Capítulo III

Todas dan por sentado que el costurero de Felicity pertenece a Felicity por el mero hecho de haberlo traído al convento con la dote. No es una simple caja, pues se sostiene sobre unas patas afiladas, de unos setenta y cinco centímetros de alto, que acaban en unas ruedecillas. Está recubierto de nácar y tiene tres pisos interiores en los que agujas, tijeras e hilos de seda y de algodón se distribuyen con esmero en sus correspondientes compartimentos. Debajo hay un falso fondo forrado de muaré rojo para las cartas de amor. Alexandra se detuvo muchas veces a contemplar el costurero con esa especie de asombro que experimenta el aristócrata delante de las fruslerías que atesoran los burgueses.

—No imagino qué sacrificio podría ofrecerse para aplacar los efectos de ese costurero —comentó cierto día, al alcance de los oídos de Felicity, a la finada Hildegarde, que precisamente estaba inspeccionando la sala de costura.

Hildegarde no respondió en el acto, pero nada más salir de la habitación dijo:

—Es una perversión del gusto, pero los votos nos obligan a la aceptación de estas mortificaciones. Al fin y al cabo, todo está oculto aquí. Solo nosotras, y nadie más, distinguimos lo que es hermoso de lo que no lo es.

Los ojos oscuros de Hildegarde, cerrados ahora por la muerte, miraron a Alexandra.

—Ni siquiera debemos pensar en nuestra propia belleza —dijo.

—¿Por qué habríamos de interesarnos por nuestra belleza si nosotras dos somos bellas nos interese o no? —concluyó Alexandra.

Entre tanto, Felicity miraba afligida su costurero y lo abría para comprobar que todo estuviera en su sitio. Ahora lo repite todas las mañanas, por costumbre, y acaricia una vez más la tapa elaborada y brillante después de la hora prima mientras las monjas ordinarias, despreciables por profesión, entran en fila a la sala de costura y ocupan sus puestos.

Felicity abre el costurero. Examina los ordenados compartimentos, las bobinas y los ovillos, los ganchillos, las agujas. De repente, lanza un breve grito y vuelve su carita malhumorada a todas las presentes.

—¿Quién ha tocado mi costurero?

Nadie responde. Las monjas no están en absoluto preparadas para el estallido de rabia. Se acerca el día de las elecciones. Hoy venían esperando las revelaciones de Felicity sobre el significado de una vida de amor, tal y como debería vivirse a ambos lados del largo paseo flanqueado de álamos.

Ahora Felicity se expresa en voz baja y tensa.

—Me han desordenado el costurero. Ha desaparecido el dedal. —Levanta lentamente el piso superior para inspeccionar el de abajo—. Me lo han tocado.

Levanta el doble fondo y lo examina. Entonces decide volcar el costurero para comprobar mejor el contenido del compartimento secreto.

—Hermanas, creo que me han descubierto las cartas.

Sus palabras son el viento que roza la superficie de un lago y hace estremecer a los pájaros y las cañas. Felicity cuenta las cartas.

—Están todas, pero las han leído. Me falta el dedal. No lo encuentro.

Todas se ponen a buscarlo, pero ninguna da con él. La campana llama a tercia. La primera parte de la mañana ha sido un completo derroche de sensaciones, de modo que las monjas salen en fila para rezar, manifestando con su descontento, por fin, un ápice de individualismo.

¡Qué gentileza muestra Alexandra cuando se entera del disgusto de Felicity!

—Sean amables con ella —dice a las monjas mayores—. Parece evidente que sufre una crisis nerviosa. Un dedal nada más…, un dedal. No me extrañaría que lo hubiera extraviado ella misma en un rapto de deseo inconsciente de mandar al infierno la obsesión por el bordado para huir con su amante. Sean amables. Es bonito ser amable con los que sufren. No existe en este mundo nada más hermoso que el acto, el cual, contenido en su momento, existe desde la eternidad hasta la eternidad.

