CAPÍTULO SEXTO
El capítulo anterior describe cómo los adolescentes de doce a catorce años se prueban a sí mismos, se esfuerzan por diferenciarse y exploran sus límites, cosas que son —aunque no siempre— características de este grupo de edades. Cada una de las vías emprendidas para el descubrimiento de uno mismo puede llevar a comportamientos mucho más preocupantes y que van mucho más allá de lo que es tolerable para el propio joven, para los padres, para la escuela y para la comunidad, y puede encontrar expresión en conductas o actitudes antisociales, delictivas, destructivas para sí o para otros o descontroladas de cualquier otra manera.
Como ya he dicho antes, la prisa por encontrarse a sí mismo está relacionada con la separación del hogar, con conflictos, con pérdidas, con desengaños y con averiguar quién es uno y qué quiere. Aunque sea característico de esta edad el ir de un extremo al otro, si se exagera, si se va demasiado lejos en la búsqueda, pueden surgir problemas. Lo corriente es que la dificultad esté en no saber dónde trazar la línea limítrofe o cómo saber que se ha traspasado de lo «extremo» a lo «abusivo», ya se trate de juegos de ordenador, de comida, de drogas, de alcohol, de sexo, de trabajo o de lo que fuere.
Esto es un problema difícil porque remueve sentimientos muy hondos. La rabia, la vergüenza, el sentimiento de culpa, etc. nos impiden ver que los excesos de los adolescentes —vayan dirigidos a ellos mismos, a los padres o al mundo exterior— representan importantes intentos de comunicación, por más que el mensaje quede a veces oscuro.
Si se comprende la importancia del componente de comunicación se delimitará y se entenderá mucho mejor el problema. La dificultad estriba en que la misma naturaleza del comportamiento extremo tiende a obliterar la razón y a que uno se concentre sobre todo en reaccionar y en hacer algo. La mayor libertad, independencia y responsabilidad tan deseadas, que la gente joven empieza a adquirir a partir de los doce años, no deja de entrañar sus propios problemas. El tener que tomar decisiones abruma. Decía John: «¡Es tan deprimente! Por un lado sé que puedo liberarme si quiero; por otro lado no quiero hacerlo. Es como si me gustara. Yo creo que, en el fondo, lo que quiero es que mamá me cuide». Esos sentimientos pueden ser tan intensos que, al parecer, lo único que se puede hacer es representar un papel, «hacer como si». Los «papeles» son reacciones al dolor interior, con frecuencia relacionado con tensiones externas y bien comprensibles. Pero con la misma frecuencia otros parecen no estar relacionados con ninguna causa visible. Muchos de estos adolescentes de doce a catorce años no saben por qué se sienten como se sienten. Y el que no haya una causa detectable hace que se sientan aún peor. Puede ocurrir que de golpe lo vean todo muy negro. Con la misma rapidez, cualquier cambio puede transformarlo todo de nuevo.
Tras un fortísimo arrebato de mal humor, Carole, de trece años, dijo estar deprimida sin saber por qué. Nada le salía bien; estaba ya harta de todo. Unos minutos más tarde el cartero le trajo un número especial de una revista que tenía encargada. Su cara se iluminó, el optimismo volvió al instante. «Creo que lo que me pasaba es que estaba enfadada porque no me llegaba la revista.»
El enfado se comprende mucho mejor cuando lo que no llega no es la revista sino el amigo o la amiga a quién se está esperando, sobre todo si resulta que no llega porque está pasando el día con otra persona, y eso a pesar de que se había comprometido con uno, o cuando no le han invitado a uno a la fiesta a la que por lo visto va a ir todo el mundo. La manera de responder a esas frustraciones dependerá de si la persona es o no propensa a seguir una conducta destructiva. Ya para empezar he de decir que la pubertad afecta a cada uno de manera diferente. Hay adolescentes que ven súbita y drásticamente aumentadas su rabia y su agresividad, al mismo tiempo que su pasión y su deseo, y tienen impulsos que les cuesta mucho controlar. Otros no se ven tan alterados. La capacidad de controlar esos sentimientos nuevos, sea cual fuere su intensidad, dependerá mucho de cómo se esté acostumbrado en la familia a comunicar, a expresar las emociones. Hay niños que ven que sus padres prestan atención a sus esfuerzos para comunicarse y dan respuestas apropiadas. Esos niños aprenden que uno puede contener sus sentimientos. Serán luego capaces de pensar antes de actuar y de esperar antes de expresar sentimientos extremos sin que éstos les abrumen.
