vio obligado a partir, a emigrar, a confundir sus anhelos con los de otros miles.
Anhelos tan sencillos como el pan.
En el mundo occidental sus artes mágicas de poco le servían, era un bagaje inútil que desde luego no le ayudaba a mantenerse.
Abrazó el cadáver, manchándose la chaqueta de sangre. Lo limpió como pudo. Le peinó.
Tenía que ayudar a aquel pobre hombre, devolverle la vida. Quería pagar la deuda que tenía con él.
Era arriesgado, y en toda su vida pocas veces les había devuelto la vida a los muertos. A las almas no les gusta que las desvíen cuando recorren su camino por el infinito.
Con frecuencia se niegan a recuperar sus cuerpos mortales.
Pero ya no tenía nada que perder.
Empezó a repetir el salmo de los muertos, la invocación a la madre de las tinieblas. Le pidió que por una vez dejara que uno de sus hijos volviera al lugar de donde había salido. Suplicó que el alma de Andrea invirtiera su espiral hacia arriba y volviera entre nosotros, los mortales.
—Radal, radal, scutak scutak troféreion reion mant.
Mientras repetía mecánicamente las palabras mágicas los sollozos sacudían su cuerpo.
Cuando terminó besó al muerto en la boca y le cubrió con sus harapos.
Luego se levantó con esfuerzo y se dirigió lentamente, cojeando, a las calles principales.
El alma de Andrea, que subía ligera por caminos hechos de inconsistencia, fue detenida por las palabras del brujo. Los átomos incorpóreos que la formaban se movieron desordenadamente, entremezclándose y produciendo un caos pequeño e incoherente en aquel mundo de perfección. El espíritu se hizo pesado y se hundió, arrastrado por las palabras mágicas, como una piedra en un estanque. Bajó en barrena mientras las otras almas subían hacia el principio primero.
Volvió a entrar en el estrecho pasillo que divide la muerte de la vida y se perdió allí, zarandeada por las oleadas de las que subían.
Luego, muy despacio, fue cayendo y llegó de nuevo al cuerpo, sacudiéndolo y llenándolo de algo parecido a la vida.
Andrea abrió los ojos y aulló.
Un grito desgarrador que no tenía nada de humano.
Era un zombi, o mejor dicho, un muerto viviente.
Los zombis son seres simples. A medio camino entre la vida y la muerte, pierden muchas de las características que nos hacen humanos.
Cuando despiertan de la muerte, desean.
Permanecen encajonados en un monótono desear. El último anhelo que tuvieron en su vida pasada se transforma en un instinto bajo y simple, primitivo y antiguo. Como son seres inconscientes no lo entienden, pero se entregan a él pasivamente.
Viven, si la suya se puede llamar vida, irracionalmente, al margen de las normas más sencillas de convivencia y moralidad.
En una palabra, son toscos y maleducados.
Andrea miró un poco a su alrededor y volvió a aullar a la luna.
¿Qué?
¿Qué debía hacer?
Sí. Claro. Tenía que aprobar el examen de zoología.
Era casi una necesidad casi fisiológica, como puede serlo hacer pis para nosotros.
Era la necesidad que empujaba a aquel cuerpo sin vida, si faltara ese instinto bajo y primordial sería el fin, el alma se separaría de nuevo pero esta vez, debido a su peso, se disiparía a pocos metros del suelo.
Andrea echó a andar por el callejón. No se puede decir que caminara armoniosamente, se balanceaba un poco hacia los lados, vacilando sobre sus piernas rígidas.
Llegó a la avenida Regina Elena tambaleándose.
Parecía un borracho a punto de caer redondo.
Giovanni Siniscalchi volvía a casa en su Golf GTI verde metalizado después de una noche de amor que le había dejado una agradable languidez en el cuerpo y el alma.
En el Palladium, una gran discoteca, había ligado.
Una de Genzano, un pueblo cercano a Roma. Nada del otro jueves, la verdad, pero ¡qué fuego tenía dentro!
