Capítulo V
—Gertrude —dice la abadesa en el teléfono verde—, ¿ha visto la prensa?
—Sí —responde Gertrude.
—¿Quiere decir que la noticia ha llegado a Reikiavik?
—Checoslovaquia ha ganado el título mundial.
—Me refiero a las noticias sobre nosotras, Gertrude, querida.
—Sí, algo he visto. ¿Qué sentido tiene poner escuchas en el convento?
—¿Cómo podría saberlo? —dice la abadesa—. Yo no sé nada de nada. Estoy ocupada con la administración de la abadía, con nuestra música, nuestros ritos, nuestras tradiciones y nuestros proyectos electrónicos para mantener la comunicación con las misiones. Aparte de estas cosas, solo sé lo que me dicen que traen los periódicos, que yo no leo. Mi querida Gertrude, ¿por qué no regresa o por qué no busca un sitio más a mano, si no es en Inglaterra que sea en Francia, en Bélgica, en Holanda o en cualquier lugar del continente? Estoy pensando seriamente en desmontar la línea verde, Gertrude.
—No es mala idea. No hay mucho que pueda hacerse por controlar las misiones desde Crewe.
—Si estuviera más cerca, Gertrude, digamos en Austria o incluso en Italia…
—Demasiado cerca del Vaticano.
—Necesitamos una misión europea —afirma la abadesa.
—Pero a mí no me gusta Europa. Está demasiado cerca de Roma.
—¡Ah, sí! —dice la abadesa—. Nuestra querida Roma. Pero, Gertrude, Roma me está dando muchos quebraderos de cabeza, y usted podría ayudarnos. Antes o después enviarán una comisión para investigar la marcha de los asuntos de Crewe, ¿no cree? Demasiada publicidad. ¿Cómo afronto yo esto con usted lejos?
—Las escuchas secretas por medios electrónicos son inmorales —afirma Gertrude.
—¿Ha cogido frío en el pecho, Gertrude?
—No debería haber escuchado las conversaciones de las monjas, ni haber abierto sus cartas ni haberlas leído. Tendría que haber invertido las dotes en el convento y haber evitado que sus amigos jesuitas entraran por la fuerza en la abadía.
—Gertrude, yo sabía que Felicity guardaba un montón de cartas de amor.
—Debería haberle dicho que las destruyera; debería haberle advertido; debería haber dejado que votaran por ella las monjas que quisieran; debería haber…
—Gertrude, mi devota lógica, hay un asunto sobre el que delibero grandemente en el umbrío jardín de mis pensamientos; ¿de dónde saca sus «debería» y «no debería»? No proceden del sistema moral de los caníbales andinos, ni de las facciones de las profundidades del Congo ni de las montañas de Asia, ¿verdad? Me parece, Gertrude, amor mío, que sus «debería» y «no debería» se han gestado más cerca de nuestro país, digamos en el continente europeo, si se me perdona la expresión.
—El Papa —dice Gertrude— debería ampliar sus miras ecuménicas y adaptarse al Concilio Vaticano II. Debería arrojar los dogmas por la ventana de la mismísima Santa Sede y permitir la entrada de las otras religiones y unificarlas.
La abadesa, al otro lado de la línea verde, se relaja en la sala de control, mirando la luz blanca y fría que juguetea sobre la masa verde de helechos que acaba de instalar por toda la sala para embellecerla y disimular los aparatos.
—Gertrude, he llegado a la conclusión de que hay una laguna en su lógica. Y al mismo tiempo no sé qué pensar de Walburga, Mildred y Winifrede.
—¿Por qué? ¿Qué han hecho?
—Querida, parece que han sido ellas las que llenaron la abadía de micrófonos y organizaron un robo con allanamiento.
—Entonces, expúlselas.
—Pero Mildred y Walburga son dos de las mejores monjas que he tenido el honor de conocer en mi vida…
—Esto es Reikiavik —dice Gertrude—, no Fleet Street. ¿Por qué no va a la televisión? Usted quedaría de maravilla con su figura, madre abadesa.
