12
SONIDOS DE GUERRA

No era la primera vez que Will había oído esas ametralladoras. Y también recordaba el sonido de las bombas que llegaba a continuación. Así había sucedido entonces: primero las ametralladoras y después las bombas.

No esperaba encontrar registrado en una cinta un ruido que lo había acompañado en sus pesadillas desde hacía dos años, y menos en un país extranjero, cuando él había hecho un esfuerzo tan sobrehumano para salir de Londres, donde todas las calles parecían tener de fondo ese sonido de proyectiles y bombas.

Había ocurrido hacía dos años y pico, con Mel y los chicos, después de tomar unas cervezas, cuando decidieron visitar el búnker de Churchill. No sabía muy bien cómo había salido el tema, quizá sólo estaban un poco borrachos, pero puede que alguno dijera que se pasaban la vida buscando túneles abandonados y lugares así para explorar, y que no habían visitado el monumento bajo tierra más famoso de Londres.

—El monumento bajo tierra más famoso de Londres es el tube —había afirmado Will entonces, refiriéndose al metro.

—Bueno, pues el segundo más famoso. Ya sabéis que mi padre es un loco de las guerras y que hasta pinta soldaditos, pues resulta que me llevó de pequeño y flipé. De verdad, es como ese lugar que sale en todas las películas de guerra.

Era extraño ver a Marvin hablar de un antiguo emplazamiento bélico con tanta pasión, sentado en el pub con los pies en una banqueta de madera y con su cresta punk desafiando el techo. Sí, quizá fue por eso por lo que decidieron ir después de tomarse unas cervezas. Les pareció divertido, como una excursión absurda a la que sólo se llega después de muchas pintas.

Al convertirlo en museo, habían construido una entrada al búnker que resultaba ridícula, como si fueras a entrar en un hotel de cinco estrellas en vez de en el sitio donde Churchill y su gente se protegían de las bombas. Todos se rieron mucho de aquello, y Marvin enrojecía por momentos, intuyendo ya que había cometido una estupidez compartiendo un recuerdo infantil con sus amigos.

Pero, desde luego, a cualquier niño le hubiese impresionado aquello: era, como muy bien Marvin había dicho, la habitación que salía en todas las películas. Los mapas en los que se iban colocando los movimientos de la Royal Air Force y la Luftwaffe. Las mesas de reuniones donde presumiblemente se tomaban todas las duras decisiones de aquellos momentos. Los teléfonos de colores por los que se comunicaban los dueños del mundo. Sin embargo, el primero en decepcionarse fue el propio Marvin, al que, una vez adulto le pareció que todo aquello era un montaje para turistas, sobre todo cuando observó un puro a medio fumar en el dormitorio que compartían los señores Churchill.

Salieron riendo y charlando. Marvin se sentía culpable y les quería devolver el dinero de las entradas, cosa que no permitieron, conscientes de que así perderían el derecho a carcajearse de aquello.

—Era genial, con esos sonidos de ametralladoras y bombas enlatados… —prosiguió Will con las bromas.

—¿Qué sonidos?

—Pues los de las ametralladoras y las bombas. Primero eran cinco minutos largos de ruido de metralletas, y luego un par de estallidos, como de bombas.

Las caras de sus amigos empezaron a torcerse. El tipo de gesto que hace quien no está seguro de si le están tomando el pelo o hablando en serio.

—Yo no he oído nada de eso.

—Pues estarás sordo, entonces. Sonaba como si te quisieran meter en el fragor de la batalla. Aunque lo de las ametralladoras es absurdo. Los alemanes bombardearon Londres, pero no entraron con ametralladoras. Sería para añadirle dramatismo.

—Tío, en serio, no había ninguna grabación con bombas ni nada parecido. Me estás asustando.

De las siete personas que habían entrado a las habitaciones de guerra de Churchill, sólo Mel y él habían oído esos ruidos.

—No me lo estoy inventando. Hubiera jurado que sonaba de verdad. Era tan real como si hubiese estado sonando por los altavoces.

Sus amigos pusieron cara de sentir pena. La cara que pone alguien cuando descubre que uno de sus amigos es un loco que hasta ahora había simulado estar sano. Y quizá incluso les dio miedo, porque no volvieron a sacar el tema.

