17

Tasslehoff tenía razón en sus protestas sobre la prisión de Haven respecto a que no era un sitio particularmente bonito. Localizada cerca de la casa del corregidor, la prisión había sido en tiempos unas caballerizas. Era fría y tenía corrientes de aire; los suelos de tierra estaban llenos de desechos. El sitio apestaba a orín y a heces tanto de caballos como de personas, así como a los vómitos de quienes habían abusado del aguardiente enano en la feria.

Raistlin no advirtió el hedor, al menos al principio. Estaba demasiado cansado para notarlo. Podrían haberlo ahorcado —la muerte en la horca era la pena por asesinato en Haven— y no habría protestado. Se dejó caer sobre el sucio jergón de paja y se sumió en un sueño tan profundo que ni siquiera sintió las ratas que pasaron, raudas y sigilosas, sobre sus piernas.

Su tranquilo y reparador sueño dio mucho que hablar a los dos guardias de la prisión. Uno de ellos sostenía que un sueño así era indicio de una mente inocente de asesinato, ya que era sabido que una conciencia culpable no podía dormir en paz. El otro guardia, de más edad, resopló con sorna al oír esta conclusión. Para él, eso demostraba que el joven era un criminal empedernido, ya que era capaz de dormir a pierna suelta teniendo todavía las manos manchadas con la sangre de su víctima.

Raistlin no oyó sus opiniones ni las escandalosas voces de los compañeros de prisión, kenders en su mayoría. Estos estaban muy alborotados porque había sido un día marcado por extraordinarios acontecimientos que, como broche final, había terminado con una algarada, un incendio, un asesinato y, lo más maravilloso, uno de los suyos transformado en un magnífico gigante. Que se supiera, ni siquiera tío Saltatrampas había realizado una hazaña tan grandiosa. A partir de entonces, el kender gigante acabó convirtiéndose en una figura célebre en canciones y relatos kenders, a la que a menudo se veía cruzando océanos con grandes zancadas y saltando montañas de cumbre en cumbre. Si alguna vez se diera el caso de que durante la noche no salieran las lunas plateada y roja, era de todos sabido que se debía a que el kender gigante las había «tomado prestadas».

Ansiosos de comentar esta trascendental ocasión, los kenders no dejaban de salir y entrar de las celdas de los demás, forzando los cerrojos casi inmediatamente después de que las puertas de las celdas se hubieran cerrado tras ellos. Tan pronto como los guardias encerraban a uno de ellos, se encontraban con otros dos deambulando de aquí para allí.

—Está tiritando —observó el guardia joven al echar una ojeada a la celda de Raistlin durante un corto respiro que les dieron los kenders, cosa, por otro lado, que debería haberles preocupado si lo hubieran pensado bien—. ¿Le busco una manta?

—No —respondió el carcelero con aire malicioso—. No tardará en calentarse más que de sobra, ya me entiendes. Dicen que en el Abismo hace más calor que en la forja de un herrero.

—Imagino que habrá un juicio antes de que lo cuelguen —comentó el guardia joven, que era nuevo en estas lides.

—El corregidor celebrará un juicio, sí, pero será una simple formalidad. —El carcelero se encogió de hombros—. Por mi parte, no veo la necesidad de hacerlo. Fue sorprendido con el cuchillo en la mano, junto al cadáver. —Sacó de un rincón una sucia manta—. Toma, tápalo si quieres. Sería una lástima que pillara una pulmonía y muriera antes de que lo ahorquen. Dame las llaves.

—Yo no las tengo. Creía que las tenías tú.

Al final resultó que los que las tenían eran los kenders, que salieron en tropel de las celdas y, en un santiamén, organizaron una merienda campestre en mitad de la prisión.

Volcados en la ardua tarea de convencer a los kenders de que les devolvieran las llaves, el carcelero y el joven guardia no advirtieron el resplandor de antorchas que se aproximaba a la prisión ni los gritos de los kenders les dejaron escuchar el griterío de la chusma que se acercaba.

Raistlin, exhausto por la ejecución del conjuro y el interrogatorio del corregidor, había caído en un sueño casi letárgico y no se enteró de nada.

Tampoco Caramon vio la luz de las antorchas; estaba lejos de la prisión, corriendo tan deprisa como podía hacia el recinto ferial.

El joven se había salvado por poco de acabar también encarcelado; cuando el corregidor de Haven lo había interrogado, Caramon negó resueltamente que ni su hermano ni él supieran nada del crimen. Raistlin había repetido cansadamente la misma historia: que se había arrodillado junto al cadáver para examinar a la víctima, que no tenía ni idea de por qué había recogido el cuchillo o por qué había intentado ocultarlo y que, al encontrarse en un estado de gran conmoción, no sabía lo que hacía. Añadió, categóricamente, que Caramon no estaba involucrado.

