23
SEREMOS HÉROES POR UN DÍA
Laura había dejado la cámara en manos de Will, y éste no sabía muy bien qué hacer allí solo con Adela y el anciano. Ése fue el comienzo de todo. El aburrimiento, una pequeña semilla de curiosidad insana, un silencio incómodo. El mirar a Adela y que ésta no interactuase, como si en vez de con una chica lo hubiesen dejado con un maniquí. El verla caminar en silencio entre las butacas, rozando con los dedos la tapicería. El observar al abuelo, que se había descolgado la mochila y se sentaba como un indio de una película del Oeste americano en la moqueta roja. El alzar la vista, hacia el haz de luz del proyector.
Se preguntó quién estaría poniendo El resplandor en un lugar así. Quién pretendía torturarlos.
Después pensó que quizá todo formaba parte de una única cosa. Una de la que, hasta que Mel le hubiera advertido que no se quitase el casco antes del derrumbamiento, formaba parte.
Miró de nuevo la cámara, y tal vez se dio cuenta en ese momento de que la película no tenía sonido. Las imágenes se sucedían una tras otra, pero en algún momento había dejado de sonar. No sabía cuándo. Era imposible localizar en su memoria en qué momento había enmudecido la película. El sonido repetitivo del triciclo sobre la alfombra y, después, nada más, como si el mundo hubiese ensordecido.
Quiso distraer lo que sentía en aquellos momentos de alguna manera que no tuviese que ver con sacar de su descanso al anciano o con perseguir a Adela, que parecía muy entretenida. Quizá estuviese contenta de que en ese lugar se sintiera algo que no se sentía en ningún otro sitio: aquellas presencias que se percibían y estaban ausentes a la vez, como si acabasen de marcharse y hubieran dejado un rastro.
Quiso distraerse, y por eso encendió la cámara. Quizá le gastaría la batería a Bea viendo las fotos, pero era mejor que quedarse en un lugar tan inquietante sin nada que hacer. Además, se marcharían pronto. En cuanto bajasen los demás, recogerían a las chicas y al niño y se marcharían, así que qué más daba.
Ver las fotografías capturadas en una cámara digital es como ver el mundo que se ha recorrido pero a la inversa. La última fotografía, y la primera que vio Will, la había hecho Laura justo antes de que el techo cediese, por lo que podía verse en primer plano a Adela y Pere acercándose sonrientes, y un poco más atrás a Bea, que se había quitado la chaqueta, con la cabeza apoyada en el hombro de Arturo, e incluso a él mismo, de espaldas, mirando todavía de reojo —esto le hizo enrojecer— el cierre metálico del bar. Pensó que lo justo hubiera sido que la última fotografía tomada hubiese sido la del montón de escombros, el colofón que, al pasar las fotos a la inversa, se convirtiera en la primera imagen de una historia muda: el techo derruido y, un segundo más tarde, apretando un botón, todos ellos sonrientes y pensando en comer algo en aquel lugar oscuro.
Poco a poco, fue viendo el mundo al contrario de como lo habían visto esa noche. Le vino a la cabeza «Twin Peaks», en ese momento no supo muy bien por qué. Pero al llegar a una fotografía, se detuvo. Había sido tomada en la tienda de encargo de lápidas, y en ella se veía a Arturo de pie, girado hacia la cámara con cara de horror, delante del cristal del escaparate, por el lado de dentro.
Había algo inquietante en esa fotografía y no era el gesto de Arturo, que Will podía recordar a la perfección como el momento en el que Arturo había dicho que alguien rondaba por fuera. Era algo imposible de concretar, una idea que se desvanecía en el mismo momento de intentar atraparla.