Winifrede, que capta nebulosamente la verdad de las palabras de Alexandra, no está segura de por qué razón las ha pronunciado aquí y ahora. Walburga y Mildred mantienen un silencio contemplativo, que Alexandra no interrumpe. Ella, en efecto, ha dicho lo que quería decir porque no desea perder la serenidad de espíritu delante de Dios ni su destino de abadesa de Crewe. La comunidad recibe inmediatamente la noticia de estos pensamientos de la noble Alexandra y se maravilla un poco de que, con las elecciones en puertas, pida amabilidad para su militante rival.

La rabia agitará el cuerpecito de Felicity durante todo el día siguiente hasta el punto de hacerle dar alaridos. «Existe una conjura, una conjura contra mí» es el tema principal de las palabras que dirige a sus compañeras de costura desde laudes hasta prima, desde prima hasta tercia y desde tercia hasta sexta. Por la tarde, mientras ella se mete en la cama, sus confundidas compañeras buscan el dedal. Desde la sala de control se escuchan debidamente sus conversaciones y sus conjeturas.

Hacia el final de la tarde, Walburga informa a Alexandra.

—Sus partidarias vacilan. La asquerosa putita no soporta nuestra amabilidad.

—Mire, Walburga, de ahora en adelante no debe informarme de este tipo de cosas. Ahora todo está en sus manos y en las de la hermana Mildred. Cuentan con el padre Baudouin y con el padre Maximilian, más la ayuda de Winifrede. Yo debo quedarme en la zona de ignorancia. Actúen sin contarme nada. Me niego a saber, porque saber no me conviene. Debo convertirme en la abadesa de Crewe, no en un ordenador programado.

Felicity yace en su duro lecho hasta que la campana de medianoche toca a maitines. ¡Dios mío, en la ventana de la sala de costura se mueve una luz! Felicity se aparta de la Fila de monjas envueltas en sus mantos negros que se dirigen en silencio a la capilla con Alexandra en cabeza. Walburga y Mildred no están. Una luz se mueve en la sala de costura, como si alguien llevara en la mano una linterna eléctrica.

Las monjas se han reunido en la capilla, pero Felicity está en el jardín y mira hacia lo alto. Luego, regresa sin hacer ruido al edificio y sube la escalera.

Y así sorprende a los dos jóvenes que hurgan en su costurero. Han encontrado el compartimento secreto, y uno de ellos tiene en la mano las cartas de amor. Dando un grito, Felicity retrocede, cierra la puerta con los dos intrusos dentro, corre al teléfono y llama a la policía.

En la sala de control, Mildred y Walburga han sintonizado la luz mortecina del circuito cerrado de televisión.

—Aprisa —dice Walburga a Mildred—, sígueme a la capilla, tienen que vernos en maitines.

Mildred tiembla, pero Walburga avanza con paso firme.

Suena la campanilla de la cancela; sin embargo, las monjas no interrumpen su canto. Fuera se oye la sirena de la policía porque Felicity ha franqueado la entrada al coche, pero las hermanas prosiguen con sus devociones nocturnas.

Él torna en desierto los ríos;

las fuentes de agua en tierra árida;

hace de la tierra fértil un salobral

por la maldad de sus habitantes.

Torna el páramo en laguna

y la tierra seca en manantiales de aguas.

Hace habitar allí a los hambrientos

y funda allí ciudad de morada.[23]

Alexandra oye el clamor de la entrada.

Hermanas, sean sobrias y vigilen, que su adversario el diablo, como león rugiente…

Las monjas regresan a la cama todas en fila, murmurando inquietas entre ellas. Agachan la cabeza mansamente, pero mueven los ojos a derecha e izquierda en el enorme vestíbulo, donde están los policías con los dos jóvenes mal vestidos que han sido sorprendidos en el convento. La voz de Felicity es un jadeo espasmódico. Mientras cuenta lo ocurrido, Bathildis, su mejor amiga, le estrecha el cuerpo tembloroso. Walburga y Alexandra se presentan subrayando su autoridad con el frufrú de los hábitos. Mildred hace a las monjas ademanes de «arriba, arriba» para que suban a sus celdas, lejos, muy lejos de aquel espectáculo.

Se oye hablar a Alexandra.

—Señores, acompáñennos al salón. Hermana Felicity, tranquila, sea sobria.

—Domínese, Felicity —aconseja Walburga.

