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UNA CIUDAD BAJO TIERRA
Adela se decía que desde que había comenzado con la ouija, el espiritismo y las psicofonías, nunca le había ocurrido nada tan perturbador. Sentía que cuando esos temas comenzaron a interesarle, era una experiencia como aquélla la que buscaba. Una experiencia que le había dado el miedo al vacío, sí, pero también una nueva perspectiva, algo que no todo el mundo vivía.
Se sintió afortunada.
Después de aquella sesión, tuvo claro que lo que había presenciado era importante. Y al igual que entonces, en ese instante, al mirar al niño albino, supo que también estaba viviendo algo que era definitivo; esa especie de pálpito que precede al descubrimiento.
Por eso, aunque las palabras de Xurxo deberían haberle causado miedo, más bien experimentó una suerte de regocijo.
El pasillo angosto y sucio proseguía a lo largo de unos metros que parecían interminables, curvándose hacia la derecha hasta que, tras un recodo un poco más cerrado que el resto, se abría una sala con cajas de registro, secciones de fusibles y puertas de mantenimiento que convenía no traspasar según indicaba el hombre alcanzado por un rayo dibujado en sucesivos triángulos amarillos.
—Mi abuelo decía que había una puerta metálica pintada de negro que no tenía pomo —dijo Pere.
Recordó al abuelo contando que la puerta se abría presionándola con todo el peso del cuerpo, lo que hacía saltar un resorte. «Como la caja secreta de un mago», había dicho. Y que habían colocado aquella puerta con la esperanza de que nadie encontrase la forma de traspasarla, salvo los supervivientes de aquel desastre, que habían sido él y un arquitecto famoso. Y, como supieron más tarde, siempre de boca del abuelo Herme, otro de los albañiles.
«El arquitecto tuvo la suerte de volver en el mismo momento en que acababa de entrar en el hueco que habíamos abierto. Y fue él quien ordenó sellar el túnel con la puerta trucada. Yo volví diez años más tarde y me lo contó todo. Le sorprendió que volviéramos a encontrarnos, porque pensaba que sólo él había salido con vida de aquel lugar. Se alegró de verdad de verme y me preguntó si alguno más había logrado escapar. Yo hice un gesto negativo con la cabeza, porque entonces estaba convencido de que nosotros dos éramos los únicos, de todos los trabajadores que comenzamos las prospecciones, que habíamos conseguido salir. Hasta mucho tiempo después no supe que alguien más había sobrevivido, pero que no tuvo ni su suerte ni la mía».
La puerta negra estaba justo donde el abuelo Herme había dicho. Y si él mismo la había cruzado hacía poco, también se había molestado en volver a cerrarla, como si hubiese intentado borrar sus pasos.
—Tenemos que dejar caer el cuerpo contra el centro de la puerta para que se abra. No creo que haga falta mucha fuerza…
No había terminado la explicación cuando Arturo, que se había liberado de su mochila cargándosela a Bea, se dejó caer de espaldas contra la hoja. Todos contuvieron el aliento unos segundos en los que no parecía suceder nada. Después se escuchó un chasquido, como un resorte. Arturo se levantó y la hoja se abrió sola.
Pere fue el último en traspasar aquella puerta y sus manos, como guiadas por el instinto que habían desarrollado sin pretenderlo las historias de su abuelo, tiraron de la pieza que volvía a encajar el resorte y bloqueaba el acceso.
—Chicos, es posible que aquí no haya nada. Mi abuelo contaba que aquí abajo se ocultaba una ciudad subterránea. Pero también decía que tapiaron la puerta después de hacer las primeras prospecciones. Si lo segundo fuera cierto, no llegó a construirse nada.
Pere sentía la necesidad de excusarse. Podía notar el entusiasmo en los demás y él mismo no esperaba encontrar más que un sitio a medio hacer, sin ningún acabado, decepcionante. Y a su abuelo deshidratado en un rincón, con la cabeza apoyada en su mochila militar.
A la luz de las linternas, el espacio resultaba tétrico y excitante. Laura pensó de inmediato en la nave espacial de Alien, el octavo pasajero. Adela imaginaba los pasos de la gente, vestida como vestían en los años cincuenta, con esa elegancia que los caracterizaba en su ropa de salir o de ir a misa, y se alegraba de haber llevado la grabadora para tratar de captar psicofonías. El suelo parecía plagado de baldosas sueltas y cristales rotos, aunque las capas de suciedad que, a la luz de las linternas, cubrían todo como una espesa y grisácea nieve, no lograban disimular la majestuosidad que debió de tener antaño el lugar. Pere se había equivocado con sus primeros miedos: allí había algo construido. Quizá ruinoso, pero había algo.
