2. LA PRINCESITA MERI

11 de mayo

Ayer llegué a Piatigorsk. He alquilado una casa en un extremo de la ciudad, en su parte más alta, al pie del Mashuk; en caso de tormenta, las nubes descenderán hasta mi tejado. Al abrir los ventanales esta mañana a las cinco, invadió mi habitación la fragancia de las flores que crecen en un modesto jardincillo. Florecientes ramas de cerezos casi rozan mis ventanas, y a veces el viento esparce blancos pétalos sobre mi mesa de escritorio. Diviso un maravilloso panorama por tres lados. Al Oeste azulea el Beshtú, con sus cinco cabezas, como la «última nube de la tormenta disipada»[37]; al Norte se yergue el Mashuk, cual un lanudo gorro persa, ocultando toda esa parte del horizonte; más alegre es el paisaje del Este: abajo nos brinda su polícromo panorama una pequeña ciudad, pulcra y nueva; susurran los manantiales de aguas medicinales, murmura la muchedumbre en diversos idiomas; a lo lejos, describiendo un anfiteatro, se entrelazan las montañas, cada vez más azules y nebulosas: y remata el horizonte la argéntea cadena de cumbres nevadas, que comienza por el Kazbek y termina con el bicéfalo Elbrús… ¡Qué placer vivir en estas tierras! Una sensación de bienestar inunda mis venas. El aire es puro y fresco como el beso de un niño; refulge el sol, el cielo es color turquesa, ¿qué más puede apetecerse? ¡Atrás, pasiones, deseos y remordimientos!… Sin embargo, ya es hora. Me voy a la Fuente de Elisabeta: dicen que allí se congrega por la mañana toda la sociedad del balneario.

…………………

Bajando al centro, encontré en el bulevar varios grupos de gente abúlica que subía la cuesta poco a poco; eran, en su mayoría, familias de terratenientes de la estepa: lo delataban a ojos vistas las desgastadas y ya anacrónicas levitas de los maridos y los empingorotados vestidos de las esposas y de las hijas; a no dudarlo, llevan la cuenta de todos los jóvenes del balneario, porque me miraron con curiosidad afable: el corte petersburgués de mi levita las desorientó, pero poco después, al distinguir las charreteras militares, volvieron la cara con indignación.

Las esposas de las autoridades locales, vale decir las dueñas del balneario, son más benévolas; usan impertinentes, se fijan menos en el uniforme; están habituadas a encontrar en el Cáucaso, bajo un botón numerado, un corazón ardiente, y bajo una gorra blanca, una inteligencia cultivada[38]. ¡Esas damas son muy amables; amables con largueza! Cambian de adoradores cada año, y tal vez ahí radique el secreto de su infatigable amabilidad. Subiendo por un estrecho sendero que conduce a la Fuente de Elisabeta, adelanté a un grupo de paisanos y militares que, según he sabido, constituyen una clase especial entre los que anhelan el efecto de los manantiales; beben, pero no agua, pasean poco y, si cortejan, es tan solo al vuelo; se dan al juego y se quejan de aburrimiento. Son unos lechuguinos que, al hundir su vaso trenzado en el pozo del agua sulfurosa, adoptan posturas académicas; los de paisano llevan corbatas de color azul celeste; los militares dejan asomar la chorrera debajo del cuello. Profesan profundo desprecio a las casas provincianas y suspiran por los salones aristocráticos de la capital, vedados para ellos.

Mas he aquí, por fin, la fuente… En la plazoleta de al lado ha sido construida una casita de rojo tejado encima del baño, y más allá, una galería para pasear cuando llueve. Varios oficiales heridos, pálidos y tristes, estaban sentados en un banco, con las muletas recogidas; algunas damas iban y venían rápidas por la plazoleta, esperanzadas en el efecto de las aguas. Había entre ellas dos o tres rostros bonitos. Por las hileras de viñedos que se extendían por las laderas del Mashuk asomaban de vez en cuando los sombreritos multicolores de las jóvenes propensas a la soledad por parejas, pues al lado de cada sombrerito de esos se distinguía infaliblemente una gorra militar o un horrible chapeo redondo. Una abrupta roca, donde se alza el pabellón del Arpa de Eolo, era la querencia de los aficionados a las vistas, que enfocaban el telescopio sobre el Elbrús; entre ellos había dos ayos con sus educandos, venidos a curarse de escrofulosis.

Me detuve, fatigado, al borde de la montaña y, reclinándome en el ángulo de una casita, me puse a contemplar los pintorescos alrededores. De pronto oí a mis espaldas una voz conocida:

—¡Pechorin! ¿Desde cuándo por aquí?

Me volví: ¡Grushnitski! Nos abrazamos… Le había conocido en el ejército de operaciones. Herido de un balazo en una pierna, había salido para el balneario una semana antes que yo.

Grushnitski es junker[39]. No lleva más que un año en filas y, por una coquetería peregrina, usa un grueso capote de soldado. Tiene una Cruz de San Jorge, también de soldado. Es de buena contextura, tez morena y cabello negro; por su aspecto pudieran echársele veinticinco años, aunque es poco probable que haya cumplido veintiuno. Cuando habla, engalla la cabeza, y a cada instante se retuerce el bigote con la mano izquierda, porque con la derecha se apoya en la muleta. Su discurso es rápido y rebuscado: pertenece a esa categoría de gentes que tienen una frase ampulosa para cada caso, que no se conmueven ante lo simplemente bello y que, con aire de importancia, se adornan de sentimientos extraordinarios, pasiones sublimes y penas excepcionales. El efecto es su deleite y hacen furor entre las provincianas románticas. A la vejez se convierten en pacíficos terratenientes o en borrachines recalcitrantes; a veces, en lo uno y lo otro. Poseen, a menudo, no pocas virtudes, pero ni pizca de poesía. La pasión de Grushnitski consiste en declamar: basta que la plática rebase el círculo de los conceptos ordinarios, para que le abrume a uno con el fárrago de su verborrea. Jamás he podido discutir con él. No responde a las objeciones, ni escucha a su interlocutor. Tan pronto se detiene uno, suelta él una larga parrafada, que, no obstante guardar una remota relación con lo que acaba de decírsele, no es, verdaderamente, otra cosa que la continuación de su propia perorata.

Es bastante ingenioso: sus epigramas suelen ser divertidos, pero jamás certeros y mordaces; no es capaz de matar a nadie con una palabra; no conoce a la gente ni los lados flacos de esta, porque su vida entera ha sido un culto perenne de sí mismo. Su ilusión es convertirse en héroe de novela. A fuerza de imbuir a los demás que su reino no es de este mundo, y que está predestinado a un calvario enigmático, ha llegado casi a creérselo él mismo. De ahí la arrogancia con que luce su grueso capote de hombre de filas. Como yo le he calado, no me estima, aunque aparentemente nuestras relaciones son la mar de cordiales. Grushnitski tiene fama de intrépido y arrojado; yo le he visto en el combate: agita el sable, grita y se lanza adelante, cerrando los ojos. ¡Es un valor distinto al de los rusos!…

Tampoco yo le tengo afecto: siento que algún día nos toparemos en un camino estrecho y uno de los dos saldrá malparado.

Su venida al Cáucaso es también una consecuencia de su fanatismo romántico; estoy convencido de que, en vísperas de abandonar la aldea paterna, aseveró con aire lúgubre a alguna linda vecina, que su marcha no era una simple incorporación a filas, sino que iba en busca de la muerte, porque… de fijo que al decirlo se tapó los ojos con la mano y siguió así: «No, ¡usted (o tú) no debe saberlo! ¡Su alma virginal se estremecería horrorizada! Y, además, no tiene objeto. ¿Qué soy yo para usted? ¿Será usted capaz de comprenderme?…».

A mí mismo me dijo una vez que la causa que le había impulsado a ingresar en el regimiento K. sería eternamente un secreto entre él y los cielos.

No obstante, cuando se despoja de su manto trágico, Grushnitski es bastante simpático y divertido. Me gustaría verle en presencia de mujeres. ¡Me imagino cómo se esmerará!

Nos encontramos como viejos amigos. Comencé a interrogarle sobre la vida que se hacía en el balneario y los personajes más notables.

—Nuestra existencia es harto prosaica —dijo suspirando—; los que beben agua por la mañana son abúlicos, como todos los enfermos, y los que beben vino por la noche, insoportables, como todos los sanos. Hay mujeres, pero no es grande el consuelo que proporcionan: juegan al whist, visten con sumo mal gusto y hablan pésimamente el francés. De Moscú no hay este año más que la princesa Ligóvskaia con su hija. Pero no tengo trato con ellas. Mi capote de soldado es cual sello de oprobio. La simpatía que despierta es agobiante como una limosna.

En esto pasaron dos damas en dirección a la fuente: una, ya de edad; la otra, jovencita y esbelta. No pude fijarme en sus rostros por impedírmelo los sombreros, pero vestían según las severas normas del gusto más perfecto: nada superfluo. La jovencita llevaba un vestido cerrado gris de perles y un ligero pañuelo de seda anudado a su grácil cuello. Las botas couleur puce[40] ceñían en el tobillo su fina pierna con tanta gracia, que hasta el más lego en los misterios de la belleza lanzaría por lo menos un ¡ah!, de asombro. Su andar ligero, pero aristocrático, encerraba un algo virginal, imposible de definir, pero evidente a simple vista. Cuando pasó por nuestro lado, nos saturó del aroma inexplicable que exhala a veces la esquela de la mujer amada.

—La princesa Ligóvskaia —dijo Grushnitski—; y la que va con ella es su hija Meri, como la llama ella al estilo inglés. No llevan más que tres días aquí.

—¿Sin embargo, conoces su nombre?

—Por casualidad lo he oído —respondió él, enrojeciendo—. Te confieso que no quiero trabar conocimiento con ellas. Esa orgullosa aristocracia nos mira a los militares como si fuéramos unos salvajes. ¿Qué les importa si hay una mente bajo una gorra numerada y un corazón bajo un basto capote?

—¡Pobre capote! —respondí sonriendo—. ¿Y quién es ese señor que se acerca a ellas tan obsequioso, ofreciéndoles vasos?

—¡Oh! ¡Es Raiévich, un dandi de Moscú! Un jugador: salta a la vista por la enorme cadena de oro que le serpentea por el chaleco azulado. ¡Y qué bastón más grueso, ni que fuera Robinson Crusoe! Por la barba, coincide; y, además, peinado à la moujik[41].

—Tienes aversión a todo el género humano.

—¡Razones no faltan!…

—¡Oh! ¿De veras?

En aquel instante las damas, retirándose de la fuente, pasaban cerca de nosotros. Grushnitski tuvo tiempo de adoptar una postura dramática con ayuda de la muleta y me respondió en francés, alzando la voz:

Mon cher, je haïs les hommes pour ne pas les mépriser, car autrement la vie serait une farce trop dégoûante[42].

La bella princesita se volvió y obsequió al orador con una larga y curiosa mirada. Su expresión era muy indefinida, pero nada burlona, por lo cual, en mi interior, felicité sinceramente a Grushnitski.

—Esa princesita Meri es una preciosidad —comenté yo—. ¡Tiene unos ojos tan aterciopelados! Sí, eso es: aterciopelados; te recomiendo apropiarte de esa expresión para cuando hables de sus ojos: con pestañas tan largas, los rayos del sol no se reflejan en sus pupilas. Me encantan esos ojos sin brillo: son tan suaves, que parecen acariciar… Por lo demás, creo que es lo único bonito que tiene en la cara… ¿Son blancos sus dientes? ¡Eso es de gran importancia! ¡Lástima que no haya sonreído a tu rimbombante frase!

—Hablas de una mujer bonita como si fuera un caballo inglés —me reprendió Grushnitski exasperado.

Mon cher —repuse tratando de imitar su tono—, je méprise les femmes pour ne pas les aimer, car autrement la vie serait un mélodrame trop ridicule[43].

Di la vuelta y me marché. Estuve cosa de media hora paseando por entre las hileras de vides y las calcáreas rocas pobladas de arbustos. Apretó el calor, y me apresuré a regresar. Al pasar por la fuente sulfurosa me detuve junto a una galería cubierta para descansar a su sombra, y esto me deparó la ocasión de presenciar una escena bastante curiosa. Los protagonistas se hallaban en la siguiente posición: la princesa y el dandi moscovita estaban sentados en un banco debajo de la galería y ambos, al parecer, absortos en una conversación seria; la princesita, que probablemente ya había tomado el último vaso de rigor, se paseaba con aire pensativo junto a la fuente, al lado mismo de la cual estaba Grushnitski; en la plazoleta no había nadie más.

Yo me acerqué y me escondí tras una esquina de la galería. En aquel preciso instante, Grushnitski, que había dejado caer su vaso al suelo, se esforzaba por agacharse para cogerlo, mas la pierna enferma se lo impedía. ¡Pobrecillo! ¡Cómo se las ingeniaba, apoyándose en la muleta! Pero todo en vano. Su rostro, tan expresivo, denotaba verdadero sufrimiento.

La princesita Meri lo vio todo mejor que yo.

Acudió, ligera como una avecilla, recogió el vaso y se lo entregó con un ademán rebosante de gracia indescriptible; después, terriblemente ruborizada, volvió la vista hacia la galería y, pareciéndole que su madre no había visto nada, se tranquilizó en el acto. Cuando Grushnitski abrió la boca para expresarle su agradecimiento, ella ya estaba lejos. Un minuto más tarde salió de la galería con su madre y el pisaverde, pero al pasar ante Grushnitski adoptó un aire sumamente digno y grave: ni siquiera se volvió ni advirtió la ardorosa mirada con que él la acompañó durante mucho tiempo, hasta que, descendiendo la pendiente, ella se ocultó tras los tilos del bulevar… De pronto su sombrerito volvió a aparecer al atravesar ella la calle; entró en el portal de una de las mejores casas de Piatigorsk. La siguió la princesa, y en la puerta se despidió de Raiévich.

Solo entonces el pobre y apasionado junker se dio cuenta de mi presencia.

—¿Has visto? —exclamó estrechándome con fuerza la mano—. ¡Es sencillamente un ángel!

—¿Por qué? —pregunté con un aire de perfecta simplicidad.

—¿Es que no lo has visto?

—Claro que sí. La vi recoger tu vaso. Si hubiera estado allí el guarda, habría hecho lo mismo, solo que más diligente, con la esperanza de una propina. Por lo demás, es muy comprensible que se compadeciera de ti: hiciste una mueca tan horrible cuando te apoyaste en el pie herido…

—¿Y tú no te emocionaste en absoluto al verla en ese momento, con el alma resplandeciente en el rostro?…

—No.

Yo mentía; pero deseaba sacarle de quicio. Poseo un innato afán de contradecir; mi existencia toda no ha sido más que una cadena de tristes y desafortunadas contradicciones al corazón o a la inteligencia. Ante un entusiasta, se apodera de mí un frío glacial, y creo que si me relacionase a menudo con un flemático melancólico me convertiría en un soñador ardiente. Confieso, además, que un sentimiento desagradable, pero conocido, resbaló por mi corazón en aquel instante: era la envidia; digo con franqueza «envidia», porque estoy acostumbrado a confesármelo todo. Y dudo mucho que exista un joven, acostumbrado a vivir en el gran mundo y a halagar su amor propio, que no se sienta desagradablemente sorprendido ante el hecho de que una mujer bonita, digna de su ociosa atención, dé preferencia a otro hombre, también desconocido para ella.

Grushnitski y yo descendimos en silencio de la montaña y pasamos por el bulevar, ante las ventanas de la casa donde se ocultara nuestra bella. Estaba sentada junto a la ventana. Grushnitski me tiró del brazo y le lanzó una de esas miradas de difusa ternura, que tan poca mella hacen en las mujeres. Yo fijé en ella los impertinentes y constaté que la mirada de Grushnitski la hizo sonreír, mientras que la mía, por su insolencia, le había causado irritación. En efecto, ¿cómo se atrevía un militar del Cáucaso a enfocar sus impertinentes sobre una princesa moscovita?…

13 de mayo

Esta mañana me visitó el médico; se llama Werner, pero es ruso. En esto no hay nada del otro mundo: he conocido a un Ivanov que era alemán.

Werner es un sujeto notable por muchos conceptos. Escéptico y materialista, como casi todos los médicos, es al mismo tiempo poeta, pero de verdad; en la práctica lo es siempre y, de palabra, con frecuencia, aunque en su vida no ha escrito un par de estrofas. Ha estudiado las cuerdas vivas del corazón humano, como se estudian los tendones de un cadáver, y jamás ha sabido sacar provecho a sus conocimientos. ¡Así, a veces, un magnífico anatomista no sabe curar una fiebre! Werner suele burlarse a hurtadillas de sus clientes; pero una vez le vi llorar ante un soldado agonizante… Es pobre, sueña con millones, pero por dinero no daría ni un paso: en cierta ocasión me aseguró que antes haría un favor a un enemigo que a un amigo, porque esto último equivaldría a vender su benevolencia, mientras que el odio no haría más que aumentar en proporción a la magnanimidad del adversario. Tiene mala lengua: su mordacidad ha reputado de tonto vulgar a más de un bonachón. Los médicos del balneario, rivales envidiosos, dieron suelta al bulo de que dibujaba caricaturas de sus pacientes, que, fuera de sí, casi sin excepción, prescindieron de sus servicios. Los amigos, es decir, todas las personas verdaderamente honorables que servían en el Cáucaso, trataron de restablecer su decaído prestigio, sin conseguirlo.

Su aspecto es de los que a primera vista sorprenden desagradablemente, pero que terminan por agradar cuando el ojo se acostumbra a leer en los rasgos irregulares el sello de un alma noble y probada. Se han dado casos de mujeres que, perdidamente enamoradas de hombres así, no hubieran cambiado la fealdad de estos por la belleza de los más lozanos y rubicundos Endimiones. Hagamos justicia a las mujeres: poseen el instinto de la belleza moral; tal vez por eso les profesan tan apasionado amor hombres como Werner.

Era de baja estatura, con la flaqueza y endeblez de un niño; tenía una pierna más corta que otra, como Byron; en comparación con el tronco, su cabeza parecía enorme; se cortaba el pelo al rape y las irregularidades de su mondo cráneo asombrarían a cualquier frenólogo por el extraño entrelazamiento de los rasgos contrapuestos del carácter. Sus pequeños ojos negros, siempre inquietos, se afanaban por penetrar en vuestros pensamientos. Revelaba gusto y pulcritud en el vestir; calzaba sus manos minúsculas, delgadas y nudosas, con guantes de un amarillo pálido. La chaqueta, la corbata y el chaleco eran invariablemente negros. La juventud le llamaba Mefistófeles; él fingía irritarse por el remoquete, pero, en realidad, halagaba su amor propio. No tardamos en congeniar y nos tratamos como buenos conocidos, porque yo soy refractario a la amistad; de dos amigos, uno es siempre esclavo del otro, aunque lo más frecuente es que ninguno de ellos se dé cuenta. Esclavo no puedo ser; y en este caso, ordenar es un trabajo fatigoso, ya que se requiere compaginarlo con el engaño. ¡Y, además, tengo lacayos y dinero! He aquí cómo conocí a Werner: le encontré en S…, en medio de un nutrido y bullicioso círculo de jóvenes; al final de la velada, la conversación tomó un giro filosófico-metafísico; se hablaba de convicciones: cada cual profesaba las creencias más dispares.

—Por lo que a mí se refiere, creo solo en una cosa… —dijo el doctor.

—¿En qué? —pregunté yo, deseando conocer la opinión de un hombre que hasta entonces había permanecido silencioso.

—En que tarde o temprano una espléndida mañana me moriré.

—Pues yo le llevo ventaja —le repliqué—. A más de ese convencimiento, yo tengo otro: el de que una tarde repugnantísima tuve la desgracia de nacer.

Quien más, quien menos, tomó nuestras manifestaciones por chifladuras, pero la realidad es que nadie dijo aquella noche nada más inteligente. A partir de aquel momento, nos distinguíamos el uno al otro. Solíamos reunimos y charlar a solas, muy en serio, sobre temas abstractos, hasta caer en la cuenta de que nos estábamos embaucando mutuamente. Entonces, nos mirábamos a los ojos, con el aire significativo que, según Cicerón, adoptaban los augures romanos; soltábamos la risa y, hartos de reír, nos separábamos, muy satisfechos de la velada.