Cuando la última monja ha llegado al último tramo de escaleras, Winifrede, hermosa y estupefacta, sale del oscuro armario de la sala de costura y desciende.

Llegado el momento, se descubre que los dos jóvenes son seminaristas jesuitas. En el salón de recibir lo admiten todo y la policía toma nota.

—Agente, opino que no es más que una chiquillada —dice Walburga.

—Un juego —añade Alexandra con aire de superioridad, quitándole importancia—. No vamos a denunciarlos. No deseamos un escándalo.

—Déjennoslo a nosotras —dice Walburga—. Hablaremos con sus superiores y seguro que los expulsarán de la Compañía.

Pero la hermana Felicity grita:

—Yo sí los denuncio. Anoche estuvieron aquí y me robaron el dedal.

—Bueno, hermana… —dice el agente al mando con un leve gruñido.

—Ha sido un robo —insiste Felicity.

—Un dedal, señora, no es un gran delito. Puede que lo extraviara usted misma —dice el policía, y al decirlo mira con anhelo el rostro de nácar de Alexandra, como buscando su apoyo. Los policías, tres en total, están incómodos.

—No es solo el dedal —interviene la joven Bathildis—. Buscaban unos documentos propiedad de la hermana Felicity.

—En este convento no existe la propiedad privada —dice Walburga—. Agente, en mi calidad de priora doy el asunto por zanjado. Sentimos que se hayan tomado la molestia.

Felicity rompe en sollozos. Bathildis, que se la lleva de la habitación, suelta una vulgaridad.

—Esto es un chanchullo.

Así se zanja el incidente. Los dos jesuitas reciben una amonestación, y la encantadora Alexandra implora a la policía que eviten el escándalo por respeto a la santidad de la clausura monacal. Los policías se hacen a un lado respetuosamente, con dos reverencias, mientras que Walburga, Alexandra y Mildred encabezan la fila que abandona el salón.

Al otro lado de la puerta está Winifrede.

—¡Menudo lío! —dice.

—Tonterías —responde enseguida Walburga—. Nuestros amigos, estos excelentes agentes, no han liado nada. Se hacen cargo perfectamente.

—La juventud de hoy en día, hermanas… —comenta el policía de más edad.

Meten a los dos jóvenes jesuitas en el coche policial para llevarlos al seminario y se marchan haciendo el menor ruido posible.

Solo uno de los periódicos de la mañana trae un breve comentario, y solo en la primera edición. Aun así, los primos de Alexandra, las hermanas de Walburga y las numerosas relaciones de los parientes de Mildred, sin necesidad de que nadie se lo pida y sin molestarse en juzgar el hecho, intervienen, serenos pero feroces, para proteger a las monjas ultrajadas de la familia. Primero por teléfono y luego, suavemente, con amabilidad, en la intimidad de un club o en el recoleto saloncito de una gran casa, las incondicionales familias ejercen en privado todo su poder para protestar contra el breve comentario que ha publicado el periódico con el título de «La juerga de los seminaristas jesuitas». De las tinieblas de la nada aparece un portavoz católico pensado para que todos citen su opinión sobre el artículo: una tremenda exageración, una descortesía que arrastra la pesada carga del prejuicio religioso, una difamación que las monjitas no merecen. Se subraya que ellas no tienen derecho de réplica, afirmación nunca demostrada que resulta ser el mejor de los argumentos. En cualquier caso, el asunto, que ha quedado prácticamente en nada, se reduce a un recorte de periódico sobre el pequeño escritorio de Alexandra: «La juerga de los seminaristas jesuitas», con algunos párrafos graciosos en los que se relata cómo se colaron los dos seminaristas en la cerrada abadía de Crewe para robar el dedal de una hermana.

—Lo hicieron por una apuesta —declara el padre Baudouin, subdirector del colegio de los jesuitas.

El padre niega la intervención policial y considera resuelto el asunto.

—¿Por qué demonios cogieron el dedal? —pregunta Alexandra a Walburga y a Mildred en presencia de Winifrede.

