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La luz del sol entra a raudales por las ventanas de la habitación desvelando cada mancha de suciedad revenida en el tejido blanco que recubre las paredes. Un ventilador gira despacio en el suelo. Aun así, el calor es insoportable.

—¿Qué tal el verano?

Jakob, el psicólogo, lleva pantalón corto y está cómodamente sentado en el sillón de piel cobriza.

Linnéa no puede contenerse y le sondea el pensamiento. Percibe el malestar que le produce la sensación de la piel pegándosele a la parte posterior de los muslos y la alegría sincera que siente al verla. Enseguida se retira, un poco avergonzada.

—Bien —responde, pero piensa: una mierda.

Clava la mirada en el póster enmarcado que hay detrás de Jakob. Formas geométricas en colores pastel. No puede imaginar nada más vacío de mensaje, y se pregunta si existirá algún motivo para que Jakob lo haya colgado ahí.

—¿Te ha pasado algo especial de lo que quieras hablar?

Define «especial», piensa Linnéa, y mira airadamente un triángulo azul que flota por encima de la coronilla afeitada del psicólogo.

—No exactamente.

Jakob asiente y no dice nada más. Desde que Linnéa descubrió que es capaz de leer el pensamiento, se ha preguntado a veces si aquel hombre no posee una variedad menos extrema del mismo poder, si no será que, de alguna manera, ve lo que le pasa por la cabeza. Jakob siempre sabe cuándo guardar ese tipo de silencio que a ella la impulsa a hablar más. Por lo general, Linnéa suele resistirse bastante bien, pero hoy las palabras brotan irremediablemente.

—Me he peleado con una amiga, más o menos. Bueno, en realidad, con varias.

Linnéa hace bailar en el pie una de las sandalias de goma. A decir verdad, odia las sandalias, pero con ese calor tan tremendo es imposible llevar otro calzado.

—¿Qué ha pasado? —dice Jakob con tono neutral.

—Pues yo tenía un secreto. Algo que las demás deberían haber sabido, pero que yo me había callado. Y al final, cuando se lo conté, se enfadaron por no habérselo dicho mucho antes. Ahora resulta que no confían en mí.

—¿Quieres contarme cuál es el secreto?

—No.

Jakob asiente. Linnéa se pregunta cómo cambiaría ese tono suyo tan profesional si le contara la verdad. Desde luego, al principio no la creería. Pero entonces podría decirle que, antes de haber logrado controlar su poder, a veces captó sus pensamientos sin pretenderlo, y que por eso sabe que, el otoño pasado, le fue infiel a su mujer con una colega. Ese es su secreto mejor guardado.

El psicólogo se asustaría. Se sentiría siempre incómodo en su presencia, exactamente igual que las Elegidas.

Unos días después de la fiesta de fin de curso, todas revelaron por fin sus secretos. Minoo les contó toda la verdad de lo que ocurrió aquella noche en el comedor del instituto, les habló del humo negro que nadie más podía ver, el que exhalaban tanto ella como Max, la bendición de los demonios. Anna-Karin les dijo que había tenido embrujada a su madre todo el otoño, y les confesó lo lejos que había llegado con Jari. Secretos de envergadura, pero nada comparado con lo que Linnéa tuvo que desvelar: que su poder consistía en la capacidad de leer el pensamiento. Y que llevaba casi un año leyendo el de ellas sin decir una palabra.

Desde entonces, nada ha sido igual. Llevan todo el verano viéndose regularmente para practicar sus poderes mágicos, y Linnéa ha notado que las demás evitan mirarla. Vanessa apenas le ha dirigido la palabra en todas las vacaciones. Cada vez que lo piensa, siente como si le destrozaran el corazón enchufándole en el pecho una batidora de hojas afiladas.

—¿Cómo reaccionaste cuando se enfadaron contigo?

—Pues intenté defenderme. Pero claro, yo entendía por qué… Quiero decir que… Yo me habría cabreado muchísimo si hubiera estado en su lugar.

—¿Y por qué no les contaste el secreto mucho antes?

—Sabía que lo fliparían cuando se lo contara.

Una vez más, el silencio del psicólogo. Linnéa se mira los pies. Lleva las uñas pintadas de negro.

—Y además, en cierto modo, me gustaba —añade Linnéa.

—¿Te gustaba?

—Sí, tener una especie de ventaja sobre ellas.

—Permitir que la gente entre en nuestra vida puede ser difícil. Dejar que se nos acerquen realmente. A veces nos sentimos más seguros con nuestra soledad.

Linnéa no puede contenerse y suelta una risita.

—¿Qué te hace tanta gracia?

