Capítulo 4
La gran urbe portuaria de Palanthas, construida por enanos, legendaria desde los tiempos de la Edad del Poder, era, de acuerdo con los rumores rápidamente extendidos, una de las pocas ciudades que había sobrevivido al Cataclismo sin sufrir apenas daños. Con sorpresa y preocupación, Michael y Nikol se encontraron siendo dos gotas de agua en la constante corriente de refugiados que fluía hacia lo que, se suponía, era un refugio seguro y próspero.
Localizada en la Solamnia occidental, en la bahía de Branchala, Palanthas estaba gobernada por un señor noble, bajo el auspicio de los Caballeros de Solamnia, cuya plaza fuerte —la Torre del Sumo Sacerdote— guardaba el paso de montaña por el que transitaban las mercancías y la riqueza desde la capital hacia las demás regiones.
Pero aunque las murallas y pavimentación de la urbe, así como sus torres y altos minaretes habían sobrevivido a la destrucción del Cataclismo, la hecatombe abrió grietas en su población. Dichas grietas siempre habían estado presentes, pero la prosperidad, la reverencia a los dioses y el respeto por los caballeros —y el temor a ellos— las habían mantenido tapadas.
Ahora, casi un año después del Cataclismo, la riqueza había dejado de fluir en Palanthas. Pocas naves surcaban el mar. Eran mendigos, no oro, los que entraban a raudales por sus puertas. La economía de la ciudad se había desmoronado bajo la onerosa carga. Aquí, como en otros lugares de Ansalon, las gentes buscaban a cualquier otro que no fuera ellos para culparlo por lo sucedido.
Michael y Nikol, junto con otros muchos viajeros, llegaron a la ciudad de Palanthas a media mañana. Habían oído infinidad de rumores, algunos buenos, pero eran más los preocupantes: palizas, saqueos, asesinatos. No dieron crédito a la mayoría de estas habladillas, pero ninguna de ellas los había preparado para el panorama que se desplegaba ante sus ojos.
—Que los dioses nos asistan —musitó Michael, con una mirada de piedad y horror.
Multitud de gente —harapienta, miserable— se agolpaba en la calzada, fuera de las murallas. Al ver a los recién llegados, se acercaron en tropel mendigando cualquier cosa que, aunque sólo fuera por un momento, pudiera aliviar su miseria y sufrimiento.
Sintiendo la muerte en el alma, Michael les habría dado todo cuanto poseían, pero Nikol, pálida y con los labios apretados, lo condujo firmemente por el brazo a través de la suplicante muchedumbre que rodeaba las puertas de la ciudad.
Éstas estaban abiertas de par en par, y un tropel de gente entraba o salía, abriéndose paso a codazos. Los guardias se encargaban de que el trasiego fuera fluido, pero hacían poco más. Uno de ellos, sin embargo, contempló con interés a Nikol y el arma que llevaba a la cintura.
—Eh, tú, mercenario. El Hijo Venerable busca gente que sepa manejar una espada —dijo el guardia—. Puedes ganarte la comida y un sitio donde dormir. —Señaló con el pulgar—. Dirígete a la Ciudad Vieja.
—¿El Hijo Venerable? —repitió Michael, incrédulo.
—Gracias —dijo Nikol mientras agarraba a su marido y se lo llevaba casi a rastras. Al otro lado de la muralla se oían los gritos decepcionados de los pordioseros.
En la parte interior las cosas no eran mucho mejor. Había gente durmiendo en los portales de las casas, y otros incluso en el pavimento de las calles. Hombres de aspecto siniestro vagaban por los alrededores, pero al fijarse en la espada de Nikol y en el bastón de Michael se apartaron de ellos. Dos mujeres desaliñadas los agarraron e intentaron arrastrarlos al interior de un cobertizo desvencijado. La urbe apestaba a suciedad, enfermedad y muerte.
A la pareja le asqueaba la idea de pararse y pedir a alguien que los orientara. Por fortuna, el padre de Nikol había visitado Palanthas a menudo y le había descrito la distribución de la ciudad, que semejaba una rueda gigantesca. La antigua e inmensa biblioteca estaba en el centro de la urbe, en la zona conocida como Ciudad Vieja, al igual que el palacio, la mansión de los caballeros y otros edificios importantes. Pasaron la muralla que separaba la Ciudad Vieja de la Ciudad Nueva. Aquí las calles no estaban tan abarrotadas, más bien casi vacías. El aire era más limpio y resultaba más fácil respirar.