Por suerte, una testigo, la joven sacerdotisa, se adelantó y afirmó que estaba hablando con Caramon en el pasillo cuando oyeron gritar a Judith. El mocetón juró que su gemelo estaba también allí en ese momento, pero la chica dijo que sólo lo había visto a él.

Debido a esta coartada, el corregidor no tuvo más remedio que dejar libre a Caramon. El joven lanzó una mirada cariñosa, anhelante y preocupada a su hermano —un gesto del que Raistlin hizo caso omiso— y después salió corriendo hacia el recinto ferial.

En el camino, Caramon rumió lo ocurrido para sus adentros.

La gente lo acusaba de ser duro de mollera. No era obtuso, pero sí lento, aunque no en el sentido de ser estúpido que generalmente se daba a ese término. Razonaba despacio, con deliberada lentitud, considerando cada aspecto del problema antes de sacar finalmente una conclusión. El hecho de que llegara invariablemente a la solución correcta a menudo pasaba inadvertido a la mayoría de la gente.

El mocetón tuvo tiempo para considerar el terrible aprieto en el que estaba su hermano durante los kilómetros que lo separaban del recinto ferial. El corregidor había sido muy claro: habría un juicio para cumplir con las normas, pero el resultado era inevitable. A Raistlin lo declararían culpable de asesinato y pagaría por el crimen con la horca. La sentencia se cumpliría el mismo día, tan pronto como estuviera montado el patíbulo.

Cuando llegó al recinto ferial, Caramon había tomado una decisión; sabía lo que tenía que hacer.

El lugar estaba tranquilo; aquí y allí brillaba una luz detrás de los postigos de los puestos a pesar de que eran altas horas de la noche. Algunos artesanos seguían trabajando con afán para reponer sus existencias con vistas al otro día. El siguiente sería el último día de la feria, la última ocasión de tentar a posibles compradores, de convencerlos para que se desprendieran de su dinero.

O la noticia del alboroto ocurrido en Haven no había llegado aquí o, si lo había hecho, sólo se había escuchado como un suceso interesante que no tendría efectos sobre los negocios. Al otro día cambiarían de opinión, porque, si se celebraba un juicio por asesinato y a continuación se llevaba a cabo el ajusticiamiento, la asistencia a la feria sería casi mínima y las ventas bajarían sensiblemente.

Caramon encontró el puesto de Flint guiándose por las achaparradas siluetas de las construcciones, perfiladas por la suave luz de las estrellas y de la luna roja, que estaba en fase llena. El joven interpretó esto como un buen augurio. Aunque Raistlin llevaba la túnica de color blanco, había comentado en cierta ocasión que era partidario de Lunitari.

El joven buscó a Sturm, pero no se lo veía por ninguna parte, como tampoco a Tasslehoff. Entonces se dirigió a la tienda de Tanis, aunque vaciló ante la solapa de entrada.

Estaba desesperado y no tenía escrúpulo en interrumpir cualquier actividad placentera que pudiera estar teniendo lugar dentro. Escuchó un instante, pero no oyó nada, así que levantó un poco la solapa y se asomó al interior. Tanis estaba solo, dormido, aunque su sueño no era tranquilo. Murmuraba algo en un idioma extraño, probablemente el elfo, y rebullía sin parar. Evidentemente, la pelea con Kit seguía sin resolverse. Caramon soltó la solapa y retrocedió.

Entró en la tienda que compartía con su gemelo y no se sorprendió de encontrar a Kitiara en ella, metida entre las mantas.

Por la regularidad de su respiración, también dormía, aunque su sueño era profundo y satisfecho. La luz rojiza de la luna se coló detrás de Caramon, como si la propia Lunitari quisiera estar presente en la conversación que iba a tener lugar. La rabia y el temor pugnaron por imponerse en el corazón del joven.

Se puso en cuclillas y tocó a Kit en el hombro. Tuvo que sacudirla varias veces para que se despertara, y esto, junto con la mala interpretación que hizo al rodar sobre sí misma y simular que no lo reconocía de inmediato, lo hizo llegar a la conclusión de que su hermana había estado fingiendo todo el tiempo. Kit no era de las que dejaban que nadie se le acercara con sigilo, como el propio Caramon sabía por una antigua y dolorosa experiencia.

—¿Quién es? ¿Caramon? —Kit disimuló un bostezo y se pasó los dedos por el rizoso cabello—. ¿Que quieres? ¿Qué hora es?

—Han arrestado a Raistlin —dijo.