La primera vez que los padres son puestos seriamente a prueba suele ser al enfrentarse con la adolescencia. Los impulsos de los niños son muy fuertes. Una de las maneras de librarse de las emociones es comunicando los sentimientos a otro, haciendo que el otro sienta la emoción o diciéndole lo terrible que es sentirla. Los padres que son capaces de reconocer y tolerar los sentimientos de los hijos y que son capaces de soportar con simpatía y comprensión sus explosiones —alternativamente adultas e infantiles— de rabia, amor, desesperación, dependencia, etc. son los que mejor pueden poner límites a las acciones de los hijos, para beneficio de éstos. Los hijos se sienten seguros en sus líneas de acción cuando saben que sus padres las avalan y que les dan un margen de confianza para seguir por esas líneas. Los hijos desarrollan gran autoestima cuando saben que los padres creen en ellos básicamente y que les apoyan.
Las familias no deben ser tan tolerantes que pasen por todo ni tan intolerantes que impongan obediencias ciegas que no permiten al niño entrever las diferencias entre lo que está bien y lo que está mal hecho. Los hijos de estas últimas no aprenden a controlar su conducta y sus impulsos porque no desarrollan sus propias reglas internas de comportamiento (reglas que son como sus ángeles guardianes). Se sienten siempre culpables y se hacen muy duros consigo mismos. Luchan por tener sentimientos y luego se odian por tenerlos. También pueden hacerse excesivamente disciplinarios, punitivos y vengativos, con normas irracionales del tipo de «ojo por ojo».
Los padres capaces de discernir entre cosas como, por ejemplo, lo que es necesidad y lo que es glotonería o entre lo que de verdad tiene importancia y lo que no la tiene; los que están dispuestos a defender lo que creen que es justo, aunque tengan que luchar por ello son los que de verdad pueden imbuir en los hijos actitudes semejantes. Es muy importante que en la adolescencia se mantengan esas actitudes, por más que a veces puedan parecer anticuadas.
Las familias en las que los padres no saben controlar sus propios impulsos o en las que se dan excesivas inconsecuencias de cualquier naturaleza producen adolescentes que tampoco tienen muy equilibrado su autocontrol, que tienen o muy poco o mucho del mismo. De modo semejante, los hogares que son excesivamente rígidos y autoritarios, que tienden a ver las cosas a través de un solo prisma, creen que están poniendo límites a los hijos cuando lo que en realidad hacen es inducirles —sin querer— a ir de un extremo al otro.
Entre los doce y los catorce años se producen las mayores transformaciones corporales y aparecen las emociones que van con ellas. La nueva situación asusta al adolescente y sus controles internos quedan sometidos a rudas pruebas que afectan también a los demás —sobre todo a la vida familiar y a la vida escolar—. El punto culminante de todo ese suceder se sitúa en la edad de los catorce años.
Hurtos
Susan, de catorce años, había vuelto a hurtar. Se descubrió cuando la maestra le dijo a la madre que la chica venía con ropas y adornos demasiado caros para la escuela. La maestra sintió mucha preocupación por Susan porque sabía que ésta no era feliz desde hacía algún tiempo, hasta el punto de que ya las dos habían hablado de ir a ver al orientador psicopedagógico. La actitud de la maestra animó a Susan a confesar y a confiarle sus sentimientos. El último hurto (con cuyo producto se compró la ropa) se lo había hecho a su abuela y era más importante que los anteriores, que consistieron en cogerle pequeñas cosas y pequeñas cantidades de dinero a su madre. Susan dijo también que antes se había dejado acusar de otro hurto que en realidad no había hecho ella sino una amiga. Eso y el hecho de que llevara encima tan a la vista las cosas compradas con el dinero hurtado hicieron pensar a la maestra que Susan quería que la descubrieran.
