CAPÍTULO SÉPTIMO

LA FAMILIA

Para el niño es asunto muy doloroso separarse de los que durante tanto tiempo han constituido el punto central de su mundo. La crueldad y la indiferencia con las que eso se hace muchas veces deja oculta una gran cantidad de sufrimiento. La persona que hasta ese momento ha tenido en su mano la mayor parte de las soluciones ya no sirve para resolver o para opinar en áreas de angustia y de confusión que se presentan como más urgentes y más aterradoras que nada de lo que haya ocurrido hasta entonces. El adolescente ya no puede contar con ella porque ya no es capaz de arreglarlo todo como hacía en d pasado, además de que contar con ella sería mantener una unión íntima que ahora se considera amenazadora e impropia. Un desilusionado y desengañado joven de catorce años lo expresó así: «Comprendí que no me podían llevar por la vida, que tenía que ir por mí mismo».

El problema con los adolescentes de esta edad de doce a catorce años es que sienten una fuerza que tiende a separarles de los padres (particularmente de la madre) y al mismo tiempo otra que les empuja hada ellos, y no encuentran ninguna buena solución duradera para ese conflicto. El conflicto interior es difícil de resolver, y además están sometidos a presiones externas que les incitan a hacer cosas para las que aún no se sienten preparados. A veces los padres ven el conflicto del hijo, que inconscientemente desea seguir siendo infantil —que hagan las cosas por él, que le arreglen la habitación, que le preparen el desayuno, etc.— y al mismo tiempo tener privilegios de mayor como poder volver a casa tarde, etc.

La madre de Jason, un chico de catorce años, no sabía cómo tomar la queja constante del chico de que ella no estuviera nunca en casa. Le preguntó por qué iba a estar ella en casa si él estaba siempre por ahí con sus amigos. «Eso es otra cosa», dijo, «yo quiero que estés en casa aunque yo no esté». Y es que a veces no se sabe que es precisamente el hecho de que la madre esté en casa pensando en el hijo lo que le permite a éste sentirse libre para lanzarse con sus amigos a explorar otros mundos lejos de allí. La seguridad que da el saber que la madre está en casa es condición indispensable para ensayar otras experiencias.

Finalmente llega el día en el que el hijo hace ya muchas cosas por su cuenta sin contar con nosotros y sin que ni siquiera nos enteremos, y además es normal que sea así. Cuando se empieza a ver en los hijos un deseo de guardarse secretos y de actuar con reserva es señal —r— y dolorosa— de que están haciéndose su mundo propio. A partir de entonces empezarán a ir resolviendo ellos mismos sus dudas —esperanzas, temores, angustias, conflictos— solos o con el concurso de sus amigos. A partir de entonces, lo mejor que los padres podemos hacer es dejar claro que seguimos ahí, disponibles, para responder a cualquier confidencia que quieran hacernos. Quieren que sigamos en nuestro antiguo papel de «siempre dispuestos», pero al mismo tiempo nos ven ya anticuados, como trastos inútiles, y piensan que somos pesados, que nos repetimos, que preguntamos demasiado, que nos metemos donde no nos importa y que es mejor no ocuparse de nosotros. Unas veces los ataques irán dirigidos al padre y otras a la madre. Hemos de recordar en todo momento que uno de los objetivos que persigue el adolescente de esta edad es el de separarse de nosotros, y que es imprevisible qué caminos y qué medios irá probando para hacerlo.

Los padres pueden pensar algo así como «ya no nos necesita y no necesita hablar con nosotros como lo hacía antes y es inútil que nos esforcemos en estar en casa cuando viene de la escuela y en pasar la tarde en casa». Sin embargo, lo probable es que la respuesta del hijo —como fue el caso de Jason— sea: «Pero es que quiero que estés en casa por si te necesito». Lo importante es que el niño cuente con una base de operaciones en la que se sienta seguro y querido, desde la cual poder hacer salidas al mundo. Hemos de evitar los dos extremos: no ser ni entrometidos ni indiferentes (aunque de todas maneras lo probable será que el hijo nos haga saber que no lo estamos haciendo bien).

El arte en la lucha del niño por la separación consiste precisamente en que aquel de quien se separa con dolor tiene que ser visto al mismo tiempo como alguien que no vale la pena conservar. Es el querer y no querer. De ahí la sensación de inutilidad que invade a los padres. Los niños de doce a catorce años se dan un arte especial para hacer que nos sintamos así. Algún tiempo después adolescentes y padres empiezan a relacionarse de otra manera, pero a esta edad que ahora nos ocupa los padres se sienten tristemente infravalorados, ven que en el sentir de los hijos no son lo que éstos habían creído que eran.