Luego cayó en la cuenta, y fue consciente de por qué había pensado en «Twin Peaks»: el enano que hablaba al revés en la habitación roja, la gente que se miraba en el espejo y veía otro rostro distinto al suyo. El tipo de cosas que inquietaban y no sabías por qué enseguida, sino que tenías que esperar a que se definiera en algo. Y a veces era todo mucho más inquietante cuando no se definía. Pero esta vez sí que se definió. Ahí estaba, lo vio tan claro cuando se dio cuenta que fue ya incapaz de ignorarlo: era el reflejo de Arturo.
Era tan extraño que no parecía un reflejo en el cristal de un escaparate, sino que más bien daba la impresión de que hubiese otro Arturo fuera, un poco alejado del cristal. Y esa sensación se veía reforzada por el hecho de que si el rostro aterrorizado de Arturo miraba a cámara, lo que el cristal debería haber reflejado hubiese sido su nuca. Sin embargo, el segundo Arturo también estaba de cara a la cámara, repitiendo el gesto del primero casi paso por paso, salvo porque el reflejo parecía llevar algo en la mano.
Amplió todo lo que pudo la imagen, pero el reflejo era confuso en ese punto. Había un destello y, a partir de cierta ampliación, la fotografía se pixelaba. Era algo alargado y brillante quizá. Puede que la misma causa del destello.
Qué inquietante resultaba, y a la vez qué tranquilizador. Era cierto que Arturo había visto algo, como él había creído ver a Mel en el reflejo de la brillante persiana del bar. Puede que Arturo no hubiese podido describir ese algo, pero ahí estaba, fotografiado por Beatriz sin darse cuenta. Increíble. Casi se alegraba. De alguna manera, aquello probaba que Adela no estaba tan loca. Que había algo más.
Entusiasmado, siguió pasando las fotografías. Si hubiese habido alguna de Mel en el reflejo… Si de algo se arrepentía, era de no haberla fotografiado más en vida. Su sonrisa era como un instrumento musical. Incluso su imagen fija en un trozo de papel sugería acordes.
Pero no había nada que indicase que la advertencia de Mel de que no se quitase el casco hubiera quedado registrada. Era curioso, después de tanto tiempo, ella le avisaba de que iba a ocurrir algo. Ese gesto suyo había querido prevenirlo del derrumbamiento. Había sido hermoso.
Se llevó la mano al bolsillo y agarró el soldadito de plomo pintado con las tres emes en rojo en la base. Y fue entonces cuando sintió un pálpito al llegar a una de las fotografías. Algo le decía que no pasase de largo sobre ella.
Era la imagen del libro de encargo de lápidas, abierto por la última página. Recordó que Bea había dicho que iba a buscar en Google el nombre del último apuntado y que le había parecido una idea divertida. Buscar si era real el nombre de un muerto cuya lápida, de existir, había sido encargada hacía años tenía el mismo encanto que explorar lugares construidos por el hombre y abandonados de su mano. Describía la misma clase de predilección por las ruinas humanas.
Sin embargo, al ampliar la imagen de la página, la fotografía había modificado la realidad: era una imagen distinta a la que habían visto ellos al abrir el libro. El último nombre no era el mismo que entonces. Había uno nuevo.
El trazo parecía familiar, y si no hubiese sido porque era imposible, hubiera jurado que era su propia letra. O la de alguien que la imitaba muy bien.
El imitador había empezado a escribir un nombre, pero se había quedado a medias. La segunda palabra acababa en un trazo difuso, una raya y un borrón, como si algo le hubiera desviado de golpe la mano del libro y el bolígrafo hubiese descuidado su camino original, imitando el tipo de raya que hubiera hecho la aguja de un plato sobre un disco de vinilo al mover bruscamente el brazo.
WILLIAM BRIGH______
—Dios santo… —empezó a decir.
Pasó las fotografías hacia delante y hacia atrás, amplió la imagen una y otra vez, pero las letras no desaparecían. Sí, alguien había comenzado a escribir su nombre en aquel libro y después había cambiado de idea. O le habían hecho cambiar de idea.
