Capítulo 5
Las huellas flameantes
—Ponte la camisa blanca, Jupiter —dijo en tono imperativo tía Mathilda—, y la chaqueta azul.
—Hace demasiado calor para la chaqueta —replicó el muchacho.
—De todas formas póntela —le dijo su tía—. Es preferible así, a que te digan que pareces un ladronzuelo cuando visitemos a la señora Dobson.
Jupiter dio un suspiro y se abrochó aquella camisa almidonada blanca hasta el cuello, pero el botón de arriba fue imposible abrocharlo. Se hubiera ahogado de haberlo intentado. Al verse dentro de aquella chaqueta azul, se encogió.
—¿Estás ya a punto? —le preguntó a su tía.
Tía Mathilda se puso una falda de paño tan gruesa que casi raspaba y dejó caer en los hombros una chaqueta color crema.
—¿Qué te parece?, ¿voy bien?
—Desde luego que no te pareces en nada a la tía de un ladronzuelo —le aseguró Jupiter.
—Estoy segura que no —dijo tía Mathilda; y bajaron las escaleras y se fueron a la calle. El tío Titus se había excusado de la obligación de tener que ir a dar la bienvenida a los Dobson. Prefería echar la siesta de los domingos en el sofá, y así se disponía a hacerlo.
Una suave brisa se había levantado, disipando la niebla de la mañana, y el sol brillaba en el mar cuando tía Mathilda y Jupiter se dirigieron a la carretera y al poco de andar torcieron hacia el sur. Poca gente se veía por las aceras del barrio comercial de Rocky Beach, y en cambio sí una compacta fila de coches que atravesaba la ciudad. Jupiter y su tía pasaron por delante de la panadería y pastelería de la ciudad, y llegaron al cruce que había delante de la posada.
—La señora Hopper cuida la posada muy bien —dijo tía Mathilda, que empezaba a cruzar la calle cuando dirigió una mirada terrible al «Buick» que se aproximaba a toda marcha. El conductor, asustado, apretó los frenos, y la tía Mathilda siguió su camino, seguida de Jupiter.
La tía Mathilda entró en la sala de recepción de la posada e hizo sonar la campanilla que había encima de la mesa.
La puerta que había detrás de la mesa se abrió.
—¡Señora Jones! —exclamó la señora Hopper, que aparecía arreglándose un mechón de pelo blanco que le caía. Al entrar traía consigo un perceptible olor a pollo asado—. Jupiter, me alegro de verte.
—He oído decir que una tal señora Dobson y su hijo se hospedan aquí —dijo Mathilda, yendo directa al grano.
—Ah, sí. Pobre persona. ¡En qué estado venía la pobre cuando solicitó alojamiento! Y luego vino a verla el comisario Reynolds aquí a la posada. Imagínese.
La señora Hopper sabía, desde luego, los buenos servicios que el comisario Reynolds prestaba a los habitantes de Rocky Beach, pero era evidente que no le agradaba que la policía visitara su posada.
La tía Mathilda dio a entender con un ligero gesto, que comprendía perfectamente la posición de la señora Hopper. Volvió a preguntar por la señora Dobson, y le indicó que fuera a una pequeña terraza que había detrás de la posada.
—Allí está con su hijo, y un tal señor Farrier, quien trata de darles ánimos —dijo la señora Hopper.
—¿El señor Farrier? —repitió Jupiter.
—Uno de mis huéspedes —explicó la señora Hopper—. Una persona encantadora. Parece que tiene verdadero interés por la señora Dobson. Un gesto muy admirable, ¿no le parece? Hoy en día la gente no se preocupa por los demás. Desde luego que la señora Dobson es una mujer muy bonita.
—Y eso siempre estimula —agregó tía Mathilda.
Jupiter y su tía salieron de la posada. Pasando por la galería a la que daban unas cuantas puertas numeradas y unas ventanas pintadas de azul, llegaron a la terraza que daba al mar y tenía debajo de ella la playa.