Era la primera vez que ligaba en una discoteca. No era de esos cazadores rápidos, de aquí te pillo aquí te mato, más bien prefería imaginarse como un viejo y sabio pescador. De los que pescan al tiento con el volantín, tranquilos pero inexorables cuando pican los peces.
A sus capturas las cansaba antes de cobrarlas.
Esa noche, en cambio, todo había sucedido sin que él pudiera hacer nada.
Sabrina, que así se llamaba la de Genzano, se había fijado en él entre los otros mil que se meneaban en la pista, y se le había pegado como una rémora a un atún. Al tercer baile ya se rozaban como el pez payaso y la anémona. Al cuarto él le plantó con decisión un morreo.
La acompañó a casa, a Genzano. Y allí, en silencio, en la alcoba, junto a la de los padres de Sabrina, hicieron el amor entre ositos de peluche y retratos de Eros y Ligabue.
Bandera.
Giovanni pasó delante del cementerio del Verano y giró a la derecha, entrando en la avenida Regina Elena a toda leche.
—¡Viejo semental, que eso es lo que eres! ¿Qué les haces a las mujeres, eh? —se dijo, la mar de contento.
En el habitáculo hacía un calorcito agradable.
Miró el reloj digital del salpicadero.
Las cuatro y cuarto.
Tardísimo.
Tenía que darse prisa. A las ocho y media debía estar en la oficina. Llevaba unos meses trabajando en una empresa de informática.
Cambió de marcha. Tercera. Cuarta. Quinta.
Podía correr, la calle estaba completamente desierta.
Pasó la mediana a ciento veinte y de pronto, sin darse cuenta ni poder reaccionar, atropelló a algo animado, una figura.
Un impacto seco en el capó.
El coche dio un bandazo primero a la derecha y luego a la izquierda, y se estrelló contra el quiosco de periódicos, abollando el cierre metálico.
El airbag se hinchó formando un globo que empujó a Giovanni hacia atrás, impidiendo que su esternón se clavara en el volante.
—¡Cojonudo el airbag! ¡Bendita sea mi madre! —gritó.
En efecto, su madre le había animado a añadir ese complemento a su Golf.
Su segundo pensamiento fue:
«Me cago en la leche, he matado a alguien.»
Se zafó del globo y salió del coche, al frío. En la calle no se veía a nadie. Sólo las marcas negras de los neumáticos en el asfalto.
Luego le vio.
Un cuerpo. En el suelo, tirado. Inmóvil.
—Mierda, le he matado...
El miedo le heló los testículos y le dejó sin aliento.
Se acercó, acelerando el paso hasta correr.
El hombre estaba muerto. Aparentaba unos treinta anos.
Lívido. Con la camisa roja de sangre.
—Nooo, le he matado... —farfulló Giovanni. Se puso las manos delante de los ojos e intentó llorar, sin conseguirlo.
Lo que le había pasado era demasiado alucinante y rápido, y le costaba creer que hubiera sucedido.
¿Qué debía hacer?
Se vio pudriéndose en la cárcel los siguientes veinte años. Se acabaron las noches en el Palladium, se acabó el sexo con Sabrina entre los peluches. Nada de nada.
Luego oyó la voz de la conciencia, si se podía llamar conciencia, que le ordenaba:
«¡Vete! ¡Largo de aquí! ¿Te ha visto alguien?»
Giovanni miró a su alrededor. Nadie. No había pasado ningún coche desde que atropellara a ese desgraciado.
Se levantó y se dirigió corriendo al coche.
«Total, ya está muerto», se dijo, apuñalándose la moral. «Ya no se puede hacer nada. Y además yo no tengo la culpa, coño, ese loco suicida se tiró debajo del coche.»
Abrió la portezuela y se llevó una desagradable sorpresa que desbarató en un momento todos sus proyectos de fuga.
El airbag.
Con ese dichoso globo no se podía conducir. Se encajó entre el airbag y el asiento, pero no veía nada. Ni siquiera conseguía alcanzar las llaves.
Tenía que pincharlo, desinflarlo.
Se dice pronto.
Empezó a darle mordiscos, blasfemando.
De pronto se escuchó un grito terrible, un grito que tenía poco de humano, más parecido al aullido de un coyote.
