La palabra y el silencio

Michael Williams

I

En los castillos de Solamnia

se posaron cuervos,

oscuros e innumerables

como un año de muertes.

Y, soñados en las almenas,

establecidos y sagrados,

están los símbolos de la Orden,

Martín Pescador y Rosa…

Martín Pescador y Rosa

y una espada que sangra eternamente

sobre las montañas envolventes,

los condados perpetuamente dañados.

La propia cuchilla

es una herida infectada,

convergencia de sangre y recuerdos,

y su oscura lluvia encubre

el emplazamiento de las estrellas,

y bajo ella se amontonan los cuervos.

Eternamente bajo ella

la mujer está narrando la historia,

narrándola en voz queda

mientras el pasado se derrumba

en una luz latente,

y yo repito su historia

entonces y ahora, en un deliberado crepúsculo,

cuando el año termina,

en los salones fluctuantes del alcázar.

La historia asciende en espirales,

desciende sobre sí misma

y gira a través del tiempo,

a través de eventos borrados

y constante venganza

que llega hasta el tiempo

en que hablo de ella y os cuento esto.

Doblada sobre sí misma junto al fuego

como un recuerdo reiterado,

la mujer narra y revive

la historia de un hombre muerto,

áspera en los oídos

de su pequeño hijo,

que asiente, y vuelve a escuchar, y desciende

a un esquivo país

de lágrimas y evocación,

donde los recuerdos de otros

moldean los suyos tortuosos,

aúnan la imagen de su padre

con espejos y humo,

y la historia de rumores

se enrosca y se repite,

y el país tambaleante,

Solamnia, medita y escucha.

En las llanuras, Orestes,

dice la mujer, en los mismos fuegos

que encendió la voz del bardo

con rumores y calumnias,

allí están quemando a tu padre,

su nombre y nuestra estirpe

para siempre, desde Caergoth

a la encubridora Kalaman

y hasta las moribundas

bahías del norte;

todo por una palabra, hijo mío,

una palabra disfrazada de historia

que escuda un nido de víboras.

Con palabras estamos emponzoñados,

Orestes, hijo mío, repite

en la oscuridad fragmentadora,

el reflejo de la lumbre

prendido en su pelo,

en el guante marfileño de su mano

y en la copa inclinada.

Y Orestes siempre escucha

y practica con su arpa

para el inminente viaje,

y el mundo se contrae,

feroz e impermeable,

enjaulado en las palabras reiteradas

de su madre,

enjaulado en una

usanza de muertes.

II

Tres cosas se perdieron

en la larga noche de las palabras:

el borde de la historia,

el largo apaciguamiento del corazón,

el ojo del profeta.

Pero la historia nacida

de fragmentos imposibles

es ésta: que lord Pyrrhus Alecto,

faro de la costa,

brazo de Caergoth,

padre del soñador

y vengativo Orestes,

murió a manos de los campesinos

en el tiempo de la Destrucción,

murió en la vanguardia

de sus resplandecientes ejércitos,

y en sus moribundos ojos

giraron las constelaciones,

la balanza rota de Hiddukel

cabalgando al oeste de la ciudad fortificada.

Es allí donde el borde

de la historia termina;

el resto es un canto

que siguió al canto,

la historia enredada

en su propia trama,

aprisionada en círculos excéntricos

hasta que la verdad fue una palabra

en la noche del bardo,

y la envoltura del evento

fue una confusa matemática

perdida en la matriz de las estrellas.

III

Pero ésta es la historia

como Arion la contó,

Arion Corvus, bardo de Branchala,

el cantor de misterios,

ágil con las aladas

cuerdas del arpa.

Despojado de casa por la Destrucción,

viajó al oeste, su mapa

un recuerdo de hogar y castillo,

sin techo, tocaba siempre

los himnos del cometa

y el fuego perpetuo;

tocaba la Era de la Destrucción,

traiciones y sublevaciones

abarcando el alcance de la mano del arpista

Y la historia cabalgó

en el arpa embrujadora que entonaba

la inverosímil música de la vida.

Suya era la canción que recuerdo,

su canción y el relato de mi madre.

