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Los días de verano fueron pasando en una bruma de humo de las lumbres de cocina, el polvo levantado por los pies de los viajeros que transitaban por la calzada de Solace y las neblinas matinales que se enroscaban en los troncos de los vallenwoods cual fantasmas.
Flint guardó cama, comportándose sorprendentemente como un paciente ejemplar, aunque rezongaba tanto como treinta enanos juntos, a decir de Tasslehoff, y protestaba porque se estaba perdiendo toda la diversión. En realidad, llevaba una vida regalada. El kender lo complacía hasta en sus más mínimos deseos. Caramon y Sturm se turnaban para visitarlo cada tarde después de sus prácticas de esgrima para demostrar sus recién adquiridas habilidades. Raistlin iba a diario para frotarle con el ungüento de gaulteria los músculos de las piernas, y hasta Kit se dejaba caer por allí de vez en cuando para entretener al enano con relatos de luchas contra goblins y ogros.
Flint estaba tan cómodo que a Tanis empezó a preocuparle que el enano estuviera disfrutando demasiado de su ociosidad. El dolor de la espalda y el de la pierna casi habían desaparecido, pero empezaba a dar la impresión de que Flint nunca iba a volver a caminar.
Tanis reunió a sus amigos para tramar un ardid que sacara al enano de la cama «sin tener que recurrir al polvo explosivo de los gnomos», como dijo textualmente el semielfo.
—Me han contado que hay un nuevo artesano del metal que va a instalarse en Solace —anunció Tasslehoff Burrfoot una mañana mientras ahuecaba las almohadas al enano.
—¿Cómo has dicho? —Flint parecía alarmado.
—Que viene un nuevo artesano del metal —repitió el kender—. Bueno, no es de extrañar. Se ha corrido la voz de que te has retirado.
—¡Yo no me he retirado! —gritó Flint, indignado—. Sólo me estoy tomando un pequeño descanso. Por razones de salud.
—Al parecer se trata de un enano. Alguien procedente de Thorbardin.
Dejando el envenenado dardo en la herida, donde con seguridad se enconaría, Tas se marchó a hacer su recorrido diario por Solace para ver quién había llegado a la ciudad y, lo más importante, qué objetos interesantes encontraban el camino a sus bolsas y saquillos.
Sturm fue el siguiente en llegar con un cazo de sopa caliente que enviaba su madre. En cuanto a las anhelantes preguntas del enano, respondió que «había oído algo sobre un nuevo artesano del metal que venía a la ciudad», pero añadió que nunca prestaba oídos a las habladurías y por lo tanto no podía darle más pormenores.
Raistlin se mostró mucho más locuaz y le proporcionó gran cantidad de detalles sobre el metalúrgico de Thorbardin, desde el clan al que pertenecía hasta la longitud y el color de su barba, añadiendo asimismo que la principal razón de que el enano de Thorbardin hubiera elegido Solace para instalar su negocio eran «los comentarios que le habían llegado respecto a que en esta ciudad no se realizaba un buen trabajo metalúrgico desde hacía mucho, mucho tiempo».
Para cuando Tanis llegó a la casa esa tarde, lo complació, aunque no lo sorprendió demasiado, encontrar a Flint en su taller encendiendo la forja que había estado apagada todo el verano. El enano todavía cojeaba un poco al caminar (cuando se acordaba de hacerlo) y aún se quejaba de dolor en la espalda (sobre todo cuando tenía que rescatar a Tasslehoff de ciertos desastres de poca importancia). Pero no volvió a guardar cama.
En cuanto al metalúrgico de Thorbardin, dio la casualidad de que los aires de Solace no le sentaban muy bien. Al menos, eso fue lo que dijo Tanis.
Había sido un verano largo y también próspero para los vecinos de Solace. Un gran número de viajeros, mayor de lo que nadie recordaba haber visto nunca, pasó por la ciudad.