Juraría que había permanecido junto a los demás todo el tiempo, no cabía la posibilidad de que alguno lo hubiese escrito sin que él se diera cuenta. Y la fotografía estaba en el lugar adecuado dentro de la secuencia; no habría encajado si en algún momento alguien hubiera regresado al lugar, escrito el nombre y fotografiado el libro. Además, ¿qué propósito podría tener? Había visto la imagen por casualidad, aburrido de la espera, nadie podría haber predicho eso.
Llamó a Adela, que se acercó con el aire de quien regresa del campo de coger fresas.
—¿Sí?
—Mira lo que le ha pasado a esta fotografía.
—Está distinta.
—Sí.
—Han escrito tu nombre.
—Exacto.
—Fascinante.
—¿Fascinante? Mi nombre ha aparecido en un libro de encargos de lápidas para tumbas.
Adela observó que la reacción de Will era bastante habitual en las personas con las que a veces compartía sus gustos y aficiones. Había espantado a numerosos pretendientes confiándoles lo que le gustaba visitar los cementerios. «Dan paz», solía decir.
Y ellos ponían justo la misma expresión que Will en esos momentos.
La gente, por lo general, temía lo que no podía comprender, pero Adela lo consideraba fascinante. Siempre había tenido una mentalidad científica que parecía chocar de frente con sus creencias paranormales, pero en realidad estaban muy relacionadas. Había estudiado física y comentaba con cierta frecuencia que la física teórica se parecía en todo a lo que se consideraba magia. Lo que más excitante le podía resultar era la posibilidad de explicar con respuestas científicas cualquier experiencia paranormal.
—Puede que ahora no seamos capaces, pero eso es porque quizá no hayamos hecho las preguntas adecuadas. O porque la ciencia no ha avanzado lo suficiente —decía a quien la quisiera escuchar—. Es muy probable que cosas como la telepatía o la telequinesis las podamos entender en el futuro con mapas más precisos de nuestro comportamiento cerebral. Hay partes que en principio no usamos o cuya complejidad no comprendemos. ¿Y si hubiera gente que sí pudiese? ¿Y si pudiéramos todos en un futuro no muy lejano? Según la física cuántica, hay partículas que pueden estar en dos lugares al mismo tiempo. U ocupar dos tiempos distintos. Eso haría posibles los viajes en el tiempo, ¿no? O el teletransporte, aunque se reduzca a las partículas.
Se entusiasmaba tanto con eso que, al final, cuando ya tenía captada la atención de quien en esos momentos la escuchase, comenzaba a hablar de diferentes supersticiones, de espíritus, de fantasmas del pasado y del futuro, de presencias protectoras y agresivas y de poltergeists, y terminaba por darles miedo. En la facultad se reían de ella.
Con dieciocho años había tenido un novio al que le había confesado que de niña había robado una calavera del osario municipal y que la conservaba. Que a veces fabulaba con a quién pertenecería y le hablaba. Que incluso había tratado de invocar su espíritu en una sesión de ouija todavía de las de folio y moneda, pero que no había tenido suerte; fuese quien fuese no quería hablar con ella.
—A lo mejor está ofendido porque separé su cabeza del resto, pero ya no sabría devolverla al lugar exacto donde la cogí. O puede que esté perdido todavía en su estado de cadáver.
Eso le contó al novio que tuvo entonces, y su noviazgo duró hasta ese mismo instante. Después vinieron otros, pero los que conservaba más tiempo eran góticos de pieles pálidas que tardaban más que ella en maquillarse y que no comprendían su gusto por vestir de blanco. Los que no respondían a estas características ponían la cara que estaba poniendo Will con la cámara en la mano, antes de salir corriendo y no volver a llamarla.
—Es fascinante. Si lo piensas desde el punto de vista científico, es fascinante. Había escuchado muchas veces historias sobre presencias que modificaban las fotografías, pero las de carrete, nunca las digitales. Y jamás de una forma tan precisa y elegante.