—¿Qué coño es eso? —dijo en voz alta.
Se volvió.
Todo estaba inmóvil.
Sería un perro, un gato en celo. Volvió a morder el globo tratando de agujerearlo.
—Uuuuuuuuuaaaaaauuuuuuuuuuu.
Otro aullido, y más fuerte que el anterior.
Se volvió de nuevo y vio una cosa imposible. Absolutamente imposible.
El muerto se estaba levantando.
Se quedó boquiabierto.
Volvió a salir del coche. .
Ahora el cadáver estaba de pie y caminaba tambaleándose. Tenía un aspecto que daba miedo. Blanco como la cera La boca babeante. Una risa maliciosa, satisfecha, en la cara. Los ojos fijos. La camisa hecha jirones y ensangrentada Un despojo.
Y algo que no encajaba.
La cabeza.
La cabeza estaba girada ciento ochenta grados.
Giovanni dio la vuelta a su alrededor.
Resultaba extraño ver la cara y el cuello, y luego la espalda y el trasero, y por el otro lado el pelo que le llegaba al pecho.
Absolutamente imposible.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó, balbuceando.
El joven ni siquiera le oía, demasiado ensimismado mientras caminaba hacia atrás como un cangrejo enloquecido.
Luego, sin dejar de caminar, se agarró el pelo y se dio la vuelta a la cabeza, colocándola en su posición natural.
Sonrió con satisfacción.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó otra vez Giovanni.
Nada.
—¿Quieres que te lleve a un hospital? Debes de haberte roto el hueso del cuello... Alguna vértebra...
El joven dirigió por primera vez su mirada vacía y apagada a Giovanni y luego, muy serio, dijo:
—La vértebra es cada uno de los elementos óseos de forma discoidal o cilíndrica que, dispuestos en columna, constituyen la primera porción del esqueleto axial de un amplio grupo de animales, clasificados como subtipo de los cordados...
Giovanni le vio alejarse así, por el centro de la calzada, por los raíles del tranvía, oscilando sobre sus piernas rígidas.
No paraba de hablar, como un libro abierto, con una voz plana.
—Los vertebrados comprenden animales que se caracterizan por poseer un esqueleto interno, también llamado endoesqueleto, protector y de sostén, y la extremidad anterior del neuroeje, tubular, dilatada, formando el encéfalo.
Enrico Terzini conducía el último recorrido nocturno del 30 barrado. Estaba muy cansado y además le dolía el trasero. Dos días antes le había salido en la nalga derecha un enorme grano que amenazaba con reventar de un momento a otro.
El inconveniente de los forúnculos en el culo es que duelen cuando te sientas, de modo que el pobre Enrico estaba obligado a conducir su tranvía de pie.
No veía el momento de llegar al final de trayecto. Iría a toda prisa a su casa y le pediría a su mujer, Maria, que interviniera quirúrgicamente y le apretara el monstruo. Luego se daría un baño caliente y a sobar hasta las tres de la tarde.
Estaba solo en el tranvía. El transistor colgado de la palanca de freno transmitía una cancioncilla de Donatella Rettore.
Enrico dejaba que el tranvía se deslizara por los raíles, y sólo se preocupaba de frenar en los cruces. Los semáforos todavía estaban intermitentes.
Empezó a frenar al acercarse a la parada.
Enrico le reconoció enseguida.
Un punk.
Uno de esos cabrones que predican la anarquía y la violencia. Uno de esos maleantes que siempre andan drogados y con ganas de hacer daño.
Odiaba a los punks.
Algo menos de dos meses antes una banda de esos condenados le había puesto una navaja en el cuello y no había tenido más remedio que ver cómo pintarrajeaban el tranvía con un spray.
La verdad es que este se pasaba un rato.
Tenía los pelos de punta, teñidos con pintura roja. Le faltaba un zapato. La ropa hecha jirones. La mirada con ojos desencajados.
«¿Qué les pasa a estos con la cabeza?», pensó.
Sopeso la idea de no parar, de seguir adelante, de dejar que el muy cabron siguiera a pie, pero el sentido del deber le hizo parar.