Michael y Nikol apresuraron el paso, convencidos de que la biblioteca tenía que ser un oasis de paz en esta miserable ciudad. Acababan casi de internarse en la Ciudad Vieja cuando descubrieron la razón de que las calles estuvieran tan desiertas. Toda la gente, y debían de ser cientos de personas, se había congregado en aquel punto.
—¿Dónde está la biblioteca? —preguntó Michael, atisbando por encima de las cabezas de la multitud.
—Allí —dijo Nikol, señalando el edificio en torno al cual se apiñaba la muchedumbre.
—¿Qué ocurre? —inquirió Michael a una mujer que estaba cerca.
—¡Chist! .—replicó ella, dirigiéndole una mirada feroz—. El Hijo Venerable está hablando.
—¡Ven por aquí! —Nikol condujo a Michael hacia una arboleda que lindaba con una de las amplias avenidas de la Ciudad Vieja. Desde esta posición aventajada, ambos podían ver y oír al orador, que se encontraba en la escalinata de la Gran Biblioteca de Palanthas.
—¿Sabéis lo que hay tras estos muros, mis buenos ciudadanos? ¡Yo os lo diré! ¡Mentiras! —decía el hombre mientras señalaba con un dedo acusador el amplio y elegante edificio que tenía a sus espaldas— ¡Mentiras sobre el Príncipe de los Sacerdotes!
Un furioso murmullo se alzó en la multitud reunida a su alrededor.
—¡Sí, las he visto, las he leído con mis propios ojos! —El hombre se dio unos golpecitos en aquellos ojos que sólo eran notables por el hecho de tener una expresión maliciosa y taimada—. El gran Astinus —continuó, con una voz cargada de venenoso sarcasmo— escribe que el Príncipe de los Sacerdotes provocó la ira de los dioses con sus exigencias. ¿Y quién, mejor que él, tendría el derecho de hacerlo? ¿Qué otro hombre ha habido tan bueno como él? ¡Yo os diré el verdadero motivo por el que los dioses arrojaron su montaña de fuego sobre Istar!
Hizo una pausa, esperando que se hiciera silencio en la multitud.
—¡Envidia! —musitó, con un extraño susurro que se propagó por el frío aire—. ¡Estaban celosos! ¡Celosos de un hombre más santo que ellos mismos! Tenían envidia y miedo de que pudiera desafiarlos. ¡Y así lo habría hecho! ¡Y habría vencido!
La muchedumbre mostró su aprobación con un clamor en el que se advertía una cólera soterrada que daba miedo oír.
—Pero —continuó el hombre mientras unía las manos en un piadoso gesto de pesar— algunos de nosotros hemos jurado seguir adelante, para mantener viva su memoria. ¡Sí! —gritó, alzando los puños al cielo—. ¡Os desafiamos, dioses! ¡No os tememos! ¡Arrojadnos otra montaña de fuego, si os atrevéis!
Michael rebulló inquieto y abrió la boca para decir algo.
—¿Estás loco? —susurró Nikol—. ¡Nos matarían!
La joven cogió el medallón que colgaba del cuello de su esposo y lo metió bajo la túnica azul, escondiéndolo.
Michael suspiró y guardó silencio.
Nadie había reparado en ellos, ya que todos los ojos estaban fijos en el orador.
—El Señor de Palanthas está de nuestro lado —gritó el hombre—. ¡Estaría de acuerdo en aprobar nuestras leyes, porque sabe que son legítimas y justas, pero se lo impide ese viejo de ahí! —Señaló de nuevo el edificio con columnas que había tras él.
—¡Entonces, aprobemos nosotros mismos las leyes y hagámoslas cumplir! —gritó una voz entre la multitud. Resultaba evidente, por la rapidez de su respuesta, que quienquiera que fuese había estado esperando recibir una indicación para intervenir—. Leednos nuestras leyes, Hijo Venerable. Queremos escucharlas.
—¡Sí, leednos las leyes! —La muchedumbre se hizo eco del grito, convirtiéndolo en un clamor repetitivo.