—¿Elegante?
—¿Has dicho «modificar las fotografías»?
La presencia de Herme tras ellos, asomándose a la cámara, asustó a Will.
—¡Maldita sea! Es usted silencioso como un gato.
—Déjame ver eso.
—Mire, aquí está mi nombre a medio escribir.
El abuelo estaba tan boquiabierto, con los ojos fijos en la cámara, que Adela aprovechó para responder a la pregunta inicial del inglés.
—Es elegante. Unas palabras en un libro son algo elegante, nunca había visto nada igual. En la fotografía analógica, una presencia podía velar una parte de la imagen, o incluso imprimir una figura borrosa, o… —Adela se quedó parada y parecía intentar volver al planeta del que seguramente provenía.
—¿O qué?
—Un anhelo, un deseo. He escuchado historias sobre gente que es capaz de imprimir sus sueños en película fotográfica. Esto se parece, pero es muy distinto al mismo tiempo. Una cámara digital ni siquiera funciona con película.
—Un sueño, un anhelo, un deseo, ojalá sólo fueran esas cosas y no también las pesadillas o las obsesiones.
Hubiesen querido preguntarle a Herme qué quería decir con eso, pero sus voces quedaron truncadas por la sorpresa antes de salir.
De repente, el silencio en el que se había sumido la sala se rompió con los acordes de una canción que no pertenecía a El resplandor, unos acordes que se colaron en la mente de Will, traspasaron el umbral de su recuerdo y le arrancaron lágrimas de los ojos; tantas y tan inesperadas que al principio la vista se le nubló y no pudo ver lo que hacía que Adela se hubiera separado de ellos dos y se riese a carcajadas.
—¿Qué te pasa?
—¿Bowie? ¿Aquí? ¿Ahora? Y mira lo que le ha pasado a la sala.
Sonaba Heroes de David Bowie, la canción que siempre le recordaba a Mel, la que le había susurrado en su funeral. Sin embargo, lo realmente macabro era lo que había arrancado la risa de Adela: tras el velo de las lágrimas que no paraban de brotar, apareció una nueva realidad que lo dejó boquiabierto.
—¿Dónde están las butacas?
Como si se le hubieran lavado los ojos y el llanto hubiese logrado arrastrar los objetos, la sala se había quedado vacía por completo, salvo por un enorme telón con la efigie de Sara Montiel que ocupaba, balanceándose y visiblemente abandonado, el lugar donde antes estaba la pantalla.
No había pantalla, ni proyección, ni haz de luz. La pintura de las paredes estaba sucia y desconchada. Ya ni siquiera quedaban las butacas que antes Adela había acariciado con tanto mimo, y la moqueta de la que Herme se había levantado estaba a medio arrancar. El ambiente se dibujaba con el mismo aire fantasmagórico que el antiguo cine de la Avenida de la Luz por donde habían accedido. Lo único que parecía funcionar en ese calamitoso lugar era la megafonía desde la que llegaba la canción, aunque era imposible localizar algún altavoz o equipo de sonido.
—Fabuloso —soltó Adela.
—Deja de decir esa palabra.
—Pero lo es. ¿Has visto lo que le ha pasado a la sala? Es increíble.
—Increíble sí, pero no me parece tan fabuloso como a ti.
—Pues no veo por qué no. Déjame la cámara, voy a hacer fotos de esto. ¿Hiciste alguna de cómo estaba antes?
—No.
—Es una lástima, ya no tendremos pruebas de la transformación.
La canción de Will y Mel sonaba en un sitio que tenía una apariencia totalmente distinta a cuando habían entrado. Los espacios cambiaban tanto con y sin muebles… Era extraño, pero allí, con Bowie y sin las butacas, el lugar daba la sensación de haber encogido, de ser un solar vacío en el que ya ni siquiera podían sentirse las presencias que antes parecían haber habitado la sala. Sólo Mel, haciéndose notar a través de la música. Y por lo demás, silencio.