Levanta la vista y contempla su sonrisa afable. ¿Qué sabrá él lo que es estar solo? No como cuando todos están ocupados justo esa noche, o como cuando tu mujer se ha ido de congreso. Simplemente te duele todo, sientes que los átomos de tu cuerpo se desligan unos de otros y estás a punto de desintegrarte en una gran Nada. Simplemente necesitas gritar al aire para oír que aún existes. Simplemente nadie se preocuparía si desaparecieras.

Enseguida se le despliega la lista en la cabeza. Lleva ahí desde que tiene memoria, la lista de «A quiénes les importaría que me muriera». Desde que asesinaron a Elias, no hay ningún nombre seguro.

Jakob comprende que no piensa contestar, porque cambia de tema.

—Antes de las vacaciones me contaste que habías conocido a una persona por la que sentías algo.

Ahí está otra vez la batidora asesina.

—Ya se me ha pasado —miente Linnéa—. Era demasiado difícil.

Plin, plon, plin… La sandalia sigue balanceándose mientras ella evita mirar a Jakob.

Él sigue preguntando y Linnéa responde mecánicamente, lo alimenta con una pequeña verdad por aquí, una gran mentira por allá.

Hay tantas cosas que no le puede contar… «El mundo no es como tú crees. Está lleno de magia. Y Engelsfors será el centro de una batalla interdimensional. El bien contra el mal. Unas cuantas chicas del instituto y yo, contra los demonios. Y, por cierto, soy una bruja. He sido elegida para vencer al mal y detener el Apocalipsis. ¿Alguna pregunta?»

Además, hay tantos secretos no relacionados con la magia que Jakob nunca sabrá… «Después de la muerte de Elias, empecé a acostarme con Jonte, exacto, mi viejo amigo el camello, y sí, fumaba con él. Pero luego lo dejé, y nunca más, lo prometo, y soy lo bastante responsable como para vivir sola en mi apartamento. Y Diana la de los servicios sociales y tú os lo vais a creer, ¿a que sí?»

Iría directa a un centro para jóvenes, desde luego. O a una nueva familia de acogida. Con padres de acogida distintos de Ulf y Tina. Ellos nunca intentaron hacer de ella otra persona, jamás trataron de jugar a ser la familia perfecta. Comprendieron que llevaba muchos, muchísimos años sin ser una niña, que quizá nunca lo fue. Si no se les hubiera ocurrido irse a Botsuana para poner en marcha una escuela, Linnéa se habría quedado a vivir con ellos.

—¿Y cómo te sientes ahora que empiezan las clases? —pregunta Jakob, y Linnéa se da cuenta de que lleva callada un buen rato.

—Bien.

—¿Piensas mucho en Elias?

A veces le sorprende que todavía le duela tanto oír su nombre.

—Pues claro que sí —responde airada, aunque sabe que Jakob no preguntaba con mala intención—. Pienso en él todos los días. Y hoy, sobre todo.

—¿Por qué hoy?

Lo echa tanto de menos que le estalla el corazón y Linnéa tiene que concentrarse para no echarse a llorar.

—Es su cumpleaños.

Jakob asiente y la mira compasivo. Linnéa lo odia. No quiere ser una de esas personas de las que todo el mundo se compadece. Sabe que está destrozada por dentro, pero detesta verlo en los ojos de los demás, ver cómo están deseando coger el pegamento, tratar de pegar todas las piezas hasta que parezca que está entera.

Vuelve a husmear en la mente de Jakob y comprende que está esperanzado, que cree que ha conseguido establecer un canal de comunicación, que está a punto de abrirse, de hablar más de Elias.

En venganza, se mantiene callada los diez últimos minutos.

Te echo de menos. No se me pasa. Es solo que a veces me duele un poco menos.

Odio que discutiéramos la última vez que nos vimos. ¡Me preocupaba muchísimo lo que te estaba ocurriendo! Ahora creo que comprendo por lo que estabas pasando. Que tú también habías empezado a descubrir en ti algo nuevo e inexplicable, igual que yo.

Creía que me estaba volviendo loca, y tú debías de sentirte igual. Estarías aterrado.

Si hubiéramos hablado, si nos hubiéramos contado nuestros secretos, quizá todo habría sido diferente.

Si hubieras nacido en un lugar distinto de esta porquería de ciudad, quizá hoy estarías vivo.

Sé que no sirve de nada pensar así, pero no puedo evitarlo.

Hago listas de todos los pequeños detalles que hacían que fueras tú.

