Capítulo 1

Nikol y el hermano Michael abandonaron la Ciudadela Perdida y cruzaron el bosque, ahora libre del encantamiento, con la expresión aturdida y perpleja de quien ha sufrido una experiencia terrible y portentosa y que, al reflexionar sobre ello, no lo cree posible.

Había muchas evidencias de los sucesos ocurridos: la sangre del hermano gemelo de Nikol y la del perverso hechicero que había sido responsable de la muerte de Nicholas manchaba las manos de la muchacha. El sagrado medallón de Mishakal, que en otro tiempo había brillado con la luz azul de la diosa, colgaba ahora opaco del cuello del hermano Michael. Todos los clérigos verdaderos se habían marchado, conducidos por los dioses para que sirvieran en otros lugares. Los clérigos oscuros, adoradores de la Reina del Abismo, habían fracasado en su proyecto de llenar el vacío dejado por la partida de los seguidores de las otras deidades. Las palabras del extraño mago, que había dicho llamarse Raistlin, resonaban como un eco en sus corazones.

Dentro de trece días, los dioses, encolerizados por la locura de los hombres, arrojarán una montaña de fuego sobre Ansalon. La tierra se abrirá, los mares ascenderán y las montañas se desplomarán. Las víctimas serán innumerables. Y muchos más, que vivirán los oscuros y terribles días que seguirán, llegarán a desear haber muerto también.

Michael y Nikol alcanzaron el linde del bosque y llegaron al claro donde los goblins habían entregado a Akar el moribundo caballero, Nicholas, después de capturarlo. La sangre del caballero todavía manchaba la hierba. Ambos hicieron un alto, sin decir una palabra. No habían hablado desde que habían partido de la Ciudadela Perdida.

Trece días. Trece días antes de que se destruyera el mundo.

—¿Adónde quieres ir, mi señora? —preguntó Michael.

Nikol recorrió con la mirada el claro que se oscurecía de manera paulatina a medida que se acercaba la noche. La sensación de aturdimiento empezaba a desaparecer; el estupor y el letargo causados, más que por cansancio físico, por el agotamiento anímico, le hacían sentir las piernas demasiado pesadas para moverlas, y el corazón demasiado abrumado para soportarlo. Sólo tenía una idea.

—A casa —dijo.

Michael la contempló con gesto circunspecto, y abrió la boca, probablemente para protestar, pero Nikol sabía lo que iba a decirle y con una mirada silenció sus palabras antes de que las pronunciara. El castillo feudal, que había pertenecido a su familia a lo largo de generaciones y que los había albergado a los tres en otros días más felices, probablemente había sido asaltado, saqueado y destrozado por los goblins. Regresaría para encontrar el castillo incendiado y despojado, como un tétrico esqueleto, pero no le importaba. Era su hogar.

—Es donde quiero morir —le dijo a Michael.

Sin añadir más, echó a andar.

El hermano Michael se llevó una sorpresa al ver que los asaltantes habían dejado el castillo en unas condiciones relativamente buenas, tal vez porque los goblins tenían planeado hacer de él su base mientras saqueaban los campos del entorno. Advirtiendo desde la distancia que la construcción seguía en pie y no había sido incendiada hasta los cimientos, Michael tuvo la certeza de que los goblins todavía rondaban por las cercanías. Al cabo de unas horas de vigilancia, llegó a la conclusión de que los asaltantes se habían marchado, quizás a la busca de botines más provechosos. El castillo estaba vacío.

Cuando Nikol y él entraron en el edificio, se encontraron con un espantoso desorden y suciedad; el hedor hizo que ambos tuvieran arcadas y salieran corriendo al exterior para respirar un poco de aire fresco. La porquería y los restos de horribles banquetes atiborraban las salas. El sólido mobiliario de roble había sido cortado con hachas y utilizado como leña. Las cortinas estaban arrancadas y hechas jirones. La armadura ceremonial había desaparecido, y probablemente ahora la llevaba puesta algún reyezuelo goblin. Los adornos de Yule y los tapices habían sido profanados y quemados. Los bichos pululaban por los salones, entre la porquería y los restos.

Los campesinos y aparceros habían huido y nadie había regresado, ya fuera por miedo a los goblins o porque no quedaba nada que los indujera a volver. Ni una sola casa seguía en pie. El ganado había sido sacrificado; los graneros, saqueados e incendiados, y los pozos, envenenados. Por lo menos, la mayoría había escapado y conservaba la vida, aunque poco más.