La señora Dobson y su hijo estaban sentados en una mesita redonda de la terraza, en la que había unas bebidas espumosas. Con ellos se encontraba asimismo el arrogante pescador, con todo y su bigote, el que se había encontrado Jupiter el día anterior, de camino de regreso a su casa. Aunque pareciera imposible, todavía presentaba un aspecto más pulcro que cuando Jupe lo encontró por vez primera. Llevaba una chaqueta y unos pantalones de dril de radiante blancura. La gorra de marinero, echada un poco hacia atrás, dejaba ver parte de su pelo gris plateado. Este caballero le estaba hablando a la señora Dobson de las maravillas de Hollywood, y se le ofrecía para acompañarla si quería girar una corta visita a la ciudad. La mirada de la señora Dobson continuaba, a pesar de todo, vidriada.
Jupiter llegaba a la conclusión de que no había conseguido distraer a la señora Dobson, sino que, al contrario, la estaba aburriendo en extremo. Eloisa Dobson se alegró muchísimo al ver a Jupe acompañado de su tía.
—¡Hola! —exclamó Tom Dobson, quien se levantó de un brinco para traer dos sillas más.
—Señora Dobson —empezó diciendo Jupiter—, mi tía y yo…
Tía Mathilda tomó a su cargo el hacer las presentaciones.
—Soy la esposa de Titus Jones —empezó diciendo a la señora Dobson— y la tía de Jupiter, y he venido para decirle y asegurarle que mi sobrino, bajo ningún pretexto, sería capaz nunca de entrar de forma violenta en la residencia del alfarero.
Tom acercó una silla a la mesa y tía Mathilda se sentó.
Eloisa Dobson dejó entrever una sonrisa forzada.
—Estoy segura de que es así —dijo—. Siento lo que ocurrió ayer, al actuar de esa forma tan torpe, Jupiter. Me encontraba cansada y nerviosa. Acabábamos de llegar directamente desde Arizona, y no había visto a mi padre desde que era muy pequeña —y dejó el vaso que estaba bebiendo encima de la mesa—. Supongo estarás pensando que bien podría yo decir que nunca le he visto, puesto que nadie recuerda lo que le ocurrió cuando tenía tres años. A mi impaciencia natural vino a unirse el encontrarte a nuestra llegada saltando por la ventana, y supuse, bueno, supuse que habías entrado forzando la puerta.
—Es muy natural —dijo Jupiter, que se sentó, al tiempo que Tom volvía de la máquina automática con un puñado de monedas en la mano.
—Además, la policía se comportó de una forma bastante extraña, y parecía que nadie se creía que yo fuera quien soy —continuó la señora Dobson—. Y mi padre que ha desaparecido de la forma que lo hizo. Les puedo asegurar que no he dormido en toda la noche.
El señor Farrier murmuró en voz baja:
—No lo hubiera yo creído así —e hizo un ademán como de querer coger la mano de la señora Dobson, pero ésta la puso rápidamente debajo de la mesa.
—Éste es el señor Farrier —dijo, sin mirarle siquiera—. Señor Farrier, la señora Jones y su sobrino Jupiter.
—Jupiter y yo ya nos hemos saludado —dijo Farrier en un tono cordial—. ¿Cómo va esa cabeza, amigo?
—Muy bien; gracias —le respondió Jupiter.
—Has de tener cuidado con las caídas —dijo Farrier—. Recuerdo cuando estuve en El Cairo…
—Nunca ha estado él allí —le interrumpió tía Mathilda, que no quería que aquel entrometido siguiera tomando parte en la conversación.
El señor Farrier cerró la boca.
—Señora Dobson, ¿qué va a hacer usted ahora? —le preguntó la tía Mathilda.
La señora Dobson lanzó un suspiro.
—Ciertamente, no voy a regresar a Belleview sin averiguar lo que ha ocurrido —dijo decididamente—. Por suerte, llevo conmigo una carta de mi padre en la que me dice que seré bienvenida aquí para pasar el verano, si persisto en venir. No es que sea la invitación más sincera y afectuosa que se me haya hecho en mi vida, pero no deja de serlo. Esa carta se la he enseñado al comisario Reynolds esta mañana, y como lleva su membrete se ha dado cuenta de que estoy diciendo la verdad. Tiene un hombre custodiando la casa, pero me dice que los detectives de huellas están todavía por allí, no le agradaría que intentáramos trasladarnos allí, aunque por otra parte no intentaría impedírnoslo.
—¿Y va usted a hacerlo? —le preguntó la tía Mathilda.