Cuando Werner entró en mi habitación, yo estaba tumbado en el diván con la vista en el techo y las manos cruzadas bajo la nuca. Sentóse y, poniendo su bastón en un ángulo, me anunció, bostezando, que en la calle comenzaba a hacer calor. Yo le respondí que me molestaban las moscas; y los dos callamos.

—Observe, querido doctor —dije yo—, que si no hubiera tontos, el mundo sería muy aburrido… Mire, por ejemplo: nosotros somos dos personas inteligentes; sabemos de antemano que de todo se puede discutir hasta el infinito; y por eso no discutimos; cada uno conoce casi todos los pensamientos recónditos del otro; una palabra nos revela una historia completa; vemos la médula de cada uno de nuestros sentimientos a través de una triple envoltura. Lo triste nos hace reír, lo cómico nos entristece y, a decir verdad, somos bastante indiferentes a todo, salvo a nuestras propias personas. Así pues, no cabe entre nosotros intercambio alguno de sentimientos o de ideas; sabemos el uno del otro cuanto queremos saber, y no deseamos más; nos queda un recurso: contar novedades. Cuénteme, pues, alguna novedad.

Fatigado de mi largo discurso, cerré los ojos y bostecé.

Después de pensarlo, respondió:

—Ese galimatías, dentro de todo, contiene una idea.

—Dos —respondí yo.

—Dígame una, y yo le diré la otra.

—Bueno, comience —asentí, y continué mirando al techo, mientras sonreía en mi interior.

—Usted desearía conocer detalles acerca de cierta persona del balneario, y yo adivino qué es lo que le interesa, porque allí ya me han preguntado por usted.

—¡Doctor, decididamente no podemos hablar! Leemos el uno en el alma del otro.

—Veamos ahora la segunda idea…

—La segunda es la siguiente: quería que me contara usted algo; primero, porque oír es menos fatigoso; segundo, porque así no se escapa ningún despropósito; tercero, porque puede uno averiguar un secreto ajeno; cuarto, porque personas tan inteligentes como usted prefieren los oyentes a los narradores. Ahora, al grano: ¿qué le dijo la princesa Ligóvskaia de mí?

—¿Tan seguro está usted de que fue la princesa… y no la princesita?…

—Completamente seguro.

—¿Por qué?

—Porque la princesita preguntó por Grushnitski.

—Tiene usted envidiables dotes de adivinador. La princesita dijo que estaba convencida de que ese joven del capote de soldado había sufrido una degradación a causa de un duelo…

—Confío en que la habrá usted dejado con ese agradable equivoco…

—Ni que decir tiene.

—¡Por lo pronto hay trama! —exclamé con entusiasmo—; ya nos preocuparemos del desenlace de la comedia. Es indudable que el destino vela porque no me aburra.

—Presiento —dijo Werner— que el pobre Grushnitski será su víctima…

—Siga, doctor…

—La princesa afirmó que su rostro le era conocido. Le indiqué que seguramente le habría visto en Petersburgo, en sociedad… Le dije su nombre… Lo conocía. Creo que su historia produjo allí gran revuelo… Comenzó a hablarme de las aventuras de usted, añadiendo, probablemente, a los chismes mundanos observaciones de su cosecha… La hija escuchaba con curiosidad. En su imaginación se ha convertido usted en un héroe de novela al gusto moderno… Yo no contradije a la princesa, aun a sabiendas de que estaba diciendo bobadas.

—¡Digno amigo! —exclamé tendiéndole la mano. El doctor la estrechó con gravedad y prosiguió.

—Si quiere, le presentaré…

—¡De ningún modo! —le atajé juntado las manos—. ¿Dónde se ha visto presentar a los protagonistas? Los protagonistas se dan a conocer solamente salvando de una muerte segura a su amada…

—¿Y usted piensa, de veras, galantear a la princesita?…

—¡Qué va, todo lo contrario!… Sin embargo, esto me disgusta, doctor —añadí después de un silencio momentáneo—; yo jamás descubro mis secretos por mí mismo, y me gusta una barbaridad que traten de adivinarlos, porque en ese caso me queda siempre el recurso de negar. Pero debe usted describirme a la madre y a la hija. ¿Qué clase de gente son?

—La princesa ronda los cuarenta y cinco años —respondió Werner—, tiene un estómago magnífico, pero la sangre estropeada. Manchas rojas en las mejillas. Ha pasado en Moscú la última mitad de su vida y el sosiego de allí la ha hecho engordar. Le gustan los chascarrillos escabrosos y si la hija no está delante suele decir ella misma cosas subidas de tono. Me ha dicho que su hija es inocente como una paloma. ¿Qué me importa a mí?… Tentado estuve de responderle que no tuviese cuidado, que 110 se lo diría a nadie. La princesa se trata el reúma, y la hija, Dios sabe qué: he prescrito a ambas tomar dos vasos de agua sulfurosa al día y dos baños medicinales por semana. Me parece que la princesa no es muy mandona; se inclina ante la inteligencia y los conocimientos de su hija, que ha leído a Byron en inglés y sabe álgebra; se ve que en Moscú las señoritas se han dedicado a la ciencia y, realmente, hacen bien. En general, nuestros hombres son tan poco amables, que el coqueteo con ellos debe resultarle insoportable a una mujer inteligente. A la princesa le agradan sobremanera los hombres jóvenes: la princesita los mira con cierto desdén: ¡costumbre moscovita! En Moscú privan tan solo los cuarentones ingeniosos.

—¿Usted ha estado en Moscú, doctor?

—Sí, tuve allí cierta práctica.

—Continúe.

—Creo que ya se lo he dicho todo… ¡ah, sí!, otra cosa: que a la hija parece gustarle hablar de sentimientos, pasiones, etc. Estuvo un invierno en Petersburgo y quedó decepcionada, sobre todo de la sociedad: de seguro que la recibieron fríamente.

—¿No ha visto usted hoy a nadie en casa de ellas?

—Claro que sí: había un oficial ayudante, otro de la Guardia muy estirado y una dama de las recién venidas, parienta de la princesa por línea marital, bonitísima, pero, al parecer, muy enferma… ¿No la ha visto usted en la fuente? Es de estatura mediana, rubia, de facciones correctas y color de tuberculosa. En la mejilla derecha tiene un lunar negro: su rostro me sorprendió por lo expresivo.

—¡Un lunar! —murmuré entre dientes—. ¿Será posible?

El doctor me miró y pronunció, majestuoso, poniéndome una mano sobre el pecho:

—Usted la conoce…

Efectivamente, mi corazón latía con más fuerza que de ordinario…

—¡Ahora el victorioso es usted! —dije yo—. Mas confío en que no me traicionará. Todavía no la he visto, pero estoy seguro. En el retrato que me acaba de dibujar reconozco a una mujer a quien amé hace tiempo… No le diga nada de mí, y, si le pregunta, dele una mala opinión.

—Si así le place… —contestó Werner, encogiéndose de hombros.

Cuando se marchó, una terrible pesadumbre angustió mi corazón. ¿Es el destino el que nos reúne de nuevo en el Cáucaso, o bien ella, sabiendo que yo estoy aquí, ha venido intencionadamente?… ¿Cómo nos encontraremos?… Y, por otra parte, ¿será ella?… Nunca me han engañado los presentimientos. No hay en el mundo una persona sobre la cual el pasado ejerza tanto poder como sobre mí. Toda mención de la pena o del placer remotos repercute dolorosamente en mi alma, y siempre provoca en ella las mismas resonancias… Soy una criatura estúpidamente concebida: no olvido nada, ¡nada!

Después de comer, a eso de las seis, fui al bulevar. Había allí mucha gente; la princesa y su hija estaban sentadas en un banco, en medio de un círculo de jóvenes que rivalizaban en amabilidades. Yo me situé a cierta distancia, en otro banco, detuve a dos oficiales conocidos y me puse a contarles no sé qué; debía tener gracia, porque comenzaron a reír como locos. La curiosidad atrajo hacia mí a varios de los que rodeaban a la princesita; poco a poco, todos los demás la abandonaron, incorporándose a mi grupo. Yo no callaba: mis anécdotas eran tontas de puro finas, y mis chanzas sobre los tipos originales que transitaban por allí cerca tenían una mordacidad cruel… Seguí distrayendo al público hasta la puesta del sol. La princesita pasó varias veces junto a nosotros del brazo de su madre, acompañada de un viejecito cojo. Varias veces la mirada de la princesita, al caer sobre mí, expresó enojo, pese a su pretensión de indiferencia…

—¿Qué les ha estado contando? —preguntó a uno de los jóvenes que regresó a su lado por cortesía—. Quizá algún lance muy ameno: sus hechos de armas…

Habló en voz alta, tal vez con el propósito de zaherirme. «¡Ah! —pensé yo—, le ha hecho a usted pupa muy de veras, gentil princesita; pues, espere, ¡qué aún vendrán mayores!».

Grushnitski la vigilaba como un ave de presa y no le quitaba ojo: estoy por apostar que mañana pedirá que alguien le presente a la princesa. Ella se pondrá muy contenta porque se aburre.

16 de mayo

En los dos últimos días he hecho enormes progresos. Es evidente que la princesita me odia: han llegado a mis oídos dos o tres epigramas hechos a mi costa; son bastante cáusticos, pero, al mismo tiempo, muy halagüeños. Le extraña muchísimo que yo, acostumbrado a la buena sociedad y persona íntima de sus primas y tías de Petersburgo, no trate de entablar conocimiento con ella. Nos vemos a diario, al lado de la fuente, en el bulevar; pongo todo mi empeño en apartar de ella a sus admiradores, ayudantes muy peripuestos, pálidos moscovitas y demás; y casi en cada intento me salgo con la mía. En cambio, ahora mi habitación rebosa de gente un día sí y otro también; comen, cenan, juegan y, ¡ay!, mi champán triunfa sobre el poder magnético de los ojitos de la joven princesa.

Ayer coincidimos en la tienda de Chelájov. Ella quería comprar una maravillosa alfombra persa, y suplicaba a su madre que no escatimara el dinero: adornaría tanto su gabinete… Yo di cuarenta rublos más y me la llevé; recibí como premio una mirada donde brillaba la más encantadora furia. Aproximadamente a la hora de comer, ordené, con toda intención, que paseasen a mi caballo circasiano, enjaezado con la alfombra de marras, por delante de sus ventanas. Werner se hallaba a la sazón en casa de ellas y me dijo que el efecto de la escena había sido de lo más dramático. La princesita intenta predicar una cruzada contra mí; he llegado a observar que incluso dos ayudantes, cuando están en su presencia, me saludan muy secamente, lo cual no es óbice para que coman en mi casa todos los días.

Grushnitski ha adoptado un aire enigmático; pasea con las manos cruzadas a la espalda y no reconoce a nadie; se le ha curado la pierna repentinamente: apenas cojea. Ha tenido oportunidad de entablar conversación con la princesa y decir alguna gentileza a la hija; ella no debe ser muy exigente, porque desde entonces responde a su saludo con la sonrisa más afable.

—¿Decididamente, no quieres ser presentado a las Ligóvskaia? —me preguntó ayer.

—Decididamente.

—¡Pero, hombre! Si es la casa más agradable del balneario. Toda la mejor sociedad de aquí…

—Amigo mío: la de aquí y la que no lo es me tiene terriblemente hastiado. ¿Y tú, las visitas?

—Todavía no; he hablado alguna que otra vez con la princesita. Pero, sabes, es violento dar a entender que quiere uno que le inviten, aunque aquí se acostumbra a hacerlo… Otra cosa sería si llevara charreteras…

—¡Por Dios! ¡Si estás así mucho más atractivo! Lo que pasa es que no sabes aprovecharte de tu ventajosa situación… El capote de soldado te convierte en héroe y mártir a los ojos de toda señorita sentimental.

Grushnitski sonrió, fatuo.

—¡Qué absurdo! —exclamó.

—Apuesto —proseguí yo— a que la princesita está enamorada de ti.

Enrojeció hasta las orejas y se infló como un pavo. ¡Oh, vanidad! ¡Tú eres la palanca con que Arquímedes quería levantar el globo terráqueo!

—¡Todo lo tomas a broma! —repuso fingiendo enfado—. En primer lugar, me conoce tan poco…

—Las mujeres aman solamente a los que no conocen.

—Pero si no pretendo gustarle… Deseo simplemente poder visitar una casa agradable, y sería ridículo alentar esperanzas… Vosotros, los conquistadores de Petersburgo, tenéis el camino allanado; basta con que miréis a una mujer, para que se derrita… ¿Sabes, Pechorin, que la princesita me ha hablado de ti?…

—¡Qué dices! ¿Te ha hablado ya de mí?

—No te regocijes todavía. Una vez entablamos conversación por pura casualidad, al lado de la fuente; y su tercera frase fue: «¿Quién es ese señor, de mirada tan desagradable y áspera? Estaba con usted el día que…». Se ruborizó y no quiso mencionar el día para no sacar a colación su simpático gesto. «No necesita decir el día —le respondí yo—; lo recordaré eternamente…». ¡Amigo Pechorin!

No te felicito; tiene mala opinión de ti… ¡Y es realmente lamentable! ¡Porque mi Meri es encantadora!…

Anotaremos que Grushnitski pertenece a esa categoría de hombres que, al hablar de una mujer que ha tenido la suerte de gustarles, y a la que apenas conocen, la llaman mi Meri, mi Sophie, etc.

Yo adopté un aspecto serio y respondí:

—Sí, cierto que no está mal… Pero cuidado, Grushnitski. Las señoritas rusas suelen alimentarse únicamente de amor platónico, sin mezclarlo con la idea del casamiento; y el amor platónico es el más agitado. La princesita se me figura una de esas mujeres aficionadas a que las distraigan; si llega a aburrirse a tu lado dos minutos consecutivos, estás perdido sin remisión; tu silencio ha de incitar su curiosidad; jamás tu conversación deberá satisfacerla por completo; procura inquietarla de continuo; por ti será capaz de hacer público desprecio de la opinión ajena hasta diez veces y dirá que es un sacrificio; a modo de compensación, empezará a atormentarte; y, por último, declarará pura y simplemente que no te puede aguantar. Si no te impones a ella, su primer beso no te dará derecho ni siquiera a un segundo; coqueteará contigo hasta la saciedad, y unos dos años más tarde se casará con cualquier monstruo por obediencia a su mamaíta, después de lo cual pretenderá convencerse de que es una desgraciada, de que su amor perteneció a un solo hombre, es decir, a ti, pero que los cielos no habían querido unirla a él porque llevaba capote de soldado, aunque bajo ese grueso capote gris latía un corazón apasionado y noble…

Grushnitski descargó un puñetazo en la mesa y comenzó a pasearse por la habitación.

Yo estaba reventando de risa para mis adentros, y hasta llegué a sonreírme dos veces, pero él, por fortuna, no se apercibió. Su enamoramiento es evidente, pues su incredulidad aumenta; lleva, incluso, un anillo de plata esmaltado, de producción local, que me ha parecido sospechoso… Examinándolo, ¿querréis creerlo?, he visto el nombre de Meri grabado con letras diminutas en la parte interior, y, junto a él, la fecha del día en que ella recogió del suelo el célebre vaso. He ocultado mi descubrimiento, pues no deseo forzar la confesión; aspiro a que él mismo me elija por confidente. Entonces sí que voy a divertirme…

…………………

Esta mañana me levanté tarde; cuando llegué a la fuente, ya no había nadie. Comenzaba a picar el calor; nubecitas blancas y esponjosas corrían veloces desde las montañas nevadas, presagiando tormenta; la cúspide del Mashuk humeaba como una antorcha apagada; a su alrededor giraban y se desplazaban serpenteantes unos desgarrados nubarrones grises que, detenidos en su curso, diríanse prendidos en un espinoso matorral. El aire estaba saturado de electricidad. Me adentré en la hilera de vides que conduce a la gruta. Sentía tristeza; pensaba en la mujer joven del lunar en la mejilla, de quien me hablara el doctor… ¿A qué habrá venido? ¿Será ella? ¿Qué me induce a creerlo? Más aún, ¿por qué estoy convencido de que es ella? ¿Acaso hay pocas mujeres con lunares en las mejillas? Embargado por tales pensamientos, me acerqué a la gruta. Miré y vi que a la sombra fresca de una bóveda, sentada sobre un banco de piedra, estaba una mujer con sombrero de paja, envuelta en un chal negro, la cabeza reclinada sobre el pecho. El sombrero le ocultaba el rostro. Quise volverme para no turbar sus sueños, cuando me miró.

—¡Vera! —exclamé sin poder contenerme.

Ella palideció estremecida.

—Sabía que estaba usted aquí —me dijo.

Me senté a su lado y le cogí la mano.

Una palpitación olvidada ya hacía tiempo recorrió mis venas al conjuro de aquella voz acariciante. Me miró a los ojos con los suyos, profundos y serenos: expresaban desconfianza y algo parecido a reproche.

—¡Cuánto tiempo sin vernos! —dije yo.

—¡Sí; y ambos hemos cambiado mucho!

—Por lo tanto, ¿ya no me quieres?…

—¡Estoy casada!… —contestó ella.

—¿Otra vez? Sin embargo, hace unos años existía la misma causa y, no obstante…

Desprendió su mano de las mías y sus mejillas se encendieron.

—¿Tal vez amas a tu segundo marido?…

Ella, sin responder, volvió la cabeza.

—¿O es muy celoso?

Silencio.

—¿Por qué callas? Es joven, guapo y, probablemente, rico; y tú tendrás miedo…

La miré y quedé asustado; el semblante denotaba una profunda desesperación y las lágrimas brillaban en sus ojos.

—Di me —susurró, por fin—, ¿te divierte mucho atormentarme? Debería odiarte. Desde que nos conocemos, no me has dado más que martirios… —su voz tembló, se inclinó hacia mí y apoyó la cabeza en mi pecho.

«Tal vez —pensé yo—, por eso precisamente me quisiste: las alegrías se olvidan, las penas jamás…».

La abracé fuertemente, y así permanecimos mucho tiempo. Por fin, nuestros labios se juntaron, fundiéndose en un beso ardiente, embriagador; sus manos estaban como el hielo, y su cabeza ardía. Entablamos después una de esas conversaciones que en el papel no tienen sentido, que es imposible reproducir y ni siquiera recordar: la significación de los sonidos sustituye y completa el alcance de las palabras, como en la ópera italiana.

Ella, resueltamente, no quiere presentarme a su marido, el viejecito cojo que vi de paso en el bulevar. Se ha casado con él por el bien de su hijo. Es rico y padece reúma. No me he permitido ninguna burla a cuenta de él: ella le respeta como a un padre, y lo engañará como a un marido… ¡Extraña cosa el corazón humano, en general, y el femenino en particular!

El marido de Vera, Semión Vasilievich G…, es pariente lejano de la princesa Ligóvskaia. Viven en la casa contigua. Vera visita con frecuencia a la princesa; le he dado palabra de hacerme presentar a las Ligóvskaia y de cortejar a la hija para desviar de ella la atención. Así no tengo que modificar para nada mis planes, y me divertiré…

¡Me divertiré!… Sí; ya he dejado atrás la época en que el espíritu busca solo la felicidad y en que el corazón se siente impelido a amar intensa y apasionadamente; ahora no deseo más que ser amado, y no por muchas; hasta creo que me bastaría un solo cariño constante: ¡lamentable costumbre del corazón!…

Una cosa me ha extrañado siempre: jamás he sido esclavo de la mujer amada; por el contrario, en todas las ocasiones he adquirido sobre su voluntad y su corazón un poder invencible, sin esforzarme en absoluto. ¿Por qué será? ¿Tal vez porque nunca he sentido gran estima por nada, y ellas temían perderme a cada minuto? ¿O bien por la influencia magnética de un organismo fuerte? ¿O, simplemente, porque no tropecé nunca con una mujer de carácter?

Debo confesar que, en efecto, no me gustan las mujeres de carácter. ¿Acaso eso es propio de ellas?

Acabo de recordar, sin embargo, que una vez, una sola vez, me enamoré de una mujer de firme voluntad, a la cual jamás pude vencer… Nos separamos como enemigos, pero tal vez si la hubiera encontrado cinco años más tarde, nuestra separación habría sido muy otra…

Vera está enferma, muy enferma, aunque no lo confiesa. Temo que esté tuberculosa o que padezca la fièvre lente, enfermedad no rusa en absoluto, y que en nuestro idioma no tiene nombre.

