1. TAMÁN
Tamán[33] es el villorrio más infame de todos los pueblos costeros de Rusia. Estuve a punto de perecer allí de hambre, y, además, quisieron ahogarme. Llegué en una diligencia, ya entrada la noche. El cochero detuvo la fatigada troika a la puerta de la única casa de piedra que se alzaba a la entrada del pueblo. El centinela, un cosaco del mar Negro, al oír el cascabeleo, gritó medio dormido, con voz furiosa: «¡Alto! ¿Quién vive?». Salieron el uriádnik[34] y un desiátnik[35]. Expliqueles que era un oficial enviado en comisión de servicio a un grupo de operaciones, y requerí orden de alojamiento. El desiátnik me condujo por el pueblo. Todas las isbas a las que llamaba estaban ocupadas. Hacía frío; yo llevaba tres noches sin dormir, me caía de puro cansancio y empezaba a enojarme. «¡Llévame a cualquier parte, bandido, aunque sea al infierno, con tal de que haya sitio para descansar!», le grité. «Queda por ver un alojamiento —me contestó rascándose la nuca—, solo que a Usía no le gustará, no es sitio limpio». Sin percatarme bien del sentido que atribuía al vocablo último, le ordené seguir adelante y, tras un largo vagar por sucias callejuelas, a cuyos lados no se veían más que viejas empalizadas, llegamos a una caseta a la orilla misma del mar.
La luna llena iluminaba el tejado de junco y las blancas paredes de mi nueva vivienda; en el patio, rodeada por una tapia de pedruscos, se alzaba otra casucha, un tanto inclinada, más pequeña y vetusta que la primera. La abrupta costa descendía en acantilado hacia el mar, casi desde los muros de la casucha. Abajo, con un perenne murmullo, chapoteaban las olas, de un azul oscuro. La luna contemplaba, serena, las aguas inquietas, pero dóciles a ella, y a su luz pude distinguir, lejos de la costa, dos barcos cuyos negros cordajes, semejantes a telas de araña, se dibujaban inmóviles sobre el pálido horizonte. «Hay buques en el atracadero —me dije—, mañana saldré para Guelendzhik».
Tenía de ordenanza a un soldado cosaco. Le mandé sacar la maleta y despedir al cochero. Y me puse a llamar al dueño de la casa, que no dio señales de vida; golpeé en la puerta, y otra vez silencio… ¿Qué significaba aquello? Por fin, salió del zaguán un chico de unos catorce años.
«¿Dónde está el dueño?». «No hay dueño». «Así que esto no tiene dueño». «Ninguno». «¿Y la dueña?». «Se ha ido a las afueras». «¿Quién me abrirá, entonces?», dije yo, golpeando fuertemente la puerta con el pie. Se abrió sola; el interior de la casa olía a humedad. Encendí una cerilla y, poniéndola ante las narices del muchacho, alumbré dos ojos blancos. Era ciego, ciego de nacimiento. Estaba inmóvil ante mí, y pude examinar los rasgos de su rostro.
Confieso mi aprensión contra todos los ciegos, tuertos, sordos, mudos, cojos, mancos, cheposos, etc. He advertido que siempre existe una extraña relación entre la apariencia externa y el alma del individuo, como si, cercenado un miembro del cuerpo, el espíritu perdiera alguna de sus facultades.
Así pues, procedí a estudiar el semblante del ciego. Pero ¿qué queréis que uno lea en un rostro sin ojos?… Le estuve mirando largamente, con involuntaria compasión, cuando, de pronto, una sonrisa apenas perceptible recorrió sus finos labios, y no sé por qué me produjo la más desagradable de las impresiones. Nació en mi mente la sospecha de que el ciego no lo era tanto como parecía. En vano traté de convencerme de que es imposible imitar las cataratas y, además, ¿qué objeto podía tener? Pero no puedo remediarlo. Suelo ser propenso a las prevenciones…
«¿Eres hijo de la dueña?», le pregunté por fin. «No». «¿Quién eres, pues?». «Un huérfano, un desvalido». «¿Y la dueña, tiene hijos?». «No. Tuvo una hija, pero se escapó al otro lado del mar con un tártaro». «¿Con qué tártaro?». «¡El diablo lo sabe! Era un tártaro de Crimea, un barquero de Kierch».
