Ogro desmemoriado

Dan Parkinson

A lo largo de casi todo el día —desde que el sol alcanzó su cenit, hasta ahora, cuando el astro ya se había metido tras los afilados picos de las montañas Khalkist, y las aves nocturnas anunciaban la aparición de las primeras estrellas—, a lo largo de todas estas horas y todos estos kilómetros, había rastreado a los pequeños seres, pensando que, tal vez, lo condujeran hasta otros de su especie. Ahora se habían detenido para acampar durante la noche, y su paciencia había llegado al límite.

Agazapado, fundiendo su inmensa silueta con la maleza que crecía en la ladera de la colina, sumida ya en la penumbra, escuchó el sonido de sus voces; voces débiles, humanas, tan endebles como los cuerpos de los que salían, tan frágiles como los huesos que sostenían aquellos cuerpos, y que él podía machacar con sólo apretarlos entre sus manos. Oyó el chasquido de un yesquero, olfateó el tenue humo al prender la leña menuda, y atisbó las primeras llamas trémulas de la hoguera que preparaban; una hoguera que los protegiera contra los peligros de la noche.

La risita que soltó fue un rumor, sordo y prolongado, de desprecio, que resonó en lo más hondo de su enorme pecho. Era un fuego para calentar sus magras raciones y para guardarlos de lo que quiera que hubiese más allá del círculo luminoso, acechando. ¡Humanos! Su queda risa burlona se convirtió en un sordo gruñido retumbante. Como todas las demás razas inferiores, las pequeñas, débiles razas, ponían su confianza en un puñado de leños ardiendo y creían que así estaban a salvo.

«¿A salvo de mí?». Su amplia boca se distendió en una mueca burlona, dejando a la vista unos dientes tan afilados como escoplos. El desdén centelleó en sus ojos. ¿A salvo? Ningún humano estaba a salvo de Krog. El sabía cómo entendérselas con los humanos… y con cualquiera que se adentrara en su territorio. Los encontraba, los rastreaba y los mataba. A veces llevaban consigo algo que le era de utilidad y otras, no. Pero siempre era un placer contemplar su tormento mientras los machacaba y los mutilaba, una alegría escuchar sus alaridos.

Eran doce, más o menos, los que formaban el grupo acampado un poco más abajo de donde él estaba. Cuatro eran hombres armados; el resto, un puñado variopinto de seres andrajosos, unidos entre sí por las cuerdas atadas a sus cuellos. Prisioneros, dedujo Krog. Los restos de algún pueblo humano saqueado por tratantes de esclavos. En la actualidad, había muchos grupos como éste rondando por la campiña: tratantes y sus presas. Por lo general, eran partidas reducidas, como ésta; aunque a veces se unían varios grupos en grandes campamentos, para comerciar y exportar sus capturas a mercados lejanos. Esos, los grupos numerosos, eran los que más le gustaban. Pero ahora estaba harto de esperar.

Los estudió; sus ojos astutos contaron las siluetas recortadas en la penumbra, allá abajo. Los esclavos estaban amontonados justo al otro lado de la hoguera, pero fue a sus aprehensores a los que observó con atención, tomando buena nota de la posición exacta de cada uno de ellos, alrededor del fuego. La experiencia le había enseñado a entendérselas primero con los que tenían armas. Llevaba las cicatrices causadas por cortes de espadas y hachas, en las ocasiones en que los humanos armados se las habían ingeniado para arremeter una o dos veces antes de que acabara con ellos. Los cortes habían resultado molestos. En consecuencia, sabía que lo mejor era encargarse rápidamente de los que portaban armas. De ese modo, después podía acabar con los demás como le apeteciese, de la manera que le resultara más divertida.

De un tiempo a esta parte, desde el comienzo de los portentos que algunos llamaban presagios, los humanos y otras razas inferiores habían estadio deambulando por el territorio que Krog consideraba suyo: las pendientes orientales de las montañas Khalkist. Las llanuras que se extendían más allá vivían unos tiempos caóticos, y reinaba un gran desorden entre las gentes que habitaban en esas tierras llanas. Krog no sabía mucho de eso, y le importaba aún menos. Todos los días, los humanos y otros se trasladaban hacia el oeste, en dirección a las Khalkist, algunos huyendo, otros persiguiéndolos… y todos eran un pasatiempo para Krog.

En la ladera, un poco más abajo, la hoguera de los humanos ardía con fuerza, y ellos se reunían a su alrededor. Krog siguió vigilando, y reprimió el impulso de caer sobre ellos, de escuchar sus primeros gritos de terror. «Déjalos que disfruten un poco más contemplando su precioso fuego. Deja que la noche los ciegue, y así no te verán hasta que estés encima de ellos», se exhortó. De ese modo, el ataque sería más fácil, y se reducían las probabilidades de que alguno se escabullera en la oscuridad.

«Mirad el fuego —pensó mientras se lamía los gruesos y agrietados labios, disfrutando por anticipado del placer que le aguardaba—. Mirad el fuego, y…».

Levantó la cabeza, y su maligna sonrisa desapareció. Contempló de hito en hito otro fuego; un fuego que surgía de un carbón ardiente en lo alto del cielo y que creció hasta parecer que ocupaba todo el firmamento. Una luz abrasadora, más intensa que la de la hoguera, más brillante que la del sol, se expandió sin límites, hasta que todo el cielo oriental se inflamó con ella. Unos súbitos vientos aullaron allá arriba, semejantes a chillidos y alaridos de angustia, como si el propio mundo estuviera gritando. La radiación creció y se intensificó por momentos; el firmamento era una llamarada cegadora en cuyo interior algo enorme, algo gigantesco y espantoso, coalescente, giraba y chirriaba y se precipitaba sobre el horizonte oriental en un deslumbrante estallido de furia.

Aturdido y medio cegado, Krog se puso de pie, sin apenas reparar en los ruidos que lo rodeaban: los pájaros aterrados alzando el vuelo, pequeñas criaturas escabulléndose a toda carrera, chillidos y gritos de los despavoridos humanos, un poco más abajo de la ladera. Terror y pánico por doquier… Después, quietud. Un silencio tan absoluto como el de una cavernosa profundidad pareció surgir del propio mundo a medida que la lejana, brillante luz se apagaba tras la línea del horizonte. Fue una extinción lenta, agonizante, como el renuente ocaso de cientos de soles poniéndose al mismo tiempo.

Del silencio salió un sonido, que más que sonido era un estremecimiento en el aire, una acumulación de tensiones invisibles. Más allá del horizonte oriental, donde todavía quedaba un mortecino fulgor, estallaron los rayos, y unos nubarrones negros, inmensos como cordilleras montañosas, surcaron el cielo, uno tras otro. Los sonidos inaudibles crecieron y crecieron, convirtiéndose en un torrente de vibraciones que rasgaba el aire y hacía bailar a las rocas de la pendiente. En la distancia, unos corpúsculos brillantes salieron arrojados hacia arriba y se alzaron por encima de las nubes para después precipitarse sobre el mundo oriental como un diluvio de fuego.

Criaturas despavoridas, vociferantes, pasaron corriendo a su lado, con los ojos desorbitados por el terror; la más grande de ellas no alcanzaba la mitad de su tamaño. Un poco más abajo de la cuesta, esclavos y traficantes huyeron juntos, enloquecidos de miedo. Pasaron tan cerca de él que podría haberlos tocado con sólo alargar el brazo, pero Krog apenas reparó en ellos. Aturdido y mareado, contempló con pasmo un paisaje dantesco, donde las lejanas montañas temblaban y se desmoronaban desaparecían; donde un resplandor serpenteante danzaba en el rojizo cielo, ahora oscurecido por el humo; donde el horizonte se combaba, precipitándose impetuoso hacia él como un maremoto.

De lo alto, unas ráfagas de viento descendieron como mazazos y lo golpearon con tal fuerza que lo lanzaron reculando a trompicones, con los brazos y las piernas agitándose inútilmente, mientras las bocanadas de aire, calientes como un horno, lo impulsaban rodando cuesta arriba una docena de metros y lo arrojaban en una grieta cuyo fondo ondeaba arriba y abajo. El garrote escapó de entre sus dedos y se encumbró en el aire, arrastrado por los rugientes vientos. Luchando por mantener el equilibrio, logró ponerse de pie y trepó hasta el borde de la hendidura, justo en el mismo momento en que la tierra cerraba sus fauces pétreas tras él.

En medio de una barahúnda de ululantes vientos abrasadores, resquebrajamiento de rocas y retumbantes sacudidas subterráneas, Krog yació resollando, y después abrió los ojos, desorbitados, cuando las montañas más cercanas por el oeste empezaron a explotar.

Gigantescos peñascos se alzaron al cielo como si fueran granos de arena y luego llovieron sobre las laderas, para, acto seguido, rodar y brincar cuesta abajo, arrastrando a su paso más cascotes y despojos.

Krog se incorporó con esfuerzo y, esquivando y saltando, se zambulló a uno u otro lado a medida que los monstruosos fragmentos rocosos pasaban zumbando a su lado, haciendo temblar el suelo con la fuerza de los impactos. Un peñasco rodante, tan grande como una mansión elfa, se precipitó sobre él, y Krog se lanzó de cabeza a un lado, apretándose contra el suelo, mientras la descomunal roca golpeaba, saltaba y volaba por encima de él, a escasos centímetros. Krog se puso de pie y se volvió para ver cómo descendía; entonces, algo lo golpeó por detrás, algo enorme, solido como piedra, que se estrelló contra su cabeza, haciéndolo trastabillar. El caos estalló en sus oídos, y vio que el duro y estremecido suelo le salía al encuentro… Después se le nubló la vista.

Esquirlas y fragmentos de piedra resbalaron y rodaron hasta donde estaba tendido, y se apilaron en montones a su alrededor. Transcurrido un buen rato, la avalancha rocosa empezó a perder velocidad y por fin cesó, para dar paso a un viscoso y gorgoteante torrente de barro y sedimentos que descendía desde las zonas altas de los devastados taludes, enterrando los cascotes más pequeños. Krog no fue consciente de que estaba siendo enterrado. No era consciente de nada. La avalancha cenagosa lo alcanzó, lo cubrió, y, tras su paso, no quedó rastro alguno de él.

Con los vientos llegaron las nubes, y con las nubes la lluvia; lluvias torrenciales que barrieron la tierra devastada; lluvia y más lluvia, excavando canales y zanjas en la capa de sedimento, entre las rocas desprendidas.

Los aguaceros fueron y vinieron, y, entre tormenta y tormenta, la destrozada tierra yació en silencio.

En la ladera de un pico rocoso, donde los distintos estratos de piedra pelada se alzaban en capas sobre los empinados contrafuertes, la luz vespertina creaba un dibujo de sombras que ocultaba las irregularidades de los escabrosos riscos, camuflándolas a los ojos escrutadores. Allí, en la cara meridional del farallón, en la parte baja, una de esas sombras podría haber parecido algo diferente de las que estaban a su alrededor, más oscura y profunda, y un ojo experto habría distinguido en ella la entrada de una caverna que se abría a otras cuevas traseras.