La tormenta nos sorprendió en la gruta y nos obligó a demorarnos allí media hora más. Vera no me hizo jurarle fidelidad, ni me preguntó si había amado a otras desde que nos despedimos… Se me confió de nuevo con su anterior abandono, y yo no la engañaré: es la única mujer en el mundo a la que 110 sería capaz de engañar. Sé que pronto volveremos a separarnos, acaso para siempre: ambos iremos a la tumba por distintos caminos, pero su recuerdo perdurará, sagrado, en mi alma; así se lo he repetido siempre, y ella me cree, aunque diga lo contrario.

Por fin nos separamos; la seguí largo rato con la vista, hasta que su sombrero desapareció tras los arbustos y las rocas. Mi corazón se encogió dolorosamente, igual que después de la primera separación. ¡Oh! ¡Qué placer me proporcionó ese sentimiento! ¿No será la juventud, con sus borrascas bienhechoras, que vuelve a mí, o es solamente su mirada de despedida, su última ofrenda como recuerdo?… y da risa pensar que, en apariencia, soy todavía un muchacho; el rostro, aunque pálido, se conserva fresco; los miembros, flexibles y esbeltos; el cabello, espeso y ondulado; me arden los ojos y me hierve la sangre…

De regreso a casa, monté a caballo y salí al galope para la estepa; me gusta volar en un corcel fogoso por entre altos yerbajos, cara al viento del desierto; aspiro con avidez el aire perfumado y fijo la vista en la azul lejanía, tratando de adivinar los difusos contornos de los objetos que, minuto a minuto, se perfilan con más nitidez. Por hondo que sea el pesar que me oprima el corazón o el desasosiego que angustie mi cerebro, todo se disipa como por encanto. El alma se siente aliviada; el cansancio del cuerpo vence a la inquietud de la mente. No hay mirada de mujer que yo no olvide ante el panorama de las encrespadas montañas que ilumina el sol meridional, al contemplar un cielo azul o al oír el rugido de un torrente que se precipita de roca en roca.

Supongo que los cosacos, aburridos en sus atalayas, se sorprenderían mucho al verme galopar a tontas y a locas, y me tomarían por un circasiano, pues mis atavíos les daban pie a ello. Más de una vez me han dicho que, con el traje circasiano y montado a caballo, parezco más kabardo que muchos kabardos. Y, en efecto, visto ese noble ropaje de guerrero con la elegancia de un dandi: ni un galón de más; las armas, valiosas, pero con sencillo montaje; la piel del gorro, ni muy larga, ni muy corta; las polainas, ajustadas como un guante; el beshmet, blanco; el capote circasiano, marrón oscuro. He estudiado mucho tiempo el modo de cabalgar de los montañeses; no hay mejor halago a mi amor propio que reconocer mis dotes en la equitación al estilo caucasiano. Mantengo cuatro caballos: uno para mí y tres para los amigos, con objeto de no aburrirme cuando salgo al campo; ellos toman de muy buena gana mis caballos, pero jamás me acompañan en mis correrías. Habían dado las seis de la tarde cuando recordé que era hora de comer; mi montura estaba extenuada; salí al camino que conduce de Piatigorsk a la colonia alemana, lugar a donde la sociedad del balneario va con frecuencia en piquenique. El camino serpentea entre arbustos, atraviesa unas pequeñas vaguadas, cuyo fondo surcan arroyos rumorosos a la sombra de crecidas hierbas; alrededor, en anfiteatro, se alzan las moles azuladas de los montes Beshtú, Zmeínaia, Zheliéznaia y Lisaia. Al descender a una de esas vaguadas, que en el dialecto local se llaman balkas, me detuve, para que el caballo bebiera; en aquel momento apareció por el camino una bulliciosa y brillante cabalgata: damas con traje de amazona de color negro y azul celeste, caballeros ataviados «mitad al estilo circasiano, mitad al de Nizhni Nóvgorod»[44]; al frente de todos, cabalgaban Grushnitski y la princesita Meri.

Las damas del balneario sustentan aún la creencia de que los circasianos suelen atacar en pleno día; quizá por eso, Grushnitski se había ceñido por encima del capote de soldado el sable y un par de pistolas; ofrecía un aspecto bastante estrafalario con ese atuendo heroico. Un alto arbusto me ocultaba a su vista, mientras que yo, a través de las hojas, podía verlo todo; por la expresión de sus rostros adiviné que venían enfrascados en una plática sentimental. Por fin se aproximaron a la pendiente; Grushnitski tomó de las bridas el caballo de la princesita, y me fue posible percibir el final de la conversación:

—¿Y piensa usted quedarse toda la vida en el Cáucaso? —inquirió ella.

—¿Qué supone para mí Rusia? —respondió su galán—. Un país donde miles de personas, solo por ser más ricas que yo, me mirarán con desprecio, mientras que aquí… aquí, este grosero capote no me ha impedido trabar conocimiento con usted…

—Al contrario… —protestó ella ruborizándose.

El rostro de Grushnitski resplandeció de satisfacción. Prosiguió:

—Aquí mi vida trascurrirá bulliciosa, imperceptible y rápida, bajo las balas de los salvajes, y si Dios me enviase cada año una luminosa mirada femenina a semejanza de la que…

En aquel momento llegaron a mi lado. Fustigué al caballo y salí del matorral…

Mon dieu, un circassien!… —exclamó la princesita horrorizada.

Para disuadirla por completo respondí en francés, con un ligero saludo:

Ne craignez rien, madame, je ne suis pas plus dangereux que votre cavalier[45].

Ella se turbó, pero ¿por qué? ¿Por su equivocación, o porque mi respuesta le pareció atrevida? Me gustaría que esta última conjetura fuera la justa. Grushnitski me lanzó una mirada de descontento.

Ya bastante tarde, es decir, a eso de las once, fui a dar un paseo por la avenida de los tilos del bulevar. La ciudad dormía, y solo en algunas ventanas se veían luces. Negreaban por tres lados crestas rocosas de las estribaciones del Mashuk, en cuya cumbre se cernía una nube amenazadora; por el Este se elevaba la luna; resplandecían a lo lejos los flecos plateados de las montañas cubiertas de nieve. Los alertas de los centinelas alternaban con el murmullo de las fuentes termales, que corrían, libres, durante la noche. A veces el sonoro claqueteo de los cascos de un caballo resonaba por la calle, acompañado del chirriar de una carreta nogáiskaia[46] y de un melancólico estribillo tártaro. Me senté, meditabundo, en un banco… Me acuciaba el imperativo de confiar mis pensamientos a una alma amiga… ¿pero, a quién? ¿Qué estará haciendo Vera? Reflexionaba yo… Hubiera dado cualquier cosa por estrechar su mano en aquel instante.

De pronto oí unos pasos rápidos y desiguales… Grushnitski —pensé…— ¡Efectivamente, era él!

—¿De dónde vienes?

—De casa de la princesa Ligóvskaia —respondió, dándose mucha importancia—. ¡Cómo canta Meri!…

—¿Sabes una cosa? —le dije—. Apuesto lo que quieras a que ignora que eres cadete; piensa que estás degradado…

—¡Tal vez! ¡Qué me importa!… —repuso distraído—. No, lo digo por decir…

—¿Sabes que hoy la has enfadado mucho? Considera que fue un atrevimiento inaudito por parte tuya; a duras penas pude convencerla de que estás tan bien educado y tan hecho al trato en sociedad, que era imposible que tuvieses el propósito de ofenderla; dice que tienes una mirada impertinente y que, con seguridad, te has formado una opinión elevadísima de ti mismo.

—No se equivoca… ¿Y tú, no quieres defenderla?

—Lamento no poseer aún ese derecho…

«¡Hola! —pensé—. Por lo visto, ya se hace ilusiones…».

—Por lo demás, peor para ti —prosiguió Grushnitski—, ahora te costará trabajo ser presentado a ellas, y es una lástima. Se trata de una de las casas más agradables que conozco…

Sonreí para mis adentros.

—De momento, la casa más agradable para mí es la mía —repliqué bostezando, y me levanté con ánimo de retirarme.

—Confiesa, sin embargo, que te arrepientes.

—¡Qué tontería! Si quisiera, mañana a la tarde estaba en casa de la princesa…

—Sería cosa de ver…

—Incluso, para complacerte, haré la corte a la princesita…

—En el caso de que quiera hablar contigo…

—Esperaré a que la aburra tu conversación… ¡Adiós!…

—Pues yo me voy a pasear por ahí; no podría dormir por nada del mundo… Escucha; ¿y si nos fuéramos al restaurante? Allí se juega… Esta noche necesito sensaciones fuertes…

—Pues, ojalá pierdas…

Me fui a casa.

21 de mayo

Ha transcurrido casi una semana y aún no he sido presentado a las Ligóvskaia. Espero la ocasión oportuna. Grushnitski es la sombra de la princesita: la sigue por todas partes. Sus conversaciones son interminables. ¿Cuándo se hastiará, por fin, de él?… La madre no le presta atención, porque él no es partido. ¡Ahí tenéis la lógica materna! He captado dos o tres miradas tiernas. ¡Hay que poner fin a esto!

Ayer apareció Vera por primera vez al lado de la fuente… Desde nuestro encuentro en la gruta no había salido de casa. Metimos los vasos al mismo tiempo e, inclinándose, me dijo en un susurro:

—¿Por qué no quieres ser presentado a las Ligóvskaia?… Solo allí podremos vernos…

¡Un reproche!… ¡Qué fastidio! Pero me lo he merecido…

A propósito: mañana hay un baile de abono en el salón del restaurante, y bailaré la mazurca con la princesita.

22 de mayo

El salón del restaurante se convirtió en una sala del Club de la Nobleza. A las nueve de la noche habían acudido todos. La princesa con su hija fueron de las últimas: muchas damas contemplaron a la princesita Meri con envidia malévola porque hacía gala de buen gusto en el vestir. Las que se consideraban aristócratas locales se le acercaron, disimulando la envidia. ¿Qué hacer? Dondequiera que haya una sociedad femenina ha de formarse al punto un círculo superior y otro inferior. Fuera, entre el gentío, estaba Grushnitski con el rostro pegado al cristal de la ventana y sin apartar los ojos de su diosa; Meri, al pasar junto a él, le distinguió con una leve reverencia. Grushnitski resplandeció como el sol… Abrióse el baile con una polonesa; después tocaron un vals: tintineo de espuelas, faldones que se alzan y giran en remolino.

Yo me hallaba tras una gruesa dama, engalanada de plumas color de rosa. La suntuosidad de su vestido evocaba la época de los miriñaques, y lo abigarrado de su áspero cutis, los felices tiempos de los lunares de tafetán negro. Un broche escamoteaba a la vista la verruga más prominente de su cuello. Decía a su caballero, un capitán de dragones:

—¡Esa princesita Ligóvskaia es una damisela insoportable! Imagínese, me ha dado un empujón y ni siquiera se ha disculpado; hasta se volvió enfocándome con sus impertinentes… C’est impayable[47]!… ¡Y de qué se enorgullece! ¡Sería magnífico darle una lección!…

—¡Por eso, que no quede! —respondió el servicial capitán, y se encaminó a una habitación vecina.

Yo, aprovechando el desembarazo de las costumbres locales, que permiten bailar con damas desconocidas, me aproximé acto seguido a la princesita, invitándola al vals.

Trabajo le costó reprimir una sonrisa y ocultar su triunfo; sin embargo, logró pronto adoptar una actitud de total indiferencia, incluso rígida. Apoyó con descuido su mano en mi hombro, ladeó ligeramente la cabeza y nos lanzamos. ¡No conozco un talle más voluptuoso y flexible! Su fresco aliento me rozaba el rostro; un bucle, desprendido de sus compañeros en el torbellino del vals, resbalaba de cuando en cuando por mi ardiente mejilla… Dimos tres vueltas a la sala. Ella bailaba el vals que es una bendición. Sofocada, tenía los ojos empañados, y sus labios entreabiertos apenas pudieron balbucir el «Merci, monsieur» de ritual.

Al cabo de unos minutos de silencio le dije en el tono más sumiso:

—He oído, princesa, que a pesar de serle un total desconocido ya he tenido la desgracia de merecer su desfavor… que me ha juzgado insolente…, ¿es posible?

—¿Y ahora le gustaría que confirmase tal opinión? —respondió con una ligera mueca irónica que, dicho sea de paso, cuadraba admirablemente con su expresiva fisonomía.

—Si he cometido la insolencia de ofenderla en algo, permítame un atrevimiento mayor: el de implorar su perdón… crea que celebraría infinito probarle que está usted equivocada…

—No le sería nada fácil…

—¿Por qué?

—Porque no visita usted nuestra casa, y no es probable que bailes como este se repitan con frecuencia.

«De donde se infiere —pensé yo— que sus puertas estarán siempre cerradas para mí».

—A fe mía, princesa —dije con cierto fastidio—, que jamás debe rechazarse a un delincuente arrepentido; la desesperación puede conducirle a cosas peores… y entonces…

Las risas y los murmullos de los que nos circundaban me obligaron a volver la cabeza y a interrumpir la frase. A varios pasos de nosotros había un grupo de hombres, y entre ellos el capitán de dragones que expresara propósitos hostiles contra la primorosa princesa; mostrábase sumamente alborozado, se frotaba las manos, reía a carcajadas, intercambiando guiños con sus compañeros. De repente un individuo de frac, largos bigotes y rostro amoratado se destacó de su grupo, dirigiéndose con paso titubeante hacia la princesita: estaba borracho. Detuvose ante la turbada joven; las manos a la espalda, y fijos en ella los borrosos ojos grises, barbotó con ronca voz de falsete:

—Permítame… pero ¡bueno!… Sencillamente, la invito para la mazurca…

—¿Qué desea? —murmuró ella con voz trémula, lanzando a su alrededor una ojeada implorante. Mas ¡ay!, su madre estaba lejos y en torno suyo no había ningún caballero conocido; creo que un ayudante presenció todo el lance, pero se escabulló entre la muchedumbre para no inmiscuirse.

—¿En qué quedamos? —continuó el señor borracho, al tiempo que hacía un guiño al capitán de dragones, que le incitaba gesticulando—. ¿No lo tiene a bien?… Pues, pese a todo, tengo el honor de volver a invitarla pour mazurque… ¿Cree que estoy borracho? ¡Eso no importa!… Resulta mucho mejor, se lo aseguro…

Yo la veía a punto de desmayarse de temor y de indignación.

Me acerqué al borracho, le así con bastante rudeza por un brazo y, mirándole fijamente a los ojos, le intimé a que se alejara, advirtiéndole que la princesita me tenía prometida la mazurca mucho antes.

—¡Qué se le va a hacer!… ¡Otra vez será! —exclamó él, echándose a reír, y se reintegró a sus abochornados compañeros, quienes se le llevaron en el acto a otra habitación.

Una mirada profunda y maravillosa me sirvió de recompensa.

La princesita se acercó a su madre y le refirió lo ocurrido. Esta me buscó entre la multitud y me dio las gracias, añadiendo que había conocido a mi madre y que era amiga de media docena de tías mías.

—No sé a qué atribuir que hasta ahora no nos hayamos conocido —continuó—; pero confiese que toda la culpa es suya: huye usted de la gente de un modo incomprensible. Confío en que el aire de mi salón disipará su spleen… ¿No es verdad?

Respondí con una de esas frases que cada cual debe tener a la mano para tales casos.

La cuadrilla duró muchísimo.

Por fin, desde el palco de la orquesta nos llegaron los acordes de la mazurca; la princesita y yo nos situamos para bailar.

No aludí una sola vez al señor borracho, ni a mi conducta pasada, ni a Grushnitski. La impresión que produjo en ella la desagradable escena se fue esfumando poco a poco; resplandeció su carita; gastaba bromas muy amables; su conversación, aun sin pretenderlo ella, era aguda, desenvuelta y vivaz, y sus observaciones, aveces profundas. Le insinué con una frase muy enrevesada que me gustaba hacía tiempo.

Ella inclinó la cabecita y se sonrojó levemente.

—¡Es usted un hombre extraño! —me dijo después, alzando hacia mí sus ojos de terciopelo y riéndose de manera forzada.

—No quería conocerla —dije yo— porque está usted rodeada de una multitud demasiado compacta de admiradores, y temía pasar desapercibido entre ellos.

—¡Vano temor! Todos son aburridísimos…

—¡Todos! ¿De veras que todos?

Ella me miró con fijeza, como si tratase de recordar algo; tornó luego a ruborizarse levemente y, por último, afirmó, resuelta:

—¡Todos!

—¿Inclusive mi amigo Grushnitski?

—¿Es su amigo? —interesose, dejando entrever cierta duda.

—Sí.

—Él, naturalmente, no entra en el número de los aburridos…

—Sino en el de los desdichados —la interrumpí yo, riéndome.

—¡Exacto! ¿Y a usted le produce risa? Me gustaría verle en su lugar…

—¡Bah! También yo he sido junker y en verdad que fue el mejor periodo de mi vida.

—¿Así que él es junker?… —se apresuró ella a decir, y añadió—: Y yo que pensaba…

—¿Qué pensaba?

—¡Nada!… ¿Quién es esa dama?

La conversación tomó otro giro y ya no volvimos a tratar del tema.

Terminó la mazurca y nos separamos con un «hasta la vista». Las damas se despidieron… Fui a cenar y me encontré con Werner.

—¡Ay, ay! —me dijo—. Conque esas tenemos. Y usted que quería conocer a la princesita solamente salvándola de una muerte cierta…

—Algo mejor he hecho —le respondí—, ¡la he salvado de un desmayo en mitad del baile!…

—¿Cómo es eso? ¡Cuente!

—No, adivínelo usted, ¡usted, que lo adivina todo en el mundo!

23 de mayo

A eso de las siete de la tarde, paseando por el bulevar, se me aproximó Grushnitski, que me había visto desde lejos. Un entusiasmo ridículo refulgía en sus ojos. Me estrechó fuertemente la mano, diciéndome con acento trágico:

—Gracias, Pechorin… ¿Me entiendes?…

—No; pero, en todo caso, no merece gratitud —repuse yo, convencido de que sobre mi conciencia no pesaba nada digno de agradecer.

—¡Cómo! ¿Y ayer? ¿Te has olvidado acaso?… Meri me lo ha referido todo…

—¡Vaya, vaya! ¿Es que ya todo es común entre vosotros? ¿Hasta la gratitud?…

—Escucha —dijo Grushnitski, poniéndose muy serio—. Si en algo aprecias mi amistad, ten la bondad de no mofarte de mi amor… Ya ves que la quiero con locura… y pienso, confío, en que ella también me ama… Tengo un favor que pedirte: tú vas esta noche a su casa; prométeme que lo observarás todo; sé que eres ducho en estos asuntos, conoces mejor que yo a las mujeres… ¡Mujeres, mujeres! ¡Quién las puede comprender! Sus sonrisas contradicen sus miradas, sus palabras prometen y seducen, y el sonido de su voz repele… Tan pronto interpretan y aciertan al instante el pensamiento más recóndito como no entienden las más claras insinuaciones… Por ejemplo, Meri: ayer sus ojos brillaban de pasión al detenerse en mí; en cambio hoy están fríos y apagados…

—Tal vez sea el efecto de las aguas… —sugerí yo.

—Tú todo lo ves por el lado peor… ¡materialista! —añadió, despectivo—. Pero pasemos a otra materia —y, muy ufano por el mediocre retruécano, se puso alegre.

A las ocho y pico de la noche nos encaminamos juntos a visitar a la princesa.

Al pasar ante el domicilio de Vera la vi en la ventana. Cambiamos una mirada furtiva. Ella entró en el salón de las Ligóvskaia poco después que nosotros. La princesa me la presentó como pariente suya. Nos sentamos a tomar el té; los invitados eran muchos; la conversación, general. Yo procuraba agradar a la princesa. Bromeando, la hice reír con toda su alma en varias ocasiones; la princesita se sintió también presta a soltar la carcajada más de una vez, pero se reprimía, para no salirse de su papel: pensaba que la languidez le sentaba bien, y quizá no se equivocase. Grushnitski parecía muy satisfecho de que mi alegría no la contagiase.

Después del té, pasamos a la sala.

—¿Estás contenta de mi obediencia, Vera? —dije al pasar junto a ella.