—¿Qué demonios le ha pasado al cine?
El silencio se vio quebrado por la irrupción de Arturo, seguido de Pere.
—Se ha esfumado todo.
—Pues como el proyeccionista. Ya no está. No había nadie en la cabina.
—Y tendríais que haber visto eso. Me lo hubiera creído si me hubiesen dicho que ahí vivió Charles Manson.
—No seas exagerado, Arturo. Era más bien como un sueño mal recordado —puntualizó Pere.
—¿Has dicho sueño? —A pesar de todo, Adela permanecía exultante, como la canción de David Bowie con arreglos de Brian Eno—. Precisamente estábamos hablando de sueños Will, tu abuelo y yo. De sueños que se imprimen en papel fotográfico. Pero le decía que nunca había visto nada como esto.
El nombre a medio escribir en la tienda de encargo de lápidas impresionó a todos.
—Tío, qué mal rollo —dijo Arturo.
—Bueno, no pasa nada tampoco, ¿no? Ni siquiera está escrito entero. —Will no estaba seguro de que fuera a Arturo al que intentaba tranquilizar con esas palabras.
—Da igual, pero se ve que es tu nombre. Este sitio no me gusta, deberíamos irnos ya.
—Estoy de acuerdo contigo.
La única que no parecía estar de acuerdo era Adela. Por primera vez en mucho tiempo creía estar viviendo una verdadera experiencia que quizá más tarde podría estudiar o analizar en un laboratorio. O quizá no en un laboratorio, pero sí con pruebas. Tenía pruebas de que en Barcelona había un sitio que no era como cualquier otro.
¿Qué sería ese lugar? ¿Una brecha en el espacio-tiempo? ¿Realidades paralelas colándose en esta realidad? ¿Alguna especie de conjunción fantasmal? En cualquier caso, no estaba dispuesta a marcharse así como así, y lo expresó en voz alta.
—Éste es un fenómeno que hay que estudiar. Podría decirnos tanto sobre el sentido de la existencia… No deberíamos irnos, deberíamos recoger pruebas.
—¿Recoger pruebas? ¿Qué más pruebas necesitas, bruja? —Arturo incluso escupía al hablar en un tono que pugnaba por no elevarse demasiado—. Derrumbamientos, cines que de repente no tienen butacas, proyeccionistas fantasmas, música que suena sola. ¿Qué más pruebas necesitas de que este sitio trata de echarnos?
—Es posible que no trate de echarnos, sino de decirnos algo.
—Tía, tú estás como una cabra. ¿Y esta mierda de música qué es?
—Era la canción de mi novia, Mel, la que murió hace dos años.
—Lo que nos faltaba, vosotros veréis. Yo, me largo.
Arturo se dio la vuelta y se dirigió a la puerta seguido de Will. Pere quedó un poco más retrasado para dejar que Adela lo alcanzase. El abuelo se volvió a colocar la mochila en silencio. Todos parecían luchar por comprender aquello. O por lo menos por no permitir que el miedo les nublase el juicio.
—¿Qué sabes de videntes?
La pregunta de Pere, hecha cuando los demás ya se habían alejado unos pasos, pilló tan de sorpresa a Adela que se estremeció.
—¿Te refieres a gente que ve el futuro?
—Bueno, sí, algo así.
—La mayoría de los videntes son un timo. Es evidente que no tienen ni idea de qué va a suceder, porque siempre buscan lugares comunes, situaciones que estadísticamente es más probable que cualquier persona pueda vivir alguna vez en su vida. Un viaje, un viejo amor que regresa, un ser querido que se muere. Ya sabes, lo típico. Sin embargo, hay gente que sí acierta. Son personas que cuentan lo que ven con tanta precisión que es difícil contradecirlas. Es más, es complicadísimo decir que son un fraude, porque es evidente que no lo son: aciertan. Pero el tema de ver el futuro es muy controvertido, ya me entiendes.
