LA ÚLTIMA NOCHEBUENA DE LA HUMANIDAD

Martes 31 de diciembre de 199...

1. CRISTIANO CARUCCI - 19:00

A Cristiano Carucci se le ocurrían tres posibilidades para salir del paso esa dichosa noche.

Uno.

Ir con el resto de la panda al centro social Argonauta. El programa de esa noche era la megafumata de nochevieja y el concierto de los Animal Death. Pero ese grupo le caía gordísimo. Unos putos integristas vegetarianos. Su juego preferido era tirar chuletas crudas y filetes chorreando sangre al patio de butacas. La última vez que fue a un concierto suyo volvió a casa perdido de sangre. Y además tocaban un rock de Ancona que era un asco...

Dos.

Llamar a Ossadipesce, coger el 126 e ir a ver qué hay por el centro. Si acaso apuntarse a alguna fiesta. Seguramente a medianoche se pararían en algún sitio, en el follón del tráfico, borrachos perdidos, y brindarían por el año nuevo en medio de un mar de capullos desaforados que tocarían la bocina.

«¡Dios, qué tristeza!»

Se dio la vuelta en la cama. Cogió un paquete de Diana azul de la mesilla y encendió uno.

Si al menos hubieran estado Esmeralda y Paola... pero se habían ido a Terracina. Sin decir nada. Un asunto de hombres, seguramente. Habría podido hacer un poco de sexo si hubieran estado. Cuando Paola se cogía una de sus famosas cogorzas acababa llevándosela al catre.

«Polvo en fin de año, polvos todo el año.»

Tres.

Pasar Pasar de todo. De cualquier cosa. Tranquilo. Un buda Quedarse encerrado en la habitación. Parapetado en el búnquer. Poner un disco y hacer como si no fuera una noche especial, sino una cualquiera de un día cualquiera.

«No estaría mal», se dijo.

Sólo había un problema.

Su madre estaba en la cocina preparando la puñetera cena de San Silvestre.

«¿Quién le mandará hacerlo?», se preguntó, sin hallar respuesta.

Había organizado una cena por todo lo alto para Mario Cinque, el portero de Villa Ponza, y su familia (tres niños + mujer verborreica + suegra parkinsoniana), para Giovanni Trecase, el jardinero de la zona residencial, su mujer y Pasquale Cerquetti, el guarda, y su hermana Mariarosaria de veinticuatro años (¡menudo petardo!). Sólo faltaba Stefano Riccardi, que esa noche tenía guardia en el cuartel. Había invitado a todos los que trabajaban en la zona residencial.

No, no se lo había dicho a Salvatore Truffarelli, el encargado de mantenimiento de la piscina de la urbanización. Estaba peleada con él.

«¡Mi madre es increíble...! Se los trae a todos incluso en nochevieja.»

La señora Carucci era la portera de Villa Capri.

Todos juntos apasionadamente, apiñados en ese sótano en el que vivían como ratones. A atiborrarse de comida. A destrozarse el hígado con fritangas.

Se levantó de la cama, estirándose. Bostezó. Se miró al espejo.

Tenia una cara que daba grima. Ojos rojos, caspa, barba de dos días Sacó la lengua. Parecía un calcetín de tenis. Penso en todo lo que tendría que hacer para salir de allí.

Lavarse, afeitarse, vestirse y sobre todo pasar por la cocina para saludarlos a todos.

Empresa titánica.

«No... ni hablar. ¡Adelante con la opción tres!»

Cerró la puerta con llave. Y empezó a olisquear el aire como un perdiguero italiano.

En la habitación se había colado un olor fuerte, grasiento.

«¿Qué está preparando? ¿Brécoles? ¿Alubias?»

¿Qué era esa peste mortífera?

«No, es que mi madre hace la compra en el cementerio del Verano.»

Encendió el tocadiscos. Los Nirvana. Sentía que había algo vagamente heroico en su modo de actuar, quizá incluso algo ascético, en su desprecio del mundo y la diversión a toda costa.

«¡Lo puedes hacer, jodido monje budista, que eso es lo que eres!»

Y se volvió a meter con entusiasmo en la cama.

2. THIERRY MARCHAND - 19:30

Thierry Marchand encontró por fin un sitio para su furgoneta Volkswagen. Resultaba extraño ver aquel trasto viejo con el signo anarquista pintado en el costado en medio de Mercedes 7000, Saab 9000 y demás lujosos buques insignia.

Había pasado dos horas en el tráfico inmóvil de la vía Cassia con riesgo de que el motor reventara. Se había ganado la calle metro a metro, renegando de los romanos.

Lo que más le disgustaba era que esos locos, apretujados en sus coches, parecían felices y contentos. Reían. Armaban bulla.

«Y todo esto porque es nochevieja. ¡De locos! Tercer mundo.»

Apretaba entre las piernas una botella de vodka Kasatskij, producida y embotellada en Ariccia, una aldea de los Castelli, cerca de Roma. Seis mil la botella. Echó un trago y eructó. Luego sacó un papel arrugado del bolsillo de la camisa vaquera deslavada. Lo abrió.

Discoteca Lupo Mannaro, vía Cassia 1041, ponía.

«Ahí está.»

Justo delante del morro de la furgoneta. Un gran local de música folk con un letrero intermitente. Delante de las puertas había una fila de gente elegantemente vestida. Hombres de azul, algunos incluso con esmoquin, mujeres con vestidos largos, todas ellas con horribles pellizas. Los porteros, con sus penachos naranjas, en la entrada.

A la derecha de la discoteca, a menos de cincuenta metros, además de un surtidor AGIP, vio una vega con una barrera.

Entraban y salían un montón de coches.

«¿Qué es?»

Guiñó los ojos.

En la pared vio una gran placa de latón. «Complejo residencial delle Isole», decía. A la izquierda de la verja había una garita iluminada, y a la derecha un árbol de Navidad lleno de bolas iluminadas. Al otro lado de la tapia y las ramas de los pinos entrevió dos edificios estilo años setenta. Tejados de tejas marrones. Antenas parabólicas. Ladrillos. Balcones llenos de plantas pasmadas por el invierno. Buhardillas. Ventanales iluminados.

«¡Un lugar señorial!»

Thierry abrió la portezuela y bajó de la furgoneta.

Hacía un frío del carajo. Soplaba un aire que cortaba las orejas. El cielo estaba cubierto de nubarrones oscuros.

Y petardos. Pequeñas explosiones. Tímidas trayectorias balísticas antes del gran carrusel de medianoche.

«Ah, ya, los petardos. Es verdad, en nochevieja también se tiran petardos...»

Thierry encendió un Gitane sin filtro, abrió la portezuela lateral de la furgoneta y sacó a Régine. Su arpa céltica. Estaba envuelta en un grueso paño azul. La cogió entre sus brazos, cerro la portezuela de una patada y se dirigió a la entrada del Lupo Mannaro, pasando junto al boa elegante e inmóvil que estaba delante del local.

Ese garrafón que se había echado al coleto le quemaba las entrañas y hacía que sintiera las piernas blandas como tentáculos de pulpo.

«¡Coño, ya estoy cocido!»

Los dos porteros que comprobaban las invitaciones le vieron llegar. Se tambaleaba a derecha e izquierda. Sujetando ese bártulo con los brazos.

¿Quién era ese tío tan raro?

Con esos mostachos amarillos y pringosos. Esos ojos de besugo. Y ese pelo... rubio, largo, sucio.

¿Un viejo vikingo trasnochado? ¿Un hippy alemán en vías de extinción?

—¿Qué quieres? —le preguntó en tono amenazador un mocetón de frente baja que parecía que iba a estallar dentro de su chaqueta de camelote peinado y su camisa a rayas estrujada alrededor de su cuello de toro.

—¿Quién, yo?

—Sí, tú.

—Tengo que tocar.

—¿Y qué llevas ahí dentro?

—A Régine, mi arpa.

Thierry tiró derecho hacia la puerta sin hacer caso del portero. Régine pesaba de lo lindo, pero una manaza le detuvo.

Los invitados de la cola le miraban con ojos bovinos.

—¡Espera! Espera un momento... ¿Adonde vas? ¡Tranquilo!

El mocetón descolgó el telefonillo y empezó a hablar por él. Colgó.

—¡Está bien! Puedes entrar. Pero no así, ¿te has visto? Aquí la gente paga. ¡Esa no es forma de presentarse! —el jovenzuelo movía la cabeza con desaprobación.

Thierry empezaba a ponerse nervioso.

—¿Así cómo? —gruñó Thierry.

—Así vestido.

Thierry apoyó el arpa en el suelo y se inspecciono.

Llevaba puesta su vieja e insustituible chaqueta de ante a rayas, la camisa vaquera de siempre, los vaqueros la verdad es que un poco sucios de aceite de la caja de cambios, que se le había roto en la autopista—, el cinturón con hebilla de cabeza de bisonte y las camperas.

«Todo normal...»

Levantó los brazos al cielo y preguntó:

—Bueno, amigo, ¿qué problema hay?

3. GIULIA GIOVANNINI - 19:32

Giulia Giovannini vivía en el segundo piso de Villa Ponza. Justo enfrente del edificio donde vivía Cristiano Carucci.

Había comprado ese piso seis meses antes con la herencia que le había dejado su padre. Como era una chica enérgica, lo había arreglado ella sola, sin ayuda de nadie. Había pintado las paredes de color rosa salmón, había estucado los muros, había cambiado los marcos de puertas y ventanas, había comprado cortinas de colores de Laura Ashley.

Vivía sola, aunque desde hacía poco también estaba Enzo Di Girolamo, su nuevo novio. Una semana antes le había dado las llaves de su casa, y él se había trasladado con todos sus bártulos.

—¡He hecho una grandísima chuminada! —le dijo Giulia al piso vacío cuando volvió con los paquetes de la compra en la mano.

Enzo lo había dejado todo como una leonera y había salido.

En la mesita, delante del televisor, platos sucios, una lata de cerveza vacía y migas en la moqueta.

«A ti qué más te da, total, tienes a tu chochito que lo recoge todo.»

—¡Das un dedo y te cogen el brazo! Todos son iguales —siguió renegando.

En realidad no estaba furiosa.

En el fondo le gustaba que en su vida hubiera un hombre que descontrolara un poco su orden maniático.

Lo recogió todo deprisa.

Estaba muy retrasada con respecto al plan de trabajo. Los invitados llegarían a las nueve.

«Menos de dos horas.»

Se le había hecho tarde en la peluquería y la tienda de lencería. Se había gastado una cantidad desorbitada en ligueros, bragas y sujetadores rojos.

Fue a la cocina y metió el redondo de ternera en el horno. Lo demás ya estaba hecho, listo y colocado en orden en la mesa de la cocina. Abrió la nevera, cogió una botella de vino blanco, se sirvió una copa y se dirigió al cuarto de baño.

Tenía que lavarse, cambiarse y ponerse guapa.

Abrió el grifo de la bañera y se desnudó.

Giulia era delgada. Pero tenía dos grandes glándulas mamarias que pese a la abundancia se mantenían levantadas, desafiando a la gravedad, dos muslos largos y un culo empinado y firme.

Se miró al espejo.

Parecía la chica del mes de Playboy. Desnuda, con la permanente, el tinte rojo y esa copa de vino en la mano.

No lo pudo resistir.

Tenía que ver cómo le quedaba lo que se había comprado.

Corrió a la habitación y sacó de la caja la ropa interior.

En la mesilla, junto a la cama, la lucecita del contestador lanzaba destellos. Apretó la tecla de reproducción de mensajes y volvió al cuarto de baño. Se puso las medias mientras escuchaba el primer mensaje.

Era mamaíta que llamaba desde Ovindoli.

—¡Felicidades, felicidades, felicidades, cielito! ¡Muchas felicidades! Espero que tengas un año fantástico. Mejor que el pasado. Dinero, felicidad, amor. ¡Sí, sobre todo amor para mi hija única y adorada! ¡Te quiero, chiquitína!

No la soportaba cuando hablaba así.

Una vieja con voz de niña.

«Desde luego un año mejor...»

Pero del pasado tampoco se podía quejar. Habla encontrado a un hombre que le gustaba (al que amaba, se podría decir), una casa en una urbanización lujosa y un trabajo fijo como secretaria en un despacho importante del centro.

¿Qué más podía pedir?

Nada.

Se puso los zapatos de tacón alto.

«¡No está mal!»

El segundo mensaje era de Cierno.

—Giulia, soy Cierno. Quería decirte que Fiorenza no va a ir... le duele la cabeza. Te pide mil excusas. Espero que no sea un problema...

«¡Mentira! Han vuelto a pelearse.»

Se puso el sujetador Sculpture. La verdad es que le dejaba un par de melones embarazosos.

El tercer mensaje era de Deborah.

—Hola Giulia, soy Debby. No sé qué hacer. ¿Tú cómo te vest...?

—¿Oye? ¡Oye, Debby! Soy Enzo.

—¿Enzo?

Enzo había contestado a Deborah sin desconectar el contestador, y éste había grabado la conversación.

—Sí. Soy yo. Giulia no está. ¿Qué haces?

—Nada... ¡qué rollo! No tengo malditas las ganas de ir a la cena de Giulia. ¡Dichosa nochevieja! Habría que celebrarla en un país musulmán. Allí, a las diez, todos a la cama...

«Mírala qué rica», pensó Giulia echando la espuma de baño en la bañera, «qué te parece, la gilipollas esta. Y además, ¿a qué vienen esas confianzas con Enzo?»

—¿Tengo que ir por fuerza?

Pues sí. A mi tampoco me hace gracia, ¿sabes?... pero nos ha tocado.

Giulia volvió a su dormitorio y se sentó en la cama.

De acuerdo, iré. Basta con que estés cerca de mí. Lo hago sólo por ti, Pimpi. Pero ahora ven aquí un rato, necesito muchos mimos para soportar la velada... ¡te echo de menos!

«¡Mierda!»

—Y yo a ti. Un montón.

«¡Mierda!»

A Giulia se le hizo un nudo en el estómago. Abrió la boca y trató de tomar aire, pero la tráquea se había convertido en un callejón sin salida para el aire.

—Está bien, pero no puedo quedarme mucho. Giulia volverá dentro de poco. Le he prometido echarle una mano.

—Está bien. Te espero.

Final de la llamada.

A Giulia todo le da vueltas, la habitación, la cama, la lámpara. Un sudor frío le bajó por las axilas y unas llamaradas de calor le encendieron la cara. Apuró el vino de un trago.

«No lo has oído bien. Tranquila. Ahora lo vas a escuchar otra vez, ya verás como te equivocas. Has tenido una alucinación. Una vulgar alucinación acústica. Eso es, no has oído bien.»

Lo volvió a escuchar tres veces.

A la tercera entendió que todo era verdad. Que no era una broma. Que esa guarra le llamaba Pimpi a su hombre. Y que su hombre echaba de menos un montón a Deborah.

Mientras tanto el dolor había pasado de la boca del estómago a la garganta, y ella musitaba tumbada en la cama:

—Dios mío, Dios mío, qué mal me siento... me siento fatal. Fatal de verdad.

Se quedó así, tumbada, medio desnuda en la cama.

Luego trató de llorar.

Nada. No lo conseguía.

Tenía los ojos secos como rocas del desierto. Pero dentro había algo que se movía. Era una tormenta a punto de estallar. No era tristeza y dolor por haber sido traicionada por Enzo, después de darle las llaves de casa, traicionada por Deborah, su mejor amiga, su amiga del colegio. No, dentro del corazón de Giulia se estaba abriendo paso, entre ese torbellino de sentimientos contradictorios, algo distinto, algo malo y amargo que explotó de pronto con una risa de hiena.

Furor. Rabia. Odio. Desprecio.

Eso es lo que tenía dentro.

Para esa puta robahombres y para ese mamonazo.

—¡¡Ahhhhü ¡Me las pagaréis! Juro por mi madre que me las pagaréis —estallo por fin poniéndose de pie en la cama. Sacó la cinta del contestador y la levantó con las dos manos, como si fuera el santo Grial, luego la besó y la puso en el cajón de la mesilla, lo cerró y se metió la llave en el sujetador.

Fue al cuarto de estar y cogió dos marcos de plata.

En uno estaba la foto de Enzo, en bañador, sosteniendo un mero con la mano, y en la otra la de Deborah con traje de esquí en las pistas de Campo Felice. Los tiró al suelo. Rompió los cristales y los marcos saltando encima de ellos. Cogió la botella del alcohol, lo vertió encima y le prendió fuego. Enseguida se levantaron unas insidiosas llamas azules y Giulia comprendió que había que apagar inmediatamente esa hoguera que podía estropear el parquet, incendiar la casa.

Abrió las piernas y orinó encima.

4. MICHELE TRODINI - 19:48

—¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Mira! —dijo Michele Trodini mientras clavaba con su abuelo, el señor Anselmo Frasca, una larga batería de cohetes en los tiestos de flores de su madre.

Los dos estaban en el balcón de la cocina. Vivían en el tercer piso del edificio Capri.

—¿Qué pasa, Michele?

—Hay... hay una mujer. Una mujer. Está desnuda. Y...

—¿Y?

—Pues... está haciendo... pis en el salón.

El viejo estaba sentado en una butaca de plástico.

Todavía estaba en forma para su edad, pero no veía tres en un burro desde que le habían operado del ojo izquierdo.

—¿Dónde esta?

—Justo delante de nosotros. En el edificio Ponza. ¿La ves?

El abuelo empezó a guiñar los ojos y a alargar el cuello transformándose en una vieja tortuga miope.

—¿Y dices que está completamente desnuda?

—No, lleva sostén...

—¿Cómo es? ¿Es guapa?

—Mucho, abuelo.

Aunque Michele tenía once años, sabía reconocer un buen cuerpo de mujer, y el de la meona del edificio de enfrente era el mejor que había visto en su vida. Ni siquiera su prima Angela tenía nada parecido.

—Ve a mi habitación, corre, hijo. Tráeme los prismáticos. Yo también quiero verla.

Michele se levantó y corrió a la habitación del viejo. Sabía que al abuelo le gustaban mucho las mujeres desnudas. Todas las noches se dormía viendo «Colpo Grosso». Allí, en la butaca, con la boca abierta y el mando a distancia en la mano.

Su abuelo había sido alpino, y en su alcoba todavía tenía los banderines y las fotos en blanco y negro de su regimiento. Abrió el armario, y junto a las camisas planchadas y perfumadas con espliego encontró sus viejos prismáticos. Los cogió. Atravesó volando el comedor. Su hermana Marzia y su madre estaban poniendo la mesa con el mantel bueno y los cubiertos de plata.

—Michele, ¿por qué no nos ayudas un poco?

La voz de su madre le dejó clavado en la puerta del balcón.

—Ahora voy, mamá...

—Y dile al abuelo que entre. Hace mucho relente para que se quede ahí fuera tanto tiempo. ¿Qué haces con esos prismáticos?

Michele se lo pensó un momento.

¿Tenía que decirle la verdad a mamá?

—Estamos viendo los fuegos artificiales.

Salió al balcón. La mujer todavía estaba allí. Le dio los prismáticos al abuelo, que se los puso a toda prisa.

—Michelino, Michelmo. ¡Qué buenorra! ¡Qué buenorra!

—dijo el abuelo, como unas pascuas.

Sí, era un asunto de hombres.

5. OSSADIPESCE - 19:50

Massimo Ossadipesce Russo corría montado en su Morini tres y medio roja por el viaducto de corso Francia.

Corría es mucho decir, dejémoslo en avanzaba.

Avanzaba tranquilo, en el satisfecho tráfico festivo.

Le estaba dando vueltas a la cabeza.

«Hay que encontrar apoyos firmes», se decía. «Apoyos fijos, sólidos, para cambiar la vida. Empieza un año nuevo y entonces yo me convierto en un hombre nuevo. Me deshago de las viejas costumbres y le echo huevos. Me convierto en una persona seria.»

«¿Desde cuándo no apruebo un examen?», se preguntó.

Era una de esas preguntas que normalmente evitaba hacerse. Pero aquel era un día especial. El último del año. Un día más adecuado para hacer un repaso de la vida de uno que para ir de juerga.

«Bastante. ¿Cuánto hace? Ocho, nueve meses. Pero se acabó. Tranquilos. En febrero apruebo el examen de literatura italiana. En abril el de historia contemporánea y en junio un buen examen facultativo... Todo va a cambiar. Juro por Dios que todo va a cambiar. Hasta puede que me licencie dentro de un par de años.»

Sí, iba a empezar al día siguiente, primero de enero.

Ducha por la mañana. Orden en la habitación. Nada de teléfono. Nada de tele. Nada de pijadas. Nada de canutos. Nada de bocatas en el bar. Nada de escapadas en moto a Arezzo con Cristiano. A romperse los codos sobre los libros. Tres horas por la mañana y tres horas por la tarde.

Lo que yo te diga.

Un jodido calvinista.

«Y además sin hacer un pijo en todo el día me encuentro mal, tengo que hacer algo, si no ni siquiera seré capaz de apreciar las cosas buenas de la vida», se dijo en un arranque de franqueza e introspección que le sorprendió positivamente.

Luego le asaltó una duda legítima.

«Estoy diciendo esto porque me he liado un porro como un cartucho de dinamita con mi hermano Andrea. Cuando se me pase el efecto volverá el Ossadipesce de siempre. Indolente, vago y porrero.»

Enfrascado en estas importantes consideraciones no se había dado cuenta de que un viejo autocar azul, con matrícula NA, se le había puesto al lado. Por las ventanillas asomaban unas banderas del Nola Sporting Club.

Dentro había una panda de hinchas exaltados. Silbaban, chillaban. Armaban un jaleo tremendo.

El autocar empezó a acorralarlo contra la barrera lateral.

Ossadipesce se echó a un lado y empezó a tocar el claxon.

«¡Serán imbéciles! ¡Apartaos un poco!»

No podía adelantarles, había demasiado poco espacio, y se vio obligado a frenar bruscamente para no acabar chocando con la barrera.

Aceleró de nuevo persiguiendo al autocar, que se había pasado al carril de adelantar.

Se puso a su altura. Justo al lado del chófer. Y como no era de los que hacen como si nada, de los que pasan, chilló:

—¡Cabrones! ¡Volveos al Sur si no sabéis conducir!

Se preguntó si habrían oído sus palabras. ¿Se las habría llevado el viento? De modo que para dejar las cosas claras alargó un brazo y les hizo los cuernos.

Tomaba sus decisiones y actuaba con mucha lentitud, porque esa maría que se había fumado era una bomba mortífera.

La ventanilla del chófer se bajó.

«Lo han oído. Lo han oído, los muy maricones.»

Ossadipesce estaba dispuesto a librar una batalla verbal con el conductor, esperaba que le dijera algo poco amable de su persona, en fin, palabrotas, y en cambio vio asomar una mano gorda y tosca que le tiró algo.

«¿Un cigarrillo encendido?»

La colilla voló hacia él y aterrizó justo entre sus piernas, en el asiento de la moto.

«¡Qué puntería!»

Trató de inclinar la cabeza para ver dónde estaba la colilla, pero el casco se lo impedía. Entonces buscó a ciegas, pero el guante no le daba la sensibilidad necesaria para encontrarla.

Y luego se produjo la explosión.

Fortísima.

El corazón se le puso en la garganta. Durante un momento perdió el control de la moto, que empezó a tambalearse peligrosamente. Estuvo a punto de chocar con un coche, pero logró enderezarla, mientras apretaba los dientes y blasfemaba.

«¡Me han tirado un petardo! ¡Esos hijos de puta me han tirado un petardo! ¡No me lo puedo creer!»

Mientras tanto el autocar se había alejado. Ossadipesce aceleró y el motor bicilíndrico de su Morini rugió de rabia. Se lanzó a un eslalon desaforado entre los coches que le separaban del rodante. Hizo barbaridades hasta que se puso a su lado, por el lado del chófer.

—¡Baja! ¡Baja! ¡Baja! —le gritó con todo el resuello que tenía al cabrón que conducía.

No lograba verle tras el cristal sucio.

Tocó el claxon.

—¡Baja, baja, mamón!

Esos capullos seguían silbando, agitando sus banderas, y no le hacían ni caso.

Primero le habían vacilado y luego...

Pero el cabezota de Ossadipesce no podía dejarlo así. Se acerco al autocar y empezó a dar patadas contra la portezuela mientras se desgañitaba:

—¡Baja! ¡Baja! ¡Baja! ¡Hijo de la grandísima puta!

El autobús se arrimó de pronto a la derecha, reduciendo la marcha.

«Lo de mentarles a la madre no falla», se dijo muy contento.

Ahora el autocar estaba parado en el arcén. Ossadipesce también se detuvo, detrás, a unos veinte metros. Se quitó el casco y bajó de la moto. Entornó los ojos tratando de poner cara de duro, de piedra. Tipo inspector Callaghan.

Ossadipesce debía su sobrenombre a ese cuerpo flaco y huesudo que tenía. Una raspa de sardina. Las costillas salientes y las caderas pequeñas. Dos zancos en lugar de piernas. Calzaba un 46. Casi dos metros de altura. La cabeza pequeña, y en lugar de nariz un increíble pico de tucán.

El autocar seguía parado al lado de la carretera. Las banderas ya no se agitaban, estaban caídas y los hinchas, de pronto, se habían vuelto silenciosos. Sólo el humo negro salía del tubo de escape oxidado.

No bajaba nadie.

Ossadipesce se quitó los guantes.

Los coches pasaban zumbando a su lado.

«Los mamporros se dan con las manos desnudas.»

Decidió darle al gárrulo que conducía el autocar un estímulo suplementario para que bajara.

—Tu madre te engendró acostándose con todo el asqueroso equipo del Nola. ¡Hijoputa! ¡Baja! ¡Baja! ¡Baja!

El chico tenía agallas para dar y tomar.