Entré en la casa. Dos bancos y una mesa, más una enorme arca cercana al hogar componían todo el mobiliario. En las paredes no había un solo icono: ¡Mala señal! Por un vidrio roto penetraba la brisa marina. Saqué de la maleta un cabo de vela, lo encendí y me puse a arreglar mis cosas, dejando en un rincón sable y fusil. Coloqué las pistolas encima de la mesa y extendí mi capa circasiana sobre uno de los bancos, mientras el asistente hacía lo mismo con la suya en el otro. Pasados diez minutos, él roncaba. Y yo, sin poder conciliar el sueño: el chico de los ojos blancos seguía deambulando ante mi vista en la oscuridad.
Así transcurrió casi una hora. La luna alumbraba la ventana, y sus rayos jugueteaban sobre el piso de tierra de la casa. De repente, una sombra cruzó, rápida, la franja azul de luz que dividía el suelo. Me incorporé y miré por la ventana: alguien pasó por segunda vez cerca de ella, desapareciendo Dios sabe dónde. No era razonable admitir que hubiera descendido por el acantilado; sin embargo, en ninguna otra parte podía escabullirse. Me levanté, echeme sobre los hombros el beshmet, me puse el puñal al cinto y salí de la casa sin el menor ruido: a mi encuentro venía el muchacho ciego. Me escondí en la cerca, y él, con seguro y cauteloso andar, pasó junto a mí. Bajo el brazo llevaba un envoltorio, y, dirigiéndose hacia el embarcadero, empezó a bajar por una estrecha y empinada vereda. «Y ese día hablarán los mudos y verán los ciegos», pensé yo, echando a andar detrás de él a una distancia que me permitía no perderle de vista.
Mientras tanto, las nubes comenzaban a velar la luna, y sobre el mar se extendió la niebla; a través de ella apenas si lucía el farol de popa del barco más próximo; en la orilla refulgía la espuma de las olas que amenazaban a cada minuto con hundirlo. Yo descendía con dificultad, avanzando penosamente por la abrupta pendiente, cuando de pronto observé que el ciego se detenía y después, ya en la orilla, tiraba hacia la derecha. Tan cerca del agua iba, que parecía que las olas pudieran envolverle y arrebatarle; pero se notaba que no era su primera correría a juzgar por la seguridad con que pasaba de piedra en piedra y rehuía las hendiduras. Por fin se detuvo, como quien pone oído a algo, y se sentó, colocando a su lado el envoltorio. Yo observaba sus movimientos, parapetado tras los salientes de una roca de la orilla. Transcurridos unos minutos, por el lado opuesto apareció una silueta blanca; se acercó al mozalbete y sentóse junto a él. El viento me traía de vez en cuando su conversación.
«¿Qué hay, ciego? —dijo una voz de mujer—. La tempestad es fuerte; Yanko no vendrá». «Yanko no teme a los temporales», contestó el muchacho. «La niebla se va haciendo más espesa», objetó la voz femenina, con acento triste. «La niebla hace más fácil burlar la vigilancia de los guardacostas», fue la respuesta. «Pero ¿y si se hunde?». «¿Si se hunde? Pues no te pondrás la cinta nueva cuando el domingo vayas a la iglesia».
Siguió un silencio; yo no podía por menos de asombrarme de una cosa: hablando conmigo, el ciego se había aferrado al dialecto ucraniano; y ahora se expresaba en ruso puro.
«¿Lo ves? Yo tenía razón —volvió a decir el ciego, dando una palmada—. ¡Yanko no le teme al mar, ni a los vientos, ni a la niebla, ni a los vigilantes de la costa! Escucha: no es el chapoteo del agua; no me engaño, no; es el ruido de sus largos remos».
