Capítulo VI

—Hemos entrado en el reino de la mitología —dice la abadesa de Crewe—, y, naturalmente, no pienso separarme de las cintas. Me acojo al antiguo Privilegio de los Eclesiásticos. La confianza entre las monjas y la abadesa no debe quebrarse. Estas cintas son tan secretas como la confesión, y ni siquiera Roma puede reclamarlas.

El equipo de televisión se ha marchado muy satisfecho, pero los reporteros de los noticiarios continúan formando grupos en las puertas. La policía patrulla el recinto con los perros, que ladran hasta a las hojas secas que se agitan en el suelo.

Ha pasado un mes desde que la hermana Winifrede, recordando lo advertido por la abadesa a propósito de las citas en los aseos de señoras, quiso dar muestras de su imaginación y su capacidad de iniciativa acordando un encuentro con su chantajista en el aseo de caballeros del Museo Británico. Y fue allí, en aquel callejón sin salida, donde la detuvieron el vigilante del museo y sus ayudantes.

—Otro maricón de esos —había dicho el empleado, y Winifrede, ataviada con un traje masculino azul oscuro, una camisa blanca de rayas marrón claro y una corbata también de rayas azules y rojas, emblemáticas de alguna universidad desconocida hasta para la prensa dominical, fue conducida a una comisaría de policía aferrada a su bolsa, que contenía varios miles de libras.

Comenzó el relato de su historia de camino a la comisaría, lo continuó mientras unas agentes le quitaban las ropas masculinas, y amplió su deposición vestida con un mono de la policía. Los titulares de la prensa vespertina decían: «Escándalo de la abadía de Crewe: nuevas revelaciones», «Detenida una monja de Crewe travestida en los aseos de caballeros» y «Monja interrogada por el caso del dedal de Crewe».

Después de que relatara su historia, la soltaron sin acusarla de nada, puesto que la abadesa garantizaba el carácter interno y eclesiástico del asunto y la investigación exhaustiva en ese ámbito. La conmovedora situación, que las autoridades competentes estaban dispuestas a zanjar, no impidió que varios obispos hicieran a la abadesa Alexandra, blancamente ataviada en su salón de Crewe, todas las visitas que ella quiso recibir ni que los periódicos del mundo entero publicaran la noticia.

—Señores míos —dijo la abadesa a los tres obispos que se dignó recibir—, vigilen su propia casa antes de venir a demoler mi abadía. Ya conocen la historia del segador de Andrew Marvell:

Cuando el brazo así en círculo mueve,

y el suelo entero despoja,

y la silbante guadaña entre raíz

y tierra el golpe asesta,

el afilado acero, por descuido,

troncha su propio tobillo,

y allí sobre la hierba cae

el segador por su mano segado.[32]

Los obispos se marcharon, confundidos e impresionados, después de asegurar a la abadesa, uno a uno y de todos los modos posibles, que no era su intención desacreditar a la abadía, sino sencillamente averiguar lo ocurrido.

La abadesa, que al fin apareció en la televisión, alcanzó un éxito clamoroso durante todo el tiempo que estuvo en pantalla. Sosteniendo en su hermosa mano un trozo de papel doblado, afirmó que estaba en posesión de una confesión firmada por la pobre hermana Winifrede, que se declaraba culpable de haber cometido una fechoría gravísima debida únicamente a su voluntad. Luego, negó los rumores que circulaban sobre la mala calidad de la comida de Crewe. «Lo que no niego —dijo— es que nosotras contamos con nuestros laboratorios de comida sana, en los que se analizan grandes cantidades de productos nutritivos con los que luego se experimenta.» En el campo de la electrónica aplicada, declaró la abadesa, la abadía se encontraba a la vanguardia, hasta el punto de que para finales de año esperaba fabricar un nuevo y avanzado modelo de pararrayos que reduciría el peligro de la caída de rayos en las Islas Británicas a un porcentaje incluso menor que el actual.

La audiencia abrió los ojos de admiración por aquella dama adorable. Según ella, las cintas existentes, de la cuales no pensaba separarse jamás, eran grabaciones confidenciales de charlas privadas con sus monjas. Con una sonrisa sublime, pidió a todos que rezaran por la abadía de Crewe y por su querida hermana Gertrude, cuya excelente labor por esos mundos había merecido universal gratitud.

Las cámaras se han ido, pero los reporteros esperan a las puertas. Solo se permite entrar y salir al camión de la basura, al jesuita que viene a decir misa y a la furgoneta de correos, pero, cuando finalizan estas actividades matutinas, las puertas se cierran a cal y canto. Alexandra recibió a los obispos, habló y luego dijo que ya no recibiría a nadie más. Los obispos, que habían salido de la abadía más tranquilos, experimentaron horas después la curiosa sensación de no recordar con exactitud las explicaciones de Alexandra. Ahora es tarde.