—¿De veras lo cree, Gertrude? En ese punto me siento muy segura, pero me disgusta la publicidad. Yo adoro la poesía inglesa, y hasta mis devociones adoptan su forma, cosa para mí perfectamente válida. Gertrude, si es necesario, concederé una entrevista a la televisión y citaré algún poema. ¿Qué poeta considera más adecuado? Gertrude, ¿me oye? ¿Le parece que yo debería exponer su punto de vista sobre la Santa Sede en la televisión?
La voz de Gertrude se debilita mientras responde:
—No, es solo para consumo interno. Expóngaselo a las monjas. Mucho me temo que va a estallar una tormenta de nieve. Hay muchas interferencias en la línea…
Nada más colgar el auricular, la abadesa se pone a dar brincos de felicidad en la sala de control. Luego se envuelve en su hábito blanco y entra en el salón de recibir, que ya ha decorado a su gusto. Mildred y Walburga se levantan al verla entrar, pero ella no mira a ninguna de las dos, se limita a quedarse a pie quieto, igual que sus dos monjas, como las piedras de Stonehenge. Al poco, la abadesa toma asiento y pisa suavemente la nueva alfombra verde con sus zapatos de hebilla. Mildred y Walburga ocupan sus puestos.
—Gertrude —dice— está internándose en las dispersas planicies de Islandia, donde espera introducir en los iglús las devociones diarias y la calefacción central. Convendría pedir ofertas a las principales empresas de calefacción y firmar un contrato lo antes posible, porque temo que surja algún problema, como, por ejemplo, que se produzca una quiebra en el estilo de vida de las familias esquimales. ¿Qué son esos aullidos que se oyen fuera?
—Los perros policía —aclara Mildred—. Los reporteros continúan en la entrada.
—Mantengan a las monjas alejadas de la puerta —ordena la abadesa—. Sepan que, si el asunto se pone muy feo, yo misma haré una declaración en la televisión. ¿Han recibido nuevos datos?
—Felicity ha confeccionado una lista de los delitos de la abadía —dice Walburga—, que, según ella, atenían contra las leyes inglesas porque no son delitos eclesiásticos, y se ha quejado en la televisión de que las autoridades no adopten medidas.
—Naturalmente, los tribunales preferirían que Roma se ocupara del asunto —dice la abadesa—, ¿Han conseguido ustedes la lista?
Extiende la mano y menea los dedos con impaciencia mientras Walburga saca de las profundidades de su bolsillo la gruesa lista doblada que al final llega a los dedos de la abadesa.
—La ha confeccionado con la ayuda de Thomas y del Tesauro de Roget, según la hija de su casera, que mantiene informada a Winifrede —afirma Mildred.
—Acabaremos arruinadas de soltar tanto para los sobornos —dice la abadesa, desplegando la lista. Luego lee en voz alta modulando con la mayor de las claridades—: «Las fechorías de la abadesa de Crewe». —Levanta la mirada del papel y dice—: «Fechoría», me encanta esta palabra. Suena como el gong del Día del Juicio, no evoca en absoluto esa fanfarria de trompetas wagnerianas que nos han inducido a esperar, sino algo que acompaña un olor a guiso de carne y a repollo en las dependencias traseras de un Instituto Mecánico de Sheffield a mediados del siglo XIX… «Fechoría» es, por otra parte, la palabra que empleaban los viajantes de comercio en los años treinta y cuarenta de este siglo, aunque yo creo que continuarán haciendo lo mismo con otro nombre… «Fechoría, fechoría»… Cualquiera que sea el sentido que Felicity pretenda darle, la palabra no me pega a mí, queridas hermanas. Felicity es una puritana lasciva.
—Podríamos demandarla por difamación —dice Walburga.
—Tampoco me pega la palabra «difamación» —dice la abadesa, que continúa leyendo en voz alta—: «Ocultar, esconder, secretear, cubrir, encubrir, tapar, disimular, envolver, ofuscar, sofocar, enmascarar, disfrazar, guardar, eclipsar, mantener en la ignorancia, cegar, embaucar, mistificar, fingir, desconcertar, confundir, azarar, apabullar, reservar, suprimir, engatusar, etc.». Cuánto me gustaría saber lo que significa ese «etc.». Seguro que Felicity tenía algo en la cabeza —dice la abadesa, levantando la mirada de la lista para ver los rostros hermosos y atentos de Mildred y Walburga.