Me lanzó una mirada plena de amor y reconocimiento, una de esas miradas a las que ya me he acostumbrado, pero que antaño constituían mi felicidad. La princesa hizo sentar a su hija al piano; todos le suplicaron que cantase algo; yo permanecí en silencio y, aprovechando el bullicio, me retiré a una ventana con Vera, que me quería comunicar algo de suma importancia para los dos… Resultó ser una tontería…

A la princesita le disgustaba mi indiferencia, según pude colegir por una mirada brillante y colérica… ¡Oh, entiendo a las mil maravillas ese lenguaje: mudo, pero expresivo; breve, pero tajante!…

Comenzó a cantar: poseía una voz bastante buena, pero cantaba mal… Aunque, a decir verdad, yo no la escuché. En cambio Grushnitski, reclinado en el piano, enfrente de ella, se la comía con los ojos y exclamaba a cada instante, a media voz: charmant, délicieux[48]!

—Escucha —me dijo Vera—, no quiero que conozcas a mi marido, pero tienes que conseguir sin falta gustar a la princesa; no te costará gran trabajo: tú puedes todo lo que te propongas. Solo aquí nos veremos…

—¿Solo aquí?…

Ella enrojeció y continuó:

—Bien sabes que soy tu esclava; jamás he podido oponerme a ti… y en ese pecado llevo mi penitencia: tú dejarás de quererme. Al menos, deseo conservar mi reputación… no por mí, ¡tú lo sabes demasiado bien!… ¡Oh, te lo suplico! No me martirices como antes, con vanas sospechas y fingido desapego; quizá muera pronto, cada día me siento más débil… Pero, a pesar de todo, no puedo pensar en la vida futura; pienso tan solo en ti… Vosotros, los hombres, no comprendéis el deleite de una mirada, de un apretón de manos… Yo, por el contrario, ¡te lo juro!, al oír tu voz, experimento un placer tan profundo, tan extraño, que ni los besos más ardientes serían capaces de sustituirlo.

Mientras tanto, Meri había terminado el canto. Un murmullo de plácemes se alzó a su alrededor; yo fui el último en acercarme y, con cierto descuido, no sé qué le dije respecto a su voz.

Hizo un mohín, adelantando el labio inferior, y se inclinó con una reverencia muy burlona.

—Esto me halaga tanto más —me dijo— cuanto que no me ha escuchado usted en absoluto. ¿Acaso no le gusta la música?…

—Muy al contrario… ¡sobre todo después de comer!

—Grushnitski lleva razón al afirmar que sus gustos son de lo más prosaico… Veo que le agrada la música en el sentido gastronómico…

—Una equivocación más: no tengo nada de gastrónomo; mi estómago es deplorable. Pero la música, como sobremesa, adormece, y dormir después de comer es saludable: de donde se deduce que me gusta la música en el aspecto medicinal. Por la noche, en cambio, irrita excesivamente los nervios: me pone demasiado triste o demasiado alegre. Lo uno y lo otro fatiga si no existe un motivo real de alegría o de pena; además, la tristeza en sociedad es ridícula, y una alegría excesiva, incorrecta…

No quiso oírme más. Apartándose de mí se sentó a la vera de Grushnitski, con quien inició un coloquio sentimental; creo que la princesita respondía a las sabihondas sentencias de él con bastante distracción y algo a despropósito, aunque aparentaba escucharle atentamente, porque él la contemplaba de vez en cuando sorprendido, indagando la causa del trastorno interior, que su inquieta mirada traslucía por momentos…

¡Pero a mí no me engaña, adorable princesita! ¡Tenga cuidado! Quiere pagarme con la misma moneda, herir mi amor propio. ¡No lo conseguirá! Y si me declara usted la guerra, seré implacable.

En el transcurso de la velada hice adrede repetidos intentos de intervenir en su conversación, mas ella acogía con visible sequedad mis observaciones, y terminé por alejarme, fingiendo fastidio. La princesita estaba radiante; asimismo Grushnitski. ¡Cantad victoria, amigos, daos prisa!… ¡No durará mucho vuestro triunfo!… ¿Qué hacer? Tengo un presentimiento… Siempre que he conocido a una mujer, he adivinado infaliblemente si me iba a querer o no…

Pasé el resto de la velada junto a Vera, y hablamos del pasado hasta saciarnos… ¿Por qué me querrá tanto? No lo sé. Tanto más siendo una mujer que me ha comprendido por completo, con todas mis pequeñas debilidades y malas pasiones… ¿Tan atractivo es el mal?…

Salí con Grushnitski. En la calle me cogió del brazo y, después de un largo silencio, dijo:

—¿Qué tal?

Sentí deseos de responderle: «Eres tonto», pero me contuve y me limité a encogerme de hombros.

29 de mayo

Durante estos últimos días no me he desviado un ápice de mi sistema. A Meri comienza a cautivarla mi conversación; le he referido algunos lances peregrinos de mi vida y ha empezado a considerarme un hombre extraordinario. Yo tomo a chacota el mundo entero, sobre todo los sentimientos, y eso empieza a causarle horror. En presencia mía no se atreve a enzarzarse en debates sentimentales con Grushnitski, y en más de una ocasión ha respondido a sus salidas con una sonrisa burlona. Pero yo, siempre que Grushnitski se acerca a ella, adopto un aire resignado y los dejo solos. La primera vez se alegró, al menos en apariencia; la segunda, se enfadó conmigo; la tercera, con Grushnitski.

—¡No tiene usted mucho amor propio! —me reconvino ayer—. ¿De dónde deduce que me agrada más la compañía de Grushnitski?

Le respondí que, en aras de la felicidad del amigo, sacrificaba mi placer…

—Y el mío —añadió.

La miré fijamente y me puse serio. En todo el día no cambiamos una palabra… Por la noche la vi pensativa; esta mañana en la fuente, más pensativa aún. Cuando me acerqué, estaba oyendo distraídamente a Grushnitski, quien, al parecer, se extasiaba con el paisaje, pero en cuanto me vio, se echó a reír a carcajadas (muy a destiempo), fingiendo no advertir mi presencia. Me distancié un tanto y me puse a observarla a hurtadillas; Meri volvió la cara y bostezó dos veces. No cabe duda de que Grushnitski la aburría. Estaré dos días más sin hablar con ella.

3 de junio

Muy a menudo me pregunto: ¿a qué viene mi insistencia por conseguir el amor de una muchacha que no pretendo seducir y con la cual jamás me casaré? ¿A santo de qué esa coquetería femenina? Vera me quiere más de lo que pueda ser capaz de amarme nunca la princesita Meri; si me pareciera una belleza inaccesible, tal vez me habría atraído la dificultad de la empresa…

¡Pero, nada de eso! Por lo tanto, no se trata de esa inquietante necesidad de amor que nos atormenta en los primeros años de juventud, llevándonos de una mujer a otra, hasta que, al fin, tropezamos con una que nos detesta. Entonces comenzamos a ser constantes, nace la genuina, la infinita pasión, que podríamos expresar matemáticamente con una línea proyectada desde un punto al espacio; el secreto de ese infinito radica tan solo en la imposibilidad de alcanzar el objetivo, es decir, el fin.

¿Por qué, pues, me empeño yo? ¿Por envidia a Grushnitski? ¡Pobrecillo! No la merece en absoluto. O quizá sea en virtud de ese abyecto pero invencible sentimiento que nos incita a destruir las dulces ilusiones del prójimo, para luego, cuando, desesperado, nos pregunte qué es lo que debe creer, darnos el mezquino placer de decirle:

—¡Amigo mío, lo mismo me ha ocurrido a mí! Y, sin embargo, ya ves: almuerzo, ceno y duermo sosegado; y aún confío en que sabré morir sin gritos ni lágrimas.

¡Y, no obstante, qué inmenso placer el de adueñarse de un alma joven, apenas abierta! Es enteramente una flor que emana su más delicada fragancia a la primera caricia del sol. Hay que cortarla en ese instante, y, después de haberla aspirado hasta la saciedad, arrojarla en el camino: ¡puede que alguien la recoja! Siento en mí una insaciable avidez que devora todo cuanto halla al paso. Solo veo los sufrimientos y las alegrías de los demás en la parte que me atañen: como un alimento que sustenta mis energías espirituales. Personalmente, no soy capaz de cometer locuras bajo el influjo de las pasiones. Las circunstancias han ahogado en mi pecho la ambición, pero esta se revela de otra forma, ya que ambición equivale a ansia de poderío, y no conozco deleite mayor que supeditar a mi voluntad cuanto me rodea. Inspirar un sentimiento de amor, de fidelidad y de temor, ¿no es, acaso, el primer indicio y el máximo triunfo del poder? Ser para alguien motivo de pena o de alegría, sin que le asista a uno el menor derecho, ¿no es el supremo aliciente para nuestro orgullo? ¿Y qué es la felicidad? Orgullo satisfecho. Si me considerase el mejor y el más poderoso del mundo, sería feliz; si todos me amasen, encontraría en mi corazón fuentes inagotables de amor. El mal engendra el mal; el primer padecimiento insinúa el placer de atormentar a otro; la idea del mal no puede acudir a la mente del hombre sin implicar el deseo de ponerla en práctica. Alguien dijo que las ideas son creaciones orgánicas: cuando nacen, adquieren forma, y esta forma es acción. El que más ideas ha concebido es más activo que los restantes; de ahí que un genio encadenado a una mesa oficinesca moriría o se volvería loco, lo mismo que un hombre de constitución vigorosa, si arrastra una vida sedentaria y morigerada, muere, víctima de apoplejía.

Las pasiones no pasan de ser ideas en su primer desarrollo: son atributo de los corazones jóvenes, y es tonto el que piense que van a inquietarle toda la vida: muchos ríos apacibles nacen en tumultuosas cascadas, pero ninguno bulle y espuma hasta fundirse con el mar. No obstante, esta serenidad suele ser signo de una fuerza inmensa, aunque oculta; la plenitud y la profundidad de los sentimientos y las ideas no toleran impulsos arrebatados. El alma, al gozar y al sufrir, se rinde a sí misma estricta cuenta y se persuade de que eso es lo lícito; sabe que, a no ser por las tormentas, el perenne ardor del sol la secaría; se impregna de su propia vida, se mima y se castiga como a un hijo predilecto. Solo en ese estado supremo de autoconocimiento el hombre es capaz de comprender la justicia divina.

Al releer esta página, observo que me he apartado mucho de mi tema… Mas ¿qué importa?… Este diario lo escribo para mí y, por consiguiente, todo lo que en él deposite será, al cabo del tiempo, un recuerdo precioso.

…………………

Llegó Grushnitski y se me abalanzó al cuello: acababa de recibir la nueva de su ascenso a oficial. Lo celebramos con champán. Al poco rato se presentó el doctor Werner.

—Pues no le felicito —dijo a Grushnitski.

—¿Por qué?

—Porque le iba muy bien el capote de soldado y, a decir verdad, el uniforme de oficial que le hagan aquí, en el balneario, no le reportará ningún atractivo… Fíjese: hasta hoy día era usted una excepción; en cambio, a partir de ahora, estará incluido en la regla general.

—¡Qué no, que no, doctor! No empañará usted mi alegría. No sabe —añadió a mi oído— la de esperanzas que me han hecho alentar esas charreteras… ¡Oh, charreteras, charreteras! ¡Vuestras estrellitas son estrellas polares! ¡Sí! ¡Ahora soy completamente feliz!

—¿No quieres venir con nosotros a pasear al hoyo? —le pregunté.

—¿Yo?… Por nada del mundo me presentaría ante la princesita mientras no esté listo mi uniforme.

—¿Me permites que le comunique tu alegría?…

—No, te ruego que no se lo digas… Quiero darle una sorpresa…

—A propósito, ¿qué tal marchan tus asuntos con ella?

Se turbó y quedó pensativo: sentíase impelido a fanfarronear, a mentir, pero se contenía por reparo; y, al mismo tiempo, le avergonzaba confesar la verdad.

—¿Tú qué crees, te quiere?

—¿Si me quiere? ¡Por favor, Pechorin, qué cosas tienes!… ¡Sí que no eres tú rápido!… Aun suponiendo que me quisiera, su pundonor le vedaría declararlo…

—Bueno, según tú, resulta que un hombre decente también debe callar su pasión…

—¡Ah, amigo! ¡Todo requiere su manera! Muchas cosas no se dicen, pero se adivinan…

—Cierto… Solo que el amor que leemos en los ojos no obliga para nada a la mujer, mientras que las palabras… ¡Cuidado, Grushnitski, está jugando contigo!…

—¿Ella?… —replicó, alzando los ojos al cielo y sonriendo con suficiencia—. Me das lástima, Pechorin…

Se fue.

Al anochecer, un numeroso grupo se dirigió a pie hacia el hoyo.

A juicio de los expertos de la localidad, este hoyo no es más que un cráter apagado; se encuentra en una ladera del Mashuk, a una versta de la ciudad. Un estrecho sendero entre matorrales y rocas conduce hasta él. Al subir a la montaña, ofrecí a la princesita mi brazo, del que no se desprendió hasta que terminó el paseo.

Iniciose la conversación murmurando: pasé revista a nuestros conocidos, presentes y ausentes, descubriendo, al principio, su lado cómico y después el negativo. Se me revolvió la bilis: empecé de broma y acabé con desenfadada malevolencia. Lo primero la divertía; lo último la asustó.

—¡Es usted un hombre peligroso! —me dijo—. Preferiría verme en un bosque bajo el puñal de un asesino antes que pregonada por su lengua… Se lo suplico seriamente: si alguna vez se le ocurre hablar mal de mí, tome mejor un cuchillo y degüélleme; creo que no le costará gran trabajo.

—¿Acaso tengo traza de asesino?…

—Algo peor…

Quedé pensativo un momento y dije luego con aire profundamente conmovido:

—¡Ese ha sido mi destino desde la más tierna infancia! Todos adivinaban en mi rostro indicios de malas cualidades inexistentes que, a fuerza de presuponerlas, terminaron por aparecer. Era cándido, y me acusaban de astuto: me hice retraído. Era profundamente sensible al bien y al mal, nadie me trataba con cariño, todos me ofendían: me convertí en rencoroso. A diferencia de otros niños, alegres y charlatanes, yo era sombrío; me sentía superior a ellos, pero se me consideraba inferior: me 11 ice envidioso. Estaba dispuesto a amar al mundo entero y nadie me comprendió: aprendí a odiar. Mi anodina juventud transcurrió en una lucha contra mí mismo y contra la sociedad; temeroso de la burla, escondí mis mejores sentimientos en el fondo del corazón: allí han muerto. Decía verdad, y no se me daba crédito: me entregué al engaño. Después de conocer bien el mundo y los resortes de la sociedad, fui ducho en la ciencia de la vida, y comprobé que otros eran felices sin necesidad de tales artes, gozando gratis las preeminencias que yo trataba de conseguir con esfuerzo tan arduo. Y entonces nació en mi alma la desesperación; pero no esa desesperación que suele tener como remedio el cañón de una pistola, sino la desesperación fría e impotente, enmascarada en la amabilidad y en una sonrisa bonachona. Me convertí en un contrahecho moral: la mitad de mi alma no existía, estaba anquilosada, evaporada, muerta; yo la amputé y la arrojé lejos. La otra, sin embargo, alentaba y vivía, presta a servir a cualquiera; pero nadie lo entendió así, porque todos ignoraban la existencia de la mitad muerta. Ahora ha despertado usted en mí el recuerdo de ella, y le he leído su epitafio. Muchos reputan de risibles los epitafios en general. Yo no; tanto menos cuando pienso en lo que bajo ellos descansa. Por lo demás, no solicito que comparta mi opinión: si mi salida le parece ridícula, ríase; no me disgustará lo más mínimo.

En este instante tropecé con sus ojos: estaban anegados en lágrimas; su brazo temblaba apoyado en el mío; le ardían las mejillas, ¡se apiadaba de mí! La compasión —sentimiento al que tan fácilmente se rinden las mujeres— había hundido las garras en su inexperto corazón. Mientras duró el paseo, estuvo distraída y no coqueteó con nadie… ¡lo cual no deja de ser muy sintomático!

Llegamos al hoyo; las damas abandonaron a sus caballeros, pero ella no se apartaba de mi brazo. Las ingeniosidades de los dandies presentes no le producían efecto alguno; al borde mismo del profundo precipicio no sentía el temor más mínimo, mientras que las restantes señoritas chillaban y cerraban los ojos.

En el camino de vuelta no reanudé nuestra triste conversación; pero a mis vacuas preguntas y bromas respondía distraída y brevemente.

—¿Ha estado enamorada alguna vez? —le pregunté, por fin.

Me miró fijamente, movió la cabeza, y volvió a sumirse en sus pensamientos. Era evidente que algo quería decir, sin saber por dónde empezar; su pecho se agitaba… ¡Qué hacer! La manga de muselina es una defensa precaria, y una chispa eléctrica pasó de mi brazo al suyo. Casi todas las pasiones comienzan así, y a menudo nos equivocamos de medio a medio pensando que las mujeres nos quieren por nuestras cualidades físicas o morales; estas, ni que decir tiene, preparan y predisponen su corazón a comulgar con el fuego sagrado, mas, no obstante, el primer contacto es lo decisivo.

—¿Verdad que he estado muy amable hoy? —me dijo Meri con una sonrisa forzada cuando regresamos del paseo.

Nos despedimos.

Está descontenta de sí misma; le remuerde haber estado fría… ¡Oh, este es el primero y principal triunfo! Mañana querrá recompensarme. Todo lo sé de memoria, y eso es lo aburrido.

4 de junio

Hoy he visto a Vera. Me ha estado atormentando con sus celos. Creo que la princesita ha tenido la ocurrencia de confiarle sus secretos íntimos: ¡vaya una elección afortunada!

—Ya preveo a dónde conducirá todo eso —me abordó Vera—, más valdría que me confesaras francamente que la amas.

—Pero si no estoy enamorado de ella…

—¿Para qué, entonces, la persigues, la turbas y le remueves la imaginación?… ¡Oh, yo te conozco bien! Escucha: si quieres que te crea, vete dentro de una semana a Kislovodsk. Pasado mañana nos trasladamos allí. La princesa quedará aquí algún tiempo. Alquila la casa de al lado; nosotros viviremos en el caserón próximo a la fuente, en el piso de arriba; en el de abajo se alojará la princesa Ligóvskaia, y al lado hay otra casa del mismo dueño que aún está sin ocupar… ¿Vendrás?…

Se lo prometí, y aquel mismo día envíe a alquilar la casa en cuestión.

A las seis de la tarde vino a verme Grushnitski y me anunció que mañana estaría listo su uniforme: precisamente para el baile.

—¡Al fin podré bailar con ella una velada entera!… ¡Y hablaremos a mis anchas! —exclamó.

—¿Cuándo es el baile?

—Pues mañana. ¿No lo sabías? Una gran fiesta. De su organización se han encargado las autoridades de aquí…

—Vamos al bulevar…

—Por nada del mundo; con este asqueroso capote…

—¿De manera que le has tomado inquina?

Me fui solo, encontré a la princesita Meri y le solicité de antemano la mazurca. Se mostró agradablemente sorprendida.

—Creía que no bailaba usted más que por necesidad, como la vez pasada —dijo, sonriendo muy amablemente…

Me parece que no echaba de menos en absoluto a Grushnitski.

—Mañana tendrá una sorpresa agradable —le dije.

—¿De qué se trata?

—Es un secreto… En el baile lo adivinará usted por su cuenta.

Pasé el resto de la velada en casa de la princesa; invitados no había, a excepción de Vera y un viejecito divertidísimo. Yo estaba muy ocurrente: improvisaba toda suerte de historietas extraordinarias; la princesita, sentada enfrente de mí, escuchaba mis banalidades con atención profunda, intensa, yo diría que hasta tierna, lo cual terminó por avergonzarme. ¿Dónde habían ido a parar su vivacidad, su coquetería, sus caprichos, su gesto altanero, su desdeñosa sonrisa y distraída mirada?…

Vera lo advirtió todo: a su rostro enfermizo afluyó una profunda tristeza; estaba sentada en la sombra, al lado de la ventana, hundida en un amplio sillón… Me dio lástima…

Recurrí, entonces, a relatar la dramática historia de nuestras relaciones, de nuestro amor, apelando, naturalmente, a nombres ficticios.

Representé con tanta vivacidad mi ternura, mis inquietudes y mi admiración, y enfoqué de un modo tan favorable los actos y el carácter de ella, que, aun sin quererlo, tuvo que perdonarme mi flirteo con la princesita.