La mujer, levantándose de un salto, escrutó, inquieta, la lejanía.
«¡Tú estás delirando, ciego! —habló, al fin—. Yo no veo nada».
Confieso que, por mucho que procuré distinguir en la lontananza algo que se asemejara a una embarcación, todo fue inútil. Transcurrieron unos diez minutos; y he aquí que, de repente, entre olas como montañas, apareció un punto negro, que unas veces se agrandaba y otras disminuía. Ya elevándose, pausada, sobre las crestas de las olas, ya descendiendo vertiginosamente, avanzaba una barca rumbo a la orilla. Audaz debía ser el remero que en una noche como aquella osaba atravesar el estrecho de veinte verstas, y grande el motivo que le impulsara. Así pensando, contemplaba con acelerado latir del corazón la pobre barquichuela; mas esta se sumergía como un ánade y, después, batiendo con rapidez los remos, que di ríanse alas, salía del abismo entre salpicaduras de espuma. «De un momento a otro —pensaba yo— va a estrellarse contra las rocas y se hará astillas»; pero la embarcación viró ágilmente y entró indemne en la pequeña bahía. Saltó a tierra un individuo de mediana estatura, con un gorro tártaro de piel de carnero; hizo una señal con la mano a los que le aguardaban, y los tres se pusieron a extraer algo de la barca: tanta era la carga, que aún no me explico cómo no se hundió aquel cascarón. Echándose cada uno de ellos un bulto al hombro, abrieron marcha a lo largo de la costa, y pronto los perdí de vista. Era necesario volver a casa, pero confieso que me intranquilicé al ver cosas tan extrañas, y ansiaba que llegara cuanto antes la mañana.
Mi cosaco se sorprendió sobremanera al despertarse y verme completamente vestido. Mas no le dije la causa. Después de admirar algún tiempo, desde la ventana, el cielo azul cubierto de jirones de nubecillas y el lejano litoral de Crimea, que se extiende como una cinta violácea rematada por una roca, en cuyo pico blanquea la torre de un faro, me encaminé al fuerte de Fanagoria para que su jefe me comunicara la hora de salida para Guelendzhik.
Pero ¡ay!, el jefe no pudo asegurarme nada. Los barcos atracados al muelle o eran guardacostas, o mercantes sin cargar aún. «Quizá dentro de tres o cuatro días arribe un buque correo —me dijo—, y entonces veremos». Volví a casa malhumorado y sombrío. En la puerta encontré a mi cosaco que parecía asustado:
—¡Mala cosa, señor! —me dijo.
—Desde luego, hermano. ¡Dios sabe cuándo saldremos de aquí!
Él, más alarmado todavía, se inclinó hacia mí y me susurró:
—¡Este no es sitio limpio! Hoy he encontrado a un uriádnik del mar Negro, un conocido mío; estuvo el año pasado en el destacamento. Cuando le conté dónde nos alojamos, me dijo: «¡No es sitio limpio ni seguro, hermano, es mala gente!…». Y, en efecto, ¡qué ciego más raro!… A todas partes va solo: por pan al mercado, por agua… A lo que se ve, aquí ya están acostumbrados a eso.
—¿Y qué? Al menos, ¿se ha presentado la dueña?
—Hoy, estando usted fuera, llegó la vieja con su hija.
—¿Cómo con su hija? Si no tiene hija ninguna.
—Si no es hija, Dios sabe lo que será. Mire, allí está ahora la vieja, dentro de la casa.