—Esto es maravilloso —comentó Will, mirando hacia arriba e iluminando así, con la linterna de su casco, lo que parecía un espacio infinito.
No pudieron evitar alzar las linternas intentando captar alguna cosa. Pero el techo de aquel lugar parecía no ser alcanzado por nada, como nunca terminaban de caer las monedas que se lanzaban para comprobar la profundidad de un pozo sin fondo en las películas.
Entre los haces de luz, el polvo danzaba al caer como en un salón de baile del siglo pasado, en Viena o en algún lugar lejano, pensaba Beatriz. Los cierres metálicos y las verjas descerrajadas a medio desmayar evocaban un barco sumergido. Hasta Arturo parecía contento.
—Esto es una pasada, tíos.
El eco les devolvió su voz rota y espaciada. Arturo, divertido, comenzó a hacer pruebas para ver cómo sonaba.
—Ecoooo, ecoooo. ¡Qué fuerte! ¿Hicieron tiendas aquí?
—Que yo sepa no hicieron nada —contestó Pere, que se sabía bien esa parte del cuento—, pero mi abuelo solía decir que había toda una ciudad aquí debajo. Más grande incluso que las maquetas de la Ciudad de la Luz que se habían proyectado.
El abuelo le había contado varias veces aquella historia.
Una mañana estuvieron picando y apuntalando sin descanso. A punto de concluir la jornada, uno de los obreros, un murciano recio y agitanado que se llamaba Manolo Linares, dijo que veía luz.
«Nos acercamos a mirar, porque eso era imposible, a no ser que hubiésemos estado picando hacia arriba sin darnos cuenta, lo que resultaba bastante disparatado. Pero Manolo no nos tomaba el pelo. Tras un agujero del tamaño de una moneda pequeña, había algo que desprendía luz. Metí el dedo en ese maldito agujero y lo pude mover sin problemas. Aquello estaba hueco. Era un lienzo de muro sin nada detrás. Y cuando lo tiramos, allí estaba: como si los extraterrestres hubiesen construido ciudades bajo nuestros pies y estuvieran esperando para exterminarnos. Esa impresión tuve, la misma que alguien que se encuentra con un marciano o con cualquier cosa que su cerebro no pudiera admitir. Allí estaba, la ciudad que habíamos proyectado construir, tras esa delgada pared: ya estaba hecha. Tú ya sabes que sólo estudié lo básico, pero he pasado tantos años leyendo libros para buscarle una explicación a lo que sucedió en aquel lugar que casi me he convertido en uno de esos eruditos que salen por la tele explicando lo que sea. Porque no eran marcianos, no, ojalá hubieran sido marcianos».
Beatriz había montado la cámara y fotografiaba a Laura subida en lo que parecía un trozo de reja desprendida.
—No os separéis mucho —advirtió Will—. No sabemos cómo es esto de grande. Tenemos un mapa, pero sólo hay uno. No perdáis de vista a Pere.
La advertencia del inglés quedó suspendida en el aire, inútil. No sería necesaria.
Al fondo de lo que parecía la galería principal se encendió una luz.
—Pero ¿qué…? —empezó a decir Will, casi como continuación de su frase anterior.
Pero la pregunta quedó en suspenso y sin terminar. Devuelta por el eco, permaneció flotando entre ellos unos segundos, los justos para que se encendiese una segunda luz junto a la primera. Y después una tercera.
Desde donde estaban era posible ver cómo la luz iba avanzando hacia ellos, encendiendo la galería paso a paso hasta que todo quedó iluminado.
Durante un instante todos miraron hacia arriba, como si nunca hubiesen visto una iluminación artificial. Xurxo fue el primero en reaccionar, apretándose contra el cuerpo de su hermano. Pere le pasó el brazo alrededor y lo abrazó.
—¿Estás bien?
Pero Xurxo no respondió. Se había quedado petrificado, con los ojos clavados en Adela, que sonreía en mitad de la galería. Era la única que sonreía.
—¿Qué ha sido eso? —Arturo, visiblemente alterado, empezaba a sentirse la cara cubierta de sudor.