Oculto a la vista por salientes rocosos, el punto en cuestión era justo la clase de lugar que el clan bulp llevaba semanas buscando: un lugar que pudiera ser Este Sitio hasta que llegara el momento de trasladarse a Otro Sitio.

Y, busca que te busca, los exploradores habían acabado por encontrarlo, y al momento se metían en él. Entraron furtivamente, examinaron los alrededores, se sintieron satisfechos, y fueron a informar del hallazgo a su cabecilla.

Entonces, con gran ceremonia, Su Realeza Gañote III, Gran Bulp por Elección y Señor de Este Sitio y Quién Sabe Cuántos Otros Sitios, realizó su breve gira de inspección, pavoneándose de acá para allá, mirando esto y aquello, rezongando entre dientes, y, en general, comportándose como un Gran Bulp.

Varios de sus súbditos le fueron siguiendo los pasos, tropezando unos con otros de vez en cuando.

Gañote se detuvo ante un muro de piedra y alzó la vela que llevaba.

—¿Qué esto? —demandó.

Su esposa y consorte, la dama Grama, se asomó por encima de su hombro.

—Roca —dijo—. Cueva tener muros de roca. No sería cueva sin muros.

El anciano Giba, Gran Opinante del clan bulp, avanzó unos pasos renqueantes y se apoyó en su bastón hecho con el palo de una escoba.

—¿Cuál problema de Gran Bulp? —preguntó.

—Querer saber qué es eso —contestó dama Grama, señalando el muro.

—Eso, muro —dijo Giba—. Muro de roca. ¿Y qué?

—Gran Bulp hacer ispinci… exporlaci… echar vistazo —proclamó Gañote. Se chupó el índice, tocó la pared y después se volvió a chupar el dedo, saboreándolo—. Muro roca —decidió—. Cueva tener muro roca en este lado.

—En otros lados también —le señaló Giba—. Las cuevas ser así.

Satisfecho, Gañote se alejó de la pared, alzó los ojos al techo rocoso, con mirada crítica, y tropezó con una piedra que había en el suelo. Se fue de bruces y perdió la vela.

—Gran Bulp, buey torpón —rezongó Grama mientras lo ayudaba a incorporarse.

Alguien le devolvió la vela. Gañote recorrió con la mirada el entorno, encontró una repisa de treinta centímetros de altura y tomó asiento en ella.

—Traer Bastón Real —ordenó.

Varios súbditos exploraron los alrededores, encontraron el andrajoso saco que era el Estuche del Bastón Real, y se lo llevaron. Gañote metió la mano en la bolsa y empezó a sacar objetos variopintos —un cráneo de conejo, una punta de flecha rota, una copa abollada—, que fue arrojando a un lado. Por fin extrajo la mitad de una cornamenta, casi tan grande como él. Era la cuerna de un alce, que en otros tiempos habría estado unida a la piel curada. Tanto ésta, como la otra mitad de la cornamenta, habían desaparecido hacía mucho; pero todavía le quedaba una parte, y la alzó como si fuera un cetro.

—Este sitio bueno para Este Sitio —decretó Gañote III—. Así que, este sitio, Este Sitio. —Finalizada la ceremonia, arrojó la cuerna a un lado y ordenó—: Poner en marcha estofado. Casi hora de comer.

La dama Grama se apartó unos pasos para conferenciar con otras señoras del clan. Algunas cabezas se sacudieron, y varios hombros se encogieron. Grama hizo una pausa, pensativa, con la mirada perdida en los sombríos límites de la caverna.

—Ratas —dijo al cabo de un rato.

—¿Qué? —preguntó Gañote.

—Ratas. Necesitar carne para estofado. Hora de cacería de ratas.

Segundos después, figuras pequeñas corrían de un lado a otro de la cueva, y penetraban en los túneles que partían de ella. Sus gritos y cháchara, el ruido de pies arrastrando y trastabillando, los golpes de gente cayendo y las maldiciones de quienes tropezaban con ella, se fueron apagando en la distancia.

—¿Dónde ir todo el mundo? —dijo Gañote, irritado.

—A caza de ratas —explicó dama Grama.

—¡Porras! —rezongó el Gran Bulp. Se sentía abandonado y huraño, ahora que ya no era el centro de atención de todos. Quería enfurruñarse, pero, por lo general, cuando se enfurruñaba se quedaba dormido, y estaba demasiado hambriento para dormir.

La inercia es una característica de la raza llamada aghar, a la que casi todas las demás etnias denominan enanos gullys: una vez que empiezan algo, continúan haciéndolo, simplemente. Cuando descansan, tienden a permanecer descansando. Pero, una vez puestos en movimiento, siguen moviéndose. La inercia es el instinto más fuerte de cualquier enano gully.

Por tanto, iniciada la cacería de ratas, ésta prosiguió sin cesar. En la cueva había montones de roedores, la captura era buena, y los enanos gullys estaban disfrutando con ello… y al mismo tiempo explotaron más y más lejos.

El estofado, no obstante, estaba en marcha. Viendo que el mal humor de su esposo empeoraba por momentos, la dama Grama reunió un escuadrón de señoras cuando se trajo la primera partida de ratas. Ahora ya tenían prendido un buen fuego, y un estofado de verduras, cebollas silvestres, nabos y ratas frescas empezaba a hervir.

Gañote no esperó el regreso de los demás para cenar. Rebuscó en uno de los paquetes del clan, encontró un cuenco para sopa, que antaño había sido el protector de la entrepierna de la armadura de algún guerrero Alto, y se sirvió.

Se había comido la mitad de una segunda ración cuando un grupo de enanos gullys llegó corriendo desde las sombras de la parte trasera de la cueva y se frenó ante él en medio de empellones.

—¡Gran Bulp venir ver! —dijo uno con excitación—. Nosotros encontar… eh… —Se volvió hacia otro—. ¿Qué encontrar nosotros?

—Otra cueva —le recordó el segundo.

—Eso —continuó el primero—. Gran Bulp venir ver otra cueva. Tener buen material.

—¿Qué clase de buen material? —preguntó Gañote, conteniendo un eructo.

El primer gully se volvió hacia el segundo.

—¿Qué clase de buen material?

—Material cueva —le recordó—. Material bonito.

—Material cueva —informó el primero a su soberano.

—Mejor que ser bueno —espetó Gañote—. Bastante bueno para intempur… irretum… molestar Gran Bulp cuando intentar comer.

—Buen material —le aseguraron varios.

—¿Qué clase? ¿Oro? ¿Barro? ¿«Murciégalos»? ¿Piedras perci… prici… bonitas? ¿Qué? —Un nuevo eructo resonante lo interrumpió, al no poder contenerlo esta vez.

—¿Qué? —preguntó el que estaba delante, volviéndose hacia el segundo.

—Piedras bonitas —le recordó éste—. ¡Gran Bulp venir ver!

—¡Porras! —rezongó Gañote.

Los que estaban a su alrededor parecían tan excitados —ahora eran varias docenas— que no tuvo más remedio que soltar su cuenco, coger una vela, e ir a ver lo que habían encontrado. Un desfile de pequeñas figuras, equipadas con velas, se encaminó hacia la parte trasera de la cueva, con los guías a la cabeza, Gañote a continuación, y una horda de gullys detrás de él. La mayoría, recién llegados a escena, no sabían adónde iban o por qué, pero los siguieron, de todas formas. Bastante dentro de la caverna había una grieta que conducía a un túnel erosionado, que avanzaba sinuoso hacia arriba.

Mientras entraba en la hendidura, Gañote soltó otro sonoro eructo.

—Demasiados nabos en estofado —refunfuñó.

De uno en uno, de tres en tres, o de cinco en cinco, los enanos gullys penetraron en la grieta y desaparecieron de la vista de quienes quedaban atrás.

Dama Grama y varias señoras más salieron en ese momento de una cámara lateral, donde habían estado preparando los dormitorios.

—¿Qué pasar? ¿Dónde Gran Bulp? —preguntó dama Grama, mientras las últimas velas desaparecían por el túnel.

Giba se ocupaba de cuidar el estofado. Levantó la vista y se encogió de hombros.

—Alguien encontrar algo. Gran Bulp ir y ver. —Probó el guiso—. Bueno —opinó. Lo probó otra vez y se volvió, adoptando una actitud filosófica—. La vida como estofado —sentenció—. Llena de ratas y nabos.

Dama Grama lo contempló algo desconcertada, después escudriñó la caverna a su alrededor. Sólo quedaban unos cuantos gullys: algunos dormidos; otros, más interesados en comer que en seguir al Gran Bulp de acá para allá, y dos o tres, que habían iniciado la marcha túnel adelante, se habían cansado enseguida y se habían dado media vuelta.

Reparó en que podía verlos con claridad. De repente, la caverna estaba muy bien iluminada con la claridad del exterior que penetraba por la entrada y aumentaba de intensidad por momentos. Cerca del fuego, un gully dormido rodó sobre sí mismo, se sentó, parpadeó y se resguardó los ojos con la mano.

—¿Eh? ¿Ya amanecer?

La luz aumentó, y su color cambió de un rojo profundo a un tono naranja, luego amarillo y después un blanco intenso, que casi los cegaba, llegando incluso hasta las zonas sombrías de la cueva. Otros durmientes se despertaron y miraron boquiabiertos a su alrededor.

—¿Qué pasar aquí? —se preguntó dama Grama.

Giba regresó con un cuenco y lo llenó de guisado.

—Volverse más luminoso —dijo, con actitud ausente.

De manera repentina, se alzó una especie de aullido en la entrada, y una ráfaga huracanada de aire, caliente como un horno, penetró en la caverna. El estofado del cuenco que Giba sostenía en la mano pareció cobrar vida. Saltó y se derramó, salpicando de salsa un amplio radio a su alrededor. Lo siguió el cuenco, arrancado de la mano del Gran Opinante; y luego fue Giba, que salió dando tumbos y gritando, en tanto que su bastón-escoba se sacudía como una ramita.

Entonces, por doquier, enanos gullys se escabulleron presurosos en busca de refugio, cayendo, rodando, huyendo del radiante fulgor y el rugiente viento de la entrada. Se agazaparon en grietas, dentro de agujeros, tras pilares erosionados… y, de pronto, reinó un profundo silencio. La brillante luz penetraba todavía por la boca de la cueva, pero ya no era tan cegadora. El huracanado viento cesó y su rugiente gemido perdió fuerza, dando paso a un retumbar sordo, constante, casi inaudible.