—Si, bueno, no me sorprende. Pagaremos la multa y lo sacaremos de la cárcel por la mañana. —Kit tiró de la manta para taparse los hombros y se dio media vuelta.

—Lo han arrestado por asesinato —continuó Caramon, hablándole a la espalda de su hermana—. Por el asesinato de la viuda Judith. La encontramos muerta en sus aposentos. La habían degollado, y había un cuchillo junto al cadáver. Los dos, Raistlin y yo, reconocimos el arma. La habíamos visto… en tu cinturón.

Guardó silencio, esperando.

Kitiara permaneció inmóvil un momento, y después retiró las mantas y se sentó. Estaba vestida con la camisa y las calzas; se había quitado el chaleco, pero tenía puestas las botas.

Su actitud era despreocupada, tranquila, incluso un poco jocosa.

—Así que arrestaron a Raistlin. ¿Por qué?

—Lo encontraron con el cuchillo en la mano.

Kit hizo una mueca.

—Eso fue una estupidez, y nuestro hermanito no suele cometer errores tan necios como ese. En cuanto a reconocer el cuchillo… —Se encogió de hombros—. Hay montones de armas blancas en este mundo.

—No muchas con la marca de Flint o con el estilo peculiar de forrar la empuñadura, con tiras de cuero trenzadas. Era tu cuchillo, Kit. Raistlin y yo lo sabemos.

—Conque lo sabéis, ¿no? —Kit enarcó una ceja—. ¿Dijo Raistlin algo?

—No, claro que no. No haría una cosa así. —La expresión del joven era severa—. No hasta que yo hablara contigo y te pusiera sobre aviso. Pero lo hará.

—No le creerán.

—Entonces tendrás que decir algo tú. La mataste, ¿no es así, Kit?

Su hermana volvió a encogerse de hombros y no contestó.

La luz roja de la luna se reflejaba en sus oscuros ojos, en los que no hubo la más ligera vacilación.

—Voy a decírselo, Kit. —Caramon se puso de pie—. Voy a contarles la verdad. —Se agachó para salir de la tienda, pero Kitiara se incorporó y lo agarró por la manga.

—¡Espera, Caramon! Hay algo que tienes que tener en cuenta. Algo en lo que no has pensado. —Tiró del joven hacia el interior de la tienda y cerró la solapa, dejando fuera la luz de la luna.

—¿Y bien? —Caramon la observaba con frialdad—. ¿Qué es eso en lo que no he pensado?

—¿Sabías que Raistlin podía hacer una magia así? —preguntó, acercándose más a su hermano.

—¿Una magia cómo? —El joven estaba desconcertado.

—Lanzar un hechizo como el que ejecutó esta noche. Era un poderoso conjuro, Caramon. Lo sé porque he estado cerca de hechiceros un tiempo y he visto… En fin, no importa lo que haya visto, pero puedes creerme. Lo que hizo Raistlin no tendría que haber sido capaz de llevarlo a cabo. No si consideramos lo joven que es.

—Es bueno con la magia —manifestó Caramon, que seguía sin comprender a qué venía todo esto. Por el tono, podría haber estado contando que su gemelo era bueno con el jardín o friendo huevos, porque así era como el joven enfocaba este tema.

—¿Es que tienes algo de gully para ser tan duro de mollera? —replicó Kit con un gesto de impaciencia—. ¿No te das cuenta? —Bajó la voz a un siseante susurro—. Escúchame, Caramon. Dices que Raistlin es bueno con la magia, y yo afirmo que es demasiado bueno. No me había dado cuenta hasta esta noche. Creía que sólo estaba jugando a ser hechicero. ¿Cómo iba a imaginar que era tan poderoso? No esperaba que…

—¿Adonde quieres ir a parar, Kit? —la interrumpió Caramon, que empezaba a perder la paciencia.

—Deja que hagan con él lo que quieran, Caramon —contestó suave, tranquilamente—. ¡Deja que lo cuelguen! Raistlin es peligroso, es como una de esas cobras. Mientras lo tengas encantado, será agradable, pero si lo contrarías… No vuelvas a la prisión, Caramon. Ve a acostarte. Por la mañana, si alguien te pregunta sobre el cuchillo, di que era suyo. Es lo único que tienes que hacer, Caramon, y todo habrá terminado rápidamente.

El joven estaba mudo por la impresión; las palabras de su hermana lo habían afectado como un tremendo puñetazo, dejándolo tan aturdido que era incapaz de pensar qué decir.

Kit no veía su expresión conmocionada en la oscuridad y, juzgándolo con su rasero, imaginó que se sentía tentado por la sugerencia.

