Capítulo 14

El jovial pescador

Pasaba ya del mediodía cuando tía Mathilda y tío Titus regresaron al «Patio Salvaje» con el convencimiento de que Eloisa Dobson era la criatura más testaruda que había en la superficie de la tierra. A pesar de los razonamientos del comisario Reynolds y de la fuerza de persuasión de tía Mathilda, la señora Dobson había dicho con firmeza y también con un poco de enfado que nadie iba a conseguir que saliera de la casa de su padre.

—Pero si ella misma estuvo a punto de marcharse anoche —exclamó Jupiter.

—Entonces debías haber logrado que saliera —atajó tía Mathilda, que marchó presurosa dentro de casa a preparar la comida.

Jupiter limpió la última de las piezas de mármol con la manguera y entró en casa para ducharse. Después de comer volvió al patio. Su tía se había olvidado de darle instrucciones para la tarde, así que se encaminó al cuartel general por el túnel número dos, y de allí se escapó sin ser visto, saliendo por la puerta roja pirata. Desde allí se dirigió corriendo a la comisaría de policía de Rocky Beach.

Jupiter encontró al comisario Reynolds sentado a su mesa y pensativo.

—¿Qué te trae por aquí, Jones? —le preguntó el comisario.

—Hay un hombre alojado en la posada «Seabreeze» que ha estado excesivamente atento con la señora Dobson —dijo Jupiter.

—En ese aspecto, creo que es la propia señora Dobson quien se ha de preocupar —respondió el comisario.

—Eso no es lo que me inquieta —siguió diciendo Jupiter—. Ha hecho creer a la señora Hopper que ha venido aquí para pescar. Sin embargo, todavía no ha cogido nada.

—¿Sí? A eso se le llama mala suerte.

—Es posible que sea así, pero da la coincidencia que su coche estaba aparcado frente a la casa del alfarero el sábado, cuando a mí me atacaron estando dentro de la casa, en el despacho. Además, intentó visitar a la señora Dobson anoche, no mucho antes de que aparecieran en la casa, por segunda vez las huellas flameantes. Y por último, tenemos su vestimenta.

—¿Qué pasa con su vestimenta?

—Que todas las prendas están nuevas y flamantes, basta con mirarle —prosiguió Jupiter—. Parece como si se hubiera preparado como un actor de cine que tuviera que filmar. Por otra parte, la ropa que lleva no encaja en absoluto con el coche que conduce. Es viejo y un poco estropeado. Es un «Ford» de color tostado. Tal vez usted debiera telefonear a Sacramento para comprobar la matrícula del coche y a nombre de quién está. Ese hombre se llama Farrier.

—Y seguramente se llamará así porque ése es su apellido —dijo el comisario—. Mira, Jones, ya sé que te consideras el más importante y el más grande después de Sherlock Holmes, pero desearía que abandonaras ese negocio de entrometerte donde no te llaman. Y no creas que no tengo auténticos problemas. Esa señora Dobson parece que está esperando que yo haga aparecer a su padre ausente, si es que él es su padre, lo más tarde al anochecer. Con mi numerosa plantilla de ocho hombres, ¿cómo voy a salir y recorrer toda la costa del Pacífico para encontrar a un hombre que no quiere que lo busquen y lo descubran? También supone que voy a imaginarme cómo ha podido entrar alguien en una casa con las cerraduras echadas y ha prendido fuego en la escalera.

—¿Ha recibido usted ya algún informe del laboratorio sobre el linóleo chamuscado? —le preguntó Jupiter.

—Cuando lo tenga, puede que seas el último en saberlo —le contestó el comisario Reynolds—. Y ahora vete y deja que me pase el dolor de cabeza que tengo.

—¿Entonces no piensa telefonear a Sacramento? —insistió Jupiter.

—No; no lo pienso hacer. Y si continúas molestando a ese caballero de Farrier, personalmente te declararé «estorbo público».

—Bueno, está bien —se resignó Jupiter.

Abandonó el despacho del comisario y se dirigió, lo más aprisa que pudo, a la posada «Seabreeze». Al llegar vio con satisfacción que el «Ford» de color tostado no estaba en la zona de aparcamiento. Él sabía que la señora Hopper era aficionada a la siesta por las tardes y puede que estuviera descabezando un sueño tranquilamente en su propia habitación. A excepción de un huésped o dos, sólo estaba María, con la que se las tendría que ver.