Sólo lo habló con Mel, a quien quería darle todas las explicaciones necesarias para que lo creyese. Necesitaba que ella, al menos ella, le creyese.

—Y te creo, yo también lo oía.

—¿Y por qué no se lo has dicho a ellos?

—¿Para qué? Ellos no lo han oído como tú o yo. No hubiese servido de nada darles explicaciones. La gente cree lo que oye. Y lo que no son capaces de oír les parece una chaladura o una invención.

—¿Qué crees que ha pasado ahí dentro?

—¿La verdad? Mira que me vas a tomar por loca.

—Yo nunca podría pensar que estás loca.

—Creo que hemos oído lo mismo que oyó alguien que estuvo en la guerra y después en ese búnker. Y luego puede que muriera, o que sea un viejecito muy viejecito en un asilo que no se acuerde de nada. Me da la sensación de que hemos estado oyendo el recuerdo de alguien.

No mucho más tarde, Will llegaría a pensar que Mel se inventó aquello para consolarlo. Para que no se sintiera solo con ese sonido. Mel era así.

Mel había sido su novia desde el jardín de infancia. No era capaz de recordar un buen momento de su vida sin ella, porque siempre habían estado juntos. Cuando era pequeña llevaba camisetas de rayas rosas y coletas con adornos que colgaban y hacían soniditos, como anunciando la llegada de algo hermoso.

Era rubia como una mañana de mayo. De un rubio que casi rozaba lo rojizo si el sol le daba de frente. Sus ojos eran de un extraño azul oscuro que Will nunca había visto antes y que nunca después volvería a ver. La gente única tiene ojos únicos.

Le gustaba jugar con los niños a indios y vaqueros. Y usaba como pistola un secador de plástico rosa que le había comprado su madre, que esperaba de ella que acabara convirtiéndose en una señorita de las que salían en los libros de su adorada Jane Austen. Pero ella no quería ser como Emma Woodhouse, sino como Debbie Harry.

Fue con Mel con quien Will comenzó la exploración urbana, aunque entonces no estaba organizada y, desde luego, no tenía un nombre. Consistía sólo en escaparse de casa en mitad de la noche con unas linternas y colarse en algún edificio clausurado a vivir aventuras primero, a robarse besos más tarde. Mel era la persona a la que Will más había querido nunca, porque siempre la había admirado: cómo se desenvolvía, cómo hablaba, cómo hacía siempre lo que le daba la gana. No estaba atada a convenciones sociales, ni a lo que su madre esperaba de ella, ni se comportaba como se suponía que debía comportarse por ser chica o haber nacido en una familia con dinero. Mel carecía por completo de ese miedo a cambiar que parece intrínseco al ser humano. Ella decía que si algo no te hacía feliz, había que desecharlo. Que casi todos los cambios eran siempre a mejor.

—Si no te gusta tu novio, lo dejas. Si no te gusta tu trabajo, lo cambias por otro. Si tu ciudad te aburre, vete del país.

Era incapaz de comprender que hubiese ciertas personas, y no ciertas, sino miles, quizá millones, que se sintieran atrapadas en sus propias vidas y se resignasen a ello. Miles de matrimonios infelices, de esclavos de su trabajo, de situaciones de las que uno podía salir de forma tan simple que no era fácil comprender por qué no encontraban la salida.

A Mel le resultaba tan sencillo como elaborar un plan para perpetrar el cambio, y eso hacía que Will la admirase. La admiraba tierna y profundamente, como si esa muchacha de aspecto pálido y delicado fuese en realidad una diosa invencible.

Y para Mel, Will siempre había sido su compañero. La persona que estaba a su lado para acompañarla en lo bueno y en lo malo, en la vida. Era a él a quien recurría, con el que tenía ganas de compartir cualquier cosa que le ocurriese. Y Will se sentía afortunado, aunque, de alguna manera también, sabía o intuía que su novia pertenecía a otra especie superior, un ser vibrante y poderoso que lo abandonaría si algo fallaba. Porque él no era como ella. A Will lo que le daba valor era Mel.