Oh, que canten los cuervos

perpetuamente equivocados

a los oídos de mis hijos,

Oh, canta para ellos, Arion Cuervo Borrascoso:

Por las tierras de Caergoth cabalgó

Pyrrhus Alecto, caballero de la noche de traiciones,

tea de la conflagración que oscureció el estrecho de Hylo,

aceite y cenizas sobre el agua, país incendiado.

Por siempre jamás los pueblos arden a su paso,

y el grano de los campesinos, vida de los harapientos ejércitos

que lo hostigan de vuelta al torreón del castillo,

donde Pyrrhus el Portador del Fuego borró el mundo

bajo la denegación de las almenas,

donde murió entre piedras con sus huestes atrincheradas.

Durante diecisiete años los campos de Caergoth

ardieron sin cesar por su mano devastadora,

un erial de condados y aldeas,

y la historia del Portador del Fuego perdura en la estela

de su nombre.

IV

Mira a tu alrededor; hijo mío,

y busca el fuego de la canción de Arion:

¿Dónde, en este país,

en el olvidado Caergoth,

arde en llamas una sola aldea?

¿Dónde hay un campesino que sufre

y muere de hambre por los incendios de tu padre?

En alguna parte hacia el este,

ante un blanco cortinaje,

embellecido con laurel

y dorada adulación,

el bardo canta una mentira

en una casa de oídos atentos,

y Caergoth arde

en la imaginación del mundo,

mientras que el bardo calla algo

en su canción,

algo parejo a la verdad.

Pero no dejemos que el aliento

del fuego toque a tu padre,

Orestes, hijo mío,

mi brazo en el mundo menguante,

mi propia verdad,

mi profecía,

apaciguó la aniquilada madre,

y lóbrega, silenciosamente

Orestes escuchó, la mortífera arpa

presta en su mano tortuosa.

Y la palabra se tornó acción

y el canto en un viaje en la noche,

y los años de escucha

en embozo y nombre prestado,

a medida que el muchacho maduraba

en la palabra de su madre;

y las cuerdas del arpa vibraron

en el viento hostil

cuando partió, a solas, en busca de Arion

V

Encaramado en lo alto de las almenas

del alcázar de Vingaard,

mientras el viento se precipitaba

sobre las murallas cubiertas de nieve,

arrebujado en una oscura capa,

Orestes se asomó al rectángulo luminoso

de una ventana,

y murmuró entre dientes y escuchó,

su enaltecida impaciencia

se acrecentó con el canto

del bardo sentado frente al fuego.

Melodiosamente, Arion cantaba

sobre el principio del mundo,

la forma de todos nosotros

rescatada del caos

por las manos de los dioses,

los océanos inscribiendo

el sueño de las llanuras,

el sol y las lunas

señalando los campos

con luz y el tránsito

de verano a invierno,

los brillantes extremos de la tierra

maravillosos con árboles,

las hojas rebosantes de vida

de naciones de cernícalos

de inmaculadas bandadas de palomas,

del primer canto sencillo

del gorrión del verano,

y la canción del bardo

sustentándolo todo,

alentando la fase

del despertar de la luna,

entonando los nacimientos

y las muertes de héroes;

todo ello alcanzaba

los oídos de Orestes.

Y, alzándose más allá de él,

poblaba las estrellas invernales

con una luz que se cernía

y se inmovilizaba sobre él;

como cada noche, en el canto,

las viejas constelaciones

volvían a adoptar sus formas imaginadas

alentadas por el fuego

de la primera creación

a través de los años, hasta el día de hoy

en que el canto desciende

en una lluvia de luz

sobre tus hombros,

con una tenue incandescencia

de música y evocación,

y el último verdor difuso

de un jardín que jamás

y siempre se inventa a sí mismo.

Porque la canción del bardo

es una creencia distante,

una creencia en la forma de la distancia.

Mientras se levanta el canto

desde el hogar y el salón,

a solas con el doliente viento,

Orestes escucha agazapado,

y lenta, renuentemente,

empieza a cantar,

sus sueños de, venganza acallados

en el éxtasis de las cuerdas del arpa.

VI

Hieronymo se llamó a sí mismo,

Hieronymo cuando bajó de las almenas

y entró, suplantado y anónimo,

en el salón

escoltado por el viento y la oscuridad.

