Capítulo 13
Una águila extraordinaria
Jupiter amontonó los ejemplares del periódico de Belleview en los estantes de aquel pequeño escondrijo encima de la chimenea y dejó el panel cerrado.
—Tu madre volverá en cualquier momento —dijo Jupiter—, y supongo que el comisario Reynolds vendrá también con ella. Tengo el firme presentimiento de que prestaríamos un mal servicio a tu abuelo si entregáramos al comisario el documento que hemos encontrado. Los Tres Investigadores estamos siguiendo ciertas pistas relacionadas con Lapathia y la familia real de los Azimov. ¿Estás conforme, Tom, en que continuemos estas pesquisas hasta que tengamos hechos reales y evidentes para presentarlos a la policía?
—Estéis donde estéis siempre vais muy por delante de mí —dijo Tom rascándose la cabeza algo aturdido—. Conforme. Podéis guardaros ese papel en lo sucesivo. ¿Y qué hacemos de esos periódicos que hay en el compartimiento secreto?
—Es posible que la policía descubra ese compartimiento —dijo Jupiter—. Y si ocurre así, nada se pierde. Además, creo que ese escondrijo se hizo para desviar la atención de la gente respecto al verdadero secreto.
—Tengo la completa seguridad de que encontraremos a mi abuelo antes de que termine todo esto —dijo Tom—. Debe de ser todo un carácter.
—Será una experiencia interesante —le afirmó Jupiter.
—Ahí viene ya la señora Dobson —avisó Bob mirando por la ventana.
—¿Viene con ella el comisario Reynolds? —preguntó Jupiter.
—Hay un coche patrulla detrás de ella —respondió Bob.
—¡Santo Dios, los platos! —exclamó Pete.
—Es verdad —dijo Jupiter.
Los muchachos bajaron a toda prisa la escalera. Mientras tanto la señora Dobson había aparcado el coche y estaba atravesando el patio, Jupiter ponía agua caliente en el fregadero, Tom estaba restregando con muchos bríos los platos y Bob esperaba con un paño de cubiertos.
—¡Oh, qué bien! —exclamó la señora Dobson cuando observó aquella actividad en la cocina.
—Un desayuno estupendo, señora Dobson —dijo Pete.
El comisario Reynolds, seguido por el agente Haines, entró con paso majestuoso en la cocina, tras la señora Dobson. El comisario hizo caso omiso de los otros muchachos y dirigió todo su enfado hacia Jupiter.
—¿Por qué no llamaste anoche? —le preguntó.
—La señora Dobson estaba fuera de sí —respondió Jupiter.
—¿Y desde cuándo eres miembro de La Sociedad de Ayuda a las Señoras? —le preguntó el comisario—. Jupiter Jones, cualquier día te van a dar un buen mamporro en esa cabeza.
—Sí, señor, lo sé —asintió Jupiter.
—¡Huellas flameantes! —refunfuñó el comisario, y se volvió hacia Haines—. ¡Registre la casa! —le ordenó.
—Ya lo hemos hecho nosotros, señor comisario —le indicó Jupiter—, y no hemos encontrado a nadie.
—¿Te importaría que lo hiciéramos nosotros, siguiendo nuestro sistema? —le consultó el comisario con ironía.
—No, señor.
—Y ahora vete, ¿quieres hacer el favor? —dijo el airado comisario—. Vete a jugar a fútbol o a cualquier otro juego, que es lo propio de los muchachos.
Los muchachos salieron a escape hacia el jardín.
—¿Siempre está tan malhumorado y gruñón? —preguntó Tom.
—Sólo cuando Jupe no le deja meterse en los asuntos —aclaró Bob.
Tom se sentó en los escalones, entre los dos grandes jarrones adornados con unas bandas decoradas con águilas bicéfalas.
Jupiter dirigió la mirada a uno de los jarrones y frunció el entrecejo.
—¿Qué problema tienes ahora? —preguntó Bob.
—Una de esas águilas tiene sólo una cabeza —respondió Jupiter preocupado.
Los muchachos se acercaron en torno al jarrón. Era cierto. Una de las águilas que decoraban el jarrón tenía solamente una cabeza, la del lado derecho. Parecía un ave corriente, con una cabeza normal, que miraba fijamente a la izquierda.
—Interesante —dijo Jupiter.
—Todas éstas tienen dos cabezas —dijo Bob dando la vuelta al otro jarrón, examinando la banda con los dibujos de águilas.
—Tal vez mi abuelo cometiera un error —opinó Tom.