Silencio… De improviso, el retumbar se incrementó. El suelo de la caverna pareció oscilar, vibrando a la par del sonido. De las paredes salieron nubes de polvo y gravilla suelta, y fragmentos de rocas se desprendieron del techo. Un aluvión de cascajo enterró la olla del estofado y la hoguera; sobrepasando el retumbar, se escuchó otro sonido: el penetrante y agudo estruendo de piedra resquebrajándose.

La boca de la cueva se derrumbó en medio de un gran estrépito. Toneladas de rocas fragmentadas rodaron frente a la entrada, cegándola, sellándola. Dentro, el retumbar y el golpeteo de los desprendimientos causaba un ruido caótico, pero ahora con el agravante de producirse en una oscuridad total, ya que no penetraba el menor resquicio de luz.

El túnel, que partía de la zona posterior de la caverna llamada Este Sitio, penetraba profundamente en la cima rocosa de la colina, girando y serpenteando, manteniendo en todo momento un ángulo ascendente. Su Realeza Gañote III, Gran Bulp y dirigente del clan, se encontraba, más o menos, en la retaguardia de la expedición cuando los demás giraron en un recodo del túnel ascendente y vieron luz un poco más adelante. En algún punto del camino, Gañote había decidido que le dolían los pies, y tendía a cojear cada vez que pensaba en ello.

Pero, cuando oyó los gritos y exclamaciones a la cabeza de la marcha —como por ejemplo: «¡Eh! ¡Esto bonito!», y «Buen material, ¿no?» y «¿De dónde venir esa luz?»—, olvidó su cojera y corrió a ver lo que pasaba. Al doblar el recodo, se encontró con un atasco de súbditos en la entrada a una cueva bien iluminada, donde la luz parecía crecer de intensidad por momentos. Los primeros en llegar allí se habían frenado por la sorpresa; otros se habían amontonado contra ellos, y varios habían caído de bruces.

Abriéndose paso entre el revoltijo de gullys apelotonados, Gañote llegó al frente y se detuvo. La caverna era un amplio espacio oval, una cámara producto de la erosión de filtraciones, y cuya parte superior era un agujero abierto al cielo… un cielo que de repente tenía la brillantez de pleno día.

—¿Qué estar pasando aquí? —demandó Gañote—. ¿Qué luz disant… dist…? ¿Por qué agujero brillar?

—No saber —contestaron varios de sus súbditos. Entonces, uno de ellos señaló a un extremo—. ¿Ver, Gran Bulp? Rocas bonitas.

Gañote miró, y sus ojos se abrieron como platos. Una pared entera de la gruta resplandecía como oro; vetas de reluciente estrato brillaban entre la oscura piedra.

—¡Guau! —musitó el Gran Bulp… y acto seguido eructó. Como si lo coreara, la cueva se estremeció y retumbó.

»Demasiados nabos —decidió Gañote, mientras los que estaban a su alrededor lo contemplaban con admiración.

Puso de nuevo su atención en el muro de pirita. Se chupó un dedo, lo frotó contra el brillante filón, y luego lo saboreó.

—Muy bueno —dijo—. Buenas piedras perci… prici… bonitas.

Alargó la mano hacia un nódulo excepcionalmente brillante. La caverna eructó otra vez —un profundo y retumbante sonido—, y el nódulo se desprendió de la pared y cayó en la palma del gully. Gañote, sorprendido, soltó otro eructo, y la gruta le hizo eco. La luz en Este Sitio había perdido cierta intensidad, y de repente se tornó lóbrega a causa del polvo. Una lluvia de gravilla se desprendió sobre los gullys al tiempo que la cueva se sacudía de manera espasmódica.

—¿Tener hipo? —preguntó alguien.

—Yo no —declaró el Gran Bulp—. ¿Qué estar pasando aquí?

Como si la gruta hubiese soltado un eructo descomunal, se estremeció y vibró. Los enanos gullys, totalmente desconcertados, se tambalearon y cayeron unos sobre otros. Las sacudidas se calmaron un poco, y después se repitieron, esta vez con mucha más violencia. Los despatarrados gullys se amontonaron en el suelo sembrado de grava, y el Gran Bulp fue lanzado patas arriba por el aire, para acabar desplomándose en lo alto de la pila de cuerpos.

—¡Basta ya! —chilló— ¡Todo el mundo echar a correr como loco!

Lo habrían hecho de buen grado, pero un retumbo semejante al trueno de una cercana tormenta se alzó a su alrededor. Se desprendieron cascotes de lo alto, y el suelo de la caverna se onduló y se elevó, arrojándolos al centro, donde se amontonaron en un revoltijo tembloroso y forcejeante, con el Gran Bulp enterrado en algún punto de su interior.

Entonces, con un tremendo rugido, el agujero del techo se resquebrajó, el suelo de la caverna se elevó, el propio mundo pareció soltar un impresionante eructo, y la cima de la colina reventó en un estallido de grava, fragmentos de pirita, polvo y zarandeados enanos gullys.

El Gran Bulp se encontró lanzado al aire, y chilló aterrorizado; después cayó a plomo sobre el duro suelo, bajo un cielo rojizo y humeante. Alguien aterrizó encima de él, y otros a su alrededor. Yació aturdido un tiempo, y después abrió los ojos, que giraron en las órbitas por la sorpresa. Se encontraba en lo alto de una colina, rodeado por otros gullys tan aturdidos como él, y por doquier reinaba la confusión. Hacia el este, en la distancia, la línea del horizonte con el cielo era una caldera de llamas abrasadoras, donde el humo y las nubes negras iniciaban su avance a través del firmamento, impulsadas por un viento ululante. Y en la otra dirección, por el oeste, las montañas explotaban.

—¿Qué pasar? —preguntaron varias voces al unísono.

—Cueva comer demasiados nabos —dijo alguien—. Arrojarnos con gran eructo.

Durante unos minutos que parecieron interminables, la tierra se agitó y se sacudió bajo ellos, y los hombrecillos se aferraron a su superficie, despavoridos. El cielo dejó caer una lluvia de polvo y ceniza, y vientos huracanados soplaron en lo alto. Después se hizo la calma, el terremoto cesó, y unas oscuras gotas de lluvia salpicaron el polvo que los rodeaba.

Uno por uno, los enanos gullys se pusieron de pie y se apelotonaron en torno al Gran Bulp, con lo que a éste le resultó de todo punto imposible incorporarse.

—¡Echar atrás! —bramó el indignado cabecilla.

Los que estaban más cerca retrocedieron, creando con ello un efecto de ola en la multitud apiñada, de manera que los que ocupaban la parte exterior volvieron a caer patas arriba. Gañote se puso de pie y empezó a sacudirse el polvo; un goterón de lluvia se estrelló contra su nariz. Recorrió con la mirada a sus agolpados súbditos. La anterior luminosidad había sido reemplazada por la oscuridad, y tuvo que estrechar los ojos para verlos.

El relámpago hendió el firmamento, alumbrándolo todo, y el último eructo de Gañote finalizó en un chillido de pánico. Estaban rodeados de Altos, hombres armados con espadas y hachas que relucían con la luz de la tormenta; humanos bien pertrechados y decididos; tratantes de esclavos… y los gullys no tenían vía de escape.

Las lluvias fueron y vinieron, barriendo una tierra arrasada que jamás volvería a ser como antes. La luz mortecina de un gris amanecer alumbró el silencioso, caos, una tierra destrozada, hendida y devastada, un paisaje de desolación donde inmensos peñascos yacían esparcidos en las laderas cubiertas de lodo, un lugar de silencio roto en un mundo desgarrado por la hecatombe.

Las montañas ya no tenían las siluetas de afilados picos, sino que aparecían sembradas de cráteres y desprendimientos. En las laderas, fragmentos aserrados sobresalían como dientes de las avalanchas de lodo y tierra arrastrados desde las zonas altas de la cordillera.

En uno de estos declives, un halcón acechaba, volando en círculos a poca altura, atraído por los roedores que se escabullían entre los peñascos. El ave descendió en espiral y se quedó cernida sobre las piedras; después batió las alas y se alejó presurosa cuando algo se movió en un lugar donde no debería haber habido nada.

Una figura reclinada y grotesca rebulló. Medio enterrada en los sedimentos del aluvión, tenía la apariencia de una roca… hasta que se movió. Se incorporó en parte, y el barro reseco se desprendió dejando a la vista una cabeza enorme, seguida de unos hombros inmensos y musculosos. En la cabeza se abrieron unos ojos perplejos que miraron a un lado y a otro; después un torso macizo se incorporó sobre unos brazos formidables, y el resto de la figura quedó al descubierto. Piernas del tamaño de troncos se doblaron y flexionaron y la criatura hizo una pausa, apoyada sobre las manos y las rodillas, para echar otro vistazo en derredor; después tomó asiento en el suelo.

Las grandes manos callosas fueron hacia la cabeza; los ojos se cerraron en un fugaz gesto de dolor. Dejó escapar un gemido profundo, como un trueno lejano. El gesto dejó al descubierto unos dientes amarillos, semejantes a escoplos, en una boca enorme y cruel.

La punzada de dolor remitió, y la criatura suspiró, abriendo de nuevo los ojos. Algo había ocurrido. Algo inconcebible que rondaba al borde de su memoria pero que era incapaz de recordar. Empezó a balbucir con una voz entrecortada, profunda como un pozo.

—¿Qué…? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde…?

Estremecido por el esfuerzo, intentó recordar… pero no lo consiguió. Sólo una palabra acudió a su mente; una palabra significativa. ¿Un nombre? Sí, un nombre.

El suyo. Krog.

Se puso de pie, tembloroso, magullado. Unas cosas pequeñas, invisibles, se escabulleron entre las rocas desprendidas.

—Soy… Krog —farfulló.

Era verdad. Lo sabía. Pero eso era todo. Se llamaba Krog, pero ¿qué le había sucedido? ¿Dónde estaba? ¿Y por qué?

—¿Quién soy? —musitó—. Krog… ¿Qué es Krog? ¿Quién es Krog?

El dantesco paisaje no le aclaraba nada. En la distancia, donde surgía un creciente amanecer, había humo y bruma. Al otro lado se recortaban altas montañas, pero no tenían significado alguno para él. Dondequiera que mirara, veía un panorama desolado, inhóspito; pero era el único que conocía, pues no recordaba otros.

Era como si acabase de nacer, y de repente sintió una espantosa soledad, una necesidad abrumadora de… algo…, de pertenecer a algún sitio. Tenía que haber alguien en alguna parte, alguien que se preocupara por él. Alguien que le enseñara, lo ayudara a comprender. Tenía que haber alguien.

Dio una vuelta completa sobre sí mismo, escudriñando en la distancia. No se movía nada. Nada sugería que hubiese otro ser viviente.

—No justo —farfulló, y las palabras sonaron como un sordo gruñido, surgido de lo más hondo de su enorme pecho—. No sólo Krog. No completamente solo. Tiene que haber… alguien más aquí.