—Las luces se han encendido.
—Ya, joder, pero ¿por qué? ¿Habéis tocado algo?
A Laura le cambió de inmediato el humor, y tras el primer sobresalto, no pudo evitar divertirse con la cara de susto del atleta. Quizá el mismo hecho de que él estuviera tan aterrado hacía que ella no lo estuviese. Como si todo lo que sintiera Arturo tuviese que ser por fuerza ridículo.
—No, ¿por? ¿Tienes miedo?
—No jodas, Laurita, esto es muy raro.
—Venga, hombre, será un encendido automático que dejaron programado al cerrar la galería y que han olvidado apagar. O que se enciende con las farolas de la calle.
—Eso no puede ser, las farolas llevan horas encendidas.
—Pues entonces lo primero, ¿qué más da?
La voz de Adela, suave, como proveniente de otro planeta, interrumpió la discusión para pedir la hora.
—¿Qué hora es?
—Las doce y un minuto, quizá dos.
—Entonces se han encendido a las doce en punto.
Sonrió ante su propio descubrimiento, pero ni Will, que le había dicho la hora, ni Arturo se quedaron más tranquilos.
Xurxo empezó a murmurar algo con la mirada fija en Adela. Parecía tener mucho miedo, pero su hermano no logró distinguir ni una sola palabra. Pere sólo podía pensar en que el abuelo había dicho que vio luz por un agujerito del tamaño de una moneda pequeña. Que había una ciudad allí, ya construida, y que estaba iluminada.
Laura iba a decir algo para calmar los ánimos, pero entonces vio a Bea, congelada en una esquina con la cámara en la mano. Su piel estaba tan pálida que apenas se distinguía de la pared del fondo, y sólo el cabello dispuesto alrededor de su rostro, como una suerte de marco, salvaba a sus rasgos de confundirse en el entorno. Así que decidió acercarse a ella mientras hablaba.
—Venga, hombre, pues estarían programadas para alguna hora más decente, pero con los cambios de hora y tal se habrán vuelto un poco locas. Los temporizadores a veces enloquecen. Y si esto se tapió en los años cincuenta, son temporizadores de los años cincuenta: deben estar chiflados del todo. Recuerdo que les pasó a los aspersores de los jardines de la facultad, y en vez de regar dos veces al día, lo hacían dos veces por hora. Se pudrió todo el césped, una tragedia. —Llegó hasta Beatriz y le quitó la cámara de la mano con esfuerzo, pues se aferraba a ella como si fuera una tabla de salvación en un naufragio. Cuando la tuvo, se la colgó al cuello y agarró la mano de su amiga con disimulo—. Eso pasa, ¿verdad, Pere?
Pere, concentrado en el murmullo acuático de Xurxo y en la historia de la ciudad sumergida que tantas veces había escuchado, se sobresaltó al escuchar su nombre.
—Sí, supongo que sí.
—¿No pone nada de temporizadores de luz en los papeles de tu abuelo?
—No, pero bueno, tampoco viene todo, supongo. Mi abuelo me contaba o escribía lo que recordaba. Y siempre he pensado que se inventaba la mitad. —No dijo que Herme se había llevado el cuadernito de tapas azules donde estaba todo y que lo que llevaba él era una reproducción de lo que recordaba, incompleta.
—Pues ya está, ha sido eso.
—¿Y te vas a quedar tan tranquila con esa explicación?
Laura temía que Bea se aterrorizase más. Sólo temía eso, como si no hubiese ninguna otra amenaza en el mundo. Ya había visto a su amiga caer en una especie de trance y había sido aterrador. Aquello sí que había dado miedo, y no unas lucecitas encendiéndose. Estaba dispuesta a cualquier concesión, incluso a su propia inquietud, con tal de que no se repitiera. Arturo llevaba parte de razón al dudar de una explicación como ésa, que podía ser factible aunque poco probable, pero daba igual. Había que evitar que Bea siguiese el camino que la llevaba a la catatonia.
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Salir corriendo? ¿Qué crees que ha sido si no? ¿Fantasmas? ¿Un monstruo de un cuento infantil? ¿Brujería? ¿El demonio? Por favor, Arturo, estas cosas siempre tienen una explicación, aunque nosotros no la encontremos ahora. Desde una subida de tensión a una prueba eléctrica hecha desde la central. Y en cualquier caso, algo normal, natural y no peligroso.