—Lo haré, mis buenos ciudadanos —dijo el orador de mirada taimada. Extrajo un rollo de pergamino de los pliegues de su túnica, que era de un tejido blanco y de buena calidad, en contraste con las ropas harapientas de quienes estaban pendientes de sus palabras—. Primera: a ningún elfo, enano, kender, gnomo, o cualquiera que tenga una sola gota de sangre de estas razas le estará permitido entrar en esta ciudad. Cualquiera de ellos que esté viviendo ahora en Palanthas será expulsado, y todo aquel que sea sorprendido aquí en el futuro será condenado a muerte.
La gente intercambió miradas, al tiempo que daba su aprobación con murmullos.
—Segunda: cualquier hechicero o hechicera, brujo o bruja, aprendiz de mago o practicante de estas —el hombre se quedó sin aliento e hizo una pausa para tomar aire que sea sorprendido entre los muros de esta ciudad será ajusticiado.
Estas palabras fueron acogidas con asentimientos de cabeza, indiferencia e incluso algunas risitas incrédulas, como si la posibilidad de que se diera tal caso fuera de todo punto improbable. Palanthas se había deshecho de aquella maligna amenaza hacía mucho tiempo, aunque a un alto precio.
—Tercera: todos los Caballeros de Solamnia…
Abucheos y gritos furiosos interrumpieron al orador, que sonrió satisfecho y alzó el tono de voz para hacerse oír sobre el tumulto.
—Todos los Caballeros de Solamnia o cualquier miembro de la familia de un caballero a quienes a partir de hoy se los encuentre dentro de los límites de la ciudad serán expulsados.
Se alzaron vítores atronadores.
—Todas las tierras, bienes y propiedades de los mencionados Caballeros de Solamnia serán confiscados y devueltos al pueblo.
Vítores aún más estruendosos que los anteriores.
Ahora fue Nikol la que, roja de ira, pareció estar a punto de decir algo.
—¿Estás loca? —susurró Michael mientras cerraba más la capa de su esposa sobre el revelador peto de la armadura y cubría con los pliegues la espada enfundada en la antigua vaina de plata, decorada con el martín pescador y la corona.
Los dos retrocedieron para ponerse a la sombra de un gran roble.
—Cuarta: ¡la biblioteca será arrasada! ¡Todos los libros y pergaminos con las mentiras que contienen serán quemados!
El orador enrolló el pliego que había leído. Luego hizo un amplio gesto con los brazos, dirigido a la multitud, como si pudiera recoger en ellos a todos los reunidos y lanzarlos en una avalancha destructiva. La chusma gritó su aprobación e hizo un movimiento tentativo hacia la escalinata de la vetusta biblioteca.
Nadie salió del edificio. Ningún defensor apareció por sus puertas. Pero la propia construcción, el peso de los años, su antigüedad, veneración y dignidad, constituían una defensa silenciosa y elocuente que acobardó a la multitud.
Los que estaban en las primeras filas parecían poco deseosos de seguir adelante, y se detuvieron para que ocuparan su lugar aquellos que estaban detrás. Estos, viendo que estaban a punto de situarse en primera fila, lo pensaron mejor, y el resultado fue que la muchedumbre empezó a arremolinarse sin propósito al pie de la escalinata.
Algunos lanzaban gritos de amenaza; otros arrojaban huevos podridos y verduras a la venerable estructura. Pero nadie quería acercarse más.
El orador los observó con gesto sombrío, comprendiendo que no era el momento propicio. Descendió de su plataforma, y al instante estaba rodeado de gente que pedía a gritos su bendición o tendía la mano para tocarlo reverentemente o levantaba en brazos a sus hijos para que los besara.
—En nombre del Príncipe de los Sacerdotes —dijo el hombre con tono piadoso, yendo de uno a otro—. En nombre del Príncipe de los Sacerdotes.
—¿Qué significa esta pantomima? —exclamó, estupefacto, Michael con un grito sofocado, incapaz de guardar silencio más tiempo—. ¡No puedo creerlo! ¿Es que no han aprendido? Esto es peor, mucho peor que…
—¡Calla! —siseó Nikol mientras lo obligaba a retroceder más hacia las sombras del árbol.