Echó a andar con pasos inestables. Tanto daba una dirección como otra, de modo que se encaminó hacia el frente, con las montañas a su izquierda y el gris y brumoso amanecer a su derecha. Allá, al fondo, había una colina rocosa, y se dirigió hacia ella. Sin recordar otra cosa que su nombre, sabiendo sólo que había despertado con la mente en blanco y que se dirigía a alguna parte concreta, sin ser consciente de otra cosa que de su dolorida cabeza y la imperiosa necesidad de no estar solo, Krog fue en busca de compañía.

—Incluso las montañas son diferentes —dijo uno de los hombres, señalando con un látigo enrollado los distantes picos que se perfilaban contra el cielo gris—. Por todos los dioses, ¿qué puede haber ocasionado esto?

Los que estaban cerca de él se encogieron de hombros y sacudieron la cabeza. Eran hombres de la tribu de Shalimin, a los que algunos conocían con los despectivos términos de «los asaltantes», o «los merodeadores», o simplemente, «los traficantes de esclavos». Eran hombres acostumbrados a vivir según las reglas de las tierras agrestes, sin hacerse preguntas. Los cambios que veían ahora en el mundo eran violentos y colosales; la noche del cambio había sido aterradora. Con todo, fuera lo que fuese lo que lo había motivado, parecía haber terminado ya. Y, si ahora había riscos aserrados donde antes había habido picos afilados, si lo que habían sido praderas eran ahora campos sembrados de rocas, si bosques enteros que existían ayer estaban arrasados y desplomados, no era asunto suyo preocuparse por lo ocurrido.

Había terminado. El mundo seguía allí, y ellos continuaban caminando sobre él; debían reagruparse.

—¡Tú! —gritó uno mientras blandía un látigo—. ¡Regresa a la fila y no te muevas!

Una criatura pequeña y aterrada retrocedió presurosa a su puesto en la desigual fila que avanzaba hacia el norte.

—¡Enanos gullys! —El hombre escupió—. No obtendremos mucho beneficio de esta captura, Daco.

—Sera mejor que nada —dijo su compañero—. Se pueden vender para trabajos sencillos. Son bastante fuertes para hacer de mozos de cuerda.

—No darán ni una moneda por cabeza. —Daco resopló desdeñoso—. Los compradores de esclavos conocen a los enanos gullys. No son de fiar, son torpes, y no aprenden a hacer nada útil.

—Y taimados, según he oído comentar —añadió otro—. No querría tener uno de esclavo. Siempre están maquinando e intrigando. Sería peligroso tenerlos cerca si fueran capaces de concentrarse en algo durante un minuto seguido. ¡Tú, el de ahí! ¡Ponte de pie y sigue caminando! ¡Nadie te ha dicho que puedas tumbarte y dormir! —Se volvió hacia su compañero—. ¿Ves? A eso me refiero. Se ha echado para dar una cabezada, así, sin más.

El grupo variopinto —una docena de hombres armados que conducía a varias docenas de enanos gullys— siguió avanzando hacia el norte a través de una tierra extraña y desolada. Las pequeñas criaturas, que apenas alcanzaban la mitad del tamaño que sus aprehensores, caminaban a trompicones en una irregular fila de a dos, cada uno sujeto al que le precedía y al que iba detrás con una cuerda atada al cuello. Los hombres los rodeaban y dirigían como si llevaran ganado.

Los traficantes de esclavos habían sido dos grupos distintos sólo un par de días antes, y cada uno de ellos había tenido éxito. Buenos esclavos para el mercado. Esclavos humanos: hombres, mujeres y niños. Entonces el Cataclismo, fuera lo que fuese eso, sucedió. Los dos grupos habían perdido a sus cautivos en el caos que siguió, y ahora el provecho de su expedición se reducía a un lastimoso puñado de enanos gullys con el que habían topado por casualidad.

Un resultado muy pobre, cuando llegaran al campamento principal. Aun así, unos cuantos gullys eran mejor que nada.

La fila remontó la cima de un risco, y contempló otra escena caótica. El estrecho valle había estado bordeado por un bosque de altas coníferas. Ahora apenas quedaba un árbol en pie. La cañada era una maraña de troncos derribados, esparcidos acá y allá, como si algo gigantesco se hubiese detenido allí para restregarse los pies.

Los hombres contemplaron estupefactos el panorama; entonces un movimiento atrajo su atención.

—Ah —exclamó Daco—. Allí. Mirad.

Entre los troncos caídos había gente, avanzando hacia el norte en una fila andrajosa. Incluso desde la cumbre del risco resultaba evidente que se trataba de refugiados que huían de… algo. Al menos había una docena, quizá más, y entre ellos iban mujeres y niños.

Sólo dos o tres llevaban alguna clase de arma.

—Bien, bien. —Daco esbozó una mueca—. Al parecer, nuestra suerte ha cambiado. Ese lote obtendrá un buen precio en las subastas.

Este Sitio era un caos. Lo que quiera que hubiera ocurrido, había terminado, pero toda la caverna era una escombrera de rocas caídas, montones de grava, y polvo.

Dama Grama y los demás sostuvieron las velas en alto para ver qué podía salvarse del desastre. No era mucho: unos cuantos tazones de sopa, el bastón-escoba de Giba, la mitad, más o menos, de la cuerna de alce tan estimada por el Gran Bulp, una olla abollada para hacer el estofado, un palo que utilizaban para removerlo… Desperdicios. Casi todo lo que el clan había poseído estaba destruido.

Dama Grama sacudió la cabeza con tristeza.

—Vamos necesitar buscar comida pronto —dijo—. Hora de salir aquí.

Se dirigió hacia la entrada, o, mejor dicho, donde había estado la entrada, y miró el enorme muro de rocas desprendidas. No había salida. La boca de la cueva estaba sellada.

—Irse a la porra eso —dijo una voz a sus espaldas.

Grama se volvió y vio al Gran Opinante que se apoyaba en su bastón-escoba.

—Parecer que si —repuso.

—¿Qué hacer ahora nosotros?

—No sé. —Dama Grama se encogió de hombros—. Todos ir y buscar Gran Bulp, creo. Que el decidir.

—¿Decidir, qué? —Giba frunció el entrecejo—. Gran Bulp estúpido como un poste. ¿Qué idea brillante poder ocurrir a él?

—Gran Bulp ser nuestro glorioso jefe —señaló Grama—. Pensar en algo, seguro.

Giba soltó un resoplido desdeñoso. No obstante se sumó al grupo cuando dama Grama inició la búsqueda del Gran Bulp. La última vez que lo había visto, él y casi todos los varones del clan desaparecían por una grieta abierta en la parte trasera de la cueva. Allí comenzó la búsqueda.

Al otro lado de la hendidura había un túnel húmedo y sinuoso, producto de la erosión, que penetraba en el interior de la colina siguiendo un trazado ascendente y curvo. Grama echó a andar por él; de pronto sonó un estruendo a sus espaldas.

—¿Qué pasar ahora? —preguntó mientras se volvía a mirar.

—Nada —contestó uno—. Alguien caer.

—Vamos —instó dama Gmma—. No pararse.

El sol, mortecino a causa de la bruma, había recorrido gran parte del firmamento, y el ardiente viento que soplaba del este se había vuelto frío al cambiar de dirección y soplar desde los desmoronados picos del oeste. Habían pasado horas desde que Krog había despertado, y en ese espacio de tiempo había dejado atrás kilómetros, pero todavía no había encontrado a nadie.

Daba la impresión de que el mundo fuera un lugar vacio, y él el único ser vivo. El desconcierto y la profunda soledad lo impulsaban a continuar, aunque su búsqueda parecía más condenada al fracaso a medida que transcurría el tiempo.

Entonces, en lo alto de una desolada colina rocosa, oyó voces. En alguna parte, había gente que hablaba entre sí. Gimiendo de pura alegría, Krog buscó la fuente del sonido, con los ojos iluminados y moviendo las orejas nerviosamente. No vio a nadie, pero al cabo de un rato escuchó las voces otra vez y descubrió la dirección de donde venían. En medio de un montón de escombros había un agujero en el suelo, y, en alguna parte, allá abajo, sonaban las voces cada vez más cercanas. Se arrodilló y escudriñó el oscuro interior. No distinguió nada. Intentó meterse por el agujero, pero sólo le cabía la cabeza. El agujero era demasiado angosto para sus hombros. Se apartó del orificio, gimoteando por la frustración; de nuevo escuchó las voces. Eran varias y sonaban lo bastante cerca como para casi entender las palabras.

Sin saber qué otra cosa hacer, Krog se tendió junto al agujero y escuchó atento. El sonido lo tranquilizaba y lo confortaba. No estaba solo, después de todo; Gimoteó otra vez, y las lágrimas brillaron en sus ojos.

El antiguo canal subterráneo ascendía serpenteante, y los enanos gullys lo siguieron; las velas proyectaban sombras extrañas en las paredes de piedra. Avanzaban muy despacio. Lo que quiera que hubiese provocado los temblores de la caverna y tapado la entrada, había sembrado también el túnel con piedras desprendidas. El suelo era traicionero y requería más concentración de la que eran capaces de mantener tanto dama Grama como sus seguidores con tantas distracciones que les salían al paso: capas recientes de roca que examinar y probar, cosas pequeñas y peludas a las que tener en cuenta por si acaso disponían de tiempo más tarde para una cacería de ratas, y sus propias sombras distorsionadas brincando aquí y allí.

Como consecuencia, la marcha fue interrumpida constantemente por golpes sordos y topetazos, tropezones y caídas, y comentarios continuos a lo largo de la fila.

—¡Eh, mirar esto! Brillo bonito.

—¿Qué eso de allí? ¿Dragón?

—No dragón, tonto, sólo sombra de «murciégalo».

—¡Oooops! —Golpe sordo.

—¡Eh, suelo blando!

—No suelo. Caer encima mío. Aparta.

—¿Brillar algo ahí? No, sólo ojos de Bipp.

—¿Alguien traer estofado?

—¿Dónde ir nosotros, eh?

—A encontrar Gran Bulp.

—¿Encontrar Gran Bulp? ¿Por qué?

—No sé. Dama Grama decirlo.

—¡Chist! —se oyó chistar a la cabeza de la fila.

Dama Grama había girado en un recodo y veía luz al frente. Se detuvo, y varios de sus seguidores chocaron contra ella.

—¡Chist! —repitió.

—¡Giba! ¡Levantar bastón de mi pie! —protestó alguien en la parte de atrás. Luego—: ¿Giba? ¡Giba, despertar! ¡Tener bastón sobre mi pie!

Sonaron ruidos de patadas y puñetazos, y la voz del Gran Opinante:

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Dama Grama se volvió con gesto ceñudo y se llevó un dedo a los labios.

—¡Chist!