La seguridad de las calzadas era relativamente buena. No faltaban los ladrones y los salteadores, por supuesto, aunque tal cosa era el pan de cada día en los caminos y no pasaba de considerarse una molestia inevitable. La guerra era la principal razón de que se interrumpiera el comercio y, con él, los viajes, pero en esos tiempos no existían conflictos armados en ningún lugar de Ansalon ni se esperaba que los hubiera.
El continente había estado en paz durante trescientos años y todo el mundo en Solace daba por hecho que seguiría así por lo menos otros trescientos.
Es decir, casi todo el mundo. Raistlin tenía otra opinión y tal era el motivo de que hubiera decidido centrar sus estudios mágicos en la hechicería de combate. No fue una decisión basada en la imagen idealizada que tiene cualquier joven sobre la batalla, considerándola algo glorioso y excitante.
Raistlin nunca había participado en los juegos de guerra, como hacían todos los niños. No lo atraía la vida marcial ni lo emocionaba en absoluto la idea de tomar parte en un combate. La suya fue una decisión calculada, tomada tras meditarlo largamente, y estaba dirigida hacia un objetivo: obtener dinero.
La conversación escuchada a escondidas entre Kitiara y el extraño tenía mucho que ver con los planes de Raistlin. Era capaz de repetir lo que habían dicho al pie de la letra, y repasaba mentalmente las palabras oídas cada noche.
En el norte —presumiblemente en Sanction— un gran señor que manejaba inmensas sumas de dinero estaba interesado en obtener información sobre Qualinesti. También le interesaba reclutar guerreros diestros; tenía a su servicio espías inteligentes y leales. Hasta un niño gully habría sacado la única conclusión lógica de estos factores.
Algún día, en alguna parte, a no tardar, alguien iba a necesitar reunir un ejército para defenderse contra ese gran señor, y tendría que conseguirlo con rapidez. Ese desconocido alguien pagaría muy bien a soldados, e incluso más a magos diestros en el arte de combinar el acero y la hechicería.
Raistlin suponía, y con toda razón, que negociar con la muerte le saldría mucho más productivo que preparar remedios con hierbas para curar niños enfermos.
Habiendo tomado esta decisión, meditó sobre el mejor camino que debía seguir para lograr su objetivo. Necesitaba adquirir conjuros de naturaleza combativa, eso era indiscutible.
También precisaba otros conjuros para defenderse o, en caso contrario, su primera batalla sería también la última.
Pero ¿contra qué tendría que protegerse? ¿Y qué esperaba de un mago guerrero un comandante? ¿Qué puesto ocuparía en sus filas? ¿Qué hechizos de ataque le requerirían? Raistlin ignoraba todo lo referente a las artes militares, y entonces comprendió que necesitaba saber más si quería convertirse en un mago guerrero eficaz.
La única persona que podría darle respuesta a estos interrogantes era precisamente la última a quien preguntaría: Kitiara. No quería darle ideas. Y recurrir a Tanis sería tanto como si acudiera a su hermana, ya que el semielfo comentaría con ella cualquier cosa que hablara con su «hermanito».
Ni Sturm ni Flint le serían de ayuda; los caballeros y los enanos desconfiaban profundamente de la magia y jamás dependerían de un hechicero en una contienda. Tasslehoff estaba totalmente descartado, por supuesto. Cualquiera que preguntara algo a un kender se merecía la respuesta que obtenía.
Raistlin había registrado a escondidas la biblioteca de maese Theobald y no había encontrado nada útil.
—Este período en Krynn se llamará la Era de la Paz —solía pronosticar el maestro—. Somos personas nuevas. La guerra es una institución de pasadas generaciones incultas.
Las naciones han aprendido a coexistir pacíficamente. Humanos, elfos y enanos han aprendido a trabajar juntos.
«Poniendo todo su empeño en hacer caso omiso los unos de los otros —pensó Raistlin—. Eso no es coexistencia, sino cerrazón».