—Entraron dos veces —dice Winifrede con su voz de lamento monótono—. La noche anterior a su captura y la noche de la captura. Primero vinieron a estudiar la situación y a comprobar la facilidad de la entrada. Se llevaron el dedal en prueba de que lo habían conseguido. Como el padre Baudouin y el padre Maximilian se dieron por satisfechos, volvieron a la noche siguiente para coger las cartas de amor. Fue…

—Winifrede, no nos hace falta oír más. Alexandra no debe conocer los detalles. No más pormenores, por favor —advierte Walburga.

—Bueno —dice Winifrede obstinadamente—, pero es que ella ha preguntado por qué demonios…

—Alexandra no ha dicho semejante cosa —amenaza Walburga.

—No ha dicho nada de eso —añade Mildred.

Alexandra se sienta a su pequeño escritorio y sonríe.

—Alexandra, he oído con mis propios oídos que usted preguntaba algo del dedal.

—Winifrede, si da más crédito a sus oídos que a nosotras, puede que haya llegado el momento de separarnos. Tal vez ha perdido la vocación religiosa. Estamos dispuestas a comprender que quiera regresar en silencio al mundo antes de las elecciones.

Durante un instante, el alba se abre paso entre los terribles nubarrones del entendimiento de Winifrede.

—Hermana Alexandra, usted no me ha pedido ninguna explicación y yo no se la he dado.

—Excelente —dice Alexandra—. Winifrede, la quiero tanto que me la comería si no fuera porque no soporto el pudin de sebo. Y ahora, ¿le importaría ir a decir a las monjas lo que piensa del caso? Andan con cotilleos, trayendo y llevando rumores sobre lo ocurrido. Imponga a Felicity tres días de silencio y dele un dedal nuevo y diez metros de popelín para que haga un dobladillo.

—Felicity está en el huerto con Thomas —declara Winifrede.

—Alexandra tiene un terrible resfriado que le afecta al oído —observa Walburga, mirándose las hermosas uñas.

—Váyase —dice Mildred.

Winifrede acata la orden. Mientras tanto, los pequeños oídos cilíndricos de las paredes transmiten fielmente la conversación que la grabadora recibe en la sala de control, donde bobinas y bobinas y más bobinas giran obedientes durante horas y horas.

Cuando Winifrede desaparece, las tres hermanas se quedan un momento en silencio. Alexandra mira el recorte de prensa. Walburga y Mildred la miran a ella.

—Felicity está en el huerto con Thomas y aspira a ser abadesa de Crewe —dice Alexandra.

—No tenemos conexión de vídeo con el huerto —comenta Mildred—. Todavía no.

—Gertrude —llama Alexandra por el teléfono verde—, nos hemos enterado de que ha cruzado el Himalaya y de que va predicando el control de natalidad. Los obispos quieren una explicación. Nos va a buscar un lío con Roma, Gertrude, querida mía, cosa muy incómoda en vísperas de unas elecciones.

—No hacía más que predicar a los pájaros, como san Francisco —dice Gertrude.

—Gertrude, ¿desde dónde habla?

—Desde un sitio de nombre impronunciable, que a partir de mañana piensan cambiar por otro no menos impronunciable.

—Nosotras aquí tenemos nuestros propios quebraderos de cabeza. Tiene que regresar y asistir a la elección.

—No se puede hacer propaganda para elegir a una abadesa —dice Gertrude con su voz más profunda—. El voto es cuestión de conciencia. Winifrede depositará el mío por poderes.

—A raíz de que dos seminaristas jesuitas se colaran en el convento durante completas, Felicity va diciendo por toda la Casa que buscaban pruebas en su contra. Se llevaron su dedal. Ella se comporta como una menopáusica y sostiene que existe una conjura para impedir su elección. Por supuesto, es una sarta de memeces. Gertrude, ¿por qué no regresa y da una charla sobre el particular?

—Porque no estaba presente en ese momento, ya que me encontraba aquí.

—¿Tiene bronquitis, Gertrude?

—No. Será mejor que dé usted misma la charla. ¡Y cuidado con pedir el voto!

—Gertrude, querida mía, ¿qué hago para apelar a los instintos más elevados de estas monjas? Felicity les ha trastornado la mente.

—Apele a sus instintos más bajos dentro de los muros del convento. Solo cuando se exhorta a los extraños de fuera se apela a lo más alto. Oigo la campana a sus espaldas, Alexandra. Una campana adorable.