Las puertas se abrieron resoplando.
El punk no parecía muy interesado en el tranvía, pero luego se decidió y con un esfuerzo subió las escaleras Tropezó en el último escalón y se golpeó la cabeza contra el obliterador. Un trompazo que hizo vibrar todo el vagón.
Enrico maldijo para sus adentros. Qué mierda de trabajo había elegido.
«A saber la heroína que se habrá metido. Yo a estos les ponía a cavar zanjas. ¡El muy cabrón! Esperemos que no la diñe en el tranvía», pensó.
Pero el punk ya se había levantado, y se derrumbó en un asiento.
Enrico cerró las puertas y partió. Subió el volumen de la radio, se oía una bonita canción de Riccardo Cocciante.
Andrea, o mejor el ex Andrea, se acomodó en un asiento y se puso a repetir:
—Los anélidos se dividen en tres clases, los poliquetos, que comprenden los anélidos marinos, los oligoquetos, que incluyen formas de agua dulce y las lombrices, y por último los hirudíneos, entre los cuales cabe citar las sanguijuelas...
Assunta Casini no había estado nunca en Roma. Y no le hacía ninguna gracia haber ido entonces, con ese frío pelón. Estaba de un humor de perros. Su hijo, Salvatore, ni siquiera había ido a recogerla a la estación.
Le había llamado, preocupada, desde un teléfono público. El muy desgraciado estaba durmiendo.
Tuvo la cara de decirle:
—Es muy fácil, mamá. A la salida de la estación encontrarás la parada del tranvía, el 30 barrado. Lo coges Cuentas siete paradas. Bajas en el Coliseo. Desde allí me llamas. Yo voy a buscarte enseguida. Es muy fácil.
Ahora allí en la parada, inmóvil, maldecía a su hijo y misma por haber decidido abandonar, aunque sólo fuera por una semana, el lugar donde había vivido 63 años sin moverse nunca: Caianello.
Las grandes ciudades le daban miedo. Estaban llenas de ladrones, asesinos y psicópatas. Y encima por la noche...
Le entraban ganas de volver a la estación, subirse de nuevo al tren y volver a casa.
Pero vio que llegaba el tranvía. Cogió su maleta y subió.
Estaba vacío.
Sólo había un joven sentado a un lado. Assunta se sentó. Se sentía intranquila, ¿y si se había equivocado de tranvía? Quién sabe adonde iría a parar. Se levantó y se acercó al muchacho por la espalda, preguntándole:
—Por favor, joven, ¿cuánto falta para la parada del Coliseo?
No dio muestras de haberla oído.
—Joven, ¿cuánto falta para la parada del Coliseo?
Nada. Assunta se puso nerviosa.
—¿Eres sordo?
El chico se dio la vuelta.
Assunta vio esa expresión ida e inmóvil, la boca abierta, la baba verde a los lados, las greñas alborotadas, la sangre que le salía de la nariz.
—El celoma de las lombrices se divide en compartimientos con septos transversales y la musculatura longitudinal y circular se organiza en masas segmentadas, que corresponden a las subdivisiones del celoma en compartimientos —dijo el joven, blanco como la cera.
—Perdona, no te entiendo. ¿Qué has dicho?
—Cada segmento posee un par de órganos excretores (metanefridios), que se forman entre las dos capas celulares de los septos y se abren al celoma.
—¿Es que no has oído? ¿Que dónde se baja uno para el Coliseo?
—El sistema nervioso también tiene una estructura metamèrica...
—Pero ¿qué diablos...?
—... comprende un ganglio cerebral superior (cerebro) situado encima del esófago...
—¡Ya entiendo, eres un pobre estúpido! Maleducado e ignorante, como el zángano de mi hijo —le regañó la vieja.
El muchacho frunció la boca, arrugó la nariz y vomitó encima de la vieja una cantidad desproporcionada de papilla verde y caliente.
Assunta se puso a gritar como si la estuvieran degollando.
—Hijo de puta... ¡Qué asco! ¡El vestido bueno!
