II. MAXIM MAXÍMICH
Después de separarme de Maxim Maxímich, traspuse rápidamente los desfiladeros del Térek y del Darial, desayuné en Kazbiek, tomé té en Lars y llegué a la hora de cenar a Vladikavkaz. Os hago gracia de la descripción de las montañas, de exclamaciones que nada expresan, de cuadros que nada representan, sobre todo para quien no ha estado allí, y de observaciones estadísticas que no serían leídas absolutamente por nadie.
Me hospedé en una hostería en que se detienen todos los viajeros y donde, a pesar de eso, no hay a quién ordenar que ase un faisán y prepare una sopa, porque los tres inválidos encargados de ella son tan tontos o tan borrachos, que nada se puede conseguir de ellos.
Me dijeron que tendría que aguardar allí unos tres días, porque la «ocasión» procedente de Yekaterinogrado[32] aún no había llegado, y por lo tanto no podía hacer el viaje de vuelta. ¡Vaya una ocasión!… Pero un mal juego de palabras no acierta a consolar a un ruso, y, a fin de distraerme, se me ocurrió apuntar el relato de Maxim Maxímich sobre Bela, sin imaginarme que sería el primer eslabón de una larga cadena de novelas; ya estáis viendo las funestas consecuencias que a veces acarrea un suceso de poca importancia… Ustedes tal vez ignoren lo que significa «ocasión». Pues significa una escolta, formada por media compañía de infantería y un cañón, que acompaña a los convoyes a través de Kabardá, desde Vladikavkaz a Yekaterinogrado.
El primer día lo pasé muy aburrido; a la mañana siguiente, temprano todavía, entró en el patio una carreta… ¡Ah, Maxim Maxímich!… Nos saludamos como viejos amigos. Le ofrecí mi habitación y no se anduvo con cumplidos; incluso me dio una palmada en el hombro y torció la boca en un gesto con amagos de sonrisa. ¡Qué hombre más chusco!…
Maxim Maxímich poseía profundos conocimientos del arte culinario: asó a las mil maravillas un faisán, lo adobó sabrosamente con salsa de pepinos, y debo confesar que, a no ser por él, habría tenido que conformarme con fiambres. Una botella de vino de Kajietia contribuyó a que olvidásemos el exiguo número de platos, que no pasaba de uno, y encendiendo las pipas nos sentamos: yo, al lado de la ventana, él, junto a la estufa encendida, porque el día era frío y húmedo. Permanecíamos callados. ¿De qué íbamos a hablar?… Él me había contado todo lo que en su vida había de interesante; y yo, sin nada que referir, me puse a mirar por la ventana. Se veían entre los árboles numerosas casuchas esparcidas por la orilla del Terek, que iba ampliándose en el horizonte; y más allá azuleaban las montañas como muros almenados. Detrás sobresalía el Kazbiek con su blanco capelo cardenalicio. Mentalmente, me despedía de ellos; me apenaba dejarlos…
Así nos mantuvimos largo tiempo. El sol se había ocultado tras las frígidas cumbres, y una niebla blancuzca comenzaba a invadir los valles, cuando se oyó fuera tintineo de cascabeles y gritos de cocheros. Varias carretas regentadas por mugrientos armenios entraron en el patio de la hostería seguidas de una calesa de viaje vacía; su grácil movimiento, su comodidad y elegancia le atribuían un cierto sello extranjero. Marchaba detrás un individuo de grandes bigotes, con una guerrera a lo húsar, bastante bien vestido para el oficio de lacayo; la arrogancia con que sacudía la ceniza de su pipa y gritaba al cochero bastaba a deshacer cualquier equívoco respecto a su condición. Era, a todas luces, el criado favorito de algún señor indolente, una especie de Fígaro ruso.
—Dime, buen mozo —le grité desde la ventana—, ¿ha llegado la «ocasión»?
Me miró con bastante insolencia, se arregló la corbata y me dio la espalda; un armenio, que marchaba a su lado, sonriose y respondió por él que, en efecto, había llegado la «ocasión», y a la mañana siguiente saldría de vuelta.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Maxim Maxímich, que en aquel momento había acudido a la ventana—. ¡Qué magnífica calesa! —añadió—; será de algún funcionario que va de investigación a Tiflis. Bien se ve que no conoce nuestras montañas. ¡Pues vas equivocado, amigo! No son tan acogedoras, y la traquetearían aunque fuera inglesa.
