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El viaje de los gemelos a la Torre duró un mes, aunque habían calculado que tardarían más ya que pensaban que tendrían que hacer el trayecto a pie. Poco después de que sus amigos abandonaran Solace, llegó un mensajero con la noticia de que se habían entregado dos caballos en el establo público a nombre de Majere. Las monturas eran un regalo del valedor de Raistlin, Antimodes.

Los dos jóvenes viajaron hacia el suroeste, pasando por Haven. Raistlin hizo un alto en la ciudad para presentar sus respetos a Lemuel, quien le informó que había sido arrasado el templo de Belzor y utilizado los bloques de piedra para hacer casas para los pobres. Ello se había llevado a cabo bajo los auspicios de una nueva y aparentemente inofensiva orden religiosa, conocida como los Buscadores. El mago había abierto otra vez su tienda de artículos de magia. Le mostró a Raistlin la nueza negra, que estaba floreciendo. Preguntó hacia dónde se dirigían y el joven contestó que era un viaje de placer y que iban a Pax Tharkas dando un amplio rodeo.

Lemuel adoptó un aire grave al oír esto, les deseó muchas veces suerte y un trayecto seguro, y suspiró profundamente cuando se marcharon.

Los hermanos prosiguieron viaje cabalgando hacia el sur a lo largo de las vertientes occidentales de las montañas Kharolis y bordeando la frontera de Qualinesti.

Aunque estuvieron muy atentos, no avistaron ningún elfo, si bien los dos eran plenamente conscientes de que los elfos los estaban vigilando. Caramon sugirió visitar a Tanis y así conocer el reino elfo, pero Raistlin le recordó que su viaje era un secreto y se suponía que estaban en Pax Tharkas. Además, dudaba que los elfos les permitieran la entrada en su país. Los qualinestis aceptaban mejor a los humanos que sus parientes, los silvanestis; pero, con los inquietantes rumores que llegaban desde el norte, los qualinestis desconfiaban de los extranjeros.

Cuando los hermanos se despertaron la última mañana de su viaje a lo largo de la frontera, encontraron una flecha elfa hincada a los pies de cada petate. El mensaje de los qualinestis era claro: Os hemos dejado pasar, pero no regreséis.

Los dos jóvenes respiraron más tranquilos cuando dejaron atrás el territorio elfo, pero no podían bajar la guardia porque ahora empezaba la búsqueda del esquivo bosque de Wayreth. Las tierras en esa zona de Abanasinia eran agrestes y desoladas. Una vez fueron atacados por ladrones, y en otra ocasión una banda de hobgoblins pasó tan cerca de los gemelos que estos sólo habrían tenido que alargar la mano para tocar sus escamosos pellejos.

Los bandidos habían creído que saltaban sobre unos jóvenes viajeros indefensos, pero la espada de Caramon y los feroces conjuros de Raistlin los sacaron pronto de su error.

Los asaltantes dejaron a uno de los suyos muerto en la calzada, y el resto puso pies en polvorosa para curarse las heridas.

Los hobgoblins, empero, eran demasiado numerosos para presentarles batalla, de modo que los hermanos buscaron refugio en una cueva hasta que la tropa se alejó en dirección norte marchando a paso ligero.

Los gemelos pasaron cuatro días buscando la fronda. Caramon, frustrado y nervioso, dijo más de una vez que deberían regresar. Consultó tres mapas, uno de ellos facilitado por Tasslehoff, otro que les proporcionó un posadero de Haven, y un tercero que cogieron del cuerpo del ladrón muerto. En ninguno de ellos coincidía la ubicación del bosque.

Raistlin tranquilizó a su inquieto hermano con toda la calma que fue capaz de demostrar aunque él mismo empezaba a preocuparse. El siguiente día era el séptimo del mes, y todavía no habían visto señales del bosque.

Esa noche extendieron los petates en un claro rodeado por raquíticos pinos. Al despertar, se encontraron tumbados bajo las grandes ramas de unos inmensos robles.

Faltó poco para que Caramon huyera en ese momento.