—Eso es lo que estoy pensando. El viaje nos está resultando caro, y no podemos quedarnos aquí, en la posada, mucho tiempo. Además, Tom va a reventar si se come un pedazo más de pollo asado en el restaurante que hay al lado de la carretera. Señora Jones, ¿por qué no envía el comisario de policía una brigada de investigación a las colinas para que trate de encontrar a mi padre?
—No sería práctico, señora Dobson —dijo Jupiter con viveza—. Naturalmente, el alfarero ha desaparecido porque él así lo ha querido, y existen miles de sitios en esas colinas donde poder esconderse. Incluso con los pies descalzos, él podría…
—¿Pies descalzos? —exclamó Eloisa Dobson.
Se produjo un silencio breve, pero lleno de tensión. En seguida intervino la tía Mathilda:
—¿Que usted no lo sabía?
—¿Saber qué? ¿Es que se dejó los zapatos tras sí o qué?
—El alfarero nunca lleva zapatos —le dijo tía Mathilda.
—Usted está bromeando.
—Lo siento —insistió la tía Mathilda, y en verdad así era—. No lleva zapatos, y lo recorre todo con los pies descalzos y una especie de túnica blanca —la tía Mathilda se detuvo pues no quería aumentar la pena de la señora Dobson. Luego pensó que podría completar la descripción—. Lleva un pelo largo y blanco y una barba muy poblada.
Tom había vuelto con bebidas para tía Mathilda y Jupiter.
—Eso me hace pensar en el profeta Elíseo —comentó.
—En otras palabras —dijo la señora Dobson—, mi padre es la persona excéntrica de la ciudad.
—Sólo es uno de tantos —le aseguró Jupiter—, Rocky Beach está lleno de ellos.
—Ya comprendo —la señora Dobson cogió una pajita para tomar bebida de encima de la mesa y empezó a doblarla en pedacitos muy pequeños—. No es de extrañar, pues, que nunca me enviara fotos suyas. Probablemente se encontraba nervioso por mi llegada. No creo que la idea que tuve le gustara mucho, pero yo quería verlo. Por eso supongo que cuando llegó el momento se asustó y se esfumó. Bueno, no creo que se vaya a salir con la suya. Soy su hija, estoy aquí y me voy a quedar, creo que él haría bien en presentarse de nuevo.
—Ya se lo dijiste a la policía, mamá —exclamó entusiasmado Tom.
—Por eso no hay razón para que perdamos más el tiempo —dijo Eloisa Dobson—. Tom, ve y dile a la señora Hopper que nos prepare la cuenta para esta tarde. Y luego llama al comisario de policía, pues tendrá que darle orden al agente para que nos deje entrar en la casa.
—¿Está usted segura de que va a hacer lo que más le conviene? —le preguntó Jupiter—. Es cierto que yo no entré de forma violenta en la casa de su padre ayer, pero alguien lo hizo. Todavía tengo un chichón en la cabeza que lo demuestra.
—Trato de ser precavida —contestó Eloisa, poniéndose de pie—. Y todo aquel que se entrometa en este asunto será mejor que ande prevenido también. No creo en los fantasmas, y estoy entrenada en el manejo de la bate de béisbol, y he traído una conmigo.
Tía Mathilda la observaba con manifiesta admiración.
—¡Qué precavida! Yo nunca hubiera pensado en ello.
A Jupiter le entraron unas ganas extraordinarias de soltar la carcajada. Su tía no necesitaría una bate de béisbol, porque si tuvieran un intruso en el «Patio Salvaje» de los Jones, probablemente lo golpearía con una mesa de segunda mano.
La tía Mathilda se puso también de pie.
—Si piensa trasladarse a la casa de su padre hoy, necesitará los muebles —dijo—. Su padre vino a nuestro patio ayer y escogió una cama para usted y otra para su hijo, además de otras cosas. Jupiter y yo le atendimos. Nosotros estaremos allí en la casa dentro de media hora; ¿le parece a usted bien?
—Sí, hay bastante tiempo —agradeció la señora Dobson—. Es usted muy amable, y siento causarles tanta molestia.
—No se preocupe, no es nada —ordenó tía Mathilda—. Vamos, Jupiter.
Marchaba ya hacia la carretera, cuando de repente se acordó de algo, y se volvió hacia la terraza y dijo:
—Buenas tardes, señor Farrier.
Cuando se encontraban ya a mitad de camino de casa, Jupiter soltó la gran carcajada.