Por ella se enfrentó a la idea de sus padres de que estudiara leyes. Por ella era capaz de hacer todos los trabajos de la carrera a tiempo y a la vez guardar un espacio para divertirse, para verla. Si no hubiese sido por Mel, los estudios de arquitectura se lo habrían tragado. Si no hubiese sido por que ella se sintiera orgullosa, no habría hecho nada en la vida. O peor, se hubiera quedado por siempre atrapado en un despacho de abogados defendiendo causas que no eran la suya.

Pero Mel, de alguna manera, lo protegía como si fuese un cachorro, un niño. Había en Mel esa autoridad que tienen los adultos y ante la que un hijo no puede negarse hasta la adolescencia.

Ella decía que siempre lo cuidaría y acompañaría. Que nunca le ocurriría nada malo porque estaría a su lado. Que estaban destinados a estar juntos para siempre.

Fue quizá por eso por lo que Will llegó a creer que Mel se había inventado que ella también oía las bombas y las ametralladoras. Porque Mel era capaz de mentir para que se sintiera acompañado. Decía a menudo que no había derecho a que otras personas dedicasen su tiempo a utilizar a la gente que querían para hacer daño a los demás, que a los que se ama se les debe proteger, cuidar para que, por lo menos, no se sintieran solos.

—¿Sabes que soy la manifestación de que mi padre quería divorciarse de mi madre?

—No me digas.

—¿Nunca te he contado esa historia?

—Diría que no.

—Mi madre quería ponerme de nombre Elisabeth, como la protagonista de Orgullo y prejuicio. Y mi padre, cuando fue a inscribirme, sólo por molestarla me puso Melanie. Me utilizó para dañarla. No sé cómo la gente puede hacer eso.

Sí, Mel era perfectamente capaz de haberse inventado que también oía algo que sólo había oído él, para que no pensase que estaba loco, para que no se sintiera solo. Mel era así.

Sin embargo, sí que lo había oído también. Will tuvo ocasión de comprobarlo más tarde, cuando todo se torció.

Quedaron en casa de Marvin para recogerlo. Casi siempre que hacían exploración urbana quedaban en casa de uno de ellos. Nunca en la de Mel, observaría entonces Will, aunque no le daría demasiada importancia. Ella decía que su madre no había superado que su padre la abandonase y que llevaba mal las visitas, así que ni siquiera él, su compañero, su novio, su amigo, conocía a la madre ni había entrado en, según podía suponerse desde fuera, su suntuosa casa victoriana.

Marvin no estaba listo, como de costumbre, y los dejó esperando en un pasillo en el que había una enorme vitrina de suelo a techo llena de soldaditos de plomo pintados a mano. Mel los miraba con suma atención, aunque Will y los chicos estaban más interesados en la puerta que se abría enfrente, tras la cual un hombre con aspecto de funcionario se asomaba a una gran lupa para seguir pintando una de aquellas miniaturas.

—¿Vais a entrar o pensáis quedaros ahí sin decir nada? —dijo el hombre del bigote de funcionario sin siquiera dedicarles una mirada. Era extraño aquel hombre tan formal, con su camisa y su corbata, pintando con un pincelito una figura de metal sujeta a la mesa con un torno.

Will fue el primero en pasar al cuarto, y lo siguieron todos los demás. La melena rubia de Mel asomó la última.

—¿Los pinta usted?

—Por supuesto, señorita. ¿Qué gracia tendría comprarlos pintados? Pintarlos es como honrarlos.

—¿Honrarlos? ¿A todos?

—Veo que ya ha visto a mi pequeño piloto de la Luftwaffe.

El hombrecillo sacó del torno la diminuta figura de la que Will no podía apartar los ojos, y la miró a la luz.

—Pero esa gente bombardeó Londres.

—Esta gente no. Esta gente sólo cumplía órdenes. Hitler bombardeó Londres. En las guerras, queridos jóvenes, muchos soldados son también víctimas. Son ellos los que luchan por una causa que no es la suya. Antes, al menos, eran los que mandaban de verdad los que se ponían al frente de sus ejércitos y arriesgaban su propio cuello. Ahora se quedan atrás, en sus casas, mientras los hijos de alguien mueren. Al menos Churchill salía a las azoteas a ver los bombardeos, para que la gente se animase y no tuviera miedo. Para que conservaran el ánimo bien alto. Sin embargo, Hitler ni siquiera honró a sus soldados, a los que habían muerto por su ansia de poder, entregándose a una muerte digna.

