CAPÍTULO QUINTO
Descubrir «¿quién soy?»
El período de maduración de la adolescencia, de los 12 a los 14 años puede generar sentimientos poco placenteros y aún dolorosos.
Tales sentimientos los tenemos todos, no son exclusivos de ninguna edad, pero son muy evidentes a esta edad de la primera adolescencia. Muchos de los aspectos más extraños, incomprensibles, destructivos y preocupantes de la adolescencia no representan sino esfuerzos para encajar experiencias dolorosas o hacerles frente, evitarlas. Existe una ilusión que nos hace creer que si alejamos de la conciencia o dejamos de expresar ciertos sentimientos, éstos se esfumarán.
Ser uno mismo y ser diferente del otro
Dejar todo lo que ya le es a uno familiar —la seguridad y la certidumbre relativas de la infancia, lo conocido y lo reconocible— y adentrarse en un futuro desconocido en el que cada paso es un drama además de ser una aventura, ocasiona al niño de doce años mucho más dolor del que se suele imaginar. El meollo del drama, aunque a veces no esté patente a primera vista, es tener que dejar padres y hogar. Por otra parte, con esto no quiero decir que esa infancia que se deja atrás haya sido siempre de color de rosa. Nada sería más falso. La verdad es que muchos niños no han tenido una infancia muy feliz y que éstos ven la llegada de la adolescencia como una liberación. Para muchos niños la adolescencia representa una segunda oportunidad de tener experiencias que no pudieron tener antes (ya fuera por causa de mala salud, por causa de muerte o de separación de los padres o por cualquier otra causa).
En medio del dolor y de los avatares de vivir, el joven de doce a catorce años tiene necesidad imperiosa de poner en claro qué clase de persona es él realmente, independientemente de lo que los padres digan que es o de lo que quisieran que fuera. La cuestión de la identidad se convierte en la cuestión principal. «¿Quién soy?» El experimentar con actuaciones diversas puede tener como finalidad ahorrar dolor y esclarecer quién es uno. Tantear la autoridad de los adultos, probarse uno mismo y provocar a los demás son ejercicios típicos de esta edad. Steven, con trece años, le preguntó un día a su madre: «¿Todo el mundo se cree ser el más importante?» Esa pregunta encantadoramente ingenua iba dirigida a comprenderse a sí mismo. Pero indicaba también que empezaba a darse cuenta de que él no era algo tan único como había creído ser; que bien pudiera ocurrir que cada cual pensara también ser el único; e incluso que cada cual mereciera serlo. Si se deja de pensar que se es un ser único, ¿cómo se diferencia uno de los demás? El problema está en que se quiere ser diferente y al mismo tiempo se teme ser diferente; es decir, que se quiere poder ser diferente de los demás a condición de que los límites de diferenciación sean claros, fácilmente reconocibles. A esta edad se dan avances valientes y también retiradas angustiosas. A veces los padres no saben qué pensar de esos comportamientos tan poco coherentes. Otras veces los comprenden bien, ya que concuerdan con sus propios sentimientos contradictorios de querer al mismo tiempo las dos cosas: impulsar a los hijos a crecer rápido y al mismo tiempo retenerlos con la excusa de que «ya vendrá el día de irse».
Rebelión y conformismo
A esta edad se remueven sentimientos muy antiguos, de cuando empezaba uno a andar y se aventuraba por un instante a salir fuera del alcance de la vista de la madre para volver lleno de ansiedad al instante siguiente. Y se remueven también viejos sentimientos en la madre, de cuando ésta quería que el niño se destetara pero a la vez no quería perder la intimidad que proporciona el dar el pecho. Y en el padre, cuando éste sentía que el bebé se interponía como una cuña entre él y su mujer y deseaba recuperar su antiguo puesto. Claro que todos esos sentimientos varían muchísimo según el lugar que el bebé ocupe en el orden de la familia. El niño de doce años que tiene dos hermanos mayores puede haber vivido su niñez con la madre de modo muy diferente a como la vivieron sus hermanos mayores. Es importante tener en cuenta aquellas experiencias de la primera infancia, ya que el grado de control que seamos capaces de ejercer sobre nuestras tensiones de la adolescencia va depender en gran medida de si las dificultades que sufrimos en la primera infancia fueron en su día bien comprendidas por uno mismo o no. Por ejemplo, ¿pudieron el niño y los padres en momentos de tensión y de angustia expresar sus sentimientos y encauzarlos debidamente? Algunos comportamientos extremos como el conformismo exagerado o la delincuencia que se dan como reacciones exageradas a las tensiones normales de la adolescencia suelen ser consecuencia de problemas y traumas tempranos que no fueron reconocidos o suficientemente comprendidos entonces.