—El alfarero no comete errores de esta clase —afirmó Jupiter—. Sus diseños siempre son perfectos. Si hubiera tenido la intención de hacer una banda de águilas bicéfalas en este jarrón, así lo hubiera realizado.
—Podría ser otra trampa —dijo Bob—, como aquel escondrijo secreto de la habitación. ¿Hay algo dentro?
Jupiter trató de levantar la tapadera del jarrón, pero ni se movía. Probó a desenroscarla y tampoco pudo. Se fijó en los lados del jarrón y en el pedestal que lo sostenía y que estaba fijado al escalón. Luego presionó sobre el águila de una sola cabeza como había hecho antes con el ojo encajado en la placa, pero nada sucedió.
—Realmente es una trampa —murmuró—. Nunca se ha intentado abrirlo.
El comisario salió al porche.
—Si no lo supiera bien —habló dirigiéndose a todo aquel que quisiera prestarle atención—, diría que la casa está encantada.
—Es algo misterioso —convino Jupiter. Y siguió diciéndole al comisario que él había percibido un olor muy extraño de algún producto químico, al tocar las huellas recién quemadas.
—¿Podrías reconocer ese olor? —le preguntó el comisario—. ¿Era keroseno, o algo así?
—No —respondió Jupiter—. Era de algo completamente desconocido; un olor ácido muy picante.
—Hum —dijo el comisario—. El laboratorio tiene muestras del linóleo chamuscado. Tal vez allí puedan descubrir algo. Y vosotros, muchachos, ¿tenéis algo más que decirme sobre todo este asunto?
Los Tres Investigadores se miraron uno a otro, y luego dirigieron la vista a Tom.
—No, señor —dijo Tom.
—Entonces ya os podéis ir —ordenó el comisario con frase tajante.
—Está bien —asintió Bob—. Yo debo irme a casa para cambiarme de ropa e irme a la biblioteca.
Jupiter cogió la bicicleta diciendo:
—Tía Mathilda estará extrañada.
Los Tres Investigadores se despidieron rápidamente de Tom y emprendieron el camino hacia Rocky Beach. En el cruce, cerca ya del «Patio Salvaje» de los Jones, Jupiter frenó y los otros muchachos le imitaron.
—Me gustaría saber si ese jovial pescador está mezclado con todos estos jaleos —dijo Jupiter.
—Creo que es sólo una casualidad —declaró Pete.
—Tal vez —le respondió Jupiter—. Sin embargo, suele presentarse precisamente en el momento antes de que las cosas sucedan, o a veces después. Su coche estaba aparcado delante de la casa del alfarero cuando ésta se registró y a mí me derribaron, intentó telefonear a la señora Dobson anoche, no mucho antes de que aparecieran las segundas huellas flameantes. Es posible que fuera el hombre que nos disparó desde la colina, pues podemos estar seguros de que los dos hombres de Hilltop House no lo hicieron.
—Pero ¿por qué lo hará?
—¿Quién lo sabe? —dijo Jupe—. Tal vez sea un aliado de los dos hombres de Hilltop House. Si lográramos solucionar el secreto del alfarero, podríamos saber muchas cosas —Jupiter metió la mano en el bolsillo y sacó el documento que había encontrado en la falsa chimenea—. Toma —dijo a Bob mientras se lo entregaba—, ¿habrá alguna posibilidad de que puedas identificar el idioma en que está redactado este pergamino e incluso de que nos lo traduzcas?
—Apostaría a que está escrito en el idioma de Lapathia —dijo Bob—. Haré cuanto pueda.
—Está bien. Y además, si pudiéramos encontrar más datos sobre los Azimov, nos ayudarían mucho. El apellido Kerenov que aparece en el documento es lo más insinuante.
—¿El artífice de la corona? Conforme. Ya lo miraré.
Bob puso en su bolsillo el sobre y se alejó con su «bici».
—¿Qué hora es? —preguntó Pete con cierto nerviosismo—. Mi madre estará muy preocupada.
—Solamente son las nueve —le dijo Jupiter—. ¿Tan preocupada quieres que esté? Yo creía que aún tendríamos tiempo de ir a hacer una visita a la señora Hopper.
—¿A la posada «Seabreeze»? ¿Qué tiene ella que ver con todo esto?
—Nada en absoluto. Pero es la patrona de aquel elegante pescador, y normalmente se toma un interés extraordinario en que sus huéspedes se encuentren bien.
—Conforme —accedió Pete—. Vamos a verla. Pero no pasemos todo el día en eso. Yo quiero llegar a casa antes de que mi madre coja el teléfono y llame a tu tía.
