Capítulo 11

Vuelve el fantasma

Todavía tenía Jupiter la mano puesta en el timbre de llamada de la casa del alfarero cuando se abrió una de las ventanas del piso de arriba y se oyó la voz de Eloisa Dobson.

—¿Quién va ahí? —preguntó.

Jupiter dio unos pasos hacia atrás para dejarse ver desde el zaguán de entrada.

—Soy yo, Jupiter, señora Dobson. Y conmigo viene Bob Andrews.

—Oh; esperad un momento —dijo la señora Dobson.

La ventana se cerró de golpe. Un momento después, Jupe y Bob oyeron cómo se abrían las cerraduras y se corrían los cerrojos. La puerta se abrió y apareció Pete.

—¿Qué pasa? —preguntó éste.

—Déjanos entrar y ten paciencia —dijo Jupiter en voz baja.

—Estoy tranquilo. ¿Qué es lo que sucede?

—No quiero alarmar sin necesidad a la señora Dobson —dijo Jupiter con voz rápida, entrando en el recibidor—, pero los hombres que hay en Hilltop House…

Jupiter interrumpió la frase cuando la señora Dobson apareció en lo alto de la escalera y empezó a bajar.

—¿Has oído un ruido apagado hace cosa de un minuto, Jupiter? Como si fuera un disparo, ¿verdad?

—Creo que ha sido solamente una pequeña explosión en la carretera —contestó Jupiter en seguida—. Señora Dobson, usted no conoce a nuestro amigo Bob Andrews.

—Mucho gusto en conocerla, señora Dobson.

La señora Dobson sonrió y bajó los peldaños que le faltaban.

—Me alegro mucho de verte, Bob —le dijo—. ¿Qué os trae a los dos hasta aquí tan tarde?

Tom Dobson bajó las escaleras con una bandeja llena de copas vacías.

—Hola, Jupe —saludó.

Jupiter presentó a Tom y a Bob.

—Hola —dijo Tom—. El tercer investigador.

—¿El qué? —preguntó la señora Dobson.

—Nada, mamá —respondió Tom—. Se trata sólo de un chiste. Algo.

—Hum. —La señora Dobson miró a su hijo con esa mirada escrutadora, tan característica de las madres.

—No es hora de bromas —dijo—. ¿Por qué habéis venido, muchachos? No creáis que no me estoy dando cuenta de que tenéis algún problema. Habéis sido muy amables en hacer que Pete pase la noche con nosotros, pero, venga, que no haya secretos, ¿eh?

—Lo siento, señora Dobson —dijo Jupiter—. Bob y yo no habíamos planeado venir aquí esta noche. Sin embargo, íbamos caminando por el sendero de la cima de la colina y no pudimos por menos de darnos cuenta de la presencia de unos hombres en Hilltop House.

Bob confirmó cuanto aquél decía, mientras Jupiter continuaba con toda calma.

—Hilltop House es un edificio grande situado más o menos detrás de esta casa, pero en su parte de arriba, en la cima de la colina. Los dos inquilinos se situaron allí ayer, y desde la terraza pueden ver sin impedimento alguno el interior de las habitaciones de esta casa que dan a la parte de detrás. Y se nos ocurrió la idea de venir a decírselo para que lo supiera y tuviera echadas las persianas de las ventanas.

—¡Vaya suerte! —la señora Dobson se sentó en la escalera—. Esto faltaba para completar el día. Primero las huellas flameantes, luego aquel petimetre de la posada y ahora una pareja de atisbadores.

—¿El petimetre de la posada? —preguntó Bob—. ¿Qué petimetre y de qué posada?

—Un tipo llamado Farrier —le contestó Pete—. Que apareció inesperadamente hará cosa de media hora para ver si la señora Dobson y Tom habían llegado hasta aquí sin novedad, y si les podía ayudar en algo.

—Aquel pescador tan jovial —dijo Jupiter.

—Demasiado jovial en cuanto a palabras —dijo la señora Dobson—. No sé por qué pero me da mala espina. ¿Qué intenta con ese afán tan desmedido? Se ríe tanto que sólo de verle ya me duelen a mí los músculos de las mejillas, y es siempre tan dicharachero… tan dicharachero.

—¿Y amigo de las magnificencias? —dijo Jupiter.

—Sí, creo que le podríamos llamar así —la señora Dobson apoyó la barbilla con las manos y se quedó con los codos encima de las rodillas pensando—. Se parece… bueno, se parece a uno de esos maniquíes de unos grandes almacenes. No creo que sude mucho. De todas formas, trató de invitarse a sí mismo a tomar café, pero le dije que estaba pensando en tumbarme un rato con un paño frío en la frente, por el dolor de cabeza que tenía, y en vista de eso se dio por aludido y se fue.