Katie, de trece años, había sido tenida siempre por «una niña modelo». De pronto, poco antes de su examen de piano empezó a sufrir ataques de pánico. Sin saber por qué, tenía que salirse corriendo de la habitación, jadeante y temblorosa. Seis meses antes su hermanita pequeña había sufrido un accidente de coche y lesiones de consideración. La madre estaba desde entonces muy afectada y deprimida, y Katie hacía de «madre» con su propia madre, tratando de consolarla y esforzándose en portarse muy bien.
Resultó que la apariencia de bondad ocultaba —y de ahí venían los ataques de pánico— un viejo temor de ser en realidad muy mala, hasta malvada; de haber sido causa de cosas terribles que habían sucedido por culpa de su rivalidad y de su deseo de ser ella la única a los ojos de su madre; en su sentir, tenía que luchar por siempre jamás (y por lo tanto no lograrlo nunca) para compensar con bondad toda su antigua maldad.
Katie tenía la impresión de estar viviendo la vida de otra persona, haciendo —para disimular su pena y su sentimiento de culpa— cosas que creía que los demás esperaban de ella. La madre, absorta en sus propias preocupaciones, no se percató del trastorno de la niña. Pero al dar expresión a su angustia, Katie encontró una segunda oportunidad de poner orden en sus sentimientos dolorosos, esta vez con la ayuda del orientador psicopedagógico quien, por ser relativamente ajeno a la situación, pudo hacerse cargo mejor de las emociones de la niña.
Al igual que Mary y que Sandra, Katie tenía sus razones propias para conformarse con la situación. Otros se conforman porque por una razón u otra son así más felices: porque son demasiado tímidos para revelarse, porque son demasiado conscientes del dolor que causarían a los padres si lo hicieran o, finalmente, porque están bien como están. Cada niño tiene su propio ritmo de desarrollo, y algunos no empiezan a «sacar los pies de las alforjas» y a plantear desafíos hasta algo más tarde. Otros lo hacen con disimulo, de forma menos obvia.
Probar de todo. Música, ropas y tiempo libre
Lo mas corriente a esta edad es un deseo de provocar y de probar y ensayar con todo el mundo y con todas las cosas. Descubrir quién «no soy» es un paso importante para llegar a saber «quién soy». A veces los padres no comprenden que si el hijo adolescente les critica, eso no es sino parte del juego. Lo que parece rebelión, rechazo y hasta, a veces, pura crueldad puede no ser sino la manera que tiene el adolescente de expresar la angustia que le produce el estar tratando de saber quién es realmente, qué papel es el suyo como persona aislada fuera de la familia. Los padres encuentran difícil evitar una actitud superior y crítica frente a esas demostraciones aparentemente hostiles del hijo. Después de todo no hacen más que reaccionar a la actitud crítica de superioridad del hijo hacia ellos.
A esta edad entre los doce y los catorce se está dando el paso de ser lo que uno es por razón de ser hijo de sus padres a tratar de saber quién es uno en sí mismo como persona distinta de los padres. Se crea ahora una gran preocupación por hallar la relación entre ser el hijo de los padres y ser una persona aparte. Por eso es precisamente al principio de la adolescencia cuando los chicos y las chicas se plantean cuestiones acerca de sus padres biológicos. Los adolescentes que viven en el seno de sus familias biológicas mantienen una actividad constante para integrar (o rechazar) todos los indicadores que van descubriendo cada día.
Los niños adoptados tienen mayores dificultades que otra para responder a la pregunta de «¿quién soy?», ya que cuentan con menos pistas. Pero el solo hecho de plantear la cuestión y de aceptar o rechazar las pistas es ya una postura en sí misma. Sin pistas, el hijo adoptivo tiene que resignarse a prescindir de esa información crucial para él y tiene que acomodarse a verse como hijo de al menos dos parejas. Tal situación puede producir confusión y sentimiento de soledad, sobre todo en un adolescente. El hijo adoptivo puede hacer lo indecible en su afín de probarse, tantearse a sí mismo, y de someter a prueba el amor de sus padres adoptivos por él. Todo lo que quiere es tener una base que tenga sentido, que sea segura, en la que anclar su identidad.