—Es una medida muy prudente —le contestó Jupe.
Los dos muchachos escucharon una conversación con la doncella, María, y se mostraba preocupada.
—Esto no puede seguir así —estaba diciendo la señora Hopper—. Lo que tiene que hacer es pasar por alto la habitación número 113 y volver a ella inmediatamente después de la comida.
—Pues arrégleselo usted como sea —le interrumpió bruscamente María, y se fue presurosa, empujando delante suyo la carretilla cargada con todos los utensilios de limpieza.
—¿Pasa algo, señora Hopper? —le preguntó Jupiter.
—¡Hola, Jupiter! Y Pete, ¿tú también por aquí? Buenos días. Realmente no es nada de importancia. Se trata solamente de que el señor Farrier ha puesto en la puerta de su habitación el cartelito indicando que no le molesten, y María no puede entrar a arreglarle la habitación. Y cuando ella no puede seguir con la rutina de todos los días, eso la saca de quicio.
La señora Hopper dudó por un momento, y luego dijo con algo de socarronería:
—Yo oí anoche llegar al señor Farrier y entrar en la habitación; pero en realidad eran las tres de la madrugada, o sea esta mañana.
—¿Hasta las tres de la madrugada? —exclamó Pete.
—Eso es muy interesante —dijo Jupiter—. La mayoría de los pescadores son gente que suele levantarse muy temprano.
—Siempre lo he oído decir así —dijo la señora Hopper—. El señor Farrier estuvo tan atento con la señora Dobson ayer, que suponía pudo ayudarle a instalarse en la casa.
—No, señora Hopper —negó Jupiter—. Nosotros acabamos de venir de casa del alfarero, y el señor Farrier no ha pasado la noche allí.
—Entonces, ¿dónde suponéis que haya podido estar ese hombre hasta esa hora? —preguntó la señora Hopper—. Bueno, pero eso es cosa que sólo a él le concierne, por supuesto. ¿Cómo se encuentra esta mañana la pobre señora Dobson? La he visto hace un rato, conduciendo su coche.
—Dentro de lo que cabe está bastante bien. Ha venido a la ciudad a presentar un informe al comisario Reynolds. Quiere que se encuentre a su padre.
Jupiter no dudó en hacer esa confidencia a la señora Hopper, que siempre solía descubrir las cosas.
—Es lo más natural —dijo la señora Hopper—. Qué cosa tan extraña ha hecho el alfarero al desaparecer de esa forma, sin decir una palabra a nadie. Pero vamos, siempre ha sido una persona rara.
—Eso es, por cierto —afirmó Pete.
—Bien; nos hemos de ir ya, señora Hopper —se despidió Jupiter—. Creíamos que le gustaría saber que la señora Dobson y su hijo están bien y se han acomodado en la casa del alfarero. Como usted siempre se toma tanto interés por sus huéspedes…
—Eres muy amable, Jupiter —agradeció la señora Hopper.
—Y espero que el señor Farrier se levante antes de la hora de la comida.
—Eso le agradaría mucho a María —comentó la señora Hopper—. ¡Pobre hombre! No se le puede juzgar con severidad. ¡Tiene tan mala suerte!
—¿Cómo es eso? —preguntó enseguida Jupiter.
—Sí. Hace cuatro días que está aquí, a donde ha venido sólo a pescar, y todavía no ha cogido nada.
—¡Qué tremenda desilusión! —exclamó Jupiter.
Acto seguido los dos muchachos se despidieron de la señora Hopper. Y en cuanto llegaron a la calle, Pete le preguntó:
—¿Dónde se puede ir a las tres de la madrugada en Rocky Beach?
—A mí se me ocurren varios sitios —sugirió Jupiter—. Uno, desde luego, puede ser ir a pescar a la luz de la luna. O tal vez estar esperando a alguien en una colina, con un arma. O también puede estar divirtiéndose viendo cómo asusta a la gente con huellas flameantes.
—Yo me quedaría con esa última —dijo Pete—, si existiera alguna posibilidad de que hubiera podido entrar en aquella casa. Jupiter, todas las ventanas de la planta baja están cerradas. Hay dos cerraduras y un cerrojo en la puerta de delante, y una cerradura normal con cerrojo sin retroceso en la de detrás. No pudo haber entrado de ninguna forma.
—Pues alguien lo hizo —replicó Jupiter.
—A fe mía que sólo una persona pudo entrar —razonó Pete—. El alfarero es la única persona que tiene llaves.
