31

Cuando Minoo sale con Vanessa y Linnéa del salón de actos, se encuentran a Anna-Karin esperándolas.

—Estaba pensando que deberíamos hablar.

—Sí, pero aquí no —dice Minoo.

El vestíbulo se va vaciando poco a poco de alumnos, que se encaminan hacia sus clases. A Minoo la angustia la idea de llegar tarde a biología, pero no es más que el reflejo de siempre. Además, seguramente el despistado del profesor, Ove Post, ni se dará cuenta de que no está. Todavía cree que se llama Milou.

Bajan una escalera hasta los aseos de chicas que hay junto al comedor y comprueban que están solas.

—¿Qué es lo que pasa? —Es lo único que consigue decir Minoo.

—Pues sí, algo pasa —dice Vanessa—. Pero no he percibido nada de magia. ¿Y vosotras?

Anna-Karin y Linnéa niegan con un gesto. Minoo se encoge de hombros.

—Yo estuve ayer en su centro —dice Anna-Karin—. Nos llevó una conocida de mi madre. Allí tampoco noté nada. Aunque, claro, es difícil separar la magia de lo que ella hace, no sé si me explico.

Minoo entiende exactamente lo que quiere decir. Ella misma ha sentido lo fácil que ha sido dejarse llevar por la histeria colectiva en el salón de actos. Después de esto, hasta Gustaf entenderá que Engelsfors Positivo es una secta.

—Es demasiado sospechoso —dice Linnéa—. El viernes despiden a Adriana y hoy Tommy Ekberg es director y ha iniciado una colaboración con Engelsfors Positivo.

—Yo lo vi en el centro —dice Anna-Karin.

—¿Creéis que es Helena la que está detrás del despido de Adriana? —pregunta Minoo.

—A lo mejor es el Consejo —dice Anna-Karin.

—¿Por qué iba a querer el Consejo que la echaran? —añade Vanessa.

—Puede que sospechen que ha hecho algo a sus espaldas —dice Anna-Karin—, como llamar a Minoo.

—No lo sé —dice Minoo—. Si hubiera sido el Consejo, no creo que hubieran querido poner a Tommy Ekberg en su lugar. Lo que ellos quieren es controlar el instituto. Porque es el núcleo del mal y todo eso.

—¡Mierda! —dice Linnéa—. ¡Qué torpe soy! El padre de Elias es un pez gordo en el ayuntamiento. Claro, para él y Helena fue fácil conseguir que despidieran a Adriana.

Minoo se siente igual de torpe. Krister Malmgren es uno de los «hombres fuertes» del ayuntamiento, famoso por imponer su voluntad a toda costa.

—Tiene sentido —dice Minoo—. Dijeron que era una resolución municipal. Y que tenía que ver con Rebecka y Elias.

—Pero Helena quiere ayudar a la gente de verdad —dice Anna-Karin.

—¿Pero cómo puedes ser tan ingenua? —dice Linnéa echando chispas.

—Tranquila —dice Vanessa—. Anna-Karin no ha visto lo que ha pasado después de la reunión.

Minoo se lo cuenta. Le cuesta repetir lo que ha dicho Helena.

—Y parecía algo bueno… ¿Por qué no puede serlo de verdad por una vez? —murmura Anna-Karin.

Quizá porque estamos en Engelsfors, piensa Minoo.

—La advertencia de Matilda debía de referirse a Helena —dice Linnéa.

—Puede —dice Vanessa—. O al Consejo. O a ambos. O a alguien diferente, a quien ni siquiera hemos visto todavía.

—¿Se entiende que soy yo? —pregunta Olivia levantando el boceto.

Tienen la tarea de reflejar su estado de ánimo sobre el papel y Olivia, como de costumbre, ha dibujado un autorretrato. La cara solo consta de dos ojos enormes que lloran lágrimas negras. Por encima flota una cuchilla de afeitar que hace unos cortes sangrientos en el cielo.

—Sí, tranquila, solo tú podrías dibujar algo así —dice Linnéa.

Olivia la mira al típico estilo de Olivia. Son como pequeñas pausas en las que trata de decidir si echarse a reír o enfadarse.

Esta vez se le ilumina la cara con una sonrisa.

—¿Puedo ver el tuyo?

Linnéa le enseña el folio a regañadientes, espera que Olivia no le pregunte qué significa.

Ha dibujado un arreglo floral en forma de corazón, un regalo romántico. Pero en medio de las flores hay un corazón humano sangrante, que parece recién arrancado de un cuerpo.

Puede que esté exagerando, pero así se siente cuando piensa en Vanessa.

—Joder, qué buena eres —suspira Olivia—. Cuando veo tus dibujos se me quitan las ganas de dibujar para siempre.

Linnéa hace un gesto de cansancio.

—¿Qué tal lo del salón de actos? —dice Olivia y empieza a colorear el pelo de su autorretrato, que parece un fuego azul llameante.

—Puedes estar contenta de habértelo perdido.

Olivia se queda callada un rato.

—He estado pensando en una cosa —dice sin levantar la vista del papel—. Parece como si estuviéramos alejándonos la una de la otra.

Linnéa suelta el rotulador y la mira.

—¿Qué quieres decir?

Olivia prepara un tono aún más oscuro de azul con las acuarelas.

—Parece que ya no nos importan las mismas cosas.