Entré en la casucha. La chimenea estaba caldeada, y en ella se estaba haciendo un guiso bastante suculento para gente tan pobre. A todas mis preguntas, la vieja respondía que era sorda, que no me oía. ¿Qué me quedaba que hacer con ella? Resolví dirigirme al ciego, que estaba sentado junto al hogar atizando el fuego con ramas secas: «¡A ver, diablillo ciego! —le dije tirándole de una oreja—; dime, ¿adónde ibas anoche con aquel lío, eh?». Rompió inopinadamente en llanto, gritos y aspavientos: «¿Qué adónde iba?… ¡A ninguna parte!… ¿Con un lío? No sé nada de líos». La vieja oyó esta vez y empezó a refunfuñar: «¡Qué maneras son esas de mentir y de calumniar a un infeliz! ¿A qué viene el meterse con él? ¿Qué le ha hecho el pobrecillo?». Eso me fastidió, y salí de la casa firmemente decidido a descifrar el misterio.
Me envolví en la capa circasiana y me senté en una piedra junto a la valla, mirando al horizonte; vi ante mí el mar, todavía agitado después de la tempestad de la noche anterior, y su monótono ruido, semejante al murmullo de una ciudad que se adormece, me trajo a la memoria los años pasados, y me trasladó mentalmente al Norte, a nuestra fría capital. Conmovido por los recuerdos, me abstraje de cuanto me rodeaba… Así corrió casi una hora; es posible que más… De pronto sorprendió mi oído algo así como una copla. Sí, era una copla, cantada por una lozana voz de mujer. Pero ¿de dónde salía?… Agucé el oído. La tonada era extraña, tan pronto lenta y triste como rápida y viva. Miré a mi alrededor: no había nadie; torné a escuchar con atención: el sonido parecía caer del cielo; levanté la vista y vi de pie sobre el tejado de mi casa a una muchacha con un vestido a rayas, sueltas las trenzas: una auténtica ondina. Protegiéndose los ojos con la palma de la mano para preservarlos de los rayos del sol, estaba fija en el horizonte y ora reía, hablando consigo misma, ora continuaba su cantar.
Lo recuerdo palabra por palabra:
Por el libre, libre,
por el verde mar,
siempre los navíos
de blancas velitas
navegando van.
Entre los navíos
mi barquita está,
mi barca sin velas
movida por remos
que bogan al par.
Cuando enfurecido
ruge el temporal,
los viejos navíos
despliegan sus alas
por el libre mar.
Al mar un saludo
profundo le haré,
y que, con su ira,
no toque a mi barca
le suplicaré.
Tesoros valiosos
lleva de guardar
y en la oscura noche
un hombre la guía
de semblante audaz.
Deduje involuntariamente que durante la noche había oído aquella misma voz; quedé pensativo un instante y, cuando de nuevo miré hacia el tejado, la muchacha ya no estaba allí. Súbitamente, pasó corriendo delante de mí. Entonaba ahora una canción distinta y, chasqueando los dedos, dirigiose veloz hacia la anciana, con quien se puso a discutir. La vieja se enfadaba y la joven reía a carcajadas. Pero he aquí que mi ondina renueva su carrera, dando brincos; al llegar a mi lado, detuvo su vista en la mía, como si la asombrara el verme allí. Después dio la vuelta con negligencia y se dirigió lentamente al embarcadero. Mas no acabó ahí; se pasó el día entero rondando por las cercanías de mi habitación, sin interrumpir un minuto las canciones ni los saltos. ¡Vaya un ser extraño! Su fisonomía no presentaba ningún síntoma de locura; al contrario, posaba en mí las pupilas con penetrante vivacidad; creyérase que sus ojos estuviesen dotados de algún poder magnético, y cada vez parecían esperar una pregunta. Sin embargo, tan pronto como empezaba yo a hablar, salía corriendo, y en sus labios se esbozaba una sonrisa llena de perfidia.