Michael contempló la destrucción que los rodeaba.

—Mi señora, el feudo de sir Thomas está a quince días de distancia —dijo con firmeza—. Déjame llevarte allí. Podemos viajar de noche y…

Nikol no lo escuchaba y se apartó de él sin que hubiese terminado la frase. La joven se despojó de la armadura y la amontonó con cuidado en una esquina de la pared ennegrecida. Debajo de la coraza llevaba las ropas desechadas por su hermano y que ella se ponía cuando practicaban juntos con la espada. Cogió una tira de tela que colgaba de la rama de un árbol, se la ató de manera que le cubriera la nariz y la boca, y entró en el castillo, donde comenzó la desagradable tarea de limpiar.

Al cabo de un rato advirtió, vagamente, que Michael estaba a su lado procurando, cuando le era posible, ocuparse de las tareas más onerosas. La muchacha hizo un alto en el trabajo, se apartó un mechón que le caía sobre la cara, y lo miró de hito en hito.

—No tienes que quedarte. Puedo arreglármelas yo sola. Sir Thomas te tomaría a su servicio de buen grado.

Michael le dirigió una mirada mezcla de exasperación y preocupación.

—Nikol, ¿es que aún no lo has entendido? Me es tan imposible abandonarte como volar. Deseo quedarme. Te amo.

Si hubiese hablado en elfo, sus palabras habrían tenido el mismo resultado. Lo que decía no tenía sentido para la joven. Estaba demasiado aturdida para que el sentido de las frases penetrara en su cerebro.

—Estoy tan cansada… —dijo—. No puedo dormir. Todo es inútil, ¿verdad? Pero, al menos, tendremos un sitio donde morir.

Michael tendió las manos hacia ella, intentando abrazarla. Su semblante denotaba ansiedad, su expresión era preocupada.

—Siempre hay esperanza… —musitó.

Nikol se apartó de él, olvidándose incluso de su presencia, y reanudó el trabajo.

Hicieron preparativos a fin de sobrevivir al cercano Día de la Destrucción. Es decir, Michael los hizo. Nikol, una vez que el castillo estuvo limpio, se sentó en la habitación donde ella y su hermano solían sentarse durante las largas horas de la tarde. No hacía nada, sólo mirar fijamente la vacía silla que tenía delante. Estaba sumisa, dócil. Si Michael encontraba alguna tarea sencilla para ella, la muchacha la ejecutaba sin protestar, sin oponerse, pero después volvía a la silla. Comía y bebía sólo si Michael le ponía el alimento en las manos.

Al principio fue benévolo con ella. Pacientemente, trató de engatusarla para que saliera de aquel abandono que la conducía a pasos agigantados hacia su muerte. Cuando esta táctica fracasó, su temor por la joven se intensificó. Le gritó, la zahirió, incluso, una vez, la cogió por los brazos y la sacudió. Nikol no lo oía, ni siquiera advertía su presencia. Cuando, de vez en cuando, parecía reparar en él, lo miraba como a un extraño. Por último, Michael llegó a estar tan atareado que sólo pudo dedicarle el tiempo suficiente para asegurarse de que comía algo.

Se vio obligado a recorrer los campos para abastecerse con lo que los goblins habían dejado, que no era mucho. Encontró un arroyo que no había sido envenenado y, aunque nadie le había enseñado a pescar, se las ingenió para obtener las suficientes capturas para cubrir las necesidades de ambos. No sabía nada sobre colocar trampas, ni se sentía capaz de matar pequeños animales. No había comido carne desde que había entrado al servicio de la diosa de la curación. Por otro lado, era un entendido en bayas y hierbas, así como vegetales y frutas silvestres, con las que se mantuvieron. A pesar de que el extraño viento ardiente, que soplaba de manera incesante día y noche, estaba secando rápidamente la tierra, logró almacenar suficientes víveres para alimentarse ambos durante bastante tiempo, si eran frugales.

Rechazó firmemente la escalofriante idea de que, a menos que ocurriese algo que sacara a Nikol de su postración, pronto tendría que preocuparse sólo de sí mismo.

Rezó a Mishakal para que ayudase a la joven, para que curase la herida que no dañaba su cuerpo, sino su alma. También oró a Paladine, pidiéndole al dios de los Caballeros de Solamnia que velara por la mujer que había combatido el mal con tanto valor como si fuera un hombre.

