EPÍLOGO

No fue tan complicado librarse de la policía como Laura había creído al principio.

Cuando comenzaron las preguntas, dijo no recordar nada y Xurxo le siguió la corriente. No se le había escapado el calendario que colgaba de la pared en la entrada del hospital, tras la recepcionista: enero de 2011. Estaba nuevo, como recién abierto, no era posible que hubiesen olvidado cambiarlo.

Les hicieron mil pruebas y los mantuvieron en observación. Los médicos consiguieron mantener a raya a la policía el tiempo suficiente como para que construyeran su historia. Ninguno recordaba nada. De hecho, no sabían en qué día estaban ni quiénes eran. Les dieron listas de nombres a ver si alguno les resultaba familiar. Al tercer o cuarto día, Laura señaló varios nombres con «a».

—Me suena la A. Pero no sé si al principio del nombre o a la mitad. Lo siento, esto es muy frustrante.

No le resultaba difícil hacer que las lágrimas acudiesen a su rostro, le bastaba con recordar. Ojalá hubiese estado amnésica de verdad.

—No importa, probaremos mañana. Ahora descansa.

Los médicos intentaban ser amables. A pesar de que habían dado negativo en todos los test de tóxicos y de agresión sexual, aquellos dos pobres debían de haber sufrido algo muy fuerte como para borrar toda su memoria, tenían todos los síntomas de un estrés postraumático agudo, eso pensaban. Mientras, Laura trazaba un plan para salir de allí. Necesitarían nuevas identidades lo primero, pero ¿cómo conseguir algo así? En las películas siempre había alguien que conocía a alguien, pero en esta realidad no podía recurrir a nadie que conociese. Todos contaban con que había una Laura por ahí en alguna parte y que ésa era la Laura que conocían. Todos contaban con que no había una segunda Laura.

¿Qué estaba haciendo ella en enero de 2011? Probablemente, hincando mucho los codos para que sus padres la dejasen ir a Madrid a estudiar la carrera. Ojalá pudiera acordarse.

A media mañana del cuarto día, cuando empezaba a desesperarse por la posibilidad de decir la verdad y arriesgarse a que la encerrasen en un manicomio, la respuesta llegó por su propio pie vestida con un traje sport bastante caro.

—Señorita, ha venido su abuelo —dijo la enfermera sin ocultar la emoción—, ha pasado a ver al niño antes y lo trae.

¿Su abuelo? Laura no había conocido a sus abuelos, sólo a una de sus abuelas. En cualquier caso, fuera quien fuese traería a Xurxo. Hacía más de un día que no se lo dejaban ver, quizá sospechaban que se ponían de acuerdo en aquello de no recordar.

El hombre que decía ser su abuelo le sonaba de algo: ese aire elegante a pesar de los años, ese rostro alargado, los ojos vivaces y rojizos. Albino como el niño, no le extrañaba que se hubiese podido hacer pasar por familia.

Sabía que lo había visto antes, pero hasta que no dijo su nombre, no se dio cuenta de que era un famoso arquitecto cuya obra había estudiado. Y aún tardó más en relacionar ese descubrimiento con la historia del abuelo Hermenegildo.

—Cuando pusieron por televisión aquella grabación de las cámaras de seguridad en la que se os veía salir del túnel del tren, algo me dijo que habíais estado allí. No sabía si antes de que yo estuviera o después, pero estaba seguro de que lo estaríais pasando mal. Haría falta mucha suerte para salir como yo salí, justo en el momento después de haber entrado. Esa clase de suerte no se repite dos veces.

Laura no sabía qué decir, tenía demasiadas preguntas.

—Entramos el año que viene —comentó simplemente.

El hombre sonrió. Sí que tenía un aire semejante a Xurxo. Quizá por eso Hermenegildo había sabido que los dos eran capaces de las mismas brutalidades y maravillas.

—Todavía tengo pesadillas. Pero creo que esta vez lo haré todo bien.

—¿Cómo? ¿Cómo nos va a hacer pasar por sus nietos?

—En este mundo se consigue todo con dinero.

El arquitecto les contó que tenía una hija en México que había muerto un par de años antes en un accidente de tráfico. Se harían pasar por los hijos que ella nunca tuvo. Lo había pensado bien, tenía los pasaportes falsos y hasta unas partidas de nacimiento que nadie podría diferenciar de unas reales. Lo máximo que se podía conseguir en cuatro días.

—Tú te llamas Ana y tu hermano, Alberto.

—Pero ¿de dónde ha sacado todo esto? ¿Y nuestras fotos?