En esta ocasión, el mensaje llegó hasta el final de la fila, y se hizo el silencio. Grama se dio media vuelta y escudriñó al frente, donde se percibía una luz mortecina. Con la mano levantada para mantener callados a los demás, Grama avanzó sigilosa. Un poco más adelante había otra cueva. El suelo estaba sembrado de pedruscos y relucientes nódulos de pirita; la luz provenía del techo. Entró al espacio abierto de puntillas y oteó en derredor. La luz era la claridad del día, y penetraba por un agujero del techo.

No había rastro del Gran Bulp y su grupo, pero entre las piedras se veían dos o tres velas, un; saco de forraje y un zapato. Los otros habían estado allí.

Las orejas de dama Grama se estiraron al captar un sonido semejante a un trueno lejano… o el ronquido de alguien. Venía de arriba, y sus ojos relucieron de contento.

—¿Gañote? —llamó con voz queda—. ¿Gran Bulp? ¿Dónde estar tú?

—¿Dama Grama encontrar Gran Bulp? —preguntó alguien.

—Tener que estar cerca —sugirió otro—. Ruido sonar como sus ronquidos.

Grama alzó la vista hacia el orificio del techo; después entregó la vela al gully que tenía al lado.

—Todos esperar aquí —ordenó—. Tal vez ellos arriba. Yo ir ver.

Empezó a trepar por un montón de piedras buscando huecos donde sujetarse y apoyar los pies, dirigiéndose hacia la luz. El orificio era pequeño, unos sesenta centímetros de diámetro, pero tenía anchura suficiente para que un gully pasara a través de él.

Dama Grama escaló hasta el agujero y después se impulsó agarrándose al borde. El ruido de ronquidos sonó otra vez, muy cercano. Si ése era Gañote, se había superado a sí mismo. Nunca lo había oído roncar tan fuerte.

Con un último impulso, sacó la cabeza por el agujero y miró en derredor. Se encontraba en la cima de una colina sembrada de cascotes. Había por doquier fragmentos rocosos y figuras grotescas, y un peñasco particularmente feo le tapaba la vista por un lado. Aupándose por el borde del orificio, salió al exterior, se sacudió el polvo, y empezó a trepar por el peñasco caído; de pronto, se detuvo, perpleja. No daba la sensación de ser piedra. En el momento en que se agachaba para examinarlo más de cerca, el ronquido se repitió y se interrumpió con brusquedad. Un par de enormes ojos amarillos se abrieron directamente ante ella. Durante un instante, Grama se quedó paralizada por el terror; después intentó darse media vuelta y echar a correr… pero le fue imposible. Dos inmensas manos se levantaron a su espalda, obstruyéndole el paso, y la descomunal cabeza con los ojos amarillos se alzó y la miró de hito en hito. Debajo de los ojos se abrió una bocaza enorme, mostrando unos dientes grandes y cortantes como escoplos.

Despavorida, dama Grama miró boquiabierta al monstruo, que le sonrió. Acto seguido, la bocaza se movió y pronunció una palabra:

—¿Mami?

Abajo, en la caverna, el resto de las señoras y los pocos varones que había entre ellas aguardaban con creciente impaciencia. Ya no veían a dama Grama, tampoco escuchaban los ronquidos. En alguna parte, allá arriba, se oían voces. Mejor dicho, se oía una voz y unos intermitentes retumbos atronadores, pero no entendían lo que decían.

De tres en tres o de cinco en cinco, empezaron a deambular por la caverna mirando los depósitos de pirita, las rocas desprendidas, cualquier cosa que atrajera su momentáneo interés. Varios estaban a punto de regresar por el túnel hacia la caverna inferior y poner a cocer una olla de estofado, cuando el agujero del techo se oscureció y les llegó la voz de dama Grama.

—Todo el mundo, subir aquí —llamó.

Giba miró hacia arriba, estrechando los ojos.

—¿Dama Grama encontrar otros? ¿Encontrar… como se llame… el Gran Bulp?

—No aquí —respondió ella—. Pero sí huellas. Tal vez seguimos y encontrar.

Los primeros en llegar a lo alto del orificio vieron a dama Grama, empezaron a auparse por el borde, y entonces repararon en la enorme y fea criatura que se encontraba en cuclillas, mirando amorosamente a Grama. Retrocedieron aterrados, arrastrando con ellos a los que estaban debajo.

En cuestión de segundos, se había formado un revoltijo de gullys amontonados en el suelo de la caverna y nadie trepaba hacia el agujero.

Dama Grama se asomó de nuevo por el orificio y los miró con curiosidad.

—¿Qué pasar? ¿Todo mundo caer?

—¿Qué tener tú ahí arriba? —preguntó alguien—. Cosa grande y fea.

—Oh. —Echó una ojeada sobre el hombro y luego volvió la vista de nuevo al agujero—. Eso ser sólo Krog. ¡No perder más tiempo! ¡Subir!

Unos cuantos empezaron a trepar otra vez. Las cabezas asomaron por el borde y los ojos desorbitados fueron más allá de Grama se detuvieron en la criatura que seguía sentada en cuclillas.

—¿Eso Krog? —preguntó alguien.

—Krog —los tranquilizó Grama.

—¿Qué Krog? —preguntó otro.

—No sé. —Grama se encogió de hombros—. Sólo Krog. Eso único recuerda él. Todo mundo moverse ya. Tener que encontrar Gran Bulp.

—¿Por qué? —se preguntaron varios.

—Krog no gusta nosotros… «Hácelo» que marcha —añadió otro.

Grama pateó el suelo con gesto impaciente, luego se dio media vuelta y caminó hacia Krog.

—Marcha, Krog —dijo—. Zape, zape.

Obediente, la criatura se puso de pie y retrocedió unos pasos.

—¡Mas marcha lejos que eso! —gritó alguien desde el agujero.

—¡Zape, zape! —repitió Grama, agitando los brazos como si espantara gallinas—. ¡Zape, Krog!

Desconcertada, la criatura retrocedió un poco más y luego se puso en cuclillas otra vez, al tiempo que esbozaba una sonrisa de contento.

Le costó un buen rato a dama Grama conseguir que toda su gente saliera del agujero. Cuando estuvieron fuera, se arremolinaron a su alrededor, contemplando fijamente a la criatura que había encontrado. La tenían tan estrujada que apenas podía moverse, y tuvo que abrirse paso a empellones.

—¡Basta mirar a Krog! —ordenó—. Vamos. ¡Tener que buscar Gran Bulp!

Una capa de polvo se había posado sobre la cima de la colina, y se veían huellas por doquier. Se distinguían claramente tres tipos distintos: pisadas de gullys, pisadas de humanos el doble de grandes, y pisadas de Krog, dos veces mayores que las de los humanos. Grama mostró las huellas a los suyos.

—Gran Bulp y los otros ir hacia allí con Altos —señaló.

Giba estudió las pisadas con el entrecejo fruncido.

—Gran Bulp poco seso si marchar con Altos —declaró—. ¿Por qué hacer eso?

—No sé. —Dama Grama se encogió de hombros—. Nosotros ir ver.

Echó a andar en dirección norte, seguida de cerca por el resto. A sus espaldas, el acuclillado Krog comprendió que se marchaban. Se incorporó.

—¿Mami? —llamó con voz retumbante—. Espérame.

—Corrió para alcanzar a dama Grama, y hubo un revuelo de gullys saltando a uno y otro lado para evitar que los arrollara.

Grama se volvió a mirar y al ver el alboroto sacudió la cabeza.

—¡Todo mundo, vamos! —ordenó—. ¡No tener tiempo para hacer tonto!

—Nosotros no hacer tonto. ¡Ser Krog!

—«Hácelo» que marcha.

Tras haber recorrido varios kilómetros, dama Grama renunció a echar de su lado a Krog. Había intentado todo cuanto se le ocurrió para alejar a la criatura y nada había dado resultado. Aceptando lo inevitable, admitió su presencia y se limitó a hacer caso omiso de él. Cosa nada fácil, por cierto. Cada vez que volvía la cabeza, lo primero que veía eran unas rodillas enormes. Por si esto fuera poco, insistía en llamarla «mami» y no cejaba en su empeño de cogerla de la mano.

Y, lo que era peor, la presencia de Krog influía en que los demás no se sintieran muy inclinados a seguirla de cerca. A veces, cuando Grama miraba atrás, estaban tan lejos que apenas se los veía. Más tarde, cuando el brumoso sol se ponía tras las montañas por el oeste, Grama miró a su alrededor y no vio a un solo gully.

Exasperada, a punto de perder la paciencia, se subió al tocón de un árbol y oteó la floresta en lontananza.

—¿Y ahora dónde meterse todo mundo? —rezongó.

—¿Quién? —preguntó Krog.

—Los otros. Se supone que estar siguiendo. No veo a ellos.

—Oh, vale —retumbó Krog. Unos dedos enormes rodearon la de Grama y la levantaron en vilo—. ¿Ves, mami? Están allí.

Unos ochocientos metros más atrás, los otros gullys se habían detenido en el lindero del bosque derribado y trajinaban de un lado a otro. Habían encendido un fuego.

—Ah —dijo Grama—. Hora de comer.

—Si —se mostró de acuerdo Krog mientras la soltaba en el suelo—. Hora de comer. ¿Qué comemos?

—Hacer estofado —explicó ella—. ¿Qué otra cosa? —Soltó un hondo suspiro y echó a andar de vuelta al bosque.

—Sí, ¿qué otra cosa? —retumbó Krog mientras la seguía.

A mitad de camino, en un tramo llano barrido por el viento y sembrado de cascotes, Grama atisbó movimientos furtivos entre las piedras y su nariz se agitó con nerviosismo.

—¿Ratas? —susurró. Dio un rodeo a las piedras y vio movimiento otra vez; se abalanzó y sus dedos se cerraron a dos centímetros de distancia de la cola del roedor que huía. Se incorporó y sacudió la cabeza—. Porras —rezongó.

Krog la observaba con curiosidad.

—Ratas —repitió mientras se agachaba sobre una piedra enorme y la levantaba en vilo.

Varios roedores se escabulleron a todo correr. Dama Grama se tiró de cabeza a por uno, pero falló. Sus dedos se cerraron sobre un palo. Otra rata pasó corriendo a su lado.

Grama le atizó un buen golpe en la cabeza.

La recogió, la miró, y después volvió la vista al palo que sostenía en la mano. Era una rama robusta de un árbol caduco, de madera muy dura, de unos tres centímetros de grosor y unos sesenta de longitud.

—«Isturmento atizador» muy bueno —decidió.

—«Isturmento atizador» —retumbó Krog.

Cuando llegaron donde estaban los demás, Grama tenía tres ratas para la olla y Krog se afanaba en construir un «isturmento atizador» apropiado para él. Había encontrado un fragmento de tronco de un metro y medio de largo, y lo iba moldeando a su gusto a base de golpearlo contra las rocas por las que pasaban. Era un método muy ruidoso, pero los resultados lo complacían. El tacto en su mano le resultaba familiar. Sostuvo el garrote de casi veinte kilos de peso ante sí, lo estudió con expresión satisfecha, lo arrojó al aire, lo cogió al vuelo, y volvió a examinarlo.