—Me gustaría saber si ese tipo de Farrier se ha visto alguna vez tan despreciado e ignorado —le dijo a su tía—. Y es que te echaste sobre él como un tanque.
—¡Pobre infeliz! —interrumpió tía Mathilda—. Estoy segura de que estaba molestando a esa pobre mujer… ¡Hombres!
La tía Mathilda entró como un torbellino en casa y despertó a tío Titus de su plácido sueño de las tardes de los domingos. Éste llamó a su vez a Hans y Konrad, y en quince minutos quedó cargada la camioneta con las camas escogidas por el alfarero, y las dos sillas y dos mesas que la propia tía Mathilda sacó a rastras del cobertizo.
—Necesitará algo donde poner encima las cosas que vaya sacando —afirmó con energía.
Hans y Jupiter recogieron las provisiones del alfarero, y todos juntos se apretujaron en la cabina de la camioneta que los llevó hasta la casa del alfarero.
Todavía estaba estacionado el coche descapotable azul, con matrícula de Illinois, cerca del cobertizo donde el alfarero guardaba sus provisiones, cuando la tía Mathilda hizo un viraje con la camioneta y la aparcó. Tom estaba entrando dos maletas en la casa, y la señora Dobson estaba de pie en el umbral con el cabello revuelto por el viento que soplaba.
—¿Va todo bien? —le preguntó desde lejos la tía Mathilda.
—Bien; el polvo de las huellas es gris, si es que quiere saberlo —dijo Eloisa Dobson—. Y todo se encuentra en su sitio. Supongo que él lo arreglaría todo. Pero aparte de la multitud de platos de cerámica, la casa está más vacía que una era.
—El alfarero no pensaba llenarse la casa de trastos —comentó Jupiter.
—¿Siempre te expresas así? —le preguntó dirigiéndole una mirada escrutadora.
—Jupiter lee mucho —explicó su tía, mientras se dirigía a la parte de detrás de la camioneta para echar un vistazo de inspección a la descarga de los muebles.
Jupiter, luchando con la carga pesada de la cama de bronce, vio a dos hombres que se paseaban por el camino que llevaba a Hilltop House. Eran los dos que les habían visitado el día anterior; aquel hombre delgado y de cabello oscuro, y el otro más recio y calvo. Los dos llevaban trajes de día laborable, pero iban limpios; los pantalones eran muy anchos. Dirigieron una mirada, en vista del trajín que observaban en el patio de la casa del alfarero, cruzaron la carretera y desaparecieron por el sendero que conducía a la playa.
Tom Dobson vino corriendo para echar una mano a Jupe.
—¿Quiénes son? —preguntó—. ¿Vecinos?
—No estoy seguro —dijo Jupiter—. Son nuevos en la ciudad.
Tom cogió de un lado de la cama y Jupiter del otro.
—Extraños tipos para andarse paseando por la playa —comentó Tom.
—No todo el mundo viste de forma apropiada —respondió Jupiter, pensando en aquel señor Farrier tan pulcramente vestido.
Tom y Jupiter entraron a trompicones en la casa, cargados con la cama, y subieron por la escalera como pudieron. Entonces Jupe se percató de que Eloisa Dobson había dicho la verdad. La casa del alfarero estaba más vacía que una era. Había cuatro dormitorios en la segunda planta y un cuarto de baño con una tina ya pasada de moda y muy alta. En uno de los dormitorios se encontraba un estrecho catre, elegantemente acabado y recubierto con un cobertor blanco. El alfarero disponía también de una mesita de noche, una lámpara, un reloj despertador y una vieja cómoda pintada de blanco y con tres cajones. Eso era todo. Las otras tres habitaciones estaban limpias, pero completamente vacías.
—¿Quieres ésta, mamá? —le preguntó Tom, asomando la cabeza en la que tenía enfrente.
—No me importa; es igual —respondió la señora Dobson.
—Tiene chimenea —dijo Tom—. Y además, mira esa cosa tan extraña.
Tom y Jupiter apoyaron la cama en la pared y dirigieron sus miradas a aquel objeto. Era una placa de cerámica, de unos cuantos pies de anchura, que estaba colgada de la pared, encima de la chimenea.
—¡El águila bicéfala! —exclamó Jupiter.
Tom inclinó la cabeza hacia un lado y se fijó detenidamente en aquel pájaro de color escarlata, que parecía que chillaba a través de aquel doble pico afilado.