Así se lo dijo a Susan, y ésta asintió y confesó 1a historia de los últimos años. Todo empezó dos años antes cuando de repente el amigo de su madre se vino a vivir con ellas. El padre había muerto cuatro años antes de eso. Susan sintió que ahora perdía también a su madre y que ya no sena más la figura central para nadie. En casa estaba de terrible mal humor y además hacía lo posible por competir sexualmente con su madre por el amigo, hasta el punto de que la amenazaron con meterla interna en un colegio. Ahora reconoce que estaba llevando a su madre hasta el límite, tratando de alejarla de su amigo, pero dice que no podía evitarlo. Cuando su madre buscó consuelo en su amigo en vez de en la hija para tratar de aliviar la pena que sentía por la muerte del marido, Susan se sintió desesperada: nadie comprendía ni hacía caso de sus necesidades. Se sintió rabiosa y abandonada y pensó en el suicidio como arma vengadora por aquello de «entonces lo sentirá» pero, «por alguna razón», dijo, «lo que hice fue empezar a robar».
La maestra aconsejó que la madre y el amigo vinieran a la escuela y que allí se reunieran todos y hablaran. La madre se quedó muy afectada al enterarse de lo desgraciada que había sido Susan. Había atribuido la mala conducta de la niña a celos por su amigo y había esperado que acabaría superándolos. Dijo que Susan no se había condolido mucho cuando murió el padre y que creía que ya lo tenía olvidado. En realidad Susan estaba haciéndose la fuerte frente a su madre. La madre dijo que en cualquier caso ella había estado demasiado abrumada por el dolor para darse demasiada cuenta de lo que le pasaba a Susan.
Fue posible hablar no sólo de los celos de Susan, que desde luego eran importantes, sino también de sentimientos que se hallaban mucho más hondo, de tristeza y de pérdida. Al principio trató de sobreponerse a estos últimos empleándose en cuidar a su madre de la misma manera que habría deseado para sí misma, es decir, haciendo por ella lo que necesitaba para si. Pero cuando el amigo tomó esa responsabilidad ella se quedó sin tener nada que ofrecer. Contó que se sintió rival de su madre y que experimentó ira y aun odio hacia ella, a la que al mismo tiempo amaba profundamente. Todo eso la producía un sentimiento de culpa al mismo tiempo que una tremenda confusión. Hubo aún más: en el momento en que empezaba a madurar sexualmente, la madre cambió de amigo. Susan se sintió dejada de lado y también angustiada por la idea de si ella llegaría alguna vez a ser suficientemente atractiva para encontrar novio.
Así es que el hurto era como una manera de recuperar de su madre y de su abuela algo que ella creía haber perdido y que le pertenecía por derecho. Era también una manera de adquirir cosas relacionadas con el aspecto que le producía mayor ansiedad: artículos femeninos para realzar su apariencia y atraer a los chicos. Y cumplía una tercera función: Susan pensó que el castigo que seguiría la liberaría de su sentimiento de culpa; sentimiento de culpa que no se refería al hurto sino a sus impulsos agresivos hacia su madre y hada la relación que su madre mantenía.
Por lo tanto el hurto era una señal de alarma, y como las primeras llamadas no surtieron efecto, la niña tuvo que incrementar la acción. Afortunadamente, en este caso la maestra comprendió el significado de los hurtos. Una vez que pudo explayarse narrando sus sentimientos de rabia y de culpa, Susan dejó de sentir la necesidad de actuar invitando al castigo.