La portezuela del autocar se abrió lentamente. Y era como en una película norteamericana. Sólo que al otro lado del autocar no estaba el desierto de Arizona y un viejo surtidor de gasolina al sol, sino el barrio Fleming con sus casas apiñadas, que relucía con la luz amarilla de las farolas y de algún resplandor de bengala.

—¡Baja! Baja, Ba...

A Ossadipesce se le helaron las palabras en la boca y los huevos se le pusieron de corbata.

El que había bajado del autocar no era un hombre, era un armario. Enorme. Una bestia parda. Tan grande que con los hombros ocultaba la carretera, el viaducto de la Olímpica, todo.

«¿Quién eres? ¿El increíble Hulk?»

Ossadipesce se quedó un momento fascinado por ese amasijo de músculos, por ese triunfo de la testosterona, por esas manos que parecían palas para la pizza, por esos ojos estúpidos y porcinos que le miraban con odio, pero luego e cerebro le explicó lo que habrían podido hacer esas manos en su frágil cuerpecito, y entonces chilló aulló gimoteó a la vez:

—¡Sube! ¡Sube! ¡Sube! ¡Sube!

Con un salto acrobático se plantó otra vez sobre la Morini. Hundió el pie en el pedal de arranque y salió zumbando, empinado sobre una rueda.

6. FILOMENA BELPEDIO - 19:53

Filomena Belpedio llegó a la conclusión de que la vida le había dado poco.

¿Le había dado una familia para contar con ella? No.

«Efectivamente, estoy más sola que la una. Mi marido vive en otra ciudad. Tiene otra mujer. Diez años más joven que yo. Mi hijo se ha marchado. Vive en Los Ángeles. Iba a ser director de cine. Es camarero en una pizzería italiana.»

¿Le había dado un trabajo para vivir de él? No.

«El último trabajo, vendedora de seguros de vida, ya es un lejano recuerdo. Y como no tengo ningún talento especial sé con toda seguridad que no encontraré otro. Además ya no tengo ánimos para echarme a la calle a mendigar otro puesto de trabajo.»

¿Le había dado la belleza? No.

«Estoy vieja y fea. Con este pelo estropajoso. Con esta boca sin labios. Con esta piel amarilla y grasienta. Si por lo menos fuese un poco pasable podría hacer la calle. Así me podría ganar la vida. No hay problema. Nada de falso pudor.»

Entonces, ¿qué le había dado? Nada. Nada de nada.

«No, no es verdad. Tienes esta casa.»

Todo lo que le quedaba era ese piso. Ese piso que ya no podía pagar. Ese piso en el lujoso «Complejo residencial delle Isole». La urbanización más tranquila y serena de la vía Cassia.

Miró hacia fuera.

Hacia las ventanas iluminadas del edificio Capri. Allí todos eran felices. Familias, gente que creía en el futuro. Todos tranquilos. Todos allí, comiendo, celebrando la nochevieja, listos para descorchar el champán y brindar por el año nuevo. Por los éxitos futuros.

En un balcón vio a un viejo y un niño que miraban los fuegos artificiales con unos prismáticos.

Esa estampa familiar se le atragantó.

«¿Y tú, querida, qué tienes que celebrar? ¿Qué es lo que esperas del año nuevo? Bueno... Quizá... Podría... ¡No! Ni lo intentes. Nada. Ni hablar. Tú ya te tragaste tu dosis de mierda, incluso quisiste pasarte de la raya, te atiborraste. Ahora estás llena. De modo que basta.»

Y ni siquiera se sentía triste. Estaba considerando racionalmente las cosas.

«Se certifica.»

Los placeres de un forense.

A medianoche se acabaría el año. Y luego empezaría otro nuevo, seguramente peor que el pasado, y Filomena no sentía esperanza ni tampoco angustia.

Se levantó cansinamente del sofá y fue a la cocina arrastrando las zapatillas. Abrió la puerta de debajo del fregadero y sacó una bolsa de plástico. Cogió una botella de Coca-Cola light de la nevera y un vaso, y volvió al cuarto de estar. Lo puso todo en la mesita baja que había delante del sofá. Agarró el tarro de cristal en el que tenía unos viejos caramelos de miel y los echó en el cubo. Se sentó. Cogió el mando a distancia y puso la tele.

Salieron Mara Venier, Drupi, Alba Parietti y Fabrizio Frizzi presentando «Nottatona di capodanno».

—Entonces, Drupi, ¿qué esperas del año nuevo? —preguntaba Mara.

—Pues Quizá que la gente esté más tranquila y relajada. Que vivan la vida sin correr, sin girar sobre sí mismos como peonzas. ¿Sabes, Mara? Un primo mío muño por el estres... —dijo Drupi. .

Mientras tanto Filomena había empezado a sacar cajas de medicinas de la bolsa.

Roipnol. Alcyon. Tavor. Nirvanil. Valium.

Abría las cajas, sacaba las pastillas y las echaba en la sopera.

Algo así como cuando se desgranan las alubias.

La llenó hasta la mitad. Luego subió el volumen de la tele, se sirvió un poco de Coca-Cola, apoyo los pies en la mesita, se puso la sopera entre las piernas y empezó a masticar píldoras como si fueran palomitas de maíz.

7. ATTILIO RINALDI - 20:00

El abogado Attilio Rinaldi, hundido en el grueso diván de piel de su despacho, se masturbaba delante del televisor encendido.

El presidente de la República acababa de empezar su discurso inaugural.

Era un sistema preventivo, el de masturbarse, al que prefería recurrir antes de estar con Sukia.

Esa chica le volvía completamente loco, y la última vez que habían estado juntos él se había corrido enseguida. Cuestión de un par de minutos. Además de la poca satisfacción, había hecho un papelón de mierda.

«¡Es mejor descargar!»

Tenía toda la noche para estar con ella, y no quería disparar sus cartuchos enseguida. Se lo había montado bien para esa nochevieja. Hacía meses que planeaba esa noche de desenfreno. Y por fin había llegado.

Había comprado ostras y champán para brindárselos. Había desconectado los teléfonos, los fax. Había bajado todas las persianas. Apagado todas las luces.

En ese dichoso «Complejo residencial delle Isole» el deporte preferido de la gente era fisgar en las casas de los demás. Malditos mirones.

Mientras estaba allí, con la cabeza hacia atrás, los pantalones bajados, la boca abierta, el discurso del presidente en los oídos, el teléfono móvil de su chaqueta empezó a sonar.

—¡¡Ahh!! ¿Quién será ahora? —rezongó, interrumpiendo el acto de autoerotismo.

«¡No contesto!»

¿Y si era Sukia que no daba con la dirección?

Contestó.

—¿Diga?

—¡Hola, Attilio!

«Noo, mi mujer...»

Todo el trabajo que había hecho hasta entonces se le desinfló en la mano en un momento.

—¡Hola, cariño! ¿Qué tal?

—Vaya... ¿y vosotros?

—Todo va bien. Paolo no ha querido esquiar. Se quedó en casa. Dice que no quiere esquiar sin su papá. Andrea quiere a toda costa unas botas nuevas, de esas peludas...

—¿Hay nieve?

—Mucha. Sólo faltas tú... también está mi madre.

«Y encima la vieja foca. ¡Vaya plan!»

—¡Ah, qué bien...! A vosotros también os echo mucho de menos. No veo la hora de volver a veros...

—¿Cómo está el tiempo en Cagliari?

—Pues... así. Nuboso —se aventuró el abogado.

—¿Y el congreso, qué tal?

—Un aburrimiento mortal... Dale recuerdos a tu madre, a Paolo y a Andrea, y felicítales el año nuevo... Ahora tengo que dejarte.

—Okey, cariño. Felicidades a ti también. Te echo muchísimo de menos... te quie...

—Yo también. Yo también. Está aquí el abogado Mastrantuono... Pasado mañana nos veremos en Cortina. Hasta luego, cariño.

Cortó la comunicación y soltó un juramento. Tenía que empezar de nuevo.

8. 20:10

Attilio Rinaldi no era el único que estaba viendo al presidente por la televisión. Todos los inquilinos y los invitados se habían plantado delante de sus aparatos y resultaba extraño ver cómo el «Complejo residencial delle Isole» durante la media hora del discurso se había como relajado, se había vuelto serio y pensativo. Frente a la valoración del año que terminaba y las esperanzas puestas en el año que empezaba todos se aplacaban. Se sentaban y escuchaban. Los fuegos artificiales también se habían atenuado, y sólo Michele Irodini seguía impertérrito lanzando bengalas desde su balcón. Su padre y su abuelo, sentados a la mesa, comían salchichón e insultaban al presidente. Su mamá, en la cocina, escuchaba con una oreja pero se preocupaba más por el pastel de queso en el horno, que no subía.

También en el gran ático del notario Rigosi, en el último piso del edificio Capri, todos los invitados, con un vaso de fragolino en una mano y un canapé de paté de jabalí en la otra, se apiñaban delante de la pantalla gigante Nordmende y comentaban las palabras del viejo presidente.

Lo que más les impresionaba era que ese viejo chocho se había hecho un estiramiento que le había dejado como una especie de momia egipcia. También se comentaba el color de su corbata, que se daba de tortas con la chaqueta.

Azul y marrón, perfecto palurdo.

Cristiano Carucci, en su búnquer, detrás de la cocina de la portería, había encendido su pequeña tele en blanco y negro y blasfemaba. Cómo podía decir ese mentecato que los italianos estaban arrimando el hombro para ayudar a los países subdesarrollados.

Giulia Giovannini, después de limpiar el suelo del comedor, se había vestido por fin y preparaba la sopa de nochevieja. Cantaba «Margherita» de Cocciante con el volumen de la tele quitado.

Filomena Belpedio trataba de seguir al presidente, pero no lo lograba. Los párpados empezaban a pesarle como dos guillotinas. Le costaba mantenerlos abiertos, y la cabeza se le caía sobre el pecho.

El general Rispoli y su mujer, dos setentones que vivían en el primer piso del edificio Capri, estaban en la cama, y sorbían como de costumbre su puré de verdura. Estaban viendo en Rete Oro una película en blanco y negro con Amedeo Nazzari.

9. OSSADIPESCE - 20:15

A Ossadipesce le volvían loco las flores de calabacín fritas. Lo último.

Estaba sentado a la mesa en compañía de todos esos porteros, y no podía parar de tragar. No había problema. La señora Carucci, la madre de Cristiano, las había frito en cantidades industriales.

—La felicito, señora. Están riquísimos... pero ¿dónde está su hijo? —le preguntó a la portera con la boca llena.

—Está en su habitación. Dijo que no se sentía bien. Yo no le entiendo, es tan solitario. ¿Por qué no le llevas un poco? Y le convences de que venga aquí con nosotros.

—Claro, señora, ahora voy.

Cuánto le gustaba a Ossadipesce hacerse el fino.

Y además la madre de Cristiano no estaba nada mal. Con esos morros sensuales. De joven tenía que haber sido una guarrota de cuidado.

Quizá...

Saciada el hambre de porro con esa delicia, se levantó de la mesa, saludó a todos los porteros que estaban viendo al presidente por la tele y con el plato de flores de calabacín en la mano llamó a la puerta de su amigo.

—¿Quién es? —rugieron al otro lado.

—Soy yo.

—¿Yo quién?

—¡Ossadipesce! Abre.

Entró. Cristiano todavía estaba en pijama, tumbado en la cama, y tenía un pequeño televisor entre las piernas.

Parecía un presidiario.

—Viejo homeboy de mierda, ¿qué te pasa? ¿Que mosca te ha picado? —le preguntó a Cristiano, poniendo el plato en la cama.

—Me ha entrado una depresión de caballo, joder. Lo sabía. Peor que en Navidad. Siempre me pilla así, durante las fiestas.

—Tranquilo, me ocuparé de ti. Ha llegado el rey mago. Con regalitos...

Ossadipesce se quitó la mochila Invicta naranja. La abrió y sacó una bolsa de plástico llena. La puso bajo las narices de su amigo.

—¿María?

—¡Calabresa! Un petardazo. Esta noche la armamos, Cristiano. Yo estoy listo.

—No, no me va el rollo. Si me lío un porro me entra una ansiedad tremenda. Empiezo a pensar en todo lo que tengo que hacer y...

—Esta no te dará ansiedad. Te lo juro. Y además, mira. Mira lo que tengo aquí.

Ossadipesce sacó de la Invicta dos largos cirios oscuros.

—¿Qué coño es eso?

—¡Dinamita! Dinamita, amigo. ¡Explosivo! Con esto se podría volar un edificio de diez pisos. Tenemos que hacerla estallar a medianoche. Podríamos tirarlos en la zanja que hay detrás del centro social. Quiero que suelte un pedo de los que hacen época. Un pedo tan tremendo que todos esos desgraciados con sus fueguecitos de mocosos quedarán a la altura del betún.

Ossadipesce había puesto el clásico tono de sabelotodo que se lo sabe montar que Cristiano detestaba.

—¡Pero tú estás zumbado! No hagas el canelo. Imagínate que te explota en la mano... Y además ¿quién te ha dado eso? Está prohibido.

—Top secret. Top secret. Y ahora vístete, que mientras tanto te preparo un buen canuto reconstituyente. Esta noche tenemos trabajo.

10. ENZO DI GIROLAMO - 20:18

Enzo Di Girolamo, el novio de Giulia Giovannini, después de dejar su Cherokee azul en el aparcamiento de la urbanización se dirigió tranquilo y meditabundo a la gran explanada con árboles que había entre el edificio Ponza y el Capri.

Estaba contento.

La vida le iba a pedir de boca.

Era un gestor eficaz. Un economista con lo que hay que tener.

Aquella mañana por fin había terminado de escribir un documento absolutamente fundamental. Unico. Un informe sobre la situación y el desarrollo de la pequeña y mediana empresa en la baja Ciociaria. Llevaba seis meses trabajando en ello. Un informe que seguramente, al año siguiente, llegaría hasta la dirección del IRI.

Y además gustaba a las mujeres.

Le gustaba a Giulia. Le gustaba a Deborah.

Serían sus modales tranquilos pero al mismo tiempo seguros, lo que hacía que las mujeres se le pegaran como lapas.

Cualquiera sabe. El caso es que gustaba.

Se preguntó si se había enamorado de Debby.

Ya la echaba de menos. Ese encuentro furtivo le había sentado muy bien. Le había cargado las pilas. Ahora tenía energía suficiente para afrontar toda la velada, incluyendo la fiesta y la farsa de amor con Giulia.

Había llegado el momento de reflexionar un poco. Acerca de todas esas mujeres. Y sobre todo, había llegado el momento de planear sus próximas estrategias sentimentales.

¿Debía hablar con Giulia?

Decirle que ya no podía estar con ella. Decirle que tenía una relación con su mejor amiga. ¿Ser sincero?

Jamás.

Eso jamás.

Sólo tenía dos posibilidades.

Como astuto economista, tomó en consideración los factores importantes de las dos hipótesis.

Hipótesis A: dejar a Giulia.

«Discusiones toda la noche. Escenas demenciales. También te puedes llevar algún tortazo. Giulia ha llegado a tenerle un apego exagerado a mi persona (cada vez que follamos me susurra monótonamente: te amo, te amo... ¡eso no me gusta!). Tienes que marcharte de una casa cómoda. Tienes que hacer la mudanza. Cargar con todos tus bártulos e irte a casa de Debby (¿estás seguro de que te acogerá?), ese apartamentucho oscuro del Trastevere, todos los amigos de Giulia dirán que eres un mierda, tienes que buscarte un nuevo círculo de amistades (¡dificilísimo!), consolar á Debby porque seguramente se sentirá una rastrera por haberle robado el hombre a su mejor amiga, tienes que volver a cambiar de número de teléfono y sobre todo se acabaron los cubanos con Giulia...»

Hipótesis B: no dejar a Giulia.

«Sigue con dos mujeres, con todo lo que supone de tiempo y dedicación, Debby te dirá que no tienes huevos, correrás el riesgo de que Giulia lo descubra, te beneficias a dos en vez de a una sola (¿negativo o positivo?)...»

¿Por qué Deborah le estaba embrujando?

No era tan bonita como Giulia. Ni tan llamativa. Ni tan extravertida. Con un cuerpecito anoréxico. No sabía cocinar, tenía menos dinero que Giulia, tenía esos gatazos apestosos, y sin embargo... Sin embargo Enzo nunca había conocido a una mujer así. Con un coco privilegiado...

Una guionista.

«Alguien que se plantea problemas más profundos que la celulitis, las carreras de las medias, el color de los armarios de la cocina. Alguien que sabe que existen Hermann Hesse y Milán Kundera.»

Abrió la puerta acristalada del edificio y entró en el ascensor.

En cambio Giulia ¿en qué falla?

«Es ignorante. Ignorante a más no poder. Habrá leído, bien que mal, dos o tres novelas. A la Tamaro y La ciudad de la alegría. Y además es tan hortera... Una azafata de GBR. Con esas tetonas. Ese pelo teñido. Esos morros.

Abrió la puerta de casa enfrascado en ese dilema. Ni siquiera se dio cuenta del olor a alcohol quemado. Se quitó el abrigo, lo colgó del perchero y entró en la cocina. Todavía llevaba en la mano el maletín.

Giulia estaba colocando las lonchas de salmón ahumado en una fuente alargada de Vetri.

—Por fin lo he hecho. Amor mío, preciosa... —dijo y luego le dio un beso en el cuello, robando una loncha de pescado de la fuente. Se la metió en la boca.

—¿Qué has hecho? —preguntó Giulia, tapando el hueco que había dejado con otra loncha.

—Llego con retraso. Pero acabo de terminar el informe anual para el IRI. Un coñazo como no te puedes imaginar... Pero son cosas importantes... Si no las hago yo... Dejo la cartera en el despacho y te echo una mano... —contestó con la boca llena, y salió al comedor.

—No te molestes. Descansa. Dentro de poco llegarán los demás. ¿Quieres algo de beber, cariño? —le gritó ella.

—Sí, gracias, calabacita mía. Un vino blanco.

«¿Has visto cómo se ha arreglado esta noche?», se dijo Enzo con repelús, encogiéndose. «¿Has visto qué horror de vestido, enseñando las tetas? Vaya número. ¡Basta! Esta noche se lo digo. Después de la fiesta. Que sea lo que sea. Ya no puedo seguir con ella. Se acabó. ¡A empezar un nuevo año!»

11. GIULIA GIOVANNINI - 20:25

Cuando Enzo volvió a casa Giulia Giovannini estaba colocando salmón en la fuente. Le vio delante de ella. Con esa cartera en la mano y la corbata desanudada. Esos ojos brillantes de cachorro bueno y agotado por el trabajo, y le odio completa, definitiva y totalmente.

En su corazón no había sitio para nada más.

Le había dado a ese hombre todo lo que tenía, el amor, la casa, la confianza, y él se había limpiado el culo con ello.

Y la otra noche ese hijo de puta había insistido para que le hiciera una mamada completa y se la había hecho, a pesar de lo que le horrorizaba esa costumbre. La primera de su vida. Se había tragado sus podridos espermatozoides por amor.

«¡Qué asco!»

Escupió en la pila.

¿Qué se había creído el muy cabrón...?

Informe anual del IRI. Todo el día trabajando. Si no lo hago yo.

«Anda ya, embustero. Mamón de mierda.»

—No te molestes. Descansa. Dentro de poco llegarán los demás. ¿Quieres algo de beber, cariño? —dijo Giulia, tratando de poner el tono más normal del mundo.

—Sí, gracias, calabacita mía. Un vino blanco —le oyó decir.

Con una sonrisa maligna en los labios sacó de la nevera una botella y llenó un vaso. Luego sacó un frasquito transparente de un cajón.

Guttalax.

Y sin poder contener la risa vertió la mitad en el vaso.

12. ROBERTA PALMIERI - 20:28

A Roberta Palmieri todo ese barullo de la nochevieja le traía al fresco.

Vivía en el primer piso del edificio Ponza.

Estaba meditando. Desnuda. En la posición del loto. Estaba descargando el estrés. Explayando su espíritu.

Esperaba visita.

—No es más que otra estúpida convención social. Otro producto de esta estúpida civilización del consumo. Te dan la tabarra en Navidad, en reyes y también en nochevieja. Convenciones. Sólo convenciones. La paz y la alegría se encuentran en los recovecos más escondidos de nuestra mente. Allí siempre hay una fiesta, lo único que hay que hacer es encontrar la puerta de entrada —le había dicho poco antes a Davide Razzini durante una reunión de meditación tántrica organizada en la asociación Amigos de las Pléyades.

Había sentido por ese joven algo que definía como empatía, fusión, y le había invitado a su casa el día 31.

—No sé si podré... Tengo la cena de nochevieja, ¿sabes?... La familia, esas cosas... —había contestado Davide, indeciso.

—Venga. Ven a mi casa. Siento por ti una fuerte atracción. Podríamos hacer el amor. Fundir nuestras esencias. Durante una estancia en California el santón Rawaldi me enseñó las técnicas para alcanzar los cuatro orgasmos cósmicos. El de agua, el de fuego, el de aire y el de tierra.

Davide había aceptado enseguida.

Roberta terminó la meditación. Se envolvió en un pareo balinés y se puso a preparar una cena a base de leche de cabra, pepinos y feta griega. De los altavoces del equipo de música salían unos gemidos, como llantos de recién nacidos.

Era una cinta con el sonido de las oreas de Alaska mezclado con el viento de la estepa rusa.

Puso los cuencos de loza en el centro de la mesita de ébano y encendió dos enormes cirios marroquíes.

Todo estaba listo.

Se sentía relajada y con el karma adecuado.

Sólo faltaba Davide.

13. THIERRY MARCHAND - 20:45

Thierry Marchand estaba sentado en el pequeño tablado de la sala de vips del Lupo Mannaro.

Estaba borracho.

Le habían vuelto a vestir de la cabeza a los pies. Llevaba puesto un frac azul con lentejuelas. Estaba tocado con una pequeña chistera roja de cartón, sujeta con una goma Estrechaba entre sus brazos a Régine, su arpa. Frente a el había una veintena de mesas preparadas, con velas en el centro. Unas guirnaldas de papel de colores adornaban las paredes y el techo. Los clientes, también con sombreritos en la cabeza, chillaban, tocaban trompetillas y tiraban confetis. Los camareros con sus uniformes estampados ya habían servido los entremeses.

Ostras, lechuga rizada y escamas de parmesano.

Thierry sentía todo ese jaleo como si estuviera lejos.

El ruido de los cubiertos. Las conversaciones. La risa excesiva.

Todo quedaba detrás de un muro de alcohol.

«Soy como un pez tropical en un acuario.»

Veía esos ojos distantes que le observaban y él, a cambio, había plasmado en su boca una sonrisa idiota.

Pero sobre su corazón se había abatido un invierno ruso y un grueso nudo se había instalado, como un parásito, en el fondo de su garganta.

Hacía años que no se sentía tan mal.

«¡Qué bajo he caído! Vestido como un payaso. Yo, un gran músico bretón. Más solo que la una en esta mierda de sitio. No tengo un amigo, no tengo nada...»

Empezó a acariciar el arpa.

Sentía que había llegado al final del trayecto.

Ese viaje a Italia había sido un auténtico desastre.

Había partido en junio con su mujer y su hija de tres años de Bunix, una aldea de Bretaña. Los tres en la furgoneta acondicionada para vivir en ella. La idea era recorrer Italia, ahorrar un poco tocando y luego marcharse a la India para quedarse allí. Su mujer, una rubia guapetona de 26 años era una buena madre y él estaba seguro de ser un buen padre.

Al principio todo había salido a pedir de boca.

Thierry tocaba en pequeños locales folk, Annette cuidaba de la pequeña Daphné y los ahorros, el dinero para la India, los guardaban en un bote de mermelada escondido en el motor.

Luego Thierry volvió a beber. Por la noche, después de los conciertos, se fundía la paga en los bares. Volvía a la furgoneta borracho perdido, se tumbaba junto a su mujer que dormía con la pequeña en brazos y se quedaba inmóvil mirando el desplazamiento de la luna por la ventanilla sucia.

¿Por qué bebía?

Porque su padre bebía y porque su abuelo bebía y porque todo su pueblo bebía. Y además porque en su interior sentía que quizá si hubiera creído un poco más en sí mismo habría podido ser famoso, grabar un disco, y en cambio tenía 45 años y vivía en una furgoneta de mierda que perdía aceite. Y todas las historias de la vida «on the road», de la libertad de la carretera que le contaba a su mujer ya no le convencían tanto. Luego, un día, Annette abrió el bote de mermelada y lo encontró vacío. Se largó llevándose a la niña consigo. Ni siquiera se enfadó, se fue sin más.

Thierry siguió recorriendo Italia solo, libre ya para destrozarse el hígado a su antojo. Empezó a tocar en la calle. En las plazas, en los mercados. Por calderilla.

«Ni siquiera la llamaste en Navidad...»

Ahora, dentro de la salita para vips del Lupo Mannaro, tenía ganas de llorar.

Hizo un esfuerzo.

Agarró el micrófono.

—Buenas noches a todos. Disculpad mi italiano... Bueno, ¿qué, estamos preparados para un año lleno de? ¿De? Por supuesto, de las tres eses. En mi pueblo se dice siempre. En la vida se necesitan las tres eses. ¿Sabéis lo que son las tres eses? Es fácil. ¡Vamos! ¿No lo sabéis? Bueno, pues lo diré yo: ¡suerte, salud y sexo!

Blandos aplausos del público.

—Vamos, no os oigo, quiero oír un buen sí. Bien. ¡Más fuerte! Otra vez. ¡Más fuerte! Muy bien. Así se hace.

14. GAETANO COZZAMARA - 20:57

Gaetano Cozzamara, natural de Nola, tenía 28 años, una nariz aguileña, dos tizones por ojos, una coleta negra, dos hombros bien plantados, y vestía de Caraceni.