Los árboles no eran unos robles corrientes; el joven veía ojos en los nudos de la madera, oía palabras en el susurro de las hojas. Y también las oía en el canto de los pájaros. Aunque no los entendía con claridad, parecía que las aves le advertían que se marcharan.

Los gemelos recogieron sus pertenencias y montaron a caballo. Los robles se alzaban ante ellos como las prietas filas de unos robustos guardias que les cerraran el paso. Raistlin contempló los árboles en silencio un momento, haciendo acopio de valor, y luego taconeó a su caballo. Los robles se apartaron a su paso, formando un sendero que conducía directamente a la Torre.

Caramon intentó ir en pos de su hermano; los árboles lo miraban con odio y las hojas susurraban con ira. Perdió el valor y el miedo se apoderó de él, estrujándolo, dejándolo débil e indefenso, incapaz de moverse.

—¡Raist! —llamó con voz ronca.

Raistlin se volvió; al ver a su gemelo en apuros, hizo volver grupas a su caballo. Al llegar a su lado, alargó la mano y la posó en el brazo de su hermano.

—No temas, Caramon. Estoy contigo.

Los dos entraron juntos en el bosque.

El séptimo día del séptimo mes, siete aspirantes a mago fueron conducidos a un amplio patio al pie de la Torre de la Alta Hechicería.

Eran cuatro hombres y tres mujeres; cuatro de ellos eran humanos y otros dos, elfos. El otro parecía ser semihumano, semienano, una mezcla muy inusitada para un practicante de magia. El más joven, en casi cinco años, era Raistlin Majere, el único que llegó con escolta. Los demás miraron con desconfianza al joven mago, observaron sus rasgos delicados, su palidez y la extremada delgadez, que lo hacían parecer aún más joven de lo que era.

Se preguntaron por qué estaba allí y por qué le habían permitido que lo acompañara un miembro de su familia.

Los elfos mostraron de manera manifiesta su desdén, mientras que el semienano sospechó que el joven se había colado sin haber sido invitado, aunque no alcanzaba a entender cómo lo había conseguido.

El jardín del patio de la Torre de la Alta Hechicería era un lugar espeluznante en el que se entrecruzaban corredores de magia. Los hechiceros pasaban por allí a menudo, viajando por los caminos mágicos o llevando recados a la Torre o por asuntos propios. Los que estaban en el jardín no veían a los viajeros en sus ocultos caminos, pero tenían la impresión de percibir su respiración cuando pasaban cerca.

Los hechiceros mayores y más duchos que frecuentaban la Torre estaban acostumbrados a los repentinos remolinos de magia que giraban en el patio. Siendo esta la primera vez que los novicios visitaban la Torre, les resultaban muy inquietantes las voces que salían de la nada, las súbitas bocanadas de aire que les rozaban la nuca, el fugaz atisbo de una mano o un pie.

Los iniciados y el único guerrero permanecieron en el patio de pie, esperando lo que confiaban fuera el principio de su vida como uno más en este grupo de élite de hechiceros.

Los aspirantes a mago trataban de no pensar en el hecho de que ese podía ser el último día de su vida.

Caramon dio un brinco, haciendo resonar la espada y la armadura de cuero, y giró velozmente la cabeza para escudriñar, atemorizado, a su espalda.

—¡Estate quieto! Estás comportándote como un estúpido, Caramon —lo reconvino Raistlin.

—Sentí que una mano me tocaba la espalda —dijo el mocetón, que estaba lívido y sudoroso.

—Es muy probable —murmuró su hermano, sin inmutarse—. No hagas caso.

—¡Este sitio no me gusta, Raist! —El vozarrón de Caramon sonaba demasiado fuerte en la susurrante quietud que los rodeaba—. Volvamos a casa. ¡Eres bastante buen mago y no hace falta que tengas que aguantar esto!

Sus palabras se escucharon con total claridad y los otros iniciados volvieron los ojos hacia ellos y los contemplaron de hito en hito. Uno de los elfos frunció el labio superior en una mueca burlona. Raistlin sintió que la sangre se le agolpaba en las mejillas.