La preferencia por un estilo de música suele ser el primer motivo de discordia en una familia que vive junta, y eso se explica porque la música se compone de diferentes sonidos primitivos y sirve para expresar las afinidades y connivencias que se dan dentro de los distintos grupos pertenecientes a las diferentes generaciones. A la presente generación de padres le puede parecer que la música «bacalao» es muy inferior a la de los Rolling Stones o a la de los Beatles: «¿dónde está la melodía? ¿dónde está la letra? Si ese bajo sigue machacando me va a volver loco». La música popular de hoy, sea bacalao, rap, reggae, hip hop o rock, refleja la cultura juvenil contemporánea, del momento y de la tribu, más inmediata que nunca y también de mayor mezcla racial que nunca.
La ropa va con la música y tiene que ver, como ella, con la identidad del grupo y con los rituales de comportamiento. El joven anhela diferenciarse de los padres y de las figuras de autoridad, necesita guías nuevos, pero todo eso tiene peligros, y por eso los jóvenes se uniformizan y tienden a llevar todos la misma ropa. La uniformidad en el vestir puede significar también un intento de ocultar las diferencias y de buscar semejanzas, y es también una muestra de su compromiso y entrega a la vida del grupo.
A veces lo que se busca es vestir de modo diferente a como visten los padres. En una familia que era muy original el padre llevaba siempre unos vaqueros sucios y melena hasta los hombros. La reacción de su hijo de catorce años fue llevar sus vaqueros planchados con raya, camisa blanca, corbata, calcetines de colores y sandalias de plástico. El efecto fue justamente el esperado: el padre no comprendía nada y estaba furioso.
Al adolescente le gusta tocar los límites. Los chicos ven su fuerza muscular y sus energías aumentadas y eso les induce a tantear los límites de su atrevimiento y de sus capacidades. Practican deportes hasta el límite de su resistencia. A esta edad lo importante es hacer y no el fin a alcanzar. Deportes como el baloncesto, el fútbol, el mountain bike y el surf despiertan pasiones, sobre todo entre los chicos. Cuando esas actividades se emprenden como reacción a la indiferencia de los padres o a una sujeción excesiva por parte de éstos, pueden desembocar en deseos desesperados de escapar, de hacer caso omiso de advertencias, de aceptar desafíos, de crear una crisis. Eso se ve que es así cuando empiezan a producirse accidentes repetidos.
También es verdad que en el mundo masculino —y en cierta medida también en el femenino— las actividades deportivas sirven para establecer y mantener lazos emocionales y para compartir intereses que cruzan todas las fronteras: de edad, de clase social, de raza y de sexo. Los hijos —y cada vez más también las hijas— comunican con los padres a propósito de los campeonatos de liga y de la copa mundial de un modo que sería inimaginable en otras áreas de sus vidas respectivas.
En otros tipos de hazañas deportivas como el atletismo pueden intervenir menos la emoción, el peligro y la ansiedad, e intervenir más el deseo de descubrir la relación que pueda haber entre aspiración y realización. Los padres que tienen confianza en sí mismos dejan también que los hijos acepten riesgos, cometan errores y sufran las consecuencias, pero siempre dentro de límites conocidos de antemano.
En el área de las actividades de «tiempo libre» pueden darse problemas bastante mayores. «¿Qué es lo que quieres?» —gritó acongojada la madre de Rose que, con catorce años, llevaba varias noches durmiendo fuera de casa con un grupo de amigas y sin decir a los padres adonde iba—. «Hacer lo que yo quiera y sin que estés tú» —fue la respuesta enfurecida—. «Pues no puedes hacerlo. Tienes cuando menos que telefonearnos». La negociación fue dolorosa. Cuando Rose quisiera volver a casa tarde por la noche los padres tendrían que saber dónde estaba. Si llamaba para que fueran a buscarla, irían. Si quería estar en la calle después de las once de la noche habría de ser acompañada por al menos dos de sus amigas.