Era un acompañante de profesión. Un gigoló. Vulgarmente, un puto para señoras ricas.

Besamanos. Apretón de manos firme. Sonrisa franca. Conversación fluida. Había perdido el áspero acento nolés y le había quedado una dulce inflexión del sur. Todo eso le había costado lo suyo. Había tenido que leer, instruirse. Saber quiénes eran Freud, Darwin, Tambelli, Moravia. Había aprendido a reconocer a la gente por el corte del vestido y el color de los calcetines.

Aquella mañana, a las siete y media, el timbre del teléfono le sacó de la cama.

Eran sus antiguos compañeros de equipo del Nola Sporting Club.

«¿Qué querrán?», se preguntó, atontado aún por el sueño.

Hacía cinco años que no les veía.

Gaetano había sido durante tres temporadas un defensa infatigable y agresivo, querido por sus compañeros y los aficionados. Cuando decidió cambiar de rumbo, marcharse a Roma y mejorar su tren de vida, en el pueblo y el estadio hubo escenas de consternación y dolor.

Ahora todo el equipo, incluido el entrenador Aniello Pettinicchio, el masajista Gualtiero Trecchia y tres autocares llenos de hinchas estaban en Roma para jugar el 2 de enero un amistoso con el Casalotti.

Querían verle a toda costa.

Habían llegado antes a propósito, para pasar el fin de año con Gaetano. En el pueblo corría el rumor de que se codeaba con la flor y nata de la sociedad romana, que se había introducido en el círculo más selecto, el adecuado, de la televisión y el cine.

Era un pequeño mito local.

—¡Gaetá! Estamos todos. Todos. Toda la peña. Tienes que llevarnos por ahí... a las fiestas. Queremos ver a Alba Parietti. ¿Es verdad que también eres amigo de Alberto Castagna? —le preguntó por teléfono el capitán del equipo, Antonio Scaramella.

Gaetano sintió un sudor frío.

Era totalmente imposible.

Esa noche le habían invitado a una fiesta exclusivísima de la condesa Scintilla Sinibaldi dell’Orto.

«Pero qué broma es esta...»

Enfrió el entusiasmo de Scaramella.

Le explicó que sí, que alguna vez había visto a Castagna, pero que sólo se conocían de vista, y con Alba las cosas ya no iban como antes. Y luego empezó a poner excusas, una tras otra.

—Teníais que habérmelo dicho antes, muchachos. Esta noche estoy muy ocupado. No puedo, de verdad. Lo siento muchísimo, lo juro. Es una fiesta privada. En casa de una condesa. Imagínate, van a ir hasta dos ministros. Si acaso mañana. Os llevo por ahí, a ver el coliseo, San Pedro...

Scaramella, con voz apagada, dijo que lo entendía. Los ministros. La condesa. Gente de mucho copete. Los demás no se lo tomarían muy bien. Pero vale, de todas formas. Por si acaso le dejó la dirección donde paraba el equipo: «Pensione Italicus», calle Cavour 365.

Gaetano colgó el teléfono y suspiró aliviado.

«¡De menuda pesadilla me he librado!»

Durante todo el día se sintió un gusano de primera categoría. Pero tenía mucho que hacer. No podía cargar con ellos. También se iban a divertir un montón sin él. Roma está llena de locales para celebrar la nochevieja.

«No pueden hacerme la puñeta de esa manera.»

Por la tarde fue a darse un baño de rayos uva y a hacerse la manicura y se olvidó de ellos. Sacó su Porsche del garaje y recorrió la vía Cassia hasta el «Complejo residencial delle Isole». El guarda le dijo que la condesa Sinibaldi dell Orto vivía en el ático del edificio Ponza.

Nunca había estado con la condesa. La verdad es que la conocía desde hacía poco tiempo. Se habían visto en una inauguración, en una galería de arte. Sabia que era muy rica. Muy mundana. Muy bien relacionada.

Se la había presentado Rosetta Interlenghi, una joven viuda que le había introducido en el mundo de la jet.

—Le llamaré. Le llamaré. Para nochevieja. Organizo una fiesta... Una cosa tranquila, entre amigos.

Dos días después le llamó.

Le dijo que llegara temprano. Antes que los demás. Quería enseñarle su colección de cuadros.

La condesa no tenía un piso sino una verdadera mansión. Arañas de cristal. Cuadros modernos. Plata para dar y tomar. Alfombras persas. Una pompa exagerada.

Manadas de camareros con uniforme daban los últimos toques a la larga mesa aderezada.

Cuando Gaetano volvió a ver a la condesa pudo apreciar que era un verdadero adefesio. Parecía el hombre de Neanderthal vestido de fiesta. Debía de tener por lo menos setenta años. Se había remendado de pies a cabeza. Estirado todo lo estirable.

«¡Qué grima!», se dijo con disgusto.

Y enseguida entendió que lo de los cuadros era una simple excusa. Que la vieja quería otra cosa de él. Que la vieja quería empezar el nuevo año a lo grande.

«Hay que ver lo que tengo que hacer para vivir...»

Estaba ya achispada y miró a Gaetano como un niño diabético miraría una golosina. Daba vueltas a su alrededor, gataza, con el vaso de gin fizz en la mano.

—Qué guapo eres, Gaetano... Ven a sentarte aquí, a mi lado... —le dijo la condesa dejándose caer en el sofá de terciopelo y cruzando las piernas secas y leñosas.

Tres horribles perritos giraban a su alrededor y le gruñían.

El se sentó con compostura. Ella puso los muslos encima de los muslos.

Se pregunto dónde estarían ahora sus paisanos. Después de todo, no habría estado mal pasar la noche con ellos.

—Y qué elegante eres... Este traje te queda que ni pintado. Qué corbata más bonita... Oye, estaba pensando una cosa. Podríamos ir juntos a Palma por reyes. A un pueblecito encantador de Mallorca. Estamos invitados por el marqués y la marquesa Sergie. Tienen una villa preciosa...

—¿Yo también estoy invitado?

A Gaetano la idea no le entusiasmaba lo más mínimo. Conocía a los Sergie. Tenían por lo menos ochenta años. Dos coñazos galácticos.

—Desde luego, guapetón —dijo ella apurando el vaso.

La condesa se llenó enseguida otro, alargó una mano y le apretó el muslo con sus cuatro garras pintadas.

—Oye Gaetano, acompáñame a mi habitación, quiero enseñarte una cosa... —dijo con dos ojos de leona en plena tormenta hormonal.

—Más aún... —suspiró Gaetano para sus adentros.

Tuvo que ayudarla sujetándola por un brazo. Las piernas ni siquiera la sostenían.

«¿A cuántos te has cepillado, vieja alcohólica cachonda?»

En la habitación ella se tiró en la cama como un fardo, se dio la vuelta a cámara lenta y masculló con voz ronca:

—¡Hagámoslo! Hagámoslo enseguida, Gaetano. Tengo ganas. Quiero terminar este año de la manera más bonita del mundo.

—¿Ahora? ¿Ya? Pero... Dentro de poco van a llegar los invitados, condesa... —murmuró Gaetano sintiendo que unas dolorosas punzadas le atravesaban el estómago.

—Eso qué importa... Yo te pago. Desnúdate. Quiero ver cómo estás hecho por debajo...

«Me cago en la puta. Me cago en la grandísima puta.»

Se lo quitó todo. Menos los calzoncillos.

—Y ésos, ¿qué haces, por qué no te los quitas?

Se los quitó también.

—Gaetano, qué guapo eres. Desnúdame tú. Por favor. Yo no soy capaz... —masculló la condesa.

Gaetano empezó a trajinar con la cremallera del vestido de Ferragamo que no quería bajar. La condesa se dejaba zarandear a uno y otro lado como un pelele. Los tres chucho empezaron a jugar con sus pantalones de Caracem.

—¡Cabrones! Dejad mis pantalones.

—Déjales... que jueg... que jue... —dijo ella, y se derrumbo sin sentido en los brazos de Gaetano.

«¡Mierda! ¡La palmó! ¡La palmó!»

Apoyó la oreja en esa pechuga de gallina vieja. Latía.

Gracias a Dios latía.

Sólo estaba borracha perdida.

Entonces, después de dejar el cuerpo en la cama y liarse a patadas con los chuchos, Gaetano se vistió a toda prisa.

«¡Bueno! Yo me largo», se decía. «Es nochevieja. Como si no existiera. Esta noche yo también quiero divertirme. Llamaré enseguida a Scaramella y me reuniré con ellos. Ojalá estén todavía en la pensión.»

Descolgó el teléfono que había junto a la cama y marcó el número.

Estaban. Todavía estaban ahí.

«¡Estupendo!»

Mientras esperaba a que le pasaran con la habitación de Scaramella se le ocurrió una idea genial. Absolutamente genial. Una idea que le iba a convertir en el hombre más popular de Nola.

«¿Lo hago? Sí, lo hago. Que sea lo que sea.»

—¿Sí? ¿Quién es? —contestó Scaramella.

—Soy yo. Gaetano.

—¡Gaetano! ¡Nos has llamado! ¡Cojonudo!

—¿Qué estáis haciendo?

Nada... Pensábamos salir a buscar un mesón o una pizzería para celebrar la nochevieja. ¿Nos puedes aconsejar un sitio barato...?

¡Pero qué pizzería ni qué niño muerto! Ya me encargo yo de vosotros, chicos. Os he organizado una fiesta. Especial para vosotros. En un ático, en la vía Cassia... Es uno de los sitios mas finolis de la ciudad...

—¿Es tu casa?

—Bueno, no exactamente... Pero escucha una cosa, ven sólo con los jugadores del equipo, ¿has oído? No se lo digas a nadie más. ¿Entendido? Es una fiesta muy exclusiva. Os espero. Elegantes. No me hagáis quedar mal...

Le dio la dirección y colgó.

15. ANTONIO SCARAMELLA - 21:00

Antonio Scaramella, delantero centro y capitán del Nola Sporting Club, colgó el teléfono y empezó a frotarse las manos la mar de contento.

Gaetano todavía era un tipo legal.

Por la mañana, cuando le llamó, le había encontrado un poco frío y cortante. Casi como si no quisiera volver a ver a sus viejos compañeros y se diera aires de hombre importante.

No era así.

Se había equivocado. Gaetano era el amigo de siempre.

¡Una fiesta!

Una fiesta exclusiva en un ático de la vía Cassia. Una fiesta de la jet-set romana.

Un asunto serio. Muy serio.

Tenía que vestirse. Ponerse guapo. Sí, tenía que llevar la chaqueta cruzada azul marino y la corbata de seda con los colores del club.

—¿Quién era? —preguntó Gualtiero Trecchia, el masajista del equipo, mientras se lavaba los sobacos en el lavabo de su cuartucho de la pensión Italicus.

Un cuchitril en el límite de lo que un ser humano puede soportar. Dos camastros hundidos. Los colchones de crin. Sin televisor. Sin frigorífico. El tufo del restaurante tunecino de debajo que se colaba en la habitación.

—Era Gaetano...

—¡Ah! ¿Y qué quería? —dijo Gualtiero Trecchia, secándose los sobacos con el papel de cocina.

Ni siquiera les habían dado toalla.

Scaramella se preguntó si podía decírselo también a Trecchia. Era demasiado tosco para una fiesta como esa. Le habían arrancado del terruño.

«Pero de todos modos forma parte del equipo», tuvo que reconocer.

Uno del equipo. Se lo habría tomado muy a mal. Tenia que decírselo. No podía haber excepciones.

—Vamos a una fiesta. En la vía Cassia. Sólo nos han invitado a nosotros, a los del equipo. Así que ojo, no se lo digas a nadie.

—Tranquilo. Soy una tumba —dijo Trecchia con complicidad, y luego, mirándose al espejo, preguntó—: ¿Qué te parece si me afeito el bigote?

16. GAETANO COZZAMARA - 21:02

Gaetano cerró con llave la puerta de la habitación de la condesa.

«Total, la vieja pelleja no se despertará hasta mañana por la mañana. No hay problema.»

Y se dirigió al salón, arreglándose el nudo de la corbata.

Los camareros esperaban a los invitados con sus uniformes blancos.

—¿Todo listo? —preguntó, inspeccionando los entremeses y canapés en sus bandejas de plata.

—¡Sí, señor! Sólo queda esperar a los invitados. Mientras tanto ¿quiere un Bellini? —dijo un viejo camarero canoso.

—¡Gracias!

Tomó el Bellini y sorbió lentamente.

«¡Riquísimo!»

—¿Y la condesa? ¿Le llevo algo? —preguntó el camarero.

—¡No! La condesa está cansada y no se siente bien. ¡Cualquier problema, me lo consultan a mí! —dijo Gaetano con tono tranquilo.

Está bien, señor —contestó el camarero, obsequioso.

17. SUKIA - 21:05

Patrizia Del Turco, Sukia de nombre artístico, bajó del taxi, pagó y atravesó con decisión la entrada del «Complejo residencial delle Isole».

Sukia tenía 22 años, pero parecía más joven. Como mucho, 15. Una adolescente que va al colegio.

Un cuerpo delgadísimo, con los pechos apenas marcados bajo la camiseta blanca y una rebeca azul marino con botones delante. Dos piernas largas y delgadas de cabra montés. El pelo rubio le caía por los hombros, recogido en dos trenzas. En su naricilla respingona llena de pecas se apoyaban un par de gafas grandes con montura de hierro. Llevaba puesto un impermeable de plástico transparente, una falda escocesa, medias de lana azul hasta la rodilla y zapatos con lazos, bajos y negros, de charol. Sostenía en la mano una vieja cartera de cuero claro.

No le disgustaba tener que trabajar esa noche.

A ella le traía sin cuidado la Navidad o la Pascua, y no digamos la nochevieja.

Un día como cualquier otro. Hay que currar.

Era una profesional seria.

Esa noche tenía dos citas. Primero con el abogado Rinaldi y luego, hacia las tres, tenía que ir a una orgía lesbiana en la calle Prenestina.

Comprobó que nadie la veía y apretó el botón del interfono.

Sus clientes querían discreción.

Subió en el ascensor con un grupo de jovenzuelos elegantes. No prestó atención a sus miradas fijas en sus piernas.

Bajó en el segundo y subió por las escaleras hasta el tercero.

Estaba contenta. Le gustaba el abogado Rinaldi. Era un esclavo perfecto con el que podía ejercer completamente su terrible y desmesurado poder de mistress (ama). No daba problemas, nunca se rebelaba, se dejaba humillar y castigar.

En una palabra, era un pervertido tradicional. Foot fetishist (fetichista del pie) y aficionado al bondage (ataduras)

Quizá un poco repetitivo en sus pericones, y rápido en correrse.

Mientras tocaba el timbre del despacho decidió que el abogado estaba listo para alcanzar los niveles mas altos y sublimes de la degradación.

Hay que empezar bien el año nuevo, ¿no?

18. OSSADIPESCE - 21:08

Ossadipesce se quitó las Reebok, y el ambiente lo acusó. Un olor fuerte y salvaje se expandía libremente por la habitación.

—Tenemos varias posibilidades esta noche. Sé que hay una fiestorra en Genzano, y otra fiesta en una barcaza en el Tíber... —dijo mientras se liaba el segundo porro.

—¿Estás invitado?

—¡No!

—Quién te va a invitar a ti, imagínate. Debes de tener la sarna, alguna enfermedad infecciosa... ¿Y quién ha organizado la del Tíber? —bostezó Cristiano.

Todavía estaba en pijama. En vez de ojos tenía dos bolas pequeñas y rojas.

—Bueno, no sé... un amigo de Marinelli, creo. Ya nos las arreglaremos para colarnos. No hay problema. Ya estuve en esa barcaza. La otra vez entré trepando por las amarras...

—Pero por favor... ¡Imagínate el coñazo que será la fiesta del amigo de Marinelli! Unos capullos con chaqueta y corbata y unas presumidas que creen tenerlo chapado en oro. Es mejor pegarse un tiro en la cabeza.

Está bien, Cristiano, ya veo... esta noche estás negativo de verdad...

—Entonces, ¿por qué no mueves el culo y te largas? ¡Yo aquí estoy la mar de bien!

—No, no es verdad, tú no estás bien, ni hablar. No creas que te puedes escabullir. He estado pensando mucho, y he entendido lo de la nochevieja. Es mala puta. Ahora te lo explico... —dijo Ossadipesce estirándose en la cama, junto a Cristiano.

—¡Oye, espera un momento! ¿Te crees que estás en tu casa? Has cogido todo el sitio. ¡Y mantén alejadas esas armas letales! —dijo Cristiano señalando con asco los pies de su amigo.

19. DAVIDE RAZZINI - 21:11

—¿Así que te gustan las rodajas de pepino con yogur y jengibre? —le dijo Roberta Palmieri a Davide Razzini, tratando de meterle la comida en la boca.

—Sí... ¡están riquísimas! Te felicito.

Nunca había comido nada tan asqueroso en toda su vida. Y esa tipa debía de estar completamente loca.

Tenía unos ojos de ida...

Davide estaba sentado con las piernas cruzadas sobre una alfombra, junto a una mesa baja, enfrente de la bruja New Age.

No se sentía a gusto.

Esa mujer le daba miedo.

Estaba loca de atar. Le había soltado un rollo alucinante. Sobre ovnis. Sobre el contacto telepático que se puede establecer con los extraterrestres en el momento del orgasmo.

Lamentaba no haber ido a cenar con todos sus amigos del fútbol sala y con Loredana, su novia.

Nada de pepino, ni de leche de cabra. En ese mismo momento todos sus amigos celebraban la fiesta en el restaurante Il leone d’Oro poniéndose morados de bucatini a la matriciana, lacón relleno, lentejas, patatas asadas y vino lambrusco.

«¿Qué coño hago yo aquí?»

Le habían liado con esa proposición tan explícita. Era la primera vez que una tía le invitaba a su casa con la clara y explícita intención de follárselo. Y además esa historia de los cuatro orgasmos planetarios le había intrigado. Se tenía que haber dado cuenta entonces de que a ella no le regía bien la azotea.

«¡Menuda estupidez he hecho!»», se regaño por lo bajo.

—Dime Davide, ¿cómo fue que empezaste a ir a los cursos de autoconciencia y redescubrimiento de uno mismo? —le preguntó Roberta tratando de meterle el bocado en la boca.

Se le había acercado peligrosamente. Había empezado a acariciarle la espalda y le miraba fijamente.

—Bueno... en realidad, la matricula la gane en una rifa que se organizo en mi oficina. Yo no sabia nada de meditaciones, conciencias...

«Basta. Me levanto y me voy.»

—Oye, tengo que irme... Tengo a mi madre enfer... —dijo Davide titubeando, y ya no logró seguir.

Se sentía raro.

Esos ojos. Esos ojos tenían algo raro. Le atraían como dos imanes.

Davide estaba desorientado, engatusado por esa mirada diabólica.

«Largo, largo, largo. Vete.»

Se levantó, tratando de no mirarla. No sentía las piernas.

—¿Adonde vas? —le preguntó Roberta fulminándolo.

—Perdona... de verdad... tengo que irme. Me acabo de acordar de que no le he cambiado la botella de oxígeno a mi madre. Teng...

—¡Siéntate! —le ordenó ella.

Davide se asusto al ver que sus piernas y todo su cuerpo obedecían la orden de la bruja.

—Y ahora ¡mírame!

Davide no pudo evitar mirarla.

20. MICHELE TRODINI - 21:12

Michele Trodini estaba sentado a la mesa con toda su familia. Comía la lasaña automáticamente, sin sentir el sabor. Ni siquiera oía la conversación familiar.

De vez en cuando dirigía la mirada más allá de la ventana, hacia el cielo. Unos fuegos de colores iluminaban los nubarrones oscuros y cargados de lluvia.

Estaba emocionado.

Su cabeza ya estaba proyectada hacia la hora H. Medianoche. La hora en que haría estallar toda la santabárbara que tenía escondida debajo de la cama. Los pequeños cohetes que había clavado junto a los geranios con el abuelo no eran nada comparados con lo que tenía en su cuarto. Se había gastado todo el dinero que le habían regalado el abuelo y sus padres en Navidad para comprarse esos petardos.

Un compañero de clase se los había traído de Nápoles.

Algo serio. Trik trak, balones de Maradona, bengalas y cohetes. Un arsenal.

—¡Michele! ¡Michele! ¿Qué haces, no oyes? Tu hermana te ha pedido agua.

—¿Qué? —le preguntó a su madre.

—¡Agua, Michele, agua!

Michele pasó el vino.

21. ROBERTA PALMIERI - 21:15

—Cuando yo te lo digo... Cuando yo te lo digo... ¡Bien! ¡Bien! ¡Así! ¡Así!... ¡Mírame! ¡Mírame! —le dijo Roberta Palmieri a Davide Razzini—. ¡Y ahora desnúdate!

Él obedeció. Se quitó todo lo que llevaba puesto, hasta quedarse completamente desnudo.

«El cuerpo no está mal. Quizá le sobre un poco de tripa», se dijo Roberta satisfecha.

Davide se había vuelto un autómata en su poder. Con la sonrisa clavada en los labios. Los ojos desencajados.

—Te sientes bien. Muy bien. Y ahora túmbate en el suelo.

Davide, con movimientos rígidos, obedeció.

—Bueno, ahora concéntrate. Estás excitado, muy excitado Eres el hombre más excitado del mundo. Tienes ganas de satisfacer a todas las mujeres de la tierra. Eres un toro semental. Tu cipote se vuelve enorme, desproporcionado... Y duro como el cemento.

En efecto, después de esa orden el pájaro de Davide empezó a moverse, a crecer, y de una oruga gorda y fláccida pasó a ser una anguila larga y dura.

—Muy bien. Ahora te quedarás así. Siempre. De acero. ¡No puedes correrte! ¿Entendido? ¡No puedes correrte! No puedes correrte. Nunca. Repite conmigo. No puedo correrme.

—No puedo correrme —repitió él como un loro.

Roberta, contenta por la facilidad con que había hipnotizado a aquel sujeto, apuró la leche de cabra y se soltó el pareo, dejándolo caer al suelo.

Dio la vuelta a la cinta y empezaron a escucharse gañidos, gorgoritos ornitológicos y bramidos.

Sonidos de la selva pluvial amazónica.

—Aaaaaarrrrrrrrrrrr —rugió ella, y luego se arrojó sobre el aparato del pobre Davide, que como un Big Jim bobalicón miraba al techo, satisfecho.

22. GUALTIERO TRECCHIA - 21:16

Gualtiero Trecchia cerró con llave la puerta de la habitación y caminó por el largo y triste pasillo de la pensión Italicus. Tres tubos de neón zumbones y crepitantes iluminaban de amarillo las paredes desconchadas y corroídas por la humedad. Se detuvo un momento para mirarse en un alto espejo opaco.

Había hecho bien afeitándose el bigote. Se le notaba la cara más limpia y joven. También se había puesto un gel vitalizador en el pelo. Llevaba una chaqueta azul marino que e llegaba a las caderas. Corte moderno. Forro de raso negro Unos pantalones grises abombados y estrechos en los tobillos. Mocasines de cuero trenzado y camisa blanca sin cuello. Se lo había prestado todo su cuñado, un hombre de mundo. Tenía un discopub en Acerra.

Sí, tenía buena facha. Se apretó otro agujero el cinturón y se encaminó a las escaleras con paso decidido. Los muchachos le estaban esperando abajo.

Una figura oscura salió de una habitación al fondo del pasillo y avanzó hacia él.

Gualtiero se detuvo. Y blasfemó.

«¡Qué mala sombra!»

El que avanzaba era Maurizio Colella, alias el Mastín de Dios, jefe indiscutible de los ultras del Nola. Un verdadero castigo divino.

Gualtiero Trecchia decidió seguir adelante. No detenerse. Le saludó con parquedad y pasó de largo, suspirando de alivio.

Pero una manaza gruesa como un chuletón de cerdo se plantó en su hombro y le recordó su responsabilidad.

—¿Adonde vas así vestido, maricón? ¿Vas a divertirte? —oyó que rugía a su espalda.

—Déjame en paz. Tengo cosas que hacer... —farfulló Gualtiero tratando de zafarse de su verdugo.

Le odiaba. Si te cogía por banda ya no te soltaba. A un hincha del Frosinone le había roto la crisma de un cabezazo. Era una bestia sin corazón. Capaz de cualquier cosa.

—¿Adonde vas, guapetón? ¿No vienes a la pizzería con nosotros?

—No. Tengo muchas cosas que hacer —repitió Gualtiero temblando.

—¿Así vestido? Entonces debe ser algo verdaderamente especial...

—No, qué va... nada del otro mundo —minimizó Gualtiero.

—Dímelo.

—No, no puedo...

El Mastín le había agarrado la mano y se la estaba estrujando. Gualtiero sentía que las junturas de los dedos crujían como los goznes oxidados de una puerta.

—No. La mano no. Trabajo con ella. Por favor. No Podre dar masaje a los muchachos si me rompes los dedos —chillo de dolor.

Cayó de rodillas, postrado ante el Mastín d«Dios.

—Pues entonces dímelo. Si no, te hago picadillo la mano. Gualtiero Trecchia lo confesó todo.

23. ATTILIO RINALDI - 21:20

—Adoro tus pies, amita. Te lo ruegohh... te lo ruegohh... deja que te los chupe otra vez —decía el abogado Rinaldi mientras coma como una liebre, a cuatro patas, por el largo pasillo de su despacho.

—¡Malo! ¡Niño malo! ¡Camina! —le gritaba Sukia, y mientras tanto le golpeaba en las nalgas fláccidas y blancas con una fusta.

El abogado parecía un niño, con esa cofia de lana en la cabeza, la camiseta a rayas azules y blancas y los calcetines caídos. Sukia le dio otro vergajazo que le dejó una estría roja en el trasero.