Y fue Paladine, o eso pareció al principio, quien respondió a sus plegarias.

No recibían visitas; la zona se había quedado despoblada. Michael estaba atento a la aparición de cualquier viajero, pues ansiaba desesperadamente enviar un mensaje a sir Thomas para advertirle de la destrucción que se avecinaba y pedirle que los ayudara en la medida que fuera posible. No llegó nadie. Los trece días se redujeron a cuatro, y Michael había renunciado a recibir ayuda de otros. Anochecía, cuando el silencio se rompió con el trapaleo de unos cascos resonando en los adoquines del patio.

—¡Ah del castillo! —gritó una voz fuerte, profunda, que hablaba en solámnico.

El sonido sacó a Nikol de su letargo y la joven levantó la vista con inusitado interés.

—Un huésped —dijo.

Michael se acercó presuroso a una ventana.

—Es un caballero —informó—. Un Caballero de la Rosa, a juzgar por su armadura.

—Debemos darle la bienvenida —repuso Nikol.

La Medida establecía el tratamiento debido a un huésped, del que decía que era «una joya sobre el cojín de la hospitalidad». El honor de la caballería obligaba a Nikol a ofrecer cobijo, comida y toda la comodidad que su hogar pudiera proporcionar al forastero.

Se levantó de la silla y, al bajar la vista a sus ajadas ropas masculinas, pareció quedarse perpleja.

—No estoy vestida para recibir visitas. Mi padre era muy estricto a este respecto. Siempre nos poníamos nuestros mejores atuendos para honrar a un huésped. Mi padre llevaba la espada ceremonial…

Miró a su alrededor, como si creyera que un vestido iba a materializarse en el aire, y reparó en la espada de su hermano, colocada en la percha de armas. Se ató la espada a la cintura y fue a recibir al huésped: su primer acto voluntario después de varios días.

Michael la siguió, agradeciendo en silencio que el caballero, fuera quien fuese, y por la razón que fuera, estuviese aquí. Saltaba a la vista que el hombre había viajado una larga distancia; su caballo estaba cubierto de polvo y sudor.

Nikol salió al patio. Si al caballero le sorprendió su andrajosa apariencia, fue lo bastante cortés para no darlo a entender. En estos tiempos y en esta época, quizás estaba acostumbrado a ver el empobrecimiento de los miembros de la hermandad de caballeros. Desenvainó su espada y la alzó ante sí en un gesto de saludo y paz.

—Mi señor —dijo—, lamento no tener escudero que se adelantara para anunciar mi llegada. Perdonad mi intrusión a estas horas intempestivas.

—Bienvenido al castillo Whitsund, señor caballero. No soy el señor del feudo, sino la señora. Me llamo Nikol, y soy hija de sir David Whitsund. Bajad de vuestra noble montura y daos un descanso esta noche. Lamento no tener mozo que lleve vuestro corcel a la cuadra, pero será para mí un honor ocuparme yo misma de esa tarea.

El caballero, que vestía armadura completa y cuyo peto estaba decorado con la rosa que señalaba su alto rango en la hermandad, se quitó el yelmo. Michael sufrió un sobresalto y adelantó un paso para acercarse a Nikol.

—Disculpadme, señora —empezó el caballero—, sólo puedo justificar mi equivocación de tomar a una noble dama por un noble caballero a causa de la oscuridad.

Nikol aceptó el cumplido con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza; luego puso su atención en el hermoso corcel del hombre.

Michael era incapaz de apartar los ojos del semblante del caballero. El rostro, de rasgos firmes y apuestos, estaba macilento y descarnado. Parecía exhausto, al borde del desmayo. Pero eran los ojos del hombre los que habían llamado la atención de Michael hasta el extremo de que las palabras de bienvenida murieron antes de salir de sus labios. Eran negros, y en ellos ardía un fuego terrible y extraño que parecía consumir su cuerpo. Su apariencia y su mirada hicieron temer a Michael que se encontraran ante un demente. Nikol no lo había advertido, pues estaba pendiente del caballo, que aceptaba sus caricias y gestos amistosos con benévola indulgencia.

—Mi señora —empezó Michael. Se humedeció los labios, sin saber cómo continuar—. Creo que quizá…

—Ahora soy yo quien pide disculpas —dijo Nikol mientras levantaba la vista—. Os presento al capellán de la familia, el hermano Michael.