—La policía os hizo fotos para intentaros localizar. Te he dicho que con dinero se puede conseguir cualquier cosa. No podéis volver a vuestras vidas anteriores. Ya hay unos vosotros que todavía no han entrado allí.

Aquello había sucedido hacía un año y resultaba curioso comprobar lo fácil que era acostumbrarse a una nueva vida. Al menos a una llena de lujos como los que el arquitecto podía regalar. Ahora lo llamaban abuelo, hasta habían llegado a la conclusión de que de alguna manera lo era. No tenían otra opción, debían aceptar la vida que él les había proporcionado. El miedo a que sus familias reales hubieran visto el vídeo en el que salían del túnel se disipó enseguida. Nadie que tenga a su hijo cerca piensa al ver la televisión que el niño perdido o la chica sucia puedan ser algo suyo. Los tienen al lado, a salvo. Laura a menudo fantaseaba con sus padres comentándole a la hora de la cena que habían visto un vídeo en el que salía una jovencita que se le parecía mucho.

—Con amnesia, pobre, ¿qué le habrán hecho? —Seguramente habrían dicho algo así.

¿Ocurrió en realidad? ¿Vio antes de entrar en la Ciudad de la Luz ese vídeo y no le dio la menor importancia? Era difícil saberlo. Pero si la madre de Xurxo no lo había identificado por sus originales gafas futuristas, era difícil que alguien la hubiese reconocido a ella. Lo que había movido al arquitecto a buscarlos era el lugar de las imágenes, no su identidad.

La vida había pasado apacible y rápida. Xurxo había crecido mucho en muy poco tiempo y solía decir que de mayor quería ser arquitecto como su nuevo abuelo. Ella había empezado a estudiar historia del arte a distancia. A veces había sentido la tentación de llamar por teléfono a su residencia para escuchar la voz de Bea, pero le aterraba la posibilidad de escucharse a sí misma al otro lado de la línea. Sin embargo, sí había pillado al niño llamando a su casa. Al responder su madre, se había echado a llorar. Había sido una vez y nunca habían hablado de ello. Laura no quería saber qué hubiese hecho de haber contestado Pere. No quería recordar a Pere ni lo que podría haber sido. No quería tampoco saber nada de ningún otro posible novio. No estaba preparada.

Lo peor eran las noches. La habitación de Xurxo compartía con la suya una terraza bastante grande en la que algunas veces desayunaban y por la que se colaban a su cuarto los gritos del niño cuando tenía sus horribles pesadillas. No es que soliese despertar a Laura, ella no dormía demasiado desde su regreso, pero los gritos eran aterradores, escalofriantes, como de monstruo mitológico o dinosaurio moribundo.

Solía levantarse y cruzar al otro dormitorio por la terraza. Se sentaba a su lado en una silla y le contaba historias o le hablaba de algo que hubiera estudiado ese día: ánforas griegas, escultura babilónica, pintura religiosa medieval. Xurxo no solía tardar en dormirse y ella, en salir a encenderse un cigarro. Había empezado a fumar y no le resultaba tan elegante como había fantaseado. Pero de algo había que morir. O quizá ella no moriría nunca, al menos no una parte de ella si siempre había una Laura que entraba en 2012 y salía en 2011 de la Ciudad de la Luz. De alguna manera, la historia se repetiría una y otra vez: el tiempo fijo en una estampa de horror cíclica.

Eso siempre que una de las Lauras no tomara la decisión de detener el circuito satánico en el que se podría convertir aquello.

Había leído que había teóricos de la física, como Adela, que decían que el tiempo no era lineal, no se perdía para siempre una vez pasado un hecho, sino que pasaba simultáneamente. De esa forma, el pasado y el presente sucedían siempre al mismo tiempo. Y quizá pensaba eso, apagando el cigarro en una maceta, porque deseaba que la Laura que dijo sí al viaje con Bea fuese otra que siempre dijese que sí, una muy distinta a ella que era para siempre la Laura que apagaba el cigarro en una maceta en ese instante.

Entre todo aquello, no sabía qué la había empujado a tomar la decisión, quizá pensar que Xurxo y ella ya estaban lo bastante perjudicados, sin remedio, pero que había otros Laura y Xurxo por ahí que podían seguir siendo criaturas inocentes. Sí, puede que fuera eso, tan sólo una decisión egoísta en un mundo egoísta.