—Aaaayyy. Amita, por favor, ahora que me has enseñado la buena educación, ¿puedo chuparte los dedos de los pies?

Ponía voz de niño que pide perdón por meter los dedos en la mermelada.

—¡Cállate, idiota!

Otro azote.

Sukia se sentó con las piernas abiertas en la silla de la secretaria. Ahora sólo llevaba puesto un corsé antiguo de encaje, de esos que llevan tropecientos lazos en la espalda. Sus pequeñas tetas aplastadas por el corsé. Tenía los pendejos rasurados y dos sinuosas serpientes tatuadas le bajaban de las caderas para abrevar en la vagina.

—¡Ven aquí! ¡A cuatro patas! —le dijo Sukia al mocoso. Apretaba y doblaba el látigo con las manos.

El abogado se plantó debajo de sus piernas y enseguida trato de chuparle los pies.

—¡Espera! Trae las ostras.

Rinaldi no esperó a que se lo dijera dos veces. Corrió a la pequeña cocina y en un santiamén estuvo de vuelta con una gran fuente de ostras abiertas rodeadas de gajos de limón.

—¡Pónmelas entre los dedos!

Rinaldi empezó a sacar los moluscos de sus conchas y a ponérselos entre los dedos. Eran animales gordos y viscosos, y su baba transparente se escurría por la planta y el dorso de los pies de Sukia. El abogado daba grititos de placer mientras realizaba la delicada operación.

Eran elegantes los pies de Sukia.

Pequeños pero no demasiado. 37. Delgados. Con la planta curva. El talón blando. Los dedos flacos y nervudos, un poco separados entre sí. Y las uñas cuidadas y pintadas de rojo. Ningún callo u ojo de gallo estropeaba su belleza.

Eran los pies ideales para un viejo fetichista como el abogado.

Y ahora, con esos invertebrados marinos, aún vivos, estremeciéndose, entre los dedos...

Cuando terminó, Rinaldi se echó encima con el ansia de un cachorro hambriento que busca el pezón de su madre, pero recibió un latigazo en la lengua.

—¡Amita! ¿He hecho algo malo ahora?

—¡Imbécil! ¡El limón!

Eso es. No había puesto limón.

Lo exprimió encima de las ostras a toda prisa, y por fin empezó a chupar la comida ganada con su sudor.

24. GIULIA GIOVANNINI - 21:27

Ya habían llegado muchos invitados. Giulia Giovannini se estaba portando como una perfecta ama de casa. Daba conversación, presentaba a los que no se conocían, ofrecía los canapés. Estaba desenvuelta, pero a veces, cuando estaba segura de que nadie la veía, se ponía una mano en el pecho, allí, donde tenía la llave, y una sonrisa se ensanchaba en su rostro.

25. EL BASURA - 21:35

Al Basura toda esa historia de ponerse elegantes le parecía una perfecta gilipollez. Y además el esmoquin que le habían obligado a ponerse le apretaba por todas partes. Le tiraba en los hombros y cuando se inclinaba sentía que le estallaban los pantalones.

Y luego, menudo coñazo... estarse ahí abajo, esperando no se sabe qué.

Llevaba más de dos horas sentado en el asiento de atrás del viejo A112 Abarth color crema del Moñigo.

—Bueno, qué, ¿nos movemos? —gruñó.

—Todavía no es el momento. Aun esta saliendo la gente... Espera un poco —contestó el Moñigo, sentado en el asiento del conductor. También él llevaba esmoquin, sólo que blanco.

Parecía un viejo camarero arrugado y canoso.

—¡Todavía hay movimiento! El ático está todo iluminado. No os imagináis qué muebles, qué plata. Podríamos entrar y afanar los bolsos, las carteras, los adornos... —dijo el Pendientes, un joven veinteañero con un pelo negro y largo que le caía sobre los hombros y dos vistosos aros de oro en las orejas. Tenía unos prismáticos delante de los ojos, y los dirigía a la habitación de la condesa Sinibaldi.

—Tranquilo... No quiero empezar el año en el trullo... Daremos el golpe y luego derechitos a casa —dijo el Basura.

Ese Pendientes era demasiado joven y había visto demasiadas películas de Roger Moore. Había sido suya la genial idea de ponerse esmoquin para no llamar la atención. Habrían pasado por tres distinguidos caballeros invitados a la fiesta del ático. Ese capullo del Pendientes aún seguía con la historia de Arsenio Lupin, el ladrón caballero, pero el Basura, que era un hombre sensato y con mucha experiencia, sabia que no era más que un vulgar ladrón de pisos. De los que abren la puerta a patadas, entran y se llevan todo lo que pueden, incluyendo, cuando es posible, el lavavajillas y la tostadora de pan.

—¿Seguro que el piso está vacío? No vayamos a encontrarnos con alguna sorpresa... —preguntó el Moñigo quitándole los prismáticos al Pendientes.

—Tranquilo... ¿Quién quieres que haya en un despacho de abogados la noche de fin de año? Nadie. Tendremos todo el tiempo que queramos para llevarnos los fax, los ordenadores y todo lo demás. También habrá una caja fuerte. Tenemos que esperar un poco más.

El Basura sacó una tartera de plástico de una bolsa. La abrió. Dentro había un salchichón con lentejas que le había preparado su mujer Inés.

—Coño, está frío. Bonita manera de pasar la nochevieja —masculló para sus adentros.

Cogió una rodaja de salchichón y estaba a punto de metérsela en la boca cuando se le escurrió de los dedos y fue a parar justo en el centro de la camisa inmaculada. Blasfemó.

26. DEBORAH IMPERATORE CORDELLA - 21:38

Por fin habían llegado todos los invitados a casa de Giulia Giovannini.

Eran quince en total. Sentados a la mesa. Todos elegantemente vestidos. Y se sentía en el aire una atmósfera íntima, tranquila y relajada de amargo Averna que contrastaba un poco con el bombardeo aéreo que se estaba desarrollando, más allá de las ventanas, en el cielo romano.

Enzo estaba sentado enfrente de Deborah. Giulia presidía la mesa.

—Deborah, me he enterado de que has escrito un nuevo guion... ¿Puedo preguntarte de qué trata? —preguntó un jovenzuelo con entradas que llevaba una chaqueta de tweed y una camisa roja.

—No me gusta hablar de mi trabajo —dijo Deborah Imperatore cogiendo un colín como la vara de una maestra severa.

Era flaca. Pelo castaño, corto, con corte de hombre. Una nariz con forma de timón le dividía en dos la cara estrecha. Un par de gafas redondas y pequeñas le daban un aire de feminista teutona.

—¡Venga, Debby, no seas así, dile algo! —le pincho Enzo, con complicidad.

Enzo se sentía bien. A su aire. Se dio cuenta de que tal vez había exagerado con la intimidad. Se volvió para ver la cara de Giulia, pero ella estaba tan pasmada como siempre.

«¡Mírala!»

La guionista se levantó, alargó el cuello de pava y, usando el colín como la batuta de un director de orquesta, dijo:

—Está bien. De acuerdo. Sólo os diré que el punto de partida es la horrible explotación de los animales en el cine... Es increíble. No quiero extenderme sobre la temática equina. A Furia, el caballo del oeste, seguramente os acordaréis de él, pues lo castraron para que fuera más manso. Y los perros... Qué decir de los perros. Lassie, Rin tin tin, Beethoven y los caniches de Mira quién habla son la imagen del estereotipo canino más horrible... Buenos, fieles, simpáticos. A veces patosos. Todo eso se tiene que acabar. De modo que he escrito un guión sobre Ciro, el perro policía. Un pobre perro policía toxicómano que muere de sobredosis en el aeropuerto de Roma al comerse una estatuilla de Buda hecha con heroína procedente de Tailandia. Es una historia dramática, valiente, difícil. Requiere una gran interpretación. El productor, Emilio Spaventa, ha propuesto para el papel de Ciro al cocker de Birillo e il canguro Tommy... Ya veremos. No sé si tiene la cara adecuada. Pero no lo considero un tema cerrado, me gustaría escribir otro guión sobre otra gran plaga social, el vagabundismo... —y con gesto teatral mojó en colín en la salsa de atún y se lo metió en la boca.

27. SUKIA - 21:41

Sukia todavía se excitaba, y ese era el secreto para seguir haciendo su trabajo a lo grande.

Y además esa noche se sentía especialmente en forma.

Cuando el abogado se terminó las ostras le dio unos azotes con la paleta matamoscas. Puede que se ensañara un poco con aquel pobrecillo, pero lanzaba tales mugidos de placer que daba gusto ponerle el culo en carne viva.

Sí, sin duda Rinaldi se merecía más.

Tenía que llevarle al máximo de la degradación, convertirle en un calcetín agujereado, en un ser sin ninguna dignidad. Una mierda.

Así le haría verdaderamente feliz.

El éxtasis del abogado.

—¡Quítate eso! —le ordenó.

El obedeció con la cabeza gacha. Se quitó los vestidos de niño y se acurrucó en el suelo, desnudo como un gusano. Tenía un aspecto horroroso, con esa tripa hinchada, las piernas cortas y peludas, el culo rojo y esa pollita empinada.

—¡Eres horrible! ¡Das asco! ¡Y quiero hacerte daño!

Sukia cogió su cartera y sacó el instrumento de tortura más mortífero que poseía, el que hacía morir de placer a cualquier masoquista. Cogió el aparato con una mano, rechinó sus dientes blancos y lo enchufó.

Un zumbido vibrante y molesto se propagó por el despacho.

El abogado escondía la cabeza entre los brazos y lloraba. Al oírlo abrió un ojo y vio la infernal máquina de placer que blandía su verduga y gimoteó:

—¡No! ¡Por favor! ¡La epileidi no!

Pero no hubo contemplaciones.

Sukia le hundió el horrible instrumento en el bosque de pelos que tenía en el pecho.

28. ENZO DI GIROLAMO - 21:44

Enzo Di Girolamo estaba completamente extasiado.

«¡Qué mujer! ¡Y qué sensibilidad! Y además qué capacidad analítica...», se decía, mientras Deborah seguía hablando de la crisis en el cine italiano.

«Tener a una persona así al lado es otra cosa. Es estimulante. Ya lo creo. Con ella no se habla de las chorradas de siempre. De las estupideces inútiles de siempre.»

Sólo una semana antes habían ido a Saturnia, a los baños. Y allí, por la noche, fundidos en un abrazo subacuático, habían hablado del sentido de la vida, de la esperanza y del miedo de estar solos en el universo frío y sin fin, y luego habían hecho el amor en el agua sulfurosa. Con suavidad. Como dos amantes apocados.

Qué distinto del sexo ignorante y acrobático de Giulia.

Alargó un pie y tocó la pierna de Deborah, sentada delante de él, y ese furtivo contacto hizo que se sintiera mejor.

Mejor.

Algo mejor.

En efecto, desde hacía diez minutos sentía en las tripas una revolución intestinal. Un maremoto en el océano Pacífico. Unos calambres le atravesaban el aparato digestivo, y sentía la necesidad imperiosa de ir al baño.

«¿Qué habré comido hoy? ¡Algo me ha sentado mal!», reflexionaba apretando los dientes y las nalgas.

No podía más. Tenía que ir a evacuar.

Se levantó, tratando de dar una impresión relajada. Como si tuviera que ir a llamar por teléfono. Tranquilo. Relajado. Pero en cuanto dobló la puerta del comedor salió disparado hacia el retrete como un velocista de cien metros lisos.

29. THIERRY MARCHAND - 21:45

Thierry Marchand había intentado hacerse el gracioso. El ingenioso. Pero ahora ya no controlaba. El nudo en la garganta había crecido, y le costaba respirar.

Estaba sumido en un pesimismo cósmico, total y oscuro. Que dejaba chico a Leopardi. Empezó a tocar una canción tristísima. Tal vez la más melancólica y nostálgica del vastísimo repertorio bretón.

El tradicional réquiem cantado por las mujeres de los pescadores de la isla de Saint Michel.

En cuanto se oyeron las primeras lúgubres notas los invitados empezaron a removerse en sus asientos, a silbar, a gritar, y luego llegaron al tablado las primeras pastas de anís y los canapés con paté de lubina y eruca.

—¿Qué es este quejido? ¡Basta! Buuu. Buuu. ¡Fuera! Hemos pagado. Devolvednos el dinero —gritaban los invitados.

Thierry, impertérrito, seguía cantando. Con un canapé de queso y setas pegado a la mejilla. No cantaba para ellos, sino para sí mismo.

El portero, el del penacho naranja, llegó corriendo al escenario y estampó su puño nudoso como una rama de cerezo en la cara del músico, y luego le dijo apretando los dientes:

—Juro por mi madre que si no dejas ahora mismo esta mierda y te pones a tocar una salsa o un merengue te rompo este arpa de los cojones en la crisma...

30. GUALTIERO TRECCHIA - 21:48

Gualtiero Trecchia, sentado en el microbús con los demás miembros del equipo, permanecía en silencio frotándose la mano dolorida. Los otros, en cambio, reían y charlaban animadamente.

Se preguntó si convenía que dijese que había hablado. Que se había ido de la lengua. Que el Mastín de Dios le había sacado con violencia la dirección de la fiesta.

«De todos modos no va a ir. Imagínate, que cono le importará a un tipo como él una fiesta en la vía Cassia...»

Volvió a frotarse la mano.

31. EL BASURA - 21:58

—¡Mira lo que te has hecho en la camisa! No se puede trabajar con gente incompetente, poco profesional —dijo el Pendientes con aire de fastidio.

—Pero si no se ve. Basta con que me cierre la chaqueta... —contestó el Basura, tratando de limpiarse con su dedazo la mancha de salsa.

Los tres habían bajado del A112 y ahora se acercaban, circunspectos, al edificio Ponza.

Había llegado el momento de actuar.

—Ahora llamamos a casa de Sinibaldi. Nos abrirán... He estudiado el plan hasta el más mínimo detalle.

El Pendientes apretó con decisión el botón del interfono. —¿Quién es?

Una voz de hombre.

—Soy Duccio Trecani. Abra, por favor —afectó el Pendientes con tono distinguido y aristocrático, y les susurró a los demás con una expresión sosegada—: Tranquilos...

—No, mire, su nombre no está en la lista, lo siento... —Tiene que ser un error. Es imposible.

—Lo siento. No sé qué decirle.

El Basura y el Moñigo empezaron a reírse por lo bajo.

—¡Es increíble! Es una situación desagradable. He sido invitado...

—¿Por quién? ¿Quién le ha invitado? —dijo la voz con tono inquisidor.

Orecchino se quedó cortado, y después de mirar el nombre que había en el interfono dijo:

—El señor Sinibaldi dell’Orto. ¡Él mismo, en persona!

—No existe ningún señor Sinibaldi. Usted es un embustero —contestó la voz con tono altivo.

El Basura y el Moñigo se sujetaban la barriga, doblados por las carcajadas. El Pendientes les fulminó con la mirada y luego, tirando la toalla, puso en evidencia toda su ignorancia:

—¡Cacho cabrón! ¿Cómo cojones te atreves a llamarme embustero? ¡Te voy a romper los cuernos!

La respuesta no se hizo esperar.

—¡Capullo! ¡Gilipollas!

—¡Mamonazo! ¡Hijo de puta, abre, que te rompo el culo!

—¡Membrillo! ¡Carroña!

—¡Baboso, julandrón!

—¡Me cago en tus muertos, maricón!

Probablemente habrían seguido en este plan toda la noche si una patada bien asestada del Basura no hubiese abierto la puerta de par en par.

—¡Mira cómo se hace, Pendientes! —dijo el Basura.

El Pendientes, con la cara roja, concluyó:

—Jódete. De todos modos yo subo.

—Sube, sube. Aquí te espero.

Los tres miraron un momento a su alrededor y entraron con sigilo en el edificio.

32. GAETANO COZZAMARA - 21:59

«¡Vaya jeta! Siempre lo intentan. ¡Duccio Trecani! Vete a cagar, invéntate otra. Menos mal que estoy yo aquí», se dijo Gaetano Cozzamara, satisfecho.

Estaba contento. Sólo tenía que mantener la situación bajo control.

Se preparaba una fiesta por todo lo alto.

Fue a tomar otro Bellini.

33. MASTÍN DE DIOS - 22:00

El Mastín de Dios se encargó de organizado todo.

Estaba de pie en el asiento del conductor del autocar y sostenía un megáfono.

—¡Bueno! Esta noche vamos a pasarlo bien. ¡Vuestro Mastín os va a llevar a todos a una fiesta! A una fiesta organizada en honor al Nola —gritó a través del megáfono, y luego empezó a saltar y a gritar—: ¡Un bote, dos botes, del Casalotti el que no bote... Un bote, dos botes...!

Todos los hinchas, instalados en el autocar, empezaron a dar botes armando una bulla infernal y repitiendo el estribillo. Luego, todos a una, aclamaron a su jefe.

—¡Mastín! Mastín, tú eres mejor que Pelé.

El Mastín se puso al volante y arrancó entre silbidos y petardazos, seguido de otros dos autocares.

¿Destino?

Vía Cassia 1043.

34. MICHELE TRODINI - 22:07

Por fin habían llegado al postre. Michele sentía que la emoción le subía por dentro, junto con la ansiedad. No sabía cómo se lo tomaría su padre al descubrir que se había gastado el dinero que tenía de Navidad en comprar todos esos petardos.

Papá decía que eran un peligro. Que todos los años millones de personas pierden una mano, un ojo, jugando con esas cosas explosivas.

«Le diré que los puede disparar él también. Así me podrá vigilar.»

Y luego estaba el abuelo.

«El abuelo Anselmo es bueno. Me ayudará.»

Sus familiares estaban plantados delante del televisor Viendo ese horror de Mara Venier. Querían celebrarlo allí. ¡Qué coñazo! Michele daba vueltas a su alrededor, como un animal salvaje en cautividad.

—Tu hijo quiere tirar unos petardos... —le dijo Anselmo Frasca a su yerno, y luego le guiñó un ojo a Michele.

Michele contuvo la respiración, esperando la respuesta de su padre.

—Todavía es pronto... Siéntate. Tienes que saber esperar. Cuando llegue el momento saldremos al balcón y lanzaremos unos cohetes...

—¿No puedo lanzar unos pocos? De los más chicos... —dijo Michele, inseguro, en tono quejumbroso, modosito, con la cabeza gacha.

—¿Es que no lo has oído? Después. Ahora siéntate aquí... —dijo su padre, y siguió mirando la televisión, a Mara Venier vestida de osito.

—Pero...

—Ven a mi lado. Y ten paciencia... —le dijo el viejo, haciéndole un sitio en su butaca.

Michele se sentó junto a su abuelo.

35. EL BASURA - 22:10

—Y ahora, ¿cómo entramos? —preguntó el Pendientes, frente al despacho del abogado Rinaldi.

Había perdido mucho fuelle desde que el cabrón de ahí arriba no le dejara entrar.

—Como los antiguos. Pásame el pie de cabra y la maceta —dijo el Basura, que había vuelto a tomar el mando—. Y tú, Moñigo, ponte junto a las escaleras y vigila por si viene alguien.

La puerta del despacho de Rinaldi se abrió con un solo golpe bien asestado a la cerradura.

Ni siquiera había alarma antirrobo.

Mejor imposible...

El Basura, seguido del Moñigo y el Pendientes, entró en el despacho ojo avizor; y cerraron la puerta tras de sí.

36. FILOMENA BELPEDIO - 22:12

Filomena Belpedio yacía desmayada en el sofá del comedor El tarro tirado. Las píldoras desparramadas por el suelo. El mando a distancia en la mano.

En la tele había un dúo del cantante de los Sepultura e Iva Zanicchi. Cantaban «I Love Just the Way You Are».

37. GIULIA GIOVANNINI - 22:13

Giulia Giovannini seguía sirviendo los platos, llenando los vasos medio vacíos y conversando, usando para ello el cinco por ciento de su cerebro. El otro noventa y cinco por ciento estaba enfrascado en una conversación con mamaíta.

—¿Lo ves? Te empeñaste en dejar el liceo clásico y estudiar contabilidad. No quisiste matricularte en la universidad, como te había dicho. Y ahora, ¿qué pretendes? No puedes quejarte si la tabla esa, la sintética esa, te ha robado a tu hombre. Así son las cosas, la vida es mala.

—Mamá, ¿acaso no fuiste tú quien dijo que yo no era lo bastante inteligente... que las mujeres tienen que dedicarse a ser mujeres...?

—Y eso qué tiene que ver. Eras tú quien tenía que demostrarme que eras despabilada. Que no dependías de tu madre como una mocosa estúpida. No lo hiciste. Ahora esa pelandrusca te ha quitado a tu hombre. No tiene nada mejor que tú. Mírala. Fea como el hambre. No sabe cocinar. No sabe recibir a la gente. Lo único, que se las da de artista, de intelectual... Tú vales mil veces más que ella. Tienes que hacérselo pagar. A ella y a él. Sobre todo a él. A los d...

—Giulia, Giulia, ¿qué vais a hacer en reyes Enzo y tú?

Giulia volvió a aterrizar en el planeta tierra.

—¿Qué?

Cierno, un treintañero con entradas, sentado a su derecha, le estaba hablando.

—¿Quieres saber lo que traen los reyes? ¡Carbón! Carbón para los niños malos.

38. SUKIA - 22:15

—¿Qué ha sido eso? He oído un ruidohhh ahihhh —dijo el abogado Rinaldi, gimiendo.

—¡Calla! ¡No hables! —le ordenó Sukia con un gruñido.

Ese 31 de diciembre Sukia fue iluminada por la verdad.

Bingo.

Comprendió perfectamente cuál era la verdadera perversión del abogado. La descubrió y la sacó fuera, a la luz, como un tesoro sumerio enterrado bajo toneladas de tierra.

No en vano estaba matriculada en psicología.

El abogado era un shit lover (amante de las heces).

Una de las perversiones más puras e infantiles. Ese hombre se había quedado anclado en la fase anal edípica a los tres años de edad y ya no había salido de ella.

Y ahora Sukia lo sabía.

Por eso le había esposado desnudo al enorme escritorio de caoba, se había montado sobre él y le estaba cagando encima.

39. ENZO DI GIROLAMO - 22:17

—Y ahora ¿qué hago? —se dijo Enzo Di Girolamo desesperado, media hora después de entrar en el retrete.

Todavía estaba sentado en esa taza en la que había cagado hasta el alma.

Estaba a oscuras. Se había ido la luz.

Sin un motivo.

Pero el problema no era ese.

El problema era que en ese maldito retrete no había papel higiénico. Y como la anormal de Giulia había leído en Gente Casa que en Inglaterra, en las casas finas, el retrete está separado del resto del puto cuarto de baño, en ese cuchitril de Lerda no había un triste bidé ni un triste lavamanos para lavarse el culo.

—¿Y ahora?—murmuró abatido.

No podía ponerse los calzoncillos como si nada y salir. Y menos aún llegar hasta la otra parte del baño con el culo al aire.

Con la mala suerte que tenía, seguro que volvería la luz mientras se trasladaba por el pasillo en esa penosa situación. Le iban a ver todos.

«También Deborah.»

—Y ahora, ¿qué hago?

Abrió un poco la puerta. Todo estaba oscuro. A lo lejos vio un resplandor trémulo procedente del comedor. Velas. Oía las risas y el ruido de la gente.

—¡Giulia! ¡Giulia! —gritó bajito.

Esperó. Nada. No le había oído.

—¡Giuliaaa! ¡Giuliaaa! —gritó más fuerte.

Tampoco.

«¿Pero es que no se ha lavado las orejas?»

—¡Giuliaaaaaa! ¡Giuliaaaaaa! —se desgañitó.

Por fin oyó, en la oscuridad, unos pasos. Ruido de tacones que avanzaban. Le había oído.

—¿Quién es? —preguntó, desconfiado como un centinela en la noche—. Giulia, ¿eres tú?

—Sí, cariño, soy yo. ¿Qué pasa?

—Nada. Joder. Está oscuro. Y en esta mierda de retrete no hay papel. Tráeme un rollo.

—Espera...

Oyó alejarse los pasos de Giulia por el pasillo. Enzo volvió a sentarse en la taza.

«Tenía que entrarme cagalera...»

Al poco rato volvió Giulia.

—Enzo no sabes cómo lo siento. Se me ha olvidado comprar papel higiénico. No queda...

—¿Y yo que cojones hago? —se quejó él —No te preocupes. Te he traído un fajo de papeles. Din A4. Es lo único que he encontrado en casa. Puede que estén un poco duros...

—Trae —rugió él.

Enzo se volvió a encerrar en el retrete renegando y se limpió como pudo, en las tinieblas, con ese papel rígido y lleno de aristas. Estaba a punto de salir cuando de pronto volvió la luz.

—Pero qué cojones... ¡No, no me lo puedo creer! —musitó con una mano delante de la boca.

Giulia le había dado su informe para el IRI, y se había limpiado el culo con él.

40. ROBERTA PALMIERI - 22:20

Roberta Palmieri, acostada sobre Davide Razzini, que permanecía rígido e inmóvil, estaba a punto de alcanzar el segundo de los cuatro orgasmos cósmicos. El de tierra.

Empezó a menearse como una posesa.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Bien! ¡Qué bien lo haces! —gritó Roberta cuando sintió que el orgasmo le subía raudo por la espina dorsal. Se meneó un poco más y empezó a saltar sobre el pobre Davide, que seguía con la sonrisa idiota clavada en la boca.

41. ENZO DI GIROLAMO - 22:21

Giulia lo sabía todo. Todo. Lo había entendido todo.

Estaba claro como el agua.

Sabía que él se entendía con Deborah. Que estaba enrollado con su mejor amiga.

Estaba seguro.

Se lo veía en esos ojos gélidos de psicópata.