Como lo de quitar siempre el pepino de la hamburguesa vegetal, y yo no me explicaba por qué no la pedías sin pepino. Como lo de que Poppy Z. Brite, Edgar Allan Poe y Oscar Wilde eran tus escritores favoritos. Tengo subrayados los fragmentos que me leías por teléfono algunas noches. Y que me prometiste que me llevarías a Japón antes de que cumpliéramos los treinta. Una vez me dijiste que si hubieras sido chica, habrías querido llamarte Lucretia. ¿De dónde coño te sacaste ese nombre? Y nunca te enamorabas de famosos de verdad, solo de personas inventadas, como Misa Amane, con lo irritante que es, y Eduardo Manostijeras. Y me pediste que te prometiera que nunca te olvidaría si morías antes que yo. Típico de ti, decir una tontería semejante. Como si pudiera olvidarte.

Eres mi hermano en todo, menos de sangre. Siempre te querré.

Linnéa arranca la hoja del diario con cuidado y la dobla. Luego hace un agujerito en la tierra porosa del rosal que hay junto a la tumba de Elias. Las rosas blancas ya han florecido, y las hojas tienen el borde ajado y reseco. Empuja el papel doblado. Lo entierra. Se limpia las manos en la falda negra y se queda allí sentada.

Entre los viejos tilos se divisa la casa parroquial, al otro lado del cementerio. Linnéa mira la ventana de la que fue la casa de Elias. El cielo se refleja claro en los cristales. A Elias le encantaba la vista del cementerio. Y no sabía que estaba contemplando su propia tumba.

No sopla la menor brisa y el sol abrasa el camposanto, calienta las tumbas. La hierba amarillea y la tierra está reseca y resquebrajada. En junio, el Engelsforsbladet anunció eufórico el récord del verano. Ahora, en agosto, ese récord se traduce en ancianos que mueren deshidratados y en campesinos que ven cómo se va a pique su economía.

El móvil emite un pitido y Linnéa no tiene fuerzas ni para mirar la pantalla. Olivia, la única amiga que le queda de la antigua pandilla, lleva toda la mañana estresándola con mensajes. No la ha llamado en todo el verano pero, ahora que le conviene, da por hecho que va a salir corriendo para ir con ella. No piensa responder, desde luego.

Saca la botella de agua de la bolsa, la destapa. No importa cuánto beba, sigue teniendo sed. De todos modos, rocía el rosal con las últimas gotas.

Guarda la botella y saca dos rosas rojas que ha cortado de un seto del Storvallsparken. Ya están mustias. Pone una en la tumba de Elias. Luego se levanta y deja la otra en la que tiene el nombre de Rebecka.

Echa una última ojeada a la tumba de su amigo. Antes esperaba poder leer la mente de los muertos, poder entrar en contacto con ellos. Pero hasta ahora no ha conseguido oír lo que piensan, si es que están ahí.

Antes, Linnéa creía que todo acababa al morir. Ahora, al menos, sabe que hay espíritus.

Están donde tienen que estar, dijo Minoo cuando se reunieron junto a las tumbas después de la fiesta de fin de curso.

Linnéa espera que sea verdad, que Elias esté en algún lugar, en un sitio mejor.

Piensa en lo que dijo Max en el comedor cuando trató de obligarla a desvelar el nombre de las demás Elegidas.

Elias te espera, Linnéa.

Una parte de ella siente la tentación de averiguar si el aliado de los demonios decía la verdad.

Volveréis a estar juntos.

Ya no puede contener las lágrimas. Las deja rodar mientras camina. Qué más da. ¿Qué mejor sitio para llorar que un cementerio?

En la bolsa tiene una rosa más. Es para su madre.

Linnéa está a punto de tomar el sendero que conduce al columbario cuando atisba una sombra negra que se mueve a ras de tierra, por entre las tumbas.

Se detiene.

Se oye un largo maullido y el familiaris de Nicolaus se desliza hacia el sendero, delante de ella. Gato, al que nadie ha puesto otro nombre, parece haber perdido más pelo aún durante el verano. La mira enfurruñado con su único ojo.

Linnéa nunca ha conseguido leer el pensamiento de un animal, pero comprende enseguida que Gato quiere algo. Se estira y maúlla. Luego entra en una vereda estrecha que conduce a la parte antigua del cementerio. Se detiene a veces para cerciorarse de que Linnéa lo sigue.

El cementerio está cercado por un muro de piedra no demasiado alto. Gato se para a la sombra, junto a una lápida alta recubierta de musgo y de líquenes gris claro.

Gato vuelve a maullar con un lamento alto y chillón, y frota la cabeza suavemente contra la piedra.

—Sí, sí —dice Linnéa, y se arrodilla.

Se sorprende al notar en las rodillas desnudas lo fresca que está la tierra. Alarga la mano, retira el musgo de la lápida y trata de descifrar las letras erosionadas.

NICOLAUS ELINGIUS

MEMENTO MORI

Un frío le recorre todo el cuerpo, como si los espíritus de los muertos estuvieran allí mismo, extendiendo los brazos hacia ella desde la tierra.

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Fuego
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