Cuando miraba al futuro, lo veía arder en llamas, anegado en sangre. De hecho, veía las guerras que se avecinaban con tanta claridad que a veces se preguntaba si no habría heredado parte del talento vidente de su madre.
Convencido de que su plan era el correcto, el que le proporcionaría fama y fortuna, Raistlin sólo necesitaba conocimiento para ponerlo en práctica. Y ese conocimiento podía obtenerlo de una única fuente: los libros. Unos libros que su maestro no tenía. ¿Cómo conseguirlos?
La Torre de la Alta Hechicería en Wayreth poseía la biblioteca sobre magia más extensa de todo Krynn; pero, como un simple iniciado, un novicio, aún ni siquiera un aprendiz de hechicero, Raistlin no tenía acceso a la Torre. Su primera visita al legendario y aterrador edificio sería cuando lo invitaran a someterse a la Prueba, si es que lo hacían. La Torre de Wayreth quedaba descartada.
Había otros sitios donde encontrar libros sobre magia: las tiendas de productos de hechicería.
Estos establecimientos eran escasos en esa época, pero existían. Había uno en Haven; Raistlin había oído hablar de él a maese Theobald. Sabía dónde estaba merced a unas cuantas preguntas subrepticias.
Una noche, poco después de la milagrosa recuperación de Flint, Raistlin se puso de rodillas junto a un pequeño arcón de madera que guardaba en su cuarto. El mueble estaba protegido con un simple conjuro, una de las primeras cosas que todos los magos aprendían, una guarda mágica que era absolutamente esencial en un mundo poblado por kenders.
Desactivó el conjuro con una única palabra, una orden personalizada a conveniencia de cada mago, y abrió la tapa del arcón, del que sacó una pequeña bolsa de cuero. Contó las monedas, algo que era totalmente innecesario. Sabía al céntimo cuánto había ahorrado. Calculó que tenía suficiente.
A la mañana siguiente, abordó el tema con su hermano.
—Dile al granjero Juncia que tienes que tomarte unos días libres, Caramon. Vamos a ir a Haven.
El mocetón abrió tanto los ojos que parecía imposible que pudiera volver a cerrarlos. Miró de hito en hito a su gemelo, mudo de estupefacción. La distancia desde Solace a la antigua escuela de maese Theobald, unos ocho kilómetros, había sido el trayecto más largo que Caramon había hecho en toda su vida. La distancia hasta la capital de la región era de unos ciento cuarenta o ciento cincuenta kilómetros y para Caramon significaba llegar al fin del mundo que conocía.
—Flint va la semana que viene al Festival de la Cosecha de Haven. Oí que se lo decía anoche a Tanis. Indudablemente él y Kit también irán, así que propongo que los acompañemos.
—¡Puedes apostar a que sí! —gritó Caramon. En su alegría se puso a brincar y a bailar en el pórtico de la casa, con lo que toda la vivienda se sacudió sobre las ramas en las que se apoyaba.
—Tranquilízate, Caramon —ordenó, irritado, Raistlin—. Volverás a hacer un agujero en las tablas del suelo y no disponemos de dinero para gastarlo en reparaciones.
—Lo siento, Raist. —El mocetón controló su entusiasmo, sobre todo porque le vino una idea a la cabeza que lo serenó—. Y, hablando de dinero, ¿tenemos suficiente? Ir a Haven nos costará un montón. Tanis se ofrecerá a pagarnos los gastos, pero no deberíamos dejar que lo hiciera.
—Nos bastará si somos frugales. Yo me ocuparé de ese asunto, no te preocupes por ello.
—Le preguntaré a Sturm si quiere venir —dijo Caramon, recuperada la alegría. Se frotó las manos—. ¡Será toda una aventura!
—Confío en que no —replicó mordazmente su gemelo—. Es un trayecto de tres jornadas en carreta por calzadas muy transitadas. No veo qué puede haber de aventura en algo así.
Tal creencia demostró que, después de todo, no había heredado la facultad adivinatoria de su madre.