—¡Chitón, hermano! —siseó, temblándole la voz por la ira—. ¡Nos estás dejando en ridículo a los dos!

Caramon cerró la boca y se mordió el labio inferior.

De manera deliberada, Raistlin le dio la espalda a su gemelo. No lograba entender por qué había insistido el Cónclave en que Caramon tomara parte en la Prueba de su hermano.

—A menos que planeen irritarme hasta morir —masculló entre dientes el aspirante a mago.

Procuró hacer caso omiso de la presencia de Caramon concentrándose en controlar su propio miedo y nerviosismo.

No había razón para sentir temor. Había estudiado su libro de hechizos hasta saberlo de memoria del derecho y del revés; podía recitar los conjuros de carrerilla, empezando por detrás, si así se lo requerían los jueces. Había demostrado ser capaz de encauzar la magia estando bajo una gran presión; ni él ni sus hechizos se vendrían abajo en situaciones tensas.

No tenía que estar preocupado por su destreza para hacer magia durante la Prueba. Ni tampoco estaba excesivamente inquieto respecto a las partes intangibles de la Prueba, esas en las que el mago aprendía más sobre sí mismo. Introspectivo por naturaleza, Raistlin estaba seguro de saber cuanto había que saber sobre lo que albergaba su interior.

Para él, la Prueba sería una mera formalidad.

Tranquilo, el joven descubrió que de hecho estaba ansioso por iniciar la Prueba. Con sus preocupaciones desechadas, dedicó el tiempo a observar la Torre de Wayreth mientras esperaban la llegada de los jueces.

«La veré a menudo en el futuro», se dijo para sus adentros mientras se imaginaba viajando por los caminos invisibles, cuidando de las plantas en el jardín, estudiando en la gran biblioteca.

La Torre de Wayreth era, en realidad, dos torres construidas con brillante obsidiana negra. Las rodeaba un muro trazado como un triángulo equilátero, con tres pequeños torreones en cada ángulo. El muro rodeaba el jardín, donde crecía una gran variedad de plantas que no sólo se usaban como ingredientes de hechizos sino que también tenían aplicaciones curativas y servían como condimentos.

La parte superior del muro carecía de almenas ya que la Torre estaba protegida por fuertes defensas mágicas. El bosque no permitiría entrar a nadie a menos que hubiera sido invitado por el Cónclave. Si por desgracia algún enemigo se las ingeniaba para introducirse en él, las criaturas mágicas que lo poblaban se ocupaban del intruso.

Tales precauciones eran necesarias. Mucho tiempo atrás había habido cinco Torres de la Alta Hechicería, los centros mágicos de Ansalon. Durante el auge de Istar, el Príncipe de los Sacerdotes, que en secreto temía a la magia y al poder de los hechiceros, declaró ilegal su práctica e incitó a la chusma a levantarse contra los hechiceros con la esperanza de erradicarlos.

Los magos podrían haber luchado para defenderse, y algunos abogaban por el uso de la fuerza, pero el Cónclave consideró imprudente una acción tan drástica. Defenderse tendría por resultado la trágica pérdida de muchas vidas en ambos bandos. El Príncipe de los Sacerdotes y sus prosélitos buscaban un conflicto sangriento; de ese modo, podrían alzar un dedo acusador contra los hechiceros y decir «¡Estábamos en lo cierto! ¡Son una amenaza con la que hay que acabar!».

El Cónclave llegó a un acuerdo con el Príncipe de los Sacerdotes por el que los hechiceros se comprometían a abandonar sus torres y retirarse a la que estaba localizada en Wayreth.

Allí podrían continuar sus estudios sin ser molestados.

El Príncipe de los Sacerdotes, aunque decepcionado porque los hechiceros no quisieran combatir, accedió. Ya tenía bajo su control la Torre de la Alta Hechicería de Istar y ahora esperaba con ansiedad ocupar la exquisita Torre de Palanthas, de la que planeaba hacer un templo para su gloria personal.