Enzo Di Girolamo estaba sentado a la mesa y temblaba como una hoja. Fingía comer el redondo, que sabía a poliestireno.

Temblaba de miedo. Una imperceptible vibración de la mandíbula y la boca seca.

«¿Cómo se las habrá arreglado para descubrirlo? He sido cuidadoso. Muy cuidadoso. No he metido la pata. Es imposible. Pero lo sabe. Lo sabe. Lo sabe.»

Ella era capaz de todo. De zurrarle. De amargarle la vida.

De destrozarle el Cherokee.

Dos semanas antes habían ido de compras al supermercado. En el mostrador de los embutidos y quesos Giulia pidió doscientos gramos de jamón de York. El dependiente le dio una bandejita de plástico con el jamón dentro.

Giulia perdió los estribos.

—¡Es la tercera vez que se lo digo, quiero el jamón envuelto en papel! Y usted siempre me quiere encajar esta bandeja estúpida...

—Señora, la bandeja sirve para mantener intactos el sabor y la frescura —contestó el dependiente, conciliador.

—Bobadas. Siempre he comido el jamón envuelto en papel. Ahora llega uno que dice que hay que meterlo en la bandeja de las narices y hala, a llenar el frigorífico... Usted lo hace a propósito. Lo sé. Es la cuarta vez. Hasta ahora he sido comprensiva, pero ya me he cabreado...

—Señora, yo trabajo. Tengo otras cosas en las que pensar. Ni siquiera sé quién es usted. La próxima vez me lo dice antes y si no vaya a comprarlo a otro sitio, que será lo mejor.

Enzo trató de calmarla pero ella nada, no escuchaba, le gritaba a ese pobrecillo que sólo estaba haciendo su trabajo, y al final cogió la bandeja y se la tiró a la cara. El dependiente salió del puesto hecho una furia, como un jabalí africano. Para que te trague la tierra.

Faltó poco para que Enzo se llevara alguna galleta por defenderla.

«Está loca. Como una cabra. Quitó los plomos e hizo que me limpiara el culo con mi informe...»

Tenía que avisar a Debby. Explicarle la situación. Era necesario que lo supiera. Que buscaran enseguida una solución.

Tenían que huir. Largarse. Y a toda prisa.

Empezó a mirar a Deborah fijamente, tratando de llamar su atención.

42. THIERRY MARCHAND - 22:25

Cuando empezó a llorar en la tarima y a decir que echaba de menos a su mujer y a su hija, le echaron.

Ahora Thierry Marchand estaba tumbado en la furgoneta. Todavía llevaba puesto el frac azul de lentejuelas. Estaba terminando la segunda botella de vodka.

Los porteros le habían destrozado a Régine. Yacía a su lado, herida de muerte, con la caja hundida y las cuerdas arrancadas.

El día anterior a esos canallas les habría partido la cara, pero esa noche era incapaz.

Se sentía demasiado mal.

Quizá fuera una señal del destino.

Significaba que debía dejar de tocar. Se acabó. Basta.

«Sí, sí... me vuelvo a Bretaña. A casa. Con mi mujer y mi hija. Podría trabajar como albañil en una obra. Me ganaría la vida. Puede que mi padre, si se entera de que he sentado cabeza, me ayude a pagar el alquiler de la casa...»

Ahora casi estaba contento de que le hubieran roto esa maldita arpa. Podía volver a empezar.

«¿Qué estará haciendo Annette ahora?», se preguntó, apurando el contenido de la botella.

«Estará en casa, con los suyos. Comerán sopa de cebolla y luego irán todos a ver los pesqueros con sus luces de fiesta entrando en el puerto... ¿Qué coño hago yo aquí? ¡Ahora mismo me pongo en camino!»

Luego se lo pensó mejor. Trató de razonar en la medida en que se lo permitía su mente empapada en alcohol.

«¿Adonde voy? No tengo un céntimo. Haré lo siguiente: mañana vendo la furgoneta y vuelvo en tren. Pero ahora tengo ganas de llamar a Annette.»

Se levantó. Todo daba vueltas a su alrededor. Le parecía estar en un tiovivo. A cuatro patas empezó a buscar la caldera que había .do a parar al fondo de la furgoneta. Encontró algo debajo de los asientos y las alfombrillas.

No era mucho. Pero lo suficiente para una llamada corta. Para felicitarle el año nuevo y decirle que estaba de vuelta.

Abrió la portezuela y bajó. Levanto la cabeza y vio explosiones de chispas que encendían el cielo y luego caían, ligeras y luminosas, entre los árboles lejanos. Eran preciosas.

Avanzó tambaleándose en busca de un teléfono.

43. DEBORAH IMPERATORE CORDELLA - 22:30

A pesar de que la compañía no era nada del otro mundo, Deborah Imperatore Cordella se lo estaba pasando bien.

La conversación versaba sobre el asunto que más le interesaba: ella.

Sabía que era el astro, en medio de todos. En ese mundo terciario. De secretarias. De empleados de banca. De diseñadores publicitarios. Ella era la única que hacía un trabajo creativo. La única que sabía inventar una historia. Y todos estaban pendientes de sus labios.

—El protagonista es un músico tunecino que toca el W, un antiguo instrumento árabe. Es la historia del lento alejamiento de su país, de su madre, y de su llegada a Europa, donde tratará de imponer su música hecha de arena, silencios y viento cálido del desierto. De cómo se enamora de una europea. Y de cómo vuelve, ya viejo, a su casa, en Tunicia, para reconciliarse con su mund...

Estaba hablando del proyecto para una nueva novela. El joven a quien acababa de conocer, sentado a su lado, la escuchaba, pero ella no lograba concentrarse, exponer la historia como le habría gustado, Enzo no paraba de mirarla, de agitarse, de mandarle mensajes mudos que la distraían.

«¿Qué coño, qué quiere?»

Se interrumpió y le lanzó enfurecida:

—¿Qué pasa, Enzo? ¿Qué quieres? ¿No ves que estoy hablando?

—Nada... es que tengo que hablar contigo... una cosa importante —dijo él en voz baja, agachado sobre la mesa, con ademán misterioso.

—¡Luego! ¡Espera un poco! ¿No ves que le estoy contando la novela a este chico? ¿Qué demonios puede ser tan importante?

44. MASTÍN DE DIOS - 22:36

El Mastín de Dios no tuvo problemas para entrar en el edificio Ponza.

La puerta de entrada estaba abierta.

—¡Venga! ¡Adelante! ¡Todos arriba, por las escaleras! —le gritó a la masa gritona que le seguía.

Con barba habría parecido Moisés guiando a los hebreos a Palestina.

45. ATTILIO RINALDI - 22:42

El abogado Rinaldi nunca se había sentido tan degradado y degenerado como esa nochevieja.

Y todo se lo debía a Sukia, la humilladora.

—Sí, yo sólo soy tu letrina. La letrina en la que tú, ama, puedes cagar lo que se te antoje y te plazca —dijo estremeciéndose como un pez recién pescado.

Desde su posición, esposado al bufete, veía el trasero y las piernas de su ama. En el estómago sentía el peso cálido de las heces, y por la excitación empezó a golpearse la nuca contra el duro tablero de la mesa.

—¡Más, más! —chilló de alegría, y mientras chillaba tuvo la impresión de que en la habitación había una presencia extraña. De que había entrado alguien.

Volvió la cabeza haca la puerta y vio una cosa absolutamente imposible.

Había tres hombres.

Vestidos de esmoquin.

De pie, junto a la puerta, y le miraban. Uno tenía su fax en la mano, otro, más gordo y con una mancha de churre en la camisa, la fotocopiadora Olivetti bajo un brazo, y un tercero la reproducción del pensador de Rodin, la que había comprado en París durante su luna de miel, en la mano.

46. EL BASURA - 22:43

Habían entrado en esa habitación y habían visto una cosa absurda.

Un hombre desnudo y esposado al escritorio y una mujer joven sobre él, cagándole encima. Y el que estaba esposado decía:

—¡Más, más!

Ahora los tres estaban allí, con la boca abierta, sin saber qué hacer ni qué pensar.

La primera que rompió el encantamiento fue precisamente la mujer joven. Con un salto felino bajó del escritorio y se vistió en un santiamén.

—Buenas noches, señores, ¿quiénes son ustedes? —preguntó, abrochándose los últimos botones de la camisa.

—¿Nosotros... nosotros quiénes? —farfulló el Basura mirando a su alrededor.

—¡Ustedes! ¡Ustedes tres! ¿Quiénes son?

—Nosotros somos... nosotros somos...

—Ladrones, ¿verdad?

Los tres dijeron que sí con la cabeza.

—¡Ladrones! ¡¡Dios mío, los ladrones!! —chilló el hombre esposado al escritorio.

—¡Callate! —le soltó la chica, y él inmediatamente dejó de chillar y empezó a lloriquear sumisamente.

—¿Y usted quién es? —preguntó el Basura, cohibido.

—¡Me llamo Sukia y ése, el que está atado a la mesa, es el abogado Rinaldi! Bueno, señores, me imagino que ustedes no han venido aquí a pasar una agradable nochevieja sino a robar, ¿no?

—Sí —dijeron al unísono los tres.

—Bien. A mí eso no me interesa. Cojo el dinero que me corresponde y me voy. Ustedes hagan lo que tienen que hacer.

Sukia cogió una cartera de la chaqueta azul del abogado y sacó una chequera. La metió en su cartera y luego sacó unas tarjetas de presentación y se las dio a los tres.

—Si necesitan prestaciones especiales, algo fuerte, llámenme. También está el número del móvil. Hasta la vista, señores... y feliz año nuevo —y se dirigió con decisión a la puerta, mientras el abogado empezó a llorar más fuerte.

—Pero ¿por qué le ha hecho caca encima? —le preguntó el Basura con la taijeta en la mano y la fotocopiadora bajo el brazo.

La joven se detuvo, sonrió y con todo el candor del mundo dijo:

—Le gusta.

Y luego se esfumó.

47. OSSADIPESCE - 22:47

—Bueno, ¿has entendido? La nochevieja la llevamos dentro. No está fuera. Es un puto examen, y no hay estrategias para afrontarlo, él siempre te la juega. Es más fuerte. No hay más cojones. Te destroza. Te machaca. Ya puedes hacer lo que te parezca. Puedes estar en un atolón polinesio, en un monasterio nepalí meditando, en un fiestorro de impresión... No hay nada que hacer, en un momento dado de la velada te preguntas: ¿qué has hecho este año? ¿Y qué vas a hacer el siguiente? ¿Vas a cambiar? ¿Conseguirás cambiar? Miras a tu alrededor y ves gente de fiesta, que se divierte, que te pone la mano en el hombro y te dice que te quiere. Y te besan La otra nochevieja en una fiesta me encontré abrazado a dos viejos gordos que me apretujaban como si yo fuera su mejor amigo y me besaban felicitándome el año nuevo ¡Qué asco! ¿Acaso les conocía? Y en cambio mira aquí, no hay nadie. Tú y yo solos. A nuestro aire. ¡Que bien se está! Nada de coñazos, nada... —estaba diciendo Ossadipesce con el porro en los labios y la mirada apagada dirigida al techo, cuando fue interrumpido por alguien que llamaba a la puerta.

Levantó su cabeza de perico ligero.

—Oh, oh. Están llamando —dijo sacudiendo el brazo de Cristiano, que dormía a pierna suelta.

—¡Diga! ¿Quién es? ¿Qué hay? ¿Qué pasa? —refunfuñó Cristiano.

—¡Están llamando! ¿Quién será? —preguntó Ossadipesce, preocupado.

—¿Quién quieres que sea? ¡Mi madre! ¡Apaga ese porro! —dijo Cristiano, y se levantó.

48. GAETANO COZZAMARA - 22:56

No se lo podía creer.

Gaetano Cozzamara no se lo podía creer.

No era posible.

¿Quiénes eran todos esos? ¿Quién les había invitado? ¿Cómo habían entrado?

«¡No es posible!»

Dentro del enorme salón de los Sinibaldi había una aglomeración enorme. Doscientas personas.

Personas, furias de la naturaleza.

Ese imbécil de Scaramella había invitado a todo el fondo norte del estadio del Nola. Con familia incluida.

Se lanzaron en plancha sobre el buffet y lo devoraron. Cantaban. Bailaban. Vitoreaban al Nola. De vez en cuando, entre todos esos palurdos, lograba distinguir algún ser humano, un verdadero invitado, arrastrado por auténticas oleadas de exaltados.

Viejos señores elegantes alucinados. Señoras romanas desorientadas.

A Gaetano no le llegaba la camisa al cuerpo. Quería que se lo tragara la tierra. Desaparecer. Volverse pequeñito. Como una hormiga. Pero no podía.

Tenía que echarles. Tenía que salvar la casa.

¡Los cuadros!

Esos salvajes se apoyaban en los Guttuso, los Mondrian, los Branzoli.

Le entraban ganas de vomitar.

«Yo le mato. Si encuentro al hijo de su madre de Scaramella juro por la Virgen de Monte Faito que le mato.»

Estaba acabado. Tenía que emigrar. Empezar de nuevo. Con Roma había terminado. Terminado definitivamente. Después del papelón que estaba haciendo. Nada de nada. La condesa le iba a matar.

Un Pithecanthropus erectus con una botella de vodka en la mano bailaba la tarantela sobre la mesa del buffet. Saltaba sobre los canapés de caviar y las medias noches de queso y repetía:

—¡Casalotti! ¡Casalotti! ¡A tomar por saco! Os romperemos el culo.

Le reconoció enseguida. Sí, era él. No se puede olvidar a un tipo como ése. El jefe de los ultras. Una bestia parda llamada Mastín de Dios. De un cabezazo le había partido la crisma a un hincha del Frosinone. Un patibulario... En casa de la condesa Scintilla.

Gaetano miraba atónito ese horror. Tenía que hacer algo. Pero no sabía el qué.

La policía.

Sí, tenía que llamar a la policía. Enseguida.

Se dirigió hacia el teléfono, abriéndose paso a empellones.

El teléfono estaba ocupado. Alguien estaba hablando y decía:

—¿Me oyes? ¿Me oyes? ¡Pietro! Soy Pasquale. Sí, Pasquale Casolaro, tu primo. ¡Feliz año nuevo! ¡Felicidades a toda la familia! ¿Qué hora es allí, en Australia? Aquí casi medianoche. Estamos en una fiesta estupenda...

Le arrancó con un grito el teléfono de la mano. Estaba a punto de marcar el teléfono de la policía cuando vio en la cocina a Scaramella, tan pancho, abriendo el frigorífico en busca de algún refresco. Colgó el teléfono y de un salto felino se le echó encima. Le agarró por la garganta y aulló:

—¡Cabronazo! ¡Me has jodido, te voy a matar!

Hicieron falta diez personas para separarlos.

49. MICHELE TRODINI - 23:00

Tanto insistió Michele que consiguió reunir a toda la familia en el balcón, incluyendo a su hermana y su mamá. Todos arrebujados en sus abrigos y sus bufandas de lana.

—Abuelo, ¿cuánto falta?

El abuelo se pegó el reloj a la nariz.

—Una hora. Todavía hay tiempo.

—Bueno, prestad atención. Estas cosas son peligrosas. Haced lo que yo os diga. Marzia, escucha bien —le dijo el señor Trodini a su hija.

Cómo le gustaba mandar a papuchi.

Era su forma de ser.

—No, Marzia no... ¿qué tiene que ver ella? —se enfadó Michele.

Marzia, una niña de diez años con gruesas gafas sobre la nariz, gritó:

—¡Yo también, yo también!

—Tu hermana también quiere disparar bengalas. ¡No seas prepotente, Michele! —dijo la señora Trodini, siempre tan conciliadora.

50. CRISTIANO CARUCCI - 23:02

—Hay tarta. Venid vosotros también. Venga, Cristiano, trae a tu amigo. Hay profiteroles —dijo la señora Carucci tratando de abrir la puerta del cuarto, pero Cristiano se oponía en el otro lado, clavando los pies en el suelo.

—Por favor, mamá. No quiero tarta. De verdad. No me gustan los profiteroles.

—Cristiano, ¿qué peste es esa? Ahí dentro huele muy raro. ¿Qué habéis quemado? —dijo la señora Carucci metiendo la nariz entre la puerta y la jamba.

—No es nada, mamá, son los calcetines de Ossadipesce...

—¿Hay profiteroles? Dios, cómo me gustan los profiteroles...

—¡Tú calla! —le dijo Cristiano a Ossadipesce, abrasándole con una mirada de fuego.

—Mamá, por favor, déjanos en paz. Vamos a salir...

—Como quieras. Tú siempre igual... ¿Qué pensarán de ti?

—Sí, pero... Está bien —dijo él empujándola fuera. Volvió a cerrar la puerta con llave.

—Ya no podemos quedarnos aquí. Mi madre lo habrá entendido todo, mierda —le dijo a su amigo, tratando de disipar la humareda con las manos.

—Vuelve a la cama, tranquilo. No te alteres. Te sienta mal. Había profiteroles, coño.

—Pero ¿es que no ves la que se ha armado aquí dentro? Parece un fumadero tailandés. Si mi madre entra aquí le da un patatús...

—Eso es lo que os pasa a los porteros. Estáis relegados a la triste oscuridad de los semisótanos, un poco como las lombrices bajo tierra... Está en vuestra naturaleza. Los ojos... Sí, los ojos os desaparecerán y la piel se os pondrá blanca...

—¿Quieres dejar de decir pijadas? Además yo no soy el portero.

—Eres hijo de porteros. Lo llevas en el ADN. Eres genéticamente portero...

—¡Vete a la mierda! De todos modos, menos mal que te habías descalzado. ¿Crees que mi madre ha reconocido el olor de la hierba?

—Pero qué...

Cristiano sin parar de dar vueltas por la habitación dijo:

—¡Basta! No aguanto más aquí dentro. Salgamos. Me ha entrado una ansiedad...

—¿Y adonde vamos?

—Yo qué sé... Dijiste que conocías un montón de tiestas... —Bah, tiene que ser todo un asco. Aquí se está de primera, venga. Qué más da. Además, nunca hemos celebrado una nochevieja maricona tú y yo solos. Volvemos a la cama, nos traemos una copa de champán y los profiteroles y a gozar.

Cristiano pareció reflexionar un momento, indeciso.

—¿Y la dinamita?

—La hacemos explotar más tarde. Detrás del centro social. Ahora estoy demasiado alterado para enfrentarme al tráfico y al jaleo de ahí fuera, estoy muy mal, de verdad.

—De acuerdo. Haremos lo que dices. Voy a por los dulces. Pero tú quédate aquí, no te muevas, tienes un careto...

51. CONDESA SCINTILLA SINIBALDI DELL’ORTO - 23:08

La condesa Scintilla Sinibaldi dell’Orto seguía durmiendo.

Borracha de gin fizz. Despatarrada en la cama con baldaquín de su habitación. El largo vestido de noche de Ferragamo a medio quitar. Los zapatos de Prada tirados por el suelo. La boca, llena de colágeno, abierta.

Roncaba sonoramente.

Su pelo largo de color rojo fuego, normalmente recogido en un digno moño, le caía desordenado por los hombros.

Whiski, Pallina y Vodka, sus tres pequeños scotch-terrier negros, le lamían los brazos y ladraban hacia la puerta cerrada. Al otro lado la criada filipina, respetuosamente, trataba e despertar a su señora llamando a la puerta.

—Condesa, condesa, hay muchos invitados raros... Condesa... La casa... —repetía llorando.

Pero la condesa no la oía ni a ella ni a sus bulliciosos invitados ni los estampidos de los fuegos artificiales en el cielo romano.

52. MICHELE TRODINI - 23:20

—¡Papá! ¡Papá! ¡Mira! ¿Los ves? ¡Ahí arriba, ahí! —le dijo Michele Trodini a su padre, que sostenía en la mano un palito de los que sueltan chispas.

—¿Dónde, Michele?

—Ahí, delante de nosotros, mira.

El señor Trodini dirigió la mirada hacia donde señalaba la mano de su hijo, y lo vio.

Frente a ellos, en la terraza del ático del edificio Ponza, había un defirió, un tumulto. Bengalas rojas.

Un jaleo infernal.

Gritaban como posesos unas consignas incomprensibles, tan fuertes eran los petardos que tiraban. Algo así como: «Nola Nola no eres una banderola».

Algunos petardos habían ido a parar al campo de tenis del complejo, formando pequeñas hogueras.

—Pero ¿quién vive en ese piso? —le preguntó el señor Trodini al abuelo.

Anselmo Frasca, sentado en la tumbona, enfocó los prismáticos. Parecía un general austríaco observando las filas enemigas desde el otro lado del valle.

—La condesa Sinibaldi. La de los perros —dijo el viejo, que lo sabía todo de la urbanización.

—Esa g...

Estuvo a punto de decir gilipollas, pero se contuvo a tiempo. Los niños.

—Pero ¿a qué clase de gente invita? —preguntó, alucinado.

El señor Trodini la odiaba con todas sus fuerzas. Llegaba con su Mercedes al aparcamiento de la urbanización, y parecía como si todo fuera suyo. Tres veces lo había dejado en el lugar reservado a Trodini, como si tal cosa.

Puta aristócrata. Con esos tres chuchos antipáticos. El señor Trodini había protestado vivamente en la reunión de la comunidad de propietarios pero ella m caso, seguía aparcan do en las plazas de los demás y mirándolos a todos por encima del hombro.

¿Quién te has creído que eres?

—Desde luego, menuda escandalera tienen organizada ahí arriba —dijo el abuelo, y luego gritó—: ¡Cuidado!

La familia Trodini se agazapó detrás de los tiestos.

Un cohete cayo en el techo de su edificio. Hubo un fuerte estampido, y justo enfrente de ellos cayeron trozos de teja y cascotes.

—¡Se han vuelto locos! ¿Qué hacen? —gritó el señor Trodini, empujando a su mujer y su hija dentro de casa.

—Nos están disparando. Ahí va otro. Están en una posición estratégica —siguió diciendo el abuelo, impasible.

El segundo cohete cayó justo encima de sus cabezas. Entre el tercero y el cuarto piso. Cayeron más cascotes.

—Jodida furcia. ¡Condesa de los cojones! ¿Es que nos quieres matar a todos? —el señor Trodini ya no se contuvo—. ¡Ippolita! ¡Llama a los carabineros, que nos destrozan la casa! —le gritó a su mujer.

Mientras tanto Michele, parapetado tras las macetas, observaba el campo enemigo y vio que desde la terraza habían empezado a tirar más proyectiles.

—¡Papá, mira!

En el resplandor rojo y humeante que cubría el ático y la terraza había aparecido una figura gigantesca y negra. Avanzaba tambaleándose. Sostenía sobre su cabeza un enorme tiesto. Debía pesar por lo menos cien kilos.

—¿Qué hace? —preguntó Michele.

Nadie contestó.

Era un demonio escapado del infierno. Daba miedo. Se encaramó con esfuerzo a la baranda y lanzando un aullido alienígena tiró el tiesto.

En medio del aparcamiento.

Fue a dar justamente en el Opel Astra del señor Trodini.

Desfondó el techo y las ruedas se doblaron hacia fuera. Estaba destrozado.

El abuelo Anselmo, el señor Trodini y Michele se quedaron boquiabiertos. Como tres estatuas de cera.

No era posible.

Ese hijo de puta les había estampado un tiesto en el Opel. El Opel que todavía no habían acabado de pagar. Aún faltaban tres cómodos plazos. El Opel con aire acondicionado, elevalunas eléctricos y asientos de terciopelo sintético.

El señor Trodini volvió en sí del horrible encantamiento en el que estaba sumido, y cayendo de rodillas alzó los puños al cielo y gritó:

—¡El Opel nooo! ¡Nobles de mierda, me las pagaréis! ¡Si queréis guerra la tendréis!

Se levantó. Cogió una mesa de plástico e hizo con ella un escudo para protegerse.

—¿Qué vas a hacer, Vittorio? ¿Qué vas a hacer? Ven aquí dentro, Vittorio, no seas loco... ¡por favor! —gimoteaba mientras tanto la señora Trodini asomando la cabeza por la puerta del balcón.

—¡Calla, mujer! ¡Ve a esconderte con tu hija en la cocina! Michele, corre. Coge todos los cohetes y petardos que has escondido debajo de la cama. Abuelo Anselmo, cúbrete aquí.

Y el señor Trodini era sólo un capitán.

Un audaz capitán y una pequeña escuadra de héroes enzarzados en una guerra tan antigua como el mundo.

Proletariado contra Nobleza infame.

A Michele se le abrió una sonrisa en la cara y sólo dijo:

—Voy, papá.

53. GIULIA GIOVANNINI - 23:23

«Mamaíta. Me he equivocado en todo. A estas personas no las conozco. ¿Por qué están en mi casa? ¿Por qué comen en mi mesa? La comida la he comprado yo. Mamaíta, no quiero que estén aquí»

Giulia Giovannini veía a todos esos invasores sentados a su mesa. S. hubiera tenido valor se habría levantado y les habría dicho que se marcharan. A todos.

«Dejadme en paz. Sólo quiero irme a dormir.»

Pero no tenía valor. Y sabía que nunca en su vida lo había tenido.

«A ése le has dado tú las llaves de tu casa... Les has invitado tú.»

¿Por qué no era más fuerte? ¿Por qué no entendía nada de la gente? ¿Y por qué dejaba que todos abusaran de ella? ¿Por qué esa sintética retorcida estaba ahora allí y era el centro de atención en esa cena que ella había preparado? ¿Y por qué ese cabrón seguía mirándola con adoración?

«¿Y yo? ¿Yo no cuento nada para ti, cabrón? Yo soy un cero a la izquierda, una nulidad. Sólo sirvo para preparar tus cenas, para lavarte los calzoncillos y para hacerte mamadas.»