Francamente, jamás había visto una mujer igual. Estaba lejos de ser una beldad, pero yo tengo también mi criterio sobre la belleza. Había en ella bastantes síntomas de buena raza… En las mujeres, como en los caballos, la raza es un gran aliciente; el descubrimiento pertenece a la Joven Francia[36]. Ella, es decir, la raza y no la Joven Francia, suele revelarse, preferentemente, en los andares, en las manos y en los pies; la nariz, sobre todo, es de suma importancia. Una nariz bien delineada se encuentra en Rusia aún con menos frecuencia que un pie menudo. Mi sirena no parecía rebasar los dieciocho años. La rara flexibilidad de su talle, el garbo peculiarísimo de la postura de su cabeza, sus largos cabellos de color castaño claro, el tono dorado de su piel, ligeramente tostada por el sol en el cuello y en los hombros, y, en particular, su nariz de perfecta línea, todo me resultaba encantador. A pesar de que en su furtiva mirada leía yo algo salvaje y sospechoso, y, no obstante haber en su sonrisa un no sé qué de indefinido, es tal la fuerza de las ideas preconcebidas, que la perfección de su nariz me hacía perder el juicio. Antojóseme haber encontrado a la Mignon de Goethe, ese fantástico fruto de su imaginación alemana; y, en realidad, mucho había de parecido entre ellas: la misma transición brusca de una gran inquietud a la inmovilidad más absoluta, el mismo hablar enigmático, los mismos saltos, las extrañas canciones…
Al anochecer, la detuve a la entrada de la casa y entablé con ella la conversación siguiente:
«Dime, preciosa —le pregunté—, ¿qué es lo que hacías hoy en el tejado?». «Miraba a ver de qué parte soplaba el viento». «¿Por qué te interesa?». «De donde sopla el viento, llega la dicha». «¿Y qué? ¿Pensabas que con tu cantar la atraías?». «Allí donde se canta, se vive feliz». «¿Y si tu canción te trae tristezas?». «¡Bah! Si no viene lo bueno, vendrá lo malo, y de lo malo a lo bueno no hay tanto trecho». «¿Quién te ha enseñado esa canción?». «Nadie. Si tengo ganas, la canto; quien debe oírla, la oye; y quien no debe, no la entiende». «¿Cómo te llamas, jilguero mío?». «Quien me bautizó lo sabe». «¿Y quién te bautizó?». «¿Cómo puedo yo saberlo?». «¡Muy reservada eres! Pues yo sé algo de ti —el rostro de la muchacha no se alteró lo más mínimo; ni siquiera movió los labios, como si no se tratara de ella—; sé que anoche anduviste por la orilla». Y, dándole mucha importancia, le referí todo lo que había presenciado, con ánimo de turbarla. ¡Menudo fiasco! Soltose a reír a grandes carcajadas. «Vio usted mucho, pero sabe poco; y lo que sepa, guárdelo bajo llave». «¿Y si yo, por ejemplo, pensara comunicárselo al comandante?», dije, poniendo un ceño muy serio, e incluso rígido. Ella dio un repentino salto, arrancó a cantar y desapareció de mi vista como un pajarillo espantado. Mis últimas palabras habían sido imprudentes; por entonces no les atribuí mayor trascendencia, pero después tuve ocasión de arrepentirme.
Cuando empezó a oscurecer, encargué al cosaco que calentara el té como en campaña, encendí una vela y me senté a la mesa, fumando la pipa de viaje. Apuraba el segundo vaso, cuando, de repente, chirrió la puerta y oí detrás de mí un sigiloso roce de ropa y pisadas. Me volví con sobresalto: era ella, mi ondina. Eligió asiento frente por frente y, sin proferir palabra, posó en mí la vista; no sabría decir por qué, pero su mirar se me antojó pletórico de prodigiosa ternura; me hacía recordar una de aquellas miradas que en años ya remotos habían jugado tan despóticamente con mi destino. La muchacha parecía esperar mis preguntas, pero yo callaba, presa de indecible confusión. Una palidez mate le cubría el rostro, poniendo de relieve el desasosiego del alma; su mano, distraída, recorría la mesa, y noté en ella un ligero temblor; tan pronto ensanchaba el pecho como parecía contener la respiración. Empezaba ya a cansarme la comedia y me disponía a romper el silencio del modo más prosaico, es decir, ofreciéndole un vaso de té, cuando, de manera inopinada, dio un salto, me echó los brazos al cuello y me estampó en los labios un beso ardiente y húmedo. Se me nubló la vista, y la cabeza se me hizo un remolino. La estreché con todo el fuego de la pasión juvenil, pero ella se escurrió de entre mis brazos como una culebra, murmurándome al oído: «Esta noche, cuando todos duerman, te espero en la orilla». Y escapó del cuarto con la celeridad de una flecha. En el zaguán volcó la tetera y la vela, que estaba en el suelo. «¡Endiablada moza!», refunfuñó el cosaco, que, recostado en la paja, soñaba con calentarse tomándose el té restante. Solo entonces me recobré.