—¿Y quién podrá ser el dueño? Venga, procuraremos enterarnos…
Salimos al pasillo. Al final del corredor estaba abierta la entrada de una habitación lateral, a la que el lacayo y el cochero trasladaron el equipaje.
—Escucha, hermano, ¿de quién es esa magnífica calesa?… —preguntó el capitán—. ¿Eh?… ¡Estupenda!…
El lacayo, sin dignarse dar la cara, mascullaba algo para sus adentros, desatando una maleta. Maxim Maxímich se enfadó, tocó al descomedido en un hombro y le dijo:
—A ti te lo pregunto, simpático…
—¿Qué de quién es la calesa?… Pues de mi señor…
—¿Y quién es tu señor?
—Pechorin…
—¿Qué dices? ¿Qué dices? ¿Pechorin?… ¡Ah, Dios mío!… ¿No sirvió un tiempo en el Cáucaso?… —exclamó Maxim Maxímich, tirándome de la manga. Sus ojos irradiaban júbilo.
—Sí, me parece que sirvió; pero yo hace poco que estoy con él.
—Claro, hombre, claro… Grigori Alexándrovich… ¿no es así como se llama?… Tu señor y yo fuimos amigos —añadió, descargando en el hombro del lacayo una palmada tan efusiva, que le hizo tambalearse…
—Por favor, caballero; me está usted estorbando —gruñó el lacayo con ceño agrio.
—¡Qué poco aguante tienes, hermano!… Tu señor y yo, ¿sabes?, éramos amigos entrañables, vivíamos juntos… ¿Pero dónde anda él ahora?
El criado respondió que Pechorin se había quedado a cenar y a dormir en casa del coronel N…
—¿Y no pasará por aquí esta noche? —inquirió Maxim Maxímich—. O acaso tú, simpático, tendrás que ir para algo allí donde esta él… Si vas, dile que está aquí Maxim Maxímich; con eso basta… él sabe… Te daré una propineja de ochenta kopecks…
El lacayo hizo una mueca despectiva al oír tan modesto ofrecimiento; no obstante, aseguró al capitán que cumpliría su encargo.
—Vendrá a escape —me dijo Maxim Maxímich con expresión de triunfo—, iré a esperarle ahí fuera… ¡Eh! ¡Qué lástima que no conozca a N…!
Sentóse en un banco que había en la calle al lado de la puerta, y yo me retiré a mi habitación. Confieso que también me embargaba cierta impaciencia por ver aparecer al tal Pechorin. Aunque, por el relato del capitán, había formado de él un concepto no muy favorable, me parecía que algunos rasgos de su carácter eran dignos de admirar. Una hora más tarde, uno de los inválidos me trajo un samovar hirviendo y una tetera.
—Maxim Maxímich, ¿no quiere té? —le grité desde la ventana.
—Gracias, no tengo ganas.
—¡Venga y tome un poco! Mire que es tarde y hace frío.
—No importa; se lo agradezco…
—Bueno, como guste.
Me puse a tomar el té solo; al cabo de diez minutos entró mi buen capitán.
—Tiene usted razón, más vale que beba un trago; pero es que como esperaba que viniera… Va para largo que se fue el criado; de fijo que algo le habrá retenido.
Bebió apresuradamente una taza de té, rehusó la segunda y salió de nuevo a la calle con atisbos de inquietud; era evidente que al viejo le contrariaba la frialdad de Pechorin, tanto más que poco antes me había encomiado su amistad y hacía una hora estaba aún convencidísimo de que vendría a todo correr tan pronto como oyera su nombre.
Ya era tarde y había anochecido cuando abrí de nuevo la ventana y llamé a Maxim Maxímich, diciéndole que era hora de recogerse; contestó algo entre dientes; repetí la invitación y no obtuve respuesta alguna.
Arrebujado en el capote, me tumbé en el diván, dejando en la palmatoria una vela encendida; concilié el sueño enseguida, y habría dormido de maravilla si, ya muy tarde, no me despierta Maxim Maxímich al entrar en la habitación. Arrojó la pipa sobre la mesa, comenzó a andar de un lado para otro, a atizar la estufa y, por fin, se acostó, pero pasó tosiendo largo rato; escupía, daba vueltas…
—¿Le pican las chinches? —pregunté.
—Sí, las chinches… —respondió, suspirando entristecido.
Al día siguiente me desperté temprano; pero Maxim Maxímich se me había adelantado. Le encontré a la puerta, sentado en el banco.