El orador caminaba entre la multitud, manejando a la gente con buena maña, dándole lo que quería y, sin embargo, librándose de ella de manera sutil. Una reducida escolta, dirigida por el hombre que había pedido al orador que recitara las leyes, formaba un círculo en torno al Hijo Venerable y se las ingeniaba para sacarlo de las apreturas. El orador y sus secuaces emergieron cerca de donde Nikol y Michael se encontraban, ocultos por los árboles.
Cierto número de personas continuaba amontonada ante la escalinata de la biblioteca, pero la mayoría acabó por aburrirse y se marchó a las tabernas o a cualquier otro entretenimiento que pudiera alegrar su monótona existencia.
—Los teníais comiendo de vuestra mano, Hijo Venerable. ¿Por qué no les habéis insistido para que siguieran adelante? —dijo uno de los secuaces.
—Porque no era el momento —contestó éste con una actitud de suficiencia—. Dejemos que se reúnan con amigos y vecinos y les cuenten lo que han oído hoy. En la próxima concentración tendremos un número de asistentes cien veces mayor, y mil veces más a la vez siguiente. Entretanto, azuzaremos su miedo y su odio.
»¿Recordáis a ese panadero semielfo del que hablamos ayer, el testarudo que se niega abandonar la ciudad? Ocupaos de que sus panes enfermen a unas cuantas personas. Utilizad esto. —El Hijo Reverendo entregó al cabecilla de la escolta un frasco de cristal—. Hacedme saber quiénes son los que se han puesto enfermos. Pasaré por sus casas y los “sanaré”.
El que había cogido el pequeño frasco lo examinó con desconfianza. El Hijo Venerable le dirigió una mirada impaciente.
—Los efectos desaparecen solos al cabo de poco tiempo, pero esos ignorantes palurdos no lo saben. Creerán que he realizado un milagro —explicó.
—¿Qué pasa con la biblioteca? —preguntó el hombre mientras se guardaba el frasco.
—Celebraremos otro mitin ante sus puertas pasado mañana, después de que hayamos tenido tiempo de provocar agitaciones. Si pudieras procurarme uno de esos libros, el que contiene las mentiras acerca del Príncipe de los Sacerdotes…
El hombre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se encogió de hombros.
—No hay problema. Ese viejo estúpido, Astinus, deja que cualquiera los lea.
—Excelente. Lo leeré en voz alta a la muchedumbre. Ello determinara la suerte de la biblioteca y del viejo. Es el principal oponente a que me haga cargo del gobierno de la ciudad. Una vez que me haya librado de él, no tendré ninguna dificultad con ese relamido Señor de Palanthas.
»Esta noche os quiero a ti y a los demás en las tabernas, difundiendo rumores sobre ese caballero, el que fue maldecido por los dioses…
—Soth.
—Sí, el caballero Soth.
Nikol dio un suave respingo. Michael la cogió de la mano y se la apretó, instándola a guardar silencio.
—No estoy seguro de que esa historia induzca a la chusma a atacar a los caballeros, Hijo Venerable. No es la única versión que corre sobre lo sucedido.
—¿Y qué es lo que se comenta? —inquirió el orador con aspereza.
—Que había sido advertido del Cataclismo con anticipación. Cabalgaba hacia Istar con el propósito de detener al Príncipe de los Sacerdotes y…
—¡Absurdo! —resopló el Hijo Venerable con desdén—. Esta es la historia que tenéis que contar: Soth estaba furioso porque el Príncipe de los Sacerdotes iba a hacer públicos sus retozos con esa mujerzuela elfa que tenía en su castillo. Haced que eso quede muy claro. Ah, y dejad caer el comentario de que asesinó a su primera esposa. Eso siempre influye…
—Cuidado. Alguien se acerca para pedir vuestra bendición.
Una mujer joven, con un bebé en los brazos, se había quedado rezagada cerca del grupo con actitud tímida. El Hijo Venerable miró a su alrededor, vio a la mujer, y esbozó una benigna sonrisa.
—Acércate. ¿Qué puedo hacer por ti, hija?
—Perdonad si os molesto, Hijo Venerable —dijo la mujer, enrojeciendo—, pero os oí hablar en el templo ayer, y estoy algo confundida.
—Haré cuanto esté en mi mano por ayudarte a comprender, hija —repuso el orador con fingida humildad—. ¿Qué es lo que encuentras confuso?