—¿Estás molesta porque no he querido saltarme las clases contigo?

—Podríamos decir que esa ha sido la última gota —responde Olivia levantando la mirada—. Te he dado muchísimas oportunidades, Linnéa. Y la verdad es que ya se me han quitado las ganas. Tengo que aprender a poner límites. No quiero decir que tengamos que ser enemigas ni nada. Pero quizá no deberíamos relacionarnos.

—Puede que no te hayas dado cuenta, pero en realidad llevamos desde fin de curso sin relacionarnos.

—Exacto —dice Olivia con seriedad.

—Vale. Entonces eso hacemos.

—Chicas. A ver si os concentráis un poco allí detrás —dice Backman desde la tarima.

Linnéa advierte que le acaricia el pecho a Olivia con la mirada y se cuida de no captar ninguno de sus pensamientos.

—Tengo que ir al baño —dice, recoge la mochila y se va.

Siempre es un acto liberador salir del aula en mitad de una clase, incluso aunque solo sea durante unos minutos. Como si consiguieras robar un poco de tiempo para ti mismo, descansar un momento de la realidad.

Linnéa corre escaleras arriba y continúa por el estrecho pasillo que conduce a los servicios que hay junto a la puerta del desván.

En cuanto abrieron el baño la primavera pasada empezó a venir otra vez. No quería tenerle miedo a este lugar. Para ella y para Elias fue un refugio las pocas semanas que estuvieron juntos en el instituto. Y ahora ha empezado a verlo como el espacio en el que estuvo vivo, no donde murió.

Abre la puerta. En el alféizar de la ventana hay flores medio marchitas y unas velas quemadas. Una foto de Elias en un marco barato. Linnéa sabe que Olivia y algunos de su vieja pandilla se reunieron allí la semana pasada para honrar la memoria de Elias en el aniversario de su muerte. Ella lo honró sola a su manera, escuchando durante horas sus canciones favoritas, repasando todas las cartas que le escribió mientras estuvo en la casa de acogida. Tiene una caja llena. Páginas largas, divertidas, tristes, apretadas, llenas de dibujos en los márgenes.

Casi le gustaría poder creer a Helena. Que fuera posible concentrarse solo en lo positivo. Olvidar y seguir adelante.

Cuando Elias murió, Jakob hablaba mucho de que debía sumergirse en la tristeza y enfrentarse a ella. Dejar que afloraran los sentimientos en lugar de huir de ellos.

Al principio no le hizo caso, sino que se apresuró a refugiarse en Jonte y en todas aquellas salidas sencillas que él podía ofrecerle. Pero al final entendió que eso no funcionaba. Cuanto más trataba de ignorar a los monstruos, mayores y más fuertes se hacían.

Por eso sabe que una cosa es tener en cuenta el lado bueno de la vida. Y otra muy distinta, hacer como que el malo no existe.

Entra en uno de los cubículos, echa el pestillo y se sienta en el váter. Luego saca de la mochila el Libro de los paradigmas y el localizador.

Reflexiona sobre el mejor modo de formular la pregunta. Después abre el libro, pasa las hojas y se concentra.

¿Es Helena nuestra enemiga?

Ajusta el localizador de paradigmas hasta que encuentra el enfoque. Lo que ve no se parece a nada que haya visto antes en el libro.

Los signos se mueven inquietos por la página, se arremolinan y se ensortijan hacia dentro y hacia fuera. Linnéa hojea el libro y los signos se comportan de igual manera por todas partes. Corren por las páginas y parece que van a derramarse por los bordes.

Intenta concentrarse en la pregunta, pero solo consigue formar nuevas olas en el libro.

Al final lo cierra, lo mete en la mochila junto con el localizador y sale.

Viktor Ehrenskiöld está delante del cubículo donde murió Elias. Linnéa ni siquiera lo ha oído llegar. Está más pálido que nunca bajo la luz fría que entra de fuera.

—Aquí fue donde ocurrió, ¿no?

Linnéa no responde. Se pregunta si habrá comprendido mediante algún tipo de magia que estaba intentando leer el libro.

—Es trágico que Elias nunca pudiera saber por qué murió —dice Viktor pensativo—. O quién era.

—Él sabía quién era.

—Ya sabes a qué me refiero —dice Viktor—. Elias era uno de los Elegidos…

—No pronuncies su nombre —lo interrumpe—. No tienes derecho.

—Quizá deberías revisar tu actitud, ¿no crees? —dice con calma.

—Y tú quizá deberías irte con esa panda de las camisetas amarillas.

—No creo que encajara. La visión que tengo del mundo es un poco más realista que la suya. Creo que es algo que tú y yo tenemos en común.

—Y yo creo que «tú», «yo» y «común» ni siquiera pueden estar en la misma frase —dice Linnéa.

—Soy adoptado. Mi madre era heroinómana y murió de una sobredosis cuando yo tenía siete años. Nadie sabe quién es mi padre biológico. Viví en cinco casas de acogida diferentes hasta que Alexander me encontró.

Linnéa observa a Viktor. Está segura de que le está mintiendo, de que quiere manipularla.

Le sondea el cerebro, pero él va un paso por delante.

Linnéa. Sabes que eso puede considerarse magia, ¿no?

En la comisura de los labios de Viktor aparece un amago de sonrisa.

—Pero te prometo que no me voy a chivar —dice—. Por esta vez.

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Fuego
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