Cuando entraba en la torre para ocuparla, un hechicero Túnica Negra, presuntamente loco, saltó desde una de las ventanas altas del edificio y se ensartó en los puntiagudos remates de la verja. Con su último aliento, lanzó una maldición sobre la Torre vaticinando que nadie la habitaría excepto el Amo del Pasado y del Presente.

¿Quién era ese misterioso personaje? Nadie lo sabía y menos el Príncipe de los Sacerdotes. Ante los ojos del aterrado mandatario, la Torre cambió su apariencia y adoptó un aspecto tan espantoso que quienes la contemplaban no pudieron evitar taparse los ojos; aun así, la escalofriante imagen les quedó grabada para siempre en la mente como una obsesión.

El Príncipe de los Sacerdotes mandó llamar a poderosos clérigos para que intentaran romper la maldición. Rodeada por el Robledal de Shoikan, una fronda de espanto, la Torre estaba guardada por el oscuro dios Nuitari, que no prestaba oídos a ninguna plegaria dirigida a cualquier deidad que no fuera él. Los clérigos de Paladine se acercaron al edificio, pero huyeron a todo correr, sollozando. Los clérigos de Mishakal intentaron entrar y escaparon con vida por muy poco.

Cuando los dioses arrojaron la montaña de fuego sobre Ansalon, el Cataclismo envió a Istar al fondo del Mar Sangriento.

Los terremotos resquebrajaron el continente, dividiéndolo, creando nuevos mares, nuevas cadenas montañosas.

La ciudad de Palanthas se sacudió en sus cimientos y se desplomaron grandes edificios y casas. Empero, ni una sola hoja del Robledal de Shoikan sufrió el más leve temblor.

Oscura, silenciosa, desierta, la Torre aguardaba a su señor, quienquiera que fuera.

Raistlin reflexionaba sobre la historia de las Torres de la Alta Hechicería y ya se veía a sí mismo caminando por los pasillos de la de Wayreth como un hechicero aceptado y reverenciado, cuando una campana invisible tocó siete veces.

Los siete iniciados, que habían estado paseando por el patio departiendo entre sí o manteniéndose aislados, recitando para sus adentros los conjuros, se quedaron parados. Todas las conversaciones cesaron.

Algunos rostros palidecieron de temor y otros se encendieron por la excitación. Los elfos, que se enorgullecían de no mostrar sus emociones ante los humanos, tenían un aire indiferente, aburrido.

—¿Qué es eso? —preguntó Caramon, la voz ronca por el nerviosismo.

—Es la hora, hermano —repuso Raistlin.

—Raist, por favor…

Al reparar en la expresión de su gemelo —los ojos entrecerrados, las cejas fruncidas, la boca apretada—. Caramon se tragó esta última súplica.

Apareció una mano incorpórea flotando sobre las rosas que había en el centro del jardín.

—¡Oh, mierda! —exclamó el joven guerrero mientras sus dedos se cerraban, crispados, sobre la empuñadura de la espada, bien que no hizo falta la mirada admonitoria de su hermano para saber que no debía desenvainar el arma en este recinto. En cualquier caso, dudaba de tener fuerza suficiente para hacerlo.

La mano hizo una seña de llamada y los iniciados se echaron la capucha sobre la cabeza, metieron las manos en las mangas de la túnica, y echaron a andar en silencio hacia la dirección indicada, dirigiéndose a una torre pequeña situada entre las dos grandes.

Raistlin y su hermano, que habían sido los últimos en llegar, cerraban la marcha.

La mano señaló la puerta de la torre delantera, una puerta cuyo llamador tenía la forma de la cabeza de un dragón. Pero no fue preciso llamar a ella para entrar, ya que se abrió silenciosamente al acercarse los iniciados.

Uno tras otro, los aspirantes a mago penetraron en la torre. Atrás quedó el luminoso jardín, y los envolvieron unas tinieblas tan densas que quedaron momentáneamente cegados. Los que iban delante se pararon, sin saber hacia dónde ir, temerosos de dirigirse a un sitio que no podían ver. Los que venían detrás de ellos se quedaron apiñados nada más cruzar el umbral. Caramon, que entró el último, tropezó con todos ellos.