Su tono de voz era tan sereno, rozando la burla, que Arturo empezó a sentirse ridículo. Lo cierto es que la pequeña Laura tenía razón, ¿qué iba a ser si no algo lógico y normal, algo que ocurría habitualmente, aunque ellos no pudieran saberlo por no estar cada día ahí abajo? Además, tampoco quería quedar como un cobarde. La única que parecía tener miedo de verdad, aparte de él, era Bea. Y no podía permitírselo. Debía mostrarse fuerte y valiente delante de ella. O volvería al pasado. A cuando era niño y todo le aterraba. O peor, a aquel otro momento horrible que Adela con sus amuletos no paraba de recordarle. Tragó saliva.
—Tienes razón. Es una tontería.
—En cualquier caso, yo no guardaría las linternas muy lejos —dijo Will—. No sabemos por qué se han encendido las luces ni cuánto van a durar encendidas. Ni siquiera sabíamos que había instalación eléctrica.
—Pero nos vendrá bien para vernos los pies, ¿no? Venga, hombre, dejad de haceros preguntas absurdas y alegrad esa cara. Estamos en la famosa Ciudad de la Luz nunca inaugurada. —Laura acompañó sus palabras de una sonrisa a Bea, que se la devolvió un poco más calmada, restituyendo a su vez, y sin saberlo, la calma a Laura.
Lo cierto es que cuando se habían encendido las luces, Bea hubiera deseado gritar, pero estaba tan aterrorizada que ni siquiera había podido hacerlo. Se había quedado clavada en el mismo sitio en el que estaba, con la misma actitud suicida que un conejo que, al cruzar la carretera, se paraliza deslumbrado por los faros de un coche. Por un segundo, había sentido el reborde de un recuerdo, el perfil de algo que había olvidado y que no era capaz de ubicar en el tiempo. Una sensación parecida, de petrificación total, que había terminado también con Laura, con el rostro de Laura devolviendo las aguas de la normalidad a su cauce habitual.
—No quieres estar aquí, ¿verdad? Mira, si te da miedo, nos volvemos al hostal. No tienes por qué hacer nada para impresionar a ese gorila.
—No. Estoy bien, Laura, de verdad. Me dan un poco de aprensión los sitios cerrados, ya lo sabes.
Aquélla era su peor pesadilla, que la enterraran viva. La tenía desde que recordaba. Se despertaba un día sin poder moverse y toda su familia pensaba que había muerto. Llamaban al médico, que certificaba su muerte, y ella, desde dentro, pugnaba por gritar: «Sólo respiro más suave, no estoy muerta, tranquila mamá», pero no lo lograba. Ni tan siquiera era capaz de hacer un signo, un parpadeo, de separar los labios.
La velaban entre los llantos de su madre, que no se lo podía explicar, y las maldiciones de su hermano mayor, que lamentaba haber pasado tan poco tiempo con ella en los últimos años. Después la llevaban al cementerio, y cuando toda la tierra había caído ya sobre su ataúd, despertaba desesperada y comenzaba a chillar, a revolverse, pero nadie la oía. Nadie venía a socorrerla.
Y ella imaginaba cómo, al día siguiente, llevado por un pálpito, su padre desenterraba el ataúd y encontraba a su hija muerta, ahora sí, habiendo dejado en su desesperación todas las uñas clavadas en la tapa de la caja. Aunque cuando imaginaba todo eso ya estaba despierta, con la respiración alterada; había encendido la luz de su habitación a tientas y llevaba un rato sentada en la cama.
Cuando empezó a ir a la universidad, la pesadilla cambió, y ahora la que encontraba su cuerpo era Laura. También era ella la que llamaba a la directora de la residencia y al médico. Y después debían trasladar el cuerpo a Salamanca. Luego era todo igual. Salvo que también Laura, al día siguiente del entierro, era la que removía con sus propias manos la tierra y la encontraba con los ojos y la boca abiertos en una mueca siniestra de angustia.
Era curiosa la cantidad de detalles que podía diseñar su cerebro para torturarla. Y también eran curiosos los mecanismos del miedo. Por ejemplo, a Laura, que ahora parecía tan tranquila en un lugar abandonado bajo tierra, le daban miedo las muñecas. Unas muñecas, qué gracia. A fin de cuentas no eran más que un trozo de plástico con forma humana.
Unas muñecas, qué ridiculez.