Los muchachos se dirigieron miradas cómplices, como si el pobre padre de Marvin estuviera un poco loco. Pero ni Mel ni Will se rieron de ello.

—¿Por eso los pinta a todos?

—No, por eso en mi colección de guerras modernas no verás ni un solo militar con un alto rango.

El hombre sonrió desde el otro lado de sus enormes bigotes y de sus pequeñas gafas. Will se sintió de alguna manera reconfortado y sonrió también.

—¿Qué te ha parecido eso que ha dicho? —preguntó Mel cuando ya iban de camino.

—¿Lo de los militares sin rango? Bueno, me ha hecho pensar.

—¿En qué?

—En muchas cosas. En que la historia la escriben los vencedores a su gusto, y que por eso todos los que pelearon por Alemania en la guerra nos parecen nazis. En que los que quedan para la posteridad son, para lo bueno y para lo malo, los que mandan. Pero que nadie se acuerda de los que pelearon cada día, imagino que ni siquiera por gusto. No me imagino que la mayoría de la gente pueda ir por gusto a una guerra. Creo que lo más normal es que haya un montón de gente a la que no le quedara más remedio.

Mel lo besó efusivamente.

—Qué orgullosa estoy de ti.

—Bueno —contestó Will, sonriendo—, parece que soy un niño dando la lección.

—No, no es eso. Es que eres listo. Mucho más listo que la mayoría. Creo que hay gente especial en el mundo, ¿sabes? Gente llena de algo que ofrecer, de magia. El padre de Marvin es uno de ellos. Se me acaba de ocurrir que las ametralladoras y bombas que oímos eran la imaginación del padre de Marvin, que se había quedado en el búnker como un rastro para que nosotros lo escucháramos. Nosotros, que no somos como los demás y podemos seguir esa clase de rastros. Nosotros, que comprendemos que también en las batallas diarias hay víctimas en todos los frentes.

Will observó que Mel no lo miraba ya a él, sino mucho más allá, como hacia el otro lado del mundo. O de su mundo, uno que Will no estaba seguro de poder seguir.

—¿Crees que la imaginación del padre de Marvin se quedó esperando todos esos años a que alguien la oyera?

—¿Crees que todo el mundo es capaz de honrar y apreciar a los soldados muertos por las causas de los poderosos? —Ella le respondió con otra pregunta.

Mel se metió la mano en el bolsillo mientras Will negaba.

—No, imagino que no.

—Ten. Creo que no le importaría que lo tuvieras tú.

En la mano de Will, un pequeño soldado raso del ejército británico de la segunda guerra mundial parecía saludarlo.

—¿De dónde has sacado esto?

—Lo he cogido de la vitrina antes de entrar a la habitación. Me había dado cuenta de que sólo había militares de alta graduación de algunas batallas antiguas. Y de alguna forma ya sabía antes de que lo dijera cuál era la intención del padre de Marvin al pintarlos y coleccionarlos. Tuve que coger uno, como premio, por si tú también lo comprendías.

—Estás loca. Debemos devolverlo.

—Bueno, está bien, Don Principios, se lo daremos a Marvin al final de la noche. Conserva tu premio hasta entonces. Aunque yo quería que te protegiese si alguna vez te falto, que te hiciera compañía. Que te recordase a mí. Y que algún día, cuando estés bajo tierra, sea con él.

—No digas eso. Da mala suerte.

—Todos nos tenemos que morir algún día, cielo. Todos nos morimos algún día. —Y se alejó unos pasos por delante con su contoneo desequilibrado, con ese aire de no ser capaz de sostener el cuerpo sobre sus talones.

Will la recordaría así toda su vida, con unos pantalones y una chaqueta de cuero, sus botas de puntas metálicas, su camiseta de The Clash, sus collares con tachuelas y su melena rubia desordenada. Como si todo lo que pasara por su cabeza originase un vendaval, un tifón, un tsunami.

En su mano, el pequeño soldado pesaba como una promesa. Will lo miró con atención, detenido como estaba, lo giró y observó su rostro lleno de sorprendentes detalles. En la base, las iniciales del padre de Marvin estaban pintadas en un rojo descuidado, chorreante, como tres letras de sangre.