Los padres se distancian de los hijos

Los padres se sienten heridos al verse ignorados sin razón y juzgados duramente a cada paso. Por otra parte les duele tener que reconocer que no son perfectos y que tienen defectos que habrían preferido seguir ignorando. Aquel orden y aquella disciplina que estaban tan bien establecidos en la familia se ven ahora rotos, puestos de nuevo en tela de juicio. Aferrarse a los antiguos modelos de autoridad no va a servir para nada. La verdad es que esos modelos están ya anticuados y que ahora nos parecen tontos e injustos.

Lo importante es que también los padres tenemos que prepararnos para el cambio y que también nosotros tenemos que bregar con el adolescente que llevamos dentro —quizá recubierto solamente por una capa muy fina de lo que veníamos llamando nuestro ser adulto—. A veces los niños nos provocan a pelear con ellos para averiguar cómo somos de verdad. No siempre les gusta lo que encuentran, ni a nosotros tampoco. Pueden poner al descubierto nuestra hipocresía y nuestra doble moral. Puede que tengamos que confesar tener envidia de su juventud, de su bella apariencia y de las oportunidades que tienen. Y que tengamos que reconocer que no queremos que se vayan, que no queremos darles la libertad. Para muchos todo esto significa tener que admitir que el «niño» ya no les «pertenece» como creían que les pertenecía antes de la pubertad. Hasta este momento éramos nosotros los que establecíamos las reglas, elegíamos la ropa, organizábamos las actividades y éramos la persona a la que tenían que venir en busca de aprobación, de amor, de consejo, de consuelo. De pronto, hacia la edad de los trece años, el niño deja de pertenecemos. Muchos padres lo toman muy mal. Nos da miedo de que los hijos nos aventajen, de que nos dejen atrás y no nos necesiten ya para nada. Además, puede que tengamos que enfrentarnos a algo totalmente imprevisto y extraordinariamente inquietante, cual es la excitación sexual que provoquen en nosotros los hijos que están madurando sexualmente.

Aunque rara vez se exprese de manera consciente y explícita, tales sentimientos sexuales están a veces ocultos tras nuestras intensas reacciones o nuestras exageradas prohibiciones. Hay prohibiciones aparentemente razonables que ocultan sentimientos posesivos de los que no somos conscientes. Es decir, que puede haber gran confusión en nosotros, que dé lugar a incoherencias y contradicciones que a su vez confunden al adolescente aún más de lo que ya estaba. En estas ocasiones un cónyuge o un amigo razonable con quien compartir las tensiones y las incomprensiones nos será de grandísima utilidad para ayudarnos a contener nuestras propias explosiones «adolescentes».

Separación y divorcio

En una nueva familia en la que uno de los dos, el padre o la madre, o los dos, tengan niños de un matrimonio anterior, o tengan ahora hijos de los dos, se pueden dar sentimientos exagerados, sobre todo si hay acusaciones de culpa por parte de alguien. Es comprensible que los niños entre doce y catorce años vean las cosas de modo muy exagerado y tiendan a ver con prejuicio al padrastro o a la madrastra, sobre todo porque no son el verdadero padre o la verdadera madre pero también, en ocasiones, porque el padrastro o la madrastra son mejores que el padre o la madre biológicos.

Puede que todos los malos sentimientos que los hijos tenían hacia el padre o la madre, y no se atrevían a expresar, los dirijan ahora hacia el padrastro o la madrastra, mientras el otro se convierte en exageradamente bueno. Las divisiones se hacen tajantes como en los cuentos de hadas, en los que hay el hada mala y el hada buena o la madrastra mala y el padre bueno. Por supuesto que en todas las familias en las que haya niños de esta edad se dará la misma división entre bueno y malo, pero la división se hace, como he dicho antes, mucho más evidente y mucho más hiriente si los padres están divorciados. Duele más que a nadie a los nuevos cónyuges, ya que hay en ellos tanto nervio vivo al descubierto. Siempre hay que tomar en serio el pesar que le produce al niño su creencia de ser él el causante del dolor de los otros. No aumentemos su pesar haciendo que ignoramos que existe.