—¿Venía en coche? —preguntó Jupe.

—Pues seguro que sí —respondió Pete—. Un «Ford» viejo y de color tostado, que venía por la carretera.

—Hum —dijo Jupiter—. No hay razón alguna para que no se diera también un paseo por la orilla del mar. Bien; será mejor que nos volvamos a casa. Hasta mañana, señora Dobson.

—Buenas noches, muchachos —dijo la señora Dobson, que tomando la bandeja con las copas sucias que tenía Tom se encaminó a la cocina.

Jupiter informó rápidamente a Tom y a Pete de los hechos ocurridos en Hilltop House y del disparo posterior. Les advirtió de nuevo que tuvieran echadas las persianas de las habitaciones. En cuanto Jupe y Bob salieron oyeron el ruido de las cerraduras al echar las llaves y de los cerrojos que se pasaban.

—Estoy pensando que me alegra en extremo que el alfarero dotara a su casa con tantas cerraduras y medios de seguridad —dijo Jupiter.

Los dos muchachos se volvieron a Rocky Beach por la orilla de la carretera.

—¿Crees que Pete y los Dobson se encuentran realmente en peligro? —preguntó Bob.

—No —respondió Jupe—. No lo creo. Puede que los dos hombres de Hilltop House sientan curiosidad por ver lo que hacen, pero ya sabemos que por quien están interesados realmente es por el alfarero. Y están además sabedores de que el alfarero no se encuentra en casa.

—¿Qué opinas del tipo que había en la colina? —dijo Bob—. Me refiero, naturalmente, al que nos disparó.

—Nosotros fuimos los únicos que se asustaron —contestó Jupiter—. No parece que quiera con ello amenazar en forma alguna a los Dobson. Pero resulta interesante que el señor Farrier haya insistido tanto en sus atenciones para con la señora Dobson. A ella no le ha hecho ninguna gracia, y la tía Mathilda se mostró muy áspera con él esta tarde. La gente, por regla general, no se suele entrometer cuando ve que no es recibido con agrado. Y también despierta interés ese «Ford» de color tostado.

—Debe haber miles como él, circulando por ahí —dijo Bob—. ¿Por qué resulta interesante?

—Porque no encaja mucho con todo lo demás referente a ese hombre —explicó Jupiter—. Como dice también la señora Dobson, en su aspecto se muestra muy acicalado. Por eso, uno se esperaría que dispusiera de un coche más elegante, un coche deportivo, por ejemplo. Y aunque parece meticuloso en cuanto a su persona, ni siquiera demuestra haberse preocupado de que le lavaran el coche.

Ya se veían las luces de Rocky Beach, y los muchachos caminaron más aprisa, pues de repente se les vino el pensamiento de que tía Mathilda podía estar buscándoles. Pero no, la casa de los Jones estaba silenciosa cuando los muchachos llegaron allí. Jupiter se asomó por la ventana para ver si su tío Titus continuaba dando cabezadas tranquilamente, ante la pantalla de la televisión.

—Entra conmigo, y cerraremos el patio como todas las noches —dijo Jupiter a Bob.

Los muchachos penetraron por la verja de gruesos barrotes. La luz estaba encendida todavía en el taller que Jupiter tenía al aire libre. Cuando Jupiter la apagó, se vio que una lucecita roja intermitente estaba dando señales. Era la señal de que sonaba el teléfono que tenía instalado en el cuartel general.

—¿A esta hora? —dijo Bob—. ¿Quién puede ser ahora?

—¡Pete! —exclamó Jupiter—. Sólo puede ser él. —Y apartó a un lado la reja que ocultaba la entrada al túnel número dos. En un segundo llegaron los dos al cuartel general, y Jupe descolgó inmediatamente el teléfono.

—¡Vuelve! —la voz de Pete sonaba débil y temblorosa a través del auricular—. ¡Ha ocurrido de nuevo!

—¿Más huellas? —preguntó Jupiter tajante.

—Sí, tres más, en la escalera —dijo Pete—. Yo las he apagado, y ahora queda un olor extraño. Además, la señora Dobson sufre ataques de histeria.

—En seguida estaré allí —le prometió Jupiter. Y colgó el teléfono.

—Otra colección de huellas flameantes —le comunicó a Bob—. Y esta vez en la escalera. Además, me dice Pete que la señora Dobson tiene ataques de histerismo, cosa que no me sorprende.

—¿Nos volvemos, pues? —preguntó Bob.

—Nos volvemos —respondió Jupe.

Los dos muchachos salieron precipitadamente por el túnel y estaban precisamente abriendo la puerta de la verja del «Patio Salvaje» cuando tía Mathilda abrió también la puerta de la casa.