—Necesito ver al comandante de la plaza —me dijo—; así que, por favor, si viene Pechorin, envíe a buscarme…
Se lo prometí, y salió corriendo, como si sus piernas hubieran recobrado el vigor y la agilidad de la juventud.
La mañana era hermosa dentro de su frescor. Nubes doradas se aglomeraban en los montes, cual una nueva cordillera etérea; ante la hostería se dilataba una espaciosa explanada; bullía detrás de ella el mercado, porque era domingo: descalzos chicuelos osetios, llevando a sus espaldas zurrones con orzas de miel, giraban a mi alrededor; sin humor para aguantarlos, los ahuyenté. Empezaba a compartir la inquietud del bueno del capitán.
No habrían pasado ni diez minutos, cuando en el extremo de la plaza apareció el que esperábamos. Venía con el coronel N… que, acompañándole hasta la hostería, se despidió de él y torció hacia la fortaleza. Inmediatamente envié a un inválido en busca de Maxim Maxímich.
Al encuentro de Pechorin salió su lacayo: le informó que el tiro se engancharía al momento, le entregó una caja de cigarros puros y, después de recibir algunas órdenes, se marchó a ejecutarlas. Su señor encendió un cigarro, bostezó un par de veces y se sentó en el banco que estaba al lado de la puerta. Debo ahora dibujar su retrato.
Era de estatura mediana; su talle, esbelto y fino, y la anchura de sus hombros denotaban una constitución recia, apta para soportar todos los rigores de la vida nómada y el cambio de climas, no quebrantada por las disolutas costumbres de la capital ni por las tormentas espirituales; su polvoriento levitín de terciopelo, abrochado solamente con los dos botones inferiores, ofrecía a la vista una camisa resplandeciente de limpieza, signo de que se trataba de persona seria; los manchados guantes parecían hechos a la medida de su pequeña y aristocrática mano, y cuando se quitó uno, me sorprendió la delgadez de los dedos marfileños. Sus andares eran desaliñados y perezosos, mas observé que no braceaba, seguro indicio de un carácter algo reservado. Pero esta es una impresión muy particular, fruto de mis propias observaciones, y no aspiro a imponérosla ni a que la admitáis ciegamente. Al sentarse en el banco, su erguido talle se dobló, como si la espalda careciera de todo hueso; la posición de su cuerpo dejaba entrever una cierta debilidad nerviosa; sentado, su postura era la de una coqueta de treinta años en su sillón de plumas después de un baile extenuador, tal como las pinta Balzac. A la primera ojeada, no le eché más de veintitrés años, aunque después me incliné a darle treinta. Había en su sonrisa un aire infantil. La piel tenía cierta delicadeza femenina; sus rubios cabellos ondulados orlaban de un modo muy original la pálida y noble frente, en la cual solo una larga observación podría descubrir huellas de arrugas entrecruzadas, que seguramente resaltarían más en los momentos de ira o de conmoción espiritual. A pesar de lo claro de su cabello, el bigote y las cejas eran negros, síntoma de raza en el hombre, como la crin y la cola negra en el caballo blanco. Para terminar su retrato diré que tenía una nariz algo respingona, los dientes de una blancura deslumbrante y los ojos castaños; a propósito de sus ojos he de añadir unas palabras.
Lo primero es que no se reían cuando reía él. ¿Nunca habéis tenido ocasión de observar semejante fenómeno en algunas personas?… Es indicio de mal carácter o de tristeza profunda y constante. A través de sus pestañas semientornadas, las pupilas brillaban con un fulgor fosforescente, si es que cabe esta expresión. No era el reflejo de una llama interna o de una rica fantasía: era un brillo símil al del acero pulido, deslumbrador, pero frío; su mirada fugaz, penetrante y dura, dejaba la impresión desagradable de una pregunta indiscreta, y hubiera podido reputarse de insolente si no expresara tanta serenidad e indiferencia. Tal vez todas estas observaciones se me ocurrieran porque conocía ciertos antecedentes de su vida: quizá a otra persona su aspecto le hubiera producido una sensación completamente distinta; pero como nadie más que yo os hablará de él, tendréis que contentaros con lo descrito. Resumiendo, diré que era guapo y poseía una de esas fisonomías originales que tanto gustan a las mujeres de la alta sociedad.
Los caballos ya estaban enganchados; sonaba con intermitencias el cascabel de la collera; el lacayo se había acercado dos veces a Pechorin, comunicándole que todo estaba dispuesto, pero Maxim Maxímich seguía sin aparecer. Afortunadamente, Pechorin, sumido en una profunda meditación, contemplaba los azulados picos del Cáucaso, y no mostraba mucha prisa por partir. Me llegué a él.