Transcurridas unas dos horas, cuando en el embarcadero se hizo el silencio, desperté a mi cosaco. «Si oyes un disparo —le dije—, corre a la orilla». Desencajó extrañado los ojos y contestó maquinalmente: «A las órdenes de Usía». Me ceñí la pistola y salí. Ella me esperaba al borde de la pendiente; iba vestida de un modo más que ligero; un pequeño pañuelo rodeaba su flexible talle.
«¡Sígame!», dijo, cogiéndome de la mano, e iniciamos el descenso. No comprendo cómo no me rompí la crisma. Una vez abajo, torcimos a la derecha y tomamos el mismo camino que recorriera yo la víspera, en pos del ciego. Aún no había salido la luna, y solo dos estrellitas, a modo de faros salvadores, reverberaban en el firmamento azul oscuro. Las densas olas se sucedían con acompasada regularidad, meciendo apenas una solitaria barca amarrada a la orilla. «Adentro» dijo mi acompañante. Yo vacilé. No me seducen los paseos sentimentales por el mar; pero no era oportuno retroceder. Entró de un salto en la barca, y la seguí. Aún no me había hecho cargo de la situación, cuando me apercibí de que ya navegábamos. «¿Qué significa esto?», la interpelé enfadado. «Esto significa —me contestó, haciéndome tomar asiento y rodeándome la cintura con los brazos—, significa que le quiero…». Apretó su mejilla contra la mía, y sentí en el rostro su cálido aliento. En esto, algo cayó ruidosamente al agua; me eché mano al cinto y noté que me faltaba la pistola. ¡Oh! ¡Una terrible sospecha se apoderó de mi alma, la sangre se me subió a la cabeza! Volví la vista atrás y vi que estábamos a unos cincuenta sazhen de la orilla. ¡Y yo no sé nadar! Quise deshacerme de ella, pero se aferraba a mi ropa igual que una gata; de súbito, un violento empellón estuvo a punto de arrojarme al mar. Balanceose la barca, pero recobré el equilibrio, y nos enzarzamos en un forcejeo desesperado; la cólera me infundía bríos, pero pronto me di cuenta de que mi enemiga me superaba en agilidad… «¿Qué quieres de mí?», grité, apresándole con frenesí las manos diminutas; sus dedos crujieron, pero no gritó: su naturaleza de serpiente se sobrepuso al martirio.
«¡Tú lo has visto todo y nos denunciarás!», respondió ella. Apelando a un esfuerzo sobrehumano, me derribó sobre la borda; ambos colgábamos de la barquichuela por la cintura; sus cabellos tocaban el agua. El momento era decisivo: apoyando una rodilla en el fondo de la barca, la agarré de la trenza con una mano y del cuello con la otra; ella se desprendió de mí y, en un abrir y cerrar de ojos, la tiré entre las olas.