Arion soñaba frente al hogar,

y sus palabras eran una queda, creativa melodía;

las lenguas del fuego

se inclinaban al impulso de su aliento,

y el corazón de la hoguera

era un mapa en los ojos de Orestes,

que se agachó junto al hogar

y ofreció su arpa

al difamador de su padre,

sonriendo y sonriendo

su malvada rúbrica.

Enséñame tus cantos, Arion, dijo,

adoptando la voz y la apariencia

del imaginado Hieronymo,

oculto en disfraces,

y nadie en la corte

reconoció al hijo de Alecto…

¡Enséñame tus cantos, bardo memorable,

luz en pleno invierno,

cantor de orígenes, forjador de historia,

arrastra mis ideas inanimadas sobre las llanuras invernales

como hojas muertas hacia un apresurado renacer!

El viejo Arion sonrió

a la súplica del muchacho,

a la fractura de las brasas,

al brillante flamear del hogar,

a la nada arremolinada

en el corazón del fuego;

porque algo había pasado

en su distante divagación,

oscuro como un ala

en las almenas nevadas;

una pisada sobre la tumba

fue cuanto pudo imaginar

allí, en la calidez del torreón

donde los pensamientos eran de canción

y de música y de evocación,

donde algo aún más tenebroso

estaba instando al bardo

a que aceptara al muchacho

arrodillado a la luz del hogar.

El poeta, dijo,

divulga ciertas cosas.

Otras, las calla;

porque las palabras y el silencio

entre ellas se entremezclan,

definiéndose entre sí

en espacios de perfección.

Suavemente, la vieja mano

se alzó y descendió,

y los dedos que manejaban el arpa

se posaron en la frente

del audaz y misterioso muchacho.

El aprendizaje quedó sellado

con la jactancia de Orestes,

el nombre de Hieronymo

sujeto a los términos del compromiso,

todo en el azar de una hora,

en la plenitud de una estación,

pero en su interior, en alguna parte,

una invención más oscura

se desarrollaba en las profundidades

del corazón y la menguante lumbre del hogar.

VII

Enmascarado así en intención,

en un nombre sagrado,

durante un año y un día

Orestes sometió

su cólera a la música y al viento,

el aprendizaje una espera anhelante

en las escalonadas cuerdas

de un arpa sobre la que los dioses susurran,

de un vagar por el saber popular

y las nubladas geografías

vinculadas al pasado fracturado;

y moró junto al poeta,

y viajó a Dargaard

al corazón de Solanthus,

al expuesto Thelgaard,

a anónimos castillos de recuerdo

donde los caballeros resistían

en la espera anhelante de que algo

se moviera en los canales de la historia,

redimiendo la sangre menoscabada de la rosa,

mientras la historia que Arion cantaba,

de espaldas al sueño

y al incrédulo fuego,

descubría los años

y el decadente brazo de la espada.

Siete cantos de instrucción

surgieron del fuego y la ensoñación:

la espiral de Quen,

primera geometría del amor;

el ala de Habbakuk,

empollando sobre el mundo;

el círculo de Solin,

corazón temerario y periódico;

el arco de Jolith,

separando intención de acción;

el fuego blanco de Paladine,

canto perfeccionado del dragón;

la plegaria de Matheri,

compasiva gramática del pensamiento;

y el último, el principal,

la luz de Branchala

que mide todos los cantos

con la matriz de las palabras.

A solas en el borde

de la oscuridad, Orestes

se somete y escucha,

cantando renuentemente, gozosamente,

mientras dioses y planetas

y el ciclo de los años

giran en torno a un largo sueño de asesinato

y la purificación de unas cuerdas de arpa.

VIII

Un año y un día giraron las estaciones,

conforme a fábula y añejos decretos de magia,

mientras el coro de cínifes de otoño se sometía al hielo

y el final del año se aproximaba como una muerte

y los castillos oyentes se perdían bajo la nieve.

El aprendizaje de Orestes desembocó en un círculo de

fuego,

donde el arpa que había dominado y los siete cantos

y los catorce modos de magia incalculable

lo llevaron de regreso a la noche y al torreón,

a los ojos invernales del bardo interpretando el recuerdo

y haciéndolo carne, piedra, ensoñación y viento.