—Es la campana de tercia. ¿No siente nostalgia de los suyos, Gertrude?

Pero Gertrude ha colgado.

Las monjas están reunidas en la enorme sala capitular, donde Walburga, la priora, se dirige a ellas. La congregación se dispone en semicírculos conforme a las categorías: las monjas mayores, al fondo; las menores y más desdeñables, en las filas del medio, y las novicias, en la primera. Walburga está subida a un estrado, detrás de una mesa, frente a ellas y flanqueada por las de mayor rango, entre ellas Felicity, Winifrede, Mildred y Alexandra.

—Hermanas, estén tranquilas, sean sobrias —dice.

Pero las monjas sienten una inquietud desconocida hasta este momento. Los rostros atienden y los ojos se mueven como si estuvieran en el teatro esperando la subida del telón después de pagar su entrada. Fuera llueve a cántaros sobre el césped, sobre la grava y sobre las hojas esparcidas por el suelo; dentro, las monjas murmuran como si también entre ellas estuviera formándose una pequeña tormenta.

—Sean sobrias y vigilen —dice Walburga, la priora—. He rogado a la hermana Alexandra que les hable de los hechos que recientemente nos han conmocionado.

Alexandra se levanta y hace una inclinación a Walburga. Erguida como un pararrayos, está elegante con sus ropas negras, aunque pronto resplandecerá aún más vestida de blanco.

—Hermanas, estén tranquilas. En primer lugar traigo un mensaje de nuestra estimada hermana Gertrude, ocupada ahora en resolver la disputa que enfrenta a dos sectas que habitan más allá del Himalaya. Se trata de un desacuerdo en materia de doctrina, surgido al parecer por un simple error de ortografía inglesa. Fiel a la audacia de sus costumbres, la hermana Gertrude no ha querido aburrir a Roma con los detalles de la pendencia y del derramamiento de sangre en la zona y se ha empeñado en resolver el problema extraoficialmente. En medio de un asunto tan apremiante, la hermana Gertrude ha encontrado tiempo para pensar en los insignificantes contratiempos que recientemente han surgido aquí, en la acogedora Crewe, y nos ha rogado que apelemos a los instintos más elevados de las hermanas y a su amplitud de miras, tal como yo me dispongo a hacer.

Las monjas, gracias a la invocación de la famosa Gertrude, están ya sobrias y vigilantes, pero Felicity, desde el estrado, produce una distracción nerviosa sacando del gran bolsillo oculto tras su escapulario negro un pequeño bastidor de bordar. Sus dedos se ocupan en algún floreo extra mientras Alexandra continúa, no sin haber echado una breve mirada a tan precaria exhibición.

—Hermanas —dice—, permítanme satisfacer los deseos de la hermana Gertrude apelando a sus instintos más elevados. La semana pasada vivimos la extraordinaria experiencia de la intrusión nocturna de dos jóvenes bribones en nuestra Casa. Es natural que estén agitadas, y sabemos que se han visto inducidas a cotillear entre ustedes a propósito del incidente cosas que han circulado extramuros del convento.

Los dedos de Felicity vuelan adelante y atrás. Baja los ojos de pestañas claras y devotas y sostiene la labor en alto, acercándosela a la vista.

—Ahora bien —continúa Alexandra—, no he venido ante ustedes para hablar de naderías cotidianas o de cosas de poco fundamento, de cosas materiales que se olvidarán y que pasarán a ser, como dice el poeta

Los cuentos de amor bordados con sedosas hebras

por damas soñadoras sobre tapices

que nutrieron a la polilla asesina.[24]

»Prefiero traer a la atención de sus instintos más elevados la larga tradición de aquella que perteneció a mi linaje ancestral, Marguerite Marie Alacoque, mi ilustre tía, que vivió en el siglo XVII y fundó las grandes abadías del Sacré Coeur. Permítanme recordarles la suerte que ustedes disfrutan, porque en aquellos tiempos, conviene que lo sepan, las monjas estaban rígidamente separadas en dos grupos, el de las soeurs nobles y el de las soeurs bourgeoises. Naturalmente, además de esta distinción entre nobleza y burguesía, existía en el convento un tercer grupo formado por las hermanas laicas, que apenas contaban nada. En efecto, hasta bien entrado este siglo, las escuelas abadías del continente estaban divididas: las filies nobles recibían su formación de monjas de linaje noble, y las soeurs bourgeoises enseñaban a las hijas de los vils métiers, es decir, de los comerciantes.