—No, ¿por qué?
Herme se esforzó por no hacer ningún sonido que los sobresaltase, y los miró de reojo, esperando la respuesta de Adela.
—Porque se supone que nos esperan tantos futuros posibles como decisiones tomemos en nuestra vida. Cada vez que tomamos un camino y no otro, el futuro muta. El que no hemos tomado deja de existir, y el que hemos elegido es el único que se materializa. Si sólo tomásemos una decisión al día, eso ya implicaría un futuro distinto por cada día que existimos, y eso ya sería incontrolable, imposible de predecir. Sin embargo, tomamos decisiones excluyentes cada día. Decidimos salir con ese chico, o beber zumo de naranja en vez de café una mañana. Compramos el sándwich de pollo con mayonesa en lugar del de jamón y queso, y así siempre. Un día puede estar lleno de caminos que unas veces no parecen importantes y otras pueden ser definitivas. ¿Y si el sándwich de pollo tiene salmonelosis?
—Entiendo.
—Pero todavía es peor, porque las decisiones que toman otros también pueden determinar el futuro. El hombre del coche rojo decide saltarse un semáforo, te atropella y mueres. Sin embargo, ¿y si hubiera parado como era su deber?
—Ya veo.
—Digamos que aceptar que hay personas capaces de adivinar todas las posibles opciones que tomemos a lo largo de toda una vida es casi como aceptar que hay una especie de destino determinista al que estamos condenados, tomemos la decisión que tomemos, por lo que es un tema bastante polémico. Se aproxima a la idea de «Dios tiene un plan».
—¿Y tú no crees que Dios tenga un plan? Te pegaba creerlo.
—No, creo que Dios no existe. Y que de existir, estaría jugando. Y que hay jugadas precisas y otras que no lo son. Todo ocurre por algo, sí, pero no precisamente porque Dios tenga un objetivo claro, sino porque de ser cierto que exista, nos pondría a jugar en escenarios a ver cómo lo hacemos.
—Ya veo cuál es el problema. Aceptar que hay un único futuro y que es el que te están adivinando es como aceptar que no tenemos nada que decir al respecto.
—Bueno, hay una tercera vía, que sería la de creer que la gente que adivina el futuro en realidad no son adivinos. No predicen lo que va a ocurrir, porque el futuro único del que te hablan no existiría sin ellos.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que serían personas como los que son capaces de plasmar sus sueños en papel fotográfico, pero en lugar de usar película, proyectarían sus anhelos, miedos, voluntades, en la realidad. No serían meros espectadores, sino generadores, serían gente creando la realidad, ¿entiendes?
Pere asintió. El abuelo apretó los ojos.
—Sí. Pero es una idea terrible. Querría decir que la gente de la que se rodease ese generador no controlaría su propia existencia. Serían meros monigotes, marionetas.
—Algo así. Pero consuélate, si esta teoría fuera cierta, dudo mucho que la gente con el don fuera consciente de que lo hace. Es probable que confíen a ciegas en el futuro que creen leer o adivinar, cuando en realidad lo estén creando como un niño con un juego de Lego.
—Deberíamos salir con los demás.
Las formas de Pere, que hasta ese momento se había mostrado amable, se tornaron bruscas y secas, como si estuviera enfadado de repente. Adela no quiso preguntar. Demasiado acostumbrada estaba ya a que la gente la tratase como una marciana cuando eran ellos los que tenían reacciones incongruentes.
En la megafonía del cine abandonado, David Bowie había entrado en bucle. Era imposible determinar las veces que había sonado Heroes. El abuelo, solo ya, porque ni su nieto ni la chica pelirroja se habían percatado de que todavía estaba allí, pensó que tenía que contárselo todo a su nieto, que debía saberlo.
Pero, por otro lado, ¿merecía la pena? Ya era demasiado tarde de todas formas.