—¿Qué estáis haciendo tanto tiempo por ahí, muchachos? —preguntó.

—Pues solucionando cosas —le respondió Jupiter, que se volvió y echó a correr hacia donde estaba su tía—. Estábamos pensando que podríamos ir en bicicleta a ver cómo siguen la señora Dobson y Tom. No te importa, ¿verdad?

—Sí que me importa, sí —dijo su tía—. Es ya demasiado tarde para ir a visitar a las gentes. Y tú sabes, Jupiter, que no me gusta que vayas por esa carretera después que se hace oscuro.

—Las bicicletas tienen faro —aclaró Jupiter—. Y además, iremos con cuidado. La señora Dobson estaba tan fuera de sí esta tarde que hemos pensado que podríamos comprobar cómo sigue y ver si se ha instalado bien.

—Bueno…, conforme, Jupiter; pero tened cuidado, muchachos. —Se detuvo un momento y luego agregó—: ¿Dónde está Pete?

—Se fue —respondió secamente Jupe.

—Está bien. Bueno, si os tenéis que ir, daos prisa, pues se está haciendo más tarde. Y sobre todo recordad esto: tened cuidado.

—Lo tendremos muy presente —prometió Jupe.

Con las bicicletas, el viaje de retorno a la casa del alfarero fue sólo cuestión de unos minutos. Bob y Jupiter aporrearon la puerta y llamaron. Pete les abrió.

—¿Has registrado la casa? —le preguntó Jupiter.

—¿Yo solo? —dijo Pete—. ¿No estás bien de la cabeza? Además, he estado muy ocupado; he tenido que apagar las llamas, y salir corriendo a la cabina de la carretera para llamaros. A todo esto la señora Dobson está trastornada.

Realmente la señora Dobson no era ella. Bob y Jupiter siguieron a Pete escalera arriba hasta la habitación de delante, en la que habían montado la cama de bronce. La señora Dobson estaba tumbada en la cama, boca abajo, sollozando amargamente. Tom se encontraba sentado a su lado, dándole golpecitos en la espalda, y con aspecto muy nervioso.

Bob entró corriendo en el cuarto de baño, abrió el grifo del agua fría y empapó un paño.

—¡Ya va otra vez! —gritó la señora Dobson.

—¿Ya va qué? —le preguntó Jupiter.

—Ha parado —respondió—. El agua estaba corriendo en algún sitio.

—He sido yo, señora Dobson —dijo Bob entrando en la habitación con el paño empapado—. Pensé que le iría bien.

—¡Oh! —exclamó; y cogiendo el paño se lo puso en la mejilla.

—Inmediatamente después que os fuisteis —explicó Pete—, pudimos percibir claramente que el agua corría por las tuberías y que se salía, aunque todos los grifos de la casa estaban cerrados. Luego, estábamos ya a punto de retirarnos a dormir, cuando oímos un ruido abajo, como si fuera el chasquido de dos objetos blandos. La señora Dobson salió a ver qué pasaba y se encontró con tres huellas ardientes en las escaleras. Las sofoqué con una manta, y nos encontramos con otra colección de huellas.

Jupiter y Bob se volvieron a la escalera para observar las señales carbonizadas.

—Exactamente iguales a las de la cocina —dijo Jupiter. Tocó una y se olió los dedos—. Tienen un olor especial; es algún producto químico.

—¿Y qué tenemos que ver nosotros con ello? —preguntó Pete—. ¿Es que tenemos un fantasma que es doctor en ciencias químicas?

—Tal vez sea ya demasiado tarde —dijo Jupiter—, pero mi idea es que registremos la casa.

—Jupe, nadie pudo haber entrado aquí —insistió Pete—. Esta mansión tiene más cerraduras que los sótanos del Banco de América.

Sin embargo, Jupiter persistió en su idea, y la casa fue registrada desde la bodega hasta el ático. La vivienda estaba completamente vacía; bueno, allí no había más que los Dobson, los Tres Investigadores y obras artísticas de cerámica.

—Quiero irme a casa —dijo la señora Dobson.

—Nos iremos, mamá —le prometió Tom—. Nos iremos por la mañana, ¿conforme?

—¿Y por qué no nos podemos ir ahora en seguida? —preguntó la señora Dobson.

—Estás cansada, mamá.

—¿Crees que podría dormir en esta casa? —le preguntó su madre.

—¿Se sentiría usted más segura si nos quedáramos todos aquí esta noche?

Eloisa Dobson se estremeció y se movió inquieta en la cama de bronce, dando fuertes golpes al tablero de los pies de la cama con los suyos.

—Sí, me sentiría más segura —dijo convencida—. ¿Creéis que podemos necesitar el servicio de incendios esta noche?