Luego oyó la voz de mamaíta que le decía:

«Déjalo, cielo. Déjalo. Hazlo por tu mamá. No hay problema. ¿Cómo decía papá? Hay un remedio para cada error.

»Y el remedio es muy sencillo.

»Tienes que hacer que te las pague.

»Que se entere de quién eres. De lo que vales.

»¿Has entendido, pequeña?

»Que te las pague.»

«Sí, mamaíta. Si, mamaíta. Te demostraré que no soy una inútil. Ya verás, tu hija a partir de este año es otra persona.»

Un tipo de cuyo nombre no se acordaba se le había echado encima en plan pulpo y no dejaba de hablar.

¿Qué quería? ¿Por qué no la dejaba en paz? Tenía otras cosas en las que pensar.

Hizo un esfuerzo para sacarse a mamá de la cabeza.

—...No estaría mal. Un poco de música. Podríamos bailar. Para celebrar la fiesta. Faltan cuarenta minutos para medianoche. ¿Qué te parece, la pones? —decía el tipo, con una sonrisa que a Giulia no le gustó nada.

Falso. Falso como Judas. Ese también pensaba que era una inútil.

—¿Qué? Perdona, no he entendido.

—¿No puedes poner un compact, un disco, qué sé yo, una cinta?

Giulia le sonrió. Una bonita sonrisa falsa. Una perfecta sonrisa de ama de casa.

Mi casa es tu casa.

¿Quieres música? Toma música.

Se levantó de la mesa y se arregló el peinado pasándose los dedos por el pelo.

—Claro. Claro. Un poco de música. Una bonita cinta para celebrar la nochevieja... —Se dirigió a su habitación.

54. GAETANO COZZAMARA - 23:25

Gaetano Cozzamara estaba en la cocina con la nariz hinchada como una berenjena debajo del grifo.

El cabrón de Scaramella debía de habérsela roto.

Pero él también le había hecho daño. Le había roto un pómulo.

Cogió un trapo y lo apretó contra la nariz. Pasó delante de un grupo de hinchas que después de desvalijar la despensa se estaban preparando pasta con tomate y albahaca, mientras la cocinera filipina lloraba con desesperación, sentada en una silla.

Ya no sabía qué hacer. Cómo salvar el tipo. Estaba demasiado aturdido para decidir nada.

«Qué más da, que sea lo que sea», se dijo abatido.

Entró en el salón.

Estaban bailando. Todos. El salón se había convertido en una gigantesca sala de baile. Viejos. Viejas. Niños. Todo el que tenía dos piernas hacía cabriolas como un loco. Se lo estaban pasando bien.

Gaetano se quedó fascinado viéndoles y se preguntó si, a pesar de todo, no habría hecho algo grande.

Organizar una gran fiesta para sus paisanos. Probablemente ninguno de ellos había estado en una casa tan bonita como esa.

—¡Gaetano! ¡Gaetano! —oyó a su espalda.

Se dio la vuelta y se encontró delante del viejo marques Sergio, con la cara violácea.

—Me he enterado de que has sido tú el que ha organizado esta fiesta. Te felicito. Hacía años que no me divertía tanto.

¡Bravo! —dijo el marqués con sus erres de frenillo y dándole una palmada en el hombro.

Antes de que le diera tiempo a contestar algo el marqués había vuelto a la pista y bailaba como un endemoniado.

«A lo mejor hasta le parece bien», pensó, un poco más tranquilo.

Vio a una chica bailando. Una chica a la que ya había visto en alguna parte. Seguramente en Nola. Pero no recordaba dónde. Estaba como un tren. Con esos rizos negros y esos ojos oscuros de gitana. Llevaba una minifalda que quitaba el hipo y una camiseta inexistente.

Gaetano se miró un momento al espejo.

La nariz estaba hinchada y un poco roja. Pero no mucho. Se atusó el pelo, se metió los faldones de la camisa y se acercó a la joven con aire vacilón.

—¡Disculpa! Soy Gaetano Cozzamara, el organizador del party... Estoy seguro de que ya nos hemos visto... No recuerdo dónde... Puede que en Mallorca.

La chica se detuvo, jadeando. Le obsequió con una enorme sonrisa enseñando una dentadura perfecta y blanquísima, que contrastaba con sus labios oscuros.

—En la escuela de hostelería... ¡Claro que nos conocemos! Yo soy Coticone Angela. Me acuerdo muy bien de ti. Estábamos en clase juntos, en el primer año de hostelería. Luego te suspendieron...

—Estudiaba poco... —refunfuñó él, cohibido.

«Coticone Angela. Claro. La que estaba en el primer pupitre. Era un verdadero callo. Tenía granos y ahora... Ha crecido, se ha hecho mujer. Y menuda carroceria ha desarrollado.»

—Sí. Eras un buen zoquete. ¿Te acuerdas de la profesora Pini?

—Vaya si me acuerdo... la de italiano.

«Esta noche será mía. Cuestión de camelarla un poco, pero ésta traga. Me la llevo a casa...»

—¡No! Era la de inglés... Oye. ¿Sabes una cosa? Cuando estábamos en clase juntos me gustabas muchísimo. Me acuerdo que llenaba páginas y páginas de mi diario escribiendo Cozzamara, Cozzamara, Cozzamara... Y ahora me entero de que vives en Roma y todos dicen que conoces a los de la televisión... —dijo ella con una sonrisa maliciosa.

«Vale. Vale. Coticone Angela me está provocando... ¡Estás pidiendo guerra!»

—Oye, ¿por qué no nos vamos de aquí? Tú y yo. Solos. Esto es un coñazo. Roma está enloqueciendo en este momento. Tengo el coche abajo y hay una fiesta en una barcaza en el Tíber...

Ella parecía tentada, pero dudaba.

—¿Qué pasa, Angela? ¿No te apetece?

—Iría. No sabes cuánto me gustaría ir, pero es que está aquí mi chico...

Gaetano recibió una estocada en el costado que le debilitó un poco, pero sabía que tenía atractivo suficiente como para arrebatársela a su novio.

—¿Y no te parece deliciosamente excitante huir con un antiguo amor para más altas lides...?

—Sí, desde luego... sólo que...

«¡Se hace de rogar la piba! Pero lo conseguiré», siguió pensando Gaetano, y la fulminó con una mirada a lo Antonio Banderas.

55. EL BASURA - 23:28

Después de que se marchara la puta, el Moñigo y el Pendientes empezaron a discutir.

—Ése —gritaba el Moñigo, señalando al abogado Rinaldi, que chillaba como un cerdo degollado—, nos ha visto la cara a los tres. Estamos jodidos. Yo no quiero empezar el año en el maco.

—Pero qué maco ni qué leche... lo tenemos en el bote... —dijo el Pendientes, que sabía por dónde se andaba y no razonaba con los pies, como su colega.

—¿En el bote a quién?

—¡Al abogado! Escucha. Nosotros seremos ladrones, pero él... él hace que las putas se le caguen encima. ¿Entiendes?

¿Qué es más grave? Dímelo tú...

La respuesta del Moñigo fue inmediata. Sin vacilación.

—Ése es un cerdo... nosotros sólo somos manguis. Ese tío da asco.

El abogado no dejaba de lloriquear. Tenía un llanto estridente, destemplado, que hasta tapaba las detonaciones.

Una pesadilla.

—Este cerdo me está rompiendo los oídos —se quejó el Pendientes, y luego le ordenó al abogado—: ¡Cállate, joder!

Era inútil, el otro seguía.

—¡Ahhh! ¡Socorro! Por favor, no me hagáis daño. Os lo daré todo, todo... ¡Pedid lo que queráis!

—Basura, por favor, piensa en algo. Así no puedo concentrarme —dijo el Pendientes, cansado.

El Basura, sentado en el escritorio, estaba haciendo limpieza de papeles, plumas estilográficas, rotuladores, cuadernos, grapadoras y gomas de borrar. Todo eso le vendría bien a su hijo Eros, que estaba en quinto de primaria.

—Basura, por favor. ¿Quieres colaborar?

—¿Qué hay? Me había distraído.

—El abogado. Haz que se esté calladito, ¡por Dios!

El Basura, con todos los bolsillos repletos de plumas y lápices, se levantó y se acercó al abogado, que se debatía y gritaba y pataleaba como un niño al que le van a poner una inyección.

Le miró un momento y sin pensárselo dos veces le dio un sonoro tortazo en la cara, chac.

—¡Aaahhhhhhhh! —gruñó el abogado, y se acurrucó con los movimientos de una langosta puesta a cocer.

El Basura se quedó turbado. Un poco como los hombres primitivos frente a la magia del fuego.

En ese grito no sólo había sufrimiento, había algo más, sí, algo más, había placer. Sí, había placer.

«Raro. Muy raro...»

Le soltó otra galleta con fines científicos.

—Aaahhhhh, sííí. Más —dijo el abogado con un estertor.

«¡Le gusta! ¿Entiendes? ¡A este cerdo le gusta que le zurren!», comprendió de pronto el Basura.

Estaba ahí, feliz, atado a ese escritorio, con esos ojos entornados de gato marrullero, con esos labios blanduchos y babosos.

—A ti te he calado, ¿sabes? Eres un guarro, un...

No le salía la palabra.

—... un pervertido, eso es lo que eres.

Y le dio un puñetazo en plena jeta.

56. ENZO DI GIROLAMO - 23:30

—¿Qué os parece si bailamos? A mover el esqueleto, venga. Sólo falta media hora para la medianoche. ¡Vamos! —dijo el joven que le había pedido a Giulia que pusiera música. Luego empezó a levantar a los más perezosos que seguían sentados a la mesa, comiendo helado de nata y chocolate fundido. Agarró a Enzo por un brazo.

—Vamos, Di Girolamo, lánzate. Que reviva el viejo bailarín...

—No, gracias... Ahora no me apetece. Dentro de un rato, quizá... —dijo Enzo, distraído.

«No consigo hablar con esa estúpida de Deborah, no hace más que charlar y ni siquiera me mira. Quizá debería agarrarla por un brazo y obligarla a que me escuche. No me creerá nunca. Dirá que estoy loco... Estoy por marcharme solo. La dejo ahí plantada.»

Tenía un presentimiento. Un terrible presentimiento. Había observado los ojos de Giulia, y no le gustaban o más mínimo. Ojos de psicópata. Decidió que había llegado el momento de ahuecar.

Todos empezaron a levantarse. Algunos abrieron las puertas del balcón y se pusieron a mirar los fuegos artificiales que arreciaban por todas partes. Un joven que había traído unas bengalas se las repartía a las chicas. Otros se habían sentado en el gran sofá y miraban la televisión, donde aparecían los invitados de la transmisión de fin de año de Rai Uno con Mara Venier y Frizzi. En un rincón de la pantalla aparecía en caracteres digitales la cuenta atrás para el año nuevo.

Deborah se había situado en el centro del comedor y seguía hablando animadamente con un grupito de invitados. Parecía relajada, con el vaso de whisky en la mano. La dueña del universo. La madre de todas las conversaciones.

Enzo se quedó sentado.

Reflexionando.

57. CRISTIANO CARUCCI - 23:32

—Este sitio es fantástico. Nunca me lo habías enseñado. Es cojonudo. Esta sí que es una auténtica madriguera —dijo Ossadipesce, maravillado.

Cristiano y Ossadipesce estaban en el cuarto de la caldera. Mas resguardado de los asaltos de la señora Carucci. Se entraba a través de la habitación de Cristiano. Bajas por una pequeña escalera y te encuentras a años luz del infierno de los fuegos artificiales.

Ossadipesce llevaba el plato de profiteroles y Cristiano la copa de champan.

El local era grande. Y hacía calorcito. A un lado había unas sabanas tendidas, al otro una vieja mesa con trastos, aparatos mecánicos y rollos de cable eléctrico. Una vieja lavadora averiada. Grandes cajas de cartón. Y justo en medio de la pieza reinaba una vieja y mastodóntica caldera que vibraba silenciosamente.

Calentaba toda la urbanización.

Unos tubos anchos y negros salían de debajo de la máquina y se hundían en las paredes.

Ossadipesce observaba. Observaba los restos de un viejo ciclomotor Malaguti, unas fotografías metidas en una caja de zapatos. Se acercó a un rincón oscuro donde se recortaba el perfil de una mesita.

—¿Y esto qué es? —preguntó.

—Nada. Era el pasatiempos de mi padre. Construir modelos. Se pasaba noches enteras aquí dentro...

El padre de Cristiano había muerto tres años antes. Se lo había llevado el cáncer.

—Siempre le estoy diciendo a mi madre que los tire, pero no quiere. Les tiene cariño. A mí me dan tristeza.

—Pero se daba maña tu padre. Mira esto...

Ossadipesce sostenía una perfecta reproducción de un barco vikingo con su feroz dragón en la proa, la vela a rayas rojas y blancas, los bancos de los remeros y las filas de remos.

—Oye, si no te importa, me lo podrías regalar... —le dijo, expectante.

Cristiano permaneció un momento en silencio, luego apretó los labios y dijo:

—Llévatelo.

—¿De verdad?

—He dicho que te lo lleves.

—¡Gracias!

Cristiano abrió un viejo y hundido sofá cama y se puso a liar un canuto. Ossadipesce seguía observando los modelos. De pronto se le iluminaron los ojos, como a los gatos.

—No sabes... Cristiano. No sabes... no sabes lo que he encontrado.

—¿Qué has encontrado? —dijo Cristiano con desinterés. Estaba pasando la lengua por la cola del papel.

—Disolvente. Disolvente para pintura. Para los modelos.

—¿Y qué?

—Es un alucinógeno. Lo sé. Mi primo Franco también tenía fijación con el modelismo y luego se convirtió en un viejo drogota y me contaba que de vez en cuando esnifaba esta metralla, que era mejor que un acido. ¡Vamos a darnos un viaje!

—¡No jodas! —dijo Cristiano, que se había tumbado cómodamente.

—Juro por Dios que no te soporto. A ti Santo Tomás te la menea. Cada vez que te digo algo no me crees.

Mientras tanto Ossadipesce había empezado a hurgar en el bote con un destornillador para tratar de abrirlo. Con un golpe más decidido hizo saltar la tapa.

Ossadipesce acercó un momento la nariz al bote. Desprendía un fuerte olor sintético, a barniz, a cola.

—Esta mierda no sabes adonde te manda...

—Gracias, yo estoy servido. Ya me he colocado con este último porro —dijo Cristiano con ademán prudente y relajado.

—Coño, es nochevieja. Y si no nos desmadramos en nochevieja, ¿cuándo nos desmadramos? Sólo una esnifada cada uno. Y vale. Justo para ver si funciona. Vamos, yo lo voy a hacer.

Cristiano sabía que su amigo lo haría. Era más testarudo que una muía, y cuando decidía una cosa no había forma de quitárselo de la cabeza.

—Creo que vas a hacer una pijada...

Ossadipesce se había sentado y miraba con ojos de obseso ese bote mágico. Leyó varias veces el nombre y la composición del producto. Cloruro de amonio. Óxido de nitrógeno. Luego, sosteniéndolo con ambas manos, se lo puso debajo de la nariz y aspiró con fuerza. Cerró los ojos, torció la boca con una mueca de dolor e inclinó la cabeza hacia un lado. Los dedos se le pusieron blancos alrededor del bote.

—¡Oh! ¡Oh! Ossadipesce. ¿Qué te pasa? ¿Qué sientes? —dijo Cristiano levantándose de un salto y corriendo hacia su amigo, pero cuando estuvo a su lado él abrió despacio los ojos, un poco más rojos que de costumbre, y una amplia sonrisa le deformó la boca.

—No te imaginas cómo es... te llega directamente al cerebro. No hay barreras hematoencefálicas que se resistan. Un subidón. Prueba. Ya me siento mejor. Tienes que probarlo.

—Y una mierda. Eso te elimina un millón de neuronas a cada esnife.

—Ya lo creo. Millón más, millón menos. No puedes dejar de probarlo. Lo sientes en el cogote, dentro de la nuca.

Cristiano había cogido el bote y lo miraba.

—Pruébalo. No seas tan cagueta como de costumbre, coño.

—¿Está bien?

—Mejor.

Cristiano, vacilante, se puso el bote debajo de la nariz y dijo:

—¡Qué peste! —y luego aspiró él también.

58. MICHELE TRODINI - 23:37

En el balcón de casa de los Trodini se estaban organizando bien.

—¡Bravo, Michele! Has comprado un verdadero arsenal. ¡Muy bien! —dijo el señor Trodini, pasando revista a toda la pirotecnia.

—Y qué progreso ha habido... En mis tiempos sólo había petardos. Y aquí tenemos cohetes, bengalas... —añadió el abuelo.

Michele estaba la mar de contento.

—¡Venga! Se van a enterar de quiénes somos —dijo el señor Trodini, apuntando con un largo cohete de aspecto mortífero al ático de la condesa.

59. GIULIA GIOVANNINI - 23:40

Giulia Giovannini volvió en sí del estado catatónico en el que había caído.

¿Cuánto tiempo había permanecido sentada en la cama, recordando?

¿Recordando el qué?

Deborah y ella en el colegio. El viaje a Grecia juntas. Las fiestas. Y Enzo. El primer encuentro. El primer beso. Cuando se lo presentó a Deborah.

Había reconstruido el rompecabezas de recuerdos que tenía en la mente, y ahora, por fin, cada cosa encajaba en su sitio.

Siempre la habían tomado por tonta. Se habían reído de ella a sus espaldas. Deborah. Enzo. Todos.

Se puso de pie.

¿A qué había venido a su habitación?

«¡La cinta! ¡A por la cinta!»

La voz de mamaíta.

Se metió la mano entre los pechos y sacó la llave. La llave secreta. Abrió el cajón de la mesilla de noche. Cogió la cinta.

La simpática prueba que enfrentaba a esos dos farsantes traidores con sus responsabilidades.

—Mamita querida, ¿está bien lo que estoy haciendo?

—murmuró para sus adentros mientras se dirigía al despacho.

«¿Es que no tienes ganas de ver la cara que ponen? ¿Es que no quieres divertirte tú también un poquito esta noche?»

El equipo era un moderno y negro aparato Sansui con altavoces en todas las habitaciones. Lo encendió. Se iluminó con un verde cálido y tranquilizador. Apretó el botón que activaba los altavoces del salón. Abrió la tapa de la pletina y metió la cinta. La cerró y puso el volumen al máximo.

—¡A bailar, chicos! —dijo maliciosamente, y apretó el play.

60. THIERRY MARCHAND - 23:40

No lograba encontrarlo. Seguía dando vueltas sin encontrarlo. «¡Un teléfono! ¡Quiero un puto teléfono! ¿Cuánto tiempo llevo dando vueltas?»

Thierry Marchand había entrado en el «Complejo residencial delle Isole», y se había perdido en el aparcamiento. Caminaba doblado por el alcohol entre los coches, con ese puñado de calderilla en la mano. Sus ojos eran dos ranuras negras. Se golpeaba contra los costados de los coches. Ya no veía, pero sentía sobre su cabeza una guerra. Una guerra de verdad.

Estallidos. Explosiones. Gritos. Ladrillos que caían.

«¿Qué está pasando? Ah, ya, es nochevieja.»

Ahora se sentía realmente mal. El alcohol le quemaba las entrañas. Tuvo que sentarse un momento. Sólo un momento. Más tarde seguiría buscando el teléfono. Tenía la impresión de que algunas explosiones no estaban nada lejos. Incluso se oían entre los coches. Notaba el olor del azufre en la nariz.

«Será mejor que me ponga a cubierto.»

Se arrastró hasta el edificio más cercano, y se sentó.

«De acuerdo. Mañana. Mañana llamo a Annette. Mañana le digo que he cambiado. Mañana vendo la furgoneta. Mañana me voy. Mañana.»

61. ENZO DI GIROLAMO - 23:40

—Hola Giulia, soy Debby. No sé qué hacer. ¿Tú cómo te vest...?

Enzo dio un bote en la butaca.

«¿Qué es eso?»

La voz de Deborah. A todo volumen. Amplificada. ¿De dónde venía? Se dio la vuelta, miró a su alrededor. De los altavoces. Llegaba de los altavoces del equipo de música.

—¿Qué estaba pasando?

—¿Oye? ¡Oye, Debby! Soy Enzo.

—¿Enzo?

Le reconoció enseguida. Su voz. Su voz grabada. Y la otra era de Deborah. La llamada. La de esa tarde. La de la cita con Debby. Trató de tomar aliento, pero no había aire para él en esa habitación. Sintió que el estómago se le convertía en una hormigonera. Intentó levantarse, pero no fue capaz.

—Sí. Soy yo. Giulia no está. ¿Qué haces?

—Nada... ¡qué rollo! No tengo malditas las ganas de ir a la cena de Giulia. ¡Dichosa nochevieja! Habría que celebrarla en un país musulmán. Allí a las diez todos en la cama...

Las conversaciones se habían interrumpido de pronto. Silencio. Todos escuchaban. Enzo levantó la vista, y todos le estaban mirando.

—¿Tengo que ir por fuerza?

—Pues sí. A mí tampoco me hace gracia, ¿sabes?... pero nos ha tocado.

Buscó a Deborah. Estaba en el centro de la sala. Con su vaso de vino en la mano. Morada. Ella también le buscaba con la vista. Sus miradas se cruzaron. Y si él estaba aterrorizado, ella en cambio parecía molesta, ofendida, ultrajada. Permanecía tiesa y roja en medio de la habitación.

«No has entendido nada, monada...»

—De acuerdo, iré. Basta con que estés cerca de mí. Lo hago sólo por ti, Pimpi. Pero ahora ven aquí un rato, necesito muchos mimos para soportar la velada... ¡te echo de menos!

—Y yo a ti. Un montón.

Los que estaban fuera, en el balcón, también habían entrado. Y les estaban mirando. De nuevo intentó levantarse, sin conseguirlo. No sentía las piernas.

—Esta bien, pero no puedo quedarme mucho. Giulia volverá dentro de poco. Le he prometido echarle una mano.

—Está bien. Te espero.

Y en ese instante entró Giulia gritando:

—¡Empezad a rezar, porque para vosotros no habrá un año nuevo!

62. GIULIA GIOVANNINI - 23:40

Después de apretar el play, Giulia Giovannini fue al trastero que había detrás de la cocina. Donde estaban amontonadas las cosas de Enzo. Sus maletas. Sus zapatos. Su ropa. Lo revolvió todo y por fin encontró lo que buscaba.

El fusil submarino.

Su Aquagun 3500.

Una salvajada de ballesta con la que ese hijo de puta mataba las últimas cabruzas y lenguados del Mediterráneo.

Lo cargó con facilidad.

Mamaíta le había explicado cómo se hacía.

Tiró con las dos manos, haciéndose daño en las palmas, de esas enormes gomas. Metió el arpón hasta el fondo. Sintió que el gatillo subía y se ponía duro.

«¡Lista!»

Corrió gritando. Al comedor. A la guerra. A la victoria. Blandiendo ese mortífero instrumento como un infante prusiano que se entrega a la muerte.

Entró en el comedor y gritó:

—¡Empezad a rezar, porque para vosotros no habrá un año nuevo!

63. ENZO DI GIROLAMO - 23:41

Se la veía enorme. Gigantesca. Mala.

Allí, en esa puerta, con ese fusil submarino en la mano. Los ojos fijos y apagados. Sin la luz de la razón dentro. Venía a por él.

Ansiosa de venganza. Y gritaba reclamando lo que se le debía.

Respeto.

Enzo Di Girolamo lo sabía. Lo sabía demasiado bien.

Ella avanzó más. Hasta el centro del comedor. Todos los invitados se habían apartado, gritando. Pegados a la pared. «Conejos, conejos, eso es lo que sois.»

—¿Qué vas a hacer? Giulia... —logró decir Enzo.

Nadie le oyó.

Deborah, la única que se había quedado en medio de la sala, parecía petrificada. Como un don Tancredo. Pero de pronto se acercó a Giulia, sin hacer caso del fusil. Con las manos por delante, tratando de cogerlo.

Una heroína de telenovela.

—¡Giulia! ¡Giulia! Dame ese fusil. ¡Vamos! No hagas tonterías. No ha pasado nada. Ha sido una cosa así... sin importancia. Dámelo... —dijo la guionista.

Creía que podía razonar. Creía que podía hablar.

Giulia la golpeó en plena cara con la culata del fusil. Deborah cayó al suelo. Con la cabeza bajo el sofá. Y el labio roto. Y la nariz rota. Se quedó allí, con la cara ensangrentada manchando de rojo las rayas del sofá y los ojos mirando hacia abajo, en ese trozo de oscuridad.

Giulia siguió avanzando hasta que se plantó delante de Enzo.

El estaba contra la pared.

Ella con el fusil en la mano.

Le apuntó.

Enzo vio el arpón afilado dirigido justo al centro de su pecho. Apretó los puños sudados y se orinó encima. No pudo evitarlo.

«Qué mierda... tengo un montón de cosas por hacer.

Tengo una puta vida por delante. No es justo. Tengo que volver a escribir el informe. ¿Por qué? Joder, no quiero morir asi. ¿Por qué?»

Le gustaría poder preguntarlo.

Y que hubiera una respuesta sensata.

Si hubiera una respuesta sensata y racional a su muerte, la podría aceptar. Pero sabia que no había nada que discutir. Que no había nada que entender. Que era una noticia más para la sección de sucesos. Otro de esos crímenes que se leen distraídamente en las páginas locales. Sólo que le estaba sucediendo precisamente a él. Entre los tres millones de romanos, precisamente a él. A él, un futuro pez gordo del iri, que había encontrado una mujer con un cerebro que le funcionaba...

«Joder, no! No es justo.»

—Te di las llaves. Te di mi vida. Te di mi casa. Te di a mi amiga. Y tú, ¿qué me diste, a cambio? ¡Contesta, hijo de puta! —le preguntó.