El caballero inclinó levemente la cabeza.

—Es un honor conoceros, hermano Michael. Soy el caballero Soth, del alcázar de Dargaard. Lady Nikol, agradezco vuestra amable hospitalidad, pero me temo que habré de rechazar la oferta de alojarme en vuestra casa. Unos asuntos urgentes me obligan a volver al camino esta misma noche. Ni siquiera desmontaré, con vuestro permiso. Me detuve para pedir un poco de agua para mí mismo y para mi corcel.

Las palabras del caballero eran corteses y frías, pero tenían el ardiente matiz del fuego que ardía en sus ojos. Nikol lo miró con admiración. Quizá las sombras de la noche también la cegaban a ella.

—Por supuesto, caballero Soth, yo misma iré por el agua.

Hija de un caballero, Nikol comprendía la premura del jinete y no perdió tiempo en más cortesías. Se alejó de inmediato en busca del agua, Michael fue a coger un cubo y un poco de heno para el caballo. Cuando volvió, encontró al caballero bebiendo despacio y con frugalidad en un cucharón de hierro. Michael dejó el pozal en el suelo, delante del corcel, que bebió mucho más que su amo.

—No os habría molestado, mi señora, de haber encontrado algún arroyo o estanque —dijo el caballero—, pero no hay agua potable en toda la región. Deduzco que habéis sido atacados por goblins. —Echó una ojeada al ruinoso castillo con la actitud de un guerrero experto.

—Sí —contestó Nikol quedamente mientras acariciaba el cuello del caballo—. Cayeron sobre nosotros hace un par de semanas. Mi hermano murió, defendiendo el castillo y a nuestra gente.

—Al parecer, no fue el único que los defendió —señaló el caballero Soth, con los ardientes ojos prendidos en la espada que Nikol llevaba al costado con desenvoltura.

—Es mi hogar —contestó con sencillez la joven, cuyas mejillas se habían sonrojado.

—Vuestro hogar. Un hogar bienaventurado, a pesar de todo —dijo el caballero.

El fuego de sus ojos ardió con más intensidad. Su semblante asumió una expresión severa, marcada por la amargura y el remordimiento. Rebulló inquieto en la silla de montar, como si lo asaltara algún dolor.

—He de ponerme en marcha. —Devolvió el cucharón a Nikol.

—No deseo obstaculizar cualesquiera que sean esos asuntos urgentes que os obligan a viajar de noche —dijo Nikol—, pero repito que sois bienvenido a mi hogar, caballero Soth.

—Gracias, lady Nikol, mas no descansaré hasta que mi misión esté cumplida. Cabalgo hacia Istar y he de llegar allí antes de cuatro días.

—¡Istar! —exclamó Michael, sacudido por un escalofrío—. ¡No debéis ir allí! Dentro de cuatro días… —Enmudeció, sin estar muy seguro de qué iba a decir, ni lo que sabía, ni cómo explicarlo.

Los ardientes ojos del caballero se clavaron en Michael.

—Entonces lo sabéis, hermano. Sabéis la terrible suerte que amenaza al mundo. En tal caso, os dejaré una esperanza: con la ayuda de los dioses, lo evitaré, aunque me cueste la vida.

Soth saludó a Nikol con otra inclinación de cabeza, se puso de nuevo el yelmo, hizo volver grupas a su caballo, y pronto se perdió en la noche.

—Aunque le cueste la vida —repitió la muchacha con voz queda mientras lo miraba alejarse, con ojos relucientes—. Es un verdadero héroe. Cabalga sin descanso para salvar al mundo, aunque le cueste la vida. ¿Y qué hago yo? ¿Qué he hecho yo?

Giró sobre sus talones y contempló el castillo con fijeza, quizá viéndolo por primera vez de verdad desde que habían regresado a él.

—La Medida. El Código. «Mi honor es mi vida». Casi lo olvidé, casi traicioné la memoria de mi padre y de mi hermano. Este caballero me ha recordado mi deber. Quizá Paladine lo envió por esa razón. Siempre honraré su nombre: el caballero Soth del alcázar de Dargaard.

Michael habría sumado su ferviente bendición al caballero, que había traído a Nikol de vuelta a la vida, pero una sombra oscurecía el corazón del clérigo, como el humo de un fuego distante. La sensación era escalofriante y fue incapaz de pronunciar una palabra.