—¿Hay algo que pueda relacionarse con un fraude? —pregunta Mildred.
—El fraude aparece implícito en el párrafo siguiente —dice la abadesa—, que continúa así: «Defraudar, timar, apabullar, conspirar, aprovecharse, intrigar, estafar, embaucar, enredar, engañar, burlar, atraer con señuelos, trampear, mentir, falsificar, abusar, seducir, sonsacar, atrapar, inducir, falsear, poner la zancadilla, robar, no pagar, trapalear, hacer creer que la luna es un queso verde y que las vacas vuelan». Arrebatadora acusación —dice la abadesa, volviendo a levantar la vista—. Fíjense que no solo ha pensado en las fechorías que ya he cometido, sino también en las que no he cometido aún pero estoy a punto de cometer.
La campana toca a vísperas, y la abadesa deja a un lado el sorprendente documento.
—Creo que deberíamos desmontar los micrófonos ahora mismo —dice Walburga al abandonar el salón detrás de la abadesa.
—¿Y destruir las cintas? —pregunta Mildred con un escalofrío.
Mildred tiene mucho apego a las cintas y las oye con frecuencia y con una curiosa capacidad de concentración.
—Ciertamente no —interviene la abadesa cuando se detienen en lo alto de la escalera—. No podemos destruir unas pruebas vitales para nuestra historia, que pueden manipularse para satisfacer la curiosidad de los inquisidores de Roma empeñados en liquidar la abadía. Necesitamos las cintas para engañar, embaucar, confundir, etc. Hay una en concreto en la que doy pruebas de mi inocencia respecto al asunto de las escuchas. No mucho más allá del verano pasado, iba yo caminando con Winifrede bajo los álamos y nos pusimos a comentar cosas de engaños y fraudes. Al principio de la cinta, se me oye preguntar: «¿Qué tiene de malo el tradicional método el ojo de la cerradura, hermana Winifrede?». El otro día volví a oírla y la modifiqué. He conseguido dar la impresión de que la luna es un queso verde gracias a una respuesta tonta de Winifrede que enseguida olvidé. En caso de necesidad, sería una prueba convincente para presentar a Roma. La hermana Winifrede aparece metida hasta el cuello. Envíenmela al salón después de vísperas.
Descienden las escaleras con su habitual estilo y con tal apostura que las monjas de abajo, entre las que ya soplan como el viento entre los juncos la sospecha y el temor de lo que pueda ocurrir, se vuelven al momento sobrias y vigilantes y se reúnen y forman para desfilar por el prado oscuro, cada cual en su puesto de camino a las vísperas.
Los cánticos suben y bajan de volumen, y la abadesa se levanta de su alto sitial para unirse a los responsorios. ¡Con cuánto lirismo mueve los labios al ritmo vibrante de la música!…
Coger, obtener, beneficiarse, procurar, derivar, cercar, recoger, recolectar, recibir, toparse con una fortuna, heredar, conseguir, recaudar como se pueda, adueñarse, llevar el ascua a nuestra sardina y el agua a nuestro molino…
Hermanas, sean sobrias y vigilen, porque su adversario, el diablo, anda rondando y busca a quien devorar.
Regocijarse, gozar, obtener placer, etcétera, disfrutar, alegrarse, paladear, gustar, deleitarse, complacerse, darse el lujo, solazarse, recrearse, regodearse, sacar ventaja, nadar en la abundancia, satisfacer los apetitos, faisant ses choux gras,[28] calentarse al sol, estar en Jauja.
De lo profundo te invoco, ¡oh Yahvé!
Oye, Señor, mi voz; estén atentos tus oídos
a la voz de mi súplica.
Si guardas, Yahvé, los delitos,
¿quién, ¡oh Señor!, podrá subsistir?[29]
¡Felices aquellos días primeros! Cuando yo
en mi angélica infancia resplandecía.
Antes de que comprendiera este lugar
destinado al segundo tramo de mi vida.