—Espero que no lo vayamos a necesitar —le tranquilizó Jupiter.

—Trata de descansar, ¿eh, mamá? —Tom había ido a buscar en el armario de la ropa blanca una manta, con la que tapó a su madre, que todavía llevaba puesta la blusa y la falda de aquella tarde.

—Creo que debería levantarme y desnudarme —habló la señora Dobson con voz muy cansada. Sin embargo no lo hizo, y se limitó a levantar un brazo para taparse los ojos—. No apaguéis la luz.

—No la apagaré —dijo Tom.

—Ni te vayas tampoco.

—Aquí me estaré, pues —respondió Tom.

Ya no dijo más la señora Dobson, que cayó en una profunda somnolencia.

Los muchachos salieron de puntillas al rellano de la escalera.

—Voy a coger otra manta y me tumbaré en el suelo, en la habitación de mi madre —dijo Tom en tono bajito—. Y vosotros, muchachos, ¿de verdad os vais a quedar aquí toda la noche?

—Yo puedo telefonear a mi tía —dijo Jupiter—, y decirle que tu madre continúa muy sobresaltada e inquieta y que desea tener compañía. Y tal vez ella misma pueda pasarle el recado a la señora Andrews.

—No, no; yo llamaré a mi madre —añadió Bob—. Puedo decirle simplemente que he salido contigo.

—Tal vez deberíamos llamar a la policía —dijo Tom.

—Al menos para decirle que no ha hecho nada útil —le sugirió Jupiter—. Cierra la puerta con llave ahora cuando salgamos a llamar a la cabina telefónica.

—No os preocupéis —dijo Pete.

—Daré tres golpecitos suaves a la puerta cuando volvamos, y tras una breve pausa los volveré a repetir —explicó Jupiter.

—Venga, id.

Pete les abrió la puerta y Jupiter y Bob salieron en plena oscuridad, atravesaron el patio de la casa y se encaminaron a la cabina que había en la carretera.

La tía Mathilda demostró estar muy preocupada cuando se enteró de que la señora Dobson estaba tan inquieta y quería compañía. Jupiter no le dijo nada de la segunda aparición de las huellas flameantes, pero se pasó todo el rato de la llamada convenciéndole para que no despertara a su tío y le hiciera ir con la camioneta a recoger a los Dobson para llevarlos a su casa, donde podían estar más seguros y cómodos.

—La señora Dobson está durmiendo ahora —dijo Jupiter cuando pudo meter baza en la conversación—. Lo único que ella dice es que se sentirá más segura si nos quedamos allí en la casa.

—No hay bastantes camas —replicó tía Mathilda.

—Ya nos arreglaremos. Todo irá bien.

Por fin la tía Mathilda accedió, y Jupiter le pasó el teléfono a Bob, quien simplemente recibió permiso de su madre para pasar la noche con Jupiter.

Los dos muchachos se volvieron a la casa del alfarero, dieron los golpecitos convenidos a la puerta, y Pete les abrió.

Como había indicado tía Mathilda, no había bastantes camas para todos, ni siquiera durmiendo Tom en el suelo, en la habitación de su madre. Pete no lo consideró como un obstáculo. Uno de ellos, dijo, había de estar vigilando continuamente, y dos podían dormir; así que podían establecer unos turnos. Bob y Jupiter convinieron en que era una idea excelente eso de estar uno de guardia, y Jupiter se ofreció voluntario para hacer la primera, que tenía que durar tres horas. Bob se deslizó como quien no quiere la cosa en el dormitorio del alfarero, para dejarse caer en aquel catre, estrecho pero blanquísimo. Pete se metió en la habitación que habían preparado para Tom.

Jupiter se situó en el rellano contiguo al final de la escalera. Sentado en el suelo, se dejó reclinar contra la pared, mirando fijamente las marcas chamuscadas de las huellas dejadas en la escalera, marcas desde luego de unos pies descalzos. Se volvió a oler los dedos. Aquel olor a una sustancia química, que había percibido antes, había desaparecido. Sin duda alguna, fue empleada una mezcla volátil para dar origen a las llamas. En vano trató Jupiter de deducir qué sustancia las produjo, pero al final pensó que conocer cuál era esa sustancia no tenía importancia alguna. Lo importante era que alguien se introdujo en una casa que tenía las puertas cerradas con llave, para crear un ambiente de misterio y lograr un efecto de terror. ¿Cómo pudo lograr eso? ¿Quién lo había hecho?

De una cosa estaba seguro Jupiter. Ningún fantasma estaba haciendo una jugarreta diabólica. Jupiter era un muchacho que se negaba a dar crédito a los fantasmas.