—Buen «isturmento atizador» —dijo.

Ya no había luz cuando el estofado estuvo listo.

—Mejor quedar aquí a dormir —recomendó Grama a los otros—. Seguir mañana.

—¿Seguir adónde, mami? —preguntó Krog.

—A buscar los otros.

—¿Estos otros? —Señaló a los gullys que rodeaban la lumbre.

—No. Otros otros.

—Bien —asintió el Gran Opinante mientras cogía un cuenco. Lo llenó de estofado y se sentó a comer.

Otros gullys se acercaron a la olla. No había suficientes cuencos para todos, ya que muchos se habían perdido cuando la caverna de Este Sitio se desplomó, pero se las arreglaron con unos improvisados recipientes hechos con corteza de árbol, fragmentos rocosos en forma de taza, y una bota que alguien había encontrado.

Grama acababa de empezar a comer cuando se escuchó un gimoteo; un gimoteo muy sonoro, por cierto. Levantó la vista.

—¿Qué pasar ti, Krog?

—Quiero un poco también —explicó el monstruo.

Dama Grama llenó un recipiente de corteza de árbol y se lo tendió a Krog. Este lo olisqueó, abrió una enorme bocaza, y se lo metió de golpe, recipiente incluido. Una vez que se lo hubo tragado, dijo:

—Muy bueno. ¿Más?

Giba, el Gran Opinante, lo miró de hito en hito, con expresión de incredulidad.

—Vamos necesitar montones más de ratas y verduras —comentó—. También de corteza, si Krog seguir comiendo tazones.

—¿Ratas? —Los ojos de Krog se iluminaron—. Krog consigue ratas muchas con «isturmento atizador».

Se puso de pie, recogió el garrote, y desapareció en la oscuridad. Estuvo ausente un buen rato y casi todos los enanos gullys dormían cuando regresó.

Grama lo vio aproximarse y se llevó el índice a los labios.

—¡Chist! —siseó.

Krog se acercó al fuego sin hacer ruido, encontró un espacio despejado y dejo caer algo en el suelo, algo muy grande.

—Ratas muy veloces para Krog —susurró—. No poder cazarlas. ¿Valdrá esto?

Grama miraba boquiabierta la presa. Había visto osos con anterioridad, pero nunca uno muerto, y, por supuesto, jamás tan de cerca. Saldría un montón de estofado de él, decidió.

El Gran Bulp Gañote III no estaba contento. Primero, ser atrapado por Altos armados y conducido a campo traviesa con una cuerda alrededor del cuello, golpeado con látigos e insultado cada vez que tropezaba; después ser arrojado en una jaula con el resto de sus seguidores y con docenas de cautivos Altos. Gañote estaba casi seguro de que su dignidad había sido ofendida, entre otras cosas.

—Esto intorela… ofinsiv… amperdona… ¡esto apesta! —gruñó mientras paseaba de un lado a otro por el rincón de la jaula techada donde estaban apiñados los gullys—. Esclavo, decir Altos. No esclavo. ¡Yo Gran Bulp!

—Nosotros no esclavos tampoco —se mostraron de acuerdo varios de sus súbditos.

—Vosotros, gullys, cerrad el pico o sentiréis la caricia del látigo —gruñó una voz.

Gañote resopló con desdén, pero, cuando habló, bajó el tono de voz.

—¿Quizá cavar hoyo y escapar? ¿Bufo? ¿Dónde Bufo?

—Aquí —contestó una voz soñolienta—. ¿Qué querer Gran Bulp?

—Bufo, tú cavar agujero.

—Ya intentar —dijo el joven gully—. Roca debajo. Necesitar herramientas; no herramientas. Buenas noches.

—Tal vez cortar barras —sugirió otro—. Barras de madera.

—¿Cortar con qué? —apuntó otro—. Misma cosa. No herramientas. Si haber algo para cortar, «poderíamos»…

—¡Callad de una vez! —susurró un humano desde el otro lado de la jaula—. ¡Nos meteréis en problemas a todos!

Gañote resopló con fastidio, sintiéndose desvalido y desalentado.

Guardias armados patrullaban alrededor de la jaula. Cerca, las hogueras del campamento de los traficantes ardían con fuerza. Habían estado llegando a lo largo del día, en grupos de entre cuatro y ocho individuos; la mayoría traía cautivos, y ahora eran por lo menos treinta, y en la jaula había docenas de esclavos.

Un guardia pasó cerca de las barras, y una voz humana dijo:

—Si pudiera echarle mano a una espada, me…

El guardia se echó a reír.

—¿Qué harías, esclavo? ¿Luchar? Para cuando te hayamos vendido, se te habrán quitado todas las ganas de luchar. Ahora, cierra el pico.

Otro guardia pasó por el lado que estaban los gullys y el Gran Bulp y sus seguidores se apartaron de las barras. No les gustaba la forma de hablar de estos Altos. No les gustaba ni pizca.

Con las primeras luces del alba las señoras empaquetaron toda la carne que podían transportar, en tanto que dama Grama se dedicaba a buscar algún rastro de huellas que seguir. Krog caminaba detrás de ella, contento como un patito que sigue a su madre.

Grama buscó en dirección norte, después se detuvo y se rascó la cabeza. Estaba segura de que había habido huellas, pero ahora no veía ninguna.

—¿Dónde ir todos? —se preguntó.

Krog se paró a su lado y se rascó también la cabeza, imitándola.

—¿Quién? —quiso saber.

—Gran Bulp y los otros —le recordó—. Esos nosotros estar intentando encontrar.

El puso un gesto ceñudo, una expresión fiera y aterradora.

—¿Mami quiere encontrar ésos?

—Claro —contestó dama Grama—. Pero no idea dónde buscar.

—No problema —dijo Krog mientras se erguía y señalaba hacia el norte—. Ellos allí.

—¿Dónde?

—Allí. ¿Ves humo? Eso donde otros ir.

Parecía estar muy seguro de lo que decía, así que Grama tornó una decisión.

—Bien. Nosotros ir allí también. Gran Bulp «pobablemente» necesitar «cuidiados» estas alturas.

Llamó a los demás, y el grupo se puso en camino hacia el norte: un monstruo de dos metros setenta de altura dirigiendo la marcha, y una larga fila de criaturas, cuya talla oscilaba entre los noventa centímetros y el metro veinte, siguiéndolo. A lo lejos, más allá de un amplio valle hendido y sembrado con los restos rocosos de una catástrofe sin nombre, se alzaba un risco. Pasado el risco, dijo Krog, estaban sus compañeros perdidos. Les llevaría todo el día llegar allí, calculó Grama, pero, de todas formas, no tenían otro sitio a donde ir.

Era ya mediodía cuando Grama y Krog rodearon una aguja pétrea que quizás en otros tiempos hubiera sido la cima de una montaña, y se dieron de bruces con un extraño, un humano que blandía un hacha.

Como cualquier enano gully que se precie de tal habría hecho al encontrarse frente a un Alto armado, dama Grama chilló, se dio media vuelta y echó a correr. Tras ella, los otros gullys se escabulleron en todas direcciones.

Krog siguió con la mirada a Grama un instante, muy desconcertado; después volvió la vista hacia el humano con ojos de chinche que estaba parado ante él, boquiabierto y paralizado por el terror. Krog se encogió de hombros en un gesto elocuente y acto seguido lanzó un enorme chillido, agitó las manos como había hecho Grama, y salió corriendo tras ella. Su aullido tapó los gritos del hombre, que había puesto pies en polvorosa en dirección contraria mientras chillaba:

—¡Ogro! ¡Ogro!

A cierta distancia, Krog encontró a dama Grama escondida detrás de unas matas de hierba alta. Krog se tendió a su lado, aunque los matojos de hierba apenas le tapaban la parte inferior de la cara y tal vez un hombro. Permaneció así hasta que Grama se incorporó. Decidiendo que el peligro había pasado, fue a reunir a sus seguidores. Krog no sabía por qué se habían escondido, pero cualquier cosa que le apeteciera hacer a mami a él le parecía bien.

La tarde llegaba a su fin. Un brumoso crepúsculo proyectaba las largas sombras de las Khalkist, y el humo de las hogueras de campamento flotaba en el aire cuando el enano gully llamado Bipp avanzó cauteloso entre los matorrales y llegó a la jaula de esclavos, sumida en sombras.

Miró el interior, con los ojos entrecerrados.

—¿Gran Bulp?

Varios rostros se volvieron hacia él.

—¡Eh, ése Bipp! —exclamó alguien.

—¿Qué hacer ahí fuera, Bipp? —preguntó— otro.

—¡Chist! —Bipp se puso un dedo en los labios.

—¿Qué?

—¡Chist!

—Ah. Vale.

—¿Dónde Gran Bulp? —susurró Bipp.

—Aquí mismo, alguna parte. ¿Gran Bulp? Gran Bulp, despertar. Bipp aquí. —Una pausa, y luego—: ¿Gran Bulp? ¡Despertar! Gran Bulp buey dormilón. ¡Despertar, Gran Bulp! Bipp aquí.

—¿Quién?

—Bipp.

—¡Callad de una vez! —gritó una voz humana—. ¿Es que no podéis tener la boca cerrada un solo momento, cerebros de mosquito?

El ruido hizo que un guardia se acercara a la esquina más alejada de la jaula, y Bipp se aplastó contra el suelo.

—Eh, los de ahí. O cerráis el pico o vais a arrepentiros de no haberlo hecho. —ordenó el guardia.

Pasados unos momentos, Gañote se acercó a las barras.

—¿Qué querer Bipp? —inquirió.

—Dama Grama enviarme. Ella buscar a ti. ¿Por qué todo el mundo ahí dentro?

—Porque no poder salir —explicó el Gran Bulp malhumorado—. Altos encancel… apirsio… encerrar nosotros para vender.

—Oh. —Bipp examinó las barras, se encogió de hombros y se dio media vuelta—. Vale. Pasar buena noche. Ir a decir a dama Grama.

Un instante después había desaparecido, pero tras él se alzó un barullo de voces.

—¡Ya habéis oído lo que os he dicho, esclavos! —bramó el guardia.

Se encendió una antorcha. Un centinela, que llevaba tapado un ojo con un parche, desenvainó la espada y asestó estocadas entre las barras. Un humano gritó, y el grito dio paso a un gemido mientras el guardia retiraba la espada, manchada de sangre.

El hombre enfundó el arma y miró a otro centinela, esbozando una mueca.

—Eso los hará callar De todas formas, los esclavos no necesitan dos orejas.

En lo alto del risco, dama Grama y los demás escucharon boquiabiertos el informe de Bipp. Este les contó lo que había visto oído, y no cabía duda de su significado. La mayoría de los varones gullys estaban prisioneros de Altos armados, y serían vendidos como esclavos.