—Lo que nos lleva de nuevo a la pregunta de por qué —le hizo razonar Jupiter.
—Tal vez no le guste tener huéspedes en casa.
—Tú sabes que eso es ridículo.
—Pues la otra suposición es todavía más tonta —dijo Pete—. Se ha muerto, se ha ido al otro mundo, y ahora vuelve para encantar la casa.
Y al acabar de decir esto, Pete subió a la «bici» y se fue hacia casa.
Jupiter regresó al «Patio Salvaje» de los Jones para entendérselas con una tía Mathilda, siempre ansiosa, y un tío Titus, siempre interesado.
—¿Cómo está la señora Dobson? —fue la primera pregunta de tía Mathilda.
—Se encuentra mejor esta mañana —le explicó Jupiter—. Anoche estaba muy emocionada, por no decir histérica.
—¿Por qué? —preguntó su tío.
—Se vieron otras huellas flameantes, y esta vez en la escalera —les contó Jupiter.
—¡Santo Dios de los cielos! —exclamó tía Mathilda—. ¿Y todavía insiste en quedarse en aquella casa?
—Tía Mathilda, no creo que se encontrase anoche en condiciones de moverse de allí —dijo Jupiter.
—Jupiter, deberías habérmelo dicho —le increpó su tía.
—Y en seguida, volviéndose hacia su marido, dijo—: Titus Andrónicus Jones.
El tío Titus siempre prestaba atención solícita cuando alguien le llamaba por su nombre y apellidos.
—¿Qué quieres, Mathilda? —le preguntó.
—Saca la camioneta. Hemos de subir enseguida allí y persuadir a esa pobre y descaminada criatura para que salga de esa terrible casa antes de que le ocurra algo.
El tío Titus se fue por la camioneta.
—En cuanto a ti, Jupiter —le amonestó su tía con tono severo—, estoy muy disgustada contigo. Te tomas demasiada preocupación. Lo que necesitas es algún trabajo en que ocuparte y así mantenerte entretanto lejos de cualquier trastada.
Jupiter no le replicó. La tía Mathilda era una gran admiradora del trabajo aun cuando no hubiera percance a la vista.
—Ahí están esos adornos de jardín, de mármol, que trajo tu tío de aquella casa en ruinas de Beberly Hills —dijo su tía—. Están muy sucios. Ya sabes dónde están el cubo y el jabón.
—Sí, tía —respondió Jupiter.
—Y mucho músculo, ¿eh? —ordenó su tía.
Los dos tíos se fueron con la camioneta. Jupiter dejó libre un poco de espacio en el patio y puso manos a la obra con agua de jabón calentita. Tenía por delante unas figuras de mármol y ánforas de jardín. Todo estaba recubierto de suciedad, de tierra y de moho. Estaba restregando y limpiando la cara de un angelito regordete que sostenía en la mano una manzana, cuando Hans acudió a verle.
—Ya he visto que tu tía te estaba hablando —dijo Hans, echando una ojeada al cepillo y al cubo.
Jupiter asintió con la cabeza, siguió restregando el ángel de mármol y luego pasó a un jarrón combado, con adornos de racimos de uvas por los lados.
—¿Dónde está la gente? —Hans demostraba ganas de saber algo—. He estado por dentro de casa y no he encontrado a nadie allí, ni tampoco en el despacho.
—Los tíos se han ido a casa del alfarero, a ver a la señora Dobson.
—¡Hum! —murmuró Hans—. Yo no subo a aquella casa ni por un millón de dólares. Ese paraje está encantado. Ese extravagante alfarero anda dando vueltas por allí, con los pies descalzos. Tú lo viste y yo también.
—Sí, nosotros vimos las huellas, pero no al alfarero —le contestó Jupiter mientras se sentaba apoyándose en los talones.
—¿Quién otro pudo haber sido? —preguntó Hans.
Jupiter no le respondió. Se quedó contemplando el jarrón, una obra tan desmañada, y le vino al pensamiento aquellas obras de arte tan preciosas que realizaba el alfarero.
—Los jarrones que hay en el porche del alfarero son mucho mejores que éste —comentó.
—Ya, ya. Sus obras son buenas, pero él, a pesar de todo, es un estrafalario.
—No; yo no lo creo así —dijo Jupiter—. Con todo, estoy pensando y quisiera saber por qué una de las águilas de aquel jarrón tiene sólo una cabeza.
—No hay nada de malo en que un águila tenga una sola cabeza —manifestó Hans.
—Es cierto. Sólo que el alfarero parece que las prefería con dos —respondió Jupiter.