Y empezó a golpearle en la cabeza con el bolso. El muerto viviente, con las manos en la cabeza, se refugió bajo los asientos.
Assunta le gritó al conductor:
—¡Abra! ¡Abra! Déjeme bajar...
Se puso delante de la puerta, muy nerviosa, y en cuanto pudo bajó.
Cogió al vuelo un taxi y dijo:
—Lléveme a la estación. Me vuelvo a Caianello. ¡No quiero estar ni un minuto más en esta ciudad apestosa!
Andrea sólo tenía en la cabeza nombres, relaciones y morfologías zoológicas que le obstruían el cerebro, y los repetía como una grabadora atascada.
Hizo tres veces el trayecto completo, adelante y atrás. El sol ya estaba alto, entre las nubes, y la gente empezaba a llenar el tranvía.
Muchos estudiantes, con los libros bajo el brazo, atestaban el 30 barrado.
Dos chicas, Marina Castigliani, 24 años, alta de pelo castaño y otra baja, Tiziana Zergi, 25, rubia teñida y con un gigantesco aparato en los dientes, charlaban sujetas a la barra.
—No sé nada, socorro, no me acuerdo de nada, va a ser un desastre... —dijo Marina apretando el brazo de su amiga.
—No es verdad, tampoco es tan difícil, con tal de que no nos pregunten los moluscos... —dijo Tiziana tratando de tranquilizar a su amiga.
Andrea aguzó el oído al escuchar ese nombre y se acercó. La gente le abrió paso, al ver su mala pinta.
—El phylum Mollusca ocupa el segundo lugar entre los principales phyla animales, e incluye formas bien conocidas, como los caracoles, las almejas, las lapas, las ostras, los calamares y los pulpos.
Las dos chicas le miraron estupefactas.
—¿Tú también tienes que hacer el examen de zoología? —preguntó la rubia teñida.
—... Aunque la mayoría de los moluscos son marinos, varios gasterópodos han invadido los medios dulceacuícolas y terrestres...
El zombi escupía con rapidez la baba y sus conocimientos sobre los invertebrados.
—Sabes un mogollón, ¿eh? Pero no tienes muy buen aspecto, deberías irte a casa a darte una buena ducha. Y lo de los cordados, ¿te lo has estudiado? —le preguntó Marina, atusándose el pelo y torciendo un poco la nariz.
—Los cordados, que representan el mayor de los phyla de los deuterostomas, comprenden animales que poseen como características distintivas:
»1) Cordón nervioso.
»2) Notocorda.
»3) Hendiduras branquiales.
—¿Cómo se te ocurre hablar con este tipo? —le dijo Tiziana al oído a su amiga, mientras Andrea seguía haciendo alarde de sus conocimientos.
Tiziana era de las que procuran no alterarse por nada.
—...Y además tiene un aliento horrible, y mira qué ojeras, parece un muerto. ¡Es espantoso!
—Puede que tengas razón, pasemos de él. Mira qué pinta tiene —dijo Marina, y luego, dirigiéndose a Andrea—: Oye, mira, disculpa... Nosotras tenemos que bajarnos, hemos llegado.
—...al final de la fase planctónica, la larva se dirige al fondo y se fija por medio de papilas anteriores...
—¡Bueno, hasta luego! —siguió diciendo Marina, que como era una chica aplicada en el fondo le sabía mal abandonar a un pozo de ciencia como aquél.
Se apearon. Andrea las siguió y cayó rodando del tranvía.
Le ayudaron a ponerse en pie y, en señal de agradecimiento, Andrea se metió los dedos en la nariz y empezó a aullar.
De vez en cuando le daba por aullar.
Los zombis son seres imprevisibles.
—Duahhhhh Duuuuaaaahhh —repitió.
Las chicas hicieron como si nada, aceleraron el paso y se encaminaron meneando las caderas por la avenida de la universidad para llegar a la facultad de zoología.
Andrea las seguía tocando el culo a los viandantes y cogiéndose los genitales.
—... suborden criptocerados. Antenas cortas, ocultas en fosetas bajo la cabeza; acuáticos...
—No te vuelvas, Marina. Menudo patán. No te imaginas lo que está haciendo —decía la rubita disgustada.