—¿Es un viejo amigo tuyo? —le preguntó Tom.
—Probablemente un antiguo amigo de tu abuelo —le respondió Jupiter—. Siempre lleva un medallón encima con ese mismo dibujo, que debe tener un significado especial para él. También hay unas hileras de águilas bicéfalas en aquellos dos grandes jarrones que se encuentran junto a las gradas de la entrada. ¿Te has fijado?
—Estaba ocupado y no me fijé —dijo Tom—. Hemos de trasladar todavía una cama.
Los pasos de tía Mathilda se percibían de forma clara en la escalera.
—Supongo que ese hombre pensó en que necesitaba tener sábanas —iba diciendo tía Mathilda—. Y almohadas para las camas. Jupiter, ¿has visto por ahí si hay colchones?
—Están en la habitación de detrás —dijo Tom—. Y todavía con la marca de fábrica. Están por estrenar.
—Gracias a Dios —exclamó tía Mathilda. Estuvo refunfuñando todo el rato hasta que encontró el armario de la ropa blanca y, efectivamente, allí estaban las sábanas, también nuevas por cierto, las almohadas y las mantas. Y dos almohadones también por estrenar.
La tía Mathilda abrió una de las ventanas que daban a la parte de delante, y llamó a Hans.
—Voy en seguida —respondió éste, mientras iba subiendo con el tablero de los pies de la cama de bronce balanceándose encima de su cabeza.
—Ya verás la gran faena que da montar esa cama —dijo Tom.
Efectivamente, así fue. Se necesitaron los esfuerzos conjuntos de Tom, Jupiter y Hans para que aquella cama se mantuviera firme sobre sus cuatro patas. De la habitación de detrás trajeron los somieres y los colchones, y una vez colocado todo en su sitio, tía Mathilda empezó a desdoblar sábanas.
—¡Vaya!, ahora que me acuerdo, las provisiones —exclamó de momento—. Todavía están en la camioneta, en la parte de atrás.
—¿Provisiones? —dijo la señora Dobson—. Señora Jones, usted no debía haber hecho eso.
—Pero si yo no las compré —replicó la tía Mathilda—. Su padre compró bastantes víveres para dar de comer a todo un ejército, y yo los puse en mi nevera para que no se estropearan.
Eloisa Dobson se quedó perpleja.
—Efectivamente, mi padre se había preparado para recibirnos. Pero ¿por qué se ha ido?… Bien, voy a por las provisiones —dijo con presteza, y salió de la habitación para irse abajo.
—Jupiter, ayúdame —le ordenó su tía.
Jupiter estaba a mitad del trayecto de la escalera cuando se encontró con que ya subía la señora Dobson con bolsas de papel en sus brazos.
—Desde luego no vamos a pasar hambre —dijo, y se fue hacia la cocina.
Jupiter iba tras ella, cuando ésta se detuvo, muerta de miedo. Los brazos se le cayeron del susto y los paquetes fueron a parar al suelo.
Entonces Eloisa Dobson dio un grito.
Jupiter le dio un empujón y la apartó hacia un lado. Luego se quedó mirando lleno de asombro hacia el interior de la cocina. Cerca de la puerta de la despensa, había tres llamas misteriosas, horripilantes y de tono verdoso, que se movían como si fuera un auténtico incendio.
—¿Qué es eso? —la tía Mathilda y Tom bajaron la escalera con la velocidad del rayo. Hans les seguía. Jupiter y la señora Dobson estaban ateridos de miedo, ¡mirando con asombro aquellas lenguas de fuego fantasmal!
—¡Válgame Dios! —dijo casi tartamudeando la tía Mathilda.
Las llamas chisporrotearon y se fueron extinguiendo, hasta que se apagaron por completo, sin dejar el menor rastro de humo.
—¿Qué os ha parecido? —dijo Tom Dobson.
Jupiter, Hans y Tom entraron en la cocina. Durante casi un minuto se quedaron mirando al linóleo del sector donde las llamas habían estado ardiendo.
—¡El alfarero! Ha vuelto. Ha vuelto para embrujar la casa —exclamó Hans.
—¡Imposible! —respondió Jupiter.
Pero éste no podía negar que allí, chamuscadas en el linóleo, había tres huellas de pies, y eran las huellas de unos pies descalzos.