El hurtar es uno de los llamados actos antisociales a los que tienen que hacer frente muchos padres de jóvenes de doce a catorce años. Con su «mala» conducta el joven nos desafía y despierta en nosotros impulsos primitivos de castigo y de imponer estricta disciplina, que creemos ser la solución. Pero la realidad es que esa conducta de hurto no es sino expresión de conflicto y angustia. Se comprende que los que se ven directamente perjudicados por esa conducta encuentren difícil entender su verdadero significado y dar la respuesta realmente apropiada. Por eso el consejo de una tercera persona, que sea además conocedora y razonable, como era la maestra en este caso, será de gran ayuda para decidir qué hacer.
Alcohol, drogas y otros problemas
La bebida y el consumo de otras substancias como disolventes y drogas ilegales es otro campo difícil al que se tienen que asomar, bien a su pesar, muchos padres, que temen por sus hijos y tienen que decidir qué hacer. Como en el caso del hurto, también estos otros problemas pueden querer decir varias cosas. Más útil que tener una respuesta general basada en la propia angustia, en la inclinación a prohibir y probablemente en la ignorancia, es tener algún conocimiento o algún sentido de lo que está pasando con el niño en particular del que se trate.
Como ya hemos visto, el empezar a vivir la adolescencia puede hacerse «demasiado» penoso. Beber o ingerir otras substancias puede ser una de las muchas formas que hay de escapar de ello. Son soluciones rápidas a problemas difíciles. Es muy difícil, sobre todo ahora que las drogas están tan al alcance, resistir la tentación de zafarse de los aspectos desagradables de la vida refugiándose en estados alterados de la mente dentro de los cuales el mundo parece más fácil de manejar. El deseo de droga suele estar basado en el deseo de evitar dolor y conflicto. Puede también tener que ver con el deseo del adolescente de tener experiencias nuevas, en la creencia de que le llevarán a hacer importantes descubrimientos sobre sí mismo. Puede también tener que ver con no querer ser diferente de los demás en un grupo que empieza a experimentar. O puede ser simplemente por razón de prestigio. También, como en muchos casos de criminalidad y delincuencia, puede ser una fuente omnipotente de emociones que dan sensación de poder, sin necesidad de tener que esforzarse en alcanzar ese poder e influencia por medios más normales y más difíciles. El desafío de las normas sociales suele dar al adolescente un ascendiente sobre los demás de su grupo de edad, y el tomar drogas se considera relacionado con ser duro y ser mayor.
Una buena manera de reaccionar los padres a una de esas situaciones alarmantes es conocer primero los hechos, hacerse una idea de los peligros y de los efectos, reconocer signos preocupantes y diferenciar las situaciones en las que de verdad hay que alarmarse de otras situaciones en las que se puede ser más permisivo.
Sarah, de catorce años, que llevaba más de un ano fumando marihuana de su hermana, habló de cuando estuvo viendo con sus padres un programa de televisión sobre los adolescentes y las drogas. Un comentario de la madre fue: «¿Qué clase de padres serán esos? Si tú hicieras algo así lo sabríamos enseguida*. Los padres no podían imaginar que ninguna de sus hijas pudiera saber nada de drogas; o a lo mejor no querían enterarse. Fuera lo que fuera, esa ignorancia les vino de perlas a las niñas. Pero más tarde, cuando se produjo la escalada hacia las drogas duras y la cosa saltó a la luz, Sarah y su hermana se encontraron que vivían en una familia que no comprendía nada y que no les podía servir de ninguna ayuda, ni respecto al hábito en sí ni respecto a los problemas que se derivaban de él. Los padres, heridos en su amor propio, explotaron de rabia, y fue sólo entonces cuando empezó el proceso de ir desentrañando la realidad.