Se levantó, e incorporándose a nosotros tomó animadamente parte en la conversación… Y eran las dos de la madrugada cuando recordamos que los doctores prescriben acostarse a las once.

5 de junio

Media hora antes del baile se presentó en mi casa Grushnitski luciendo el uniforme de infantería. Del tercer botón pendía una cadenita de bronce, y de ella, los impertinentes de dobles cristales; las charreteras, de un tamaño descomunal, se volvían hacia arriba como las alitas de Cupido; chirriaban sus botas; en la mano izquierda sostenía la gorra y unos guantes marrones de cabritilla, y con la derecha se ahuecaba a cada instante el tupé rizado en menudos caracoles. Su rostro denotaba presunción y cierta inseguridad; su aspecto solemne y su altivo andar me hubieran hecho reír, si esto hubiese respondido a mis propósitos.

Arrojó la gorra y los guantes sobre la mesa y se puso a estirarse los faldones y a acicalarse ante el espejo; un enorme pañuelo negro, envuelto en el altísimo cuello, que le llegaba hasta la barbilla, sobresalía unos dos centímetros desde debajo del cuello de la guerrera; pareciéndole poco, se lo sacó hasta las orejas; a causa de esta difícil operación se le inyectó el rostro en sangre, porque el cuello del uniforme era muy estrecho e incómodo.

—Se dice que estos días has cortejado terriblemente a mi princesita —pronunció con bastante negligencia, sin volver la cara hacia mí.

—¡No se ha hecho la miel para nosotros, los asnos! —le respondí, repitiendo el refrán predilecto de uno de los calaveras más hábiles de antaño, cantado en su tiempo por Pushkin[49].

—Dime la verdad: ¿me sienta bien el uniforme?… ¡Oh, maldito judío!… ¡Cómo me aprietan las sobaqueras!… ¿No tendrás un poco de esencia?

—Pero hombre, ¿qué más necesitas? Ya sin eso apestas a pomada de rosas…

—No importa. Trae…

Se vertió medio frasco en el cuello, en el pañuelo, en las mangas.

—¿Piensas bailar? —me preguntó.

—No.

—Temo que tendré que iniciar la mazurca con la princesita, y no sé casi ninguna figura…

—¿La has invitado ya a la mazurca?

—Todavía no…

—Ten cuidado, no sea que se te adelanten…

—Pues llevas razón —exclamó golpeándose en la frente—. Adiós… Voy a esperarla a la entrada.

Tomó la gorra y se fue a escape.

Media hora más tarde salí yo. La calle estaba oscura, desierta; alrededor del club o del restaurante, como gustéis, se apretujaba el gentío; las ventanas aparecían iluminadas; la brisa nocturna me traía los acordes de la banda del regimiento. Iba lentamente; me sentía triste… ¿Será posible —pensaba— que mi única vocación en el mundo consista en destruir las esperanzas del prójimo? Desde que vivo y actúo, el destino se las ha ingeniado siempre para hacerme intervenir en el desenlace de dramas ajenos, como si nadie pudiera morir ni desesperarse sin mí. Siempre he sido el personaje imprescindible del quinto acto; he desempeñado involuntariamente el mísero papel de verdugo o traidor. ¿Qué objetivo perseguirá con ello el destino?… ¿No me habrá condenado a ser autor de tragedias cursis y novelas familiares o en auxiliar del proveedor de relatos como los de la Biblioteca de lecturas[50]…? ¡Quién sabe!… ¿No hay muchos que en los albores de su vida aspiran a terminarla como Alejandro Magno o lord Byron, y, sin embargo, no pasan de consejeros titulares[51]?…

Al entrar en la sala me escabullí entre un grupo de hombres y me di a la observación. Grushnitski, al lado de la princesita, le hablaba con encendido ardor, ella le oía distraída, mirando en torno suyo, el abanico apretado contra sus labios. Con la impaciencia pintada en el semblante, sus ojos buscaban a alguien alrededor; me acerqué sigilosamente por detrás para enterarme de lo que hablaban.

—Me atormenta usted, princesa —decía Grushnitski—; ha cambiado mucho desde el último día que la vi…

—También usted ha cambiado —replicó ella, lanzándole una rápida mirada, cuya arcana ironía no fue él capaz de percibir.

—¿Yo? ¿Qué yo he cambiado?… ¡Oh, jamás! ¡Bien sabe usted que es imposible! El que la haya visto una vez, llevará para siempre consigo su divina imagen…

—No siga…

—¿Por qué no quiere que repita ahora lo que hace poco escuchaba tan frecuentemente con benevolencia?…

—Porque me disgustan las repeticiones —le contestó ella riéndose…

—¡Oh, qué equivocación más cruel!… Creía, insensato, que por lo menos estas charreteras me darían derecho a un rayo de esperanza… Más me hubiera valido quedarme eternamente con aquel despreciable capote de soldado, al cual, tal vez, deba que se fijara en mí…

—Ciertamente, el capote le sentaba mucho mejor…

En esto me acerqué yo y saludé a la princesita; un ligero rubor coloreó sus mejillas, y se dio prisa a preguntar:

—¿No es verdad, monsieur Pechorin, que el capote gris le caía mucho mejor a monsieur Grushnitski?…

—Disiento de su opinión —respondí yo—; el uniforme le hace aún más joven.

Grushnitski no aguantó el golpe. Como todos los chiquillos, tiene la pretensión de ser un viejo; piensa que las profundas huellas de las pasiones sustituyen en su rostro el sello de los años. Me lanzó una mirada furibunda, dio una patada en el suelo y se alejó.

—Confiese —dije a la princesita— que, aunque siempre ha sido muy ridículo, hasta hace poco se le hacía interesante… con el capote gris.

Ella bajó los ojos y no respondió.

Grushnitski la estuvo persiguiendo toda la velada; bien cuando bailaba con ella, o bien vis-à-vis; se la comía con los ojos, suspiraba, fastidiándola con súplicas y reproches. Al terminar la tercera cuadrilla, Meri le odiaba ya.

—No esperaba de ti esa faena —me dijo Grushnitski, acercándose y tomándome del brazo.

—¿Cuál?

—¿Bailas con ella la mazurca? —inquirió gravemente—. Ella me lo ha confesado…

—¿Y por qué no? ¿Acaso es un secreto?

—Naturalmente… Debía esperarlo de una chicuela… de una coqueta… ¡Ya me las pagará!

—Carga la responsabilidad sobre tu capote o tus charreteras, pero ¿por qué culparla a ella? ¿Qué culpa tiene si ya no le gustas?…

—¿Para qué, entonces, hacerme concebir esperanzas?

—No haberlas concebido. Desear y tratar de conseguir, eso lo comprendo, pero ¿a quién se le ocurre hacerse ilusiones?

—Has ganado la apuesta, pero no del todo —dijo sonriendo con ira.

Comenzó la mazurca. Grushnitski elegía solamente a la princesita; los otros caballeros hacían lo propio a cada minuto: era, evidentemente, una conjuración contra mí. Tanto mejor. Quiere hablar conmigo y se lo impiden: su deseo se redoblará.

Dos veces estreché su mano; la segunda la retiró sin pronunciar palabra.

—Esta noche dormiré mal —me dijo cuando hubo terminado la mazurca.

—La culpa la tendrá Grushnitski.

—¡Oh, no! —y su rostro quedó pensativo, tan triste, que me di palabra de besar sin falta su mano esta noche.

El público comenzó a marcharse. Al acomodar a la princesita en el carruaje, apliqué mis labios a su mano diminuta. Estaba oscuro y nadie pudo verlo.

Regresé a la sala muy satisfecho de mí mismo.

Alrededor de una gran mesa cenaba la gente joven, Grushnitski entre otros. Cuando yo entré, callaron todos: hablaban, por lo visto, de mí. Muchos me guardaban inquina desde el baile anterior, sobre todo el capitán de dragones; y ahora, al parecer, estaba formándose una cuadrilla hostil a mí, al mando de Grushnitski. Grushnitski mantiene un aire tan altivo y bravucón…

Tanto mejor. Quiero a mis enemigos, aunque no a la manera cristiana: me distraen y me hacen hervir la sangre. Estar siempre alerta, captar cada mirada, adivinar la significación de cada palabra, descubrir intenciones, frustrar complots, fingirse embaucado y, de repente, derribar de un solo revés el enorme y complejo tinglado de astucias y designios: eso es lo que yo llamo vida.

Durante toda la cena, Grushnitski estuvo cuchicheando y cambiando guiños con el capitán de dragones.

6 de junio

Vera y su esposo han salido esta mañana para Kislovodsk. Encontré su carruaje yendo para el domicilio de la princesa Ligóvskaia. Me saludó con la cabeza; en sus ojos había un reproche.

¿Y quién tiene la culpa? ¿Por qué se resiste a darme ocasión de vernos a solas? El amor, como el fuego, se extingue si no lo alimentan. Tal vez los celos consigan lo que los ruegos no han logrado.

Permanecí en casa de la princesa una hora larga, pero Meri no salió; estaba indispuesta. Por la tarde tampoco apareció en el bulevar. La cuadrilla recién constituida, armada de impertinentes, había tomado un aire de verdadera amenaza. Me alegro de que la princesita esté enferma: serían capaces de hacerle objeto de alguna insolencia. Grushnitski andaba desgreñado y con aire de desesperación. Parecía realmente dolorido; más que nada, estaba vejado en su amor propio. ¡Pero hay personas en las cuales hasta la desesperación es cómica!…

De regreso a casa noté que algo me faltaba. ¡No la he visto! ¡Está enferma! ¿Me habré enamorado de verdad?… ¡Qué absurdo!

7 de junio

A las once de la mañana, hora en que habitualmente la princesa Ligóvskaia suda en el baño de Yermólov, pasé por delante de su casa. Meri, meditabunda, estaba sentada cerca de la ventana; al verme se puso en pie de un salto.

Entré en el vestíbulo; no había ningún criado; y, aprovechando la libertad de las costumbres locales, pasé al salón sin que nadie me anunciara.

Una palidez mate cubría el lindo rostro de la princesita. Se hallaba de pie junto al piano, apoyada en el respaldo del sillón con una mano ligeramente temblona; me acerqué en silencio y le pregunté:

—¿Está usted enfadada conmigo?…

Alzó hacia mí una mirada lánguida, profunda, y movió la cabeza. Algo intentaron pronunciar sus labios, pero no pudieron; sus ojos se llenaron de lágrimas; dejóse caer en el sillón y se tapó la cara con las manos.

—¿Qué le ocurre? —le pregunté, apoderándome de su mano.

—¡Qué no me tiene ningún respeto!… ¡Oh, déjeme!…

Di algunos pasos… Ella se irguió en el sillón; sus ojos fulguraron…

Me detuve, con una mano puesta en el tirador de la puerta y dije:

—¡Perdón, princesa! Me he portado como un insensato… No volverá a suceder; tomaré mis medidas… ¿Qué falta le hace saber lo que hasta ahora ha ocurrido en mi alma? Eso no lo sabrá nunca, y tanto mejor para usted. Adiós.

Al salir, me pareció oír que lloraba.

Vagué hasta el anochecer por los alrededores del Mashuk; me fatigué sobremanera y, al llegar a casa, me desplomé en el lecho completamente extenuado.

Presentose Werner.

—¿Es verdad —me preguntó— que se casa usted con la princesita Ligóvskaia?

—¿Por qué me pregunta eso?

—La ciudad entera lo dice; todos mis clientes se ocupan de esta importante novedad; ¡y a estos enfermos no se les escapa nada!

«Una buena faena de Grushnitski», me dije.

—Para demostrarle, doctor, la falsedad de tales rumores, le diré, en secreto, que mañana me traslado a Kislovodsk…

—¿Y la princesa también?…

—No; permanecerá una semana más aquí…

—¿Entonces, no se casa usted?…

—¡Doctor, doctor! Míreme, ¿tengo yo cara de novio o de algo por el estilo?

—No, si yo no lo digo… Pero, sabe, hay casos… —añadió, sonriendo con malicia—, hay casos en que un hombre de honor se ve obligado a casarse y hay mamaítas que, por lo menos, no evitan esos casos… Así, pues, le aconsejo, como amigo, que vaya con cuidado. Los aires del balneario son peligrosísimos: ¡cuántos magníficos jóvenes, dignos de mejor suerte, he visto salir de aquí derechitos para la iglesia!… ¡Incluso a mí, figúrese usted, intentaron casarme! Una mamaíta provinciana que tenía una hija muy pálida. Se me ocurrió la desdichada idea de decirle que recuperaría el color después de la boda; y ella, con lágrimas de gratitud en los ojos, me ofreció la mano de su hija y toda su fortuna, cincuenta siervos, si mal no recuerdo. Pero le respondí que yo era incapaz de tal cosa…

Werner se marchó completamente seguro de haberme prevenido.

De sus palabras he deducido que por la ciudad circulan ya habladurías de toda suerte respecto a la princesita y a mí. ¡Eso no se lo perdonaré a Grushnitski!

10 de junio

Llevo ya tres días en Kislovodsk. Me veo a diario con Vera en la fuente y en el paseo. Por la mañana, al despertarme, me siento junto a la ventana y fijo mis impertinentes en su balcón; ella hace ya tiempo que está vestida y espera mi señal; nos encontramos como por casualidad en el jardín que desde nuestras casas desciende a la fuente. El aire vivificador de las montañas le ha devuelto el color y las fuerzas. No en vano se dice de Narzán que es la fuente de la salud. Afirma el vecindario que el aire de Kislovodsk predispone a amar y que allí hallan su desenlace todos los amores iniciados al pie del Mashuk. Efectivamente, aquí todo respira recogimiento, todo encierra su embrujo: la espesa umbría de las avenidas de tilos reclinados sobre el torrente, que, bullidor y espumoso, cae de peñasco en peñasco, abriéndose paso entre verdeantes montañas; los desfiladeros, llenos de penumbra y silencio, con ramificaciones que parten desde aquí hacia dondequiera que se mire; la fragancia del aire fresco saturado por las emanaciones de la pujante hierba meridional y de las albas acacias, y el perenne murmullo, dulcemente adormecedor, de los fríos arroyos que, coincidiendo en la linde del valle, corren en amistosa porfía para entregarse en brazos de Podkúmok. Por la parte de acá el desfiladero es más ancho y se convierte en un verde valle; un camino polvoriento serpentea por él. Cada vez que lo contemplo, me parecer ver un carruaje y, asomada a la ventanilla, una carita sonrosada. Muchos carruajes han pasado ya por esta ruta, pero el que yo espero sigue sin aparecer. Los arrabales de detrás de la fortaleza se han poblado ya; a través de una doble hilera de álamos brillan por la noche las luces del restaurante construido sobre una colina, a varios pasos de mi casa; el ruido y el tintineo de los vasos se oye hasta muy de madrugada.

En ningún lugar se bebe tanta agua mineral ni tanto vino de Kajietia como aquí.

Muchos son aficionados

A mezclar ambos oficios

Mas no soy yo de esos.

Grushnitski, con su cuadrilla, alborota diariamente en el restaurante y a mí apenas me saluda.

No está aquí más que desde ayer, pero ya ha tenido ocasión de reñir con tres viejos, que quisieron tomar el baño antes que él; decididamente, los infortunios excitan su belicosidad.

11 de junio

Ya están aquí. Sentado junto a la ventana, oí el rodar de su carruaje; mi corazón se estremeció… ¿Qué sensación es esta? ¿Será posible que me haya enamorado?… Tengo un carácter tan estúpido, que cabría esperarlo de mí.

He comido en su casa. La princesa me contempla muy tiernamente y no se aparta de su hija… ¡malo! En cambio, Vera tiene celos de la princesita: ¡Buena la he hecho! ¿Qué no hará una mujer con tal de zaherir a su rival? Recuerdo a una que se enamoró de mí porque yo quería a otra. No hay nada más paradójico que la inteligencia de las mujeres. Es difícil convencerlas de nada, y lo procedente es inducirlas a que se persuadan por sí mismas. El razonamiento de que se valen para vencer sus prejuicios es original por demás; quien quiera aprender dialéctica femenina ha de empezar por desterrar de su cerebro todos los preceptos escolares de la lógica. He aquí el método usual:

Este hombre me ama, pero yo estoy casada; pero él me ama: por consiguiente…

Puntos suspensivos, porque aquí enmudece la razón, y hablan, principalmente, la lengua, los ojos y, por último, el corazón, si es que lo hay.

¿Qué sucedería si este diario cayese alguna vez en manos de una mujer? «¡Calumnias!», gritaría con indignación.

Desde que los poetas escriben y las mujeres los leen (cosa que se les agradece profundamente), se las ha llamado ángeles tantas veces, que ellas, en su simplicidad, han creído de veras lo que no pasa de ser un halago, olvidando que esos mismos poetas, por dinero, dieron a Nerón el calificativo de semidiós…

No soy el más indicado para tratarlas con tanto sarcasmo; yo, que no he querido en este mundo más que a ellas; yo, siempre presto a sacrificarles la tranquilidad, la ambición, la vida… Pero no es un acceso de fastidio ni de amor propio herido lo que me mueve a despojarlas del mando hechicero que solo una mirada experta puede atravesar. No, todo lo que digo de ellas tan solo es consecuencia

De frías observaciones de la mente

y dolorosas experiencias del corazón[52].

Las mujeres debieran desear que todos los hombres las conociesen tan bien como yo, pues desde que dejé de temerlas y descubrí sus pequeñas flaquezas las amo cien veces más.

A propósito: Werner comparó no ha mucho a las mujeres con el bosque encantado que nos describe Tasso en su Jerusalén libertada. «Apenas pongas en él tu planta —dijo—, desde todas partes caerán sobre ti tales espantos, que Dios nos libre: el deber, el orgullo, la decencia, la opinión pública, la burla, el desdén… Pero no hay que detenerse: sigue en línea recta; los monstruos irán esfumándose poco a poco, y se te ofrecerá un claro apacible y luminoso, en medio del cual florece el verde mirto. En cambio, ay de aquel cuyo corazón flaquee a los primeros pasos y mire atrás».

12 de junio

La tarde de hoy ha sido abundante en acontecimientos. A unas tres verstas de Kislovodsk, en el desfiladero por donde corre el Podkúmok, hay un peñón al que llaman Koltsó (el anillo): una especie de puerta formada por la Naturaleza. Se yergue sobre una alta colina, y el sol poniente lanza a través de ella su postrera mirada flamígera. Una numerosa cabalgata se dirigió allí para contemplar el ocaso desde aquel pétreo mirador. A decir verdad, el sol nos tenía sin cuidado a todos. Yo cabalgaba junto a la princesa; en el camino de regreso teníamos que vadear el Podkúmok. Los riachuelos montañosos, por pequeños que sean, encierran siempre algún peligro, más que nada porque su fondo, revuelto a diario por la corriente, constituye un verdadero calidoscopio: donde ayer había una piedra, se nos presenta hoy un hoyo. Llevando de la brida el caballo de la princesita, lo conduje por el río, que no nos cubría más arriba de las rodillas; avanzábamos despacio, contra la corriente, en línea sesgada. Es sabido que al atravesar ríos rápidos no debe uno mirar al agua, pues puede sobrevenirle un súbito mareo. Yo me olvidé de advertir a Meri.

Íbamos ya por la mitad, donde el curso es más acelerado, cuando, de pronto, ella vaciló sobre la silla.

—¡Me mareo! —profirió con un hilo de voz.

Me incliné solícito hacia ella y rodeé con el brazo su flexible talle.

—¡Mire hacia arriba! —le susurré—. Es cosa sin importancia, no tenga miedo; estoy a su lado.

Se repuso un tanto; intentó desprenderse de mi brazo, pero yo estreché con más fuerza aún su talle suave y delicado: mi mejilla casi tocaba la suya, que ardía.

—¿Qué hace usted?… ¡Dios mío!…

Yo no reparaba en su temblor y turbación; mis labios rozaron su fina tez; ella se estremeció, mas no dijo nada; íbamos los últimos; nadie nos veía. Una vez en la otra orilla, todos se lanzaron al trote. La princesita retuvo el caballo; yo me quedé a su lado; era evidente que mi silencio la preocupaba, pero yo, por curiosidad, me había jurado no pronunciar palabra. Quería ver cómo resolvía tan embarazosa situación.