«¿Qué quiere?»

No lograba entender. ¿Qué le estaba diciendo esa psicópata?

De modo que era justo como en las películas. Antes de matarte siempre te hacen una pregunta. Una pregunta a la que das siempre la respuesta equivocada. Entonces es mejor no contestar. Y además, ¿de qué estaba hablando...? ¿Las llaves de qué?

—No, yo no... —fueron las únicas palabras que logró articular. No era una respuesta, eran sólo palabras.

Giulia torció la boca con una mueca de disgusto, apretó el gatillo y Enzo, sentado en esa silla de terciopelo rojo, vio que el arpón avanzaba y se le clavaba justo en el centro del pecho. Notó que el esternón le explotaba al chocar con la punta. Notó el paso de la barra de hierro a través de la carne blanda encerrada en la caja torácica. Y por último comprendió, por el bote que dio la silla bajo sus posaderas, que debía haberlo ensartado como a un pollo asado y que el arpón se había clavado en el relleno del respaldo.

Bajó la mirada y vio la barra de hierro que le salía del pecho. La camisa nueva de Battistoni se estaba tiñendo de rojo. Tenía los brazos bajos y abiertos como una gaviota con las alas rotas.

«A lo mejor si lo agarro con las dos manos, me lo saco», se dijo.

Lo intentó.

Agarró el asta y tiró.

Un infierno de dolor le estalló en el pecho y notó el sabor salado de la sangre subiéndole por la garganta. El arpón se había abierto detrás de su espalda. Imposible quitárselo.

Dejó caer de nuevo los brazos y se echo a llorar.

Estaba completamente lúcido.

Notaba cómo le corrían las lágrimas por las mejillas. No había inconsciencia en su muerte. Levanto la mirada cansinamente. Hacia Giulia.

Ahí estaba.

Todavía de pie. Inmóvil. Con el fusil en la mano y ese hilo que los unía como un cordón umbilical de muerte.

—Giulia, por favor. Te lo ruego. Sácame esto del pecho, por favor.

Ella le miró. Y en esos ojos ya no había nada. Ninguna piedad humana. Ningún remordimiento humano.

—¡Sácatelo tú solo, cabrón! —dijo cansinamente, como un autómata al que se le han acabado las pilas. Tiró el fusil encima de la mesa. Entre las botellas de, champán y el helado.

—No puedo... —fue lo único que respondió Enzo.

64. EL BASURA - 23:42

—¡Estamos de suerte! ¿No lo entiendes? Le podemos chantajear. Si se sabe por ahí que es un pervertido sexual está jodido. Con el trabajo. Con su mujer. Con todo. Está acabado. ¿Lo entiendes? —dijo el Pendientes, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Y cómo le chantajeamos? —preguntó el Moñigo con expresión de colegial aplicado.

—Pues muy sencillo. Le hacemos una bonita fotografía. Mejor dicho, un servicio fotográfico completo. Desnudo. Con esa cagada en la barriga. Seremos ricos...

Era un espabilado el muchacho.

—¡Gran idea! ¡Gran idea! —Repetía mecánicamente el Moñigo, feliz.

Los dos se habían apartado a un lado y se confabulaban cuchicheando. El Basura les interrumpió.

—Perdonad, ¿puedo interrumpiros? Me gustaría enseñaros una cosa...

—¿Qué quieres? —preguntó el Moñigo.

El Basura parecía alterado.

—¿Podéis venir un momento?

Los dos se miraron y luego le siguieron perplejos hasta la mesa a la que estaba esposado el abogado.

Rinaldi tenía la cara hinchada como una berenjena.

Un labio roto. La nariz ensangrentada. Los ojos hinchados. Y a pesar de todo en su boca se dibujaba una sonrisa de felicidad.

—Pero qué co... —no terminó de decir el Pendientes, cuando el Basura le dio al abogado otro puñetazo en la cara.

El abogado soltó un débil gemido.

—¡Es un pirado! ¿Entendéis? Le gusta que le hostien. Es su forma de ser... es un puto pervertido... —dijo el Basura con tono divulgativo.

Parecía Piero Angela.

El Pendientes se puso hecho una furia. Se lanzó encima del Basura y los dos rodaron por el suelo.

—Será tontolaba el tío. Mira lo que le has hecho. ¡Lo has destrozado! ¿Y ahora qué? Lo has estropeado todo. Si le hacemos la foto parecerá que le hemos hostiado, agredido... nadie nos va a creer. Ya es inútil... Yo te mato. ¡Te mato! —decía el Pendientes, tratando de morder al Basura en la oreja.

Los dos siguieron rodando por el suelo, dándose patadas, mordiéndose y tirándose de los pelos, mientras el abogado Rinaldi lloraba y reía al mismo tiempo.

65. MICHELE TRODINI - 23:49

Michele Trodini metió el potente cohete de 15.000 liras entre los geranios de su madre. Apuntó a la terraza.

«Precisión.»

Encendió la cerilla y prendió la mecha, que se quemo rápidamente.

El cohete salió derecho, dejando una estela de humo rojo, hacia el objetivo, pero hacia la mitad de su trayectoria giro sobre sí mismo (¿una aleta torcida?) y se desvió dirigiéndose hacia abajo, hacia el primer piso, Michele vio como desaparecía dentro de una ventana. Un resplandor de luz azul lleno la habitación y luego hubo un estampido atronador.

Se dio la vuelta hacia papá y el abuelo, pensando que le iban a cascar por la torpeza que había cometido, pero el abuelo y papá estaban demasiado entretenidos disparando.

Michele apretó los dientes y, como si nada, cogió otro cohete.

¡EMPIEZA LA CUENTA ATRÁS!

¡DIEZ...!

66. ROBERTA PALMIERI

Roberta Palmieri estaba a punto de alcanzar el cuarto y último orgasmo. El de fuego. El que la iba a llevar más alto, al placer superior. Al éxtasis supremo. Al nirvana. Al contacto con los pleyadianos.

Sí, sí, estaba llegando.

Joder que si estaba llegando.

Sentía que le subía por dentro, se ensanchaba inexorable e imparable como un río que ha roto los márgenes.

Ese orgasmo la iba a vaciar y rellenar mil veces de placer. En la cabeza sentía un estrépito.

Un estrépito de explosiones. Por un momento se preguntó si vendría de fuera. No, imposible, todo estaba en su cabeza.

Empezó a acelerar el ritmo. Subiendo y bajando como una endemoniada sobre Davide Razzini, que seguía debajo de ella, ungido como un bacalao, en estado hipnótico, tumbado en el suelo.

—¡Sí Davide! ¡Muy bien, Davide! Ya llega... Ya llegaaaa...

Y llegó.

Con una detonación que le rompió los tímpanos.

Lo extraño fue que en vez del placer esperado sintió dolor. Un dolor infernal. Sintió que un fuego infinito le quemaba las entrañas. Abrió los ojos.

Una niebla espesa había invadido la habitación. Su cuarto de estar mediooriental estaba completamente destrozado.

Se miró el vientre. Y vio que se le salían las tripas. Los intestinos se le escurrían, como una gigantesca lombriz blanda, hasta el suelo. Viscosos, rojos y quemados.

Trató de levantarse.

No lo consiguió.

«¡Las piernas!»

Sus piernas yacían en el suelo, a un metro de ella, arrancadas de cuajo del tronco, en un lago de sangre y carbón.

Apenas se dio cuenta de que se mantenía en un equilibrio precario sobre la erección de Davide Razzini, cuando empezó a tambalearse peligrosamente.

Pero Davide abrió los ojos.

Esa explosión debió de sacarle de la hipnosis. En el mismo momento en que se despertó, su erección desapareció.

Roberta Palmieri se dio de bruces contra el suelo.

67. GAETANO COZZAMARA

No había nada que hacer.

Gaetano estaba desesperado.

Esa Angela era una verdadera calientapollas. Estaba como un queso, pero era de las calientapollas. De las que sólo te dejan sentir el olor. Y además, ¿a qué venía tanta fidelidad a un palurdo de Nola, cuando tenía delante a Míster Tanga Mojada 92?

—¿Así que no quieres venir... no quieres celebrar el principio del año en brazos de otro hombre? —dijo, desconsolado.

Su arte de ligar estaba perdiendo calidad.

—Yá te lo he dicho, yo iría... pero si se entera mi novio...

—¿Y quién es el novio?

—Ahí está, ¡allí!

Gaetano se dio la vuelta y vio al novio de Angela Conticone.

—¿Es ese? —dijo boquiabierto.

—Sí, es él. ¡Ese es mi amor!

A Gaetano se le cayó el mundo encima por segunda vez en esa noche.

El chico de Angela Coticone era el Mastín de Dios.

Gaetano llegó a la conclusión de que no entendía nada de la vida.

¿Qué hacía una chica como esa con ese eslabón perdido entre los monos y los lemures?

Ya no había moral, ni justicia, ni nada.

Todos los esfuerzos que había hecho para refinarse, para crearse un gusto y mejorar, al fin y al cabo, los había hecho por ellas, por las mujeres. Había soñado con llegar a ser un modelo de referencia. Un objeto sexual. Guapo siempre lo había sido. Ahora también era culto y sabía vivir, vestirse, y sin embargo... Sin embargo la realidad era que él se llevaba a la cama a esas momias nobles romanas por pocos cuartos y una mujer así, una que había estudiado hostelería y no sabía hacer la o con un canuto, que debía caer a sus pies y suplicarle, le rechazaba y quería a ese cafre.

—Pero ¿has visto quién es? —le dijo, sin poder contenerse.

El Mastín estaba completamente borracho. Un zombi. Se tambaleaba con sus ciento diez kilos. Los ojos hundidos en las ojeras. La boca deformada por una mueca horrible. En camiseta de tirantes. La piel le brillaba de sudor. Apestaba como la carroña. A su paso todos se apartaban, horrorizados.

El Mastín le quitó una botella de vodka a una chica y la apuró de un largo trago.

—Los del edificio de enfrente contestan al fuego. Deben de ser unos cabrones del Casalotti. Nos odian porque somos meridionales. Porque somos pobres. Pero se van a enterar, putos liguistas... —ladró, dirigiéndose al respetable.

Se dio la vuelta un momento, como indeciso, y .se lanzó sobre la pantalla gigante Sony 58 canales levantándola del suelo y arrancando los cables como si fueran raíces podridas. Ambra, que bailaba en la pantalla, desapareció. Se lo echó al hombro y se abrió paso hacia la terraza y la niebla. Los aparatos de vídeo y los descodificadores colgaban a su espalda como fetos enganchados a cordones umbilicales.

—¿Lo has visto? Es un bestia psicópata. ¿Cómo puedes quererle? —dijo Gaetano, zarandeando con desesperación a la chica.

—Es un machote... me gusta.

—¡Hay que joderse...! ¡Tengo que detenerle! —dijo Gaetano, y salió disparado hacia la terraza.

¡Nueve...!

68. CRISTIANO CARUCCI

Cristiano y Ossadipesce estaban juntos, tumbados sobre una piel de oso extendida sobre una enorme cama de roble, y no podían parar de reír.

¿Qué mierda había en aquel disolvente?

Fuera lo que fuera, funcionaba. Vaya si funcionaba.

Ante ellos el cuarto de la caldera había desaparecido, y se encontraban en un banquete vikingo por todo lo alto.

De las gruesas y oscuras vigas del techo colgaban enormes cadenas que sostenían haces de teas encendidas. Una tosca chimenea con morillos de mármol decorado completaba la iluminación. Un ciervo con su espléndida cornamenta se asaba en el espetón. Colgado en la pared había un cartel escrito con caracteres góticos, que decía: Próspero 836 d. C. Felicidades a todos.

Una compañía de guerreros vikingos se atiborraban, abalanzándose sobre los manjares colocados en el centro de la mesa. Comían como cerdos. Agarraban con sus toscas manazas los pollos asados, se los metían enteros en la boca, gritaban y brindaban, tragándose barriletes de cerveza Peroni y tirándose pedos fragorosos. Hablaban en una lengua desconocida. Eran grandotes y feos, con el pelo largo y sucio, trenzado con tiras de cuero. Llevaban unos cascos con cuernos o alas de halcón. Pellizas sobre los pechos musculosos. Sandalias en los pies. Dos de ellos, un poco más refinados, usaban la espada para cortar el queso, y uno incluso enrollaba algo que parecía tallarines al pesto. Las chicas que servían la mesa eran unas macizas. Con largos cabellos rubios. Pómulos suecos. Minifaldas de gamo. Blusas con escote bañera de las que rebosaban unas tetas enormes.

—¡Vaya si funciona esta mierda! —repetían por turno—. Joder, parece de verdad!

—¿Has visto ésa lo buenorra que está...? —decía ahora Cristiano.

—¡Cri’, es la hostia! ¡Obelix preside la mesa! ¡Mira! —gritó Ossadipesce agarrando a su amigo.

—¡Pero qué dices! Estos son vikingos, y los vikingos no tienen nada que ver con Obelix. Obelix es un galo.

—Das pena. ¿Así que, según tú, Asterix y Obelix nunca fueron vikingos?

—No. Nunca.

—¿Sabes cuál es tu problema? Que eres un ignorante presuntuoso. ¿Has leído Asterix en América? ¿Con quién coño crees que fue Asterix a América? Con los vikingos.

69. ANSELMO FRASCA

Anselmo Frasca estaba como unas castañuelas.

Le parecía que había vuelto a su juventud. Durante la guerra.

Cuando luchaba con los alpinos. No le daban miedo las bombas. Y menos ahora, que se sentía ya con un pie en la tumba.

Veía cómo los cohetes pasaban a su lado y se estrellaban contra la fachada del edificio. Los muy cabrones, allá arriba, en la terraza, se habían organizado bien. Una potencia de fuego notable. Pero el viejo sabía que para vencer las batallas no basta con tener medios, hacen falta héroes.

Un petardo cayó a su lado. Lo agarró justo cuando estaba a punto de consumirse la mecha y lo tiró abajo.

—¡Jo, abuelo, qué fiera! —dijo Michele con admiración.

—¡Gracias, hijito! —contestó con el corazón henchido de orgullo, y se asomó a pecho descubierto.

El señor Trodini, parapetado detrás de la mesa, gritaba:

—Abuelo Anselmo, no seas loco. Vuelve aquí.

Pero el abuelo no le escuchaba.

Tenía un as en la manga.

Corrió a su cuarto. Se inclinó a pesar de la artritis que le hacía ver las estrellas y sacó de debajo de la cama su viejo mosquetón de la guerra. Abrió el armario jadeando y cogió los cartuchos. Lo cargó.

Y al grito de «¡Saboya!» se lanzó de nuevo al balcón.

70. GAETANO COZZAMARA

En la terraza Gaetano Cozzamara atravesaba la humareda en busca del Mastín de Dios.

Tenía que detenerle. Tenía que impedir que lanzara el televisor a la calle.

Pero no veía nada. Sólo distinguía unas figuras oscuras en medio del humo. Las pancartas del Nola.

Esos locos eran los ultras. Una banda de maleantes zumbados, capitaneados por el Mastín de Dios. Siempre invadían el campo. Le atizaban al árbitro.

Ahora habían convertido la terraza en su base de lanzamiento contra el edificio de enfrente. Vio a cinco o seis, que se tapaban la cara con pañuelos, cogiendo carrerilla y tirando algo así como bombas de mano que explotaban entre los coches de abajo, y en el techo y los balcones de enfrente.

Finalmente, entre las espirales de las bengalas de colores, vio la figura monstruosa del Mastín de Dios. Estaba montado en la barandilla y sostenía sobre su cabeza el monolito del televisor. Parecía Macistes en las minas del rey Salomón. Gaetano corrió hacia él, pasó a la cornisa a pesar de tener vértigo y le agarró la pierna.

La bestia se dio la vuelta y gruñó con rabia:

—¿Qué quieres?

—Mastín. Soy Cozzamara. Gaetano Cozzamara. El defensa. Te suplico, te ruego que no tires el televi...

¡Ocho...!

71. ANSELMO FRASCA

Anselmo Frasca, con sus gruesas gafas sobre la nariz, abrió fuego contra ese mastodonte que estaba a punto de tirar un televisor.

¡Siete...!

72. GAETANO COZZAMARA

El proyectil le entró por el cuello y salió por la base de la nuca.

«¿Qué pasa?», se preguntó Gaetano.

Era como la picadura de una abeja. Sólo que tres millones de veces mas dolorosa. Se puso una mano donde le dolía y descubrió que tenía un agujero. Un agujero en el que le cabía medio índice. Se miró la mano. Roja de sangre Las piernas le cedieron de golpe.

Para no caer se agarro mas fuerte al muslo del Mastín y sólo pudo decir:

—¿Qué me han hecho, Mastín?

El otro parecía petrificado. Con el televisor sobre su cabeza. Gaetano ya no lograba verle los ojos, la cara.

Todo estaba desenfocado.

Oyó una voz lejana:

—Esos hijos de puta han disparado contra ti. Te han disparado a la cabeza...

La presa en el muslo del Mastín se aflojó y Gaetano sintió que el abismo le chupaba. Veía cómo sus manos resbalaban por los téjanos del Mastín.

Trataba de cerrar sus dedos, pero se habían vuelto de orangután.

—Me estoy cayendo. ¡Ayúdame! —murmuró.

Puede que lo dijera muy bajito, porque ese anormal seguía inmóvil, sosteniendo el televisor. Luego, por fin, el Mastín tiró el televisor abajo y alargó un brazo para agarrarle.

Gaetano también alargó un brazo.

Demasiado tarde.

Las yemas de sus dedos se rozaron un instante.

Gaetano comprendió que todo había terminado, que ya no tenía que preocuparse por los que se habían colado en la fiesta, ni por la condesa, ni por Coticone Angela, ni por las mujeres ni por su futuro.

¡Seis...!

73. THIERRY MARCHAND

Thierry Marchand tenía los ojos cerrados. Esperaba a que se le pasara la cogorza para volver a ponerse en pie.

El Sony Black Trinitron 58 canales le dio de lleno.

Le hundió el cráneo matándole en el acto.

No sufrió nada.

Inmediatamente después, sobre ese amasijo sin sentido de carne francesa y tecnología japonesa, aterrizó el cuerpo sin vida de Gaetano Cozzamara.

74. ANSELMO FRASCA

—¡Malditos ojos viejos! —murmuró para sus adentros Anselmo Frasca.

Le había dado a alguien que había caído de la azotea.

«¡Bien!»

Pero no había logrado darle a la bestia a la que había apuntado. Aunque por un pelo.

Volvió a cargar rápidamente. No quería que la bestia se metiera en su cubil.

Apuntó y volvió a disparar.

El fusil le estalló en las manos.

75. MICHELE TRODINI

Michele Trodini oyó una detonación justo a su espalda y el abuelo empezó a chillar como si le estuvieran degollando.

Se volvió y le vio saltando por el balcón como un sapo con convulsiones. Brincaba como si tuviera veinte años. Unos saltos de metro y medio, lo menos.

Luego se dio cuenta de que al abuelo le faltaba algo. Ya no tenía una mano. El brazo terminaba en la muñeca. Ni palma, ni dedos. Ya no le quedaba nada.

Su padre estaba demasiado abstraído lanzando los últimos petardos para darse cuenta. Tenía la cara tiznada de hollín, la camisa abierta y dos ojos de obseso.

—¡Papá, papá! —le dijo Michele tirándole del brazo.

—¿Qué quieres? ¿No ves que tenemos la victoria al alcance de la mano? ¿Por qué no tiras cohetes...?

—¡Papá! El abuelo... —dijo Michele llorando.

—¿Qué pasa aho...?

El señor Trodini se llevó las manos a la boca. El abuelo se revolcaba por el suelo, sujetándose el muñón con la otra mano.

—¡Abuelo Anselmo! —dijo el señor Trodini.

—No es nada... no es nada. Cosas que pasan en la batalla —jadeó el viejo con una mueca de dolor en la cara.

—¿Cómo que cosas que pasan? Abuelo...

—No os preocupéis por mí. Me he cargado a uno. Seguid vosotros. Ya casi lo hemos logrado...

—¡Michele, aprende! ¡Tu abuelo es un héroe! Hay que llevarle enseguida al hospital. Busquemos la mano, venga. Pueden volver a colocársela.

El padre y el hijo se pusieron a buscar la mano, mientras el abuelo sufría en silencio. El fuego enemigo continuaba, más violento que nunca.

No estaba.

La dichosa mano no aparecía. Miraron por todas partes. Entre los geranios. Entre las rosas. En la pila de cemento de los peces.

Nada.

La mano ya no estaba.

Hasta que Michele la vio.

—¡Mira, papá! ¡Está ahí!

Estaba abajo. En el aparcamiento. Sobre el capó de un Ford Escort station-wagon.

—Corre, Michele. ¡Ve a por ella!

No hubo que decírselo dos veces.

¡Cinco...!

76. CRISTIANO CARUCCI

Después de la incursión colectiva en el mundo de los vikingos, Cristiano y Ossadipesce, tumbados en el sofá cama, siguieron caminos psicodélicos individuales. Ossadipesce tenía la impresión de ser Daitan 3, el robot japonés. Sentía que tenía los huesos de cromo—vanadio, los puños de titanio, y estaba allí dispuesto a luchar contra los alienígenas venidos de quién sabe dónde.

Cristiano, en cambio, no hacía más que sacar y meter en una imaginaria funda su revólver de plata. Se sentía bien, vestido de pistolero rebelde. Con las botas polvorientas de a arena de Sierra Nevada, el guardapolvo y el sombrero sobre los ojos.

—Oye, ¿por qué no salimos? No aguanto mas aquí... Me he cansado de esperar a la muerte negra. Me siento muy operativo. Quiero ir al centro social y hacerlo saltar —dijo Ossadipesce con voz metálica.

—¿Quién es la muerte negra?

—Olvídalo. ¿Qué hora será?

—No sé... serán casi las doce. ¿Seguro que quieres salir? En este saloon no se está tan mal.

—No. Salgamos —dijo Ossadipesce moviéndose con ademanes mecánicos.

—Está bien. Salgamos. Pero tenemos que enfrentarnos a una prueba muy difícil. Pasar por la cocina, y estamos con un cuelgue que no veas. Si mi madre me ve así, como mínimo me manda con don Picchi. De modo que debemos concentrarnos. Tenemos que parecer normales. Tranquilos, como dos personas normales. Pasaremos de uno en uno. Si vamos juntos nos echamos a reír, y ella se lo huele.

—Está bien.

—Bueno, pues ve tú primero. Pero escucha. Abres la puerta y saludas a todos con la mano, no se te ocurra hablar, que la cagas. Bueno, no, así es más sospechoso. Escúchame bien. Tienes que decir: feliz y próspero año nuevo. Así parecerá normal. Luego, como si tal cosa, te diriges a la puerta, tranquilo, sales y me esperas. ¿Entendido?

—¡Entendido!

—¿Serás capaz de hacerlo?

—Seré capaz.

—Bien. Pues ve. Yo iré detrás tuyo.

—Entonces, ¿voy? —dijo otra vez Ossadipesce tras un momento de vacilación.

—Ve. Lo puedes hacer.

Ossadipesce, con movimientos mecánicos, se puso el revestimiento acorazado de tungsteno —que no era otra cosa que su chupa de cuero— y se echó la mochila a la espalda.

¡Cuatro...!

77. GIULIA GIOVANNINI

Los invitados huyeron como una manada de ratones sorprendidos en un desván.

Se largaron todos, uno detrás de otro, al despacho y de allí al pasillo y luego afuera, al descansillo.

—Mamaíta, lo he hecho muy bien, ¿has visto? Tu chiquitína lo ha hecho bien... Los ha echado —dijo Giulia en voz alta.

Sabía que su madre no estaba allí.

«No estoy tan loca.»

Sabía que mamaíta estaba de vacaciones en Ovindoli. Pero ¿qué tenía de malo que hiciera como que estaba allí, junto a su adorada hija, celebrando esa hermosa nochevieja? «Estaría bien.»

Le habían dejado la casa hecha una leonera.

«Tendré que ordenarlo un poco.»

Luego pensó que todavía no eran las doce.

«Primero hay que brindar.»

Brindar por la nueva Giulia. Por la mujer que se hace respetar. Por la mujer que no deja que nadie la pise.

Vio que la sintética, bajo el sofá, estaba volviendo en sí. Se movía un poco y farfullaba algo. Se quejaba en voz baja. Tenía un charco de sangre debajo de la nariz.

Giulia se le acercó. La miró un rato. Se puso enjarras y le dio una patada, no muy fuerte, en el costado.

—¡Eh, eh! ¡Venga! ¡Vete!

Ella levantó la cabeza. Abrió un ojo y vomitó.

Todo lo que había comido. Los espaguetis con mejillones, el salmón. Allí, en el parquet que Giulia había encerado pocos días antes.

—¡Mira lo que has hecho, idiota! Mi parquet. ¡Ahora lo limpias!

Deborah empero a limpiar con las manos lo que había devuelto, tratando de hacer un montoncito, y mientras tanto lloraba.

—¡Déjalo! No sabes hacer nada. Lo haré yo... ¡Vete! —le dijo. Y en la voz se le notaba que estaba cansada, rendida. Sintética se levantó y con una mano en la nariz rota se dirigió hacia el pasillo, sollozando.

La puerta de la casa se cerró.

Giulia cogió una botella de champán y un vaso, de los buenos. Se sentó delante del televisor.

Estaba lista.

A las doce brindaría por la nueva vida.

¡Tres...!

78. DAVIDE RAZZINI

¿Dónde estaba? ¿Qué le había pasado?

Debía de estar muerto.

Sentía en la nariz el olor a azufre mezclado con el de sangre y chuleta asada. En los oídos explosiones y gritos.