—Entonces seremos sólo tú y yo —continuó—. Me han hecho una oferta de trabajo en el norte. La paga es buena y seguirá mejorando con el tiempo. Es un trabajo como mercenarios, lo que hemos hablado siempre tú y yo. Daré buenas referencias de ti y el señor te tomará a su servicio. Está buscando guerreros entrenados. Así te liberarás de compromisos y de Solace. —Echó una mirada de reojo en dirección a la tienda de Tanis y luego volvió la vista hacia su hermanastro—. Serás libre para hacer lo que quieras. ¿Qué dices? ¿Estás conmigo?

—¿Quieres… que deje… que Raistlin… muera? —preguntó el joven con voz ronca, ahogándose casi con la última palabra.

—Quiero que dejes que ocurra lo que tenga que ocurrir —respondió, apaciguadora, mientras extendía las manos—. Será lo mejor.

—¡No es posible que estés diciendo eso en serio! —El joven la miraba de hito en hito, con incredulidad—. ¡No es posible!

—¡No seas idiota, Caramon! —espetó severamente Kit—. ¡Raistlin te está utilizando! ¡Siempre lo ha hecho y siempre lo hará! ¡Le importas menos que un céntimo falso, te utilizará para lo que le interesa y después, cuando haya acabado contigo, te tirará a un lado como si fueras un trozo de trapo con el que se ha limpiado el culo! ¡Hará de tu vida un infierno, Caramon! ¡Un infierno! ¡Deja que lo cuelguen! No será culpa tuya.

Caramon retrocedió con tanta brusquedad que casi derribó el poste de la tienda.

—¿Cómo puedes…? ¡No, no lo haré! —Empezó a manosear con torpeza la solapa de la tienda, intentando desesperadamente salir de allí.

Kit se abalanzó sobre él y le clavó las uñas; acercó tanto su rostro al del joven que este percibió su aliento abrasador en la mejilla.

—Habría esperado una respuesta así de Sturm o de Tanis, ¡pero no de ti! Tú no eres bobo, Caramon. ¡Piensa lo que te he dicho!

El joven sacudió violentamente la cabeza. Sentía náuseas, igual que cuando había visto el cadáver de la viuda. Seguía intentando salir de la tienda, pero estaba tan alterado y nervioso que era incapaz de encontrar la abertura.

Kit lo miró en silencio, puesta en jarras, y soltó un suspiro exasperado.

—¡Basta! —ordenó, irritada—. ¡Deja de manotear! Vas a echar la tienda abajo. Cálmate, ¿quieres? No hablaba en serio, todo era una broma. No dejaría que esos ahorcaran a Raistlin.

—¿A esto lo llamas una broma? —Caramon se enjugó el sudor frío de la frente—. Pues a mí no me hace gracia. ¿Vas a decirles la verdad?

—¿Y de qué infiernos iba a servir que lo hiciera? —demandó Kit, que añadió con una cólera repentina—: ¿Es que quieres verme colgada a mí? ¿Es eso? —Caramon no respondió; se sentía fatal.

»Yo no la maté, ¿vale? —afirmó fríamente Kitiara.

—Pero tu cuchillo…

—Alguien me lo robó en la confusión que hubo en el templo, me lo cogió del cinturón. Te lo habría dicho si me lo hubieras preguntado, en lugar de acusarme como hiciste. Esa es la verdad. Es lo que ocurrió, pero ¿piensas que alguien me creería?

No, Caramon estaba seguro de que nadie le creería.

—Salgamos —ordenó Kitiara—. Despertaremos a Tanis. Él sabrá qué hacer.

Se puso el chaleco de cuero. La espada yacía en el suelo, cerca de donde ella se había tumbado a dormir. La cogió y se abrochó el cinturón.

—Ni una palabra al semielfo de mi pequeña broma —advirtió a Caramon mientras le acariciaba el brazo—. No lo entendería.

Caramon asintió con la cabeza, incapaz de hablar. No se lo diría a nadie, jamás. Era demasiado vergonzoso, demasiado horrible. Tal vez hubiera sido una broma, una muestra de humor negro, pero el joven no lo creía así. Todavía podía oír sus palabras, la vehemencia con que las había pronunciado.

Todavía podía ver el espeluznante brillo de sus ojos.

Se apartó de ella; su contacto le ponía la piel de gallina.

Kit le dio unas palmaditas en el brazo, como si fuera un niño bueno que se ha comido todas las gachas de avena. Lo empujó para pasar delante y salió de la tienda, llamando a voces a Tanis mientras caminaba.

Caramon se dirigía hacia el puesto para despertar a Flint cuando oyó una voz gritando, resonando en el recinto ferial:

—¡Va a haber un linchamiento! ¡Venid a verlo! ¡Vamos a quemar en la hoguera al hechicero!