—Siempre he rezado a Paladine, pero vos dijisteis que no debemos dirigir nuestras oraciones a él o a ninguno de los otros dioses. Entonces, ¿a quién hemos de rezar, al Príncipe de los Sacerdotes?
—Sí, hija. Cuando la malvada Reina de la Oscuridad atacó al mundo, los otros dioses huyeron despavoridos. Sólo el Príncipe de los Sacerdotes tuvo el coraje de presentarle batalla, como lo hizo Huma mucho tiempo atrás. El Príncipe de los Sacerdotes la combate hoy, en el plano celestial. Necesita vuestras plegarias para ayudarlo en sus afanes.
—Y es por eso que debemos expulsar a los kenders y a los elfos…
—Y a todos aquellos cuya incredulidad refuerza los poderes de la oscuridad.
—Ahora lo entiendo. Gracias, Hijo Venerable. —La mujer hizo una reverencia.
El orador puso sus manos sobre la cabeza de la joven madre y del pequeño.
—En nombre del Príncipe de los Sacerdotes —entonó con solemnidad.
La mujer se marchó. El Hijo Venerable la siguió con la mirada; una sonrisa complacida se insinuó en sus labios. Luego volvió la vista a sus subordinados, que esbozaron una mueca e hicieron gesto de asentimiento. Sus cabezas se juntaron para continuar con sus conspiraciones y, poco después, el Hijo Venerable y sus esbirros partían en direcciones opuestas.
Michael y Nikol permanecieron silenciosos un rato, incapaces de hablar. La impresión recibida por lo que habían escuchado y visto los había dejado mudos; se sentían aturdidos, con náuseas, como si hubiesen recibido un golpe en la boca del estómago.
—Oh, Michael —musitó Nikol— ¡Esto no puede estar ocurriendo! Y no creo lo que han dicho sobre Soth. Era un hombre tan valeroso, tan aguerrido… ¡Ningún caballero haría esas cosas horribles!
—¡Son mentiras! —dijo Michael. Estaba pálido y temblaba de rabia e indignación—. Ese falso clérigo ha tergiversado la verdad…
—Pero ¿cuál es la verdad, Michael? ¡No lo sabemos!
—¡Chist! Estamos llamando la atención —advirtió él, al reparar en las miradas desconfiadas que les dirigían algunos hombres. Luego comentó en voz alta—: La verdad sobre ese amigo nuestro. Estoy seguro de que la descubriremos, ahora que nos encontramos en esta bella ciudad. Una ciudad que, evidentemente, está bendita.
Varios tipos fornidos, sucios, que apestaban a aguardiente enano, se acercaron a la pareja sin quitarle la vista de encima.
—Sois forasteros, ¿verdad? —dijo uno, ceñudo.
—De Whitsund, señor —contestó Michael, haciendo una leve inclinación de cabeza.
—Al menos sois humanos. ¿Refugiados? ¿Planeáis instalaros aquí? Porque, si es eso lo que pensáis hacer, será mejor que cambiéis de idea. Ya tenemos mendigos de sobra. —Los que estaban con él murmuraron su conformidad—. ¿Por qué no dais media vuelta y regresáis a donde quiera que sea de donde venís?
Nikol rebulló intranquila; su armadura crujió, y la espada hizo un ruido metálico al rozar contra su cadera. El hombre volvió la vista hacia ella con interés.
—¿Eso que he oído es acero? —El hombre avanzó un paso hacia Nikol y, tendiendo una mano mugrienta, le agarró la barbilla y la obligó a volver la cara hacia la luz—. Tu aspecto es de tener sangre noble, chico. ¿No es cierto, compañeros? No serás hijo de algún aristócrata, por casualidad, ¿eh? Con una bolsa bien repleta de monedas.
—Suéltame —dijo Nikol con los dientes apretados—, o eres hombre muerto.
—Por favor —intervino Michael, tratando de interponerse entre ambos—. No queremos problemas.
Pero sólo consiguió empeorar las cosas. Su bastón se enganchó en la capa de Nikol y entreabrió la prenda. El brillante peto relució al sol.