Por otra parte, beber y experimentar con drogas puede ser parte de un análisis constructivo de sí mismo y una manera de poner en tela de juicio las convenciones de la Emilia y de la sociedad: «A ti te parece algo terrible dar unas caladas a un porro y tú te envenenas fumando puros y bebiendo alcohol a diario». Esa actitud es característica de los que no son demasiado exagerados en sus impulsos de evasión o de autodestrucción pero que aún así atraviesan un período de desafío a las reglas como paso necesario antes de aceptarlas. Dicho de otro modo, buscan llegar a conclusiones basándose en su propia experiencia en vez de en los patrones que otros les proponen. De hecho, muchos de los argumentos que los jóvenes de esta edad tienen con sus padres son en realidad argumentos que se montan para sí mismos, y lo que buscan inconscientemente —a pesar de la protesta— es que prevalezca su parte sana y razonable. Por eso hacen afirmaciones contradictorias, en las que por un lado se rechaza la disciplina y por el otro se la busca.
La cultura de la droga aterra a muchos padres. Asocian inmediatamente tolerancia con «adicción» y «SIDA». Otros han aprendido con dolor que «prohibición» viene a significar «invitación» y que en este campo, como en tantos otros hoy en día, es imposible el control estricto de los niños. Al mismo tiempo que informan a los hijos sobre los riesgos de las drogas, los padres han de recapacitar sobre sus propias actitudes, sobre su propio comportamiento con respecto a las «drogas» que ellos usan —tabaco, alcohol, somníferos, tranquilizantes— y lo que su ejemplo representa para los hijos. También han de esforzarse en comprender qué es lo que la droga significa para el caso particular de su hijo y qué es lo que éste está tratando de expresar al drogarse.
Una madre telefoneó a su amiga toda asustada. Su marido había vuelto a casa a una hora inesperada y se había encontrado al hijo mayor, Jonathan, fumándose un porro con un par de amigos. ¿Qué debería hacer? «Sé que es un chico un poco irresponsable. Ya cuando tenía doce años tuvimos que ponernos serios con él porque le dio por los cigarrillos. Pero creí que había dejado de fumar, además de que esto es una cosa completamente distinta.» Dijo que le había prohibido para siempre volver a tocar eso, pero que no estaba completamente segura de que la fuera a obedecer. Dos meses más tarde la madre de otro chico la telefoneó para quejarse de que Jonathan había estado suministrando «chocolate» a todo el tercer curso. «¿De dónde habrá sacado el dinero?*, se preguntó su madre. Resultó que Jonathan recibía bastante más de mil pesetas diarias como dinero de bolsillo y que no tenía que dar cuenta ninguna de ese dinero. Aunque les aterraba la idea de que su hijo se estuviera drogando, la realidad es que eran ellos mismos los que le suministraban los medios sin pensar en la tentación tan fuerte que eso era para esa clase de chico.
Como tantas otras cosas de adolescentes, la cultura de la droga tiende a mantenerse en secreto, en el terreno de lo «clandestino», fuera, por supuesto, del conocimiento de los padres, y es fuente de grandes emociones. El grado de implicación varía mucho de un caso a otro. Unos están creándose un hábito, otros prueban muy de tarde en tarde, y otros no tienen acceso a ese mundo y no tienen experiencia en él.
Es muy raro el caso de un joven que, como Annie, exponga abiertamente a sus padres sus deseos y sus ansiedades. Annie se hizo amiga de un grupo de jóvenes de catorce años que tomaban «tripis» regularmente. Ella también quería probarlo pero le daba miedo porque hacía poco uno de los amigos había hecho un «viaje» con alucinaciones aterradoras. Así es que optó por hacer algo nada corriente, que es preguntarle a los padres qué les parecería si probaba.
Los padres de Annie dejaban que los hermanos mayores fumaran marihuana de vez en cuando y tenían un conocimiento general, pero bastante impreciso, de los efectos del «ácido» o «L.S.D.». Con muy buen sentido, decidieron informarse antes de dar respuesta a Annie. Lo que aprendieron sobre sus peligros específicos y las posibles consecuencias graves para la salud era muy preocupante y así se lo contaron a Annie. Esta decidió que sea cual fuere la presión del grupo ella iba a resistirse a la tentación, y le fue de gran ayuda tener en su apoyo la opinión razonable y bien informada de los padres.