—Perdón. Disculpadme, no vi que…

—Silencio.

Era la oscuridad la que había hablado. Los iniciados obedecieron. Caramon también guardó silencio o, más bien, lo intentó. El coselete de cuero crujía, la espada tintineaba, las botas rechinaban en el suelo, y su respiración estentórea resonaba en la cámara.

—Girad a la izquierda y caminad hacia la luz —mandó aquella voz tan incorpórea como la mano que los había llamado.

Los iniciados hicieron lo que les ordenaba. Apareció una luz y se dirigieron hacia ella con pasos silenciosos, excepto Caramon, que cerraba la marcha pisando con fuerza.

Un pequeño corredor de piedra, alumbrado por unas antorchas cuyas pálidas llamas ardían regularmente sin titilar, sin producir humo y sin emitir calor, desembocaba en una vasta cámara.

—La Sala de los Magos —susurró Raistlin, que se hincó las uñas en los brazos para que el dolor contuviera su nerviosismo.

Los otros compartían su sobrecogimiento, su júbilo. Los elfos dejaron caer la máscara de estoicismo; extasiados, sus ojos brillaban y sus labios estaban entreabiertos. Todos y cada uno de los iniciados habían soñado con este momento, con encontrarse en la Sala de los Magos, un lugar prohibido que la mayoría de la gente de Krynn jamás contemplaría.

—Ocurra lo que ocurra, esto hace que valga la pena —musitó Raistlin.

Únicamente Caramon no parecía afectado, como no fuera por el miedo. Mantenía gacha la cabeza, rehusando mirar a derecha e izquierda como si esperara que, al no verlo, todo desapareciera.

Las paredes de la cámara eran de obsidiana, pulidas por la magia. El techo se perdía en las sombras y no había pilares que sustentaran su peso.

Brillaba una luz blanca que iluminaba veintiún sillones de piedra colocados en semicírculo. En siete de esos asientos había cojines negros; otros siete los tenían rojos; y los de los otros siete eran blancos. Allí era donde se celebraba el Cónclave de Hechiceros. El sillón del centro del semicírculo era ligeramente más grande que los demás; en él se sentaba el jefe del Cónclave. El cojín que lo ocupaba era blanco.

A primera vista, los sillones estaban vacíos.

Sin embargo, al mirar por segunda vez, ya no lo estaban.

Los ocupaban los hechiceros, hombres y mujeres de diferentes razas, vestidos con los distintos colores que correspondían a sus Órdenes.

Caramon dio un respingo y se tambaleó ligeramente; la mano de Raistlin se cerró atrozmente sobre el brazo de su hermano, seguramente haciéndole daño a la par que lo sostenía.

El joven guerrero lo estaba pasando muy mal; nunca había tomado en serio la magia ni el don de su hermano en el arte. Para él, la magia eran monedas que aparecían en la nariz de alguien, conejos que saltaban de donde menos se esperaba, un kender gigante. Incluso este último conjuro sólo le había impresionado de manera moderada ya que la realidad era que el kender no se había vuelto un gigante, que todo no era más que una ilusión, un engaño. En la mente de Caramon la prestidigitación y la magia estaban mezcladas en un confuso revoltijo.

Pero esto no era un embeleco. Lo que estaba viendo era un puro despliegue de poder con el propósito de impresionar e intimidar. El joven guerrero temió por su hermano; si hubiera podido, habría sacado a Raistlin de allí y habría huido. Empero, en lo más recóndito de su mente, Caramon empezaba a comprender finalmente la fuerte apuesta que iba a hacer su hermano, algo tan importante que podría merecer la pena poner en juego su vida.

El hechicero que ocupaba el sillón central se puso de pie.

—Ese es Par-Salian, jefe del Cónclave —susurró Raistlin a su gemelo con la esperanza de evitar que diera otro paso en falso—. ¡Sé cortés!

Los iniciados hicieron una respetuosa inclinación de cabeza que Caramon remedó.