Ron tenía catorce años. Vivía con su madre desde que los padres se separaron y, aunque hacía ya cinco años de eso, tomó muy a mal que su padre empezara ahora a vivir con una amiga, Joan, y no podía evitar criticar a esta última cada vez que tenía ocasión. La realidad es que Ron no sabía qué pensar. Sintió alivio de que su padre ya no estuviera solo y de que así él, Ron, ya no estuviera obligado a pasar tiempo con el padre para levantarle el ánimo. Pero con el tiempo empezó a sentir un enfado creciente. La madre no estaba contenta, el padre estaba completamente absorto en su nueva relación y, lo que era peor, hablaba de que quería tener otro hijo. Ron empezó a decirle a su madre que ya no le gustaba Joan, después siguió diciendo que ya no la podía aguantar, y terminó diciendo que la odiaba.

Una noche volvió a casa diciendo a voces que no iba a volver a comer nunca más ninguna comida hecha por Joan. La madre no sabía qué decir. Por una parte se sintió encantada de la determinación de Ron de no comer comida de ella. Por otra parte fue consciente de que esa postura no estaba bien. Le pareció exagerada, ya que Joan era, en realidad, una joven agradable que trataba de ser lo más buena posible con los niños. ¿Estaba Ron tratando de agradar a su madre? ¿Tenía celos de Joan por haberle desplazado? ¿Buscaba como fuera una razón para rechazar a su padre y se la procuró rechazando a su amiga? ¿O estaba dirigiendo a Joan sentimientos hostiles que en realidad tenía hacia su madre pero que era incapaz de reconocer? Lo que sentía podía ser muy bien una mezcla de todo eso y aún más.

En contra de sus propios deseos, la madre decidió que Ron debía seguir viendo a su padre, aunque no hubiera de ser necesariamente siempre en compañía de Joan. Le parecía que lo más importante de todo era no poner en peligro una relación que era de suma importancia para Ron, y precisamente en un momento de su vida en el que estaba reaccionando de forma muy violenta a otras cosas, y que lo que ella tenía que hacer era dar apoyo a su hijo y al padre y ver cómo se desarrollaban las cosas. Parte del problema de Ron tal vez tuviera que ver con el hecho de que ver a su padre feliz con otra mujer que no era su madre revolvió sus antiguos sentimientos de dolor por la separación de cinco años atrás. Es muy frecuente que los sentimientos de pérdida y de duelo se reaviven a esta edad adolescente, a veces de forma muy doloroso.

Ese fue también el caso con Mary. Unos meses antes de cumplir sus catorce años empezó a echarse a llorar a la menor provocación. Las amigas se preocuparon y se lo dijeron al tutor de su curso. Hasta entonces había sido una estudiante modelo, una niña aparentemente feliz y querida de todos, destinada a tener un gran éxito en los exámenes ya próximos. Todos pensaban que estaría triste porque su amiga íntima iba a dejar la escuela, y también que estaría preocupada por cómo sería el año próximo, que era el de la preparación propiamente dicha del examen de graduado escolar (examen de «O level» o de • A level» en el sistema inglés) ya que de hecho había expresado su temor de no quedar a la altura de lo que sus padres esperaban de ella.

Al hablar con el tutor del curso, Mary sacó a la superficie la profunda tristeza que sentía por causa del divorcio de sus padres seis años atrás. El tutor sabía de la separación por la madre, y ésta le había dicho que Mary lo había tomado muy bien entonces, que casi no se había visto afectada por ello. Parece que se había puesto inmediatamente a trabajar duro y muy bien. La actual conducta de Mary refutó la visión optimista y comprensiblemente defensiva que la madre había presentado.

La madre se había visto asustada por lo que pudiera ser de su hija y, en consecuencia, se había visto en la necesidad de infravalorar d impacto que la separación hizo en Mary y de recalcar la fortaleza de la niña más bien que su vulnerabilidad. La misma Mary hizo también lo posible por suprimir su tristeza y las preocupaciones añadidas que su tristeza supondría para sus padres, y se sumergió en el trabajo de la escuela y en sus otras actividades. Lo que ocurrió luego fue que la pérdida relativamente menos importante de su amiga y las nuevas preocupaciones escolares reavivaron su antiguo dolor. Además, las nuevas preocupaciones escolares tenían aún otro significado ya que, según se desprendió de las conversaciones, Mary había albergado siempre la fantasía de que si tenía éxito brillante en la escuela sus padres se reunirían. El miedo al fracaso la hizo temer que la reunión no tendría lugar nunca.