—Si usted se digna esperar un poco —le dije tendrá el placer de ver a un viejo amigo…
—¡Ah, es verdad! —respondió rápidamente—. Me lo dijeron ayer: pero ¿dónde está?
Me volví hacia la plaza y vi a Maxim Maxímich, que venía corriendo a más no poder… Unos minutos después, ya le teníamos a nuestro lado; respiraba a duras penas; el sudor le corría a torrentes por el rostro; húmedos mechones de sus canosos cabellos, escapados del gorro, se le habían pegado a la frente; le temblaban las rodillas… Quiso lanzarse al cuello de Pechorin, pero este, bastante frío, aunque con afable sonrisa, le tendió la mano. El capitán quedó estupefacto un instante, mas, recuperándose pronto, se la estrechó ávidamente entre las suyas: aún no había tomado aliento para hablar.
—¡Cuánto me alegro, querido Maxim Maxímich! ¿Qué hay, cómo está? —dijo Pechorin.
—¿Y… tú?… ¿Y usted?… —murmuró el viejo con lágrimas en los ojos—. ¡Cuántos años!… ¡cuántos días!… ¿y qué camino lleva?
—Voy a Persia, y más allá…
—¡Pero no se irá ahora mismo!… ¡Espere, querido!… ¿Cómo vamos a separarnos sin más ni más?… ¡Después de tanto tiempo sin vernos!…
—Se me hace tarde, Maxim Maxímich —fue la respuesta.
—¡Por Dios! ¡Por Dios! ¿Pero adónde va con esa prisa? Me gustaría decirle tantas cosas… Tengo tanto que preguntarle… ¿Y qué tal? ¿Está retira-tío?… ¿Qué vida lleva?… ¿Qué ha hecho desde entonces?
—Aburrirme —respondió Pechorin, sondándose.
—¿Se acuerda de cuando vivíamos en la fortaleza?… Magnífica tierra para la caza… ¡Cómo le apasionaba a usted! ¿Y Bela?…
Pechorin palideció levemente y volvió el rostro.
—Sí, lo recuerdo —dijo, y a continuación bostezó con embarazo…
Maxim Maxímich comenzó a rogarle que se quedara con él un par de horas.
—Comeremos como príncipes —le explicaba—, tengo dos faisanes, y hay aquí un vino de Kajietia estupendo… Cierto que no llega al de Georgia, pero es de la mejor calidad… Hablaríamos… me contaría su vida en Petersburgo… ¿Qué le parece?…
—En verdad que nada tengo que contar, querido Maxim Maxímich… Conque, adiós, debo marcharme… tengo prisa… Le agradezco que no me haya olvidado… —añadió estrechándole la mano.
El viejo frunció el ceño… Estaba triste y dolido, aunque pretendía ocultarlo.
—¡Olvidar! —rezongó—. ¡Cómo me voy a olvidar yo!… Pero, bueno, ¡márchese con Dios!… ¡No pensaba que nuestro encuentro fuera así!…
—Vaya, vaya, no se enfade —dijo Pechorin abrazándole amigablemente—, ¿acaso no soy el mismo?… ¿Qué se va a hacer? Cada uno tiene su camino… ¡Dios sabe si nos volveremos a ver!
Mientras hablaba, ya se había sentado en su calesa, y el cochero aprestaba las riendas.
—¡Espera, espera! —gritó de pronto Maxim Maxímich, agarrándose a la portezuela del coche—. Lo había olvidado por completo… Tengo en mi poder papeles suyos, Grigori Alexándrovich… Los llevo conmigo… Pensaba volver a verle a usted en Georgia, y mire dónde ha querido Dios que nos encontrásemos… ¿Qué hago con ellos?…
—Lo que quiera —respondió Pechorin—. Adiós…
—¿De modo que va usted a Persia?… ¿Y cuándo volverá?… —le gritó Maxim Maxímich cuando el carruaje había arrancado.
La calesa estaba ya lejos; pero Pechorin hizo un ademán que pudiera interpretarse así: «Es poco probable y, además, ¿para qué?».
Llevaba tiempo sin oírse el tintineo del cascabel ni el rechinar de las ruedas por el pedregoso camino y, no obstante, el buen capitán seguía clavado en su sitio y sumido en penoso ensimismamiento.