—¡O bien me desprecia usted, o me ama profundamente! —rompió a hablar, por fin, con voz alterada por las lágrimas—. Acaso quería burlarse de mí, soliviantar mi alma y abandonarme después… ¡Sería un acto tan vil y tan bajo, que solo la suposición…! ¡Oh, no! ¿Verdad —añadió en tono de cándida confianza—, verdad que no hay nada en mí que incite a faltarme al respeto? Su atrevido proceder… debo perdonárselo, por haberlo permitido… ¡Responda, hable, quiero oír su voz!…

Sus últimas palabras contenían tanta impaciencia femenina, que no pude por menos de sonreírme. Por fortuna, estaba anocheciendo… No respondí.

—¿Calla usted? —prosiguió ella—. ¿Quiere, por ventura, que sea yo la primera en decirle que le amo?

Yo seguía callado…

—¿Lo quiere así? —continuó, volviéndose repentinamente hacia mí… En la decisión de su mirada y de su voz se vislumbraba algo trágico…

—¿Para qué? —respondí, encogiéndome levemente de hombros.

Ella fustigó al caballo y se lanzó desalada por el angosto y peligroso camino; sucedió todo con tal rapidez, que logré darle alcance únicamente cuando ya se había incorporado al grupo. Hasta llegar a su casa, estuvo hablando y riendo sin cesar. Había algo febril en su movimiento; no me miró una vez siquiera. Todos se percataron de su inusitada animación. La princesa se regocijaba para sus adentros, mirando a su hija; y lo que la hija tenía era, simplemente, un ataque de nervios. Pasará la noche en vela y llorando. Solo de pensarlo me embarga un indecible placer: hay momentos en que comprendo al vampiro… ¡Y aún tengo fama de buena persona y trato de conseguir ese título!

Al apearse, las damas entraron en casa de la princesa; yo estaba nervioso y arranqué al galope hacia las montañas a fin de despejar los pensamientos agolpados en mi mente. La tarde, húmeda de rocío, expelía una frescura embriagadora. Asomaba la luna por detrás de las oscuras cumbres. Cada paso de mi caballo sin herrar repercutía sordamente en el silencio de los desfiladeros; abrevé al animal al lado de una cascada, aspiré con avidez unas cuantas veces el aire fresco de la noche meridional y emprendí el regreso. Atravesaba un arrabal. Habían comenzado a apagarse las luces de las ventanas; los centinelas de los muros de la fortaleza y los cosacos de los piquetes de vigilancia intercambiaban el prolongado alerta.

En una casa, construida al borde de un barranco, observé una iluminación extraordinaria. De vez en cuando se percibían expresiones y gritos deslavazados, indicio seguro de una cuchipanda de militares. Desmonté y me acerqué sigilosamente a una ventana; una rendija del postigo, mal cerrado, me permitió ver a los juerguistas y distinguir sus palabras. Hablaban de mí.

El capitán de dragones, enardecido por el vino, dio un puñetazo en la mesa, exigiendo atención.

—Señores —comenzó—. Esto no tiene nombre. A Pechorin hay que darle una lección. Esos pollitos de Petersburgo son muy engreídos hasta que no se les da en las narices. Cree que solamente él ha frecuentado la sociedad porque lleva siempre guantes limpios y botas lustrosas.

—¡Y qué sonrisa más arrogante! Pues estoy convencido de que es un cobarde. ¡Sí, un cobarde!

—Lo mismo pienso yo —dijo Grushnitski—. Le gusta echarlo todo a broma. Una vez le dije tales cosas que otro me hubiera hecho picadillo, pero Pechorin lo tomó a chacota. Yo, naturalmente, no le desafié, porque era él quien debía hacerlo; y, además, no quise meterme en líos…

—Grushnitski está que trina porque Pechorin le ha birlado a la princesita —dijo una voz.

—¡Qué ocurrencia! Cierto que anduve con ella en galanteos, pero al poco di marcha atrás porque no quiero casarme. Y comprometer a una señorita no es de mi estilo.

—Les aseguro que es el mayor de los cobardes; me refiero a Pechorin, claro está, y no a Grushnitski. Grushnitski es un barbián y un verdadero amigo mío —volvió a tomar la palabra el capitán de dragones—. Señores, ¿no hay aquí nadie que defienda a Pechorin? ¿Nadie? ¡Tanto mejor! ¿Quieren ustedes poner a prueba su valor? Será divertidísimo…

—No estaría mal, pero ¿cómo hacerlo?

—Pues escuchen: Grushnitski es el más enfadado con él, le corresponde, por lo tanto, el primer papel. Pretextará cualquier tontería y desafiará a Pechorin… Esperen, ahora viene el intríngulis… Le desafía. El reto, los preparativos, las condiciones, todo se lleva a cabo del modo más solemne e impresionante; de eso me encargo yo. Seré tu padrino, mi pobre amigo. Pero, bueno, fíjense en el intríngulis: no cargaremos las pistolas. Les garantizo que Pechorin se apoquinará: impondré que el duelo sea a seis pasos, ¡voto al diablo! ¿Qué tal, señores?

—Magnífica idea, ¡de acuerdo! ¿Por qué no? —aprobaron desde distintas partes.

—¿Y tú, Grushnitski?

Yo esperaba con ansiedad la respuesta de Grushnitski; una rabia fría se apoderó de mí al considerar que solamente la casualidad me había salvado de convertirme en el hazmerreír de aquellos idiotas. Si Grushnitski no hubiera asentido, me habría arrojado a sus brazos. Pero él, después de un corto silencio, se levantó, tendió la mano al capitán y dijo con mucha prestancia:

—Bien, acepto.

No es para descrito el entusiasmo que se apoderó de la honrada compañía.

Regresé a casa agitado por dos sentimientos distintos. El primero era de tristeza. ¿Por qué todos me odian tanto? —pensaba—. ¿Por qué? ¿He ofendido a alguien? No. ¿Perteneceré, acaso, a ese género de personas cuyo solo aspecto produce antipatía? Una ira venenosa iba adueñándose lentamente de mi alma. ¡Cuidado, señor Grushnitski! —me decía a mí mismo, recorriendo mi habitación de arriba abajo—. No me gustan estas bromas. Le puede costar muy caro el hacer caso a sus estúpidos camaradas. ¡Mire que no soy un juguete!

En toda la noche no pegué ojo. Al levantarme estaba amarillo como un limón.

Por la mañana encontré a la princesita al lado de la fuente.

—¿Está usted enfermo? —me preguntó, tras una mirada escrutadora.

—No he dormido en toda la noche.

—Ni yo tampoco… pensaba mal de usted… ¿No me habré equivocado? Pero explíquese; puedo perdonárselo todo…

—¿Todo?

—Todo… pero dígame la verdad… dígamela en seguida… He pensado mucho, tratando de explicarme su conducta y de justificarla: ¿teme chocar con la oposición de mi familia?… No tiene importancia: cuando lo sepan… (su voz tembló) yo sabré implorar hasta convencerles. ¿O, quizá, le contiene su propia situación? Pues sepa que no vacilaría en sacrificarlo todo por el hombre que amo… ¡Oh, responda, pronto, tenga compasión!… ¿Verdad que no me desprecia?

Se apoderó de mi mano.

Su madre iba delante con el marido de Vera y no se apercibió de nada; pero podían vernos los enfermos que por allí paseaban y que son los murmuradares más curiosos de todos los curiosos. Me apresuré a desembarazar mi mano de su apasionado apretón.

—Le diré toda la verdad —respondí—. No trataré de justificarme, ni de explicar mis actos. No la amo.

Sus labios palidecieron ligeramente…

—Apártese —susurró con voz casi inaudible.

Me encogí de hombros, di media vuelta y me marché.

14 de junio

A veces me desprecio… ¿No será esta la razón cié mi desdén por los demás?… Me he vuelto incapaz de cualquier impulso generoso; temo parecerme ridículo a mí mismo. Otro, en mi lugar, habría ofrecido a la princesita son coeur et sa fortune[53], pero la palabra boda ejerce un influjo mágico sobre mí: por muy apasionadamente que ame a una mujer, apenas me insinúa que debemos casarnos, ¡adiós, amor! Se me convierte el corazón en una piedra, y no hay fuego que vuelva a darle calor. Arrostraría todos los sacrificios, menos ese; veinte veces arriesgaría a una carta la vida y hasta el honor… pero ¡hipotecar mi libertad!… ¿Por qué la estimaré tanto? ¿Qué incentivo tiene para mí?… ¿A qué aspiro? ¿Qué ilusiones cifro en el porvenir?… En realidad, ninguna. Es un temor innato, un presentimiento indecible… Igual que hay gente que, sin saber por qué, tiene miedo a las arañas, a las cucarachas, a los ratones… ¿Confesarlo o no?… Siendo yo pequeño, una vieja le auguró a mi madre que una mala esposa me daría la muerte. Tanto me impresionó, que generó en mi alma una insuperable aversión al matrimonio… Y, no obstante, un presentimiento me dice que se cumplirá la profecía; trataré, al menos, de que sea lo más tarde posible.

15 de junio

Ayer llegó el prestidigitador Apfelbaum. A la entrada del restaurante apareció un gran anuncio notificando al respetable público que el susodicho prodigioso prestidigitador, acróbata, químico y óptico tendría el honor de ofrecer una estupenda función esta tarde a las ocho, en la sala del club de la nobleza (es decir, en el restaurante); la entrada, dos rublos y medio.

Todos se disponen a ver al asombroso prestidigitador; incluso la princesa Ligóvskaia ha adquirido una localidad, pese a que su hija se halla indispuesta.

Después de comer pasé hoy bajo las ventanas de Vera, que estaba sentada sola en el balcón; a mis pies cayó una esquela:

«Ven a verme a eso de las diez de la noche por la escalera principal; mi marido se ha marchado a Piatigorsk y no volverá hasta mañana por la mañana. La servidumbre y las doncellas tampoco estarán en casa: les he dado localidades a todos ellos y a los criados de la princesa. Te espero; ven sin falta».

«¡Ay! —pensé—, por fin me he salido con la mía».

A las ocho de la noche fui a ver al prestidigitador. El público se congregó a eso de las nueve. Comenzó la función. En las últimas filas de las butacas reconocí a los lacayos y doncellas de Vera y de la princesa. Todos estaban allí. Vi a Grushnitski sentado en primera fila con sus impertinentes. El artista se dirigía a él siempre que necesitaba un pañuelo, un reloj, un anillo, etcétera.

Hace varios días que Grushnitski no me saluda, y hoy me ha mirado un par de veces con bastante insolencia. Todo saldrá a relucir a la hora de ajustar cuentas.

Poco antes de las diez me levanté y abandoné el local.

La noche era oscura como boca de lobo. Nubes pesadas y desapacibles se cernían sobre las cumbres de las montañas vecinas; solo de vez en cuando un viento agonizante hacía susurrar las copas de los álamos en torno al restaurante. Se aglomeraba la gente ante las vidrieras. Descendí la pendiente y, torciendo en dirección a la puerta, aceleré el paso. De pronto me pareció que alguien me seguía. Me detuve y volví la cabeza. Nada pude divisar en la oscuridad; sin embargo, por cautela, di una vuelta alrededor de la casa, como si estuviera paseando. Al pasar bajo las ventanas de la princesita volví a oír pasos detrás de mí; un hombre envuelto en un capote pasó corriendo junto a mí. Me puse en guardia, pero, no obstante, me aproximé con sigilo a la terracilla y subí apresuradamente las escaleras oscuras. Abrióse la puerta; una mano pequeñita se apoderó de la mía…

—¿No te ha visto nadie? —musitó Vera, estrechándose contra mí.

—¡Nadie!

—¿Te has convencido ahora de que te quiero? ¡Oh, cuánto he vacilado, cuánto he sufrido!… Pero tú haces de mí lo que se te antoja.

Su corazón latía fuertemente; sus manos estaban frías como el hielo. Comenzaron los reproches, los celos, las quejas; exigía que se lo confesara todo, afirmando que soportaría resignada mi traición, porque lo único que anhelaba era mi felicidad. Aunque yo no la creía del todo, la apacigüé con juramentos, promesas, etcétera.

—¿Así que no te casarás con Meri? ¿De modo que no la quieres?… Y ella que se figura… ¿sabes? ¡La pobrecilla está loca por ti!…

…………………

Serían las dos de la madrugada cuando abrí la ventana, anudé dos chales por las puntas y me serví de ellos para descender del balcón superior al de abajo, sujetándome a una columna. En el dormitorio de la princesita aún se veía luz. Me sentí empujado hacia su ventana. Los visillos a medio correr me permitieron lanzar al interior de la habitación un vistazo lleno de curiosidad. Meri estaba sentada en su cama, con las manos enlazadas en las rodillas; un gorrito de dormir, guarnecido de encaje, daba cobijo a la espesa cabellera recogida; le cubría los hombros nacarados una toquilla roja, y sus piececitos se ocultaban en unas abigarradas babuchas persas. Se mantenía inmóvil, con la cabeza reclinada sobre el pecho. En la mesita de delante había un libro abierto, pero sus ojos inertes, saturados de indescriptible tristeza, parecían mirar por centésima vez la misma página, mientras sus pensamientos volaban lejos…

En este instante alguien se movió detrás de un arbusto. Salté del balcón al césped. Una mano invisible me atenazó por el hombro.

—¡Ajá —gruñó una voz ronca—, has caído en la trampa!… ¡Ya te enseñaré yo a visitar de noche a las princesas!…

—Sujétale bien —gritó otro, saliendo de una esquina.

Eran Grushnitski y el capitán de dragones.

Descargué un puñetazo en la cabeza de este último, le derribé y me escabullí entre los matorrales. Conocía muy bien los senderos del jardín que se extendía por la ladera, enfrente de nuestras casas.

—¡Ladrones! ¡Socorro!… —gritaron ellos.

Sonó un disparo de fusil; un taco humeante cayó casi a mis pies.

Un minuto más tarde ya estaba en mi habitación; me desnudé y me acosté. Apenas mi lacayo tuvo tiempo de echar la llave, cuando Grushnitski y el capitán empezaron a llamar a la puerta.

—¡Pechorin! ¿Duerme usted? ¿Está usted aquí? —gritó el capitán.

—Estoy durmiendo —contesté enfadado.

—¡Levántese! ¡Ladrones… circasianos!…

—Tengo un catarro —respondí— y temo enfriarme. Se fueron. Hice mal en responderles; me hubieran estado buscando una hora más por el jardín. Mientras tanto, la alarma provocada era terrible. Un cosaco vino al galope desde la fortaleza. Todo se puso en movimiento: buscando a los circasianos, no dejaron matorral sin escudriñar y, como es de suponer, no encontraron nada; pero es seguro que muchos siguieron convencidos de que si la guarnición hubiese mostrado más valor y diligencia, habría quedado en el sitio no menos de una veintena de malhechores.

16 de junio

Esta mañana en la fuente no se hablaba más que de la incursión nocturna de los circasianos. Después de tomar los vasos de agua de Narzán prescritos y de recorrer unas diez veces la larga avenida de tilos, encontré al marido de Vera, que acababa de regresar de Piatigorsk. Me tomó del brazo y fuimos a desayunar al restaurante. Estaba muy preocupado por su esposa.

—¡Qué susto se ha llevado esta noche! —decía—. ¡Y ha tenido que ocurrir precisamente en ausencia mía!

Elegimos asiento junto a una puerta que conducía a un salón lateral, donde se hallaban unos diez jóvenes, entre ellos Grushnitski. El destino me deparó por segunda vez la oportunidad de captar una conversación llamada a decidir su suerte. Él no me vio y, por consiguiente, yo no podía sospechar que sus palabras fueran intencionadas; pero eso no hacía más que aumentar su culpabilidad a mis ojos.

—¿Pero de veras que eran circasianos? —preguntó alguien—. ¿Quién los ha visto?

—Voy a referirles el caso —respondió Grushnitski—, pero, por favor, no me descubran; escuchen lo que sucedió: una persona, cuyo nombre me reservo, vino ayer a verme y me contó que a eso de las diez había visto a un hombre penetrar en casa de la princesa Ligóvskaia. Debo comunicarles que la princesa estaba aquí y la hija en casa. Allá que nos fuimos, y nos apostamos bajo las ventanas, con el fin de sorprender al afortunado.

Confieso que me asusté, pues, aunque mi interlocutor estaba muy embebido con su desayuno, podría oír cosas harto desagradables si es que, por desgracia, Grushnitski había adivinado la verdad; pero la ceguera de los celos no le permitía ni siquiera sospecharla.

—Pues, como les iba diciendo —prosiguió Grushnitski—, nos fuimos con un fusil cargado con pólvora, ya que solo queríamos darle un susto. Hasta las dos de la madrugada le estuvimos acechando en el jardín. Al fin apareció, Dios sabe por dónde, pero no fue por la ventana, porque no se abrió. Seguramente saldría por la puerta de cristales que hay detrás de la columna. El caso es que, por fin, vemos que alguien se deja caer desde el balcón… ¿Qué os parece la princesita, eh? ¡Vaya con las señoritas de Moscú! ¿En qué va uno a creer después de eso? Quisimos atraparle, pero se nos escurrió de entre las manos y se perdió como una liebre entre los arbustos; entonces hice fuego sobre él.

Alrededor de Grushnitski resonó un murmullo de incredulidad.

—¿No lo creéis? Os doy mi palabra de honor, mi palabra de caballero, que no he dicho otra cosa que la pura verdad y, si es menester, para demostrarlo, os daré el nombre de ese caballero.

—¡Dilo, dilo! ¿Quién es? —preguntaron desde varios puntos.

—¡Pechorin! —respondió Grushnitski.

En esto alzó los ojos: yo estaba en la puerta, frente por frente de él. Púsose terriblemente rojo. Me acerqué, y pronuncié con lentitud y claridad:

—Lamento mucho no haber entrado antes de que usted empeñase su palabra de honor confirmando la más abyecta de las calumnias. Mi presencia le hubiera evitado una canallada más.

Grushnitski saltó de su asiento con visos de enardecerse.

—Le ruego —continué en el mismo tono—, le ruego que se retracte inmediatamente de sus palabras; usted sabe muy bien que se trata de una insidia. No creo que la indiferencia de una mujer ante cualidades tan notables como las de usted merezca una venganza tan terrible. Medítelo: si mantiene su afirmación, queda inhabilitado para llamarse hombre de honor y arriesga usted la vida.

Grushnitski estaba ante mí, con la vista baja y presa de intensa emoción. Pero la lucha entre el amor propio y la conciencia fue breve. El capitán de dragones, sentado a la vera, le empujó con el codo; estremecióse Grushnitski y se precipitó a responderme, sin alzar los ojos:

—Señor mío, cuando digo algo es porque lo pienso y estoy dispuesto a repetirlo… No temo sus amenazas y aquí me tiene, dispuesto a todo.

—Esto último ya lo ha demostrado usted —le respondí fríamente, y, tomando del brazo al capitán de dragones, salí del aposento.

—¿Qué desea usted? —me preguntó el capitán.

—Usted es amigo de Grushnitski y, seguramente, actuará de padrino…

El capitán me hizo una grave reverencia.

—Está usted en lo cierto —contestó—; incluso me veo en la obligación de ser su padrino, porque la ofensa a él inferida me afecta también a mí; yo estaba con él ayer noche —añadió, irguiendo su cuerpo, un poco encorvado.

—¿Ah, entonces fue a usted a quien golpeé tan descortésmente en la cabeza?

Se puso amarillo, morado; su rostro traslució una rabia oculta.

—Tendré el honor de enviarle hoy mismo a mi padrino —añadí con un cortés saludo, fingiendo no darme cuenta de su furia.

En la terracilla del restaurante encontré al marido de Vera. Creo que me esperaba.

Me tomó una mano con emoción rayana en el éxtasis.

—Noble joven —profirió con lágrimas en los ojos—. Lo he oído todo. ¡Qué canalla! ¡Y qué ingrato!… ¡Admítelos, después de eso, en una casa decente! ¡Alabado sea Dios, que no tengo hijas! Pero aquella por quien arriesga usted la vida sabrá recompensarle. Cuente con mi discreción hasta que haga falta —prosiguió él—. También yo fui joven y serví en el ejército; sé que en asuntos de tal índole no debe uno entrometerse. Adiós.

¡Pobrecillo! Se alegra de no tener hijas…

Me encaminé sin dilación a casa de Werner, le encontré allí y se lo conté todo: mis relaciones con Vera y la princesita, así como la conversación que me descubrió los propósitos de esos señores de reírse a costa mía, llevándome a un duelo con pistolas descargadas. Pero ahora el asunto rebasaba los límites de una broma: sin duda, ellos no intuían semejante desenlace.