Grama se rascó la cabeza, preguntándose qué hacer al respecto; poco después se daba por vencida e iba en busca de Giba.

—Tú Gran Opinante —le recordó—. Es hora de Gran Opinión.

El Gran Opinante estaba ensimismado, intentando arreglar los harapos que le cubrían los pies, destrozados tras la larga caminata del día.

—¿Sobre qué? —quiso saber.

—¡Sobre cómo restacan Gran Bulp y todos otros de Altos! ¡Poner atención a lo que estar diciendo yo!

—Oh. —Giba pensó un momento, después se encogió de hombros y señaló el palo que Grama llevaba en la mano—. Usar «isturmento atizador», supongo.

—¿Para qué? —Grama miró el palo.

—Para atizar Altos —explicó Giba.

Aquello no acababa de parecerle una buena idea a dama Grama, pero, cuando tras varios minutos de intensa concentración no se le ocurrió nada mejor, aceptó la sugerencia con resignación. Atizar Altos, en su opinión, era una buena manera de meterse en muchos líos, pero quizá mereciera la pena intentarlo.

—¿Alguien querer atizar Altos? —inquirió, mirando a su alrededor y esperando que se ofreciesen voluntarios.

No hubo ninguno. Tendría que hacerlo sola, en ese caso. Casi había llegado al pie del risco cuando Grama se dio cuenta de repente de que Krog iba pegado a sus talones, imitando todos sus movimientos sigilosos. Se volvió y alzó una mano.

—Krog esperar —susurró—. Yo tener algo que hacer.

—¿Qué hacer mami? —preguntó la gigantesca criatura con un susurro retumbante.

Grama señaló hacia la jaula, cerca de la cual había un guardia sentado en una piedra.

—¿Ver aquel Alto? Tener que atizar a él. Ahora, tú callado.

—Oh. Vale.

Habiendo conseguido que Krog guardara silencio, dama Grama descendió sigilosamente la cuesta, dirigiéndose hacia el guardia. Incluso sentado en la piedra, el hombre era más alto que ella, y su espada desenvainada brillaba a la luz de las estrellas.

Temblorosa de miedo, Grama se acercó cautelosa por detrás, levantó su palo de golpear ratas, y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la parte posterior de la cabeza del hombre.

—¡Aug! —exclamó el guardia. Se llevó la mano a la cabeza—. ¿Qué demonios…? —Cogió su espada.

Dama Grama intentó huir, pero se tropezó con sus propios pies y cayó de bruces.

Al verla, el hombre escupió.

—¡Enana gully! —Aferró la empuñadura de su espada… y alzó los ojos para contemplar lo último que vería en este mundo: un inmenso garrote que descendía sobre su cráneo.

Dama Grama consiguió ponerse en pie y empezó a correr otra vez. Entonces reparó en el cuerpo de guardia, despatarrado sobre la piedra. Krog estaba a un lado, contemplando con desinterés el campamento iluminado por las hogueras.

—¡Guau! —exclamó Grama. Alzó su palo y lo miró perpleja—. ¡Muy bueno atizador!

A continuación, avanzó silenciosamente hacia la jaula, buscando otros Altos a los que atizar. Cerca, en alguna parte, un retumbante susurro aconsejó:

—Primero a los que tienen armas, mami.

Eso, comprendió Grama, tenía mucho sentido. Se preguntó cómo habría llegado Krog a desarrollar una estrategia tan razonable. Al pie del declive, empezó a rodear la jaula de esclavos. Los enanos gullys se apiñaban en una esquina, rechazados por los humanos que había dentro.

—¡Ahí dama Grama! —susurró una voz, al acercarse la gully al rincón—. ¡Hola, dama Grama!

—¡Gran Bulp! —cuchicheó otro—. ¡Despertar! Dama Grama aquí… ¿Gran Bulp? Gran Bulp buey dormilón. ¡Despertar, Gran Bulp!

—¡Chist! —dijo Grama mientras seguía avanzando. Tras ella se movió una sombra gigantesca, pero los que se encontraban dentro de la jaula estaban demasiado ocupados observándola para reparar en el detalle.

Justo al otro lado de la esquina había un hombre recostado en el astil de una lanza. Bostezó. Un palo lo golpeó con fuerza en las nalgas.

—¡Eh tú…! —empezó pero fue lo único que pudo decir. Un garrote le aplastó el cráneo, cortando a frase.

—¡Guau! —musitó, entusiasmada, dama Grama.

Había otro guardia en la esquina siguiente, y, un poco más allá, ardían las brasas de una lumbre. Otros cuantos hombres dormían, con las armas cerca del alcance de la mano. Sin hacer ruido, Grama se aproximó al centinela, levantó el palo, y lo golpeó en la espalda.

—¡Ay! —exclamó el hombre mientras giraba sobre sus talones y enarbolaba la lanza—. Vaya, una enana gully. ¿De dónde sales?

Grama lanzó una exclamación de sorpresa. Levantó de nuevo el palo y golpeó otra vez. La rama alcanzó los nudillos del hombre, que dejó caer su lanza.

—Conque ésas tenemos ¿eh, pequeña sabandija? —siseó, estrechando los ojos—. Pagarás por ello. —Sacó un largo cuchillo que llevaba metido en la bota y arremetió contra la enana gully, que hizo un quiebro, tropezó y cayó de bruces.

El traficante de esclavos lanzó otra cuchillada; luego se quedó parado. Un coro de chillidos se alzó en el interior de la jaula. Algunos de los esclavos acababan de ver a Krog, que salía de las sombras. Se organizó un escándalo de crujidos y chasquidos. Golpes sordos, demoledores, y un grito aterrado que enmudeció de manera repentina.

El guardia se volvió, se quedó boquiabierto, y después chilló:

—¡Ogro!

Empezó a correr, tropezó con dama Grama, y se desplomó en el suelo.

Un palo lo golpeó en la cabeza, y una voz dijo:

—¡Toma esto! —Y después—: ¿Qué pasar con este «isturmento atizador»? Antes funcionar muy bien.

Al ver que el hombre se ponía de rodillas, Grama decidió que había atizado más que suficiente y retrocedió agazapada. El área alrededor de la cercana hoguera de campamento parecía un matadero: cuerpos despatarrados por doquier, armas esparcidas por el suelo… y sangre, ríos de sangre. Krog había terminado allí y se había acercado al siguiente fuego, donde estaba organizando una escabechina. Hubo gritos de terror, alaridos de agonía, y el rítmico golpeteo de un enorme garrote contra carne y hueso.

Como si fuera la propia muerte, o un espantoso ser de pesadilla, rugiente, implacable, Krog iba de un lado a otro: un horror con garras que abrían tajos y dientes que arrancaban carne, y un enorme garrote tan incansable y certero como la guadaña de un segador. Despavoridos, con los ojos desorbitados, los traficantes salían de debajo de sus mantas y cogían las armas para hacerle frente. Algunos ni siquiera se habían levantado cuando el garrote los aplastó y unos pies inmensos pasaron trotando sobre sus cuerpos.

Otros intentaron reagruparse y presentar batalla, y los salpicó la sangre de sus compañeros mientras la suya propia salpicaba a otros.

Un hombre, que llevaba un parche sobre el ojo, se ocultó un instante en las sombras; después se incorporó de un salto y arremetió con una pesada espada a la espalda del atacante. Este se volvió, y el arma vibró al clavarse en la dura madera de un árbol, donde se hincó profundamente; la empuñadura escapó de los dedos del hombre. Una mano inmensa se cerró sobre su cabeza protegida por un yelmo, y apretó. El casco de hierro cedió y le aplastó el cráneo. Krog arrojó a un lado el cadáver y siguió avanzando mientras lanzaba un rugido de placer.

En algún rincón de su cerebro, el destello de un recuerdo despertó en la mente de Krog, removido por la violencia y el olor a sangre fresca. Exuberante, destacándose sobre los restos del campamento, Krog alzó el garrote al cielo y un rugido salió de su garganta: un rugido que levantó ecos en las laderas de las colinas circundantes, un rugido de desafío y placer. El rugido de un turbulento ogro.

Ante él había más hogueras, donde hombres armados se escabullían en todas direcciones, y sus ojos se iluminaron de placer.

Pero en ese momento, en alguna parte a sus espaldas, una voz llamó:

—¡Krog! ¡Dejar hacer tonto! ¡Haber mejores cosas que hacer!

El tenue recuerdo permaneció un instante más, instándolo a seguir, pero se hizo borroso y desapareció. Sintiendo una decepción que no entendía, Krog se dio media vuelta y desanduvo sus pasos, parándose sólo un instante para propinar un garrotazo que levantó la tapa de los sesos a un aterrado traficante que se daba a la fuga.

—¡Vale, mami! —retumbó, haciendo un puchero de fastidio—. ¡Ya voy!

Las señoras de la comitiva de dama Grama y unos cuantos varones que las acompañaban habían seguido sus pasos y los de Krog hasta la jaula de prisioneros. Al no encontrar en ella agujero de salida, hicieron uno. Valiéndose de los bordes cortantes de los cuencos de sopa, cortaron suficientes barras y ataduras para que los gullys atrapados salieran en un atropellado montón, seguidos de cerca por una riada de Altos que atravesaba el agujero a gatas. Abriéndose paso a empujones entre los gullys, como si los hombrecillos no estuvieran allí, los Altos recogieron las armas tiradas en el suelo y se lanzaron sobre los aturdidos y desorganizados traficantes de esclavos.

En el momento en que Gañote III, Gran Bulp de Este Sitio y También de Esos Otros Sitios, quedó libre, cuadró los hombros, adoptó su pose más regia y tomó el mando como un verdadero líder.

—¡Todo mundo correr como loco! —ordenó.

No fue hasta muchas horas después, ya en pleno día, cuando el reunido clan bulp hizo un alto en los devastados declives de las montañas Khalkist, a fin de reagruparse. La huida se había prolongado a lo largo de toda la noche y toda la mañana. Pero Gañote se acordó ahora que le dolían los pies y decidió que era un buen momento para detenerse y reafirmar su autoridad. Proclamó un temporal Este Sitio, y de tres en tres y cinco en cinco, sus súbditos se fueron agrupando a su alrededor.

Había un pequeño problema. Con tanto jaleo, nadie se había acordado de hablar con el Gran Bulp y su grupo acerca de Krog, de modo que, cuando dama Grama y su banda aparecieron en escena, un escándalo de gritos y chillidos atronó el aire, y los recién llegados se encontraron un Este Sitio vacío a excepción del viejo Giba; que estaba sentado en una roca. Grama miró en derredor desconcertada.

—¿Dónde Gran Bulp? ¿Dónde ir todo mundo?

—Todos correr y esconder —contestó Giba, encogiéndose de hombros.

—¿Por qué?

—No idea. Nadie decir. Todos gritar y correr a escondite.