¿Quién paga a unos chantajistas, con qué finalidad, a quién, cuánto dinero y de qué fuente procede? Nadie, ni obispos ni periodistas, tiene una respuesta clara. Es el reino de la mitología, como explica la abadesa a Gertrude en su llamada de despedida por el teléfono verde.

—Bueno —dice Gertrude—, puede que haya obtenido la mitología pública de la prensa y la televisión, pero no obtendrá un enfoque mitológico de Roma. En Roma operan con realidades.

—Es absurdo que me hayan denunciado a Roma con una solicitud de excomunión —dice la abadesa—, y no le quepa duda, querida Gertrude, que iré yo misma a defender mi causa. ¿Estará allí conmigo? Luego podría venir a Inglaterra y ocuparse de la reforma de las cárceles o algo por el estilo.

—Mucho me temo que mi visado de estancia en el Tíbet valga solo para un periodo determinado —replica Gertrude con brusquedad—. No puedo salir de aquí.

—Respondiendo al clamor popular, he decidido publicar una transcripción selecta de mis cintas, pero me he dado cuenta de que faltan algunos pasajes, y temo que el demonio, que ronda como león rugiente, los haya devorado. Tengo muchas ofertas cinematográficas y teatrales, y todos estos acontecimientos serán de gran ayuda para su trabajo de campo y para asistir a las multitudes hambrientas. Gertrude, me he convertido en un objeto artístico cuya finalidad es dar placer.

—Borre los poemas ingleses de esas cintas. No darían buena impresión de usted en Roma. Es el lenguaje de Cranmer, el de la Biblia del rey Jacobo o el del devocionario anglicano. Roma aceptará lo que sea, menos la poesía inglesa.

—Entonces, Gertrude, no veo cómo podrían leer los cardenales las transcripciones o escuchar las cintas si su propia existencia es inmoral. Da igual, el caso es que he obtenido confesiones firmadas por todas las monjas y las llevaré conmigo a Roma. De las cincuenta.

—¿Y qué han confesado las monjas?

A través de la línea verde, la abadesa, con su voz entusiasta, lee a la lejana Gertrude el confíteor de las monjas.

—¿Y todas han firmado esa declaración?

—Gertrude, ¿le pasa algo en los bronquios?

—Me enfurece oír que todas ustedes han pecado tanto en Crewe y tan gravemente, no solo de pensamiento y obra, sino también de palabra. Mientras que yo me afanaba y daba vueltas por el mundo, ustedes, si debo creer ese texto sensacional, se preocupaban por la pureza y el pecar gravísimamente. Son todas culpables, todas, culpables en grado sumo.

—Sí, es lo que dicen las confesiones, mi queridísima Gertrude. O felix culpa! Maximilian y Baudouin han viajado a América, donde dan seminarios de teatralidad eclesiástica y demonología, respectivamente. Gertrude, dígame cómo voy a Roma: ¿en avión o por tierra y mar?

—Por tierra y mar —responde Gertrude—. Que esperen.

—Sí, el cielo algodonoso del Canal de la Mancha me convendrá. Espero partir dentro de diez días. El Divino Infante de Praga ya está en el banco. Gertrude, ¿sigue ahí?

—No he oído lo último —dice Gertrude—. Se me ha caído una horquilla y me he agachado a cogerla.

Mildred y Walburga ya no están. Descubrieron la necesidad de reorganizar la enfermería de la abadía de Ynce para el abad anciano y achacoso. Alexandra, que ya ve con los ojos de la mente su propia figura en la cubierta superior del barco que la conducirá de Dover a Ostende y en el tren que desde allí, atravesando el San Gotardo, la llevará en un largo viaje por el mapa de Europa hasta Roma, se sienta bellamente a su escritorio y escribe al cardenal que está en Roma. ¡Oh, extraordinaria abadesa de Crewe!

A Su Eminencia Reverendísima:

Eminencia, concédame el honor de invitarme a responder al Comité de Investigación sobre el caso del dedal de la hermana Felicity y de todas las cuestiones relacionadas con ese objeto…

Ha dado órdenes de seleccionar y editar las transcripciones de sus cintas registradoras. Antes de completas ha reunido a sus monjas.

—Borren los poemas que recité. Son cosas propias de mí, que no deben repartirse públicamente. Escriban «Poemas borrados». Expurguen con cuidado todas esas grabaciones sin importancia y titulen la compilación La abadesa de Crewe.

La francachela ha terminado. Mantengan la tranquilidad y vigilen. Alexandra navega en el alegre día de su deseo por aguas excepcionalmente serenas, de pie en la cubierta superior, derecha como la chimenea de un barco blanco y maravillada de que el ancho mar se ondule de una orilla a otra como ese trigal de la sublimidad que nunca debería segarse y que nunca se sembró: trigo inmortal del Oriente.[33]