«He ido a parar al infierno.»

No recordaba nada. Su memoria le alcanzaba hasta cuando decidió marcharse, y nada más.

«Me levanté, dije que debía ir a ver a mi madre, y...»

Un agujero negro.

Todos los huesos del cuerpo le dolían, de modo que se quedó quieto. Con los ojos cerrados. Apenas respiraba. Se sentía sin fuerzas y le dolía el canario. Como si hubieran tirado de él tratando de arrancárselo.

Tenía frío y le castañeteaban los dientes.

Comprendió que estaba desnudo y mojado. Mojado con algo viscoso y pegajoso que se iba secando en los pelos.

«En el infierno no hace calor...»

Trató de levantar la cabeza. Un poco. Lo justo para comprobar si el cuello le seguía funcionando. Funcionaba También podía doblar los dedos.

Puede que todavía estuviera vivo.

Pero ¿adonde había ido a parar?

Abrió los ojos.

Estaba en un cuarto en penumbra. Resplandores de fuegos lejanos lo iluminaban a ratos de rojo y azul. Un cuarto en el que había habido una explosión. Los cristales de la ventana estaban rotos. Cascotes.

Lo reconoció.

«Es el comedor de la loca.»

Sentía un peso en el estómago. Alargó la mano y eso rodó por el suelo, a su lado.

Se apoyó en los codos.

Y vio a Roberta Palmieri, mejor dicho, los pedazos de Roberta Palmieri. Dos piernas chamuscadas desparramadas por la habitación. Las vísceras en la alfombra persa. Y un cuerpo humeante a su lado.

Ni la mismísima Rita Levi Montalchini, con la ayuda del Orrendo Subotnik y el Centro de Quemados de Latina habrían podido remendar ese desastre.

Se levantó, gritando.

Gritaba y saltaba por la habitación.

Y lo entendió.

Lo entendió todo.

Había sido él. Él había hecho esa carnicería. Sí, él. La había matado y descuartizado.

¿Quién más podría haber sido?

Era un loco homicida psicópata. Había borrado de su memoria el horror cometido.

Gritando «¡La he matado, la he matado! ¡Debo morir!», se tiró de cabeza, desnudo como su madre lo echo al mundo, por la ventana.

Sólo estaba en el primer piso.

79. ENZO DI GIROLAMO

Veía a Ambra. A Ambra y a las chicas de «Non e la RAI».

Allí, delante de él, en la pantalla de la televisión.

Estaban lejos y sin embargo cerquísima.

Tenía la impresión de estar en medio de ese bullicio de jóvenes adolescentes.

Qué bonito habría sido estar allí.

Enzo se movió ligeramente y sintió un trallazo de dolor que hizo estallar hongos azules delante de sus ojos.

«Me estoy muriendo, mierda...»

La sangre seguía brotando, infinita, de la herida, sentía los calzoncillos empapados y los pies chapoteando en los mocasines.

Veía a Giulia sentada delante del televisor. Estaba como paralizada. Inmóvil. Con la botella de champán en la mano. Tenía la vista fija en la pantalla, pero no miraba.

Enzo no oía bien lo que estaba diciendo Ambra. Los sonidos le llegaban por oleadas, como una marea. Trató de concentrarse, pero se le cerraban los ojos. Sentía los párpados pesados como persianas rotas.

¿Qué estaba diciendo Ambra?

Tres minutos para las doce.

Sólo tres minutos. Sólo tres.

«A partir del próximo año juro que me dejaré de historias. Quiero estar solo. Un single. Quiero volver a escribir el informe, lo puedo hacer mejor...»

En la tele salía un negro enorme que trataba de batir el récord de romper bolsas de agua caliente. Soplaba en su interior. Una tras otra. Le habría gustado intentarlo él también.

Tosió, y una punzada hizo que le estallara dentro un fuego intolerable. Tan intolerable que parecía irreal. Inconsistente.

Escupió sangre.

Ambra bailaba. Más suelta que de costumbre. Alrededor del negro que seguia reventando bolsas de agua caliente. Y cantaba:

—Te juro amor, un amor eterno, si no es amor me ire al infierno.

Enzo cerró los ojos.

Y sólo hubo blanco.

80. OSSADIPESCE

Ossadipesce estaba totalmente concentrado en el difícil trance que le esperaba. La habitación había empezado a balancearse más que un barco en plena tempestad, pero él no se inmutaba.

«Tengo que saludarles a todos con la mano. Tengo que decirles: ¡Hola a todo el mundo! Feliz y próspero año nuevo. Luego voy derecho a la puerta de entrada y me las piro. Chupao. Más fácil imposible.»

Mantenía los ojos cerrados, para no cabecear. Respiró hondo. Apoyó la mano en el picaporte de la puerta de la cocina. Tranquilo.

«Estás perfectamente. Sólo tienes que saludar.»

Trató de ponerse más derecho. De tener compostura. Empujó el picaporte.

Sabía exactamente lo que tenía que hacer. Sabía que era capaz, si se concentraba, de apartar a un rincón oscuro de su cerebro esa metralla alucinógena que le daba vueltas por el cráneo como un enjambre de abejas enloquecidas, no por mucho tiempo, pero lo suficiente para superar el examen de los porteros de los cojones.

Bajó el picaporte.

Se abrió una rendija por la que entró la luz más intensa de la cocina, el ruido de la tele a todo volumen, las risas y las conversaciones.

«Bien. Muy bien. Todo normal.»

Abrió la puerta del todo, cerró los ojos y mascullo: —¡Hola a todo el mundo! Feliz y próspero año nuevo.

Volvió a abrir los ojos, despacio, y enfocó las imágenes que tenía delante.

Lo que vio le hizo vacilar.

Abrió la boca de par en par.

Le pareció que las piernas se le rompían como pedazos de yeso golpeados con un martillo. El corazón se le hizo un nudo en el pecho y tuvo que apoyarse en la puerta para no caer al suelo.

Delante de él...

... había cien policías.

Con sus uniformes negros de policías de Los Ángeles. Con las porras en la mano. Las manos en la culata de las pistolas. Los perros lobos ladrándole. Los gorros con el escudo. Y en medio de esa manada de polis, Ossadipesce reconoció a los dos de Corrupción en Miami, el blanco y el negro, esos dos macarras de mierda, que andaban siempre en camiseta y chaqueta de raso. Esos de cuyo nombre ni siquiera se acordaba. Le estaban apuntando con sus Magnum, sujetándolas con las dos manos.

—Bastardo camello. Arriba las manos. Y si intentas escapar tu culo tendrá seis agujeros para tirarte pedos. Saca la mercancía —le gritó el bajito de pelo rubio.

¡Dos...!

81. MARIO CINQUE

Mario Cinque, el portero del edificio Ponza, estaba hecho polvo.

Había comido como un cerdo. Había bebido como un dromedario. Había escuchado toda la noche los chistes insulsos de Cerquetti. Había intentado reírse con ellos.

Basta ya.

Estaba muerto.

Tenia unas ganas locas de meterse en el sobre. Estaba esperando a que sonaran las campanadas de la medianoche para brindar a toda prisa y volver corriendo a casa con su mujer, que parecía que se estaba divirtiendo más que él. Afortunadamente sólo faltaban dos minutos.

—¿Sabéis cómo se sabe si una mujer es una bruja? Muy fácil. Le ponéis al lado una brújula, y si la brújula dice ¡mamá!, es una bruja.

«¡Basta! ¡No puedo más!», pensó Mario, y luego soltó:

—¿Os imagináis el trabajo que nos espera mañana? Habrán quemado el jardín con los petardos. Habrán tirado cosas a la calle. Habrán vomitado en las escaleras. ¿Oís la que están armando ahí fuera...?

—Vaya por Dios, Mario, tú siempre igual. No eres un poco optimista ni por casualidad. Relájate... Ahora que estamos aquí, tan contentos, empiezas tú a fastidiarlo todo... —dijo la señora Carucci, mientras quitaba los envoltorios de papel de estaño de las botellas de champán.

De pronto se abrió la puerta.

Mario fue el primero en darse la vuelta. En la puerta estaba el joven alto y delgado que había venido a buscar a Cristiano. Parecía como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Con las piernas abiertas y los brazos caídos.

Todos los invitados, a medida que se percataban de su presencia, dejaban de hablar.

Había en él algo inquietante. Estaba ahí, inmóvil y rígido, con los ojos cerrados, y se tambaleaba hacia delante.

De pronto levantó uno de esos brazos largos de orangután y sin abrir los ojos dijo con voz de portero automático:

—¡Hola a todo el mundo! Feliz y próspero año nuevo.

Y abrió los ojos.

Y no tenía ojos.

Sólo tenía dos canicas redondas, pequeñas y rojas.

Abrió la boca y se asustó como si hubiera visto la cara de hambre, la peste y el cólera. Estuvo a punto de caer, pero consiguió apuntalarse con una mano en la jamba de la puerta.

—De acuerdo. Ahora levanto las manos. Pero por favor, por favor, no disparéis —balbució, y puso las manos sobre la cabeza.

Mano Cinque, la señora Carucci y todos los demás le miraban, atónitos.

No entendían.

Él prosiguió:

—Está bien. Aquí está. Os la daré. Os la daré, o juro.

Pero no disparéis.

—¡Massimo! ¿Qué estás diciendo, Massimo? ¿Te has vuelto loco? ¿Te sientes mal? —logró decir la señora Carucci con una mano delante de la boca.

—Está bien. Ahora me la quito. Está bien. Aquí está.

—¿El qué, el qué?

—Aquí está. Es solo un poco de calabresa. No tengo nada más, lo juro por Dios. No soy ningún camello.

Ossadipesce, con gestos teatrales y suma prudencia, que le dio la sensación al señor Mario de que realmente estaba siendo apuntado por una pistola, se quitó la mochila. La abrió y sacó una bolsita de plástico llena de maría.

—Aquí está. Juzgad vosotros mismos. ¿Es mucha? ¡Es poquísima!

«¿Qué está haciendo?», se preguntó con inquietud el señor Mario. «Debe estar esquizofrénico. Se le han cruzado los cables.»

Mientras tanto el loco se le había acercado y le miraba fijamente con esas canicas de poseso.

En la habitación no volaba una mosca.

—Toma, jefe. Pero yo te conozco. Yo te lo doy y tú me disparas por la espalda.

—Chico, estáte tranquilo. Nadie te quiere hacer daño —logró decir el señor Mario.

El loco le tendió la bolsa, y él estaba a punto de cogerla (a los locos no hay que llevarles la contraria) cuando el otro, con una finta de acróbata, la retiró, la volvió a meter en la mochila y se metió otra vez al cuarto de Cristiano, cerrando la puerta tras de sí y gritando:

—Hijos de puta, cabronazos. Nunca me quitaréis la maría.

¡Uno...!

82. EL BASURA

¡Basta! Vosotros dos, haced las paces, estrechaos la mano. El Moñigo, después de varios intentos y de recibir algún trompazo, por fin consiguió separarles.

Ahora los dos estaban de pie, cada uno a un lado del despacho, y se miraban como perros de pelea. El Pendientes tenía un ojo a la virulé, la chaqueta rota y una mano desollada. El Basura respiraba como un búfalo asmático. Tenía un arañazo en la mejilla y se sujetaba con una mano los pantalones de tirantes.

—No. Ese es un cabrón. Nos ha jodido... Nos ha jodido... Nunca haré las paces con él —decía el Pendientes con amargura.

—¡Está loco! Le voy a partir la cara... —refunfuñaba el Basura.

—¡Venga! ¡Haced las paces enseguida y felicitaos el año! —dijo el Moñigo mirando el reloj.

Los dos daban vueltas vigilándose, recelosos como dos perros machos.

—¡Basta! Son las doce en punto. Estrechaos la mano.

El Basura, obediente, tendió la mano. El Pendientes tendió la suya de mala gana.

Y todo el despacho fue sacudido por un estruendo.

¡Cero!

¡EMPIEZA EL AÑO NUEVO!

83. CRISTIANO CARUCCI

Cristiano se estaba poniendo con calma el abrigo y la bufanda y se disponía a enfrentarse a su madre y los invitados, cuando vio que Ossadipesce volvía a entrar en el cuarto gritando:

—¡Cristiano! ¡Cristiano! ¡Estamos jodidos! Nos han trincado! ¡Nos han trincado! ¡La policía! Tenemos que deshacernos de la mierda.

Corría. Daba vueltas por la habitación, presa del pánico.

—Tenemos que huir...

Cristiano le miraba, perplejo.

Debía de ser otra alucinación.

El Ossadipesce verdadero le estaba esperando fuera. Una alucinación menos espectacular y menos interesante que la de los vikingos o la del pistolero, pero desde luego más real. Este Ossadipesce gritaba como un loco y había cogido el armario y lo empujaba hacia la puerta.

—¿Qué haces?

—¡Ven, ven! —dijo, agarrándole con fuerza por la muñeca.

Cristiano oía a su madre y a los demás, al otro lado del armario, gritando y empujando la puerta.

—¡Abrid! ¡Abrid! ¡Cristiano! ¡Abre, Cristiano! ¿Qué está sucediendo?

Ossadipesce le arrastró al cuarto de la caldera, a pesar de que él oponía resistencia.

—¡Suéltame! Suéltame, por favor. Mi madre quiere entrar...

—No, esa no es tu madre. ¡Escúchame! ¡Escúchame bien! Son los de Corrupción en Miami. Quieren la maría. Saben imitar la voz de tu madre a la perfección. Ven.

Ossadipesce corrió jadeando hasta la vieja caldera. Abrió con gestos neuróticos la puerta del fogón.

Un resplandor de llamas iluminó el cuarto oscuro.

Se dio la vuelta, mirando a Cristiano.

Y tenia en la cara la sonrisa de la locura.

Temblaba. Guiñaba los ojos. Babeaba. Sonreía.

¿Qué vas a hacer? —balbució Cristiano, comprendiendo que no estaba ante otra alucinación.

Era todo verdadero.

Completamente verdadero.

—Deshacerme de las pruebas.

—¡Espera! Esper... —gritó Cristiano, y se le echó encima.

Pero Ossadipesce fue más rápido, con un único gesto lanzo la mochila dentro del fogón.

Cristiano sintió un nudo en la garganta.

Ni siquiera trató de salir corriendo. De huir.

Era tarde.

Demasiado tarde.

Ya era inútil.

Sólo le dio tiempo a decir:

—Ahí dentro hay dinamita, coño.

No iba a haber más nocheviejas para Massimo Ossadipesce Russo ni para Cristiano Carucci.

En el momento exacto en que daban las doce el edificio Capri explotó.

84.

Todas las ventanas se desintegraron, dando lugar a una lluvia de añicos de cristales que cayeron en el aparcamiento, en el pequeño pinar, entre los toboganes y el viejo tiovivo oxidado del parque infantil, en la vía Cassia, en el edificio Ponza y en las urbanizaciones vecinas. El desplazamiento de aire producido por la deflagración hizo que los coches del aparcamiento volaran por los aires muchos metros. La garita fue a parar al otro lado de la calle. El árbol de Navidad empezó a arder. Las bolas de vidrio de colores estallaron por el calor. Los palmitos plantados en grandes macetas se estamparon contra la tapia.

Y hubo fuego.

Que subió rápidamente. Del semisótano hasta el ático. A través del hueco de las escaleras y el del ascensor. Una hoguera infernal que invadió todos los pisos provocando un holocausto y vomitando grandes llamaradas rojas por las ventanas.

El fuego atravesó las viejas tuberías subterráneas del gas que unían el edificio Capri con el Ponza como a dos gemelos siameses.

85.

A las doce y cincuenta y ocho segundos el edificio Ponza también exploto.

La deflagración fue mucho más fuerte, porque en el semisótano estaban los depósitos de gas.

El tejado saltó como un tapón de champan, llenando el aparcamiento, la vía Cassia y los alrededores de tejas marrones y ladrillos.

Un hongo con una enorme cabeza de fuego, humo y polvo se elevó por el aire, por encima de la vía Cassia, hinchado de gas de combustión.

Los fuegos artificiales que coloreaban el cielo romano de cometas y estrellas fugaces se volvieron de pronto pequeños, pobres y modestos ante ese monstruo infernal que teñía de rojo y negro las nubes cargadas de lluvia.

Un gigante deforme en un mundo de enanos artificiales. Se vio en toda la ciudad.

En todas partes.

En Parioli. En Prati. En Trastevere. En San Giovanni. Y la explosión se oyó más allá, en las afueras más lejanas, al otro lado de la circunvalación, en Castelli.

Y los romanos, que celebraban la nochevieja en las casas, en las azoteas, en las calles, en las plazas, en los coches parados en el Lungotevere, se quedaron boquiabiertos, pasmados. Luego empezaron a aplaudir, todos, cada vez más fuerte, a silbar, a bailar, a abrazarse muy contentos y a descorchar ríos de champán frente a ese monstruo pirotécnico.

Corrió el rumor de que ese fuego artificial era una sorpresa organizada por el alcalde.

Tenía razón Ossadipesce cuando dijo:

—Quiero que dé un petardazo de los que hacen época. Un petardazo tan tremendo que todos esos desgraciados con sus fueguecitos de mocosos quedarán a la altura del betún.

86. 03:20

Por último un aguacero diluvial cayó sobre la ciudad y cerró testa. Hasta los mas irreductibles que todavía andaban de juerga por la calle tuvieron que volver a casa.

Unos rendidos y contentos de meterse en la cama Otros no tanto.

El incendio que se había desatado, rebelde, fue domado por ese aguacero violento.

87. 06:52

A las seis y cincuenta y dos caía sobre los escombros una lluvia continua, fina e impalpable. Hacía frío y no soplaba aire. El cielo, cubierto por una capa continua de nubes, el valle cercano escondido en la niebla, los propios edificios y el humo formaban una sola cosa gris. El olor a chamusquina, mezcla de plástico, gasolina y madera de pino unido al de la lluvia, se pegaba a la garganta.

Algunos pequeños focos seguían ardiendo entre los escombros, y unas volutas de humo bajas envolvían lo que quedaba de los dos edificios.

Habían cerrado la vía Cassia. Habían puesto barreras para que no se acercaran los curiosos ni pasaran coches. Delante del «Complejo» faltaban doscientos metros de asfalto. Se lo había llevado por delante la explosión. Los restos retorcidos y humeantes de los automóviles yacían desperdigados en medio de la calle. Los esqueletos chamuscados de los pinos rodeaban lo que quedaba de la tapia. El enorme letrero del Lupo Mannaro se había fundido, yendo a caer sobre la discoteca renegrida. Las cañerías del agua, reventadas por el calor, habían formado un lago que atravesaban los vehículos de socorro levantando salpicaduras de motora.

Ambulancias, coches de bomberos y de la policía estaban aparcados en desorden delante de la entrada del «Complejo». Grupos de bomberos con sus impermeables naranjas trabajaban en silencio entre los montones de escombros en busca de supervivientes. Ruido de sierras eléctricas. Golpes de pico contra el cemento.

—Aquí hay uno. ¡Está aquí debajo! ¡Venid a ayudarme!

—dijo de pronto un bombero, mientras trataba de levantar una pesada viga. Su rostro estaba cubierto por la capucha, por la que chorreaba la lluvia. El hombre se inclinó y vio que estaba muerto.

—¡Un cadáver! Tiene la cabeza abierta. Llamad a los de la ambulancia... —gritó, echando a un lado la viga y poniéndose enjarras, con ademán cansado.

Esfuerzo inútil.

Hasta ahora los habían encontrado a todos muertos.

Y las esperanzas de encontrar a alguno vivo eran muy pocas. La explosión había sido demasiado violenta.

El bombero, con la ayuda de otros dos, agarró el cuerpo por los brazos y lo sacó.

Una mujer.

Llevaba puesto un largo vestido de noche quemado en varias partes. Era anciana. Tenía las manos delgadas y arrugadas de los viejos, ahora renegridas por el fuego. Anillos gruesos en los dedos y en las muñecas pulseras de oro pesado y el reloj, que todavía funcionaba. Lo que quedaba de la cabeza era poco, y estaba completamente carbonizado.

88. FILOMENA BELPEDIO - 07:00

Lo vio todo.

A la policía que derribaba la puerta y entraba en su casa. A los vecinos chismosos en el descansillo. Su cadáver en el sofa. Al medico levantando la cabeza de su pecho y haciendo el gesto de sí. Sí, está muerta. Vio cuando la metieron dura y blanca, en un saco de plástico negro.

Y la misa.

—La soledad puede llevar a cometer acciones extremas e irremediables. La Iglesia tiene el deber de entender ¡Oremos. Oremos por el alma de Filomena, una mujer buena... —dijo el cura.

Su hijo su marido y la nueva mujer de su marido tenían los ojos brillantes.

Luego padre e hijo se fundieron en un abrazo y empezaron a llorar.

«¿Ves cómo te querían?»

Y vio a los cuatro gatos que conocía siguiendo la carroza en la que estaba tumbada. El cementerio. La fosa. La tierra.

Y por último la oscuridad...

¿Qué ha pasado con la oscuridad?», se preguntó Filomena.

Había luz. Poca. Pero la había.

Una luz pálida y mortecina se filtraba a través de los escombros que la cubrían.

¿Escombros? ¿Escombros de qué?

«No lo sé. ¡Juro por Dios que no lo sé! Ni lo quiero saber.»

Estaba boca abajo con la sangre en la cabeza, en una extraña posición, y todo su peso descansaba en el cuello.

Una gruesa viga dura le oprimía la espalda y le impedía moverse, darse la vuelta. De modo que se estaba quieta, inmóvil, en esa posición incómoda.

No sentía las piernas. Mejor dicho, sentía en su interior m millón de hormigas. Movió una mano, escarbó en los cascotes y se dio un pellizco en el muslo.

«Nada.»

Era como pellizcar la pierna de otra persona. De un cadáver.

«¡Tengo las piernas rotas!»

Intentó olvidarse del dolor y reflexionó.

«No estás muerta. No has conseguido suicidarte. ¡Estas viva! ¡Viva!»

A lo lejos, más allá de esa tumba de ladrillos, madera y cemento que tenía encima, oía el aullido sordo de las sirenas, el ruido de las sierras eléctricas.

Parecía que era de día.

Estaba mojada y tenía frío.

«¡Ni siquiera has logrado suicidarte! ¡Eres tan inútil que ni siquiera sabes matarte! Enhorabuena.»

Le dolía el cuello. Sentía que los músculos le tiraban como las amarras de un barco.

«Voy a gritar. A pedir ayuda.»

Pero no lo hizo. Intentó mover los dedos de los pies.

«¡Se mueven! ¡Se mueven!»

La viga de la espalda la volvía loca. En cuanto se movía le rozaba la carne viva. Tenía que cambiar de posición.

«Me tragué todos esos somníferos... ¿por qué no me he muerto?

»Porque tu dueña, la que tira de los hilos de tu vida, no ha querido.

»Tu única dueña.

»La Malasombra.»

Agarró la viga y la empujó. No se movió ni un centímetro. A lo mejor estaba empujando por el lado equivocado. Tenía que hacer fuerza más abajo, con la espalda. Empujar a pesar de la herida que le quemaba.

«¡Animo, vieja! Coge aire y empuja. Sin importarte el dolor.»

Lo hizo y la viga cedió de golpe.

Le cayó encima una lluvia de cascotes y ladrillos. En la cabeza. En la espalda herida. Se quedó así. Con la boca llena de tierra.

«Animo, vieja, ¿ves cómo esta vez tampoco te has muerto? Sal de este agujero.»

Movió una pierna.

Movió la otra.

«Entonces no están rotas. ¡Sólo están dormidas!»

Empezó a escarbar con las manos. Como un san Bernardo enloquecido. Rompiéndose las uñas, haciéndose heridas en las manos. Echó a un lado una ancha mesa de madera y vio el cielo gris sobre su cabeza.

La lluvia le mojó la cara. Permaneció así un instante. Con los ojos cerrados. Cegada por la luz. Dejando que esa fria lluvia le lavara la cara.

No estaba muerta.

«¿A qué esperas? ¿A que se haga de noche?»

Gritando de dolor se dobló sobre sí misma y subió, agarrándose a la viga de cemento.

Y brotó. Como una seta.

Miró a su alrededor.

No entendía.

Luego reconoció los pinos, los que estaban delante de su balcón, negros. Vio la vía Cassia y los edificios de enfrente.

Sólo que su casa ya no estaba, ni tampoco el otro edificio. Habían sido arrasados, sustituidos por montones de escombros humeantes.

«Parece que ha habido una explosión.»

Se puso de pie con esfuerzo.

Tenía el camisón hecho jirones. El cuello le dolía muchísimo en cuanto giraba la cabeza. Tenía las manos destrozadas, y la herida de la espalda le latía, pero estaba bien.

«¿Qué haces? ¿Mirar el paisaje? ¡Vamos, mueve el culo!»

Avanzó a gatas, trepando por las montañas de escombros. Los grupos de bomberos buscaban entre las piedras. Una pala mecánica excavaba. Las ambulancias con sus luces azules. Y a un lado, en lo que quedaba del aparcamiento, había una fila de cadáveres. Diez. Renegridos. Irreconocibles. Carcasas quemadas con sus vestidos buenos.

«¡Están todos muertos! Todos. Yo soy la única superviviente.»

No estaba segura.

Nadie se fijó en ella.

Nadie hizo caso de esa mujer gorda y fea en camisón, con el pelo pegado a la cabeza, que avanzaba a gatas por esos montones de escombros.

Atravesó las ruinas como un fantasma invisible.

Tal vez lo fuera realmente.

Todos estaban demasiado enfrascados en las tareas e excavación.

Traspasó con paso vacilante los restos retorcidos de la verja del «Complejo delle Isole» y caminó descalza, bajo la lluvia, por la vía Cassia.

¿Adonde iba?

A vivir.