Grama se puso en jarras con gesto impaciente, dio una patada al suelo y voceó:

—¡Gañote! ¿Dónde tú?

Unas sombras se movieron aquí y allí. De detrás de arbustos y piedras apiladas asomaron varios rostros.

—¿Sí, querida? —se oyó la voz del Gran Bulp.

—¿Qué pasar ahora? —demandó dama Grama—. ¿Tú jugar juego?

Más enanos gullys asomaron las cabezas desde sus escondrijos, todos mirando boquiabiertos al gigantesco Krog.

—¿Qué cosa ésa que estar con ti, querida? —preguntó Gañote.

Grama alzó la vista al ogro y después volvió la cabeza en la dirección en que sonaba la voz de su esposo.

—¡Nada! ¡Sólo Krog! ¡Dejar de hacer idiota!

Recobrar la confianza no era fácil, pero si perder el interés por un asunto, de manera que toda la tribu estuvo reunida poco después.

Al cabo de una hora, el estofado estaba listo, y dama Grama tendió un cuenco a Gañote III. Él lo olisqueó, lo probó y proclamó:

—Esto exiqui… fanásti… ¡estofado muy bueno! ¿Qué tener?

—Oso y plantas verdes «fisnas» —explicó Grama—. Y setas, y grano de hierbas altas y nido de pájaro vacío.

El Gran Bulp tomó otro sorbo y movió la cabeza arriba y abajo.

—Buen material —dijo—. Lo mejor que… ¿Oso? ¿Dónde conseguir oso?

Grama señaló con gesto indiferente a Krog, que estaba esperando a que la multitud apiñada en torno a la olla se dispersara para así dar buena cuenta del resto del estofado.

—Krog traer. Krog no muy bueno para cazar ratas, pero atiza oso mucho bien.

—Krog —musitó Gañote, frunciendo el entrecejo, pensativo, mientras estudiaba al amistoso monstruo. A decir verdad, no había pensado mucho en él después del susto inicial, pero al hacerlo ahora unas ideas inquietantes le rondaron la cabeza. Dirigió una mirada desconfiada a su esposa y consorte—. Krog llamar ti «mami» —dijo—. ¿Haber traído tú algo entre manos, querida?

—Krog perderse. Necesitar mami —explicó Grama, encogiéndose de hombros—. Siempre llamar mí así.

—Oh. —Gañote dio un sorbo al guisado; se sentía algo aliviado, pero seguía inquieto—. Querida, ¿qué pasar a Altos en campamento esclavos? ¿Algo aplastar a ellos?

—Krog mayor parte. Aprender rápido cómo atizar Altos. Pasarlo en grande él.

Gañote resopló. Guardó silencio un rato, pensativo.

—¿Cómo tú y los otros encontrar a nosotros? —preguntó después.

Grama señaló de nuevo a la inmensa criatura que estaba cerca de ella.

—Krog encontrar sitio. Muy práctico tener Krog a mano, ¿verdad?

—Verdad. —El Gran Bulp estaba ceñudo. Arrojó a un lado el cuenco vacio y se alejó con expresión enfurruñada.

Dama Grama lo siguió con la mirada. Hizo una seña al Gran Opinante para que se acercara.

—Giba, ¿qué pasar a Gran Bulp?

—¿A Gran Bulp? —Giba se encogió de hombros—. Gran Bulp ser Gran Bulp. Ése su mayor problema.

—¿Qué significar eso?

—Gran Bulp tener que ser Gran Bulp todo tiempo —explicó, desentrañando el acertijo mientras se alejaba—. Tener que ser queso más grande, pavo más gordo, buey más fuerte. De otro modo, no bueno ser Gran Bulp.

—¿Y qué?

—Ahora Krog gran héroe. Todos respetar Krog. Eso no bueno para Gran Bulp. Quitar a él «autoridá».

Dama Grama se esforzó por comprender.

—Vale —asintió finalmente—. ¿Qué hacer entonces?

—Quizá Gran Bulp hacer Krog caballero —sugirió Giba—, como reyes Altos hacer. Héroes siempre fastidio grande para reyes, pero si rey hacer caballero a héroe, toda gloria pertenecer a rey otra vez.

—Oh. Vale —estuvo de acuerdo Grama. Con gesto decidido, fue hacia donde el Gran Bulp estaba refunfuña que te refunfuña, y se plantó ante él—. Mejor que Gran Bulp hacer Krog caballero —le dijo.

—¿Qué? —Gañote frunció el entrecejo en un gesto de desconcierto.

—Hacer Krog caballero, entonces Gran Bulp ser como rey, ser glorioso.

—Gran Bulp ya glorioso —señaló él. Luego la observó con los ojos entrecerrados—. Caballero Krog buena idea, ¿eh?

—Real buena idea.

—Sí —decidió Gañote—, ser justo lo que yo estar pensando.

Se encaminó hacia el centro del campamento y levantó los brazos.

—¡Todos atentos! Gran Bulp hacer una porcalma… mafinesta… ¡Tener que decir algo!

Cuando, por fin, consiguió atraer la atención de sus súbditos, señaló a Krog.

—Gran Bulp querer… ¡Eh, todo el mundo! ¡Dejar mirar a Krog! ¡Mirar a Gran Bulp!

Cuando, de nuevo, la atención de los gullys estuvo puesta en él, anunció:

—Gran Bulp tomar detirmin… risoluc… decidir hacer Krog gran honor por… —Se volvió hacia Grama—. ¿Por qué?

—Por ser héroe —susurró ella—. Por valor y servicio. Por ser bravo y… y atizador.

Aquello resultaba un poco complicado para el Gran Bulp.

Se volvió hacia sus súbditos reunidos.

—Por ser buen tipo, hacer Krog ser sir Krog. ¡Krog! —llamó—. Ir junto a gran roca y prost… inqui na… agachar muy, muy bajo.

La gigantesca criatura miró interrogante a Grama, que dio su aprobación con un cabeceo, e hizo lo que le mandaba Gañote. Se arrodilló delante de un peñasco y se agachó lo bastante para estar casi a la misma altura de la piedra. Gañote caminó a su alrededor, intentando recordar qué sabía acerca de la caballería. Echó un vistazo al enorme garrote que Krog tenía en la mano.

—¿Qué eso? —señaló.

—«Isturmento atizador» —dijo Grama—. Krog hacer.

—Bien. Krog, dar «isturmento atizador» a Gran Bulp —ordenó Gañote.

Encogido, casi hecho un ovillo frente a la roca, Krog volvió la cabeza, vio que mami asentía en un gesto de aprobación y alargó el garrote. El Gran Bulp lo cogió y, cuando Krog lo soltó, cayó sentado, con el arma encima del regazo. Pesaba casi tanto como él.

—Necesitar voluntarios —rezongó Gañote. Apartó a un lado el garrote, se incorporó y llamó—: Tú, Patán. Y Bipp. Y Bufo. Todos venir ayudar.

Tres robustos y jóvenes gullys se adelantaron. Gañote trepó a lo alto de la roca y los llamó con un ademán.

—Traer «isturmento atizador» aquí arriba.

Entre los tres consiguieron subir el garrote y auparse ellos mismos al peñasco. Sus esforzadas maniobras levantaron la capa de polvo que había en lo alto. Krog encogió la nariz, sacudió la cabeza, y empezó rebullir.

—No mover, Krog —le dijo dama Grama.

Siguiendo las instrucciones del Gran Bulp, los tres voluntarios colocaron el garrote sobre el hombro izquierdo de Krog.

Gañote se irguió adoptando una regia postura.

—Krog, por tus excelen… insusual… por hacer cosas bien, yo armar ti sir Krog. —Se volvió a los voluntarios—. Dar golpe Krog en hombro.

El polvo que flotaba en el aire le entró al ogro en la nariz. Estornudó. Una polvareda rodeó el peñasco, cegando a los encargados de la investidura. Bipp estornudó y soltó el garrote; Patán cayó atas arriba, y Bufo, que de pronto se encontró aguantando todo el peso del arma, perdió el control de ésta. Con un resonante golpetazo, el garrote descendió sobre la nuca de Krog.

Por un instante reinó un consternado silencio. Después, Krog se sacudió como un oso enfurecido, alzó la cabeza… y el Gran Bulp se encontró mirando un rostro enorme que ya no era amistoso. Un rugido, semejante al cercano trueno de una tormenta, retumbó en las laderas. Los —hasta hacía un momento— inocentes ojos de Krog se iluminaron con una avalancha de memoria recobrada… y relucieron con una furia asesina.

—Eh… —El Gran Bulp tragó saliva. Se dio media vuelta, bajó de un salto de la piedra, y gritó—: ¡Todo mundo correr como loco!

Los gullys salieron de estampida en todas direcciones y desaparecieron en las irregularidades del terreno. Tras ellos, un ensordecedor rugido levantó ecos en las laderas de las montañas: el rugido de un ogro libre de ataduras.

Krog se puso de pie, recogió su garrote, lo blandió, y lanzó otro rugido.

—¡Krog! —bramó—. ¡Soy Krog! ¡No Krog aghar! ¡Krog ogro! ¡Krog!

Atisbó un movimiento y fue hacia allí, pisando con tanta fuerza que el suelo retumbaba. Se frenó al pasar junto a un peñasco. Una enana gully lo miraba aterrada.

—¿Krog? —balbució.

Su voz, la voz recordada y el rostro recordado de la pequeña criatura, lo hicieron vacilar, y su vacilación lo enfureció. Por un instante se sintió… blando.

—¡Cierra el pico! —gritó con voz atronadora—. ¡Soy Krog! ¡Krog el ogro!

Ella parpadeó, y unas lágrimas brillaron en sus ojos.

—¿Krog no querer mami ya?

—¡Soy ogro! —rugió—. ¡Tú… no tienes nada que ver conmigo!

Furioso, levantó el garrote; vaciló de nuevo cuando otra figura menuda salió disparada de las sombras de una grieta para plantarle cara, un pequeño enano gully con barba rizada, el que los otros llamaban Gran Bulp. El gully le hacía frente con el terror asomando a sus ojos y un trozo de asta de alce en la mano, y Krog vaciló de nuevo.

¡El absurdo renacuajo lo estaba desafiando! Soltó un sordo gruñido, pero aún vacilaba mientras miraba de manera alternativa a las dos patéticas criaturas. No significaban nada para él, y, aun así, había algo en la pareja…

Durante un instante, Krog continuó erguido, con el garrote enarbolado para golpear. Luego sacudió la cabeza y bajó el arma. Encogiendo la nariz en un gesto de desagrado —hacia sí mismo principalmente—, se dio media vuelta y echó a andar.

Tras él, el Gran Bulp Gañote III levantó a dama Grama del suelo con manos temblorosas. Se abrazaron mientras contemplaban fijamente la espalda del monstruo que se alejaba.

—Adiós, Krog —susurró Grama.