Trastornos del comer
No cabe duda de que el consumo de drogas entra en la categoría de lo que se podría llamar abuso de uno mismo. Aunque a esta edad afecta por igual a chicos y a chicas, son los chicos los que tienen mayor dificultad para contenerse. En cambio, los trastornos del comer son principalmente problemas de las chicas. A todos los adolescentes les preocupa o les da vergüenza la imagen que proyectan de ellos mismos y les preocupa mucho su salud. Por ejemplo, muchos chicos y chicas de doce años se hacen vegetarianos, y lo hacen por una diversidad de motivos: éticos, políticos, económicos. Los motivos suelen verse reforzados por pensamientos angustiosos sobre cosas como la contaminación y la crueldad con los animales, que enlazan con preocupaciones subconscientes, aunque luego las expresen racionalizadas.
Ahora bien, con frecuencia las cosas que tienen que ver con su alimentación adquieren una importancia mayor que todas esas críticas bien razonadas acerca de esas cuestiones como por ejemplo el vegetarianismo. Casi todos los jóvenes de doce a catorce años —tanto chicos como chicas— están descontentos con su apariencia. Pero mientras que en los chicos la pubertad tiende a aumentar la talla, la corpulencia, la fuerza y la energía, y les hace sentirse más masculinos y con más poder, en las chicas la cosa es muy diferente. En ellas la pubertad rellena los contornos, agranda las caderas, desarrolla los pechos y trae un aumento de peso. El estirón tiende a ocurrir antes que en los chicos. A muchas la pubertad les hace crecer «hacia los lados» en vez de «hacia arriba». Muchas chicas de doce años empiezan a temer y a odiar esos cuerpos nuevos, se angustian ante la idea de estar haciéndose gordas y deciden ponerse a dieta.
La pérdida de la antigua línea y el cambio hacia la nueva que empieza a perfilarse representa también la transición de niña a mujer y el fin de la opción de ser «como un chico», un «chicazo» que muchas prefieren antes de incorporarse al mundo de las mujeres y las madres. Y luego, el hecho de que hoy siga estando de moda el ser delgada agrava las cosas. Muchas chicas empiezan a preocuparse por la cantidad y la calidad del alimento y empiezan a comer de una manera que más tarde acaba haciéndose problemática. Muchas ayunan o, al contrario, comen en exceso. Eso puede ser una reacción o una compensación por lo mal que se sienten por el aspecto que creen que tienen, o una reacción por la pérdida o por la falta de algo que creen que necesitan y que ya no tienen. Dicho de una manera muy sencilla, el ayuno (anorexia) es como ejercer control sobre su vida, una vida que les parece que empieza a ser incontrolable o que hasta ahora ha estado bajo el control de otros (especialmente de la madre).
En cambio, el comer exagerada y compulsivamente (se llama «bulimia» y se puede llegar al extremo de vomitar o de purgarse para luego comer de nuevo) puede significar que hay conciencia de descontrol y que se hace un intento desesperado por recobrar el control de sí misma antes de que se produzca el desastre. Tanto el comer en exceso como el no comer suficiente afecta a chicas en las que se ha despertado el odio a ellas mismas. Los doce años es precisamente la edad a la que ese odio suele empezar.
Comer demasiado, o negarse a comer, o desarrollar manías con la comida, o seguir dietas extrañas son cosas que provocan fuertes reacciones por parte de los padres, sobre todo de la madre, que las toma como un rechazo de ella o como si ella no fuera capaz de proveer comida suficientemente buena. A la madre no le es fácil contener su irritación ante ese tipo de manías de la hija. Y es que ella sabe muy bien que tanto en relación con su propio cuerpo como en relación con el cuerpo en fase de maduración de su hija, la alimentación no es cosa que nos pueda dejar indiferentes. Si no se llega a comprender lo que está pasando, la situación degenera en otras luchas penosas: el «me odio» de la chica pasa a ser un «te odio».