No puso mucho interés en creer que adoptaba una opción altruista; no era por salvarlos a ellos, a los otros. Los «ellos» que ella conoció y que había amado ya estaban muertos. Éstos eran otros, los «ellos» que conocían y amaban el otro Xurxo y la otra Laura. Y también podría haberse alegado que no era una decisión egoísta porque al Xurxo y a la Laura que pretendía conservar inocentes también eran ajenos, pero qué más daba, había que hacerlo y no importaba demasiado la razón. Es posible que con el hecho de romper una dinámica bastase.

Xurxo estaba gritando cuando lo decidió. Y fue lo que le contó cuando pasó a consolarlo. Era la quinta vez que gritaba aquella noche.

—Como ves, puedo tener ideas fabulosas incluso sin dormir —le dijo.

Xurxo estuvo de acuerdo en todo. Al menos habría alguien que esta vez no sufriría.

El plan era que no había plan. Sólo se plantarían allí el día que habían elegido para explorar la Ciudad de la Luz y evitarían que entrasen. ¿Cómo? Daba igual. ¿Se enfrentarían a ellos directamente? Xurxo reconoció que le resultaría bastante impactante encontrarse con el Xurxo del pasado, aunque puede que a él le resultase emocionante conocer al del futuro. Estaba casi seguro de que le resultaría simpático a aquel Xurxo, pero no quería comprobarlo.

Otra opción sería llamar a seguridad cuando los viesen traspasar el vallado del cine. Realizar una llamada anónima y esperar que llegasen antes de que todos se introdujeran en el túnel. Una noche en el calabozo por gamberros o una multa era mejor que morir, ¿no? Desde luego que sí. Pero no descartaba la posibilidad de que Pere intentase después encontrar a su abuelo. ¿Podían confiar en que el Xurxo del pasado le lograse transmitir el peligro que suponía?

—Bueno, no lo conseguí la primera vez.

—¿Quién te ha dicho que aquélla fue la primera vez?

Eso también se le había pasado por la cabeza. Puede que ellos fueran el resultado de un Xurxo y una Laura que decidieron no hacer nada. O del Xurxo y la Laura que contaron la verdad a la policía y acabaron internados en un sanatorio. En cualquier caso, eran un Xurxo y una Laura que fracasaron en su intento de salvarlos.

—¿Por qué crees que esta vez puede salir bien? ¿Por qué piensas que lo evitaremos?

—No lo sé. No pienso nada. Hace tiempo que no me hago una idea de nada, pero tenemos que intentarlo, ¿no crees?

Se presentaron en el lugar. Allí estaban los dos a la hora pactada, detrás de una columna, de la mano, pensándose todavía si lo harían o no, si los frenarían o si eso de alguna manera destrozaría el orden del universo. Quizá si no entraban nunca, ellos dos, este Xurxo y esta Laura, desaparecerían porque sus equivalentes nunca entraron.

Eso ni siquiera lo habían pensado. Marty McFly empezaba a borrarse cuando su madre se enamoraba de él.

—Mierda.

—¿Qué te pasa?

—Xurxo, quizá si ellos no entran, nosotros dejemos de existir.

—¿Qué quieres decir?

—Nosotros dependemos de que ellos entren. Somos los que salieron, los supervivientes. Si ellos no entran, no saldrán, es decir, no saldremos en el pasado.

Laura murmuraba detrás de aquella columna, todavía quedaba un poco para que llegasen todos, pero no podían tardar mucho más en decidirse. ¿Qué era mejor? ¿Intentar salvarlos o seguir con la vida que habían conseguido con aquella segunda oportunidad? Quizá la que lograrían los otros si no entrasen sería mejor, pero sería la vida de los otros, no la suya. Ellos tenían una, una sola, que se les había concedido por haber sobrevivido al desastre.

—¿Qué hacemos?

—No lo sé.

Se miraron a los ojos y enlazaron sus dedos. Fuera lo que fuese lo harían juntos. Ahora eran un equipo y no había nadie más en el mundo. Era el lugar elegido. Era el día elegido.

La chica pelirroja ya estaba allí, vestida de blanco de los pies a la cabeza. Unos minutos más tarde llegó un joven británico, que se quedó observando las arcadas sobre los andenes con una sonrisa en los labios. Sus ojos recorrieron la estación, mirando sin ver a las pocas personas que había en esos momentos. Una pareja de ancianos, una embarazada leyendo un libro, un hombre con una bicicleta, una muchacha sujetando la mano de un adolescente que permanecía oculto tras una columna. Pocos para ser un lugar tan frecuentado. Pere había dicho que no habría casi nadie a esas horas, y estaba en lo cierto.

Era el día elegido, el momento perfecto, y Pere llegaba tarde. A pesar de haber insistido tanto en la importancia de la puntualidad, llegaba tarde.