Arion, dijo, Arion, háblame del tiempo

de la Destrucción de Krynn y de perfidias.

El bardo cogió el arpa en la noche prevista,

pues su recuerdo oscurecía el borde del pasado

cuando el conocimiento concibe la forma de la creación,

y la Destrucción cambió a medida que hablaba de su

nacimiento

en la espiral de la profecía, el roce de su ala

sobre las relucientes bóvedas y torres de Istar,

el crecimiento de las lunas y la convergencia de estrellas,

y voces y truenos y relámpagos

y terremotos,

y Arion nos contó esa noche junto al hogar

que el granizo y el fuego se precipitaron sobre la tierra

en un diluvio de sangre, incendiando árboles y hierba,

y las montañas ardieron, y el mar se tornó

sangre

y sobre y bajo nosotros el firmamento se diseminó,

y langostas y escorpiones recorrieron la faz

del planeta;

así nos lo contó Arion, y Orestes se acercó a él.

Arion, dijo, Arion, háblame sobre

los tiempos

de hambruna y plaga y de Pyrrhus Alecto.

Arion acaricio el arpa y empezo, su blanco cabello

desparramándose sobre el brazo dorado del arpa,

como si estuviera cayendo en el sueño a través del canto,

y el invierno se detuvo al toque de las cuerdas,

y cantó los últimos versos mientras el disfrazado Orestes

se reclinaba y recordaba y escuchaba:

Por las tierras de Caergoth cabalgó

Pyrrhus Alecto, caballero de la noche de traiciones,

tea de la conflagración que oscureció el estrecho de Hylo,

aceite y cenizas sobre el agua, país incendiado.

Por siempre jamás los pueblos arden a su paso,

y el grano de los campesinos, vida de los harapientos

ejércitos

que lo hostigan de vuelta al torreón del castillo,

donde Pyrrhus el Portador del Fuego borró el mundo

bajo la denegación de las almenas,

donde murió entre piedras con sus huestes atrincheradas.

Durante diecisiete años los campos de Caergoth

ardieron sin cesar por su mano devastadora,

un erial de condados y aldeas,

y la historia del Portador del Fuego perdura en la estela

de su nombre.

Orestes escuchó, mientras honor y canción,

sangre y adopción, batallaban en la prisión de sus

pensamientos,

su padre vengado con veneno, con acero,

con la canción de la cuerda del arpa traducida en garrote,

cerrando la elocuente garganta de Arion,

silenciando canto, reivindicando a su padre,

y transformando Caergoth de desierto en jardín.

Mas la mano de Orestes se inmoviliza en el arco de la

represalia,

y durante la noche lucha y recuerda,

y mientras os cuento esto, todavía batalla con el recuerdo.

IX

El duelo empezó cuando las palomas sobrevolaban

Vingaard;

el veneno había recorrido las venas como fuegos

imaginados;

y a solas en su cuarto, el aprendiz del poeta

soportó los funerales, ajustó cuentas, esperó

las pesquisas de la Orden por la quebrantada Solamnia

en busca de rivales y bellacos, del rastro de asesinos,

y ya tarde, la quinta noche tras la incineración,

cuando las cenizas se habían asentado en la pira de Arion,

sólo entonces, Hieronymo cogió el arpa

(aunque hubo algunos que, a altas horas de la noche,

oyeron, o creyeron oír, al aprendiz

llorando y cantando el modo sonoro de la Destrucción),

y ya tarde, la quinta noche tras la incineración,

Hieronymo cantó para la hueste en el alcázar de

Vingaard,

y la Destrucción cambió a medida que hablaba de su

nacimiento

en la espiral de la profecía, el roce de su ala

sobre las relucientes bóvedas y torres de Istar,

el crecimiento de las lunas y la convergencia de estrellas

y voces y truenos y relámpagos

y terremotos,

mientras Hieronymo les contaba esa noche junto al hogar

que el granizo el fuego se precipitaron sobre la

tierra

en un diluvio de sangre, incendiando árboles hierba,

y las montañas ardieron, y el mar se torno

sangre

y sobre y bajo nosotros el firmamento se diseminó,

y langostas y escorpiones recorrieron la faz

del planeta;

así lo contó Hieronymo y luego se inclinó hacia adelante

Ahora, dijo, ahora os hablaré sobre

los tiempos

de hambruna y plaga y de Pyrrhus Alecto.