Promiscuidad
Como los trastornos del comer y el consumo de drogas, el viejo problema de la adolescencia que es la promiscuidad se está presentando ahora a edades cada vez más tempranas. A esta edad la promiscuidad es claramente un modo autodestructivo y arriesgado de expresar una diversidad de sentimientos como miedo a la separación, soledad, odio a si mismo, anhelo de peligro o ganas de ser «mayor» sin tener que pasar por el tiempo previo de incertidumbres. Hoy día lleva consigo el terrible peligro añadido del SIDA. Como ya hemos visto, experimentar con el sexo puede ser parte de los esfuerzos que hace el joven para saber quién es, qué quiere y cómo se siente. Pero si la promiscuidad toma la forma de relaciones sexuales con muchos, sin sentimientos íntimos y sin compromisos duraderos, entonces es probablemente un grito de socorro, tanto si la persona lo sabe como si no. Aquí también es importantísimo comprender lo que hay debajo de esa conducta y qué relación tiene con las actitudes sexuales de los padres.
A esta edad todo lo que se hace y todo lo que preocupa puede desbocarse y pasar a la exageración en cualquier momento. Las razones son siempre parecidas: inquietud causada por sentimientos que no se saben interpretar, creer que nadie puede hacerlo tampoco, intentos de evitar tener esos sentimientos, y la sensación de que los que podían haber ayudado en el pasado —es decir, los padres— ya no pueden hacerlo. Es muy duro para los padres —sobre todo para un padre o una madre solos— aceptar que ya no son la persona con la que el adolescente quiere hablar. Pero lo importante es reconocer la naturaleza del proceso y permitir a los adolescentes ser ellos mismos, personas tal vez muy diferentes de uno y muy diferentes de lo que ellos creen que uno quiere que sean.
En este área difícil es importante que los padres tengan conciencia de cuál era el estado de su propia mente a esta edad. Para intentar comprender las reacciones del hijo y las propias reacciones de uno, puede ser de inmensa utilidad ponerse uno a la altura del hijo, como si uno fuera otro adolescente, y entablar con él alguna clase de diálogo.
A veces los padres se enfrentan de improviso con incidentes que les recuerdan antiguas experiencias suyas que estaban ya olvidadas.
Los recuerdos vendrán ahora a influir en su actitud ante la conducta del hijo. Esos padres pueden sorprenderse de ver que están tratando con su hijo adolescente exactamente en los mismos términos que usaron sus padres con ellos. Si recuerdan cómo se sintieron entonces podrán evitar que se repitan ahora los mismos errores. Tal vez ahora puedan conceder mayor libertad a los hijos y tal vez así éstos encuentren vías inteligentes de expresión que les sean propias, dentro de límites seguros dictados por el afecto. Hasta puede ocurrir que los padres se pongan demasiado de acuerdo con las reacciones del hijo, que estén por así decir en la misma longitud de onda que el hijo, y que entonces se eche de menos ahí la cierta distancia que debe haber en todo momento entre padres e hijos. Los hijos pueden encontrar enojosa esa distancia, pero la realidad es que gracias a ella se pueden fijar límites claros que el adolescente agradece a la postre.
Se puede ver por lo anterior cuántos problemas que adquirirán después mayor gravedad tienen su origen a esta edad de la primera adolescencia. Se puede ver también lo importante que es comprender lo que ocurre en ese momento, para que las manías con la comida no se conviertan en un verdadero desorden; para que el sentimiento de vacío no se convierta en sentimiento de inutilidad, de desesperación y de deseo de suicidio; para que la confusión y las dificultades no terminen en retraimiento y en locura; para que el odio a sí mismo no conduzca al autoabuso grave y a la autodestrucción mediante la auto— mutilación, las drogas, el sexo, etc.