—Saludos —dijo Par-Salian con tono afable y acogedor.

El gran archimago tenía poco más de sesenta años por aquel entonces, aunque su largo cabello blanco, la suave y nívea barba y los hombros encorvados lo hacían parecer mayor.

Nunca había sido un hombre robusto, prefiriendo siempre el estudio a la acción. Trabajaba, incansable, en la creación de nuevos conjuros y en pulir y mejorar los antiguos.

Sentía debilidad por los artefactos mágicos al igual que un niño la siente por los confites. Sus aprendices empleaban bastante tiempo viajando por el continente buscando artefactos y pergaminos o siguiendo los rumores sobre cualquiera de estos objetos.

También era un perspicaz observador y participante activo en los asuntos políticos de Ansalon, a diferencia de muchos hechiceros que se sentían por encima de los asuntos triviales y cotidianos del ignorante populacho. El jefe del Cónclave mantenía contactos con todos los gobiernos con peso en el continente. Antimodes no era la única fuente de información de Par-Salian, quien guardaba para sí la mayoría de esos conocimientos a menos que conviniera a sus planes hacer lo contrario.

Aunque pocos estaban enterados de su influencia en Ansalon, un aura de sabiduría y poder rodeaba al archimago como un halo de luz blanca casi perceptible a simple vista y que brillaba con tanta fuerza que los dos elfos silvanestis, quienes tenían en tan poco a los humanos como las demás razas a los kenders, hicieron una reverencia seguida inmediatamente por una segunda.

—Saludos, iniciados —repitió Par-Salian— e invitado.

Su mirada fue hacia Caramon y pareció penetrar directamente en el corazón del corpulento guerrero, haciéndolo temblar.

—Todos habéis venido a la hora señalada por la invitación para someter a examen vuestra destreza y talento, vuestra creatividad, vuestro intelecto y, lo más importante, para probaros a vosotros mismos. ¿Cuáles son vuestros límites? ¿Hasta dónde sois capaces de sobrepasar esos límites? ¿Cuáles son vuestros defectos? ¿Cómo pueden entorpecer vuestras habilidades esos defectos? Son preguntas perturbadoras, pero a las que todos hemos de dar respuesta porque únicamente cuando nos conocemos a nosotros mismos, los puntos débiles como los fuertes por igual, tenemos acceso a todo el potencial que hay en nuestro interior.

Los iniciados permanecieron callados y circunspectos, nerviosos y sobrecogidos, y ansiosos por empezar. Par-Salian sonrió.

—No os preocupéis. Sé cuan impacientes estáis, de modo que no me entretendré con largas disertaciones. De nuevo os doy la bienvenida y mi bendición, y ojalá Solinari os acompañe en este día.

Levantó las manos, los iniciados inclinaron la cabeza, y el jefe del Cónclave volvió a tomar asiento.

El portavoz de los Túnicas Rojas se puso de pie y entró de inmediato en materia:

—Cuando oigáis vuestro nombre, adelantaos y acompañad a uno de los jueces, que os conducirá a la zona donde dará comienzo vuestro examen. No me cabe duda de que estáis al tanto del criterio seguido en las pruebas, pero el Cónclave exige que os lo lea para que después nadie pueda llamarse a engaño. Os recuerdo que estas indicaciones sólo son orientativas. Cada Prueba está específicamente diseñada para un iniciado en particular y en ella puede estar incluido todo o sólo parte de lo que se exige en tales criterios generales.

»Dichos requisitos son los siguientes: «Habrá como mínimo tres pruebas de los conocimientos del iniciado sobre la magia y su uso. La Prueba requerirá la ejecución de todos los conjuros que sabe el iniciado. Habrá al menos tres pruebas que no podrán superarse únicamente con la magia. El iniciado habrá de sostener un combate como mínimo contra un adversario de rango superior al suyo». ¿Alguna pregunta?

Los iniciados guardaron silencio; los interrogantes estaban guardados bajo llave en el corazón de cada uno de ellos.

Caramon tenía muchas preguntas que hacer, pero estaba demasiado sobrecogido para ser capaz de plantearlas.