—Sí… —dijo, por fin, tratando de adoptar un aire indiferente, aunque de vez en cuando brillaba en sus pestañas una lágrima de despecho—. Cierto que éramos amigos, pero ¡qué significa ser amigos en este siglo!… ¿Quién soy yo para él? Ni soy rico ni ocupo un cargo elevado; y por mis años, no hago en absoluto pareja con él… ¡Miren lo lechuguino que se ha vuelto desde que regresó a Petersburgo!… ¡Qué coche! ¡Cuánto equipaje!… ¡Y qué lacayo más orgulloso! —pronunció estas palabras con irónica sonrisa—. Dígame —prosiguió volviéndose hacia mí—, ¿qué piensa usted de esto?… ¿Qué diablo le lleva ahora a Persia?… ¡Da risa, palabra que da risa!… Claro que yo le he tenido siempre por un tronera, del cual no podía uno fiarse… y realmente es una lástima que acabe mal… Pero así será… Siempre he dicho que no ha de esperarse gran cosa del que olvida a los viejos amigos…
Diciendo esto, volvió la cara para no delatar su emoción y empezó a pasearse por el patio al lado de su carreta, fingiendo interesarse por el estado de las ruedas, mientras unas lágrimas rebeldes pugnaban por asomar a sus ojos.
—Maxim Maxímich —le dije, aproximándome—, ¿qué papeles son los que dejó Pechorin?
—¡Dios lo sabe! Unos apuntes…
—¿Qué piensa usted hacer con ellos?
—¿Qué? Mandaré que hagan tacos para mi escopeta.
—Démelos mejor a mí.
Me miró con sorpresa, masculló algo entre dientes y se puso a escudriñar en su maleta; sacó un cuaderno y lo arrojó con desprecio al suelo; el segundo, el tercero, el décimo siguieron el mismo camino; en su despecho había una puerilidad que me producía lástima y risa…
—Ahí están todos —concluyó—, le felicito por el hallazgo…
—¿Puedo hacer con ellos lo que se me antoje?
—Publíquelos en los periódicos, si eso le place. ¡A mí qué me importa!… ¿Soy, acaso, algún amigo o pariente suyo?… Nos hemos cobijado mucho tiempo bajo el mismo techo, es cierto… ¡pero he vivido con tantos otros!…
Recogí los papeles y me apresuré a llevármelos, temeroso de que el capitán se arrepintiera. Poco después nos avisaron que dentro de una hora saldría la «ocasión». Ordené enganchar los caballos. El capitán entró en el cuarto en el momento en que me ponía el gorro. No parecía disponerse a partir; su aspecto era frío, poco natural.
—¿Y usted, Maxim Maxímich, es que no se va?
—No.
—¿Y eso?
—No he visto aún al comandante y debo entregarle algunas vituallas.
—¿Pero no ha estado usted allí?
—Estar, sí que he estado —contestó titubeando—, pero no le encontré en casa… y no le esperé…
Lo comprendí: el pobre viejo, tal vez por primera vez en su vida, había abandonado el servicio por un asunto particular, según el lenguaje oficial, ¡y cómo había sido recompensado!
—Es una lástima —dije yo—; lamento mucho, Maxim Maxímich, que tengamos que separarnos antes de tiempo.
—¡Cómo podemos nosotros, viejos incultos, ir a vuestro compás!… Los jóvenes mundanos sois orgullosos; todavía aquí, cuando estáis bajo las balas circasianas, menos mal…, pero después, si nos encontráis, os da vergüenza tendernos la mano.
—No he merecido esos reproches, Maxim Maxímich.
—No, si es tan solo un decir, ¿sabe? Por lo demás, le deseo buena suerte y feliz viaje.
Nos despedimos con bastante frialdad. El bueno de Maxim Maxímich se había convertido en el capitán terco y gruñón. ¿Y por qué? Pues porque Pechorin, distraído, o quizá llevado de otros motivos, se limitó a tenderle la mano, cuando él hubiera querido abrazarle. Causa tristeza ver a un joven perder sus mejores esperanzas e ilusiones al descorrerse el cendal rosado a través del cual contemplaba las obras y los sentimientos humanos; pero a un joven le queda el recurso de sustituir los antiguos desvaríos por otros tan pasajeros como aquellos, si bien no menos dulces… Ahora bien: ¿qué sustitución cabe a la edad de Maxim Maxímich? Aunque no quiera uno, se endurece el corazón y se enfría el alma…
Me fui solo.