Los hermanos

En los hogares en los que falta uno de los padres, por muerte o por separación, todos los problemas, aun los más corrientes, adquieren la mayor importancia. Por lo demás, en la mayoría de las familias los años de adolescencia van acompañados de grandes disturbios y altercados sobre cuestiones que hasta entonces se habían tratado pacíficamente. Entre hermanos el punto de ebullición se alcanza por lo general en cuestiones como las diferencias en dinero de bolsillo, en hora de irse a la cama, en hora de tener que volver a casa, y otras así.

En todo eso parece haber todo un mundo de diferencia entre los diez-once años y los doce-catorce. A los doce años cambian de golpe los sentimientos que se tienen con respecto a los derechos y prerrogativas de cada cual. Hasta esa edad las relaciones con los hermanos y hermanas pequeños habían sido anárquicas y no se prestaba ninguna atención a las diferencias de dinero que se recibían ni se hacía ningún esfuerzo por calcular exactamente lo que, por ejemplo, debiera corresponder a Johnny por tener tres años y cuatro meses más que Susan.

Sin embargo, cuando se llega a los doce los padres se encuentran no solamente con que el lavado de los platos se empieza a hacer a regañadientes o que para que se haga tiene que mediar un pequeño soborno, sino también con situaciones —como en la familia de Jake— en las que el joven adolescente le pone precio a cada plato grande, a cada plato de postre y a cada tenedor, cuchara y cuchillo. Jake hacía cálculos elaboradísimos sobre lo que había hecho más que su hermano pequeño, al cual la cosa le tema sin cuidado, o que su hermana mayor, quien para entonces era ya más generosa.

Los adolescentes se disputan más con los hermanos menores que con los mayores. Entre los doce y los catorce años los niños se hacen de pronto sensibles a las diferencias de categoría y a los privilegios que lleva consigo la edad. También se sienten capaces de participar en el mundo de sus hermanos y hermanas mayores y renuncian a seguir siendo pequeños. Lawrence contó así su relación con sus hermanos mayores: «Cuando llegué a los catorce si alguien se metía conmigo allí estaban ellos para defenderme. Tom me llevaba con él a sitios después de las horas de trabajo. Sus compañeros decían “¿Para qué le traes?”, y Tom decía “si él no viene yo tampoco voy”. Era estupendo».

En contraste con eso están las relaciones con los hermanos menores, relaciones casi de igualdad y casi siempre peleonas. Estas últimas van evolucionando y se va introduciendo en ellas una tensión nueva distinta de las ya conocidas. Lo que hasta entonces se ha tomado como bromas se empieza a tomar ahora como provocaciones. Baja mucho el umbral de tolerancia y se hace mucho mayor la tendencia a «devolver» el golpe o incluso a pegar primero. A menudo los padres se desesperan ante esa nueva situación de rivalidad y de discusiones constantes. Aun a sabiendas de que se trata solamente de una etapa que pasará, es difícil de sufrir. Esa rivalidad del adolescente no parece, en cambio, hacer gran mella en los pequeños, que toman las amenazas físicas y los abusos de palabra con más calma que los adultos.

No es infrecuente que el adolescente de doce a catorce años se encuentre de pronto confrontado con la situación de que va llegar un nuevo bebé a la familia. Un adolescente ya mayorcito puede alegrarse de la noticia, que moviliza en él sus impulsos paternales o maternales. En cambio el adolescente joven que venía siendo el bebé de la familia puede verse muy afectado, puede sentir amenazada su posición y puede reaccionar con celos, reacción que puede expresar en formas extremas de retraimiento en sí mismo, en una huida prematura hacia «mundos» alternativos o, de una manera aún más dramática pero no muy infrecuente, sobre todo en chicas, haciendo ellos mismos un bebé.

Puede ocurrir también que la llegada de un nuevo bebé a la familia venga a aliviar la situación del joven adolescente que era hasta entonces el más pequeño de los hermanos y que había asumido o le habían impuesto el papel de oveja negra de la familia. Anne contaba que llegó a esa triste conclusión cuando tenía once años: «Era de verdad una pesadilla. Mi hermano y mi hermana mayores estaban bien pero yo estaba en contra de todo. ¡Era tan fea y tan inútil! Me dedicaba a leer la sección de problemas de las revistas para ver si encontraba el caso de alguien que fuera más extraña que yo. En casa cerraba la boca. Estuve dos años sin decir casi una palabra. Ponía cara de no sentir nada. Mamá me preguntaba “¿qué te pasa?” — “¡nada!”, contestaba yo. O me preguntaba “¿en qué piensas?”, y yo decía “no sé”. Me parecía que ser la más pequeña me limitaba mucho. Aunque también, supongo, estaba más protegida que los otros. Yo creo que lo que me hizo salir adelante fue que mi familia permaneciera unida y que esperara cosas de mí, porque muchas de mis amigas se quedaron en el camino».