Los ojos de Winifrede, semejantes a las ruedas de un cochecito de juguete, miran ansiosos desde su rostro hermoso y saludable. Su padre es el rico y hábil propietario y presidente de una fábrica de porcelana y tiene el título de caballero.

Walburga cruza sus hermosas manos sobre la mesa que tiene delante y se las mira mientras oye la voz de Alexandra, que pronuncia sus cadencias. El largo rostro de Walburga tiene un tono gris oscuro en contraste con el marco blanco de su toca. Ella trajo al convento aquella enorme propiedad de su devota madre brasileña; su padre, ya muerto, pertenecía a una familia de militares.

Los ojos azules de Mildred examinan a las novicias para comprobar sus reacciones, pero su rostro en forma de corazón está inmóvil, como pintado en la toca.

Alexandra se yergue cual tope del mástil de una nave antigua. Los dedos violentos de Felicity atacan la tela con su aguja precisa y eternamente perforadora. Más de una vez, la difunta abadesa Hildegarde se había divertido con la tímida malicia de Felicity, pues, aunque su ascendencia es tan noble como la de Alexandra, no hay en ella el menor rastro de tal cosa.

—Se trata de una interesante mutación genética —había dicho Hildegarde—. Teniendo en cuenta su excelente linaje, ¿verdad?, que sea una cosita tan vulgar. Pero, al fin y al cabo, Felicity nos sirve para practicar la benevolencia.

La lluvia golpea en la ventana contra la voz clara de Alexandra, mientras que Felicity apuñala una y otra vez, como si quisiera hacer sangre en la tela. Alexandra está diciendo:

—Hermanas, deben considerar que muy pronto celebraremos las elecciones para nombrar a nuestra nueva abadesa de Crewe. Todas aquellas de entre nosotras que tengan edad y cualificación suficiente para votar votarán en conciencia, sin conspirar ni intercambiar opiniones sobre la materia. Hermanas, vigilen, sean sobrias. Recuerden su buena suerte, hijas como son en su mayoría de dentistas, médicos, abogados, agentes de Bolsa y hombres de negocios, de todos los Toms, Dicks y Harrys del reino. Reconocerán haber tenido la suerte de que, con el paso del siglo, esta congregación no les haya exigido las épreuves en el momento de la postulación; es decir, las pruebas de su nobleza a lo largo de cuatro generaciones de antepasados armígeros por las dos líneas o a lo largo de diez generaciones de portadores de armas por línea paterna. Hoy la burguesía se mezcla regularmente con la nobleza. No existen ya en nuestra abadía las entradas separadas, los dormitorios separados, los refectorios separados y las escaleras para las soeurs nobles y las soeurs bourgeoises. No hay una capilla con barreras que separen a las damas de las burguesas y a las burguesas de los órdenes inferiores. Ahora solo nos quedan nuestros instintos más elevados para guiamos en la forma de proceder con nuestra Orden y nuestra abadía. ¿Decaeremos hasta convertirnos en una comunidad totalmente burguesa, o querremos conservar las características de una sociedad formada por damas? A este respecto, permítanme recordarles que en 1873 las hermanas del Sagrado Corazón de Jesús peregrinaron a Paray-le-Monial, el santuario de mi antepasada, acaudilladas por el duque de Norfolk, el cual no llevaba otro calzado que sus medias. Vigilen, hermanas. En el mensaje que me ha transmitido nuestra celebrada hermana Gertrude, y por obediencia a nuestra priora Walburga, se me ha exhortado a convocar los instintos más elevados de la congregación, de modo y manera que expongo ante ustedes las siguientes distinciones para que las mediten:

»En esta abadía, una dama guarda sus cartas de amor en el cofre situado a tal efecto en el vestíbulo principal, con el fin de proporcionar un poco de distracción a la comunidad durante la hora del recreo; una burguesa, en cambio, las guarda en un costurero.