Rozando los límites
Rose y su amiga Emma pasaron los años de los doce a los catorce jugando con fuego. Años después contaban la enorme tensión que había supuesto aquello de hacerse notar, de ser alguien, ya fuera por el sexo, las drogas, el look o la temeridad. Decían que no podían creer que no hubiera habido ángeles guardianes protegiéndolas de los graves peligros a los que se habían asomado. También se acordaban de lo bueno que fue, ya a los quince años, reconocer que aquellos ángeles guardianes habían existido de verdad y eran en realidad sus padres, y hacerles ver esto mismo a sus amigos y amigas y ver que la comunicación entre las dos generaciones sigue siendo posible después de todo.
Emma contaba cuánto le había repugnado lo de «magrearse con los chicos» cuando tenía doce años. «Yo no lo quería, no me gustaba. Lo encontraba horrible y al mismo tiempo excitante, pero sobre todo creía que hacía lo que tenía que hacer. Cuando probé el cigarrillo y las drogas lo encontré todo absolutamente repulsivo, pero ser mayor era hacer esas cosas que odiaba y hacer como que me encantaban.»
Rose y Emma iban descubriendo con dolor que se puede llegar a saber lo que significa ser uno mismo por la vía de saber lo que no es. Las dos contaban cómo en aquella época se unían a chicos mayores
y deslumbrantes que representaban un desafío y eran también una alternativa a sus padres. Vivían un sueño en medio de halagos y de falsas promesas («Yo puedo hacer que te dejen entrar en los clubs sin pagar», «te encuentro un trabajo en cuanto quieras»). Como las chicas —ya lo he dicho antes— maduran algo más pronto que los chicos, a veces salen con chicos dos o tres años mayores que ellas y se encuentran así metidas en cosas, como experimentar con el sexo, mucho más avanzadas que las que interesan a sus contemporáneos varones, cosas que emocionan y aterran a la vez.
Según Emma y Rose sus amigas se dividían en las que eran como ellas —vamps, como decían— y las que trataban de prolongar su inocencia haciéndose chicazos (tomboys). Al identificarse con aspectos caricaturescos de lo femenino y de lo masculino, ambos grupos buscaban aplazar la hora de entrar en la verdadera feminidad. Las dos estrategias no iban encaminadas sino a buscar alternativas al principal modelo de feminidad que tenían delante, es decir el modelo de «madre». Además las dos estrategias correspondían también a los dos modos corrientes que hay de manejar la pubertad: volcarse en ella al instante o tratar de evitarla. Ambos modos son solamente temporales y, como en el caso de Rose y Emma, terminan superándose cuando llega la adolescencia propiamente dicha. Aunque para entonces los padres hayan llegado ya al límite de su resistencia.
Reacciones de los padres
A veces no son los adolescentes sino los padres los que sufren las ansiedades. Las sufren por los hijos y tienen que procurar no saber todo lo que está ocurriendo, tienen que procurar que los hijos continúen con la idea de que la casa es el paraíso, aunque a veces se abuse de él, y también tienen que afrontar sin terror llegar a saber las cosas que los hijos hacen sin que les causen excesiva preocupación o excesivo dolor.
Los padres deben saber que la prohibición sin explicaciones induce o bien a la rebelión o bien a la sumisión cobarde, y que la excesiva tolerancia incita a ir a buscar dónde está el límite, por muy lejos que eso lleve. En algunas familias los viejos patrones de autoridad desempeñan un papel muy importante. El adolescente desarrolla mucho mis su autocontrol cuando la autoridad que se ejerce sobre él está basada en el amor que cuando está basada en el miedo. El miedo, más que afectar a los propósitos que uno hace para sí mismo, lo que hace es amenazar con el fracaso y con que no se podrán cumplir las promesas hechas a los padres.
Un joven procedente de una familia poco cultivada, pero muy ambiciosa, que acababa de sacar su título universitario recordaba lo duro que había tenido que trabajar para sacar el bachillerato, para ingresar en la universidad y para sacar después los cursos de la carrera. «Eso va a ser lo último que haga por mi padre», dijo. Y fue solamente a partir de entonces cuando empezó —con retraso y por eso mismo con más dificultad— su tarea de averiguar quién era realmente —aparte de ser «un chico listo» y «un hijo» que logró salir adelante.