El doctor accedió a asistirme como padrino; le expliqué algunos detalles respecto a las condiciones del duelo; debía insistir en que la cosa transcurriera del modo más secreto posible, porque, aunque jamás vacilaría en arriesgar la vida, no estaba dispuesto, ni mucho menos, a estropear para siempre mi porvenir en este mundo.

Después me fui a casa. Al cabo de una hora regresó el doctor de su gestión.

—Efectivamente, hay un complot contra usted —me dijo—. En casa de Grushnitski encontré al capitán de dragones y a otro señor más, cuyo apellido no recuerdo. Me detuve un momento en la antesala para quitarme los chanclos y oí que discutían en medio de un espantoso jaleo… «¡Nada me hará ceder! —decía Grushnitski—. Me ha ofendido públicamente; entonces la cosa era distinta por completo…». «¿A ti qué te importa? —replicó el capitán—. Del asunto me encargo yo. He sido padrino en cinco duelos y sé cómo arreglármelas. Ya lo tengo todo pensado. Pero haz el favor de no estorbarme. Un susto no le vendrá mal. ¿Y para qué correr un riesgo que puede evitarse?…». En ese momento entré yo, y se callaron. Nuestra conversación duró bastante. Por fin resolvimos lo siguiente: a unas cinco verstas de aquí hay un desfiladero solitario; ellos se presentarán allí mañana, a las cuatro de la madrugada, y nosotros saldremos media hora después; el duelo será a seis pasos; así lo ha exigido el propio Grushnitski. El muerto se les cargará a los circasianos. Ahora bien, yo sospecho que ellos, es decir, los padrinos, han variado un poco su plan anterior, y quieren cargar con bala la pistola de Grushnitski nada más. Algo parecido a un asesinato, pero en tiempo de guerra y, sobre todo, en una guerra asiática son permisibles los ardides. Grushnitski me parece más noble que sus compañeros. ¿Usted qué opina? ¿Debemos darles a entender que hemos descubierto su juego?

—¡Por nada del mundo, doctor! Esté tranquilo; no me dejaré embaucar.

—¿Qué piensa hacer?

—Eso me lo reservo.

—Tenga cuidado, no caiga en el cepo… ¡mire que es a seis pasos!

—Doctor, mañana le espero a las cuatro de la madrugada; los caballos estarán preparados… Adiós.

Me pasé la tarde en casa, recluido en mi habitación. Vino un lacayo a llamarme de parte de la princesa, pero ordené decirle que estaba enfermo.

…………………

Las dos de la madrugada… No puedo dormir… ¡Con la falta que me hace, para que mañana no me tiemble la mano! Aunque a seis pasos es difícil fallar. ¡Ah, señor Grushnitski! No le valdrán sus argucias… Cambiaremos de papeles: ahora seré yo el que buscará en su pálido rostro señales de oculto temor. ¿Para qué ha designado usted mismo esos seis pasos fatales? Se imagina usted que voy a colocar sin más ni más mi frente bajo su pistola… ¡Pero echaremos suertes!… y entonces… entonces, ¿y si le sonríe la fortuna? ¿Y si mi estrella termina por serme adversa?… Nada tendría de extraño: ha sido fiel tanto tiempo a mis caprichos… El cielo no es más constante que la tierra.

¡Bah! ¡Si viene la muerte, que venga! No perderá gran cosa el mundo; además, todo esto me aburre ya bastante. Soy como el que bosteza en el baile, y si no se va a dormir es tan solo porque no ha llegado aún su carruaje. Pero el carruaje espera ya en la puerta… ¡Adiós!…

Hago memoria de todo mi pasado e, involuntariamente, me pregunto: ¿para qué he vivido? ¿Con qué fin nací?… Pero ese fin ha debido de existir, y es probable que me predestinase a algo elevado, porque en mi alma alientan fuerzas inconmensurables… Pero, no adivinando mi vocación, corrí tras el señuelo de pasiones ingratas y vacías; salí de su fragua duro y frío, como el hierro, mas perdí para siempre el fuego de los nobles afanes, la flor más galana de la vida. Y, desde entonces, ¡cuántas veces he sido hacha en manos del destino! Caí sobre la cabeza de los condenados como arma de verdugo, a menudo sin odio, siempre sin piedad… Mi amor no ha hecho feliz a nadie, porque nada sacrifiqué en pro de los seres amados; amaba para mí, para contento propio; me reducía a satisfacer una extraña necesidad del corazón, devorando con ansia los sentimientos, la ternura, las alegrías y los dolores de quienes amaba, sin lograr saciarme jamás. Algo así como el que, torturado por el hambre, se duerme, exhausto, y sueña con manjares suculentos y espumosos vinos: engulle con avidez los dones etéreos de la imaginación y parece sentirse aliviado; pero, al despertar, se disipa el sueño… ¡y le queda hambre redoblada y desesperación!

¡Mañana puedo morir!… y no quedará en el mundo un solo ser que me haya comprendido por completo. Unos me consideran peor, y otros, mejor de lo que soy en realidad… Estos dirán: «Era un buen muchacho»; los de más allá: «Era un canalla». Y, sin embargo, lo uno y lo otro será falso. Después de eso, ¿vale la pena vivir? Pero sigue uno viviendo por curiosidad, en espera de algo nuevo… ¡Da risa y rabia!

Ya llevo mes y medio en la fortaleza de N. Maxim Maxímich ha salido de caza. Estoy solo, sentado cerca de la ventana; nubes grises envuelven las montañas casi hasta el propio pie; a través de la niebla, el sol semeja un manchón amarillo. Hace frío; silba el viento y retiemblan las contraventanas… ¡Qué aburrimiento!… Continuaré mi diario, interrumpido por tantos y tan extraños sucesos.

He releído la última página. ¡Es ridículo! Pensaba que moriría. Imposible: no he apurado aún el cáliz de la amargura y ahora presiento que viviré mucho todavía.

¡Con qué claridad y nitidez ha quedado impreso en mi memoria todo aquello! El tiempo no ha podido tachar un rasgo, ni una sombra.

Recuerdo que durante la noche que precedió al duelo no conseguí dormir ni un minuto. Tampoco pude escribir mucho: una inquietud oculta se había apoderado de mí. Estuve aproximadamente una hora paseando por la habitación; después me senté y abrí una novela de Walter Scott, que tenía sobre la mesa: eran Los puritanos. Al principio me costó trabajo leer, pero luego me olvidé de todo, seducido por la maravillosa fábula… ¿Será posible que el bardo escocés no reciba en el otro mundo la debida recompensa por cada minuto del placer que proporciona este libro?

Amaneció, por fin. Mis nervios se habían tranquilizado. Me miré en el espejo; una palidez macilenta me cubría el rostro, que guardaba la huella del torturante insomnio; pero mis ojos, aunque rodeados de una sombra violácea, brillaban altivos e implacables. Quedé contento de mí mismo.

Ordené ensillar los caballos, me vestí y corrí al baño. Sumergido en las frías y burbujeantes aguas de Narzán, sentí que recuperaba las fuerzas físicas y morales. Salí del baño, confortado y animoso, como si me dispusiera a ir a un baile. ¡Qué digan después que el alma no depende del cuerpo!

De regreso, encontré en mi casa al doctor. Me eché a reír a carcajadas al ver su figurilla bajo el descomunal gorro peludo: su rostro, nada marcial, parecía aún más largo que de costumbre.

—¿Por qué viene tan triste, doctor? —le pregunté—. ¿No ha acompañado usted a cientos de personas al otro mundo con la mayor indiferencia? Hágase cuenta que tengo una fiebre biliosa; igual puedo curarme que morirme; lo uno y lo otro entran en el orden normal de las cosas; trate de considerarme un paciente aquejado por una dolencia desconocida para la Medicina, y verá aumentar su curiosidad hasta el punto máximo. Se le presenta la ocasión de hacer sobre mí algunas importantes observaciones fisiológicas… ¿Acaso la espera de una muerte violenta no es ya una verdadera enfermedad?

La idea sorprendió al doctor y se animó.

Montamos a caballo; Werner asió con ambas manos las bridas y picamos espuelas. Pasamos por el arrabal, y en un abrir y cerrar de ojos dejamos atrás la fortaleza, internándonos en el desfiladero, por donde serpenteaba una vereda medio cubierta de altos yerbajos e interceptada una vez y otra por un tumultuoso arroyo. Teníamos que vadearlo, con gran desesperación del doctor, pues su cabalgadura se detenía siempre que entraba en el agua.

¡No recuerdo una mañana tan azul ni tan reconfortante! El sol apenas había asomado por encima de las verdes cumbres, y la fusión del primer calor de sus rayos con la frescura agonizante de la noche impregnaba el espíritu de una dulce languidez; aún no había penetrado en el desfiladero la luz festiva del naciente día; doraba tan solo los picos de las rocas, suspendidas a ambos lados sobre nosotros. Los espesos arbustos que crecían en sus profundas hendiduras nos salpicaban al primer soplo del viento con una lluvia plateada. Recuerdo que aquel día amé como nunca la Naturaleza. ¡Con cuánta curiosidad contemplaba cada gota de rocío que, temblorosa en la ancha hoja de alguna vid, era un prisma en que titilaban millones de irisados rayos! ¡Con qué avidez pretendía mi vista calar el brumoso horizonte! El camino se hacía cada vez más estrecho, las rocas más azules y temibles y, por último, parecía fundirse en un muro impenetrable. Cabalgábamos en silencio.

—¿Ha hecho usted testamento? —me preguntó de pronto Werner.

—No.

—¿Y si le mata?…

—Los herederos acudirán solos.

—¿Será posible que no tenga amigos a quienes enviar su último adiós?…

Denegué con la cabeza.

—¿Y tampoco habrá en el mundo una mujer a la que desee dejar algún recuerdo?…

—Doctor, ¿quiere usted que le muestre mi alma al desnudo? —le respondí—. Mire: ya estoy fuera de esa edad en que se muere con el nombre de la amada en los labios y legando a un amigo un mechón de cabellos engominados o sin engominar. Pensando en la muerte, próxima y posible, pienso solamente en mí mismo; otros no hacen ni siquiera eso. Los amigos me olvidarán mañana o, peor aún, contarán de mí Dios sabe qué infundios. Las mujeres, abrazando a otro, se reirán de mí, para no despertar celos hacia el difunto. ¡El Señor los perdone! Del temporal de la vida no he sacado más que algunas ideas y ningún sentimiento. Ya hace tiempo que no vivo con el corazón, sino con la cabeza. Sopeso y analizo mis propias pasiones y actos con severa curiosidad, pero sin interés. En mí coexisten dos seres; uno vive, en el sentido completo de esta palabra; el otro piensa y le juzga; el primero quizá se despida para siempre de usted y del mundo dentro de una hora… Y el segundo… ¿el segundo?… Fíjese, doctor, ¿no ve usted tres figuras negras en la roca de la derecha? Parecen nuestros adversarios, ¿verdad?…

Nos pusimos al trote.

Al pie del peñón había tres caballos atados entre los matorrales; arrendamos los nuestros allí mismo y subimos por un angosto sendero a un altiplano donde nos esperaba Grushnitski con el capitán de dragones y otro padrino suyo, que atendía por Iván Ignátievich; jamás había oído su apellido.

—Ya hace rato que les aguardamos —dijo el capitán de dragones con una sonrisa irónica.

Saqué el reloj y se lo enseñé.

Disculpose, diciendo que el suyo iba adelantado.

Hubo unos minutos de un silencio embarazoso; el doctor lo rompió, por fin, dirigiéndose a Grushnitski:

—Me parece —dijo— que, una vez demostrado por ambas partes su ánimo de batirse, con lo cual han rendido ya tributo a los postulados del honor, bien podrían ustedes, señores míos, llegar a una explicación y zanjar esta asunto amigablemente.

—Por mi parte, estoy dispuesto —contesté yo.

El capitán hizo un guiño a Grushnitski, y este, interpretando mi actitud como miedo, adoptó una postura arrogante, aunque hasta ese momento su cara había estado cubierta de una palidez mortecina. Por primera vez desde nuestra llegada alzó los ojos y me miró; pero en sus ojos se advertía cierta zozobra, que delataba la lucha trabada en su interior.

—Exponga sus condiciones —dijo él—, y tenga la seguridad de que todo cuanto pueda hacer en su favor…

—He aquí mis condiciones: hoy mismo se retractará públicamente de su calumnia y me presentará excusas…

—Señor mío, me asombra que se atreva usted a proponerme cosa semejante…

—¿Qué otra le puedo proponer?…

—Siendo así, nos batiremos…

Me encogí de hombros.

—Como quiera; pero piense que, irremisiblemente, uno de los dos ha de quedar muerto.

—Espero que sea usted…

—Pues yo estoy tan convencido de lo contrario…

Grushnitski, turbado, enrojeció y luego emitió una risa forzada.

El capitán le tomó del brazo y se lo llevó aparte. Estuvieron cuchicheando largo rato. Yo había llegado de un humor bastante apacible, pero todo aquello comenzaba a enfurecerme.

Se me acercó el doctor.

—Oiga —me dijo con evidente preocupación—, usted, sin duda, se ha olvidado del complot… Yo no sé cargar una pistola, pero en este caso… ¡Qué hombre más raro es usted! Dígales que conoce sus intenciones, y no se atreverán… ¡Sí que es menudo el capricho! Le van a dejar seco, como a un pajarito…

—Doctor, le ruego que no se preocupe y tenga paciencia… Yo lo arreglaré de modo que no les quedará ninguna ventaja. Déjelos que cuchicheen…

—¡Señores, esto va resultando aburrido! —les dije en voz alta—. Si hemos de batirnos, batámonos. Tiempo han tenido ustedes de hablar anoche…

—Estamos dispuestos —respondió el capitán—. ¡Cada uno a su sitio, señores!… Doctor, tenga la bondad de medir seis pasos…

—¡Colóquense! —pronunció Iván Ignátievich con voz chillona.

—Permítame —intervine yo— una condición más: como el duelo es a vida o muerte, debemos de hacer lo posible para que esto quede en secreto y no se comprometan nuestros padrinos. ¿Están ustedes conformes?

—Completamente.

—Pues bien, he aquí lo que se me ha ocurrido. ¿Ven ustedes aquel estrecho rellano en lo alto de la roca vertical de la derecha? Desde allí hasta abajo habrá unas treinta sazhen, si no más; en el fondo, piedras agudas. Cada uno de nosotros se colocará en el borde mismo del rellano; de este modo, incluso una pequeña herida será mortal; creo que esto coincidirá con sus deseos, ya que usted mismo ha designado los seis pasos. El que resulte herido, caerá infaliblemente al fondo y se hará trizas; el doctor extraerá la bala y será fácil achacar a un traspiés esta muerte inesperada. Echaremos suertes para ver a quién le corresponde disparar primero. Y, por último, les hago saber que no me batiré en otras condiciones.

—Aceptado —repuso el capitán, mirando expresivamente a Grushnitski, que asintió con la cabeza.

Su rostro se alteraba a cada instante: le había colocado en un trance difícil. En condiciones normales, podría haberme apuntado a una pierna, herirme levemente y satisfacer así su deseo de venganza, sin excesivo remordimiento para la conciencia; pero ahora tendría que disparar al aire o convertirse en un asesino, o, en último caso, renunciar a su vil maquinación y correr el mismo riesgo que yo. En aquel momento no hubiera querido hallarme en su lugar. Grushnitski se llevó aparte al capitán y comenzó a hablarle excitado sobremanera. Observé cómo temblaban sus labios lívidos; pero el capitán le dio la espalda con una sonrisa despreciativa.

—¡Eres tonto! —espetole en voz bastante alta—. No comprendes nada… ¡Adelante, pues, señores!

Por entre los matorrales subía una vedilla pendiente arriba; peñascos desprendidos de las rocas formaban los vacilantes peldaños de aquella escalera natural. Agarrándonos a los matojos, empezamos a trepar. Grushnitski marchaba en cabeza, seguido de sus padrinos; y, después, íbamos el doctor y yo.

—Me deja usted admirado —dijo Werner estrechándome fuertemente la mano—. Permítame tomarle el pulso… ¡Oh, hay fiebre!… Pero en su rostro no se nota nada… Solamente los ojos le brillan más que de costumbre.

Una multitud de piedrecillas rodó con repentino estrépito a nuestros pies. ¿Qué era aquello? Grushnitski, que había tropezado; la rama a que se había asido se rompió, y habría caído de espaldas, precipitándose monte abajo, si sus padrinos no le sujetan.

—¡Cuidado! —le grité yo—, no caiga antes de tiempo: es de mal agüero. Recuerde a Julio César[54].

Por fin escalamos el pico de la prominente roca. Fina arena cubría la mesetilla, como si estuviera preparada ex profeso para un duelo. Alrededor, perdiéndose en la dorada niebla matutina, se hacinaban las cumbres montañosas, como un rebaño infinito, y el Elbrús se erguía por el Sur como una mole blanca, rematando la cadena de vértices helados, entre los cuales vagaban ya deshilachadas nubes, procedentes del Este. Me acerqué al borde de la meseta, miré hacia abajo y sentí una leve sensación de vértigo. El hondón parecía oscuro y frío como un sepulcro; los musgosos dientes de las rocas, desgajadas por las tormentas y el tiempo, esperaban su presa.

La meseta donde debíamos batirnos formaba un triángulo casi regular. Desde el ángulo saliente medimos seis pasos y decidimos que el primero a quien le tocara en suerte aguantar el disparo del contrario se colocaría en el mismo ángulo, de espaldas al precipicio; en caso de quedar con vida, los adversarios cambiarían de sitio.

Resolví ceder todas las ventajas a Grushnitski; quería ponerle a prueba. Tal vez podría despertarse en su alma una chispa de generosidad y, entonces, todo habría acabado de la mejor manera; pero el amor propio y la debilidad de su carácter habían de sobreponerse… Quería tener pleno derecho a 110 compadecerme de él si el destino me dejaba con vida. ¿Quién no ha hecho semejantes transacciones con su conciencia?

—Eche a suertes, doctor —propuso el capitán. El doctor sacó del bolsillo una moneda de plata y la levantó en alto.

—¡Cara! —gritó Grushnitski apresuradamente, como quien despierta de improviso, sacudido por una mano amistosa.

—¡Cruz! —dije yo.

La moneda voló y tintineó en el suelo. Todos se lanzaron hacia ella.

—Es usted afortunado —dije a Grushnitski—; le corresponde tirar el primero. Ahora bien: recuerde que si no me mata, yo no fallaré: le doy mi palabra de honor.

Grushnitski enrojeció; le abochornaba matar a un hombre inerme. Yo le miré fijamente; por un instante me pareció verle a punto de arrojarse a mis pies, pidiéndome perdón: pero ¿cómo iba a confesar un propósito tan vil?… Le quedaba un solo recurso: disparar al aire. Yo estaba convencido de que así lo haría. Una sola cosa podría impedírselo: la idea de que yo exigiera la repetición del duelo.

—¡Ha llegado el momento! —me susurró el doctor, tirándome de la manga—. Si no les descubre ahora que conocemos sus intenciones, todo está perdido. Mire que ya está cargando… Si no habla usted, lo haré yo mismo…

—¡Por nada del mundo, doctor! —respondí, sujetándole de un brazo—. Lo echaría todo a perder; usted me ha dado palabra de no estorbarme… ¿Qué le importa? A lo mejor, quiero que me maten…

Me miró estupefacto:

—¡Ah, eso ya es otra cosa!… Pero no se queje de mí en el otro mundo…

El capitán, mientras tanto, había cargado las pistolas; una se la tendió a Grushnitski, susurrándole algo con una sonrisa; y la otra a mí.

Yo me situé al borde de la meseta, apoyando con fuerza la pierna izquierda en una piedra, y ligeramente inclinado hacia adelante, a fin de no caer para atrás en caso de recibir una herida leve.

Grushnitski se colocó enfrente, y, dada la señal, alzó la pistola. Temblantes las rodillas, apuntaba a mi frente…

Una indescriptible furia me hirvió en el pecho. De pronto, dejó caer el cañón del arma y, poniéndose pálido como la cera, se volvió hacia su padrino.

—¡No puedo! —dijo con voz sorda.

—¡Cobarde! —le recriminó el capitán.