—Bien —siguió el Túnica Roja—, sólo me queda desear que Lunitari esté con vosotros.

Tomó asiento de nuevo. El portavoz de los Túnicas Negras se incorporó.

—Ruego que Nuitari os acompañe —deseó, tras lo cual, desenrolló un pergamino y empezó a leer los nombres.

A medida que oían el suyo, los iniciados se adelantaron para ser recibidos por uno de los miembros del Cónclave y ser conducidos, en silencio y con la mayor solemnidad, hacia el oscuro perímetro de la cámara, tras lo cual desaparecían en las sombras.

Uno tras otro, los aspirantes a mago se marcharon hasta que quedó sólo uno de ellos: Raistlin Majere.

El joven mantuvo una apariencia estoica, tranquila de cara al exterior, mientras que los compañeros que había a su alrededor iban menguando de número. Sin embargo, bajo las mangas que las ocultaban, sus manos se apretaban en puños crispados. El miedo irracional de que quizás había habido un error, que se suponía que él no debería estar allí, lo asaltó. Tal vez habían cambiado de opinión y le mandarían marcharse. O quizá su rústico hermano había hecho algo que los había ofendido, de modo que lo despedirían cubierto de vergüenza e ignominia.

El Túnica Negra terminó de leer los nombres y dejó que el pergamino se enroscara con un seco crujido de papel, pero Raistlin seguía en la Sala de los Magos, salvo que ahora se había quedado solo. Mantuvo su postura rígida y aguardó a oír qué le guardaba el futuro.

Par-Salian se levantó del sillón y se acercó al joven.

—Raistlin Majere, te hemos dejado el último debido a lo inusitado de tus circunstancias. Has traído un escolta contigo.

—Se me pidió que lo hiciera así, gran maestro —respondió Raistlin, aunque las palabras salieron de su boca seca como un quedo susurro. Se aclaró la garganta y añadió con más firmeza: —Este es mi hermano gemelo, Caramon.

—Bienvenido, Caramon Majere —dijo Par-Salian. Sus azules ojos, rodeados por un laberinto de arrugas, penetraron en el alma del guerrero.

Caramon balbució algo que nadie entendió y se sumió de nuevo en un angustiado silencio.

—Voy a explicarte por qué se requirió la presencia de tu hermano —continuó Par-Salian, que volvió su astuta mirada hacia Raistlin—. Queremos que entiendas que no eres un caso único y que no hemos hecho una excepción contigo. Seguimos este mismo procedimiento en el caso de todos los gemelos que se someten a la Prueba. Hemos descubierto que entre ellos existen unos vínculos muy estrechos, más que entre los otros hermanos, casi como si en realidad fueran un solo ser dividido en dos. Por supuesto, en la mayoría de los casos ambos gemelos se dedican al estudio de la magia, ya que los dos poseen talento en el arte. A este respecto eres peculiar, Raistlin, puesto que sólo tú has demostrado tener ese talento. ¿Alguna vez has sentido algún interés por la magia, Caramon?

El guerrero, instado a responder una pregunta tan inesperada y que jamás se había planteado, abrió la boca, pero fue Raistlin quien contestó:

—No, nunca.

Par-Salian observó a los hermanos.

—Entiendo. Muy bien, gracias por venir, Caramon. Y ahora, Raistlin Majere, ¿querrás hacer el favor de acompañar a Justarius? Él te conducirá a la zona donde empieza la Prueba.

El joven aspirante sintió un alivio tan profundo que lo acometió un mareo pasajero y tuvo que cerrar los ojos hasta recuperar el equilibrio. Apenas prestó atención al Túnica Roja que se adelantó, de quien sólo advirtió que era un hombre en plena madurez que caminaba con una pronunciada cojera.

Raistlin inclinó la cabeza ante Par-Salian y, con el libro de hechizos en la mano, acompañó al Túnica Roja.

Caramon dio un paso en pos de su gemelo, pero el jefe del Cónclave se apresuró a detenerlo.

—Lo siento, Caramon. No puedes acompañar a tu hermano.