En medio de la oscuridad, ya bastante grande, su cabeza apareció por dos veces entre la espuma del mar, y luego la perdí de vista…
En el fondo de la barca hallé la mitad de un viejo remo, y, valiéndome de él, atraqué a duras penas en el embarcadero. Por la orilla, camino de la casa, miré instintivamente al sitio donde el ciego esperó al navegante nocturno la noche anterior. La luna hacía ya su ronda por el cielo, y me pareció distinguir una figura vestida de blanco sentada en la orilla. Me aproximé con cautela, incitado por la curiosidad, y me tumbé sobre la hierba en lo alto del acantilado; asomando ligeramente la cabeza, pude ver desde la roca todo lo que abajo sucedía. No me sorprendí gran cosa, y hasta diría que me alegré de reconocer a mi ondina. Estaba escurriendo la espuma del mar de sus largos cabellos; la camisa empapada moldeaba su esbelto talle y su pecho exuberante. A poco se divisó a lo lejos una embarcación que se acercaba velozmente; igual que la víspera, saltó de ella un hombre con gorro tártaro, pero llevaba el pelo cortado al estilo de los cosacos; del cinturón de cuero asomaba un gran puñal. «¡Yanko —dijo ella—, todo está perdido!». Después siguieron hablando, aunque en tono tan bajo, que nada pude oír. «¿Y dónde está el ciego?», inquirió Yanko en voz más alta. «Haciendo un recado mío», fue la respuesta. Al cabo de unos minutos se presentó el requerido: llevaba a la espalda un saco que depositó en la barca.
«¡Escucha, ciego! —ordenó Yanko—. Vigila aquel lugar… ¿sabes? Hay allí mercancías de valor… Di a (el nombre escapó a mi oído) que dejo de ser su criado; los asuntos van de mal en peor, y no me volverá a ver. Por ahora, es peligroso; voy a buscar trabajo a otro sitio, y él no encontrará otra ganga como yo. Y una cosa más: dile que si hubiera pagado mejor el trabajo, Yanko no le abandonaría. Yo tengo camino abierto dondequiera que sople el viento y ruja el mar». Hizo una breve pausa y prosiguió: «Esta se viene conmigo, no es cosa de dejarla aquí; y di a la vieja que va siendo hora de que se muera; bastante ha vivido ya y no debe ponerse pesada. A nosotros, no nos vuelve a ver». «¿Y yo?», preguntó el ciego con voz plañidera. «¿Para qué te necesito?», sonó la contestación.
Entre tanto, mi ondina saltó a la barca e hizo una seña a su compañero; Yanko depositó algo en la mano del ciego, al tiempo que decía: «Toma, para que te compres unos bollos». «¿Nada más?», protestó el zagal. «¡Vaya, hombre, ahí va eso!». La moneda cayó, tintineando en la roca. El ciego no hizo por recogerla. Yanko se había embarcado ya. Soplaba el viento desde tierra. A bordo izaron una pequeña vela, y zarpó, rauda, la barquilla. A la luz de la luna pude divisar largo tiempo la vela blanca entre las ondas oscuras. El ciego seguía sentado en la orilla, y tuve la impresión de oír algo semejante a un sollozo: en efecto, estaba llorando; lloró mucho, mucho rato… Me invadió la tristeza. ¿No era un capricho del destino el haberme arrojado en aquel apacible mundo de honrados contrabandistas? Como una piedra lanzada en un remanso, alteré su sosiego. ¡Y, como una piedra, estuve en un tris de hundirme!
Regresé a casa. La ya consumida vela crepitaba en el zaguán sobre un plato de madera; el cosaco, vulnerando mis órdenes, dormía a pierna suelta, sujeto el fusil con ambas manos. No quise interrumpir su sueño: tomé la vela y entré en la casa. Pero ¡ay!, mi arqueta, mi sable con empuñadura de plata, mi puñal daguestano, regalo de un amigo, todo había volado. Entonces caí en la cuenta de lo que contenía el saco del maldito ciego. Desperté al cosaco de un empujón bastante descortés, le regañé, me di a los diablos. ¡Pero la cosa no tenía remedio! ¿Y no hubiera sido ridículo denunciar a las autoridades que un chico ciego me había robado y que una muchacha de dieciocho años por poco me ahoga? Gracias a Dios, a la mañana siguiente se presentó la ocasión de partir y abandoné Tamán. Ignoro cuál habrá sido la suerte de la vieja y del ciego infeliz. ¡Pero qué pueden importarme las alegrías ni las desdichas humanas, a mí, un oficial errante, y además con salvoconducto oficial!…