—¡Un caballero! —gritó el hombre con regocijo—. ¡Mirad, chicos! ¡Mirad lo que he atrapado! Voy a divertirme un rato. —Sacó un cuchillo largo que llevaba al cinto—. Veamos si tu sangre es azul…
Nikol atravesó al hombre con su espada y la sacó de un tirón antes de que él o sus compañeros supieran lo que había pasado. El camorrista la miró incrédulo, sorprendido, y con un gemido se desplomó en el suelo. Empezó a formarse un charco de sangre bajo su cuerpo, y ello fue suficiente para despejar la borrachera de sus amigos, que gritaron iracundos. Algunos enarbolaron cuchillos; uno de ellos manejaba un garrote. Michael hizo girar rápidamente su bastón y Nikol se arrimó a él, espalda contra espalda, al tiempo que trazaba un lento arco con su espada, tinta de sangre.
Los hombres hicieron un amago de ataque, sin excesivo ánimo. El bastón de Michael se disparó y alcanzó la cabeza de uno de ellos con un golpe lateral que le hizo morder el polvo. Nikol propinó a otro un corte en la mejilla que lo dejaría marcado el resto de su vida. Los hombres, viendo la firme determinación del caballero y el clérigo, decidieron que ya habían tenido suficiente lucha, y se dieron a la fuga.
—¡Cobardes! —los insultó Nikol mientras limpiaba su espada con el borde inferior de la camisa del muerto—. Ladrones y bellacos.
—Sí, pero volverán —dijo su esposo con gesto sombrío—. Y traerán refuerzos. No podemos quedarnos en la ciudad; tendremos que marcharnos. —Lanzó una mirada anhelante, decepcionada, a la gran biblioteca.
—Regresaremos —dijo Nikol, segura de sí misma—. Tengo una idea. Apresúrate. Uno de esos canallas está hablando con el que se hace llamar Hijo Venerable.
En efecto, el Hijo Venerable se había dado media vuelta y miraba fijamente en su dirección. El hombre los señalaba excitado.
La pareja echó a correr y se mezcló con el resto de las heces de la humanidad que, como los despojos de un naufragio, habían sido arrojadas a la costa de Palanthas. Llegaron a las puertas, y salían por ellas justo cuando uno de los esbirros del Hijo Venerable apareció corriendo, jadeante, para entregar un mensaje al guardia.
Michael y Nikol se escondieron detrás de un carro que se había quedado atascado entre la arracimada muchedumbre.
—¡Un Caballero de Solamnia! —gritaba el hombre—. ¡Un tipo enorme, con una espada de casi dos metros de largo! Va con un amigo, un fulano que lleva la túnica azul de la falsa diosa.
—Vale, estaremos atentos —respondió el guardia, y el secuaz se marchó corriendo para alertar a los que vigilaban las otras puertas—. ¡Vamos, moved ese carro! ¿Qué demonios os pasa?
Nikol se cerró la capa y sujetó la espada contra el muslo, en tanto Michael se aseguraba de que su medallón estuviera bien oculto. El guardia ni siquiera les dedicó una mirada. Al otro lado de las murallas, eludieron a los mendigos y recorrieron un trecho de la calzada hasta que, por fin, se detuvieron junto a un bosquecillo de árboles achaparrados.
—¿Cuál es tu plan? —preguntó Michael.
—Viajaremos a la Torre del Sumo Sacerdote —contestó Nikol—. Los caballeros deben ser informados de lo que pasa en Palanthas, las maquinaciones de ese falso, clérigo para hacerse con el control de la ciudad. Pondrán fin a ese complot enseguida, y entonces podremos entrar en la biblioteca y buscar los Discos de Mishakal. Los utilizaremos para probar a la gente que ese Hijo Venerable es un intrigante y un charlatán.
—Pero los caballeros deben de estar enterados… —comenzó Michael, que no parecía muy convencido.
—No, no lo saben. En caso contrario, ya habrían puesto remedio a estas alturas —discrepó la joven. Serena y confiada, alzó la vista hacia las montañas que se encumbraban sobre Palanthas, a la calzada que conducía a la plaza fuerte de los caballeros. Con las mejillas encendidas, añadió—: Y también nos enteraremos de lo que pasó en realidad con Soth. No creo ni una palabra de lo que dijeron. Quiero saber la verdad.
Michael suspiró y meneó la cabeza.
—¿Qué? —inquirió bruscamente Nikol—. ¿Qué te ocurre ahora?
—Estaba pensando que, tal vez, existen algunas verdades que más vale no saber —repuso.