Por las tierras de Caergoth cabalgó

Pyrrhus Alecto, el caballero en la noche de traiciones.

Cuando la tea de la conflagración oscureció el estrecho

de Hylo,

como aceite sobre el agua alivió el país incendiado.

Por siempre jamás los pueblos supieron de su paso

por el grano de los campesinos, vida de los harapientos

ejércitos.

Lo transportaron de vuelta al torreón del castillo,

donde Pyrrhus el Portador de la Luz renunció al mundo

bajo la abnegación de las almenas,

donde murió entre piedras y sus huestes expectantes.

Durante diecisiete años los campos de Caergoth

se tornaron sin cesar; por su mano protectora,

en un vergel de condados y aldeas,

y la historia del Portador de la Luz perdura en la estela

de su nombre.

X

Su deber cumplido

y muerto el viejo bardo,

Orestes regresó

a la rescatada Caergoth,

bordeando los cerros,

y no cesaron sus reflexiones

mientras pasaba por Southlund,

las montañas Garnet

rojas como un recuerdo

de sangre en la distancia;

No hay ley,

murmuró Orestes,

su mano en las cuerdas del arpa,

ni regla oral que diga

que el difamador de tu padre

no puede instruirte,

que tu corazón no puede honrar

al hombre a quien mataste,

incluso mientras tu mano

prepara el veneno.

El paisaje al frente

era disminuido y natural,

nada imprevisto

surgía del cielo,

las aguas estaban canalizadas

y vacías de milagros.

Así que esto es la historia,

reflexionaba Orestes,

así que esto es la historia;

ahora comprendo,

mientras la calzada se extendía ante él,

no legada, sin herederos,

aislada de su construcción

y silenciada por la sangre.

En la frontera de Southlund

se alzaba humo;

el Brazo de Caergoth

cobijaba un fuego incesante.

Orestes cabalgó velozmente

a través de oleadas de profecía,

y la zancada de su corcel

confirmaba las palabras muertas de Arion

La caballería saqueando

los campos florecientes,

arrasando pueblos,

aproximándose a la invulnerable Caergoth

importándole poco el cabalgar

de un muchacho en su columna

encubierto en la noche

y en el impotente duelo.

Un bardo, dijo alguien,

o el aprendiz de un bardo

regresaba a su tierra natal,

incendiada y desolada.

El capitán de caballería

se volvió hacia el muchacho sollozante

y le habló como a un soldado,

como compañero y hermano:

Antes o después, canta esto,

bardo o aprendiz de bardo.

Pues la voz del arpista

del músico, o del flautista

ya no se escuchará

en el Brazo de Caergotb,

salvado del fuego largo tiempo

por el canto de un poeta

que decía que ya estaba ardiendo,

pues un país celebrado en reciente fábula

es un imán para invasiones,

presa de caballerías,

fruto maduro para espada y fuego.

Orestes siguió cabalgando

y el capitán continuó,

volviendo su pálido corcel

mientras una estrella caía

del establecido sueño del cielo:

Porque la canción del bardo, dicen,

es una creencia distante

en la forma de la distancia.

Porque Caergotb ardía

cuando ella dijo en su corazón:

«Soy reina, no una viuda,

y la tristeza está lejos de mí,

evasiva como el pensamiento

o los cambios del recuerdo».

Antes o después, canta esto.

Y desapareció en historias

de rumor y humo,

y antes o después,

un bardo cantará esto,

en castillos asediados

abandonados a la noche

y al graznido del cuervo.

Antes o después,

alguien cantará

sobre Orestes el bardo,

pues el poeta

divulga y modela ciertas cosas,

y otras las calla,

porque las palabras y el silencio

entre ellas se entremezclan,

definiéndose entre sí

en espacios de perfección;

y, a través de ellas, la historia

asciende en espirales,

desciende sobre sí misma

y gira a través del tiempo,

a través de eventos borrados

y constante venganza

que llega hasta el tiempo

en que hablo y os cuento esto.