—Pero si me dijisteis que viniera —protestó el joven, a quien el miedo prestó la voz que le faltaba.

—Sí, y tendremos mucho gusto en atenderte durante la ausencia de Raistlin —contestó Par-Salian. A pesar de que empleó un tono agradable, también su timbre dejaba claro que no admitía réplica.

—Bue… buena suerte, Raist —tartamudeó el guerrero.

Abochornado, Raistlin hizo caso omiso de su hermano disimulando que no había oído sus inoportunas palabras.

Justarius lo condujo hacia las sombras de la cámara.

Raistlin desapareció, camino de un lugar al que su hermano no podía seguirlo.

—¡Quiero hacer una pregunta! —gritó el corpulento joven—. ¿Es verdad que algunas veces el iniciado muere…?

Le estaba hablando a una puerta. Se encontraba en una habitación, un cuarto muy acogedor que podría haber pertenecido a cualquiera de las mejores posadas de Ansalon. La chimenea estaba encendida, y sobre una mesa había comida, todos los platos favoritos de Caramon, así como una excelente cerveza.

El guerrero no hizo caso de las viandas. Furioso por lo que consideraba un trato arbitrario, intentó abrir la puerta.

Se quedó con el pestillo en la mano.

Muy asustado por su gemelo ahora, sospechando algún intento siniestro contra la vida de su hermano, Caramon estaba resuelto a rescatarlo. Arremetió contra la puerta, que tembló bajo el impacto de su peso, pero no cedió. La golpeó con los puños, pidiendo a gritos que viniera alguien y lo dejara salir.

—Caramon Majere.

La voz sonó a su espalda.

Sobresaltado, el guerrero giró sobre sus talones con tanta rapidez que se tropezó con sus propios pies. Trastabillando, se agarró a la mesa y miró de hito en hito al dueño de la voz.

Par-Salian se encontraba en medio de la estancia y sonrió al joven con expresión tranquilizadora.

—Perdona esta aparición tan dramática, pero la puerta está atrancada con un hechizo y es muy molesto quitarlo y volverlo a poner. ¿Es cómoda la habitación? ¿Quieres que te traigan alguna cosa?

—¡Al infierno con la habitación! —bramó el joven—. Me dijeron que podía morir.

—Es cierto, pero él sabe a lo que se arriesga.

—Quiero estar con él —pidió Caramon—. Es mi gemelo y tengo derecho a ello.

—Estás con él —afirmó el archimago quedamente—. Te lleva consigo a todas partes.

Caramon no entendía nada. No estaba con Raistlin. Lo que intentaban era engañarlo, eso era todo. Desestimó las palabras sin sentido con un gesto.

—Dejadme que vaya con él. —Apretó los puños, furioso—. O me dejáis salir o echaré abajo esta Torre piedra a piedra.

Par-Salian se atusó la blanca barba para disimular una sonrisa.

—Haré un trato contigo, Caramon. Si dejas que nuestra Torre siga en pie, intacta, yo dejaré que observes a tu hermano durante la Prueba. No podrás ayudarlo de ninguna forma, pero quizás el hecho de verlo alivie tus temores por él.

Caramon meditó la oferta.

—Sí, de acuerdo —aceptó. Una vez que supiera dónde estaba Raistlin, imaginó que podría llegar hasta él si necesitaba ayuda—. Estoy dispuesto. Llevadme con él. Oh, no, gracias, no tengo sed.

Par-Salian estaba vertiendo agua de una jarra en un cuenco.

—Siéntate, Caramon —instruyó.

—¿Es que no vamos a ir en busca de Raist?

—Siéntate, Caramon —repitió el archimago—. ¿Quieres ver a tu gemelo? Mira dentro del cuenco.

—Pero si sólo hay agua…

Par-Salian pasó la mano por encima del recipiente, pronunció una palabra mágica y echó unas cuantas hojas de planta desmenuzadas en el líquido.

Con idea de hacer creer al viejo que le seguía el juego para después agarrarlo por el escuálido cuello, Caramon miró el agua.