Resonó el disparo. La bala me rozó la rodilla. Instintivamente di unos pasos adelante para separarme del borde lo más pronto posible.

—¡Qué lástima, amigo Grushnitski, que hayas fallado! —lamentóse el capitán—. Ahora te toca a ti, ¡colócate! Dame antes un abrazo, pues ¡ya no nos veremos más! —se abrazaron; el capitán contenía la risa a duras penas—. No temas —añadió, mirando con picardía a Grushnitski—, ¡nada tiene importancia en este mundo!… ¡La Naturaleza es tonta, es bobo el destino, y la vida no vale un comino!

Después de esta sentencia trágica, pronunciada con la debida gravedad, se retiró a su puesto; Iván Ignátievich, con lágrimas en los ojos, abrazó también a Grushnitski, y este quedó solo, frente a mí. Hasta la fecha trato de explicarme el sentimiento que entonces bullía en mi pecho: era el enojo del amor propio ofendido, el desprecio y la rabia engendrada por la idea de que aquel hombre, que con tanta seguridad y tan serena insolencia me contemplaba ahora, había querido matarme a mansalva como a un perro dos minutos antes, ya que, de haber sido un poco más grave la herida de la pierna, me hubiera desplomado irremisiblemente en el abismo.

Escruté unos minutos su cara, tratando de hallar aunque solo fuese un débil atisbo de arrepentimiento. Pero me pareció que disimulaba una sonrisa.

—Le aconsejo que antes de morir se encomiende a Dios —le dije entonces.

—No se preocupe de mi alma más que de la suya. Solo una cosa le ruego: dispare lo antes posible.

—¿Y no retira usted su calumnia? ¿No me suplica que le perdone?… Piénselo bien: ¿no le dice nada su conciencia?

—¡Señor Pechorin! —gritó el capitán de dragones—, permítame observarle que esto no es un confesonario… Terminemos cuanto antes; no vaya a ser que pase alguien por el desfiladero y nos vea.

—Está bien. Doctor, acérquese.

El doctor obedeció. ¡Pobre doctor! Estaba más pálido que Grushnitski diez minutos antes.

Las palabras siguientes las pronuncié a propósito pausadamente, con claridad y en voz alta, como se anuncia una sentencia de muerte.

—Sin duda, doctor, estos señores, en su prisa, se han olvidado de poner la bala en mi pistola: le ruego que vuelva usted a cargarla, ¡y bien!

—¡Imposible! —gritó el capitán—. ¡No puede ser! Yo he cargado las dos pistolas; quizá la bala de la suya se haya caído… ¡No es culpa mía! Pero no tiene usted derecho a cargarla de nuevo… ningún derecho… Sería vulnerar las reglas; no lo permitiré…

—Bien —repliqué al capitán—: Entonces le desafío a usted en las mismas condiciones…

El capitán se calló turbado.

Grushnitski, hundida la cabeza en el pecho, permanecía confuso y sombrío.

—¡Déjales! —dijo, por fin, al capitán, que intentaba arrancar mi pistola de manos del doctor—. Bien sabes tú que tienen razón.

En vano el capitán le hacía toda suerte de señas; Grushnitski no quería ni mirarle.

El doctor, mientras tanto, cargó la pistola y me la entregó.

El capitán, al verlo, escupió y dio en el suelo una patada de coraje:

—Eres idiota, amigo —exclamó—, un idiota de lo más vulgar… Ya que te confiaste a mí, debieras obedecerme en todo… ¡Te lo tienes merecido! ¡Muere ahora como una mosca!…

Se volvió y retirose mascullando:

—A pesar de todo, esto va contra las reglas.

—Grushnitski —dije yo—, aún hay tiempo; retira tu calumnia y te lo perdono todo. No has conseguido embrollarme, y mi amor propio está satisfecho. Recuerda que en tiempos fuimos amigos…

Su rostro se encendió. Le centellearon los ojos.

—¡Dispare! —respondió—. Me desprecio a mí mismo, y a usted le odio. Si no me mata, le degollaré cualquier noche por la espalda. En la tierra no hay espacio para nosotros dos…

Disparé…

Cuando se disipó el humo, Grushnitski había desaparecido de la meseta. Solamente una columnilla de polvo se levantaba aún al borde del precipicio.

Todos, al unísono, lanzaron un grito.

Finita la commedia! —dije al doctor.

No me respondió, y se volvió horrorizado.

Me encogí de hombros y, con una inclinación de cabeza, me despedí de los padrinos de Grushnitski.

Al descender por la vereda vi entre las hendiduras de las rocas el cadáver ensangrentado de Grushnitski. Cerré los ojos…

Desaté el caballo y me dirigí al paso hacia mi casa. Notaba el corazón como aplastado por una losa. El sol me parecía opaco; sus rayos no me calentaban.

Antes de llegar al arrabal, torcí a la derecha por el desfiladero. Me hubiera apenado ver a un ser humano: quería estar solo. Soltando las bridas y con la cabeza baja, cabalgué mucho tiempo, hasta verme, por fin, en un lugar absolutamente desconocido para mí; di la vuelta al caballo y me puse a buscar el camino; el sol se ocultaba cuando llegamos a Kislovodsk, extenuado yo y rendida la montura.

Mi lacayo me dijo que había estado a verme Werner, y me entregó dos esquelas: una de él, la otra… de Vera.

Abrí la del doctor. Decía lo siguiente:

Todo se ha arreglado de la mejor manera posible. Trajeron el cuerpo horriblemente magullado. La bala le ha sido extraída del pecho. Todo el mundo está seguro de que la muerte se debe a un accidente; tan solo el comandante, quien, al parecer, conoce el altercado, movió la cabeza, aunque no dijo nada. No hay ninguna prueba contra usted, y puede dormir tranquilo… si es que puede… Adiós…

Tardé mucho en decidirme a abrir la segunda esquela… ¿Qué podía escribirme ella?… Un amargo presentimiento me inquietaba el alma.

He aquí esta carta, cada palabra de la cual se ha grabado para siempre en mi memoria:

Te escribo completamente convencida de que jamás nos volveremos a ver. Hace algunos años, al separarme de ti, pensaba lo mismo; pero el cielo quiso probarme por segunda vez. No he resistido la prueba: mi débil corazón se sometió de nuevo a la voz conocida… ¿Verdad que esto no te llevará a despreciarme? La presente es una despedida y una confesión: me siento obligada a expresarte lo que se ha ido acumulando en mi corazón desde que te quiero. No te culpo de nada. Te has portado conmigo como lo hubiera hecho cualquier otro hombre: me has querido como se quiere a una propiedad, como a una fuente de alegrías, inquietudes y tristezas que se sucedían alternativamente, y sin las cuales la vida resulta anodina y monótona. Desde el principio lo comprendí… Pero eras desgraciado, y me sacrifiqué, confiando en que alguna vez apreciarías mi sacrificio y comprenderías mi profunda ternura, que no depende de las circunstancias. A partir de entonces transcurrió mucho tiempo: penetré en todos los misterios de tu alma… y me convencí de que era una esperanza vana. ¡Sentí profunda amargura! Pero mi amor había echado raíces en mi alma: su llama perdió brillo, mas no se extinguió.

Nos separamos para siempre. Sin embargo, puedes estar seguro de que jamás amaré a otro: mi alma ha consumido en ti todos sus tesoros, sus lágrimas y esperanzas. Una mujer que te haya querido alguna vez, no puede mirar sin cierto desprecio a los demás hombres, no porque tú seas mejor que ellos, ¡oh, no! Pero tu ser posee algo peculiar, tuyo, solo tuyo, algo altivo y misterioso; en tu voz, digas lo que digas, hay un poder invencible; nadie sabe con tanta perseverancia desear ser amado; en nadie es tan atrayente el mal; ninguna mirada promete tanto placer; nadie sabe aprovechar mejor sus dotes, y nadie puede ser tan verdaderamente desdichado como tú, porque nadie trata tanto de convencerse de lo contrario.

Ahora debo explicarte la causa de mi presurosa partida; te parecerá poco importante, ya que se refiere solamente a mí.

Esta mañana entró mi marido en mi habitación y me contó tu altercado con Grushnitski. Mi rostro debió alterarse mucho, porque me miró fija y largamente a los ojos; me faltó poco para caer desmayada al pensar que hoy debías batirte y que yo era la causa del desafío; me parecía volverme loca… Pero ahora, ya en condiciones de razonar, estoy segura de que estarás vivo; es imposible que mueras sin mí, ¡imposible! Mi marido estuvo paseando mucho rato por la habitación; no sé lo que me decía, ni recuerdo lo que le contesté… Debo haberle dicho que te amo… Lo único que recuerdo es que, al final de nuestra conversación, me ultrajó con una palabra espantosa, y se fue. Oí cómo ordenó enganchar el carruaje… Ya llevo tres horas sentada al lado de la ventana, esperando tu regreso… ¡Pero tú vives… tú no puedes morir!… El coche está casi preparado… ¡Adiós, adiós! Estoy perdida, pero ¿qué importa?… Si pudiera tener la seguridad de que te acordarás siempre de mí… No pido ya que me ames, no, sino sencillamente que me recuerdes. Adiós; ya vienen… Debo ocultar la carta…

¿Verdad que no quieres a Meri, que no te casarás con ella? Escucha, debes hacer por mí ese sacrificio; yo lo he perdido todo en el mundo por ti…

Salí corriendo como un loco a la terracilla, salté sobre mi Cherkes, que en ese instante era conducido por el patio, y tiré al galope por la carretera de Piatigorsk. Fustigaba sin misericordia al martirizado caballo, que, jadeante y cubierto de espuma, corría por el pedregoso camino.

Se había ocultado el sol en una nube negra, que reposaba sobre la cresta de las montañas del Oeste; el desfiladero estaba húmedo y oscuro. Abriéndose paso entre las piedras, rugía, sordo y monótono, el Podkúmok. Yo galopaba, ahogándome de impaciencia. La idea de que no la encontraría ya en Piatigorsk me martilleaba el corazón. ¡Un minuto, verla aunque fuera un minuto!, poder despedirme, estrechar su mano… Rezaba, maldecía, lloraba, reía… ¡No! ¡Nada acertaría a, describir mi zozobra y mi desesperación!… Ante la posibilidad de perderla para siempre, Vera se convirtió para mí en lo más preciado del mundo; ¡más que la vida, el honor y la felicidad! Dios sabe las ideas locas y extrañas que me asaeteaban el cerebro… Y, mientras tanto, seguía al galope, fustigando implacablemente al caballo. De pronto observé que la respiración del animal se dificultaba: ya había tropezado dos veces en sitio llano… Cinco verstas me quedaban que recorrer hasta llegar a Esentukí, una stanitsa cosaca, donde podría cambiar de montura.

Todo hubiera salido bien si mi caballo resiste diez minutos más. Pero conforme se terminaban las montañas, subiendo un barranquillo en una curva muy pronunciada, se desplomó súbitamente en tierra. Salté con agilidad, intenté levantarlo, tiré de las bridas, pero todo en vano: un gemido mortecino se escapó de sus apretados dientes. Murió minutos más tarde. Quedé solo en la estepa, esfumada mi última esperanza; traté de seguir a pie, pero se me doblaban las piernas; extenuado por las emociones del día y por el insomnio, caí sobre la húmeda hierba y rompí en llanto como un niño.

Permanecí inmóvil largo tiempo, llorando amargamente, sin tratar de contener las lágrimas ni los sollozos; creía que el pecho me iba a estallar: toda mi firmeza y sangre fría se disiparon como el humo; mi espíritu quedó impotente, enmudeció mi inteligencia, y si en aquel instante me hubiera visto alguien, me habría apartado con desprecio.

Cuando el rocío nocturno y el aire de las montañas me refrescaron la cabeza calenturienta, devolviéndome la capacidad de pensar, comprendí que era inútil y disparatado perseguir la felicidad perdida. ¿Qué más quería? ¿Verla? ¿Para qué? ¿Acaso no había terminado todo entre nosotros? Un amargo beso de despedida no enriquecería mis recuerdos y, después de él, la separación se nos haría más dura.

¡Me agradaba, sin embargo, poder llorar! Aunque tal vez mis lágrimas obedecieron a un desarreglo nervioso, a la noche en vela, a los dos minutos vividos frente al cañón de una pistola y al estómago vacío.

¡No hay mal que por bien no venga! Este nuevo sufrimiento produjo en mí lo que los militares llaman una afortunada distracción de fuerzas. Llorar es saludable y, además, a no ser por la travesía a caballo y por las quince verstas que hube de recorrer a pie para regresar, es probable que tampoco aquella noche hubiera conciliado el sueño.

Volví a Kislovodsk a las cinco de la madrugada, me eché en la cama y dormí con el sueño de Napoleón después de Waterloo.

Cuando desperté, ya era de noche. Me senté junto a la ventana abierta, desabrócheme la pelliza, y el aire de las montañas refrescó mi pecho, que el pesado sueño del cansancio no había calmado. Allá a lo lejos, en la otra margen del río, por entre el follaje de los frondosos tilos que lo ensombrecían, parpadeaban las luces de los edificios de la fortaleza y del arrabal. Todo era silencio en nuestro patio; en casa de la princesa no había luz.

Entró el doctor: traía fruncido el ceño y, contrariamente a su costumbre, no me tendió la mano.

—¿De dónde viene usted, doctor?

—De casa de la princesa Ligóvskaia; su hija está enferma: postración nerviosa… Pero no es eso lo que me trae: las autoridades sospechan algo y, aunque nada puede demostrarse positivamente, le aconsejo, sin embargo, que tenga cuidado. La princesa me ha dicho hoy que sabe que usted se ha batido por su hija. Se lo ha referido todo ese vejete… ¿cómo se llama?, el que fue testigo de su altercado con Grushnitski en el restaurante. He venido para ponerle en guardia. Adiós. Tal vez no nos volvamos a ver. Es probable que le destinen a otro sitio.

Se detuvo en el umbral: sentía deseos de estrechar mi mano… y si yo le hubiera correspondido con el más mínimo ademán, se habría lanzado a mi cuello; pero permanecí frío como una piedra, y él salió.

¡Así son los hombres! Todos iguales: conociendo de antemano los aspectos negativos de un acto, ayudan, aconsejan y hasta lo aprueban, al ver que no hay otro recurso; pero luego se lavan las manos y se apartan con indignación del que ha tenido la audacia de afrontar la responsabilidad. ¡Todos son lo mismo, incluso los más bondadosos e inteligentes!…

A la mañana siguiente recibí de la superioridad la orden de trasladarme a la fortaleza de N., y fui a despedirme de la princesa.

Se asombró cuando, al preguntarme si quería decirle algo de suma importancia, respondí que le deseaba toda suerte de felicidades, etcétera.

—Yo, en cambio, tengo que hablarle muy en serio.

Me senté en silencio.

Era evidente que no sabía por dónde empezar; se le coloreó el rostro, sus dedos gordezuelos tamborileaban sobre la mesa; por fin abordó el tema, con voz entrecortada:

—Escuche, monsieur Pechorin; yo creo que es usted un hombre de bien.

Le hice una inclinación.

—Incluso estoy segura de ello —prosiguió—, por más que su conducta sea algo dudosa; pero tal vez tenga usted motivos que yo ignoro, y estos son los que debe usted confiarme ahora. Ha defendido a mi hija contra la calumnia, batiéndose por ella y arriesgando, por consiguiente, su vida… No necesito respuesta: sé que esto no lo reconocerá, porque Grushnitski ha muerto —la princesa se persignó—. ¡Dios le haya perdonado, y ojalá le perdone a usted también!… Eso a mí no me incumbe… No me atrevo a condenarle, porque mi hija, aunque inocente, ha sido la causa. Ella me lo ha contado todo… yo creo que todo: usted le ha hecho una declaración… ella confesó que le ama —al pronunciar estas palabras la princesa suspiró abatida—. Pero está enferma, ¡y creo firmemente que no es una dolencia cualquiera! Una pena oculta la mata; ella no lo confiesa, mas estoy segura de que la causa de ese mal es usted… Escúcheme; tal vez suponga que yo busco una gran posición o una riqueza enorme. Desengáñese; solo quiero la felicidad de mi hija. La situación actual de usted no es envidiable, pero puede reponerse; posee usted una fortuna; mi hija le quiere; con la educación que ha recibido, puede hacer feliz a su esposo. Yo soy rica, ella es hija única… Dígame, ¿qué le retiene?… Comprenderá usted que yo no debía haberle dicho nada de esto, pero confío en su corazón, en su honor. Recuerde que no tengo más que una hija… una…

Se echó a llorar.

—Princesa —le respondí—, me es imposible contestarle: permítame hablar a solas con su hija…

—¡Jamás! —exclamó ella, profundamente agitada, levantándose de la silla.

—Como guste —dije yo, presto a marcharme.

La princesa quedó pensativa, me hizo una señal con la mano para que esperara, y salió.

Pasaron unos cinco minutos; el corazón me latía tumultuoso, pero mis pensamientos eran serenos y la cabeza continuaba fría. Por más que trate de hallar en mi pecho aunque solo fuese un ápice de amor a la encantadora Meri, fue empresa baldía.

Se abrió la puerta y entró ella. ¡Dios mío! ¡Cómo había cambiado desde la última vez que la vi! ¡Y en qué poco tiempo!

Al llegar al centro de la habitación se tambaleó; acudí con presteza, le ofrecí mi brazo y la conduje hasta un sillón.

Permanecí de pie ante ella. Estuvimos callados mucho tiempo. Sus grandes ojos, rebosantes de indescriptible tristeza, parecían buscar en los míos un rayo de esperanza; los pálidos labios se esforzaban por sonreír, sin conseguirlo; las manos finas, enlazadas en las rodillas, eran tan enjutas y transparentes que sentí piedad de ella.

—Princesa —le dije—, ¿sabe que me he burlado de usted?… Debe despreciarme.

Sus mejillas se cubrieron de un rubor enfermizo.

Yo proseguí:

—Por lo tanto, no puede usted amarme…

Ella volvió la cara, apoyó los codos en la mesa, cubriose con una mano los ojos y me pareció entrever lágrimas brillando en ellos.

—¡Dios mío! —musitó Meri.

La situación se hacía insostenible. Un minuto más, y me hubiera echado a sus pies.

—Así pues —dije con la voz más firme que pude, dibujando una sonrisa forzada—, de por sí comprenderá que no puedo casarme con usted. Incluso si así lo quisiera usted ahora, no tardaría en arrepentirse. Mi entrevista con su madre me ha obligado a esta explicación tan franca y grosera. Confío en que ella está en un error: a usted no le costará trabajo desengañarla. Ya lo ve: estoy desempeñando ante sus ojos un papel de lo más lastimoso y vil, e incluso lo confieso. Es todo lo que puedo hacer por usted. Por deplorable que sea la opinión que tenga de mí, me someto a ella… Soy un miserable ante usted… ¿Verdad que, aunque me haya usted amado, me desprecia desde este momento?

Se volvió hacia mí, pálida como el mármol; tan solo sus ojos despedían maravillosos destellos.

—Le odio… —dijo.

Le di las gracias, hice una respetuosa reverencia y salí.

Una hora más tarde abandoné Kislovodsk en una troika de posta. A unas verstas de Esentukí reconocí al borde del camino el cadáver de mi brioso caballo. Le habían quitado la silla —probablemente algún cosaco que por allí pasara— y en su lugar se habían posado dos cuervos. Suspiré y volví la cara…

Y ahora aquí, en esta aburrida fortaleza, suelo recorrer mentalmente el pasado, y me pregunto: ¿por qué no habré querido seguir la senda que me deparó el destino y que me brindaba dulces alegrías y tranquilidad espiritual?… ¡No, no me hubiera resignado! Mi alma es como la del marinero que, nacido y criado a bordo de un bergantín pirata, no reconoce otro mundo que el de las tempestades y las batallas. Arrojado a la orilla, sufre y languidece, por más que trate de seducirle la umbrosa arboleda y le prodigue sus rayos luminosos un sol apacible. Yerra todo el día por los arenales de la playa, atento el oído al monótono susurrar de las olas y puesta la vida en la nebulosa lejanía, en la raya blanquecina que separa el abismo azul de las nubecillas grises, con la esperanza de avizorar la ansiada vela que, al principio, semeja el ala de una gaviota, pero que, poco a poco, va destacándose de las espumosas ondas y avanza con acompasado ritmo hacia la rada solitaria…