»Una dama tiene estilo; una burguesa, en cambio, hace ciertas cosas en el huerto y debajo de los álamos.

»Una dama es transigente y demuestra sentido del humor cuando tiene que tratar con los perpetradores de un robo de poca monta; una burguesa, en cambio, llama a la policía.

»Una dama reconoce en los métodos científicos de vigilancia, electrónicos por ejemplo, una ayuda tan discreta como valiosa para su natural capacidad de observación; una burguesa, en cambio, mira esas innovaciones como si pertenecieran a la demonología y considera más refinado sentarse a coser.

»Una dama puede cometer pecados cardinales; una burguesa, en cambio, comete delitos de baja estofa y no asume riesgos.

»Una dama soporta con entereza aquel Agenbite of Inwit[25] alabado en el tratado anglosajón del mismo nombre por mi ancestro Michel de Northgate en el año de 1340; una burguesa, en cambio, sufre el miserable y corriente complejo de culpa.

»Una dama puede no creer en nada en su fuero interno; una burguesa, en cambio, proclama invariablemente sus creencias y cree en lo que no debe.

»Una dama no acepta la existencia de un escándalo que afecte a su propia Casa; una burguesa, en cambio, lo proclama urbi et orbi o, lo que es igual, a los cuatro vientos.

»Una dama es libre; una burguesa, en cambio, nunca se libera del deseo de libertad.

Alexandra se detiene para sonreír a la comunidad como un ángel hecho de una sustancia inteligente y ultraterrena. Felicity ha dejado su labor y mira por la ventana como contrariada porque ha parado de llover. Las otras hermanas situadas en el estrado miran a Alexandra, que ahora dice:

—Hermanas, sean sobrias y vigilen. No hablo de moral, sino de ética. Nuestra materia no es la santidad o la sacralidad, cosas que están en las manos de Dios. Aquí se trata de ser damas o de no serlo, y eso es cosa que decidimos nosotras. Bien se decía cuando yo era joven que no había respuesta para la pregunta «¿Es una dama?», porque, tratándose de una dama, la pregunta es ociosa. Entristece pensar que la necesidad nos obliga a pronunciar la palabra en la abadía de Crewe.

Felicity abandona la mesa y se dirige con paso firme a la puerta, por donde salen ya las monjas, y, recelosa y llena de rabia, busca sobre todo los ojos de sus partidarias. Deseosas de ser unas damas, hasta las monjas cosedoras mantienen la mirada avergonzada fija en el suelo durante el camino a la cena, consistente en arroz y albóndigas, estas últimas hechas con comida enlatada para perros, que contiene varios ingredientes saludables, muy buenos para ellas.

Cuando ya se han marchado, y Felicity también, Mildred dice:

—Ha tocado la cuerda acertada, Alexandra. Tanto las novicias como las monjas son esnobs hasta la médula.

—Bien hecho, Alexandra —dice Walburga—. Me parece que a partir de ahora se ha terminado el ascendiente de Felicity sobre las desafectas.

—Más que desafectas, deficientes —dice Alexandra—. Winifrede, querida, puesto que usted es una dama de instintos elevados, vaya y ponga en hielo un poco de vino blanco.

Winifrede se marcha desconcertada, aunque muy complacida.

Después de lo cual, las tres monjas vestidas de negro, Walburga, Alexandra y Mildred, se dan la mano y bailan en corro con pasos ágiles, primero hacia un lado y luego hacia el otro.

De pronto Walburga dice:

—¡Escuchen! —Dirige el oído a la ventana—. Han silbado.

Un segundo silbido tenue llega a través del prado, desde los árboles distantes. Las tres van a la ventana para ver con las últimas luces de la tarde a la pequeña Felicity que corre paseo adelante, ocultándose entre los rododendros hasta desaparecer a la altura de los árboles.

—El suelo está empapado de agua —dice Alexandra.

—Improvisarán algo de pie —opina Mildred.

—O cabeza abajo —tercia Walburga.

—Felicity no —advierte Alexandra—, porque, como dice Alexander Pope,

Ella encuentra en la virtud un duro empeño.

Se contenta con no salir nunca del decoro.