No había nadie en el vestíbulo de la posada, y la puerta situada tras la mesa se encontraba cerrada. Jupiter se acercó de puntillas a la mesa. La señora Hopper era una patrona excesivamente meticulosa, y Jupiter lo sabía muy bien. Por eso encontró enseguida la llave supletoria de la habitación 113; estaba donde debía estar, en el casillero numerado que había en el cajón de abajo de la mesa de la señora Hopper. Jupiter sacó la llave sin hacer el menor ruido, se la metió en el bolsillo y salió a la galería. A María no se la veía por ninguna parte, ni había huéspedes sentados en la terraza que daba a la playa.

Jupiter, con las manos en los bolsillos, se paseó tranquilamente por la galería, y cuando llegó a la puerta de la habitación 113 se detuvo y esperó, prestando mucha atención. Nadie daba señales de vida en parte alguna.

—Señor Farrier —dijo, llamando suavemente a la puerta.

El señor Farrier no contestó.

Con mucho cuidado Jupiter metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y penetró en la habitación.

—Señor Farrier —dijo otra vez con voz baja.

Pero la habitación estaba vacía; vacía y limpia. María había tenido tiempo de hacer la cama y limpiar la alfombra.

Jupiter cerró la puerta con cuidado y empezó el trabajo. Los cajones del escritorio estaban vacíos, lo mismo que los de la mesa. El señor Farrier no se había molestado en sacar las cosas de aquellas magníficas maletas, excepto algunas chaquetas de deporte que estaban colgadas en el armario, junto con media docena de camisas limpias y varios pares de pantalones azules con la raya bien marcada. Jupiter palpó los bolsillos de todas esas prendas, pero estaban vacíos.

Luego, Jupiter prestó atención a las maletas. Eran dos. Una estaba abierta encima de una banqueta situada a los pies de la cama, y contenía lo que todo el mundo supone que hay en una maleta: pijamas, calcetines, un par de zapatillas que parecían por estrenar, ropa interior y, en un montoncito debajo de todo, unas cuantas piezas de ropa sucia.

La otra maleta estaba en el suelo, cerca de la banqueta. Estaba cerrada, pero Jupiter comprobó que no tenía echada la llave. Contenía más ropa, toda ella nueva, con las etiquetas de varias tiendas de artículos de caballero de Los Ángeles. Una camisa todavía tenía adherida la etiqueta con el precio, y Jupiter se quedó con la boca abierta cuando vio lo que había costado.

Los dedos de Jupiter tropezaron con papeles en el fondo de la maleta. Sacó la ropa con cuidado para no revolverla, y observó aquellas hojas de periódico que estaban dobladas. Era la sección de anuncios clasificados del periódico «Los Ángeles Times». Uno de ellos, en la sección de «Personal», había sido enmarcado dentro de un círculo. Decía así: «Nicolás. Estoy esperando. Escribe a Alexis al apartado de Correos 213, Rocky Beach, Ca.».

Jupiter sacó el periódico. Debajo de éste había otra hoja que formaba parte de la misma sección de anuncios del «New York Daily News», y en él aparecía un aviso igual. También encontró un ejemplar del «Chicago Tribune» con el mismo aviso. Jupiter se fijó entonces en las fechas de los periódicos. Todos eran del 21 de abril de aquel mismo año.

Jupiter frunció el entrecejo y volvió a poner los periódicos en la maleta, en el mismo orden en que los había encontrado. Encima colocó nuevamente la ropa, cerró la maleta y la volvió a dejar en el suelo.

Aunque no sabía a qué había venido aquel apuesto pescador, Jupiter se convenció de que poco o nada tenía que ver con la pesca.

Luego inspeccionó rápidamente el cuarto de baño, que sólo tenía una máquina de afeitar y unas toallas limpias. Estaba a punto de salir por la puerta cuando oyó unos pasos acelerados en la galería. Una llave se introdujo en la cerradura de la habitación 113.

Jupe miró en torno suyo precipitadamente, vio que no se podía meter debajo de la cama y se introdujo en el armario ropero. Allí se ocultó tras una de las primorosas chaquetas del señor Farrier y contuvo la respiración.

Desde su escondrijo oyó cómo el señor Farrier entraba en la habitación, tarareando una tonadilla. Se detuvo por un momento delante de la cama y enseguida entró en el cuarto de baño. La puerta se cerró y Jupiter oyó chorrear el agua en el lavabo.

Jupiter salió del armario y caminando aprisa de puntillas se dirigió hacia la puerta. La abrió en un santiamén. El agua continuaba chorreando en el lavabo. Jupiter salió de espaldas a la galería al mismo tiempo que dejaba la puerta cerrada tras sí. Cuando sólo quedaba una rendija por cerrar, aún pudo ver cómo el señor Farrier dejaba caer algo encima de la cama.

El apuesto y arrogante pescador tenía un arma de fuego.