Lo de «justicia igual para todos» no es para esta edad, en la que el adolescente exige para sí privilegios y un trato preferente. Los padres se encuentran con que tienen que obrar con gran diplomacia para soportar como cosa normal las ansias del adolescente por ser adulto —distintas de las que tienen los hermanos más pequeños— y, simultáneamente, sus frecuentes recaídas en la infancia. A los veinte años Lawrence recordaba con aprecio la habilidad que habían tenido sus padres para darle «suficiente cuerda» para que hiciera sus pinitos, pero sabiendo todo el tiempo que «había una línea que no tenía que traspasan».

Tom, el primero de los tres hermanos mayores de Lawnence, había tenido peor suerte. «Creo que la adolescencia le pegó a Tom fuerte y sin previo aviso. La adolescencia era algo nuevo para él, pero es que también lo era para nuestros padres. Nuestros padres eran una pareja bastante solitaria que vivía en las afueras de nuestra pequeña ciudad y no sabía mucho del mundo alrededor. Si uno es tratado de modo diferente a como lo son todos los amigos, uno se ve raro y se deja atrapar en problemas. Al menos eso es lo que le pasó a Tom. Yo creo que Tom sufrió mucho porque las normas en nuestra familia en aquella época eran diferentes de las de otras familias. La idea que papá tenía de lo que era ser padre era trabajar todo el tiempo y traer el dinero a casa. No acertó con ninguno de mis hermanos mayores. Con Tom su idea de lo que era arreglar las cosas era darle un buen coscorrón, aunque eso cambió algo a medida que los demás íbamos creciendo. Esa manera de tratar los problemas no le llevó a ninguna parte. Yo creo que adquirió experiencia con Tom.

Hablar con otros padres

El relato de Lawrence toca muchos otros puntos de interés, uno de los cuales es el de la dificultad de reaccionar a las tensiones que se producen en esta situación nueva de querer ver el adolescente dónde están sus límites, que lleva a los padres a tomar medidas que no sean ni demasiado punitivas ni demasiado restrictivas ni tan permisivas que den vértigo. Es muy importante que nuestras «reglas» no discrepen excesivamente de las de otras familias amigas o vecinas. Aunque ya no se estila o no es posible lo de hablar con otros padres «a la puerta de 1a escuela», sigue siendo muy necesario mantener contacto con los padres de otros adolescentes. Hablar o incluso hacer amistad con padres de adolescentes de la misma edad que el nuestro puede ayudar a tranquilizarnos y a aclarar muchos problemas.

Del mismo modo que existen acuerdos tácitos entre los padres acerca de cuál es una hora razonable de ir a la cama, de hasta qué hora es razonable dormir por la mañana, de cuánto debe ser el dinero de bolsillo, de lo que está bien y no está bien referente a fiestas y bebidas, etc., así también los padres se sienten más tranquilos cuando saben que hay ya establecidos otras clases de límites que pueden compartir. También el joven adolescente se siente aliviado cuando sabe que no está llevando ninguna cruz él solo sino que hay unos límites que están generalmente aceptados en su entorno. El adolescente tiene una habilidad especial para crear división en el mundo adulto, sobre todo entre el padre y la madre, entre los padres y los maestros y entre sus padres y los padres de otras familias. La red de padres de adolescentes en la que se está de acuerdo en que se mantengan ciertos límites es muy útil para evitar discusiones en situaciones como la de «yo soy el único a quien no dejan quedarse», y no tener que reñir una batalla individual cada vez que se plantea la cuestión.

Conclusión

Esta de los doce a los catorce años es una edad llena de emoción, emoción en la que a veces participan también los padres. Cada adolescente busca a su manera abrirse paso en el extraño proceso de llegar a saber quién es él verdaderamente y en qué se diferencia de la persona que creía ser. Cada paso adelante va acompañado de pérdidas a las que a veces encuentra difícil adaptarse, pérdidas que pueden no ser muy perceptibles de momento.

Los resultados alcanzados pueden ser a la vez enriquecedores y alarmantes. Al ir avanzando con comprensión, tolerancia y respuestas honestas a lo largo de estos años turbulentos se van diversificando y fortaleciendo las relaciones entre padres e hijo al mismo tiempo que unos y otro se van preparando para la separación, para seguir después creciendo y cambiando, y se van estableciendo los fundamentos para una amistad duradera en la que se dé el respeto mutuo.

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15/12/2013