Andrea le había dado un mordisco al neumático de un ciclomotor y lo masticaba como si fuera chicle.
Los tres entraron en el viejo edificio de zoología, que tanto había dado a la ciencia en tiempos pretéritos y ahora se sostenía, vacilante, sobre esos pasados laureles.
Las dos chicas delante, el muerto viviente detrás.
El profesor Amedeo Ermini, la lumbrera, buscaba aparcamiento para su Lancia Fulva sin encontrarlo.
Alrededor de la universidad todas las calles eran un desbarajuste. Coches en triple fila, coches en medio de la calle, coches por todas partes.
Por fin vio algo parecido a un sitio. Se coló en él con prepotencia y esperó que no le pusieran multa.
Salió del Lancia y se dirigió con paso firme hacia la facultad de zoología.
Descubridor de una especie endémica de la isla de Asinara de Argas ergastolemis (garrapata del Presidiario), era un viejecito abrumado por los dolores y la malaria que había contraído en el 56 en el Congo Belga. Ya no veía muy bien, y a menudo confundía las entradas e iba a parar al departamento de historia de la medicina, que estaba delante del edificio de zoología.
Los estudiantes, agolpados, esperaban al profesor Ermini en una gran sala con animales disecados, tarros con organismos en formol y carteles que representaban las escalas evolutivas. En el aire se mascaba la tensión.
Ermini era un hueso, de lo peorcito.
Le llamaban el profesor Tecateo.
Marina y Tiziana, sentadas una al lado de otra en un pupitre, hojeaban nerviosamente el manual.
—Pero ¿no ha llegado aún Ermini? —le preguntó Marina a Tiziana, mordisqueándose las uñas.
—No, me parece que no. Oye, ¿has estudiado los equinodermos...?
—Bueno...
—¿Por qué no se lo preguntamos a ese tipo estrambótico del tranvía?
—Mira lo que está haciendo. Pasa de él...
Andrea rodaba por el suelo, lamiendo primero las baldosas y luego los muslos de las chicas en minifalda. Las estudiantes, indignadas, le pegaban con los libros de texto, los cuadernos, los bolsos y los paraguas.
—Largo de aquí, monstruo horrible —le decían, asqueadas. El pobre zombi, tratando de cubrirse la cabeza de esa lluvia de golpes, escapaba a gatas y rebuznaba como un burro: —Uaaaahhhhhhh oooohhhhhh.
El profesor Ermini entró en el aula. Los estudiantes le hicieron sitio para que pasara.
No se oía una mosca. Todos aguardaban trepidantes.
Se sentó en la cátedra y cogió el folio con los inscritos al examen.
Odiaba hacer examenes. Estaba triste y desanimado el nivel de los estudiantes empeoraba de año en año. No ponian pasión, y solo estudiaban para aprobar, escribiendo descuidadamente unas respuestas genéricas e imprecisas.
Pregunto a dos. Y les suspendió. El último había llegado a decir que las ballenas son peces.
Llamó a otro.
Andrea gateaba bajo los bancos en busca de meriendas, pizzas, regalices, mocos y chicles pegados bajo los pupitres. Metió la mano en una mochila.
—Hiiiiiiiiiiiiiiiiiii —gruñó.
Había encontrado un bocadillo de salchichón. Enseguida le hincó el diente.
El dueño de la mochila, un joven barrigón, al ver lo que hacía Andrea, le dio una patada en el culo.
El zombi aulló y siguió adelante, hacia el fondo del aula.
Se encontró delante de Ermini.
—¡Siéntese, siéntese y no arme jaleo! —le dijo el profesor Ermini a Andrea, limpiándose las gafas.
Andrea se sentó.
—Veamos, hábleme de los ctenóforos, para empezar.
El zombi empezó a hablar enseguida, como si hubiera cogido carrerilla.
—Los ctenóforos comprenden unas noventa especies de animales marinos nadadores, con el cuerpo gelatinoso y transparente. Los ctenóforos presentan cierta semejanza con las medusas y los cnidarios...