Cuando a mi alma solo enseñaba a desear
un cándido pensamiento celestial.[30]
—La cuestión, Winifrede, es que ha corrido un grave peligro entregando el dinero en los aseos de Selfridge’s a un joven seminarista de los jesuitas disfrazado de mujer. Podrían haberlo detenido por travestismo. Esta vez tiene que pensarlo bien y escoger algo mejor.
La abadesa está ocupada cortando con unas tijeritas los hilos finísimos que sostienen la frágil forma de una esmeralda en las vestiduras del Divino Infante de Praga.
—Me duele gastar, dilapidar, malgastar, derrochar, desperdiciar, agotar y tirar por la borda la dote de las hermanas de semejante modo. Los jesuitas abusan de mí. Da igual, aquí la tiene. Llévela al Monte de Piedad y llegue a un acuerdo con el padre Baudouin y el padre Maximilian para entregar el dinero, pero que no sea en lavabos de señoras.
—Sí, madre abadesa —responde Winifrede. Luego añade por lo bajo con un gemido—: Si la hermana Mildred pudiera venir conmigo… O quizá la hermana Walburga…
—No, ellas no saben nada de todo esto —dice la abadesa.
—¡Oh, pero si lo saben todo! —responde Winifrede, la muy zoquete.
—En cuanto a mí, también lo desconozco todo —dice la abadesa—. Ese es el escenario. ¿Y sabes lo que pienso, Winifrede?
—¿Qué piensa, madre abadesa?
—Pienso que
Siento nostalgia de los míos.
¡Ah!, ya sé que me rodea gente,
caras amables,
pero siento nostalgia de los míos.[31]
—Sí, madre abadesa.
Winifrede hace una profunda reverencia. Está a punto de salir cuando la abadesa, con un remolino de blanco, le pone una mano en el brazo para detenerla.
—Winifrede, antes de que se vaya, y solo por si ocurriera algo que pusiera en un aprieto a la abadía, me gustaría que firmara una confesión.
—¿Qué confesión? —pregunta Winifrede, su robusta contextura sacudida por el susto.
—Pues la fórmula habitual.
La abadesa le indica el pequeño escritorio donde ha dispuesto una hoja escrita a máquina del hermoso papel con el membrete de la abadía. Le entrega una pluma.
—Firme.
—¿Puedo leerlo? —gime Winifrede, cogiendo el papel con sus manos fuertes.
—Es la fórmula habitual de la confesión, pero lea, lea, si es que recela algo.
Winifrede lee las palabras escritas a máquina:
Yo, pecador, confieso a Dios Todopoderoso, a la bienaventurada siempre María Virgen, al bienaventurado san Miguel Arcángel, al bienaventurado san Juan Bautista, a los santos apóstoles Pedro y Pablo y a todos los santos que he pecado gravemente de pensamiento, palabra y obra, por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa.
—Firme. Basta con que ponga su nombre y su denominación.
—La verdad es que no querría comprometerme hasta ese extremo —dice Winifrede.
—Bueno, puesto que ha repetido estas palabras en misa todos los días de su vida, me horrorizaría pensar que las ha pronunciado hipócritamente durante tantos años sin darles su sentido. Cientos de millones de laicos depositan esta solemne declaración ante el altar todas las semanas. —Luego, pone la pluma en la amedrentada mano de Winifrede—. Hasta el Papa —dice— ofrece este doloroso testimonio todos los días de su vida y admite con total franqueza que ha pecado gravemente por su gravísima culpa. Por eso dice el monaguillo: «Quiera Dios todopoderoso apiadarse de ti». Lo que yo pretendo decir, Winifrede, es que lo que vale para el Supremo Pontífice vale para usted. ¿O cree que en todos los días de su vida no ha dado a esas palabras su auténtico significado?
Winifrede coge la pluma y escribe debajo de la confesión «Winifrede, Dama de la Orden de la Abadía de Crewe» con una caligrafía alta, inclinada y nítida. Se palpa el hábito para asegurarse de que la esmeralda está a buen recaudo en las profundidades de su bolsillo, y antes de abandonar el salón de recibir se detiene en la puerta y se gira con aire de cautela. La abadesa está en pie, con la confesión en la mano, blanca dentro de su hábito bajo la luz de la lámpara y prudente como el bienaventurado san Miguel Arcángel.