Siguió hablando removiéndose en la silla, arrancándose mechones de pelo y tirándolos sobre el pupitre, y mordisqueando la cátedra.
—Está bien, parece que sobre los ctenóforos está preparado. Puede dejarlo ya —dijo Ermini.
Pero Andrea seguía soltando el rollo. Había pasado a citar las noventa especies de ctenóforos que existen.
—... pleurobrachia, hormiphora, balinopsis, mneiopsis leidy, cestus veneris...
—Está bien, basta. Pasemos a otra cosa. Entendido.
Cogió los tarros que contenían los animales en formol y se los pasó a Andrea.
—¿Qué son?
Andrea empezó a abrir los tarros sellados con silicona y a sacar los contenidos. Una cubomedusa que primero se le escurrió encima de la mesa y luego sorbió como si fuera un cubito de hielo. Luego cogió un enorme tarro que contenía una gran araña tropical y la mordisqueó como si fuera un Toblerone. Para terminar se bebió el formol, pringándose todo y haciendo muecas horribles.
—¿Pero qué hace? ¡Hábleme de la especiación, deje esos tarros!
—La especiación es el pro... gluhhhhuuuu ñammmmm... ceso mediante el cual se form... gguuuuuemmmmm guuueeeemm.
—Por favor. No hable con la boca llena. La pizza déjela para después del examen.
Andrea se estaba zampando un coral tubíporo. Chupaba las colonias como si fueran ternera guisada.
Siguió hablando ininterrumpidamente durante una hora de las costumbres sexuales de las ofiuras.
Ermini estaba radiante. Por fin había un estudiante brillante, que había estudiado, que conocía la asignatura a fondo. Aunque tenía un carácter un poco inquieto y agitado.
—¿Quiere la pregunta para la matrícula de honor?
Andrea estaba muy entretenido pegando mocos en el registro de Ermini.
—¿Qué es la glándula de Mehlis?
—Es una glándula de la cubierta que se encuentra junto al ootipo medio en la Fasciola hepatica —dijo Andrea.
—Muy bien, treinta cum laude, le felicito. ¿No se siente bien? ¡Tiene una cara, muchacho...!
Le dio el acta del examen, y el zombi se la metió en una oreja, eructando.
Ermini se quedó tan impresionado por los conocimientos zoológicos de Andrea que le ofreció dirigirle una tesis, y hacerle interno de su departamento. Le encomendó la catalogación de los insectos sociales que viven en las cloacas de Roma.
Andrea se tomo la tarea muy a pecho. Se pasaba todo el día chapoteando en las aguas pestilentes de la capital.
Es sabido que los zombis son propensos a esta clase de actividades. Volvía a la facultad con bolsas llenas de bichos, y como no era muy preciso en su recolección, de vez en cuando aparecía algún ratón, que se escondía en el laboratorio del profesor.
Ermini sólo tenía un problema con su pupilo: apestaba de un modo insoportable. Le pusieron bajo los sobacos las pastillas de ambientador que se ponen en el inodoro. Empezó a oler a pino silvestre.
Se licenció con 110 cum laude y abrazo académico.
Hizo el doctorado de investigación y lo obtuvo.
Con el paso del tiempo empezó a descomponerse, los tejidos se le caían a jirones. Entonces, por la noche, cuando el departamento estaba desierto, Andrea se metía en un acuario lleno de formol para mantenerse en buen estado. Permanecía allí, tranquilo, sumergido en la solución mientras repetía las características de los equinodermos, el desarrollo embrionario de los cirrípedos.
Su carrera fue fulgurante, se hizo adjunto y luego catedrático. Con el paso del tiempo todos, incluso sus colegas, empezaron a apreciarle. Alcanzo fama con una investigación sobre el valor nutritivo de los ciempiés. Siguió aullando y comiéndose los mocos, pero los estudiantes, que son personas indulgentes, le querían precisamente por eso.
En ese mundo de muertos que son los profesores universitarios, sólo él les parecía vivo.
Cuando Cornelio Balsamo terminó su relato a todos nos había cambiado el humor, y nos sentíamos esperanzados con esa gran institución que es la universidad italiana.